1. Introducción
El presente artículo se enmarca en la etapa final de un proyecto de investigación titulado “Fundamentos estético-teológicos de la piedad popular”1. El objetivo principal de esta investigación ha sido desarrollar una perspectiva de análisis teológico-fundamental sobre prácticas religiosas cristianas que se suelen catalogar como religión popular, piedad popular o catolicismo popular2. Como se puede apreciar en la mayor parte de la literatura teológica y magisterial, el término ha sido abordado, principalmente, desde un enfoque normativo-pastoral, enfatizando de manera permanente la necesidad de orientar estas prácticas religiosas hacia una determinada ortodoxia social y religiosa.
Respecto a esta inquietud pastoral-normativa, son especialmente paradigmáticos, desde diferentes perspectivas pastorales, los Documentos de Medellín (1968) y el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia (2002) (DPPL), así como la postura de algunos representantes de los enfoques críticos y liberacionistas de la teología latinoamericana3. François Houtart, uno de los fundadores de la FERES (Federación Internacional de Estudios de Sociología Religiosa) y de los primeros autores que aborda el tema en Latinoamérica, asocia la eventual deformación del cristianismo popular a un retraso cultural que desembocaría, en último término, en una falsa praxis de liberación4. En este sentido, sobre la reflexión teológica del primer periodo postconciliar, Alberto Methol puntualiza:
Durante este primer periodo, la religiosidad popular fue menospreciada, vejada, a lo sumo tratada como mal inevitable, en vías de desaparición, rezago mágico, fetichista, que era necesario purificar en el mejor de los casos, o soportar en condescendencia provisoria […] Creo que nunca, dentro de la Iglesia Católica, se asistió a una iconoclasia tan extendida y agresiva5.
En torno al encuentro de Puebla (1979), sin embargo, se sentarán las bases de una nueva perspectiva de análisis que tenderá a destacar los aspectos positivos de la piedad popular por sobre su eventual heterodoxia. Como precedente fundamental de esta nueva mirada se suele indicar la exhortación apostólica de Pablo VI, Evangelii nuntiandi (1975), donde se destacan estas prácticas como objeto de un auténtico descubrimiento6.
El denominado enfoque culturalista7, que se comenzará a gestar en torno a Puebla, encontrará especial desarrollo en la teología del pueblo, cuyo rasgo característico respecto a otras teologías latinoamericanas viene dado, justamente, por una revaloración de la especificidad cultural de los pueblos latinoamericanos y de los objetos y prácticas que la constituyen8. Entre los hitos que propiciaron el surgimiento de la teología del pueblo, se suelen señalar la formación de la COEPAL (Comisión Episcopal de Pastoral), órgano creado en 1966 en Argentina para trabajar en la recepción del Concilio Vaticano II, y la declaración del episcopado argentino sobre Medellín, que tomará forma en el documento de San Miguel (1969)9. En este último texto se encuentra la semilla del concepto de pueblo, que introducirá este enfoque teológico, el cual hunde sus raíces en la eclesiología cultural de Lumen gentium e inspira la definición de pueblo fiel en Evangelii gaudium10.
El aporte de esta definición de pueblo –que amplía el enfoque socio-económico de Medellín a una mirada histórico-cultural– se podría sintetizar en los siguientes dos puntos: por una parte, no se limita a una determinada clase social, sino que hace referencia a aquella unidad plural de individuos que se expresa en una determinada cultura, condición de posibilidad para la encarnación de la Iglesia de Cristo11; por otra parte, y consecuentemente, el pueblo no es solo objeto de evangelización sino también agente de su propia evangelización12.
En el encuentro de Aparecida (2007), la línea de interpretación de la teología del pueblo será reforzada, afirmándose que “no podemos devaluar la espiritualidad popular, o considerarla un modo secundario de la vida cristiana, porque sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios” (DA 263)13. Finalmente, como ya se ha indicado, este enfoque conocerá un nuevo impulso en el contexto del pontificado de Francisco, en el que la piedad popular se ha convertido en un tópico recurrente, llegando a plantearse como “un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización”14. De este modo, dentro del proceso de valoración teológica, se puede apreciar cómo la piedad popular pasa de ser un mero objeto de discernimiento a constituirse en criterio de discernimiento15. Este giro abre una perspectiva de reflexión teológico-fundamental que, si bien ya está bosquejada desde la época de Puebla, todavía requiere desarrollo.
En lo que sigue, nos proponemos aportar en esta dirección. Para esta labor expondremos los resultados de la investigación cualitativa que desarrollamos en el marco de nuestro proyecto Fondecyt, la cual tenía como principal objetivo describir la realidad empírica del fenómeno de la piedad popular, poniendo especial atención en los modos propios en que ésta se manifiesta. Una vez definido el referente empírico de nuestra investigación, procederemos a situar nuestro tema en el marco de la discusión sobre los lugares teológicos, intentando dilucidar de qué manera y en qué sentido los objetos y prácticas que constituyen la piedad popular pueden ser considerados un lugar teológico.
