El corolario de los abusos de poder en la Iglesia obliga a pensar en la lógica que rige a la autoridad eclesial y a los liderazgos que lo ejercen, con herramientas propias y prestadas. En toda la historia de la Iglesia se han ocupado mediaciones seculares para la construcción de doctrinas, teologías, espiritualidades y sistemas de gobernanza. Esta es una consecuencia de esa binomial naturaleza declarada en Lumen gentium (LG) 8, irrenunciable, lo que somete constantemente a la Iglesia a las preguntas sobre ¿qué dice de sí misma? y ¿para qué existe? Las respuestas a lo largo de la historia han ido fraguando su depósito tradicional, y están sujetas a desarrollo y profundización, re-comprensiones, actualización y renovación.
El Concilio Vaticano II reinstaló el sacerdocio bautismal, aunque desarrolló una teología laical que ha mostrado quedar en deuda con la inclusión de sujetos eclesiales. Hubo silencio acerca del rol de las mujeres en las estructuras de la Iglesia y, en consecuencia, en los roles de autoridad y de ejercicio de liderazgos y poder. El tria munera de Jesús se aplica a todos/as y, a su vez, a algunos, creando una yuxtaposición que ha planteado importantes preguntas teológicas y canónicas, ralentizando el proceso de inclusión de mujeres en roles de liderazgo que se desprenden del ejercicio de ese triplex munus. Se trata de entender por qué, si hay participación común, no hay movimiento hacia una mayor homogeneidad varones-mujeres en la asunción de liderazgos y administración del poder eclesial. Este hecho conduce a pensar que detrás de la tensión clérigos-laicado ha persistido una tensión de género que, si fuese resuelta, ayudaría en el proceso de inclusión de sujetos.
En este trabajo pondremos en conversación la teoría crítica del liderazgo distribuido con la dinámica de sinodalización de la Iglesia, como otro lente para observar la complejidad del tema en la institución, al postular que un liderazgo construido y ejercido comunitariamente demanda características de poder distintas a las actuales, y conlleva como correlato la inexorable inclusión de mujeres. El liderazgo distribuido es una herramienta heurística, reconoce a cada miembro de una comunidad, quienes se involucran en la misión y asumen la responsabilidad en el diseño e implementación (y también en los eventuales fracasos); se controla el poder con menos riesgos de exclusión en los liderazgos1.
En consecuencia, en la primera parte (1) tomaremos algunos elementos del marco teológico-doctrinal y jurídico sobre mujeres, poder y liderazgo eclesial, para luego analizar la dinámica sinodal de la Iglesia en diálogo con la teoría del liderazgo distribuido (2) y arribar a algunas conclusiones, siempre provisorias.
1. Marco teológico-doctrinal y jurídico contemporáneo sobre mujeres, poder y liderazgo eclesial
El Vaticano II reinstaló el sacerdocio bautismal, aunque desarrolló una teología laical que ha mostrado quedar en deuda con la inclusión de sujetos eclesiales. Hubo silencio acerca del rol de las mujeres en las estructuras de la Iglesia y, en consecuencia, en los roles de autoridad y de ejercicio de liderazgos y de poder. El mensaje conciliar es algo vago e inconsistente, lo que ha influido en la concretización jurídica posterior. Sobre las mujeres en la vida eclesial, Apostolicam actuositatem apenas sostiene lo siguiente:
Como hoy las mujeres tienen una participación cada vez más activa en toda la vida en sociedad, es muy importante que su participación también aumente en los diversos sectores del apostolado de la Iglesia (AA 9)2.
Miremos un poco más de cerca este silencio e inconsistencia doctrinal.
