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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.63 no.155 Bogotá May/Aug. 2014

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n155.34744 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n155.34744

LA INMORTALIDAD DEL ALMA: HISTORIA DE UN ARGUMENTO POLÍTICO*

THE IMMORTALITY OF THE SOUL: HISTORY OF A POLITICAL ARGUMENT

A IMORTALIDADE DA ALMA: HISTÓRIA DE UM ARGUMENTO POLÍTICO

MIGUEL SARALEGUI**

Universidad Diego Portales - Chile

*Quiero agradecer al profesor Agustín Arrieta su invitación a participar en un panel sobre Hume en el que presenté una versión previa de este artículo. Agradezco también los comentarios críticos de Orlando Poblete y las valiosas sugerencias que el lector anónimo de Ideas y Valores realizó al artículo.

**miguelsaralegui@gmail.com

Artículo recibido: 3 de noviembre del 2012; aceptado: 26 de mayo del 2013.


Resumen

Se examina una cuestión fundamental y poco estudiada de la teología política: la relación entre la defensa de la inmortalidad del alma y el mantenimiento del orden público. Se realiza un recorrido histórico por autores como Pietro Pomponazzi y Tomás Moro, que aceptan motivos políticos para defenderla, y David Hume, quien considera que no existe ningún motivo político para mantener dicha relación. Por último, se analizan los argumentos esgrimidos para mostrar que su eficacia está condicionada por la situación histórica.

Palabras clave: D. Hume, T. Moro, P. Pomponazzi, inmortalidad del alma, teología política.


Abstract

The paper examines a fundamental and little studied issue of political theology: the relationship between the defense of the immortality of the soul and the preservation of public order. It carries out a historical survey of authors such as Pietro Pomponazzi and Thomas More, who resort to political reasons in order to defend it, and David Hume, who feels that there are no political grounds to support such a relationship. Finally, the article analyzes the arguments proposed to show that its efficacy is conditioned by the historical situation.

Keywords: D. Hume, T. More, P. Pomponazzi, immortality of the soul, political theology.


Resumo

Neste artigo, examina-se uma questão fundamental e pouco estudada da teologia política: a relação entre a defesa da imortalidade da alma e a manutenção da ordem pública. Realiza-se um percorrido histórico por autores como Pietro Pomponazzi e Tomás Moro, que aceitam motivos políticos para defender a imortalidade da alma, e David Hume, que considera não existir nenhum motivo político para manter essa relação. Por último, analisam-se os argumentos discutidos para mostrar que sua eficácia está condicionada pela situação histórica.

Palavras-chave: D. Hume, T. Moro, P. Pomponazzi, imortalidade da alma, teologia política.


El debate sobre la inmortalidad del alma se extiende a lo largo de toda la historia de la filosofía. Este problema conceptual –¿es el alma humana inmortal?– se asociará al menos hasta comienzos del siglo XIX a dos textos griegos: el De anima de Aristóteles y el Fedón de Platón. Aunque existe un continuado interés tanto por estas dos obras como por la cuestión de la inmortalidad, hay determinadas épocas en las que estos textos y este problema han acaparado la atención del mundo filosófico. La importancia que el pensamiento del Renacimiento y la reflexión de la Modernidad otorgan a esta cuestión es una prueba sobre la continuidad que existe entre estos dos periodos de la historia de la filosofía que, a pesar de su vecindad temporal, han tendido a ser separados por la historiografía.1

Confirmando una de sus características esenciales, la reflexión filosófica del Renacimiento acerca de esta cuestión resulta especialmente variada. En esta época, al menos según la sistematización de Kristeller, la filosofía se encuentra dividida en cinco corrientes filosóficas: aristotelismo, platonismo, escolasticismo, humanismo y filosofía de la naturaleza. A pesar de la profunda diferencia que separa a estas corrientes, todas ellas dedican escritos a la cuestión. Autores tan dispares como Pletón, Giovanni Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, Pietro Pomponazzi, Agostino Nifo, Gasparo Contarini, Crisosotomo Javelli, Girolamo Cardano o el mismo Naturphilosoph Bernardino Telesio2 y, en el ámbito español, Luis Vives y Sebastián Fox Morcillo3 escribieron tratados en los que se discurría acerca de esta temática. Curiosamente el mismo Kristeller, quien tiende a relativizar la importancia filosófica del humanismo,4 considera que este es el principal impulsor de la atención que la filosofía renacentista siente por la inmortalidad de las almas.5

1. Las consecuencias políticas de la mortalidad del alma

De modo sintético se puede juzgar que la bibliografía sobre la inmortalidad del alma en la filosofía del Renacimiento se ha centrado principalmente en dos cuestiones. En primer lugar, en el tipo de argumentos que los filósofos utilizaron para disputar sobre la inmortalidad del alma. Paul Richard Blum ha señalado cómo en la cuestión de la inmortalidad del alma se entrelazan tres dimensiones filosóficas fundamentales: la metafísica –¿tiene el hombre una condición superior a la del resto de los animales?–, la epistemológica –¿posee la mente humana la eternidad que caracteriza a las verdades que conoce?– y la teológica –¿qué relación existe entre el espíritu perfecto que es Dios y los espíritus finitos de los hombres?– (cf. Blum 211-212). Aunque solo la nombra al final de su artículo, el propio Blum añade una cuarta dimensión a la disputa –la moral–, que, en la medida en que está más cercana a la política, se continuará en este del artículo.6

En segundo lugar, el debate se ha centrado en la sinceridad de la postura de aquellos pensadores que, a pesar de haber insistido en su ortodoxia, parecían negar la doctrina expuesta en la bula Apostolici regiminis, promulgada en el V Concilio de Letrán (1513) por el papa León X. Detrás del borrador de la bula estuvo el mismo Cayetano, quien, a su vez, consideraba que en el pensamiento de Aristóteles no se podían encontrar argumentos definitivos para defender que el alma humana fuera inmortal. Según nuestra interpretación, la Apostolici regiminis concede –como también ha señalado Constant– una libertad intelectual más amplia de lo habitualmente se sostiene. De este modo, posturas como las de Pomponazzi, que no niegan la inmortalidad del alma, sino que afirman que no existen argumentos concluyentes para su defensa, no quedarían vetadas:

… el sembrador de cizaña, aquel antiguo enemigo del género humano, se ha atrevido a sembrar y fomentar por encima del campo del Señor algunos perniciosísimos errores, que fueron siempre desaprobados por los fieles, señaladamente acerca de la naturaleza del alma racional, a saber que sea mortal o única en todos los hombres, y algunos, filosofando temerariamente, afirmen que aquello es verdad por lo menos según la filosofía. (Apostolici regiminis, citado en Denziger 1440)7

