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Análisis filosófico

versión On-line ISSN 1851-9636

Anal. filos. vol.35 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2015

 

ARTICULOS

Completando un proyecto inconcluso.
Una propuesta de aplicación de la teoría de la democracia deliberativa de Carlos Nino al plano global*

Completing Nino’s Theory

Nahuel Maisley

Universidad de Buenos Aires - CONICET


Resumen

Según cuentan algunos de sus colegas y discípulos, al momento de su temprana muerte, en 1993, Carlos Nino estaba comenzando a estudiar la posibilidad de trasladar sus teorías al plano internacional. En este trabajo pretendo retomar al menos un aspecto de aquel proyecto, preguntándome cómo hubiera trasladado Nino su teoría de la democracia al plano global. En otras palabras, intentaré especular respecto de cómo podrían insertarse las ideas nineanas en la discusión actual en materia de democracia global. Mi hipótesis es que, por un lado, Nino habría reclamado la creación de nuevas instancias de participación popular en los procesos de creación e implementación del derecho internacional; pero a la vez, por otro lado, habría defendido el núcleo duro de la “constitución histórica” del derecho internacional, basada en un sistema interestatal y descentralizado (por oposición a un cambio revolucionario, como la creación de una asamblea parlamentaria global, o alguna propuesta similar).

PALABRAS CLAVE: Democracia global; Democracia deliberativa; Democracia cosmopolita; Democracia transnacional; C. S. Nino.

Abstract

According to some of his colleagues and disciples, when Carlos Nino died, in 1993, he was beginning to work on a project trying to extrapolate his theories to the international realm. In this paper, I pick up at least an aspect of that project, and I analyze how Nino would have extrapolated his theory of democracy to the global arena. In other words, I speculate regarding how could Nino’s ideas be inserted into the current debates on global democracy. My hypothesis is that, on the one hand, Nino would have demanded new instances of popular participation in the processes of creation and implementation of international law, and on the other hand, that he would have somehow defended the “historical constitution” of the international community, based on an decentralized, inter-state system (as opposed to a revolutionary change, such as the creation of a global parliamentary assembly, or something similar).

KEY WORDS: Global Democracy; Deliberative Democracy; Cosmopolitan Democracy; Transnational Democracy; C. S. Nino.

A comienzos de la década del noventa, según cuentan algunos de sus colegas y discípulos1, Carlos Nino estaba estudiando dar un paso que varios de los grandes filósofos políticos de nuestro tiempo (Rawls 1999b; Dworkin 2013; Habermas 2001) dieron hacia el final de sus carreras: trasladar sus teorías al plano internacional. Es difícil especular respecto de cuál sería específicamente la tarea que Nino tendría en mente2, pero en cualquier caso, esta quedó inconclusa con su temprana muerte, en agosto de 1993.
En este trabajo pretendo retomar al menos un aspecto de aquel proyecto, preguntándome cómo hubiera trasladado Nino su teoría de la democracia al plano global. En otras palabras, intentaré especular respecto de cómo podrían insertarse las ideas nineanas en la discusión actual en materia de democracia global. Mi hipótesis es que, por un lado, Nino habría reclamado la creación de nuevas instancias deliberativas de participación ciudadana en los procesos de creación e implementación del derecho internacional, pero a la vez, por otro lado, habría defendido el núcleo duro de la “constitución histórica” del derecho internacional, basada en un sistema interestatal y descentralizado (por oposición a un cambio revolucionario, como la creación de una asamblea parlamentaria global, o alguna propuesta similar).
Por supuesto, dadas las escasas referencias explícitas al tema en su obra, mi reflexión partirá de las ideas de Nino pero luego se constituirá en un esquema conceptual independiente del suyo. En otras palabras, intentaré hacer una “interpretación constructiva”3 de su teoría, tomando sus propuestas generales y trasladándolas, a su mejor luz, al plano internacional.
El trabajo estará dividido en tres secciones. En una primera sección, intentaré reconstruir la teoría de la democracia de Nino y destacar algunos de sus presupuestos y de sus consecuencias que son importantes para mi argumento posterior. En una segunda sección, en tanto, identificaré las principales líneas de discusión en materia de democracia global y trataré de insertar el trabajo de Nino en ese contexto. En la tercera sección, finalmente, trataré de delinear mínimamente un esquema institucional que sea compatible con la hipotética propuesta de democracia global nineana.

I. La teoría de la democracia de Carlos Nino

Carlos Nino fue uno de los pioneros del debate sobre la democracia deliberativa, al que realizó aportes valiosos y aún hoy reconocidos (Gargarella 1998b, p. 193; Spector 2008, p. 232; Oquendo 2008, p. 270; Elster 1998, p.1).
La columna vertebral de su teoría y uno de sus principales aportes a la discusión doctrinaria es su propia versión de la concepción epistémica de la democracia (Nino 1996, pp. 107-143; 2007, pp. 187-233). La idea es que para que los sujetos se vean –prima facie, al menos– obligados moralmente a cumplir con decisiones públicas respecto de cuestiones normativas4 intersubjetivas, estas deben surgir de un procedimiento deliberativo en el que se tengan en cuenta las posiciones de todos aquellos potencialmente afectados (Nino 1996, pp. 107-143). En esos casos, la obligación moral de cumplir con el derecho aparecerá porque los sujetos entenderán que la decisión democrática tendrá un “valor epistémico” superior al de su reflexión individual, debido a que la deliberación les permitirá alcanzar decisiones más imparciales (Nino 1996, pp. 117-128; Gargarella 1998a). Ello se debe, en resumidas cuentas, a cuatro motivos: i) la deliberación permite el intercambio de información –se pueden compartir ideas o circunstancias que no habían sido tenidas en cuenta por todos–; ii) la deliberación ayuda a detectar errores fácticos y lógicos; iii) la deliberación ayuda a controlar factores emocionales y a filtrar preferencias irracionales; y iv) la deliberación dificulta la manipulación de la información, o de la agenda, y de las preferencias políticas (Nino 1996, pp. 119-127; Martí 2006, pp. 194-195; Gargarella 1998a, p. 261).

I.1. Los presupuestos de la teoría epistémica: el “individualismo normativo”

Ahora bien, este razonamiento de Nino presupone un punto que no suele ser analizado en el marco de su teoría de la democracia, pero que es fundamental para reflexionar acerca de la aplicación de estas ideas al plano global: su individualismo normativo, es decir, la idea de que, para resolver problemas de contenido moral –como los que pretende resolver el sistema democrático– los intereses que deben ser tenidos en cuenta son los de los individuos humanos5, por oposición a los de grupos de individuos (Tesón 1998, p. 27; Pogge 2004, p. 1744; Nino 1989, pp. 246-255; 2013, pp. 119-124). La idea, como explica el propio Nino, no es negar la existencia de entes colectivos –tales como los estados o los pueblos– ni tampoco negar que estos sujetos puedan tener tal o cual interés, sino aclarar “que estos enunciados [colectivos] son reducibles a otros muy complejos que predicarían propiedades de seres humanos y relaciones entre ellos, entre sus actos y ciertas normas, etcétera” (Nino 1989, p. 251).
Nino da dos argumentos para defender esta postura (Nino 2013, p. 120). En primer lugar, sugiere que estos entes colectivos no son observables, en el mismo sentido en que lo sería cualquier ente singular. Por ejemplo, al ver un pelotón de soldados lo que vemos no es “un pelotón”, sino varios soldados, a los que entendemos como un conjunto (Nino 1989, pp. 252-253; 2013, p. 120). En segundo lugar –y este es el argumento que Nino considera más importante– aun cuando se admitiera el estatus ontológico independiente de las entidades colectivas, “cabría cuestionar su capacidad para constituir personas morales, bajo el presupuesto de que solo los intereses de una tal persona son moralmente relevantes” (Nino 1989, p. 253). Según Nino, los entes colectivos, al no ser autoconscientes –en el sentido de tener una mente autónoma y un sistema nervioso propio– no pueden ser considerados verdaderas personas morales y toda referencia a la “conciencia” o “racionalidad” de, por ejemplo, el estado, “solo tiene algún mínimo sentido, que no sea puramente metafórico, si se la asocia sistemáticamente con frases acerca de la conciencia o la racionalidad de algún individuo o grupo de individuos” (Nino 1989, p. 253). La ausencia de esa autoconsciencia, en tanto, es la que les impide construir un punto de vista genuinamente autónomo que les permita participar en el discurso moral o incluso tener preferencias o intereses auténticamente propios. “Cuando sus intereses son alegados en el contexto de ese discurso”, dice Nino, “pretendiendo que ellos son distintos de los intereses de los individuos que las integran, se está hipostasiando un punto de vista que no es más que el de ciertos individuos (y, no por casualidad, la satisfacción de aquellos intereses suele coincidir con la de los intereses de esos individuos)” (Nino 1989, p. 254).