1.1. Concilio, laicado y mujeres
Sólo en la segunda sesión del Concilio (el 22 de octubre de 1963), cuando se retomaba en el aula el debate sobre la naturaleza y el rol de la Iglesia, el Cardenal belga Leo Suenens pronunció un discurso que sigue teniendo vigencia: “Me parece que las mujeres constituyen casi el 50% de la humanidad […] ¿Por qué siquiera estamos debatiendo la realidad de la Iglesia, cuando la mitad de ella no está presente aquí?”3. En respuesta a esa intervención, veintitrés mujeres (diez religiosas y trece laicas4) fueron escogidas como auditoras conciliares5. Hasta la muerte del Papa Juan XXIII (ocurrida cuando el Concilio aún no terminaba), solo unas pocas periodistas, entre unos mil reporteros, circulaban en la asamblea conciliar, sin acceso a la comunión eucarística6. La tensión entre un espíritu de renovación y las aprehensiones por la presencia de mujeres atravesaría todo el evento. En un espacio eclesial de alta concentración de poder, la audición era el único sentido capaz de ser desplegado por las mujeres. Bernard Häring insistió, sin embargo, en que si se convocaba a mujeres debía otorgárseles participación en la formulación de los documentos, y gracias a ello algunas fueron invitadas a atender las reuniones de determinadas comisiones: apostolado de los laicos, vida religiosa e Iglesia en el mundo moderno. Por esa participación se relevó más la discriminación de género, aunque siempre en contexto social, no intra-eclesial7.
Al final del Concilio se formó un comité provisional para el apostolado de los laicos, y el 6 de enero de 1967 Pablo VI creó el Consejo de los Laicos, un nuevo organismo en el gobierno central donde se incorporó a una mujer a la curia romana8. Aun así, el proceso de inclusión no ha sido lineal y todavía está inconcluso, nunca exento de conflicto. Por ejemplo, en enero de 1970 se rechazó el nombramiento de una consejera de Embajada en el Vaticano, bajo el argumento de que no estaba en la tradición de la Iglesia que una mujer ocupara tal posición. Aquello generó un debate ya que se trataba de una suerte de intromisión, pues las inclusiones mencionadas se inscribían en el marco de las excepciones (discutidas en cada momento). Y ha sido así hasta ahora. Durante el pontificado actual se han incrementado dichas inclusiones9, pero creemos que no se trata de engrosar esa lista acríticamente. El riesgo de que permanezcan en el plano de las excepciones, al carecer de un marco teológico-doctrinal y jurídico, es enorme.
Observamos que, desde los movimientos de renovación de la primera mitad del siglo XX, el Concilio Vaticano II pareció equilibrar conceptualmente el aparato de gobierno, con una teología del laicado y de los ministerios al interno de una renovada comprensión de Iglesia. Pero la narrativa sobre el poder y los liderazgos no varió sustancialmente, en especial respecto a una inclusión efectiva de mujeres. Las inconsistencias internas han quedado en evidencia en el proceso de recepción, incluido en los silencios de algunas iglesias regionales, como es el caso de América Latina10. Una de las incongruencias más relevantes para abordar poder-liderazgos e inclusión de las mujeres es la trazada en Lumen gentium (LG), a propósito de la doctrina del tria munera: existe una diferenciación entre el laicado masculino y femenino, evidenciando que la tensión clérigos-laicado es más bien una tensión varones-mujeres11. Tras un simposio sobre el lugar de la mujer en la Iglesia, celebrado en París en abril de 1969, se planteó el deseo de que el derecho canónico fuese aggiornado precisamente en estas materias12; pero veremos que, en 1983, no se hizo el tránsito adecuado. Los problemas hermenéuticos entre la doctrina conciliar y su aplicación práctica han quedado en evidencia. Revisemos el problema.
1.2. Las inconsistencias teológico-doctrinales y jurídicas sobre la doctrina del “tria munera”: tensión varones-mujeres en la Iglesia
Los tres oficios de Cristo (o tria munera) es una rúbrica utilizada retrospectivamente por la teología para referirse a los oficios sacerdotal, profético y real de Jesús después de la resurrección. Esta constituye el marco general de los documentos conciliares, en particular de LG13, y es el principio subyacente en la eclesiología del Código de Derecho Canónico de 1983. El tria munera de Jesús se aplica a todos y, al mismo tiempo, se individualiza a los ministros ordenados (LG 25-29), a los laicos en la Iglesia y en el mundo (LG 34-36) añadiendo, sin mayor explicación, que hay una diferencia esencial entre los ordenados y los no ordenados, precisamente en su ejercicio. La yuxtaposición de estas tres posiciones ha planteado importantes preguntas teológicas14, que son también canónicas y que han ralentizado el proceso de inclusión en la práctica jurídica y pastoral. Se trata de entender por qué, si hay participación común, no hay movimiento hacia una mayor homogeneidad de género en la asunción de liderazgos y administración del poder eclesial. Interpretar y/o discernir el espíritu y la letra conciliar15 – y la norma que la acompaña – es complejo. Por un lado, habría que destrabar los excesos de centralización que genera el vínculo orden-ministerios-liderazgos-gobierno eclesial y, por otro, el exceso de masculinización. Enfrentar este primer punto ayudaría a resolver el segundo antes mencionado.