Precisamente ha sido la interpretación de la postura defendida por Pietro Pomponazzi la que ha concentrado una importante parte del interés de la bibliografía sobre la inmortalidad del alma en la filosofía del Renacimiento. Tradicionalmente –y se pueden incluir a M. Pine y G. di Napoli en este marco– se ha considerado que este autor defiende que el alma del hombre es mortal, juzgando que los textos en los que defiende una posición más inmortalista no son sino excusas políticas y que, por lo tanto, no deben leerse literalmente.8

Aunque pueda parecer demasiado straussiana –al autor hay que leerlo entre líneas y siempre buscando la interpretación más contraria al sentir de los poderes establecidos (cf. Strauss 57-92)–, esta interpretación cuenta, sin embargo, con una larguísima tradición y queda respaldada, entre otros, por el juicio Paolo Giovio: "no se puede proponer nada más dañoso –de lo que Pomponazzi ha dicho acerca de la inmortalidad– para corromper a los jóvenes y disolver la moral cristiana"(206).9

Sin embargo, otros estudiosos, como Vittoria Perrone, José Manuel García Valverde o los mismos Kristeller (1993 541-554) y Blum10

aceptan la sinceridad de las manifestaciones más matizadas de Pomponazzi, interpretándolas, independientemente de la fortuna del autor, de modo literal.11

Aunque juzgamos que la interpretación habitual tiene los problemas de plausibilidad señalados por Perrone y García Valverde, no queremos introducirnos directamente en este debate sobre la sinceridad pomponazziana. Más bien, queremos dirigir la atención a una consecuencia de su dubitativa argumentación sobre la inmortalidad del alma que lo sitúa de lleno en la teología política. Así mismo, el hilo que seguirá nuestra exposición no resulta dependiente de ninguna de las dos grandes interpretaciones.

A pesar de que, como se ha visto, la cuestión de la inmortalidad del alma constituye uno de los principales intereses de la filosofía de los siglos XVI y XVII, existe una consecuencia política de este debate en la que no se ha insistido suficientemente. Este camino ha dejado de lado, incluso cuando se trata de uno de los resultados inmediatos de la negación de la inmortalidad del alma y, según Abbagnano, el principal motivo por el que la filosofía moderna defiende la inmortalidad del alma.12 La eliminación de esta doctrina implica que no habrá castigos y premios ultraterrenos, por lo que el comportamiento moral resultará mucho más licencioso. Como muestra de la naturalidad de esta consecuencia, recurrimos a dos pensadores tan distintos como René Descartes y José Cadalso. El francés insiste en los daños morales que la negación de la inmortalidad podría producir. Por ejemplo, en el fragmento del Discurso del imétodo que viene a continuación se critica a aquellos que identifican el alma humana con la del resto de los animales:

Me he extendido aquí un tanto sobre el tema del alma, porque es de los más importantes; que, después del error de los que niegan a Dios, error que pienso haber refutado bastante en lo que precede, no hay nada que más aparte a los espíritus endebles del recto camino de la virtud que el imaginar que el alma de los animales es de la misma naturaleza que la nuestra y que, por consiguiente, nada hemos de temer ni esperar tras esta vida, como nada temen ni esperan las moscas y las hormigas; mientras que si sabemos cuán diferentes somos de los animales, entenderemos mucho mejor las razones que prueban que nuestra alma es de naturaleza enteramente independiente del cuerpo y, por consiguiente, que no está atenida a morir con él; y puesto que no vemos otras causas que las destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar que es inmortal. (Descartes 90)

Con una lectura mucho más política, José de Cadalso advierte acerca de los peligros que se desprenden de la negación de dos doctrinas claramente emparentadas para la teología política, la Providencia y la inmortalidad del alma:

Conceden que un ser soberano inexplicable nos ha producido, pero niegan que su cuidado trascienda del mero hecho de criarnos. Dicen que, muertos, estaremos donde y como estábamos antes de nacer … Pero yo les digo: aunque supongamos por un minuto que todo lo que decís es cierto, ¿os parece conveniente publicarlo y que todos lo sepan? La libertad que pretendéis gozar no solo vosotros sino esparcir por todo el orbe, ¿no sería el modo más corto de hundir al mundo en un caos moral espantoso, en que se aniquilasen todo gobierno, economía y sociedad? Figuraos que todos los hombres persuadidos por vuestros discursos, no esperen ni temen Estado alguno después de esta vida: ¿en qué creéis que la emplearán? En todo género de delitos, por atroces y perjudiciales que sean. (269-270)

Pomponazzi parecería encontrarse en esta tesitura descrita por el pensador gaditano. Al haber dudado de la posibilidad racional de demostrar la inmortalidad del alma y percibido los desestabilizantes efectos políticos de la imposibilidad de esta demostración, se apresurará a restringir la publicidad de esta doctrina para evitar la anarquía social que tanto Descartes como Cadalso –muchos otros miembros del gremio filosófico renacentista, moderno e ilustrado habrían estado de acuerdo– prevén. De este modo, en el capítulo XIII del Tratado sobre la inmortalidad del alma, Pomponazzi enumera las ocho objeciones (difficultates) que niegan la inmortalidad del alma. Respecto de los problemas políticos que esta incierta doctrina implicaría, el filósofo mantuano se pronuncia del siguiente modo:

En cuarto lugar todas las religiones (leges), tanto las que tuvieron vigencia como las que la tienen, defienden que el alma permanece tras la muerte; y así estamos ante algo extraordinariamente difundido en todo el orbe. Por lo cual, o es necesario sostener que el alma es inmortal, o bien todo el mundo está engañado y lo conocido sería completamente falso. (117)

En el siguiente capítulo, Pomponazzi responde, en un primer momento de modo previsible, a la objeción que representaría este parcial consensus omnium. Que la mayor parte de la gente esté engañada respecto de algo tiene poca importancia para la filosofía: "si el todo no es más que sus partes … dado que no hay hombre que no pueda ser engañado … no es un error conceder eso" (Pomponazzi 2010 140). Así mismo, con un argumento que debería dirigirse a sus críticos más ortodoxos y que lo separa de cierto ecumenismo extendido por la filosofía de la religión durante el Renacimiento, Pomponazzi recuerda que, en la medida en que haya una religión verdadera, el grueso de las religiones –se refiere obviamente a la hebrea y la musulmana– no es fuente de verdad sino, por el contrario, de error.13