2. La fiesta religiosa como lugar
Aun cuando se han producido cambios significativos respecto a la valoración teológica de la piedad popular en el contexto de la Iglesia latinoamericana, poco se ha avanzado en la comprensión de los modos propios en que esta fe se expresa. Ya a finales de los años 70 del siglo xx, Alberto Methol advertía que “una revaloración de la religiosidad popular implica sacudir los prejuicios más asentados de las vigencias secularizantes de las actuales sociedades industriales. Nos exige una revisión a fondo de los significados de la imaginación simbólica, del mito y el rito, de la razón y la poesía, del gesto, el teatro y la fiesta”16. Si bien se reconoce que se trata de una fe corpórea, sensible, simbólica (DA 262), no se ha profundizado en las implicancias epistemológicas de lo que hemos llamado su “lógica estético-sacramental”, es decir, “un modo de significar que posee un estatuto epistemológico propio, inseparable de la experiencia sensible, y a través del cual los pueblos de Latinoamérica significan y realizan su participación sacramental en el misterio de Dios”17.
En gran medida, como queda de manifiesto en documentos relativamente recientes, sigue latente la apreciación de que esta fe de bailes, mandas e imágenes –de objetos y prácticas– es ajena a la liturgia y, por cierto, que debe ser traducida a conceptos para constituirse como tal y evitar así que degenere “en costumbres vacías y, en el peor de los casos, en la superstición” (DPPL 15)18. Esta caricaturización de la compleja realidad empírica que constituye la denominada piedad popular, en nuestra opinión, es el primer obstáculo para desarrollar una discusión seria sobre su calidad de lugar teológico. ¿Cómo podemos dialogar con una realidad cuya lengua no hablamos, a cuyo λόγος no hemos tenido acceso? El mismo Francisco reitera que esta realidad popular, constitutiva de la Iglesia latinoamericana, hay que “saber leerla” (EG 126) y evitar interpretaciones simplistas19.
Por otro lado, la piedad popular alude a una multitud indiferenciada de objetos y prácticas, cuyo principal rasgo pareciera ser su ubicación periférica respecto a la expresión institucional de la Iglesia20. De este modo, podríamos decir que ésta no ha llegado a constituirse ni siquiera como un lugar, lo cual dificulta el planteamiento de una discusión acerca de su calidad de lugar teológico. Los mismos términos religiosidad, catolicismo o piedad popular operan, en gran medida, como eufemismos que disimulan la sospecha sobre una eventual desviación respecto a una supuesta ortodoxia social y religiosa21. Así, se ha construido un muro artificial entre dos ámbitos –lo popular y lo oficial– que en la práctica están interconectados y que forman parte de una misma tradición eclesial, en una trama de relaciones, por cierto, no exenta de conflictos22.
El planteamiento de la piedad popular como lugar teológico (es decir, como ámbito de discernimiento de la experiencia de fe cristiana), exige superar los esquemas de análisis binarios (popular-oficial, piedad-liturgia, corporal-espiritual, etc.), así como avanzar en la definición del estatuto teológico de aquellos modos de significar, que se han caracterizado de manera general como ritualistas y simbólicos. ¿Es adecuado calificar de símbolo la imagen de culto y como simbólicas todas las acciones que se realizan con ella (vestirla, hablarle, besarla, sacarla a pasear, bailarle, etc.)? ¿Se trata de actos irracionales o exteriores que no significan, en sí mismos, nada importante, o que –en el mejor de los casos– expresan una suerte de espasmo ritualista que debe ser interiorizado o traducido a un esquema semiótico?
Para abordar estas preguntas se requiere, en primer término, elaborar un marco metodológico y teórico adecuado, en diálogo con el desarrollo actual de las ciencias humanas. En este sentido, frente a los análisis sustentados principalmente desde las ciencias sociales23, en nuestra investigación hemos optado por una aproximación desde el ámbito de la estética y los estudios de cultura material, enfocándonos justamente en la naturaleza performativa de estos modos de significar24.
Asimismo, se hizo imprescindible la definición de un determinado referente empírico, dada la ambigüedad y el carácter negativo del término en cuestión. De este modo, descubrimos en la fiesta religiosa un ejemplo suficientemente paradigmático de la piedad popular. Éste supera la interpretación dicotómica de la teoría de los dos niveles sin cancelar la tensión existente entre lo popular y lo institucional, presentando un equilibrio dinámico de estas tensiones: la fiesta religiosa, en este sentido, es popular y oficial; literalmente rige el tiempo social, pero a su vez tiene un carácter eminentemente disruptivo25.
A partir del trabajo de campo sobre fiestas religiosas que realizamos durante dos años, definimos dos mediaciones conceptuales –la fiesta y la imagen–, las cuales, por una parte, son inseparables de un determinado referente empírico y, por otra, describen la naturaleza performativa de los modos de significar la experiencia de fe que se da en el contexto de la piedad popular. Dicho de otro modo, esta experiencia de fe se significa en –no más allá de ellos– objetos icónicos y prácticas festivas, cuyo significado es inseparable de su dimensión matérico-sensorial.
Ahora bien, como ya hemos indicado, junto con esta dimensión estética, la fiesta religiosa tiene una dimensión sacramental, testimoniada por el conjunto de acciones que suscita la imagen tales como vestirla, bailarle, hablarle, besarla, etc.26. El bailarín religioso, a su vez, se inviste con su traje para conferir dignidad sacramental a su baile27. Como se deriva del análisis de las entrevistas realizadas, en la imagen se reconoce una presencia efectiva del prototipo sagrado, que actúa en ella y establece una relación con las comunidades que la celebran28.