Rush sostiene que hay que comprender de manera dinámica la relación que el Concilio establece entre la infalibilidad in credendo y la in docendo en LG y Dei verbum (DV). Postula que DV 8 involucra tres voces en la recepción de la revelación, no sólo el sentir de los fieles y el magisterio, sino también a la teología de escuela. LG 12, 25 y DV 8 hablan del sentido dinámico del Espíritu que genera la tradición viva de la Iglesia a lo largo de la historia, estableciendo una relación interactiva entre tres grupos16. Sin embargo, esta conspiratio entre obispos y fieles permanece sin desarrollo en las tesis yuxtapuestas del Vaticano II sobre el oficio del magisterio, dando a veces la impresión de una relación pasiva entre obispos y fieles, esa división entre una ecclesia docens y una ecclesia discens17. Esto se ha convertido en un problema práctico, canónico y pastoral, al promover esa división dual y al considerar la participación del laicado y de los ordenados –en el triplex munus18– vis-à-vis en el poder de gobernanza. La participación ontológica en el munus sanctificandi (con excepción del canon 835) –incluso entre los ordenados entre sí– según sus rangos y cargos, es confusa. El canon 129 parece restringir la posesión del poder de gobernanza a quienes detentan el sacramento del orden, sosteniendo a la vez que los laicos pueden cooperar o compartir ese ejercicio de autoridad. No obstante, la interpretación ha favorecido un orden que enfatiza el poder de gobierno como fundamental para otros poderes o ministerios, como el de santificación o de enseñanza. Este poder regula jurídicamente a los demás19. Los canonistas debaten este postulado, argumentando que es una clásica fórmula pragmática de compromiso, diseñado para mejorar el vínculo teórico entre el estado clerical y la posesión monolítica del poder de gobierno; junto a la praxis, que refleja que los laicos podrían usar algún rol de gobernanza20. Sin embargo, parece más consistente anclar en el sacerdocio común de cada bautizado/a la capacidad de ejercer el poder de gobierno21. Seguimos trabados en esto.
Por otro lado, hemos podido observar el silencio conciliar acerca del rol de la mujer en la Iglesia, con toda la deuda doctrinal que conlleva22. Aun pensando en la buena intención de tratar a varones y mujeres desde el principio doctrinal de igualdad fundamental, la limitación de la ordenación exclusivamente a los varones (CIC, canon 1024) y la estrecha conexión entre la ordenación y la elegibilidad para puestos de autoridad (por ejemplo, cánones 129, 150 y 521), es un gran obstáculo para la inclusión23. Pero no es el único. Las restricciones para las mujeres en los ministerios laicales de acolitado o lectorado, en la proclamación del Evangelio o en la posibilidad de ejercer como juezas en tribunales eclesiásticos, son ejemplos claros. Se ha exhibido en el postconcilio un claro sesgo de género, con los impedimentos para el servicio del altar, la impartición de justicia o la proclamación del Evangelio. De hecho, la aplicación jurídica de la eclesiología conciliar parece imprimirle mayor intensidad y elevación al sacerdocio ministerial por sobre el bautismal, femenino en específico. Como es sabido, en 1983 la decisión sobre si las mujeres pueden servir el altar se deja al Ordinario del lugar, dependiendo de las circunstancias de la diócesis24. Sin embargo, en la carta del 15 de marzo de 1994 de la Congregación del Culto Divino se corrigió la norma, dejando a las conferencias episcopales en libertad de admitir a mujeres en el servicio del altar25; la exclusión se ha debido únicamente a prejuicios instalados de género, los que han continuado en no pocas iglesias