I.2. Las consecuencias de la concepción epistémica: inclusión, representación y gradualismo

La concepción epistémica de la democracia de Nino tiene, a su vez, una serie de consecuencias institucionales que serán relevantes para considerar el traslado de estas ideas al plano global.
La primera de ellas es su carácter inclusivo. A diferencia de las teorías –también deliberativas– “elitistas políticas” (Martí 2006, pp. 243- 267; Gargarella 1998a, pp. 271-272), la teoría de Nino es de inspiración habermasiana, claramente “inclusiva” (Gargarella 2012, p. 28). En la obra de Nino, las ventajas de la deliberación no se aplican a cualquier proceso dialógico, sino solamente a aquel que se dé entre “todos aquellos cuyos intereses estén afectados” (Nino 1996, p. 133) por la decisión que se va a tomar.
La segunda cuestión que se deriva del fundamento epistémico de la democracia tal como lo desarrolla Nino es que la representación se vuelve “un mal necesario” (Nino 1996, p. 147). Nino explica que la existencia de un grupo pequeño que toma decisiones en nombre de uno mayor constituye un hiato en la deliberación, lo que a su vez genera un impacto negativo en la confianza del proceso. “La mediación a través de representantes es una de las principales distorsiones de la democracia, que la aleja del máximo valor epistémico de la discusión moral ideal” (Nino 1996, p. 146). No obstante, Nino reconoce tres factores que hacen que debamos acudir a ellas para tomar decisiones en comunidades políticas grandes, inevitablemente: i) la imposibilidad de la discusión cara a cara, ii) la complejidad de los asuntos políticos actuales y iii) el respeto a la autonomía personal de las personas, que requiere que tengan tiempo suficiente para elegir su propio plan de vida y seguir sus propios intereses personales. En ese caso, “la representación debería ser una delegación para continuar la discusión que los ciudadanos han iniciado. La discusión debería ser continuada desde el consenso alcanzado en el proceso electoral, para lograr las conclusiones más detalladas respecto del proceso de implementación” (Nino 1996, p. 147). Ahora bien, ello no implica olvidar que el ideal es el de la democracia directa y que esta “debería ser obligatoria siempre que fuera posible” (Nino 1996, p. 147).
En tercer lugar, la idea del fundamento epistémico de la democracia implica que esta tenga un carácter gradual. Nino explica que en el plano epistémico, y por lo tanto en el democrático también, el valor “no es a todo o nada, sino que es gradual. La falta de satisfacción completa de las condiciones a priori puede privar a la democracia de cierto grado de valor epistémico, pero no de todo. El sistema aún puede gozar de un considerable valor epistémico”, incluso cuando la deliberación no sea perfecta (Nino 1996, p. 140). Lo importante, para Nino, no es si una decisión es o no es democrática, sino qué tan valiosa es en relación a otros procesos de toma de decisiones con distinta capacidad epistémica, es decir, qué tan democrática es.
Precisamente por este último punto, Nino sostiene que el mejor modo de establecer la “constitución ideal” en la cual se respeten las premisas básicas de su concepción de la democracia consiste en seguir, a grandes rasgos, la “constitución histórica” –es decir, la que tenemos actualmente, que establece un modelo democrático no tan valioso epistémicamente– y buscar aproximaciones graduales al ideal, rescatando todo lo bueno de las instituciones actualmente existentes. La opción alternativa, es decir, desestimar toda práctica constitucional previa y fundar un nuevo sistema de discurso moral, puede ser, según Nino, contraproducente para aproximarnos al ideal democrático buscado (Nino 1996, p. 41)6.

II. Las discusiones sobre democracia global y las potenciales posiciones de Nino

Los debates sobre democracia global comenzaron hace no tanto tiempo. Hasta hace algunas decenas de años, tanto los teóricos políticos como los abogados internacionalistas aceptaban sin demasiada dificultad la idea de que la legitimidad del derecho internacional provenía fundamentalmente del consentimiento de los estados (Besson 2009, p. 61). Si los estados consentían un régimen de tratados, o la creación de una costumbre, o incluso el establecimiento de una organización internacional, entonces se trataba de disposiciones legítimas para gobernar las relaciones internacionales.
No obstante, los cambios operados en los últimos treinta años, como resultado del proceso de globalización (Beck 2004, Sassen 2007) –y muy especialmente la expansión del espacio regulatorio global (Besson 2010, p. 165; Lowe 2000; McCorquodale 2004)– han llevado a que una parte importante de la literatura comience a cuestionar este postulado central para la disciplina: dado que el impacto de las normas supraestatales excede ahora claramente a los estados, parecería que no basta con su aval para que estas reglas sean legítimas (martí 2010). En la actualidad, entonces, existe cierto consenso en torno al “déficit democrático del derecho internacional” y acerca de la necesidad de llevar adelante ciertas reformas para paliarlo (Wolfrum 2006).
Lo que no hay, no obstante, es consenso en cuanto a cuáles son estas reformas, en tres niveles. En primer lugar, (1) no hay acuerdo en cuanto al sujeto moral relevante para analizar estas cuestiones: algunos sostienen que los entes colectivos –como los estados o los pueblos– siguen siendo centrales, mientras que otros afirman que toda teoría normativa debe partir desde el individuo. Luego, (2) no hay acuerdo entre quienes parten desde el individuo en cuanto a si la participación de este en las decisiones globales debería ser indirecta o directa. Y por último, (3) entre los que creen que debe ser directa, tampoco hay acuerdo en torno a cómo implementarla. En esta sección quiero relevar los principales argumentos avanzados por cada uno de estos grupos de autores e ir especulando respecto de las respuestas que Carlos Nino hubiera tenido para cada uno de ellos.

II.1. Colectivistas versus individualistas: ¿quién es el sujeto relevante?

La primera discusión en relación a la legitimidad del derecho internacional tiene que ver con cuál es el sujeto relevante para evaluarla (von Bogdandy 2004, p. 890). Existen dos importantes líneas de autores que aún defienden que este debe ser un ente colectivo: primero, el “positivismo internacionalista clásico”, y segundo, la teoría global de John Rawls. Según estos autores, la legitimidad de las normas de derecho internacional debe ser evaluada en relación a “los estados” o “los pueblos”, a los que consideran los únicos sujetos relevantes en el plano supraestatal.

II.1.a. El positivismo jurídico internacionalista clásico

De acuerdo con los cánones clásicos de la disciplina, asociados al “positivismo jurídico internacionalista”7, las normas de derecho internacional son legítimas solo cuando los estados prestan su consentimiento a su creación (Lachenmann 2011, Brunée 2010, Wolfrum 2008)8. En la actualidad, sin embargo, la mayor parte de la literatura cuestiona este postulado, al menos en su versión más radical. En efecto, casi todos aceptan que el consentimiento es solamente uno de los varios elementos que se deben tener en cuenta para evaluar la legitimidad de las normas (Besson 2009, 2010; Wolfrum 2008; Tasioulas 2009, pp. 313- 314; Brunée 2010). De todos modos, pese a esta caída en desgracia en términos teóricos, la idea permanece muy viva en la práctica: como explican Bruno Simma y Andreas Paulus en primera persona, “al reflexionar sobre el trabajo jurídico del día a día, nos damos cuenta de que, para mejor o para peor, en efecto, [los operadores jurídicos internacionales] empleamos las herramientas desarrolladas por la tradición ‘positivista’” (Simma y Paulus 1999, p. 302).
Esta importancia del positivismo en el día a día del derecho internacional contemporáneo merece que le dedique –aunque sea brevemente– cierta atención al tema. En particular, creo que Nino tendría buenos argumentos para rechazar la posición positivista clásica, basados en el presupuesto individualista de su teoría de la democracia.
De acuerdo con la concepción epistémica, la legitimidad de una norma depende de la calidad y cantidad de deliberación pública que la precede. Esa deliberación, en tanto, debe ser inclusiva, no respecto de entes colectivos, como los estados, sino respecto de los individuos potencialmente afectados por la norma en cuestión.9 Para Nino, como expliqué anteriormente, los estados no son “personas morales”, y por lo tanto no son capaces de legitimar, per se, ninguna decisión de política global.10 En todo caso, la legitimidad que los estados puedan proveer será en su carácter de representantes de los individuos que forman parte de su comunidad política. Pero si así fuera, la posición ya dejaría de ser colectivista, dado que la justificación no partiría de los estados, como tales, sino que tomaría como fundamento a los individuos, las únicas personas morales relevantes.