Si hasta este momento las respuestas a la cuarta objeción han seguido un camino previsible, el lector queda sorprendido por el excurso político que más habría valido para responder al argumento de Santo Tomás de Aquino respecto de la segunda dificultad –"si no existiera la esperanza de la resurrección, lejos de toda duda debería perpetrarse cualquier tipo de infamia antes que morir" (Pomponazzi 2010 116)–14 que a la cuarta. Precisamente, en este excurso político se concentrará nuestra interpretación (cf. Abaggnano 569).15 En esta prolongación de la respuesta a la cuarta dificultad se establecerá una triple división moral de los ciudadanos, que entre los estudiosos –como en el caso de García Valverde– ha tendido a ser relativizada, por insistir en que Pomponazzi defiende que las exigencias morales son inmanentes.16 Podrían serlo, pero no para todos los hombres. La primera clase de personas, que es minoritaria, ama la virtud y detesta el vicio sin necesidad de ninguna justificación ulterior. En el segundo caso, los hombres necesitan de algún tipo de refuerzo ético adicional, pues actúan "virtuosamente y huyen de los vicios por los premios, las alabanzas y los honores, o por las penas, los vituperios y la infamia" (Pomponazzi 2010 141). Pero existe una tercera clase de hombres, que ni ama la virtud por sí misma ni por una recompensa inmediata, ni desprecia el vicio por lo que es o por el castigo político que la comunidad le podría imponer. Para esta tercera clase de hombres, los políticos –que no merecen reproche por esta noble mentira– han inventado premios y castigos eternos. Es tal la insensibilidad moral de este tipo de hombres que, más que la esperanza de un gozo eterno, solo el terror al castigo duradero los compele a un buen comportamiento: "Y la mayor parte [de este tercer tipo de hombres], si actúa bien, lo hace más por miedo al castigo eterno que por esperanza de un bien eterno" (Pomponazzi 2010 141-142).17 Está claro que poner en duda la inmortalidad del alma resultaría sumamente peligroso para una sociedad que contara con una alta proporción de estos violentos creyentes.

Pomponazzi se da cuenta de que el político, más preocupado de la virtud de los ciudadanos y de la paz de la sociedad que de la verdad de las ideas públicamente promovidas, no podrá revelar a la población estas dudas sobre la doctrina de la inmortalidad. Así, este excurso de alta intensidad política justifica la invención del gobernante. El político es un médico que necesita inventarse unas fábulas, que ni son verdad ni mentira, porque la mayoría de la gente no está en el "pleno uso de su mente" (compos mentis). Puesto que la mayoría de los hombres no pertenece al primer nivel y no está preocupada por la verdad, no hay problema en que el político se sirva de estos recursos que resultan "útiles para todos" (omnibus potest prodesse) (Pomponazzi 2010 142). Más que de una doble verdad –aunque no deba ser confiada a la masa, la verdad es una–, se encuentra allí una teoría que limita a un grupo reducido de interesados la publicidad del verdadero conocimiento. Queda claro que, para Pomponazzi, los intereses de la política no son idénticos a los del conocimiento verdadero. Las dudas de la metafísica son seguridades para la política.

Pero no es Pomponazzi el único filósofo del Renacimiento que habría querido evitar, a través del realismo político, la anomía social que podría haber causado su doctrina. También en la obra de Tomás Moro –quien, al contrario de Pomponazzi, no ha sido considerado un ateo avant la lettre, ni uno de los fundadores del libertinaje erudito, sino uno de los modelos para la acción del cristiano en política, y que fue llevado a los altares en el siglo XX– se encuentra un desarrollo similar. En Utopía, publicada, por cierto, en las mismas fechas que el Tratado sobre la inmortalidad del alma (1941), se puede leer esta idea. Aunque la esencia del argumento es la misma, el contexto en el que se produce es diferente. Si en Pomponazzi nos encontramos con esta doctrina en un contexto metafísico y gnoseológico –que se transforma, no obstante, en el más claro realismo político–, la doctrina de Moro se presenta en una sección algo más política: las revolucionarias páginas de Utopía en que se describe la religión ideal. Hay que notar, sin embargo, que la postura sobre la inmortalidad del alma se encuentra desperdigada en dos capítulos del libro II: "De los viajes de los utópicos" y "De sus religiones".

A pesar de estas diferencias contextuales, la postura de la Utopía resulta muy parecida a la de Pomponazzi. En primer lugar, la pura razón –"insuficiente y débil"– no asegura la certeza acerca de la inmortalidad del alma. La filosofía necesita del auxilio de la Revelación para garantizar esta doctrina: "Es que nunca discuten sobre la felicidad sin combinar con la filosofía, que se sirve de razones, algunos principios tomados de la religión, porque consideran que, sin estos principios, la razón es insuficiente y débil para averiguar la verdadera dicha" (Moro 97). En segundo lugar, uno de los fundamentos sobre los que se constituye la religión utópica es la inmortalidad del alma, la cual certifica una vida ultraterrena que depende del comportamiento moral de la terrena: "Tales principios son los siguientes: que el alma es inmortal y nacida de la bondad divina para ser feliz; que después de esta vida hay premios destinados a nuestras buenas obras y castigos para nuestros pecados" (id. 97-98).

Pero no solo la religión asegura este conocimiento, sino que la política debe certificar esta creencia para evitar desórdenes sociales. Sin castigos y penas posteriores a la muerte, a la búsqueda del placer que caracteriza la religión y la vida de los utópicos le faltaría un límite:

Aunque estos principios pertenecen a la religión, estiman, sin embargo, que somos llevados por la razón a creerlos y darlos por válidos, y que si se suprimiesen, nadie sería tan necio que no se procurase lícita o ilícitamente el placer, evitando solo esos goces menores que impiden la consecución de otros más grandes o los que más tarde toman como desquite de su dolor. (Moro 98)

La persecución de quienes niegan la inmortalidad del alma –como la de los que niegan la Providencia– supone una de las pocas restricciones a la tolerante religiosidad de Utopía, cuyo fundador "juzgó tiránico y absurdo exigir a la fuerza y con amenazas que todos aceptasen una religión tenida por verdadera, aun cuando una lo sea en efecto" (Moro 126). Siguiendo, sin embargo, los principios de tolerancia que caracterizan a esta religión, Utopo permitió que se sostuviera esta postura tan solo delante de los sacerdotes y los hombres doctos, quienes la criticarían por su insustancialidad. También se preocupó por evitar tanto los castigos como las conversiones forzadas. Sin embargo, a los negadores no se les considera ni ciudadanos ni hombres, por eso no se les permite que desempeñen cargos públicos o se los adorne con honores. El principio es claro. Para que la ley se cumpla, debe existir algo superior a la propia ley:

¿Cómo dudar de que un hombre así sería capaz de eludir las leyes patrias o de infringirlas por la violencia, con tal de satisfacer sus propios apetitos, si no temiese algo superior a las leyes ni nada esperase más allá de la vida corporal? (Moro 127)

El núcleo conceptual que une a Moro con Pomponazzi insiste en que la sociedad no puede prescindir de los beneficios que se derivan de la creencia compartida en la inmortalidad del alma. Principalmente, es el conjunto de hombres que necesitan de castigos ultraterrenos el que obliga a que no se pueda introducir ninguna duda en el debate público sobre la inmortalidad. Las posiciones de ambos pensadores defienden una misma idea del papel que el conocimiento ejerce en la sociedad. En primer lugar, aunque consideran obligatoria la defensa social de esta creencia, no se inclinan a posturas dogmáticas que excluirían de modo radical –también en un plano puramente cognoscitivo– la defensa de posiciones heterodoxas. En segundo lugar, esta heterodoxia se permite solo en la medida en que existe un control social del conocimiento. Aunque haya un grupo que presienta la endeblez de los argumentos para demostrar la inmortalidad del alma, la jerarquía social restringirá la circulación de esta sospecha.