En este sentido, la imagen suscita la fiesta, que no es otra cosa que una serie de actos articulados en una compleja estructura litúrgica, arraigada en lo más profundo de la vida social de las comunidades celebrantes. A su vez, son estas acciones las que dan vida a la imagen, cuya personificación del prototipo sagrado se activa en el contexto de la fiesta, constituyéndose en auténtico signo sacramental que significa y realiza la santificación del hombre y la mujer. Así pues, se observa una
interdependencia entre lo festivo y lo icónico como rasgos característicos de este modo de significar que hemos denominado estético-sacramental. En otras palabras, la imagen de culto opera como persona gracias al encantamiento de la fiesta religiosa, transfiriendo de esta manera su eficacia sacramental a la vida del creyente29.
La función sacramental de la imagen de culto cristiana goza de un sólido fundamento dogmático, que en época moderna ha sido poco tratado en el ámbito de la teología católica30. Si bien en el Concilio de Trento se cita la formulación dogmática de Nicea II, el empleo de las imágenes por parte de los evangelizadores en América tendrá una orientación principalmente pedagógica31. Serán los mismos pueblos indígenas quienes, a partir de su comprensión propia de lo sagrado, redescubrirán la función sacramental de la imagen de culto cristiana. A este respecto, Juan Van Kessel observa lo siguiente:
Los devotos de la “Chinita” de la Tirana y los bailarines del “Lolo” de Tarapacá, ¿acaso no están dialogando con “los Santos Íconos chilenos”, mirándolos con el ojo del alma, hablándoles con palabras del corazón? Gustosamente dejan la evaluación teológica de su fe y su culto a la reflexión de los profesionales de la religión, y mientras tanto continuarán con su devoto diálogo, su baile religioso y su santa promesa, sin esperar el permiso de nadie, cuando su fe católica y su experiencia religiosa les orienta y autoriza. Nadie les puede negar estar en una tradición antiquísima, andina y cristiana32.
El principal resultado de la investigación cualitativa que referimos brevemente aquí fue justamente la descripción de la naturaleza performativa (estético-sacramental) de los modos en que se significa la piedad popular. En este sentido, hemos tratado de caracterizar la fiesta religiosa como lugar, es decir, como un espacio determinado, con modos propios de significar, donde se despliega el poder sacramental de la imagen. De este modo, en el marco de nuestra investigación, las categorías de fiesta e imagen constituyen las mediaciones conceptuales que, por una parte, denotan la naturaleza matérico-sensorial del λόγος de la piedad popular, pero a su vez –como insinúa Van Kessel–, estas categorías encuentran una proyección teológica en la denominada teología de la imagen.
3. La función sacramental de la imagen
Algunos teólogos plantean la querella iconoclasta como la síntesis final del dogma cristiano, coincidiendo con el fin del periodo patrístico33. En este sentido, la discusión planteada durante ese período va mucho más allá de una cuestión puramente estética o sociológica, vinculándose con los presupuestos fundamentales del dogma cristiano. Como establece Christoph Schönborn en su completo estudio sobre los fundamentos teológicos de la veneración de las imágenes, las querellas trinitarias y cristológicas son el verdadero trasfondo de la querella iconoclasta34. De este modo, la discusión de esta última gira en torno a las tres preguntas fundamentales que originan el dogma de la encarnación: 1) ¿es la encarnación (la existencia corporal de Jesucristo) simplemente un estado transitorio del Hijo, superado posteriormente por el Logos?; 2) ¿el Hijo, la “imagen visible del Dios invisible” (Col 1, 15), es inferior al Padre?; y 3) ¿qué representa la imagen, sólo la forma (ὑπόστασις) o también la esencia (οὐσία) del prototipo?
Los defensores de las imágenes argumentarán que el ícono de Jesucristo es una prueba de su encarnación, un testimonio homólogo al de los evangelios, transmitido de generación en generación a través de la tradición eclesial, de modo que quien niega reconocer a Cristo mismo en su imagen, niega que se encarnó, fue crucificado, y resucitó para nuestra salvación35. La conexión entre la argumentación en favor de las imágenes y las discusiones cristológicas y trinitarias precedentes se hace evidente en las recurrentes citas a Atanasio de Alejandría y Basilio de Cesarea, tanto en el texto conciliar como en la obra de los padres defensores de las imágenes36.
Como respuesta a las dos primeras preguntas planteadas, la veneración de las imágenes no va a suscitar mayores inconvenientes: 1) el rostro de Cristo, como cada aspecto de su existencia corporal, constituye expresión de la hipóstasis teándrica del Hijo, perfecto hombre y perfecto Dios, y 2) el Hijo, que es imagen (εἰκών) del Padre, no es inferior ontológicamente, sino que ambos comparten una misma esencia divina, acreditada por la resurrección de Jesucristo y los signos (σημεῖα) de su paso por la tierra. En este sentido, la querella iconoclasta no comporta ninguna novedad respecto a la explicitación del dogma de la encarnación. Ahora bien, la tercera pregunta, ¿qué representa la imagen?, va a significar un auténtico desafío para los teólogos de la querella iconoclasta, dado que no es lo mismo una imagen natural, que comparte la misma esencia que su prototipo (como es el caso del Hijo respecto al Padre), que una imagen artificial, que difiere de manera radical respecto a su prototipo en el plano ontológico, como es el caso de un retrato respecto a la persona que representa37.