II.1.b. The Law of Peoples

La segunda propuesta “colectivista normativa global” es, para sorpresa de muchos, la de John Rawls (Rawls 1999b). A diferencia de lo que ocurría en su teoría doméstica (Rawls 1993, 1999a), en la cual los únicos sujetos relevantes para las consideraciones de legitimidad y justicia eran los individuos, en la teoría internacional rawlsiana, como explica Pogge, “los pueblos son reconocidos como las unidades últimas de preocupación moral, esto es, como colectivos con intereses que no son reductibles a los intereses de las personas individuales” (Pogge 2004, p. 1774). En efecto, dice Pogge, en la teoría global de Rawls, “los intereses de los individuos no son tenidos en cuenta de ningún modo a los fines de seleccionar y justificar un conjunto de reglas que gobiernen la conducta estatal” (Pogge 2004, p. 1774).
Creo que pueden encontrarse dos tipos de razones detrás de la opción de Rawls por los pueblos como sujetos relevantes para participar en la posición originaria internacional. Las primeras son aquellas que fundan la primacía de “los pueblos” en los intereses de los propios individuos. Andrew Kuper describe a este argumento como uno de “incorporación”: “si se estipula que los pueblos deben tomar en cuenta los intereses de sus miembros, y todas las personas son miembros de los pueblos, entonces se tienen en cuenta y se consideran los intereses de todas las personas” (Kuper 2000, p. 645). Ahora bien, si este es verdaderamente el argumento central detrás de la idea de Rawls, entonces no podemos decir que sea verdaderamente colectivista: en todo caso, es un planteo individualista que asume que la mejor forma de considerar los intereses de las personas es a través de este tipo de mecanismo institucional, en el cual prima la voluntad colectiva.
Pero creo que hay indicios significativos en The Law of Peoples y en la literatura posterior para considerar que las razones que están detrás del argumento de Rawls son genuinamente colectivistas, es decir, que están enfocadas a proteger los intereses de los pueblos sin perjuicio de lo que les ocurra a los individuos (Pogge 2004, p. 1774; Beitz 2000; Nagel 2005, p. 135; Kuper 2000, p. 643).
Charles Beitz identifica dos argumentos detrás de esta opción colectivista de Rawls. En primer lugar, dice Beitz, (a) Rawls parece sugerir que la decisión es pragmática, es decir, que está basada en consideraciones de realismo político (Beitz 2000, p. 681; Rawls 1999b, p. 15, 83); según esta idea, el único sistema posible es uno en el cual los pueblos sean los agentes relevantes, aunque sea difícil de aceptar para los liberales. En segundo lugar, Beitz explica que, (b) para Rawls, cualquier otra aproximación podría resultar intolerante respecto de la diversidad de tradiciones políticas y culturas que existen en el mundo (Beitz 2000, p. 681; Kuper 2000, pp. 648-653); así, intentar imponer un paradigma individualista, como pretenden los cosmopolitas, puede ser entendido como un acto imperialista por el resto del mundo.
Creo que Nino tendría buenas respuestas para ambos argumentos. Con respecto al primero, (a) Nino explicaría –como hacen Beitz (2000, p. 681) y Besson (2009, p. 58-59), por ejemplo– que las consideraciones respecto del individualismo o colectivismo normativo y las consideraciones acerca de la preservación de la constitución histórica operan en dos planos distintos: primero uno dilucida cuál es la “constitución ideal” en función de razones morales –que inevitablemente serán individualistas, para Nino– y solo después de ello se puede pasar a analizar cuál es la mejor forma de lograr acceder a esa constitución ideal en la práctica –y recién allí entrarían en juego las consideraciones acerca de la “constitución histórica”–. El problema con la propuesta rawlsiana es que estas dos etapas están superpuestas, lo que impide que dilucidemos las razones morales detrás del modelo institucional sugerido.
En cuanto al segundo argumento, (b) la respuesta de Nino estaría basada fundamentalmente en el individualismo normativo. Cuando se alega que debemos tolerar a “los pueblos”, diría Nino, en realidad lo que se busca es que se toleren los intereses defendidos por ciertos individuos dentro de esos pueblos, a menos que se entienda que estos son completamente homogéneos. Para Nino, la tolerancia solamente puede ser exigida por auténticas personas morales, y por lo tanto los pueblos solo podrían exigirla como representantes de sus individuos. Ahora bien, ello requeriría que estos lleguen a un acuerdo acerca de la defensa de estos intereses pretendidamente uniformes11. El problema es que, como explica Seyla Benhabib, en la práctica, los pueblos –y sobre todo los pueblos en los que está pensando Rawls– no son homogéneos, sino más bien todo lo contrario (Benhabib 2012, p. 33). Asumir esta homogeneidad de los pueblos y exigir tolerancia frente a ella es en realidad una postura todavía más etnocéntrica que la de defender los intereses de los miembros de esos pueblos, puesto que implica suponer que esos individuos son menos capaces que nosotros para desarrollar sus propias posiciones, autónomas de la cultura que los rodea.
Esto no quita, desde ya, que uno pueda defender la preservación de la diversidad cultural y política del mundo. Por supuesto que es necesario defenderla. el punto es que esto no puede ser hecho a partir de los supuestos intereses de entes colectivos como los pueblos, sino que debe ser hecho a partir de los intereses de los individuos que forman parte de esos grupos, que necesitan ese contexto para poder elegir autónomamente su plan de vida (Kymlicka 2002, pp. 338-343)12. Eso implicaría, entonces, partir de un individualismo normativo y diseñar un esquema institucional que respete la diversidad cultural como parte de los requisitos para el desarrollo de la autonomía de los individuos. Pero para ello, debo pasar a los puntos siguientes, y discutir cuál es el mejor esquema institucional global para preservar estos intereses individuales.

II.2. Legitimidad transitiva versus legitimidad democrática:
¿participación directa o indirecta en la toma de decisiones globales?

El segundo nivel de desacuerdo en la literatura respecto de legitimidad del derecho internacional se da entre aquellos que creen que los individuos deben ser el punto de partida para el análisis, los “individualistas normativos”. En este caso, el desacuerdo ya no gira en torno a si los individuos deben poder participar en la creación de las normas de derecho internacional, sino a cómo debe ser esa participación: directa o indirecta (es decir, a través de los estados).
En este apartado presentaré los argumentos de aquellos que se niegan a otorgarles a los individuos una participación directa en el proceso de creación de normas globales. En particular, parece haber dos grandes tesis dentro de este grupo. Un primer grupo de autores, (a) capitaneado por Thomas Nagel, sostiene que las obligaciones de legitimidad y justicia solamente aparecen cuando las decisiones que están en juego cumplen ciertas características, típicamente asociadas a la idea de soberanía. En el derecho internacional actual, según ellos, no aparecen estos caracteres, y por lo tanto no tenemos legitimación alguna para cuestionar su formato y exigir participación directa. El segundo grupo de autores, en tanto, (b) acepta que estas decisiones globales deben ser tomadas de un modo legítimo, pero sostiene que el diseño institucional más apropiado para ese fin es uno similar al existente actualmente, en el cual los intereses de los individuos se canalizan únicamente a través de los estados.
Antes de analizar estas dos corrientes, es importante mencionar que existe un tercer grupo de autores, (c) que sostiene que la participación directa de los ciudadanos podría ser deseable, pero que es fácticamente inviable, porque estos no tienen motivación suficiente para involucrarse en los procesos de toma de decisiones globales (Miller 1995). No debatiré aquí en profundidad con estos autores, dado que se trata de una discusión sobre la que la obra de Nino no tendría demasiado para aportar. No obstante, creo que hay tres buenos argumentos para responderles: (i) que la voluntad de participación muchas veces nace cuando se abren los espacios adecuados13, (ii) que existen de hecho grupos de individuos motivados a participar14, y (iii) que en la medida en que la afectación de las normas globales siga haciéndose cada vez más directa, la motivación para participar irá en aumento15.

II.2.a. Nagel y las obligaciones asociativas

En un famoso artículo de 2005, “The Problem of Global Justice”, Thomas Nagel llega a conclusiones medianamente similares a las de Rawls, pero por caminos distintos (Nagel 2005, p. 135). Nagel parte de la idea de que las instituciones tienen dos tipos de obligaciones distinguibles: por un lado, obligaciones humanitarias, que son universales e independientes de cualquier contingencia, y por otro lado, obligaciones relativas, que surgen de las asociaciones que realmente existen entre las personas (Nagel 2005, pp. 126-127). La mayor parte de las obligaciones estatales –incluidos los derechos políticos– son, para Nagel, de este último tipo (Nagel 2005, p. 127). Según él, las instituciones solo tendrían la obligación de permitir la participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones cuando así lo exijan dos condiciones fácticas: primero, que las instituciones en cuestión hablen en nombre de las personas que reclaman el derecho de participar, y segundo, que lo hagan sin que estas personas puedan impedirlo (Nagel 2005, p. 129). Solamente en esos casos el reclamo de participación y democratización sería legítimo.
Cuando aplica este modelo al sistema actual de gobernanza global, Nagel concluye que estas condiciones no están presentes, porque las instituciones internacionales “no actúan en nombre de los individuos, sino de los estados o de las agencias e instrumentos estatales que las han creado. Por ello, la responsabilidad que estas instituciones tienen hacia los individuos se encuentra mediada por los estados que representan y que tienen la responsabilidad principal sobre esos individuos” (Nagel 2005, p. 138).
Creo que existen tres formas de oponerse a este planteo de Nagel. Una primera forma sería asumir una posición cosmopolita y negar que el tipo de relaciones asumidas entre los individuos sea relevante para que puedan exigirse ciertos derechos, entre ellos, los políticos (Pogge 1989, pp. 240-280; Singer 2002). Una segunda forma sería negar que los estándares relevantes sean los que propone Nagel, es decir, estar bajo reglas coactivas que actúen en nombre de esas personas. La tercera, en tanto, sería afirmar que incluso bajo los estándares de Nagel, las instituciones globales actuales sí estarían sujetas a obligaciones más exigentes, entre ellas, la igualdad política de los individuos.
Creo que Nino no coincidiría con la primera crítica, la cosmopolita, pero sí con la segunda y la tercera. En cuanto a la primera, en su obra Nino trata las obligaciones de justicia (sus principios de autonomía, inviolabilidad y dignidad) en términos genéricos en cuanto a quiénes son los obligados por estos mandatos, en lo que podría parecer una aproximación cosmopolita. No obstante, en una extensa nota al pie en Ética y derechos humanos, Nino afirma que si bien el principio general es que nadie puede utilizar a otro y que esto acarrea tanto obligaciones negativas como positivas,

no se puede sostener que alguien utiliza a otro, o que lo sacrifica en su propio beneficio, cuando su situación no se ve alterada por la existencia o inexistencia del otro individuo. Esto parece sugerir que, si bien es necesario reconocer que los hombres son utilizados no solo por comisión sino también por omisión, ella solo puede darse en el marco de cierta interacción recíproca, o de ciertas instituciones, prácticas, etc., que sean comunes a unos y otros, y a cuyo mantenimiento contribuyen los individuos utilizados y de las que se benefician en algún grado los individuos que usan como medio a los primeros (Nino 1989, p. 357).