2. David Hume y la crítica a los argumentos físicos y metafísicos

El escrito de Hume que se introduce en este debate está precedido por una interesante historia editorial. Esta polémica en torno a Sobre la inmortalidad del alma está directamente conectada con Sobre el suicidio, sin duda, uno de sus escritos breves más incendiarios. Preparados para publicarse en 1757 en una colección de ensayos, tanto el autor como su editor Millar decidieron dejarlos inéditos por razón de una "abundante prudencia" con que el filósofo escocés se describe a sí mismo. A pesar de esta cancelación, se llegaron a imprimir unas pruebas, las cuales, con apuntes manuscritos del mismo Hume, todavía se conservan en la biblioteca nacional de Escocia. Además, a estos papeles se les puede suponer una cierta circulación, pues antes de que se publicara la primera edición inglesa en 1777, se editó en 1770 en el Recueil Philosophique ou Mélange de Pièces sur la Religion et la Morale, una traducción al francés de este texto –Dissertation sur l´immortalité de l´âme–, acompañada del Essai sur le suicide.18 Un año después de la muerte de Hume se publica en Holanda la primera edición inglesa. Hay que esperar, sin embargo, hasta 1783 para que se difunda por Londres.

A pesar de ser uno de los temas fundamentales en los que la metafísica tradicional había vertido sus esfuerzos, Hume no dedicó, más allá de este pequeño ensayo, mucha atención a criticar esta doctrina. Aunque está claro que existen posturas críticas respecto de la posibilidad filosófica de demostrar la inmortalidad a lo largo de toda la historia de la filosofía, el relativo desinterés de Hume resulta sorprendente, especialmente si tenemos en cuenta que, durante el mismo siglo XVIII, tanto en el marco filosófico alemán, a través del escrito Phädon oder über die Unsterblichkeit der Seele (Fedón o sobre la inmortalidad de las almas) de Mendelssohn, como en el inglés, a través de la Analogy of Religion de Butler, se reaviva la cuestión. Posiblemente esta desatención con la que Hume trata a uno de los dogmas de la filosofía anterior se debe a que su postura –como puede comprobarse por los problemas editoriales del Ensayo sobre la inmortalidad del alma– resultaba políticamente incómoda.19 A pesar de esta escasez documental, se señalarán otros pasajes del corpus humeano, en los que, casi con la misma extensión que el ensayo, se disputa acerca de este problema. En la parte IV del primer libro del Tratado sobre la naturaleza humana, Hume dedica la sección V al tema inmediatamente conectado de la inmaterialidad del alma, capítulo que Gaskin relaciona con la génesis del mismo ensayo (cf. Hume 1874-1875a 516-533).20 También se puede encontrar en la Investigación sobre el entendimiento humano un capítulo, la sección undécima, que analiza un tema cercano "Sobre una particular providencia y un futuro estado" (Hume 1874-1875b 109-122).

La importancia y brevedad del ensayo permiten que expongamos íntegramente la postura crítica de Hume sobre la inmortalidad del alma.21 La exposición de las doctrinas se completará con los juicios de Hume sobre la inmortalidad del alma de los pasajes del Tratado sobre la naturaleza humana y de la Investigación sobre el entendimiento humano. Sobre la inmortalidad del alma está dividido en tres secciones, según las diferentes críticas –metafísica, moral y física– que esta cuestión merece. Existe otra gran división que diferencia al prólogo y al epílogo del resto del cuerpo. Mientras el texto se encuentra limitado por la respuesta negativa de la filosofía, el inicio y final afirman, desde la Revelación cristiana, la verdad de esta doctrina:

Parece difícil probar la inmortalidad del alma con las solas luces de la razón. Los argumentos en su favor se derivan de razonamientos metafísicos, morales o físicos. Pero en realidad es el Evangelio, y solo el Evangelio, el que ha sacado la vida y la inmortalidad a la luz. (Hume 2006 151)

Y, si leemos la conclusión,

Todo esto nos ayuda, más que ninguna otra cosa, a sacar a su luz más completa la obligación que tiene la humanidad de creer en la Revelación Divina, ya que no podemos encontrar otro medio de asegurarnos de esta grande e importante verdad. (Hume 2006 171)

Como mostraremos a continuación, y de modo paralelo al debate sobre la sinceridad de Pomponazzi, la oposición no solo se da entre negación filosófica y afirmación teológica, sino entre sinceridad filosófica y estrategia teológica. Al contrario de lo que ocurría en el caso de Pomponazzi, para mostrar la insinceridad del filósofo escocés a la hora de referirse al cristianismo no hace falta recurrir a testimonios externos, sino que basta con examinar el contenido del ensayo, que muestra cómo las frases ortodoxas no son más que añadidos estratégicos.

De los argumentos metafísicos, físicos y morales, son los físicos los que le merecen a Hume un respeto mayor, pues están construidos sobre conocimientos de hecho.22 Resulta necesario recordar que las dos críticas se sostienen sobre el principio de analogía. El primer argumento se basa en la correlación que existe entre alma y cuerpo o, más bien, la dependencia del alma respecto del cuerpo. Las alteraciones del cuerpo provocan transformaciones en el alma. De este modo,si el cuerpo se corrompe y muere, "habrá de seguirse una total disolución" del alma (Hume 2006 168). Esta dependencia se comprueba a lo largo de todos los periodos de la vida del hombre, pero resulta especialmente claro cuando el moribundo se acerca a los estertores de la muerte, pues la disolución del cuerpo va acompañada de una evidente merma de las capacidades intelectuales: "Los síntomas que la mente descubre en los momentos postreros son la confusión, la debilidad, la insensibilidad y la torpeza" (ibd.). La analogía de la naturaleza impide que, comprobados estos síntomas de debilitamiento y corrupción del cuerpo, se pueda defender la perdurabilidad del alma. El segundo argumento es de carácter más general, pues hace referencia al fluir universal de las cosas. Si todo está en movimiento en el mundo, si todo nace y perece, no podrá existir nada que se mantenga ajeno a este proceso universal: "¿Qué podría ser más contrario a los principios de la analogía que imaginar el que una sola forma –que parece ser la más frágil de todas y está sujeta a los mayores desórdenes– sea inmortal e insoluble?"(ibd.).