locales. El segundo ejemplo es algo distinto, aunque el canon 1421, 2 al referirse a los laicos, no hace distinción entre los varones y las mujeres nombrados jueces, el motu propio de Pablo VI del 28 de marzo de 1971, en cambio, restringía el nombramiento de las mujeres laicas. Y la aplicación e interpretación canónica de la doctrina tomó una ruta, la que parecía indicar que los varones en la Iglesia son los únicos capaces de impartir bien la justicia. Con todo, algunas iglesias locales han ido gradualmente tomando decisiones en otra dirección26. En el caso de la predicación, se desconoce que la mujer, al igual que el varón, tiene una función eclesial kerigmática irrenunciable, y que no se agota únicamente en la catequesis. Otras iglesias cristianas lo entendieron mucho más temprano (porque han ido madurando, por más tiempo, la igualdad fundamental que el bautismo otorga a varones y mujeres). La proclamación fiel del Evangelio tiene forma femenina y masculina. Acerca del munus profético, de autoridad y de enseñanza en la Iglesia, estudios recientes sobre el debate conciliar revelan que, incluso en la primera sesión del Concilio, hay vestigios de inclusión del conjunto de la membresía al tratar, como una consecuencia lógica de la teología bautismal, la posibilidad de que todo el pueblo de Dios esté involucrado en la enseñanza infalible de la Iglesia; postura que corrió en paralelo hasta decantar, en la síntesis, en una notoria yuxtaposición27.
Los liderazgos de mujeres en la administración diocesana han sido escasamente promovidos, fundamentalmente por vincularlos al ministerio ordenado. En los últimos años hemos asistido a los intentos más decididos de inclusión, pero mientras las buenas intuiciones pastorales no conozcan un correlato doctrinal (y una eclesiología que sostenga esas intuiciones) se tratará de mera cosmética, que no imprimirá ningún cambio de cultura eclesial capaz de sostener reformas estructurales. En Chile, por ejemplo, entre el año 2019 y el 2020, se ha mandatado la administración de tres parroquias a religiosas: Marta García en la diócesis Chillán (2019) y Julia Órdenes y Beatriz Garrido en la de Copiapó (2020), bajo la figura de responsable de parroquia. Se trata de una creciente praxis, como reveló el proceso sinodal panamazónico, cuya causa principal ha sido la escasez de presbíteros y no, en rigor, una búsqueda de inclusión consciente, amparada por una profundización teológico-doctrinal. Es cierto que, sobre el munus regendi ha acontecido un gradual desplazamiento conceptual en el postconcilio, desde la clásica potestad de jurisdicción a la función de gobierno, introduciendo la ministerialidad28 (más allá de ministerios laicales establecidos canónicamente), lo que está un poco más en sintonía con el carácter de servicio que toda potestad o función debe exhibir en la Iglesia y donde este tipo de liderazgos encuentra más sustento.
Entre los aprendizajes que la crisis de abusos nos ha dejado, reconocemos fundamentalmente el hecho de que la realidad hay que mirarla de frente, reconociendo, en consecuencia, que el fondo de la tensión clero-laicado es y ha sido también una tensión de género en la Iglesia. Revisitar la historia, la doctrina y la norma con estos lentes ayudará a destrabar procesos internos, y revitalizará la misión comunitaria. Por lo pronto, al destrabar la vinculación orden-potestad de gobierno, tendrían cabida las formas ministeriales que el actual escenario eclesial exige.
Los debates teológicos actuales, en torno a la noción de Iglesia en estado sinodal, debiesen ir pavimentando el camino de los cambios estructurales y doctrinales que una transformación requiere.