Es decir que Nino reconoce que, para que existan demandas de legitimidad o justicia, debe existir cierta interacción recíproca o ciertas instituciones comunes entre los individuos en cuestión. Lo que nos lleva a la segunda crítica a Nagel, que es la que cuestiona cuáles son las interacciones mínimas necesarias para que se disparen las exigencias de justicia bajo análisis. En particular, Cohen y Sabel mencionan tres posibles estándares alternativos al de Nagel (Cohen y Sabel 2006, p. 153): (a) un “institucionalismo débil”, en el cual basta que existan instituciones con responsabilidades distributivas para que haya obligaciones de justicia (Scanlon 2005, p. 12), (b) un “cooperativismo débil”, en el cual basta que exista un esquema de cooperación bajo reglas para que las partes se deban igual consideración (Beitz 1979), o (c) una “interdependencia débil” que sostiene que estas exigencias aparecen cuando los destinos de las personas en un lugar dependen sustancialmente de las decisiones tomadas por otras personas en otro lugar y viceversa.
De estas alternativas, creo que Nino suscribiría la segunda y la tercera. En la nota al pie a la que hacía referencia recién, Nino explícitamente habla de que para que se apliquen consideraciones igualitarias es necesario y suficiente que exista una “interacción” entre los sujetos en cuestión. Para explicar este punto, Nino pone un ejemplo: si los europeos hubieran decidido eludir todo contacto ulterior con los americanos cuando se enteraron de su existencia, entonces no habrían surgido obligaciones de justicia entre ellos. Ahora bien, “si los europeos decidiesen un buen día comenzar a comerciar con los indios” (Nino 1989, p. 357), entonces la situación sería distinta. El comercio, para Nino, es una condición suficiente para que se activen obligaciones de igual consideración y respeto entre los individuos.16
Creo que esta es una posición compatible con la teoría de la democracia de Nino, en general. De acuerdo con la concepción epistémica, las personas afectadas por normas intersubjetivas solamente tienen razones morales para obedecerlas independientemente de su contenido si sus posiciones fueron tenidas en cuenta a la hora de su creación. Esto es igualmente aplicable a las normas de un estado, a un contrato entre privados, a las reglas de una cierta congregación religiosa, o a las del derecho internacional.17 En todos los casos, basta con que haya una interacción para que los sujetos puedan comparar el valor epistémico de esa decisión interpersonal con el de su propia reflexión moral.18
Pero hay un elemento adicional en la teoría de Nino que parece acercarlo además a la tercera posición mencionada por Cohen y Sabel, la de la “interdependencia débil”. Como vimos, para Nino, la deliberación respecto de una decisión determinada debería “incluir como ciudadanos completos a aquellos cuyos intereses estén en juego en un conflicto y que podrían ser afectados por la solución adoptada en el proceso democrático” (Nino 1996, p. 133). En un contexto globalizado, como sugiere Samantha Besson, esto puede requerir la “desterritorialización” de la deliberación (Besson 2009, pp. 70-74), es decir, extender la participación en las discusiones más allá de las fronteras, para permitir la participación de todos los potencialmente afectados por la decisión. De lo contrario, habría individuos que verían severamente limitado su plan de vida sin poder tener una voz en el proceso por el cual se determinan las normas intersubjetivas que generan esa limitación (Besson 2009, Bohman 2007, Martí 2010).
En suma, para Nino parecerían existir obligaciones de igual consideración y respeto, y por lo tanto derechos de participación política, cuando (1) haya interacciones cooperativas entre los individuos, o (2) ciertos individuos estén potencialmente afectados recíprocamente por decisiones tomadas por otros.19 El sistema de gobernanza global actual parecería cumplir claramente con ambos puntos –existe obviamente cooperación inter y transnacional, y también existen numerosas decisiones políticas internacionales que afectan a individuos de distintos lugares del planeta– dando lugar a la necesidad de democratizar sus mecanismos de toma de decisiones.
La tercera crítica al argumento de Nagel –que es la que afirma que las instituciones globales contemporáneas sí cumplen con los estándares propuestos por el propio Nagel– también podría ser adoptada por Nino, al menos de la siguiente manera20. Como expliqué anteriormente, Nagel afirma que las instituciones internacionales actuales no hablan en nombre de los individuos del mundo, sino en nombre de los estados, y que por lo tanto los individuos no pueden exigir participar en sus decisiones (Nagel 2005, p. 138). Ahora bien, si esto fuera cierto, entonces la única justificación de las instituciones internacionales actuales sería una de corte colectivista, que sostenga que los estados son personas morales capaces de participar en la deliberación y de dotar de legitimidad a las instituciones. Pero, como sugerí en el punto anterior, esto es un error: el único fundamento de legitimidad de cualquier institución solo puede ser la consideración de intereses en última instancia individuales. Por lo tanto, esto deja a Nagel en una encrucijada: o bien acepta que todas las instituciones internacionales actuales son completamente ilegítimas, o bien acepta que sí “hablan en nuestro nombre” y que por lo tanto son pasibles de exigencias de democratización.

II.2.b. Pettit, Christiano, Kymlicka, Dworkin: los estados como únicos representantes de los individuos

El segundo grupo de autores que acepta el individualismo normativo pero niega la democracia global es uno que comparte con los demócratas globales la idea de que las decisiones supraestatales son pasibles de exigencias de igualdad política, pero que entiende que el mejor diseño institucional para cumplir con esas exigencias es uno que priorice el rol de los estados como representantes de los individuos (Christiano 2010, Dahl 1999, Kymlicka 2001, Moravcsik 2004, Pettit 2010b, Dworkin 2013)21.
La versión más detallada de esta postura es el modelo que Thomas Christiano y Philip Pettit llaman “asociación voluntaria de estados” (Christiano 2010, Pettit 2010b)22. Se trata de un esquema de gobernanza global ideal que parte del sistema westfaliano tradicional pero le realiza una serie de mejoras para garantizar, por un lado, que los estados sean representativos de sus individuos, y por otro, que las interacciones entre los estados se den de un modo equitativo. El resultado es un mundo donde los estados toman decisiones internacionales que gozan de “legitimidad transitiva”, debido a que las posiciones de los individuos son oídas por medio de sus representantes estatales.
Dejaré aquí de lado las críticas prácticas o realistas que se le pueden efectuar a este modelo –que a mi entender está más lejos de ser realizable que muchas de las propuestas de democracia global– y me concentraré en tres problemas teóricos que creo que Nino señalaría respecto de esta propuesta.
En primer lugar, como explica Besson, estos modelos de “democracia internacional indirecta” le crean a los estados “un famoso dilema, entre defender los intereses de los ciudadanos de su propio estado a expensas de otros estados y sus ciudadanos, por un lado, y seguir las reglas de la democracia internacional a expensas de los intereses de sus propios ciudadanos, por el otro” (Besson 2009, p. 66). El dilema es de corte kantiano, y creo que por eso Nino lo compartiría (Nino 1989, pp. 237-242): o bien se utiliza a los propios ciudadanos como medios para los fines globales, o bien se utiliza a los ciudadanos de otros países como medios para lograr los fines nacionales. Ambas opciones son, evidentemente, insatisfactorias (Martí 2010, pp. 58-59).
En segundo lugar, Nino recordaría que la representación es “un mal necesario”, dado que distorsiona el debate público y disminuye la capacidad epistémica del proceso de toma de decisiones (Nino 1996, pp. 146-147), y que por lo tanto deberíamos, como señala Martí, “poner en marcha mecanismos de participación en los procesos de toma de decisiones, complementarios de las estructuras representativas” (Martí 2006, p. 226). La propuesta de Christiano y Pettit parece ser completamente contradictoria con esta idea. En efecto, la “asociación voluntaria de estados” evitaría atacar uno de los principales problemas de los sistemas internacionales de toma de decisiones actuales consistente en que los lazos que unen a los mandatarios y los agentes en el plano global son mucho más exiguos que en el plano local.23 Incluso en el modelo ideal, quienes efectivamente representen los intereses de los estados en el plano internacional serán funcionarios diplomáticos no electos, que serán a su vez nombrados por un canciller no electo, que será nombrado por un presidente electo (y en general no electo en función de sus propuestas de política exterior, sino de otros múltiples factores). El vínculo entre los electores y estos funcionarios diplomáticos es y será simplemente demasiado exiguo, casi inexistente. Además, en la práctica, los diplomáticos desempeñan sus funciones de un modo inevitablemente opaco para la opinión pública nacional: discuten en lugares lejanos, generalmente en idiomas extranjeros, cuestiones técnicas que parecen incomprensibles a la mayor parte de los electores. Por estos motivos, los diplomáticos son algunos de los funcionarios públicos con mayor discrecionalidad y menor accountability respecto de la ciudadanía,24 y su carácter de verdaderos “representantes” de los electores es cuestionable tanto en la realidad contemporánea como en un modelo ideal como el de Christiano.
En tercer lugar, Nino recordaría el hecho de que la representación en el plano global a través de los estados es inevitablemente desigual. En otras palabras, en una “asociación voluntaria de estados”, el voto de un ciudadano uruguayo dentro de su estado tiene más influencia a nivel global que el voto de un ciudadano chino, o indio. Este modelo, del mismo modo que en el caso del Senado a nivel interno, “ofende seriamente el principio de ‘una persona, un voto’” (Nino 1996, p. 170), central para mantener el compromiso democrático con la igualdad política (Martí 2006, p. 248). Una opción para solucionar este problema podría consistir en redibujar las fronteras de los estados, como parecen sugerir algunos (Pogge 1992, pp. 69-70), pero creo que esta propuesta se aleja significativamente del modelo de la “asociación voluntaria de estados” tal como es defendido por estos autores. Otra opción consistiría en generar sistemas de votación ponderados, como el sistema de cuatro mayorías de Dworkin (2013, p. 28), pero eso solo mitigaría el problema –porque en algunas de las votaciones algunos seguirían valiendo más que otros–, y solo resolvería esta tercera objeción, pero no las dos anteriores. La única solución completa consiste en compensar estos déficits representativos con instancias de participación directa en la política global. Pero eso ya me aleja de la propuesta de estos autores y me lleva a la tercera parte de esta sección.