Todavía en el núcleo de los argumentos físicos, es necesario señalar que, a pesar de la importancia de las cuestiones de hecho, Hume no concede ningún valor a las experiencias religiosas que podrían servir para defender, al menos, el deseo natural de inmortalidad (cf. Abaggnano 568-569). La relación de Hume con este tipo de argumentos no es unívoca. Por un lado, concede un cierto valor epistemológico a las actitudes religiosas privadas. Por otro, estas experiencias carecen absolutamente de relevancia gnoseológica cuando parecen validar la vida ultraterrena: "Es cierto que en algunas almas tienen lugar terrores inexplicables con respecto a estados futuros" (Hume 2006 163-164). Sin embargo, esta creencia no sería más que un proceso inducido y artificial, no pudiendo ser considerada como una cuestión de hecho. La validez gnoseológica de estas experiencias se descarta por deberse a una contaminación pedagógica: "pero estos terrores se desvanecerían rápidamente si no estuvieran artificialmente fomentados por el precepto y la educación" (id. 164). La segunda cuestión de hecho, también ligada al miedo a la muerte y, en consecuencia, a la existencia futura, más que ser negada a través de la noción de engaño es reinterpretada. El horror ante la muerte no proviene del miedo al castigo o a una existencia desconocida, sino que es un mecanismo de la naturaleza para nuestra supervivencia: "La muerte es el fin inevitable. Y, sin embargo, la especie humana no podría preservarse si la naturaleza no nos hubiese inspirado una aversión natural a ese fin" (id. 171).

Si estos son los argumentos físicos, ¿cuáles son los metafísicos? En primer lugar, los argumentos se detienen en la indiscernibilidad entre materia y espíritu. Al ser la sustancia una "noción confusa e imperfecta", desconocemos qué es materia y qué espíritu. Por este motivo, no podemos descartar que la materia sea "la causa del pensamiento" (Hume 2006 162). Así mismo, por el argumento de la analogía, al que tantas veces se recurre, la naturaleza podría configurar el espíritu de la misma manera que la materia: "Sus conciencias, o esos sistemas de pensamiento que llegaron a formarse a lo largo de la vida, podrían ser continuamente disueltos por la muerte" (ibd.). Los otros dos argumentos metafísicos, más que negar la inmortalidad del alma, señalan la irrelevancia moral y cognoscitiva de esta hipótesis. Incluso si Hume aceptara que el alma es inmortal, el problema seguiría siendo colosal, pues quedaría por demostrar que esta sustancia inmortal está dotada de memoria, posibilidad que se vuelve a descartar en dos pasos. En primer lugar, si el alma es inmortal, pero pierde la memoria al separarse del cuerpo, el individuo se encontraría de facto con una situación equivalente a la del alma mortal: "Y que una sustancia inmaterial … pueda perder su conciencia o memoria lo muestra en parte la experiencia, aun asumiendo que el alma fuera inmaterial"(ibd.).23 En segundo lugar, si el alma es inmortal por la incorruptibilidad, y esta se identifica con la "ingenerabilidad", el no tener conciencia –o recuerdo de la conciencia– antes de la vida terrena nos invita a pensar que tampoco se tendrá después de la muerte: "Y si su existencia anterior no nos concernió en absoluto, tampoco habrá de concernirnos su existencia posterior" (Hume 2006 163).24 Hume desactiva la necesidad de la inmortalidad no solo en una esfera política, sino también psicológica: ¿qué importa que el alma sea inmortal si no existe una memoria efectiva que, en el transcurso de la temporalidad a la eternidad o de la temporalidad anterior a la posterior, asegure una misma identidad personal?

3. Hume y la irrelevancia política de la inmortalidad del alma

Si en las secciones física y metafísica se rechazan algunos argumentos tradicionales acerca de la inmortalidad del alma, en la sección de los argumentos morales Hume neutraliza los perjuicios políticos que podrían derivarse de su negación. Hasta este punto, su argumentación, al menos en cuanto a conclusiones gnoseológicas, resulta parecida a la de Pomponazzi y Moro. Para los tres, la certeza de la inmortalidad del alma es imposible de alcanzar por los medios de la razón. Sin embargo, se debe apuntar que existe, desde el mismo punto de vista gnoseológico, una importante diferencia Si Pomponazzi y Moro consideran que la razón humana no alcanza la seguridad en este punto, Hume, en cambio, defiende que la razón humana casi llega a la certeza de que el alma es mortal. En cualquier caso, la principal y radical diferencia para nuestro análisis reside en que Hume, desmarcándose de los filósofos del Renacimiento, mostrará que, por unas determinadas exigencias morales, el carácter indemostrable de la inmortalidad del alma no debe ir acompañado de una certificación política. Más aún, Hume llegará a sostener que la misma idea del castigo y del premio eterno resulta inmoral.25

Vistos los argumentos metafísicos y físicos, es hora de volvernos al tercer tipo de argumentos, los morales, que están conectados a los políticos: "Consideremos los argumentos morales, principalmente los que están basados en la justicia de Dios, a la que se supone interesada en el futuro castigo de los malos y en la recompensa de los virtuosos" (Hume 2006 163). Desautorizando una experiencia religiosa bastante extendida, afirma que el hombre, al menos cuando está mentalmente sano, solo se preocupa de este mundo, sin tener, salvo en casos de conciencia deformada por quienes solo quieren "ganarse la vida y … adquirir poder y riqueza en este mundo" (id. 164), apenas inquietudes por castigos y recompensas ulteriores. La antropología de Hume parece componerse de un hombre cuyo tipo sería el Don Juan y su lema el "largo me lo fiais", que ni siquiera teme a la muerte, pues su única meta –como el placer y la conquista de Don Giovanni– es inmediata. Para descartar la posibilidad de vida ultraterrena, Hume recurre a una concepción de un Dios benevolente que no puede permitir que se produjera tal desajuste y, llegada la muerte, tal frustración.26

Hume vuelve a Dios para demostrar la invalidez de la noción de castigo. Si antes había recurrido a un Dios bueno –utilizando un concepto de bondad válido tanto para la esfera divina como para la humana, según el cual no puede ser bueno quien permite la desilusión–, en este caso, insiste en la cuestión teológica de la radical incapacidad de los conceptos humanos de describir a Dios. Por sorprendente y contradictorio que pueda parecer, el recurso humeano a Dios se mueve entre la analogía escolástica y la teología negativa. Cae en una equivocación quien cree que lo que resulta malo y punible para el hombre, también lo es para Dios. Las razones por las que Dios castiga no tienen por qué ser idénticas a las que llevan a los hombres a imponer penas:

¿Cuál es la regla por la que se distribuyen castigos y recompensas? ¿Cuál es la norma divina del mérito y del demérito? ¿Es que debemos suponer que los sentimientos humanos tienen también lugar en Dios? ¡Qué hipótesis tan aventurada! Mas no podemos concebir otro tipo de sentimientos. (Hume 2006 165)

Hume mina desde su mismo cimiento –la moralidad– la idea de un castigo o un premio eterno. La naturalidad de esta crítica a la total reducción de la situación de ultratumba a cielo e infierno la parece respaldar el poema de Borges "Fragmentos de un evangelio apócrifo", contenido en el Elogio de la sombra: "Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos" (353). Además, que el infierno y cielo sean rechazados por motivos morales posee importancia para determinar la sinceridad del prólogo y epílogo –la inmortalidad es un asunto revelado por el cristianismo– del ensayo Sobre la inmortalidad del alma. Definitivamente esta crítica moral a la noción de recompensa o penalización ultraterrena nos indica cómo leerlos. No se debe olvidar que el Dios descrito por el cristianismo, fundado en las Sagradas Escrituras, castigará a los pecadores y recompensará a los que han cumplido su voluntad (Mt. 25:46,1; Cor. 15:19). Es el rechazo de este principio evangélico –Dios que premia con recompensas y amenaza con castigos– el que nos señala cómo leer el prólogo y el epílogo del texto, y en general nos hace desconfiar de todos los momentos en los que Hume se quiera resguardar en una teología cristiana tradicional. Desde este punto de vista, se puede pensar que la disputa bibliográfica sobre si Hume posee una postura agnóstica acerca de la religión o atea depende de si se lee de modo literal este tipo de afirmaciones o de si estas manifestaciones se interpretan entre líneas, interpretación que, en este caso, me parece necesaria.27

Pero no solo rechaza los conceptos de castigo y recompensa eternos a través de esta incómoda combinación de teología analógica y negativa. El desprestigio del castigo y el premio eterno continúa. ¿Por qué motivo la noción de castigo eterno nos resulta desde el punto de vista humano completamente inaceptable? Hume ofrece dos argumentos en este sentido. Un castigo eterno niega la posibilidad de mejora moral, la condenación eterna hace imposible que el condenado repare su falta, objetivo primero de la concepción humana de la pena: "El castigo, sin una propia finalidad o propósito, es inconsistente con nuestras ideas de bondad y la justicia" (Hume 2006 165). Otro de los principios humanos del castigo es el de la proporcionalidad entre la falta cometida y el castigo impuesto. No hay falta tan grave que lleve al hombre al castigo eterno ni bien tan grande que le lleve al premio. El principio metafísico es básico: la radical diferencia entre infinito y finito.

Directamente unido a esta falta de proporcionalidad entre falta temporal y castigo eterno, reside la idea de que el castigo y recompensa eternos contradicen la esencia de la antropología: no existen dos tipos tan diferentes de hombres. Pasando por alto la posibilidad ultraterrena del purgatorio, así como la posible gradación dentro del infierno y del cielo –baste con recordar la Divina comedia para ambas cuestiones–, Hume considera que la vida ultraterrena se reduce a dos estados definitivos, separación que no respondería a la variada diversidad de los seres humanos. Esta extrema dualidad no se adecúa a la complejidad del ser humano, siempre escalonado en innumerables diferencias. La imagen que ilustra su pensamiento resulta sumamente persuasiva. Verdaderamente no existirían los dos tipos de hombres que el castigo y el cielo eterno suponen:

Si alguien quisiera ir por el mundo con la intención de dar una buena comida a los justos y una paliza a los pecadores, frecuentemente se vería confundido a la hora de elegir, y descubriría que la mayoría de los méritos y los deméritos de hombres y mujeres apenas merecerían ni una cosa ni la otra. (Hume 2006 166)

Hasta aquí Hume ha señalado la inmoralidad del castigo desde una esfera puramente privada. Incluso parecería que, según este parámetro, la noción de castigo quedaría desterrada de lo humano. Parece que el único deseo de castigar que la bondad del corazón humano no podría anular sería aquel con el que los presbíteros quieren imponer a quienes han cometido los crímenes de "herejía o infidelidad" (Hume 2006 167). Por fin, entra la política de modo pleno en la argumentación humeana acerca de la inmortalidad del alma. Sin contar con clérigos resentidos, la única fundamentación razonable al castigo provendría del interés público: "¿No son únicamente las reflexiones sobre las necesidades del interés público las que endurecen el corazón de los jueces y jurados y logran prevalecer sobre sentimientos humanitarios?" (id. 166). Por la política –cuyo objetivo fundamental consiste en el mantenimiento del orden público–, el castigo se habría introducido en este mundo humano partidario del perdón y demás sentimientos humanitarios. Sin embargo, por mucho que este interés resulte aceptable de modo general, Hume rechaza que este pueda exigir la imposición de un castigo eterno:

La principal fuente de las ideas morales es la reflexión sobre los intereses de la sociedad humana. ¿Deberían estos intereses, de tan corto alcance y tan superficiales, ser protegidos mediante castigos eternos e infinitos? La condenación eterna de un hombre es un mal infinitamente mayor que la subversión de mil millones de reinos. (Hume 2006 167)

En suma, el motivo que Hume ofrece para negar el castigo eterno resulta ser moral. Más que ante una neutralización de la negación de la inmortalidad del alma, nos encontramos ante la moralización del concepto de eternidad humana. Esta moralidad resulta especialmente palmaria en la asignación a un juez humano –en este caso no hay recurso a la analogía divina– de la potestad de imponer castigos eternos. Incluso si el hombre pudiera castigar eternamente a otro hombre, no existiría ningún interés público que justificara esta condena. En este rechazo a este tipo de castigo eterno encontramos una transformación del Fiat iustitia, pereat mundus, que podría ser Fiat clementia, tamen pereant societates. El castigo eterno está tan fuera de los conceptos de moralidad, que no solo carece de uso político, sino que parece descartarse su misma existencia. Incluso si el propio hombre sin auxilio divino pudiera creer algo así, no hay bien público que lo pudiera justificar.

4. El castigo eterno: un recurso para malvados crédulos

Existen muchos argumentos de Hume que no resultan satisfactorios. Ciertamente, todas las acusaciones que dirige contra la noción de castigo y premio ultraterreno son sumamente intuitivas y agudas. Sin embargo, la postura del filósofo escocés parece construirse desde ninguna parte. Por un lado, ataca la noción de castigo ultraterreno desde una idea analógica de Dios: lo que para Dios es justo ha de ser justo para nosotros. Por otro, la impugna también desde una noción de Dios propia de la teología negativa. Dados que nuestros conceptos no sirven para ser aplicados a Dios, estaremos condenados a equivocarnos si juzgamos que para Dios es bueno lo que nosotros consideramos como tal. Obviamente, estas dos críticas son mutuamente contradictorias y esto revela que si bien la crítica se construye de un modo retórico y eficaz, carece de sustento metafísico. En Ensayo sobre la inmortalidad del alma, la idea de Dios es contradictoria: alguien que es lo totalmente otro, alguien que tiene nuestras cualidades, pero de modo supereminente.