Dicho de otro modo, el Hijo hace lo mismo (Jn 5, 19) y comparte una misma existencia (Heb 1, 3) con el Padre, mientras que un retrato es la reproducción inanimada de un prototipo que se mueve, habla, sonríe, mira, etc., de manera libre y voluntaria. Todavía más: el retrato puede parecerse más o menos a su prototipo, en cuyo caso habría imágenes mejores y peores. El concepto teológico de imagen (εἰκών), tal como fue empleado en las argumentaciones contra el Arrianismo, establece la identidad esencial entre el Padre y el Hijo (ὁμοούσιοι), pero a su vez salvaguarda la alteridad personal entre ambos (en el nivel ὑπόστασις), sin la cual no podría existir una relación de comunión y περιχώρησις entre ellos. Aplicado por analogía al caso de la imagen de culto, sin embargo, se plantea el problema de la distancia ontológica entre imagen y prototipo.
Ahora bien, desde la primera etapa de la querella iconoclasta, en particular en la obra de Juan Damasceno, se define que aquello que representa la imagen de culto no es la esencia (οὐσία), sino la hipóstasis (ὑπόστασις)38. En este sentido, la producción y veneración de una imagen de Jesucristo no busca definir ni mucho menos contener su divinidad, sino circunscribir (περιγράφω) el aspecto de su hipóstasis. Como queda establecido durante la querella iconoclasta, la imagen de culto no sustituye al prototipo, pero tampoco es una simple ilustración edificante, sino que alberga un poder sacramental que proviene del acontecimiento mismo de la encarnación: Dios ha adoptado un cuerpo y un rostro determinado (una ὑπόστασις teándrica), y a través de esta existencia concreta, material, ha querido darse a conocer y santificar la creación.
En este punto radica la fundamentación dogmática de la función sacramental de la imagen, y, por cierto, el aporte de la querella iconoclasta a la explicitación del dogma de la encarnación. La imagen de culto no circunscribe la esencia divina, sino su hipóstasis a través de la cual Dios mismo (Padre, Hijo y Espíritu) se da a conocer, se comunica y realiza la santificación del hombre y la mujer39. En este sentido, en el caso de la imagen artificial, el vínculo entre esta y prototipo no es esencial sino existencial, es decir, se da al nivel de la ὑπόστασις. Como destaca Ch. Schönborn al comentar los postulados de Juan Damasceno, la querella iconoclasta, junto con subrayar la centralidad de la mediación cristológica en la revelación cristiana, pone de relieve la dimensión material y concreta –el ἐφάπαξ (Rm 6, 10)– de la salvación:
“Mediante la materia se realiza mi salvación”. La materia no está en la periferia externa y más baja de la lejanía de Dios, como en el neoplatonismo, no es lo más lejano de Dios y por lo tanto lo más infernal. Más bien toda la economía de la salvación está mediada por el elemento material. Así, la materia no es un obstáculo en el camino hacia Dios, sino que se convierte en lugar de la mediación de la salvación, a través de su inclusión en el Misterio de Cristo40.
De este modo se da respuesta a la tercera pregunta que planteamos: a diferencia de la imagen natural, que representa al prototipo sin mediación, la artificial lo representa a través de una mediación sensible, lo cual, si bien establece una diferencia radical entre imagen y prototipo, confiere a la imagen de culto la dignidad, ni más ni menos, de signo sacramental41. Cabe tomar en consideración también la dimensión pneumatológica de la imagen de culto, pues si alguien es capaz de reconocer la acción salvífica de Dios en el mundo es gracias a la acción del Espíritu (1 Cor 12, 3), quien propiamente ilumina la mirada y abre el corazón para recibir su santificación a través de la imagen. Como afirma Romano Guardini, “la auténtica imagen de culto proviene del Espíritu Santo, del Pneuma […] sirve a Su obra en la Iglesia”42.
En virtud de esta dimensión pneumatológica, es importante destacar que la imagen de culto no es un amuleto o un objeto mágico. Su eficacia sacramental no depende de la pericia artística de quien la produce o del poder de quien la manipula, sino de su vínculo existencial con un determinado prototipo, de la acción del Espíritu Santo, y de la apertura del corazón creyente. Por esta razón, la autoría de las imágenes de culto no pertenece simplemente a un artista sino al conjunto del pueblo que la celebra con exvotos, velas, procesiones, etc., es decir, con prácticas concretas que dan cuerpo a la economía salvífica que se reconoce en ellas.
Ahora bien, toda acción sacramental se fundamenta en el sacerdocio de Jesucristo, es decir, en las acciones, milagros o signos (σημεῖα) que realizó a su paso por la tierra. Así, los sacramentos son, por una parte, una conmemoración y, por otra, una actualización de la acción salvífica de Jesucristo en la Iglesia a través del Espíritu Santo. Por esta razón, todos los sacramentos se vinculan a algún relato de los Evangelios. En el caso del signo sacramental de la imagen, existe un relato apócrifo de la vida de Jesús, que suele ser citado por los padres de la querella iconoclasta como fundamento cristológico de su función sacramental43.