II.3. Tres modelos de participación directa en la toma de decisiones globales

En el punto anterior expliqué las potenciales objeciones de Nino a los modelos que no permiten la participación directa de los individuos en los procesos de toma de decisiones internacionales. En esta sección, en tanto, quiero analizar cuál sería el esquema que propondría Nino para permitir la participación ciudadana a nivel global. Para ello, analizaré sus hipotéticas reacciones frente a tres tipos de modelos que han sido delineados por distintos autores hasta el momento: (a) los modelos de “democracia cosmopolita” que defienden un modelo más bien representativo, con instituciones globales elegidas directamente por los ciudadanos del mundo; (b) los modelos de “democracia contestataria global” que creen que las organizaciones de la sociedad civil y otros actores no estatales deberían contar con espacios para desafiar las decisiones tomadas por el sistema interestatal (al que mantendrían vigente con tan solo algunas modificaciones); y por último, (c) los esquemas de “democracia deliberativa global” que defienden un modelo en el cual los ciudadanos del mundo no solamente puedan desafiar las decisiones tomadas por los representantes estatales, sino también iniciar la deliberación sobre aquellos temas que les resulten pertinentes.
Un punto importante que vale la pena destacar a esta altura es que todas estas teorías parecen ser compatibles con un modelo de descentralización política que permita que los procesos de toma de decisiones se den en el nivel más pequeño posible, como defiende el propio Nino (Nino 1996, pp. 133, 152-153, 165-171). El punto de las teorías de la democracia global no es buscar que se tomen más decisiones en el plano internacional, sino reconocer que existen asuntos que inevitablemente deben ser decididos en esa esfera (Besson 2009, p. 66; Habermas 2001; Held 1995; Peters 2009, p. 298), y que siempre que esos procesos existan, estarán viciados de ilegitimidad a menos que se permita la participación democrática de los individuos afectados (Martí 2012; Besson 2009, p. 66; Marks 2000).

II.3.a. Democracia cosmopolita

El modelo más radical, pero a la vez el más antiguo y difundido en la literatura en materia de democracia global, es el de la “democracia cosmopolita”. Se trata de una corriente iniciada en la década de 1990 por autores como David Held, Richard Falk y Daniele Archibugi, que propone la creación de instituciones representativas globales con una jerarquía superior a la de los estados, siguiendo los pasos de, por ejemplo, la Unión Europea (Held y McGrew 2003; Held 1995, 2010; Archibugi 2008; Falk y Strauss 2000)25. En palabras del propio Held, propugnan el surgimiento de “nuevas instituciones políticas, que coexistirían con el sistema de los estados pero que se impondrían sobre estos en aquellas esferas de actividad claramente definidas en las cuales haya consecuencias internacionales y transnacionales demostrables” (Held 2010, p. 241).
Esta corriente es la que más se aproxima a la idea de un estado global –proponiendo instituciones tales como una “asamblea parlamentaria global”, elegida directamente por los ciudadanos del mundo (Falk y Strauss 2000)– y con ello, a todos los problemas que esta idea trae asociados. Como sostiene, por ejemplo, Nadia Urbinati, la concentración de poder en un esquema institucional supraestatal como el que proponen estos autores trae aparejado un riesgo importante de hegemonía, dado que si el sistema llega a ser colonizado por algún actor determinado, este tendrá la posibilidad de oprimir al resto, que quedará indefenso (Urbinati 2003, p. 77; Walzer 2000).
José Luis Martí ha intentado responder recientemente a este clásico desafío (Martí 2010). Según él, el riesgo de hegemonía existe, pero las alternativas a “la república global” –como las que explicaré en el punto siguiente– son mucho más riesgosas, porque implican aceptar instituciones dispersas, desconectadas e incapaces de evitar los problemas planteados por la globalización, y el riesgo puede ser mitigado del mismo modo que en las repúblicas domésticas, con un esquema constitucional que establezca principios de federalismo, separación de poderes, estado de derecho y frenos y contrapesos (Martí 2010, pp. 66-67). Creo que su argumento no es convincente, dado que es posible que todas estas restricciones al gobierno global terminen dando como resultado o bien un sistema más descentralizado de lo que parece, saliéndose así de la vertiente “cosmopolita” tradicional, o bien un esquema aún más ineficiente que el de aquellos que se oponen a la centralización, que reproduzca los vicios de los sistemas de frenos y contrapesos a nivel doméstico (Gargarella 2014).
Creo que Carlos Nino coincidiría conmigo y suscribiría las críticas de Urbinati, debido a su intención permanente de evitar situaciones de sometimiento al imperio de la fuerza.26 No obstante, el punto no es determinante porque creo que Nino tendría dos críticas adicionales al modelo de la “democracia cosmopolita”: una de orden conceptual, y otra más bien coyuntural.27
En primer lugar, creo que Nino cuestionaría la idea de tratar de resolver los problemas del sistema representativo con aún más representación, como proponen los demócratas cosmopolitas. Si entendemos que la representación es un “mal necesario” y que debemos recurrir a ella lo mínimo indispensable (Nino 1996, pp. 132, 146-154), entonces deberíamos priorizar los mecanismos institucionales que permitan la participación directa de los individuos en las decisiones que los afectan.
Esto se combina, a su vez, con el segundo punto, de orden más coyuntural. Como vimos, la teoría de la democracia de Nino incluye la idea de que los cambios que permitan aproximarse al sistema ideal deben ser graduales, tratando de aprovechar las construcciones colectivas existentes, en la medida de lo posible. En este caso, creo que eso implicaría preservar el sistema estatal, que no es otra cosa que la construcción colectiva más importante que ha dado la humanidad en los últimos quinientos años (Peters 2009, pp. 271-272; Besson 2009, p. 66)28. Me parece que en este punto Nino suscribiría un planteo como el de Peters, quien propone una “democracia dual”29: que se mejore la representatividad de los estados y que a la vez se permita “que los ciudadanos, como la fuente última de autoridad política, circunvalen a sus intermediarios, los estados, y tomen una acción democrática directa en el plano supraestatal” (Peters 2009, pp. 264-265).

II.3.b. Democracia contestataria

Un segundo modelo de democracia global es el que acepta la organización interestatal como base del sistema de gobernanza global, pero que enfatiza la necesidad de que las relaciones intergubernamentales sean controladas por diversas redes de actores no estatales.30 En este grupo se puede ubicar a autores como John Dryzek o Michael Walzer, e incluso también al “sistema de negociación internacional” que propone Jürgen Habermas (Dryzek 2000; Walzer 2000; Habermas 2001).
Habermas afirma, por ejemplo, que no tenemos en el plano supraestatal la densa red comunicativa que sí existe en el plano nacional y que permite la creación de una esfera pública, pero sostiene que eso no implica que debamos dejar todo librado a “la política del poder”31. La alternativa que propone consiste en abrir las puertas a ciertos espacios de participación que mejoren la legitimidad de las decisiones que se toman en las negociaciones interestatales: que las ONG participen en las deliberaciones, que se llame a referéndums antes de tomar decisiones cruciales, etcétera. Habermas, además, no descarta que algún día se constituya la comunidad política global más densa y que este esquema pueda ser dejado de lado por otro más ambicioso.
James Bohman critica este tipo de modelos porque su apuesta por las redes informales los lleva a presentar una propuesta que “termina con una especie de minimalismo institucional, que omite la dimensión de la ciudadanía activa y empoderada” (Bohman 2007, p. 243). La idea es que los modelos como los de Dryzek y Habermas no son verdaderas expresiones de un ideal democrático, porque en ellos la participación ciudadana se limita a la posibilidad de confrontar las decisiones de los estados, que son los únicos que pueden tener la iniciativa en la política global.
Creo que Carlos Nino coincidiría con la crítica de Bohman. Entre las medidas que Nino sugiere para “establecer la democracia deliberativa” en el plano nacional se incluye la posibilidad de que los ciudadanos tengan la posibilidad de iniciar, por ejemplo, procedimientos parlamentarios (Nino 1996, p. 147). Además, Nino afirma que los distintos mecanismos participativos deben estar bajo la administración y el control de los propios afectados por las decisiones en cuestión (Nino 1996, p. 153), lo que les permitiría determinar la agenda de la deliberación y no solamente responder a las propuestas de las instituciones representativas. Todas estas consideraciones parecen ser directamente replicables en el plano global, negando así el mero rol “contestatario” de la ciudadanía internacional.