2. Estado sinodal de la Iglesia y teoría del liderazgo distribuido
Como nos enseña el reciente proceso sinodal panamazónico, la evangelización y la reforma de la Iglesia no se excluyen; más bien indican que sólo un cambio de cultura eclesial y de estructuras ad hoc posibilita una adecuada misión. Aunque no hayan llegado todas las transformaciones esperadas con ese proceso, se demostró que las prácticas eclesiales actuales son insuficientes, y que se precisa encontrar nuevas formas significativas de servir. Esto afecta directamente a la inclusión femenina, a la diversificación de los liderazgos y equilibrio del poder, y al lugar del conflicto en la Iglesia, dentro de una eclesiología que pretende incluir de manera efectiva la diversidad de voces. Con la dinámica sinodal de la Iglesia, el Papa actual promueve una eclesiología que amplía la participación en tomas de decisiones, distanciándose del ámbito únicamente clerical y tendiendo hacia un proceso de escucha paciente29; al ampliarse se diversifica, lo que hace pleno espacio a las diferencias y también a eventuales conflictos.
Dado que la tradición institucional se ha construido siempre con mediaciones foráneas, que existe poca experiencia de diversificación del liderazgo y del poder, y que este proceso de sinodalización de la Iglesia está in fieri, vamos a dialogar con una teoría contemporánea –ajena a la teología– sobre liderazgos y poder; tal vez algo podamos aprender de ella. La teoría emergió en un contexto institucional diverso, pero en cierta medida comparte el horizonte de proyecto comunitario con alcance social y pretensiones de inclusividad. Su eventual relevancia no está en el nivel de la receta aplicable acríticamente, sino en el de ser una herramienta heurística, un lente a través del cual examinar y comprender mejor la interrelación y las acciones del liderazgo con el consecuente ejercicio del poder.
La teoría anglosajona del liderazgo distribuido se ha posicionado como un reemplazo potencial de formas anteriores de autoridad, criticadas negativamente por su ética o eficacia: aquellas relacionadas con el líder heroico o carismático que ejerce un poder monolítico (las transaccionales, o de arriba hacia abajo). El liderazgo distribuido, potencialmente, permite que todos/as participen en la dirección de la comunidad, basándose únicamente en la capacidad de sus miembros, ya sea facilitado por el líder de turno o como resultado de la auto-organización. Algunos han presentado esta idea como análoga a una pieza de jazz, donde se consensua un ritmo básico, un marco general, dentro del cual los individuos toman el control de las diferentes partes de manera fluida30. En perspectiva de dinámica sinodal de la Iglesia, la imagen es mucho más elocuente que aquella tradicional de la música orquestal, movida por un director con una partitura que controla cada una de las partes. Al lograr la participación de un grupo más amplio de miembros, la implementación de un cambio resulta más efectivo. Algunos textos van más allá, al afirmar que el liderazgo distribuido crea más oportunidades a la comunidad; y éstas, de hecho, estarían abiertas para todos/as31. Dentro de este modelo, disminuyen significativamente los límites para construir inclusión32. La identificación de las dimensiones de la práctica del liderazgo, y la articulación de las relaciones entre los miembros de la comunidad que lo sostiene33, se convierte en una forma recomendada de práctica de gobernanza.
¿Cómo funciona la teoría y cómo se articula el poder dentro de ella? Hay dos ángulos desde los que puede resultar útil considerar la relación de poder y liderazgo distribuido. El primero es el modo en cómo se concibe el poder en ella y, en segundo lugar, cómo la misma teoría del liderazgo distribuido puede ser una promulgación de poder. Esta relación se tensiona de manera diversa en cada una de las tres visiones de poder que la teoría considera: la visión unidimensional, la bidimensional y la tridimensional34. En la unidimensional, la idea de poder opera como algo que un individuo o grupo posee y ejerce para dirigir a otro(s), o para evitar que actúe(n) de una manera particular, incluso para evitar el conflicto. Observable en episodios específicos donde los líderes, para conseguir su voluntad, pueden actuar como soberanos pasando por sobre los deseos y las resistencias de los demás35. Acá, quien guía conserva un papel de liderazgo autorizado, pero el liderazgo espontáneo de otros/as corre por debajo o en paralelo, sobre el cual el/la líder no tiene más control que otros miembros de la comunidad. Junto a esto, quien lidera utiliza su poder individual para crear el entorno, en el que el liderazgo distribuido pueda crecer, mediante el establecimiento de estructuras y procesos y el desarrollo de la capacidad de liderazgo de los miembros36; toma acciones asertivas e intencionadas para impulsar a las personas a asumir un papel dentro del modelo37.