Se trata de la historia del Rey Abgar de Edesa, quien, estando gravemente enfermo y habiendo escuchado sobre el poder de Jesús, envió a un emisario a Palestina para que lo trajera y le sanara. Jesús, después de proclamar a Abgar como bienaventurado por haber creído sin haber visto, tomó una tela y, posándola sobre su rostro, imprimió su imagen. Al llegar la imagen del rostro de Cristo, Abgar la recibe solemnemente y la posa con devoción sobre su rostro, después de lo cual se sanó de su enfermedad. Esta imagen milagrosa –ἀχειροποίητα o no hecha por mano del hombre– dio lugar al desarrollo del tipo iconográfico de la Santa Faz, muy popular en el contexto del cristianismo oriental.
Planteando este relato como el fundamento cristológico del signo sacramental de la imagen, los padres defensores de estas sostienen que cada vez que el pueblo celebra la imagen de un/a santo/a –la besa, le enciende una vela, le habla, la engalana, la saca en procesión, etc. –, está conmemorando el acontecimiento de la encarnación de Jesucristo y participando de su economía salvífica. En este sentido, en la veneración de las imágenes están presentes los tres aspectos constitutivos de toda acción sacramental: a) es signo sensible del acontecimiento pascual, b) que significa y realiza la santificación del pueblo, c) a través de la acción del Espíritu Santo en medio de la comunidad que celebra. Como subraya Van Kessel:
El Santo Ícono constituye una presencia activa y salvífica de Jesucristo mismo, de la Santísima Virgen o de los Santos en Gloria para el feligrés que les rinde culto, orando u ofrendándose el homenaje de su vela o incienso. Esto quiere decir que su culto tiene una estructura sacramental. Es por eso que Theodoro de Studion, Damasceno, el Areopaguita y otros Doctores de la Iglesia llaman el Santo Ícono: “Mysterium”, o “Sacramentum”44.
Cabe subrayar que las acciones festivas que se realizan con la imagen son constitutivas de su eficacia sacramental. En este sentido, podríamos afirmar que la imagen de culto tiene una naturaleza performativa, pues, por una parte, suscita una serie de prácticas que van desde encenderle una vela hasta sacarla en procesión y, por otra, vehicula el poder santificador de Dios. A través de las imágenes, Cristo, la Virgen y los santos y santas literalmente se personifican y se comunican con el Pueblo fiel, desplegando nuevos aspectos de su biografía en relación a las vivencias de cada comunidad, como si se tratara de personas vivas45. La existencia de advocaciones de la Virgen o la vinculación de ciertos santos y santas a leyendas locales –fenómeno presente en todas las épocas del cristianismo– son testimonio de esta relación personal y evolutiva entre el santo y la comunidad.
Ahora bien, esta relación directa del pueblo con Dios siempre ha suscitado problemas para la teología y las autoridades eclesiásticas. Ya en la Antigüedad tardía se reconoce una tensión entre la figura del santo y la del obispo. La querella iconoclasta surge, en cierta medida, ante el descontrol que ciertos sectores eclesiásticos e imperiales observan en el uso de las imágenes. La Iglesia tridentina, si bien promueve el empleo de las representaciones para la evangelización en Latinoamérica, contempla con preocupación la aparición de imágenes de la Virgen que se comunican directamente con los pueblos nativos. Como ya se ha indicado, la misma calificación moderna de religión popular para este tipo de prácticas denota una distinción normativa respecto a una religión oficial, lo cual se traduce en una separación taxativa entre las acciones sacramentales del pueblo (la piedad) y las del clero (la liturgia).
En ningún caso pretendemos dirimir esta cuestión en el marco de esta breve presentación. Sin embargo, querríamos destacar esta tensión que ha despertado tantas veces la veneración de las imágenes y todo lo que comportan: fiestas, mandas, devociones, etc. El culto a Cristo, la Virgen y los santos y santas, en este sentido, da cuenta del conflicto que se ha suscitado tantas veces entre el pueblo y las instancias normativas de la Iglesia (el clero, el magisterio o la teología), pero también de la posibilidad de un auténtico consensus fidei, testimoniado en la obra de los padres de la querella iconoclasta, en la acogida y cercanía de un clero que camina junto a su feligresía, y en la vitalidad de la fe de un pueblo que celebra la alegría del evangelio.
4. La fiesta religiosa como lugar teológico
En lo que sigue, intentaremos dilucidar cómo la fiesta religiosa, desde su lógica estético-sacramental, podría ser considerada un lugar teológico.
4.1 La discusión sobre los lugares teológicos
La discusión sobre los lugares teológicos marca un hito fundamental para el desarrollo de la teología católica moderna. En el marco del surgimiento del Humanismo y el Renacimiento, este debate comporta un giro epistemológico para la teología latina, sellando la transición de la escolástica a la dogmática moderna46. Como es sabido, el término es acuñado por el teólogo protestante Felipe Melanchton en su obra Loci communes rerum theologicarum (1521). En esta obra, el autor alemán se refiere a los tópicos o τοπικά –el término proviene de los tratados de retórica de Aristóteles–es decir, el elenco de temas de la Sagrada Escritura que constituyen el campo de la reflexión teológica (pecado, gracia, fe, etc.). Unas décadas más tarde, en 1563, el teólogo dominico Melchor Cano publicará su tratado De locis theologicis, en el que se ampliarán los límites del término, incorporando al elenco de lugares teológicos, además de los contenidos de la Sagrada Escritura, las diversas instancias de la Sagrada Tradición47.