Más allá de estas imprecisiones que muestran a un Hume que, antes que nada, quiere acabar de todos modos con la noción del Dios castigador, en su discurso se encuentran valiosos argumentos para minar la validez moral del castigo ultraterreno. Estas críticas resultan muy eficaces para un argumento que apoya la inmortalidad del alma desde la política –desde lo decidible por el hombre– y no desde la metafísica. De modo más o menos preciso –tampoco este campo resulta completamente lineal–, Hume recuerda los cuatro motivos de la injusticia de esta doctrina: el salto entre delito temporal y castigo eterno, la estrechez de encuadrar en solo dos estados a la inmensa variedad de los seres humanos, la contradicción entre castigo eterno y la tendencia humana a la compasión y, por último, la insustancialidad de cualquier beneficio político en comparación con la condena eterna.

Hay que decir que todas estas objeciones podrían haberlas compartido Pomponazzi o Moro. El realismo político que ambos manifiestan les permite aceptar los daños colaterales de esta teoría de la inmortalidad. Posiblemente habrían incluido las advertencias de Hume como "perjuicios residuales" de una teoría que ofrece grandes beneficios para la convivencia social. Sin duda reprocharían a Hume haber minusvalorado los beneficios políticos de la defensa pública de la inmortalidad. La pregunta que la teología política se plantea es la siguiente: ¿son tan importantes los beneficios que otorga la sociedad como para mantener una teoría que puede llegar a ser considerada como moralmente perjudicial y gnoseológicamente endeble?

Consideramos que la respuesta definitiva a esta pregunta no se encuentra en ninguno de los tres autores mencionados, porque propiamente una respuesta de tales características no existe. A pesar del interés que por la historia mostraron a lo largo de su vida intelectual, ni Moro ni Hume perciben que la validez de este argumento dependa de un problema esencialmente histórico, tal como lo sugiere muy brevemente Abbagnano. La necesidad de la defensa pública de la inmortalidad del alma como medio para mantener la paz social solo será eficaz en aquellas sociedades en las que exista un tipo de personas dispuesto a cumplir la ley solo si la transgresión implica el castigo eterno o si el cumplimiento trae aparejado el premio eterno. Inevitablemente, en una sociedad compuesta por este tipo de malignos crédulos o cumplidores interesados, la teoría de la inmortalidad producirá un positivo y considerable efecto social. Tanto Moro como Pomponazzi, especialmente este último, parecen defender que existe una inmodificable teoría antropológica tripartita que inevitablemente hará que siempre exista una categoría antropológica de este tipo. Incluso, en el siglo XVIII parece haber existido este tipo de personas, tal como se puede reconocer, en el caso descrito por Hume, a los atemorizados por la instigación de los clérigos.

Sin embargo, incluso si Hume sostiene esta teoría antropológica, no resulta posible suscribirla desde un punto de vista metafísico, sino tan solo desde la historia. La experiencia histórica de sociedades constitucionalmente agnósticas o incrédulas, en las que la paz social resulta más firme que en las religiosas, desmiente la validez supratemporal de esta teoría antropológica. Este hecho no supone la validez de la crítica de Hume, sino que la validez de esta teoría –como la de tantas otras instituciones de la teología política– depende del momento histórico que atraviesa una sociedad.


NOTAS AL PIE

1Para una postura que defiende la continuidad entre filosofía renacentista y moderna, véase R. Mondolfo (1954).

2 "Anche i naturalisti del Rinascimento ammettono l´immortalità " (Abaggnano 567).

3En Comentario al diálogo de Platón "Fedón" o la inmortalidad del alma de S. Fox Morcillo, encontramos también una consecuencia teológico-política en este debate. Tras haber hecho hablar a un epicúreo o "a cualquier otro que niegue la Providencia de Dios y la inmortalidad de las almas (pues estas dos son realidades cercanas)", Fox Morcillo señala que el primer problema al que se enfrentan estas descreídas teorías es de tipo político: "Dado el caso que los hombres se convenzan de todas estas teorías, ¿con qué objeto existe el Estado?, ¿por qué defendemos la vida humana en sociedad?, ¿con qué finalidad damos culto a Dios o hacemos cualquier otra cosa que nos exige la virtud?" (23).

4 "to the traditional philosophical sciences, the humanist contribution to natural philosophy was negligible … the writings of the humanists on problems of moral philosophy were numerous and influential although often amateurish and inconclusive" (Kristeller 1984 26).

5 "Also the continued interest which Renaissance thinkers after Ficino and Pomponazzi took in the problem of immortality may be related to this concern for the individual self and its ultimate destiny" (Kristeller 1984 26).

6 "Out of this stage of the discussion there flowed various lines of argument. Almost all treatises on the immortality of soul emphasized the moral imperative of an afterlife that obliges man to avoid evil" (Blum 227).

7Para E. A. Constant, "In this essay I shall argue that Apostolici regiminis is not a dogmatic declaration on immortality but rather a dogmatic condemnation of the so-called doctrine of the double truth" (353-354). Así mismo, Christopher Martin sostiene que en la bula no se defiende que el alma se puede demostrar filosóficamente (cf. 29-38).

8Pine afirma, por ejemplo, que la consideración del problema de la inmortalidad del alma como puramente neutral no resulta creíble (123).

9De esta misma manera interpreta E.A. Constant una doctrina tan cercana a Pomponazzi como la de la doble verdad: "any conception of a double truth represents a genuine threat to the church. If one claims that a philosophical position that contradicts religious doctrine is only true according to philosophy, this still creates a rival truth" (Constant 364).

10 "To maintain that this ancient theology coincided with Christian truth had been Ficino´s strategy throughout his work, so Pomponazzi might be seen to be aligning himself with the Ficinian Project in this one respect" (Blum 223).

11 "Sin embargo, si fuese así, no nos parece comprensible el hecho de que, pese a la polvareda que, en efecto, produjo la publicación De inmortalitate animae, su autor no fuera condenado ni tuviera que retractarse; es más, en las obras que escribió en su defensa no hace sino reafirmarse en sus anteriores pareceres" (García Valverde 2010 XCIV).

12"Questo argomento non ha avuto molta fortuna nell´antichità : è piuttosto valso come il motivo, spesso non confessato, dal quale i filosofi sono stati spinti a cercare prove dimostrative della immortalità " (Abaggnano 569).