En el enfoque bidimensional, el poder no opera imponiendo a las personas a que actúen de la manera deseada por otro/a, sino que fluye a partir de adaptaciones espontáneas de la comunidad, donde los liderazgos son empoderados por los mismos miembros. En ningún caso el poder es absoluto. Hasta cierto punto, está limitado o aumentado por la aprobación de otros/as y ejercido dentro de los límites relacionados con la comunidad local. Poder que se vincula, por ejemplo, al cuerpo colegiado del consejo pastoral diocesano, cuya existencia se justifica para proporcionar a la feligresía una institución que facilite el uso de sus dones y talentos en el gobierno de su Iglesia. El espíritu que alienta esta norma es que la Iglesia local es una porción del Pueblo de Dios donde la participación efectiva, la escucha y consulta al sentido de fe de toda su membresía es obligatoria. El Concilio falló en la previsión de las consecuencias prácticas de esta doctrina38, y la interpretación no ha hecho siempre justicia al espíritu que la animó.
En la visión tridimensional de poder, los valores, acciones y pensamientos de cada uno/a, benefician a otros/as; los/as miembros son instruidos para aceptar que los intereses de uno/a sean también los propios, cultivando el posicionamiento en el lugar del otro/a. En este enfoque, es menos probable que surja conflicto, porque los miembros tratan de pensar como otros/as lo harían39. Hay adaptación a la psicografía de los miembros, capturando aspectos positivos como el desarrollo de capacidades, la inclusión, la apertura de oportunidades y la autonomía40. Gradualmente, el poder unidimensional se vuelve obsoleto, otorgando a los miembros una dedicada formación para la corresponsabilidad en el liderazgo común.
Creemos que el principio pastoral subyacente al proceso de sinodalización de la Iglesia resiente las yuxtaposiciones de la teología conciliar del tria munera, incluidas las inconsistencias en el proceso hermenéutico de recepción y aplicación práctica en el transcurso de estos sesenta años. La teoría del liderazgo distribuido toca una cuestión esencial para esta teología del sacerdocio bautismal, a saber, la autonomía de los miembros dentro de un proyecto comunitario, que emerge de los derechos fundamentales reconocidos jurídicamente41, tales como el derecho a la manifestación de la propia opinión sobre el bien de la Iglesia (canon 212, 3) y el derecho a cultivar y vivir la propia espiritualidad (canon 214). A quienes se distribuye el liderazgo pueden manifestar opiniones disonantes de las de aquellos que actualmente lideran, y eso no constituye una amenaza para la cohesión interna, que es esencial para el éxito de la misión de la comunidad42. Tampoco lo es el cultivo de la propia espiritualidad (dentro de muchas formas posibles). Ese sentido de fe, canalizado estructuralmente, implica el ejercicio activo del poder de la palabra, de la profecía, de la predicación y de la teología43; con voces masculinas y femeninas, asumiendo la diversidad sin miedo al disenso, como si este per se quebrara la unidad. Ejercer el poder de la palabra dentro de estas coordenadas supone revisar serena y críticamente la comprensión de unidad eclesial, e incluso, de ortodoxia católica y configuración de ella. Si es cierto que la ortodoxia ha tomado forma por medio de elecciones epistemo-políticas, se ha forjado mediante la exclusión de narrativas alternativas44. En gran medida esto ha ocurrido históricamente con la exclusión de voces de mujeres, en el postconcilio y hasta en algunos espacios eclesiales concebidos como más abiertos. Las excepciones a las reglas eclesiásticas que han tendido a segregar, a menudo sólo han favorecido a varones, también en el campo del estudio y de la enseñanza de la teología. Aquellas penetrantes palabras de Suenens y Häring en el Concilio siguen resonando: ¿Por qué siquiera estamos debatiendo la realidad de la Iglesia, cuando la mitad de ella no está presente aquí, cuando la mitad de ella no participa en los debates doctrinales?45.