II.3.c. Democracia deliberativa

Para evitar las críticas reseñadas, autores como Besson y el propio Bohman32 proponen un modelo en el cual los distintos demoi globales (sujetos políticos colectivos, no necesariamente constituidos territorialmente, sino también, por ejemplo, por comunidades de interés) tengan un “derecho a iniciar la deliberación” sobre los temas que entiendan adecuados (Bohman 2007, Besson 2009)33. A grandes rasgos, las diferencias con el conjunto anterior de propuestas serían dos: primero, los demoi no serían actores informales en el sistema global, sino que constituirían sujetos políticos con derechos claramente institucionalizados, y segundo, estos derechos no se limitarían a desafiar las decisiones de los estados, sino que incluirían la posibilidad de proponer cursos de acción independientes de la voluntad de estos.
Creo que la teoría de la democracia global de Nino se ubicaría en el mismo ámbito que el de estos autores. Los individuos y otros actores no estatales deberían tener, para Nino, un derecho a participar en los procesos de toma de decisiones globales, en un proceso complementario al representativo, interestatal. Esta participación debería estar institucionalizada y debería permitir la posibilidad de que los individuos no solo reaccionen ante las propuestas estatales, sino que también inicien la deliberación y planteen temas no considerados por los estados. De lo contrario, si se aceptara solo un rol contestatario de ciertos actores, el valor epistémico del proceso disminuiría, dado que la deliberación se perdería de oír ciertas posiciones que no surjan en respuesta a las posiciones de los estados.34 En el próximo apartado intentaré delinear mínimamente un esquema institucional compatible con estas ideas.

III. Conclusión: una teoría nineana de la democracia global

En las secciones anteriores, intenté probar que Carlos Nino defendería una teoría de la democracia global deliberativa, en línea con autores como James Bohman, Samantha Besson o Anne Peters. En esta última sección, intentaré saldar una deuda pendiente de la teoría de la democracia global (Besson 2009, p. 59; von Bogdandy 2004, p. 896; Martí 2010, p. 58) y dar un ejemplo de esquema institucional compatible con estas ideas.
A grandes rasgos, parecerían existir dos tipos de mecanismos institucionales que los demócratas deliberativos han impulsado para mejorar la discusión pública a nivel doméstico. En primer lugar, algunos autores, liderados por James Fishkin (1991, pp. 81-104; 2009) y (si bien ya no desde la teoría deliberativa) por Robert Dahl (1989, p. 340), han sugerido seleccionar al azar a grupos de ciudadanos para que puedan llevar a cabo deliberaciones intensas, en grupos pequeños, sobre los asuntos a decidir por la comunidad. La idea es que estos grupos reducidos deberían reproducir las distintas posiciones existentes dentro de la sociedad y que sus conclusiones tendrían un alto nivel epistémico. El problema es que este tipo de modelos contrarían dos puntos centrales de la teoría de la democracia de Nino. Por un lado, como sostiene el propio Nino, “debería recordarse que se trata de otra forma de representación, basada en el azar, y no en una forma de democracia directa en el sentido estricto” (Nino 1996, p. 152). Por otra parte, aunque por los mismos motivos, se trata de modelos poco inclusivos, en los que el azar puede determinar que se oigan solo algunas voces.
Esto nos lleva entonces a considerar el segundo tipo de esquemas institucionales deliberativos, que son los que intentan fomentar la discusión pública, entre todos los ciudadanos del demos en cuestión. En particular, quiero tomar como punto de partida un sistema de deliberación pública no tan conocido, pero aparentemente bastante exitoso (Blondiaux 2013, pp. 75-76), desarrollado a nivel nacional: el de la Comisión Nacional de Debate Público (CNDP) francesa.
La CNDP es un organismo estatal autárquico, creado en 1995, cuya tarea consiste en organizar “debates públicos” en torno a los proyectos de infraestructura más importantes que se realizan en Francia. Siempre que se proyecten obras que cumplan ciertos requisitos establecidos en la ley, o ante el pedido de ciertos actores,35 la CNDP debe designar una comisión de cinco o seis miembros, encargada de organizar y supervisar un debate público (Blondiaux 2013, p. 74), lo que ocurre en cuatro etapas. En una primera etapa, la comisión debe preparar un dossier con los principales argumentos relacionados con el proyecto bajo análisis.36 La idea es que estén presentados de un modo claro y accesible para todos los ciudadanos involucrados, cada uno de los cuales recibe una copia de este documento. En esta fase, además, se permite la presentación de contraproyectos y la realización de evaluaciones técnicas alternativas a las del impulsor del proyecto (Fourniau 2001, p. 446). La segunda etapa, en tanto, es la del debate propiamente dicho. Por un lapso de cuatro meses, el público puede realizar preguntas y comentarios concretos, por diversas vías accesibles, que el impulsor del proyecto debe responder por escrito. Las respuestas se difunden en una gacetilla y se suben a un sitio web. Además, se realizan audiencias públicas, “tratando de llegar al mayor público posible” (Fourniau 2001, p. 446). Una vez que se cierra el debate se inicia la tercera fase. Entonces, la comisión está encargada de redactar un informe “que no debe tratar sobre el fondo de la cuestión (opinión favorable o desfavorable), sino dar cuenta simplemente del desarrollo del debate” (Blondiaux 2013, p. 74). Se trata de un resumen de los argumentos vertidos, presentados cada uno de ellos a su mejor luz. Finalmente, en una cuarta fase, “el planificador dispone de un plazo de dos meses para hacer pública su decisión sobre la continuación que piensa darle al expediente y eventualmente justificar de qué manera se posiciona” respecto de este (Blondiaux 2013, p. 74). Es decir que es interpelado por el sistema a responder públicamente a cada uno de los argumentos contrarios al proyecto y solo luego de haber pasado por ese proceso puede tomar una decisión respecto de cómo continuar.
Como explica Jean-Michel Fourniau, “el rol específico de la comisión especial es asegurar que los mecanismos para informar al público funcionen de modo tal de asegurar que el proyecto sea debatido en público” (Fourniau 2001, p. 446). Y si bien jurídicamente no existe un impacto directo del resultado de la deliberación en la decisión respecto del proyecto, los representantes que sí tengan esta decisión a su cargo estarán fuertemente influenciados por los argumentos allí vertidos y deberán hacerse responsables políticamente de la opción que elijan (Blondiaux 2013, p. 74; Fourniau 2001, p. 449).
Un modelo similar podría ser establecido antes de tomar decisiones cruciales de política global, tales como aquellas que pudieran afectar directamente el medioambiente o los derechos humanos de algún grupo en particular. Se podría firmar un protocolo a la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados agregando una obligación de convocar a debates públicos de este tipo antes de firmar cualquier acuerdo internacional–comenzando por aquellos multilaterales o universalizables– y se podría facultar a la Comisión de Derecho Internacional para que lleve a cabo esta clase de consultas respecto de distintos puntos cubiertos por emergentes normas consuetudinarias. También se podría obligar al Secretario General de las Naciones Unidas, por ejemplo, a llevar a cabo un debate público al año sobre potenciales reformas a algún régimen internacional vigente, de acuerdo con propuestas realizadas por organizaciones no gubernamentales u otros actores no estatales.
La decisión final, en todos los casos, seguiría quedando en manos de los estados, pero los costos políticos de decidir en contra de los resultados del debate –y de tener una obligación sustantiva de responder a las interpelaciones que se presenten en este– probablemente llevarían a los representantes a seguir de cerca los argumentos vertidos en la deliberación pública. La prensa debería tener un rol especial en todo el proceso (Nino 1996, p. 162), y las agencias a cargo del debate deberían poner un gran énfasis en que los distintos argumentos sean presentados de modo claro, accesible y pluricultural.
Por supuesto que esta clase de procedimiento no lograría satisfacer los criterios ideales de ningún modelo de democracia participativa o deliberativa: sea cual sea el diseño institucional que se adopte, los obstáculos propios de los procesos de toma de decisiones globales, como el tamaño, la diversidad o la falta de motivación, seguirán siendo obstáculos y seguirán alejando la posibilidad de una real influencia igualitaria en los procesos decisorios globales. Por lo tanto, es cierto lo que dicen autores como Robert Dahl o el propio Nino en cuanto a que debemos seguir priorizando la toma de decisiones al nivel más local posible, en comunidades políticas pequeñas, donde la participación es más sencilla (Dahl 1999, p. 34; Nino 1996, pp. 152-153). Ahora bien, mientras la globalización siga avanzando, y mientras siga siendo necesario enfrentar algunos problemas mancomunadamente como humanidad, no podemos rendirnos frente a los obstáculos: debemos seguir proponiendo que, ante la opción, elijamos mecanismos de toma de decisiones tan democráticos como sea humanamente posible. Como dice el propio Nino, “todavía debemos decidir cómo implementar [la democracia deliberativa], tanto en unidades muy pequeñas como en otras muy grandes. Debemos continuar explorando nuevas formas de participación popular” (Nino 1996, p. 153).

Notas

* Quiero agradecer a Marcelo Alegre, Lucas Barreiros, Emiliano Buis, Carlos Espósito, Francisco García Gibson, Facundo García Valverde, Roberto Gargarella, Marcos Kotlik, Julio Montero, Ezequiel Monti y Silvina Ramírez por sus comentarios a diversas versiones de este trabajo. También quiero agradecer al referatista anónimo de Análisis Filosófico por sus interesantes comentarios. Por supuesto, la responsabilidad por los múltiples errores que seguramente contenga el artículo no es de ellas/os, sino enteramente mía.