En la teología católica moderna, la discusión acerca de los lugares teológicos girará en torno al grado de autoridad que representa cada una de las fuentes del pensar teológico48. Así, Cano distingue entre lugares teológicos propios, según la autoridad de la revelación (Sagrada Escritura, Tradición, Iglesia Católica, los concilios, la Iglesia romana, los Padres, la escolástica) y ajenos, según la autoridad de principios autónomos y foráneos respecto a las instancias normativas de la Iglesia (la razón, la filosofía y la historia), en ese mismo orden de jerarquía. Ahora bien, esta manera de comprender los lugares teológicos y su principio de autoridad, en el marco del Concilio Vaticano II, tendrá un desarrollo fundamental.
En primer lugar, a la luz de la noción de revelación explicitada en Dei Verbum, se enfatizará que existe propiamente una fuente de revelación, la Palabra de Dios, articulada en el círculo hermenéutico descrito por la Sagrada Escritura y la Tradición49. Si bien Cano plantea la distinción entre el carácter constitutivo de revelación de la Sagrada Escritura y la Tradición respecto al carácter declarativo de la revelación de los otros lugares teológicos propios, en Dei Verbum se subraya la noción de un único depósito de la revelación, que es la Palabra de Dios, al cual todos los lugares teológicos se subordinan y sirven de manera colegiada. En este sentido, lo que da autoridad según la revelación a un determinado lugar teológico propio no es algo así como una suerte de vínculo ontológico con la Palabra de Dios, sino el sensus fidei que se expresa en él, en consenso con el resto de los lugares teológicos50.
En segundo lugar, a la luz de la doctrina de los signos de los tiempos desarrollada en Gaudium et spes, se abrirá una importante discusión sobre la historia como lugar teológico propio, es decir, como instancia de manifestación de la Palabra de Dios51. Este segundo elemento, que ha encontrado especial desarrollo en las teologías latinoamericanas52, llevará a plantear que la historia es una dimensión constitutiva de la misma revelación o, dicho de otro modo, que tanto la Sagrada Escritura como la Tradición –en tanto que textos y prácticas concretas– son históricas, pues, “lo que se busca es escuchar la Palabra de Dios, todas las Palabras de Dios. Palabra que no se identifica y agota con ninguna instancia de testimonio autorizada, ni siquiera con la Escritura, norma normans non normata. Se discierne la manifestación de la Palabra de Dios en los acontecimientos históricos y las biografías humanas, una Voz en las voces y palabras humanas”53.
A estas orientaciones que se encuentran en Dei Verbum y Gaudium et spes, habría que añadir la distinción presente en Lumen gentium entre la Iglesia de Cristo, misterio constitutivo de la revelación, y la Iglesia católica, en la cual la primera subsiste históricamente54. Como comentábamos al comienzo, la eclesiología de Lumen gentium sentó las bases para la concepción culturalista del término pueblo que ha marcado el magisterio de Francisco. En este sentido, reconocemos una analogía entre la definición de la historia como instancia de revelación, y el planteamiento de los pueblos –entendidos como hipóstasis de la Iglesia–también como lugar teológico en este mismo sentido55. Ahora bien, tanto respecto a la historia como a la cultura, se plantean las siguientes interrogantes: ¿Qué hace de un determinado acontecimiento histórico o práctica cultural –lugares teológicos ajenos según la terminología de Cano– un lugar teológico propio?; ¿cómo se relacionan estos nuevos espacios teológicos con los otros, es decir, aquellas prácticas y objetos que también alguna vez fueron nuevos lugares de inculturación de la fe?
Estas preguntas han marcado el debate a partir del Concilio Vaticano II, y todavía siguen sin resolverse de manera definitiva56. Con todo, aun cuando se trate de un tema abierto, en el marco de esta discusión se destaca un aspecto fundamental para nuestro análisis: el carácter eminentemente perfomativo de la revelación, la Palabra de Dios encarnada, que, como se indicó más arriba, es un acontecimiento que no se identifica ni se agota en ninguna instancia de testimonio autorizada. A este respecto, Marie-Dominique Chenu, uno de los principales interlocutores de la discusión sobre los lugares teológicos, declara:
el don revelado no es solamente una serie de proposiciones formuladas en enunciados dogmáticos y jurídicos en una Iglesia autoritaria. Se mantiene en la tradición viva de una Iglesia cuya historia es ella misma portadora de la fe, una historia relevante –así la expresión literal de Chenu–, se podría decir, no en el sentido de verdades nuevas añadidas a las antiguas, sino en el sentido de un trabajo del Espíritu que, según la promesa de Cristo, nos enseñará la verdad completa. El sensus Ecclesiae es un lugar teológico: incluso es el lugar general donde los otros consuman su valor y su penetración57.
4.2 Fiesta, pueblo y performance
En este último apartado intentaremos responder –o al menos delimitar– en qué sentido y de qué manera los objetos icónicos y las prácticas festivas de la piedad popular pueden, desde su lógica estético-sacramental, constituirse en un lugar teológico. Evangelii gaudium da algunas pistas para responder estas interrogantes, pero no declara de manera explícita si la piedad popular es un lugar teológico propio (como lo son todos los objetos y prácticas que constituyen la tradición eclesial) o impropio (es decir, extraeclesial, como lo serían los objetos y prácticas que constituyen otra tradición religiosa, por ejemplo, la prehispánica).