13 Hay que recordar, sin embargo, que la formulación de Pomponazzi es más atrevida pues considera la posibilidad –obviamente sin poder significarlo de modo literal– de que todas las religiones, incluido el cristianismo, sean falsas. "Pues, supuesto que existen, tres religiones … la de Cristo, la de Moisés y la de Mahoma, entonces o todas son falsas, y de esta manera todo el mundo está engañado, o al menos dos de ellas, y así la mayor parte" (Pomponazzi 2010 140).

14 Hay que recordar que el argumento de Santo Tomás no se dirige a explicar un problema político, sino a mostrar la injustificabilidad de que alguien sacrificara su vida por algo superior a sí mismo.

15 Abaggnano afirma, refiriéndose a este capítulo XIV, que "Pomponazzi non fece che riprendere questo punto de vista nella sua critica dell´argomento morale", lo que significa que su postura es idéntica a la de Duns Scoto, según la cual la buena y la mala acción constituyen premios y castigos en sí mismos.

16 "Hay que recordar que muchos han puesto la verdadera excepcionalidad del discurso de Pomponazzi cuando su tesis de la mortalidad del alma humana abandona el ámbito estricto de la psicología, deja el terreno de la exégesis textual, y se encamina al de la filosofía moral. Los capítulos 13 y 14 contienen probablemente la parte más valiosa del De immortalitate, ya que suponen en realidad un esfuerzo magnífico por ofrecer una visión de la dignidad humana, de su profunda esencia moral, sin la tutela religiosa. Esa es, en efecto, la propuesta real de Pomponazzi cuando afirma que puede fundarse una moral en valores desvinculados de la esperanza de inmortalidad, circunscrita únicamente a los límites de esta existencia mundana. Se trata sencillamente de responder afirmativamente a la pregunta de si merece vivirse una vida aun a pesar de rechazarse la posibilidad de una continuidad allende los límites de la corrupción corporal, y de aportar razones para ello en la idea de que la esperanza de inmortalidad no determina ni mucho menos el valor de una vida humanamente vivida. He aquí sin lugar a dudas, permítasenos la expresión, el Pomponazzi copernicano, el que es capaz de articular sobre los cimientos de la filosofía aristotélica un discurso moderno, una filosofía nueva cuyos retoños, sin embargo, sufrirán el embate de los vientos de la Contrarreforma" (García Valverde 2009 23-24).

17"Maiorque pars hominum, si bonum operatur, magis ex metu aeterni damni quam spe aeterni boni operatur bonum, cum damna sint magis nobis cognita quam illa bona aeterna" (Pomponazzi 1990 196-198). En cualquier caso, creo que el nobis resta plausibilidad a mi interpretación. Pero el damna puede hacer referencia tanto a los daños inmediatos que moverían al segundo tipo de hombre como a los daños eternos que afectarían al tercer tipo de hombres. De todas formas, Pomponazzi no deja claro si los castigos y recompensas que acompañan al segundo tipo de hombres son también inventados por un político más preocupado por la virtud que por la verdad de sus ciudadanos. Parece razonable que no sea así, pues los hombres pueden actuar por bienes sociales que pueden provenir de acciones virtuosas.

18Para una información más detallada sobre la primera fortuna editorial del escrito, véase la introducción de J. V. Price a la edición de Thoemmes Press de Essays on Suicide and the Immortality of Soul, con reproducción facsimilar de la edición de Londres de 1783 (xix).

19"Most readers in the eighteenth century would probably have regarded the essays as inflammatory, and Hume has barely touched on the topic in his other works" (Price vii)

20 Según Gaskin, esta obra no está "overtly concerned with religion. Part of the reason for this is that Hume excised some of its ´nobler parts´ before publication … possibly some version of ´Of the Immortality of the Soul´… " (317).

21 "But by far the most important essays are the two which ought to have appeared in 1757 along with the Natural History of Religion. These are "Of suicide"… and "Of theImmortality of the Soul" (which argues that there is good evidence for man´s mortality). Both essays were withdrawn by Hume before publication after threats against him or his Publisher, although copies of both survived to be reprinted in modern editions" (Gaskin 317).

22 "Los argumentos físicos que surgen de la analogía que se da en la naturaleza constituyen un fuerte apoyo a favor de la mortalidad del alma, y son, ciertamente, los únicos argumentos filosóficos que deberían admitirse en lo tocante a esta cuestión y a cualquier otra cuestión de hecho" (Hume 2006 167-168).

23 Al conceder tanta importancia a la memoria, parecería que la memoria sería una de las características que identificarían a la sustancia espiritual diferenciándola de la material.

24 Este argumento vuelve a aparecer en la parte final del ensayo, inmediatamente después de haber mostrado los argumentos físicos: "Nuestra insensibilidad antes de que nuestro cuerpo fuese formado parece ser, para la razón natural, prueba de que tornaremos a un estado semejante después de la disolución final" (Hume 2006 170).

25 Sin recurrir a la cuestión de la inmoralidad del premio y del castigo eternos, Hobbes había señalado en Leviatán las dificultades que estas dos instituciones espirituales representaban para el orden político: "Como el mantenimiento de la sociedad depende de la justicia, y la justicia depende del poder de vida y muerte y de otras recompensas y castigos menores que son administrados por quienes ostentan la soberanía del Estado, es imposible que un Estado se sostenga allí donde otra persona diferente del soberano tiene el poder de dar recompensas mayores que la vida e infligir castigos más graves que la muerte" (XXXVIII 375).

26 "Podría adscribirse este bárbaro desengaño a la voluntad de un Ser sabio y benevolente" (Hume 2006 164). En principio esta aplicación de la analogía a Dios parece impropia no solo por el argumento que se va a señalar a continuación, sino por un principio general que el propio Hume –aunque a través de un amigo, que vendría a reproducir la filosofía epicúrea– había dejado sentado en An Enquiry concerning human Understanding: "The case is not the same with our reasonings from the works of nature. The Deity is known to us only by his production, and is a single being in the universe, not comprehended under any species or genus, from whose experienced attributes or qualities, we can, by analogy, infer any attribute or quality in him" (119). Este principio es el núcleo de este capítulo undécimo –no podemos atribuir a la causa de Dios exactamente las perfecciones que vemos en la creación– y vuelve a repetirse de forma igual de clara solo unas líneas adelante. "But this method of reasoning can never have place with regard to a Being, so remote and incomprehensible, who bears much less analogy to any other being in the universe than the sun to a waxen taper, and who discovers himself only by some faint traces or outlines, beyond which we have no authority to ascribe him any attribute or perfection" (id. 120).

27 Gaskin las lee de modo literal. Posturas como la del reciente texto de Holden, titulado Spectres of False Divinity. Hume´s Moral Atheism, reinterpretan las manifestaciones más moderadas de Hume: "Although Hume is justly famous for his skeptical critique of traditional forms of theological speculations, he is not a skeptic or agnostic on the question of the deity´s moral character: he does not simply suspend judgment regarding the moral attributes, but categorically rules them our" (ix).


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