1 La primera referencia que tuve a este hecho fue un comentario de Carlos Espósito en un seminario en la Facultad de Derecho de la UBA en 2013, en el cual contó que Nino le había comentado el proyecto en uno de sus últimos viajes a España.

2 Jorge Barraguirre dice que en sus últimos tiempos, Nino “estaba interesado en hincarle el diente al derecho internacional público en búsqueda de una nueva comunidad de naciones, volviendo sobre La paz perpetua de Kant, que pronto cumpliría doscientos años de su primera publicación” (Barraguirre 2013, p. 238).

3 Ronald Dworkin explica que realizar una interpretación constructiva implica “imprimirle un propósito a un objeto o a una práctica, con el fin de hacer de él el mejor ejemplo posible del género al que se considera que pertenece” (Dworkin 1986, p. 52).

4 Por oposición a cuestiones técnicas (Nino 1989, pp. 148-149).

5 Hoy podría ponerse en duda este postulado a partir de las teorías de, por ejemplo, derechos de los animales (Donaldson y Kymlicka 2011), pero no quiero entrar en este punto.

6 Es en este marco que Nino presenta su famoso ejemplo de la construcción de una catedral (Nino 1996, pp. 33-37), adaptando el ejemplo de Dworkin de la novela en cadena (Dworkin 1986, pp. 228-238). La idea es que el desarrollo de un sistema jurídico y político es una empresa colectiva de larga duración, análoga a la construcción de una catedral, de esas que llevan siglos en erigirse. Cada individuo, como cada arquitecto en el caso de la catedral, tendrá sus propias preferencias en términos morales, políticos y estéticos–según el caso– e intentará aplicarlos a su aporte al emprendimiento colectivo. Para ello, cada uno analizará los aportes previos –el estilo adoptado por los arquitectos anteriores, en el caso de la catedral– y tomará una decisión respecto de cuál es su mejor aporte: una opción será entender que lo realizado está radicalmente mal, y que conviene demoler todo lo hecho y comenzar desde cero, y otra opción será tratar de adaptar y corregir lo que uno cree incorrecto, aprovechando los avances realizados. Ahora bien, optar por la primera opción tiene altos costos y puede ser irresponsable a menos que uno crea que la nada es mejor que lo poco que se construyó hasta el momento.

7 Se suele entender que, en términos históricos, esta corriente se consolida a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando autores como Georg Friedrich von Martens, Heinrich Triepel y Dionisio Anzilotti refutan los planteos iusnaturalistas de autores clásicos como Francisco de Vitoria o Hugo Grocio y rescatan la voluntad del estado como elemento fundamental para la existencia del derecho internacional (Lachenmann 2011). En términos jurídicos, en tanto, se suele entender que la Corte Permanente de Justicia Internacional plasmó esta idea de que el derecho internacional es aquel que emana de la voluntad de los estados en el famoso caso Lotus, de 1927 (lachenmann 2011; Brunée 2010; Wolfrum 2008).
Jörg Kammerhofer cree que en realidad esta es una descripción sobresimplificada y poco exacta del positivismo (Kammerhofer 2015), y es posible que tenga razón. No obstante, como no me interesa discutir “el positivismo” sino la idea del consentimiento de los estados como único fundamento de la legitimidad del derecho internacional, que es precisamente esa versión sobresimplificada del positivismo, mantengo el término, dado que es el más extendido en la literatura.

8 Por supuesto, este postulado fue puesto en crisis por la escuela crítica en la década de 1980 que mostró de forma contundente cómo cualquier teoría jurídica internacionalista tiene, en realidad, fundamentos positivistas y naturalistas a la vez (Klabbers 2013, p. 13; Koskenniemi 2005). No obstante, la idea de que el consentimiento es central sigue estando presente en el lenguaje de la disciplina, aun cuando quienes la enuncien no puedan comprender la complejidad de lo que señala, por ejemplo, Koskenniemi.

9 La concepción positivista asume que la norma requiere algún tipo de legitimación. Para una respuesta a los argumentos de que no hay exigencias de legitimidad en este plano, véase el punto II.2.a.

10 Creo que este punto es aplicable sin perjuicio del impacto que pueda tener el derecho internacional. Es decir, no creo que porque en algún momento el derecho internacional no impusiera obligaciones directas a los individuos, entonces fuera válida una justificación colectivista. No obstante, es cierto que el hecho de que el derecho internacional actual limite severa y directamente las libertades de los individuos (Buchanan 2004, p. 309) hace que el punto sea más grave.

11 En realidad, en el modelo rawlsiano, la tolerancia parece alcanzar únicamente a las “sociedades jerárquicas decentes”, que tienen cierta consideración por las minorías y por lo tanto pretenden ser, efectivamente, representantes de estas y no homogéneas (le agradezco al referatista anónimo de Análisis Filosófico por señalarme este punto). Ahora bien, a mi entender (y en una línea de pensamiento nineana), decir que existen sociedades “jerárquicas representativas” es un oxímoron. Para que las sociedades sean mínimamente representativas de los individuos, estos deben tener la posibilidad de participar en la deliberación pública como iguales (Nino 1996, p. 81). Las decisiones de las monarquías, por ejemplo, nunca pueden ser entendidas como la verdadera expresión de la voluntad del pueblo, aun cuando sean benévolas.

12 Así, como afirma Charles Beitz: “es importante ver que un valor puede tener una dimensión colectiva sin ser no individualista. El valor de la autodeterminación, por ejemplo, tiene una dimensión colectiva porque su importancia para los individuos que lo disfrutan (o que pretenden disfrutarlo) no puede ser explicada sin referencia a su membresía al grupo, pero sigue siendo un valor individual: es un valor para los individuos que lo disfrutan” (Beitz 2009, p. 113).

13 Hasta que esos espacios no existan en el plano global, nadie podrá afirmar con certeza que los individuos no tendrán motivaciones para participar: serán meras especulaciones, predicciones o intuiciones. Como afirma Anne Peters, en realidad el origen de ningún “pueblo” es de carácter prepolítico, natural (como sí podrían ser los lazos de solidaridad entre los miembros de una familia, por ejemplo), sino que ha sido el objeto de procesos de “construcción nacional”. Por lo tanto, “sería ahistórico pedir la existencia de un ‘pueblo’ global, consolidado históricamente, como una precondición de una democracia global”: “el argumento de que no puede haber democracia global porque no hay una identidad, solidaridad, etcétera, global, tiene la misma calidad viciosa que el argumento de que las mujeres no pueden ser ciudadanas, porque no entienden cómo se desarrollan las cuestiones públicas. Las mujeres no entendían cómo se desarrollaban estas cuestiones porque no tenían derechos ciudadanos, no tenían lugar en la civitas, estaban condenadas a la esfera privada. Es posible salir del círculo vicioso solo a través de la acción política, animándose a soltar a las mujeres a la esfera pública. Un experimento similar debe realizarse en la política constitucional global de modo de continuar el camino hacia la democracia global” (Peters 2009, p. 313).

14 Existen en la actualidad numerosos movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales, partidos políticos y redes de activismo que sí luchan por la creación de esos espacios y que están dispuestos a ocuparlos tan pronto se creen (Dryzek 2000; Kaldor 1991; Macdonald 2008). Por dar un ejemplo, las tres conferencias de las naciones unidas sobre desarrollo sustentable, llevadas a cabo en Río de Janeiro (1992), Johannesburgo (2002) y Río de Janeiro nuevamente (2012) juntaron un total combinado de casi cien mil personas (Maisley 2013). Si tantas personas pusieron tanto de sí (esfuerzos, dinero) para juntarse a discutir sobre estas cuestiones con escaso apoyo institucional, ¿quién sabe qué ocurriría si el apoyo existiera?
Además, existen estudios empíricos a nivel doméstico que prueban que los ciudadanos en realidad tienen más interés del que se piensa en participar en política, pero que muchas veces no lo hacen porque los mecanismos institucionales no son los adecuados o porque las discusiones tienen un nivel pobre, muy distinto a lo que pretende la democracia deliberativa (Neblo y otros 2010).

15 El problema de los incentivos para la participación muchas veces está relacionado con el grado de inmediatez de la afectación. En el caso de los pobres globales, es posible que no perciban cómo el orden económico internacional condiciona sus posibilidades de llevar adelante una vida digna. Pero también existen otros casos, como el de los habitantes de la república de Kiribati, que se está hundiendo como consecuencia del cambio climático (Burns 1997): ¿acaso los kiribatienses no tendrían incentivos para participar en foros globales sobre cambio climático?

16 Es importante mencionar que la nota al pie en cuestión finaliza con la siguiente aclaración: “De cualquier modo, esta cuestión, que, como dije, es más aguda en materia de relaciones internacionales que en el ámbito interno de un país, requiere mayor atención que la que aquí he podido dedicarle” (Nino 1989, p. 357).

17 Le agradezco a Francisco García Gibson por estos ejemplos.

18 Así, los socios del club podrán tildar de ilegítimas las decisiones en que no participaron y las partes de un contrato podrán pedir su nulidad en caso de que su posición no haya sido expresada libremente al momento de celebrarlo. Los fieles de la Iglesia Católica, a su vez, tendrán buenas razones para prestar más atención a su propia conciencia que a las razones de un Papa en cuya elección no pudieron participar. En el caso del derecho internacional, específicamente, los individuos tendrán razones para considerar que las normas que no los tuvieron en cuenta son poco legítimas, y para decidir obrar de acuerdo con sus propias convicciones morales en lugar de seguir los postulados de un cierto tratado, o de una cierta costumbre internacional. Por ejemplo, no tendrán razones morales independientes para respetar las normas de patentes para acceder a medicamentos, o a obras culturales, y estarán moralmente justificados en violarlas en caso de que así lo requiera la situación, dado que su voz no fue oída de modo alguno en la creación del Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). Los individuos, como afectados últimos por las normas intersubjetivas, siempre tendrán derecho a ser tenidos en cuenta en su creación, o de lo contrario, estas –sea del tipo y forma que sean– serán ilegítimas.