Por otro lado, se plantea el siguiente dilema: el lugar teológico, por definición, tiene una naturaleza normativa, mientras que los objetos icónicos y las prácticas festivas tienen una naturaleza performativa, lo cual significa que son difícilmente reducibles a algún tipo de norma. A diferencia de un texto que forma parte de un canon o el sacramento definido por una rúbrica y oficiado por un clérigo, en el contexto de la fiesta religiosa la imagen de culto habla por sí misma con la comunidad creyente como si se tratara de una persona viva, propiciando en quienes la veneran una serie de acciones espontáneas y nuevos relatos sobre la persona del santo/a.
La lógica estético-sacramental de la fiesta religiosa justamente se juega en esa indefinición lúdica que la caracteriza, y da lugar a un determinado orden que “se puede conocer porque tiene reglas, pero donde esas reglas no se pueden objetivar del todo porque cada vez es interpretado por un determinado jugador que tiene algo propio que aportar, en un espacio y un tiempo concretos”58. Esto no quiere decir que no se pueda discernir el sentido de los objetos y prácticas que componen la fiesta religiosa y, eventualmente, modificarlos, pero hay que tener en cuenta que se trata de un modo de significar que es irreductible a algo así como un código semiótico. Un modo de significar que es opaco y, muchas veces, contradictorio. Ante estos asuntos, querríamos plantear, más que respuestas, algunas perspectivas de reflexión.
En primer lugar, cabría destacar el valor epistemológico –y, por tanto, teológico– de lo que hemos denominado la lógica estético-sacramental de la fiesta religiosa. Si bien lo festivo y lo icónico, dada su naturaleza performativa, es difícilmente traducible a un código normativo, esto no significa que no sean constitutivos de legitimidad. En efecto, el pueblo, entendido como agente político, es la base del poder constituyente que se gestiona a través de las instituciones. El dilema que subyace a toda representación institucional de un pueblo –análogo al que se plantea respecto a la fiesta religiosa como lugar teológico– es que justamente la voluntad del pueblo es irrepresentable del todo, tanto política como discursivamente, porque se constituye performativamente, “lo que significa que, tenga la forma que tenga antes de su ejercicio performativo, la forma que toma al actuar o después de actuar no es la misma”59. A este respecto resulta notable la distinción que realiza Francisco en su última encíclica entre los términos pueblo y populismo, entendido este último como la manipulación ideológica del primero:
Los grupos populistas cerrados desfiguran la palabra “pueblo”, puesto que en realidad no hablan de un verdadero pueblo. En efecto, la categoría de “pueblo” es abierta. Uno vivo, dinámico y con futuro es el que está abierto permanentemente a nuevas síntesis incorporando al diferente. No lo hace negándose a sí mismo, pero sí con la disposición a ser movilizado, cuestionado, ampliado, enriquecido por otros, y de ese modo puede evolucionar60.
Como destaca Judith Butler, “la realización performativa de «nosotros, el pueblo» ocurre antes de cualquier vocalización particular de esa frase. La frase se corporiza antes de ser enunciada e, incluso cuando es enunciada, sigue estando corporizada. Y no puede pensarse separada de su corporización”61. De este modo, la soberanía popular es un ejercicio performativo y necesariamente requiere un lenguaje performativo que, si bien es profundamente significativo –al punto de originar un proceso constituyente como el que estamos viviendo en nuestro país– es irreductible a una norma y, por lo tanto, no se puede identificar con ningún tipo de formulación.
En este sentido, el único modo de representación al que puede aspirar una fe popular es lo festivo y lo icónico, pero no a causa de algún tipo de limitación intelectual, sino justamente en razón de su naturaleza performativa. Aunque el λόγος del pueblo no se pueda reducir a un código normativo o un sistema filosófico, no significa que no se articule de una determinada manera, que no provea un determinado conocimiento de la Palabra Dios y, por cierto, que no se constituya como criterio de legitimación. Muy por el contrario, en esa performance festiva e icónica que otorga un rostro concreto al Pueblo de Dios y que se expresaría institucionalmente en el magisterio, la teología o la liturgia, se funda la posibilidad misma del conocimiento de la Palabra de Dios, que también tiene una naturaleza performativa62. Del mismo modo que la Palabra de Dios, el λόγος performativo del Pueblo de Dios es un ἀποφατικός λόγος, cuyo significado es inseparable de ciertas coordenadas matérico-sensoriales y cuyo principal medio de expresión es el arte63.
La autoridad de la fiesta religiosa como lugar teológico, pues, proviene justamente de su naturaleza performativa y constituyente de revelación, del mismo modo que el misterio de la Iglesia. Dicho de otra manera, la fiesta religiosa es una instancia más de la Sagrada Tradición, que “progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad” (DV 8). Entre los representantes del enfoque culturalista que se desarrolla en torno a Puebla, Alberto Methol es el que plantea de manera más clara este vínculo fundamental entre el misterio de la Iglesia y los objetos y prácticas en los que se ha encarnado la fe de los pueblos latinoamericanos:
¿La religiosidad popular tiene relación esencial con el ser de la Iglesia? ¿O es un fenómeno contingente, supervivencia de otros tiempos históricos? ¿Hasta qué punto una valoración distinta de los elementos esenciales de la religiosidad popular implica también una valoración distinta del ser mismo de la Iglesia en el mundo? Nosotros pensamos que la religiosidad popular está ligada, en su estructura fundamental, al ser de la Iglesia. Por tanto, creemos que no solo es algo que exige discernimiento, sino que ella misma es eje de discernimiento para la evaluación de momentos distintos de la vida auténtica de la Iglesia. Los intelectuales deben “purificar” a la religiosidad popular, a condición que ellos mismos se dejen “purificar” por ella. Es presuntuosidad ingenua de intelectuales el suponerse ya ‘medida’ de pureza cristiana, exentos de supersticiones y mitos y contaminaciones de toda laya, así tengan rótulos académicos fugazmente prestigiosos. De ahí que nos parezca lícito tomar a la religiosidad popular como un criterio esencial en el distinguir etapas históricas en la vida de la Iglesia64.