Con voluntad, diálogo y participación, se puede avanzar hacia la superación de las exclusiones, generando una cultura eclesial inclusiva, dentro de un proceso que incluya estructuras más apropiadas. Entre 2013 y 2015, en el norte de Francia, tres diócesis organizaron un consejo provincial donde promovieron la participación de más laicado del que el derecho canónico permite46; algo que acontece ahora en el así llamado sínodo alemán. Sin cuotajes, y con participación intencionada de mujeres de diversas generaciones. Esto se vuelve significativo, mostrando el desarrollo que puede tomar la sinodalidad más allá del marco canónico, que deja poco espacio para moverse fuera de una tradición clerical. Basta con mencionar que los miembros ex officio están vinculados a funciones desempeñadas mayoritariamente por presbíteros. El canon 443 contiene una cláusula restrictiva que obstaculiza la transición concreta fundada en el bautismo y no en el sacramento del orden.
Como vimos, una premisa fundamental de la teoría del liderazgo distribuido y su noción de poder es que los miembros que no tienen autoridad formal ganan poder a través del liderazgo distribuido. Dependiendo del enfoque, el poder puede percibirse como donado o incluso prestado por personas con roles de autoridad, pero también como resultado espontáneo de la pertenencia de los individuos a la comunidad. Así, el empoderamiento se logra no cambiando el tipo de actividades, sino resolviendo colectivamente quién decide lo que se hace y cómo se hace. Un cambio en la distribución del poder puede otorgar más autonomía y control sobre lo que la comunidad emprende. Una comprensión sinodal de la Iglesia supone estructuras que comprometan la voluntad comunitaria, sobre la base de discernimientos conscientes de los puntos ciegos que, inevitablemente, se inscriben en cualquier esfuerzo de representación y participación. O, dicho de otra manera, hasta propuestas que pueden parecer muy audaces –como la de la ampliación del presbiterado a varones probados– no están exentas de exclusiones (de género por lo pronto). No logran corregir las limitaciones clericales y de sexualidad de donde se distribuye hoy la autoridad sacramental de la Iglesia.
No va a haber reforma sin liderazgos representativos de toda la membresía eclesial47, incluyendo al cincuenta por ciento históricamente excluido, todos/as siendo formados/as para distribuir el liderazgo y traspasarlo oportuna y adecuadamente. El poder en el catolicismo es de Cristo y, por el bautismo, pertenece a la comunidad que lo representa ejerciendo –en el Espíritu– el triplex munus. Mientras se ampare la unidad, en espacios seguros y sanos, el poder permanece en y para la comunidad y en vistas de su irrenunciable misión social.
3. Algunas conclusiones
Rastreando formas de liderazgo religioso, de ejercicio de una autoridad, se ve la comprensión de poder subyacente. El poder o la autoridad vinculada a Jesús, en los Evangelios, se distancia de las relaciones asimétricas o desiguales e instala una particular praxis del liderazgo. La relación que establece el líder con los discípulo/as y la gente, se expresa siempre mediante la experiencia del seguimiento, el cual nace de la ejemplaridad y no desde la sumisión. El grado de vinculación normativo que existe entre ese referente de poder (consignado en los textos del primer cristianismo de modos diversos) con la teología y doctrina actuales, resulta ser bien deficitario. No se trata de relaciones que se configuran desde la superioridad del que manda con el inferior que obedece.
Los modelos eclesiales siempre se han configurado tomando formas seculares de organización, liderazgo y gobierno, que tensionan la fidelidad a un origen (una interpretación del) y la adaptación a la historia (propio del catolicismo). El Vaticano II se inscribe en esta senda, y su implementación es necesaria en el proceso de renovación y reforma que quiso imprimir, contando con las limitaciones, enseñanzas yuxtapuestas, sus lecturas interpretativas críticas y las contingencias históricas. La cuestión que está en juego no es solo religiosa, sino también política, cultural e identitaria.