19 Alguien podría objetar que se adopten estos dos criterios de modo concurrente (agradezco al referatista anónimo de Análisis Filosófico por este punto): ¿qué ocurriría en casos en los que no haya cooperación pero sí afectación, o viceversa? Según mi interpretación de la obra de Nino, creo que podría exigirse la participación democrática cuando ocurra cualquiera de las dos cosas: o bien que haya interacción entre los sujetos, o bien que haya afectación significativa.

20 En realidad se trata de una cuestión empírica: si es cierto que las instituciones globales cumplen con los requisitos establecidos por Nagel. Varios autores creen que sí (Abizadeh 2007, p. 348; Cohen y Sabel 2006, pp. 167-168).

21 En palabras de Will Kymlicka: “Me parece que no hay una razón necesaria por la cual las instituciones internacionales deban ser directamente responsables ante (o accesibles para) los ciudadanos individuales. Es cierto, si las instituciones internacionales son cada vez más poderosas, entonces deben ser responsabilizadas por sus actos. Pero ¿por qué no podemos controlarlas indirectamente, debatiendo en el nivel nacional cómo queremos que nuestros gobiernos actúen en contextos intergubernamentales?” (Kymlicka 2001, p. 323).

22 Ese mismo año, Pettit publicó otro artículo aplicando su teoría republicana al plano global (Pettit 2010a). Se trata –lógicamente– de una propuesta muy similar a la que analizo aquí, aunque con algunos matices. Quizás la diferencia más importante sea el énfasis en la conformación de una esfera pública global, que no aparece con tanta fuerza en el texto que analizo, y que acerca un poco a Pettit a posturas más afines a la democracia global (Martí 2010, p. 53). Además, Pettit allí parece poner el foco en los estados de un modo mucho más cercano al “colectivismo” que en el trabajo que analizo. No obstante, una lectura conjunta de ambos me parece que clarifica que Pettit parte desde una postura “individualista”.

23 Peters afirma que “la gobernanza de múltiples niveles complica y torna más oscuras las ‘cadenas de delegación’ (ciudadanos-parlamentos-ejecutivos-funcionarios internacionales), y hace más difícil identificar a los principales a los que cada institución debería responder. En términos normativos, la idea de la accountability transitiva a través de los estados compartimentaliza indebidamente la accountability en cajas nacionales, desechando el dédoublement fonctionnel de los agentes de los estados que actúan en las instituciones internacionales” (Peters 2009, p. 294).

24 Incluso los jueces son, cada tanto, sometidos al escrutinio de la opinión pública sobre sus decisiones.

25 Por razones terminológicas –dado que él mismo usa el término “democracia cosmopolita”– alguien podría proponer que se incluya en este grupo a una de las primeras propuestas de democracia global, enunciada por Thomas Pogge en 1992 (Pogge 1992). El problema con este modelo es que, por su carácter seminal, no tiene demasiados puntos de referencia respecto de los demás autores que nos permitan clasificarlo fácilmente. Además, el propio Pogge sugiere que su esquema “deja lugar para una amplia variedad” de procedimientos de toma de decisiones: directa o representativa, con o sin partidos políticos y demás (Pogge 1992, p. 69). No obstante ello, si tuviera que incluirlo en alguno de estos grupos, diría que su modelo de “unidades políticas anidadas”, en el cual los individuos tienen distintas afiliaciones en distintos niveles (Pogge 1992, pp. 61-75) y parece muy similar al modelo de los demoi de Bohman y Besson que explicaré en el tercer punto de este apartado.

26 Le agradezco a Carlos Espósito por la ayuda con la formulación de este punto.

27 Debo admitir en este punto que me cuesta separar las cuestiones de teoría normativa que Martí llama “de corto plazo” con las “de largo plazo” (Martí 2010, p. 61). Es posible que el paso siguiente que debería darse luego de lograr poner en práctica las teorías que aquí defiendo sea el de constituir algo más parecido a lo que Martí llama una “república global”, incluyendo instituciones directamente elegidas por los individuos del mundo. De lo que estoy seguro es de que ese momento solo podría llegar a darse cuando existan instituciones deliberativas globales funcionalmente descentralizadas que decidan ellas mismas nuclearse, ante una evaluación de los riesgos inherentes a esta decisión, y que ese momento está lo suficientemente lejos como para que valga la pena proponer este tipo de instituciones y alimentar las críticas de los que se oponen a la democracia global.

28 Nino dijo alguna vez que el mejor invento del siglo XX fueron los derechos humanos (Pinto 2008, p. 92; Nino 1989, p. 1), pero creo que coincidiría conmigo en este punto más básico, respecto de los estados.

29 “Deshacerse de los estados implicaría una única comunidad política global, que sería remota para los ciudadanos, inevitablemente inflexible y complicada; en suma, no operacional. Los estados y otras unidades políticas locales poseen mayor conocimiento respecto de los asuntos locales que las instituciones globales, y pueden actuar más rápido. Pero los estados no solamente son necesarios para la acción política efectiva, sino también por razones democráticas. Ellos son los representantes políticos formalmente constituidos de grupos identificables (las naciones). Son los mediadores entre seis mil millones de personas y las instituciones globales. Por lo tanto, el orden constitucional global debería, inter alia, basarse en la soberanía estatal, expresando la soberanía popular, como fuente de legitimidad. Todo esto significa que el orden constitucional global no debería ser una democracia sin estados, sino que debería basarse en los propios estados, y que esos estados deberían ser democratizados. Los estados democráticos pueden contribuir a la democracia global en dos niveles: dentro de los estados, donde las decisiones deben ser tomadas democráticamente; y en el plano internacional, los estados democráticos representan a sus ciudadanos” (Peters 2009, p. 272).

30 Estas propuestas pueden leerse como una extensión al plano global de la idea de “contrademocracia” de Rosanvallon (2008).

31 Es importante aclarar que el propio Habermas dice desconfiar del proyecto de la democracia global. Según él, para que una comunidad pueda ser entendida como democrática, esta debe tener un cierto sentido de identidad, incluyendo la posibilidad de distinguir a los miembros de los no miembros de la comunidad. Para Habermas, dado que estos elementos no están presentes en el plano global, la “democracia cosmopolita” es una contradicción en sus términos. No obstante, Habermas luego defiende un modelo de toma de decisiones globales que, según mi propuesta, debería ser catalogado como una demanda de democratización. Por ejemplo, afirma que “la participación institucionalizada de organizaciones no gubernamentales en las deliberaciones de los sistemas internacionales de negociación reforzaría la legitimidad de los procedimientos” (Habermas 2001, p. 111) o que “equipar a la organización internacional con el derecho de demandar que los estados miembros realicen referéndums sobre temas importantes es también una sugerencia interesante” (Habermas 2001, p. 111). En otras palabras, Habermas demanda la democratización del sistema de gobernanza global, pero se niega a que este pueda ser llamado democrático.

32 Otra propuesta interesante –que si bien es difícil de ubicar en estas categorías, creo que compartiría espacio con Bohman y Besson– es la de Susan Marks. Marks, quien también parece valorar esta complementariedad representativa-deliberativa, es quizás un poco más concreta (en lo jurídico, aunque quizás no tanto en lo práctico), pero más minimalista. Ella propone el establecimiento de un “principio de inclusión democrática” que nos sirva de guía a la hora de elaborar, aplicar e invocar el derecho internacional, buscando siempre “aumentar las oportunidades de participación popular en procesos políticos y terminar prácticas sociales que sistemáticamente marginalizan a ciertos individuos y empoderan a otros” (Marks 2000, p. 109).

33 Excluyo de esta categoría otras propuestas que se asumen deliberativas pero que defienden modelos elitistas, no inclusivos, de deliberación (Johnstone 2011).

34 Si bien creo que existen diferencias conceptuales entre la corriente contestataria y la deliberativa (las dos que señalé en el párrafo anterior), debo admitir –como me señala el referatista anónimo de Análisis Filosófico– que se trata de cuestiones no centrales y que el propio Nino podría considerar adecuadas las soluciones propuestas por el modelo contestatario. ello se debe a que la diferencia en el nivel epistémico de ambos modelos es relativamente pequeña. No obstante, dado que estoy planteando un ideal regulativo, creo que la teoría de Nino se adecúa más al modelo de Besson y Bohman que al de Habermas y Dryzek.

35 “Su intervención es obligatoria para los proyectos de infraestructura provenientes del estado, de las autoridades locales, de los establecimientos públicos y de las personas privadas, que comprometan cierto monto de dinero. Para los proyectos de montos menores puede ser convocada por el planificador de la iniciativa, diez parlamentarios, una autoridad local interesada o una asociación de protección del medioambiente admitida” (Blondiaux 2013, p. 74).

36 Este proceso es financiado por el impulsor del proyecto, que además tiene la obligación de presentar una primera versión del dossier, que luego será revisada por la comisión. Véase Fourniau (2001, p. 446).

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Recibido el 30 de octubre de 2014; aceptado el 7 de enero de 2015.

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