En nuestra opinión, es en este sentido que Francisco plantea la piedad popular como aquel lugar donde “escuchar el corazón de nuestro pueblo y en el mismo acto el corazón de Dios”65. Discernir si los objetos icónicos y las prácticas festivas de la fe popular nos conducen a un auténtico conocimiento de la Palabra de Dios es una exigencia fundamental, como lo es respecto a todos los objetos y prácticas en los que se ha encarnado el misterio de la Iglesia a lo largo de la historia. En cualquier caso, para poder realizar dicho discernimiento, se hace imprescindible acceder a su lógica estético-sacramental, reconociendo su estatuto epistemológico y el principio de reciprocidad que debe existir entre las instancias performativas y las instancias normativas de la Sagrada Tradición.
5. Conclusiones
Sin lugar a duda, el planteamiento de la piedad popular como lugar teológico ha abierto una perspectiva de reflexión teológica que todavía hay que explorar. El mismo término lugar teológico, como hemos visto, plantea una serie de preguntas relativas a la articulación de la dimensión performativa y la dimensión normativa de la revelación, así como respecto a la definición de sus instancias hermenéuticas y el grado de autoridad de las mismas. A la luz de lo expuesto más arriba, no obstante, consideramos que, más allá de la cantidad de lugares y su eventual jerarquización, la clave de lectura de un determinado lugar teológico viene dada por su relación con los otros lugares –empezando por la Escritura y la Tradición, único depósito de la Palabra de Dios– y el consenso de la fe que, en último término, debiera expresar.
Por otro lado, como ha salido a la luz en el marco de nuestra investigación, el término piedad popular –y todas sus variantes– se presenta en gran medida como una limitación arbitraria para el desarrollo de una valoración teológico-fundamental de la realidad a la que alude. Hemos puesto de relieve que este término denota una marcada orientación normativo-pastoral que, en mayor o menor grado, ha restringido la posibilidad de pensar los objetos icónicos y prácticas festivas –en los que se ha encarnado la experiencia del evangelio en Latinoamérica– como un modo de ser, una determinada hipóstasis del misterio de la Iglesia, tan legítima y válida como otras concreciones históricas de la misma. A su vez, como hemos hecho notar, la piedad popular hace referencia a una multitud indiferenciada de objetos y prácticas, lo cual ha conducido a una extrema generalización de sus rasgos característicos y de sus modos de significar.
De este modo, en nuestra investigación hemos intentado delimitar un determinado lugar –la fiesta religiosa– para comprender de manera más profunda lo que hemos denominado su lógica estético-sacramental, la cual se encuentra íntimamente vinculada a los presupuestos dogmáticos de la milenaria tradición de la imagen de culto cristiana.
Esta lógica estético-sacramental –que comparece de manera tan evidente en el caso de las fiestas religiosas– también está presente, por ejemplo, en los altares de las animitas, ámbito especialmente marginal respecto a la institucionalidad religiosa, donde la persona conmemorada se hace presente a través de fotografías y objetos que la caracterizan, y en muchos casos se le reconoce una agencia milagrosa que se testimonia a través de placas y exvotos. Incluso, esta lógica se observa en los altares de templos emblemáticos para la institucionalidad católica de nuestro país, como el altar de San Expedito en la Basílica de la Merced o el altar de Santa Rita de Casia en el templo de los Agustinos, ambos en Santiago de Chile.
Discernir el sentido salvífico de estos objetos icónicos y prácticas festivas –como hemos subrayado– es una exigencia tan perentoria como lo es la revisión de los objetos y prácticas que constituyen el centro de la ortodoxia católica.
Por su parte, la fundamentación dogmática de la lógica estético-sacramental de la fiesta religiosa –a partir de la teología de la imagen, que ha conocido un gran desarrollo en el cristianismo oriental– ha sido apenas esbozada en el presente artículo. Para avanzar en esta dirección, se hace necesario un desarrollo mucho mayor, que contemple la comparación entre las cosmovisiones prehispánicas y griega, explique el vínculo genético –más que histórico– que sustentaría su eventual relación, y revise el rol que asume la tradición latina entendida como medio de fecundación de este vínculo.
Con todo, a pesar de reconocer las tareas pendientes, tenemos la esperanza de haber aportado –aunque sea mínimamente– al descubrimiento de los dones del Espíritu que los pueblos de nuestro continente han cultivado y atesorado. En este sentido, querríamos concluir haciéndonos eco de las palabras de Alberto Methol: “Ahora la inteligencia teológica latinoamericana redescubre a su pueblo, y están puestas las bases para una fecundación mutua, creadora y dinámica”66.