El catolicismo es una religión institucionalizada, nuestros signos y nuestros hechos deben reflejar constantemente los orígenes y para ello, hay que situar la fidelidad material a Jesucristo como adaptación y también con distancia o disimilitud. Resulta difícil comprender por qué un varón podría estar mejor posicionado que una mujer para simbolizar a Cristo en roles de liderazgo y ejercicio del poder en la Iglesia. Las mujeres participan por el bautismo –como los varones– del regalo sacerdotal, profético y real de Cristo. ¿Por qué entonces su función debe ser distinta de la de ellos? Las fórmulas de compromiso que han sellado las yuxtaposiciones reflejan resistencias políticas, mas no necesariamente argumentos teológicos, pero que igualmente han permeado el ordenamiento jurídico y, en consecuencia, han limitado la necesaria inclusión de sujetos eclesiales. Cuando se pone en conversación a la enseñanza, la norma, la praxis y la teología, se deduce que las mujeres pueden también representar a Cristo en el ejercicio concreto, profético y de gobierno. Se ha buscado una cierta correlación entre el significante y el significado, a partir de la cual sólo los varones pueden simbolizar adecuadamente a Cristo o representarlo, no sólo en la acción sacramental (acá no estamos abordando el tema de ministerios ordenados). Sin sincerar suficientemente el hecho de que las circunstancias históricas, las ideas sociológicas sobre el lugar de la mujer y otros factores, han fijado una tensión de género (no resuelta en el Concilio Vaticano II ni en su recepción posterior), el tránsito hacia un modelo organizacional inclusivo efectivamente será muy difícil.
El honesto contraste con la realidad nos sitúa en la paradoja de que el principio de igualdad que surge de la doctrina evangélica no ha sido suficientemente integrado, ni doctrinal, ni disciplinaria, ni jurídicamente, ni tampoco – en consecuencia – pastoralmente; cayendo en un doble discurso eclesiológico, a través del cual se ha desprotegido a la mitad de la membresía eclesial al quedar desprovistas de voz, voto, roles de liderazgo y ejercicio de poder. La teoría del liderazgo distribuido intenciona una relación más homogénea con los diversos actores y actrices.
En el postconcilio, al superar en parte el estadio de la desprotección del laicado en su conjunto, se han objetado varios presupuestos que fijan la tensión clero-laicado; pero no se ha resuelto la principal tensión eclesial interna, la que se da entre varones-mujeres, en primer lugar, al no sincerarla. Creemos que hacerlo ayudaría en el proceso de inclusión de sujetos eclesiales, en todas las esferas de la vida y misión de la Iglesia. Hemos proporcionado algunos ejemplos que refrendan esta conclusión.
La teoría del liderazgo distribuido podría ayudar en la medida en que se acepte y sincere ese nudo y se revisiten desde todos los ángulos sus presupuestos. La teoría opera básicamente bajo los principios de la inclusión de sujetos (generacional, de género, étnica) y sobre el principio de distribución y traspaso oportuno de los liderazgos y del poder. Se sostiene en la idea de que la comunidad que se lidera está constituida por una membresía sin diferenciación estratificada; no hay nadie mejor o peor dentro de ella. Y esa comunidad tiene una misión que excede sus propias fronteras, de modo que la distribución eficaz, inclusiva y oportuna del liderazgo colabora con la fecundidad de ese proyecto común, con irradiación social. Aunque pueda tener las limitaciones propias de cualquier teoría, creemos que puede ayudar en el proceso de sinodalización de la Iglesia, el cual implica una transformación de cultura eclesial y de estructuras organizacionales. La tarea es ardua, no ha sido integrada aún por todos/as y requiere traspasar las buenas intuiciones pastorales, aunque éstas provengan del obispo de Roma.
Lo demuestra la transición de la visión sinodal del Vaticano II a la implementación de esa visión en el Código de 1983; la renovación de la sinodalidad como modus operandi et vivendi de la Iglesia es tarea de una generación, no de un documento, pues no se decreta. Requiere de una acción consciente y decidida de parte de los pastores locales, bajo los criterios de inclusión real de voces de mujeres (no por concesión, sino por derecho), una reflexión sostenida de la comunidad teológica y canonista, paciencia de toda la membresía con los éxitos y fracasos de estrategias y acciones particulares, una conversión continua de hábitos que generen el tránsito cultural, nutridos por ejemplos que fluyan circularmente desde arriba y desde abajo, buenos modelos de consulta, de diálogo, de integración de los disensos y de discernimiento comunitario.