1. Introducción: desvelando tipos heter odoxos de fenómeno
En el contexto de una entrevista sostenida en 1988 y originalmente publicada en el número 17 de la revista Impressions du sud, el fenomenólogo francés Michel Henry, polemizando explícitamente contra la inveterada preeminencia concedida al concepto tradicional de “fenómeno” en el marco de la práctica totalidad del pensamiento occidental, declara lo siguiente: “Por mi parte, he tratado, a la inversa, de aislar aquello que en el fondo de la experiencia es de algún modo anterior e irreductible al surgimiento de un mundo en la exterioridad. He encontrado nuevos “fenómenos” que no brillan bajo ninguna luz, que no están separados de nosotros, que jamás pueden ser vistos. Fenómenos con los cuales coincidimos absolutamente en una pura experiencia sobre la cual no tenemos poder alguno de decisión, frente a la cual nos hallamos impotentes (sommes sans pouvoir), siendo incapaces de ponerla a distancia, deshacernos de ella o escapar de ella de algún modo. De este tipo (genre) son “fenómenos” tales como la angustia, el miedo, el deseo, la fuerza y las tonalidades afectivas en general. En suma, todo aquello que constituye el fondo de nuestra vida” (Henry 2015b, p. 206).
Tales observaciones, lejos de constituir alguna suerte de confidencia o testificación de carácter más o menos “personal”, “biográfico” e incluso “anecdótico”, suponen realmente la localización del punto cardinal central desde el que se irradia y expande la totalidad del pensamiento fenomenológico henryano. En efecto, el descubrimiento de una clase peculiar de fenómenos que se fenomenalizan y manifiestan al margen del ámbito del aparecer secularmente acotado por la noción griega de phaínomenōn (y aun abiertamente “de espaldas a ella) supone un incontestable hito en el marco de la investigación fenomenológica. Ello se debe al hecho de que abre y dilata, ampliándolo de forma crucial, el hasta entonces acotado y aun unívoco espacio reservado a las formas posibles de donación, expandiendo el dominio propio de ésta hacia ámbitos anteriormente no recorridos por la mirada de la llamada por Henry “fenomenología histórica” (tal, singularmente, la de Husserl).
De este modo, el pensamiento fenomenológico –y aun la filosofía en general– halla y reconoce un espacio teórico propio, específicamente perteneciente a él y nítidamente delimitado –tanto metodológicamente como desde el punto de vista de su contenido– del ámbito de investigación acotado por las ciencias. Un dominio prácticamente inexplorado por parte de la tradición filosófica occidental y cuyo eje vertebrador lo constituye la noción clave de “afectividad”. En efecto, la afectividad comparece, desde la perspectiva asumida por Henry, como el núcleo originario de irradiación del cual dimana la totalidad de los fenómenos ulteriormente dados a través de la facultad sensitiva: tanto de la variante de ésta orientada hacia la exterioridad como de aquella otra susceptible de ser identificada con el “sentido interno” kantiano. En este sentido conviene indicar nítidamente, ya desde el comienzo, que, desde el prisma fenomenológico henryano, el término “sensibilidad” mienta la facultad que propicia el acto de acoger y dejarse concernir por una donación “sentida” en general. Bien se trate de una instancia afectante canalizada mediante algún cauce sensible (uno o varios sentidos), bien de aquella singular y eminentemente representada por el “sentido interno”: por esa auto-afección que define la actividad del ego y que, kantianamente hablando, “ha de acompañar necesariamente a todas mis representaciones” 1 . Más allá incluso de esta última modalidad meramente liminar de afectividad trascendental “auto-donada” presente en el kantismo, la “afectividad” fenomenológica postulada por Henry constituye el modo específico en el cual la pura inmanencia subjetiva se afecta a sí misma con absoluta anterioridad a que virtualmente lo haga cualquier elemento “externo” o trascendente a ella. Esto vale para cualquier “dato” proveniente del “afuera” representado por el horizonte del mundo (la percepción de un color, por ejemplo), como asimismo para las figuras sentimentales que conforman y pueblan el humeano teatro de la afectividad interna concreta (el sentimiento de aburrimiento, pongamos por caso) 2 . Al decir de Henry, tal forma radicalmente originaria de afección identificada con el protosentimiento de la propia ipseidad “constituye y define a la propia “esencia”, esto es, a la mismidad subjetiva de cada cual: caracteriza la autoconciencia misma del Yo-sujeto.
Lejos de guardar vínculo alguno con la sensibilidad (como siempre ha considerado erróneamente la filosofía tradicional), la afectividad originaria se presenta, pues, de forma absolutamente inversa, como una instancia que difiere constitutivamente de ella: refractaria a admitir relación esencial alguna con las facultades sensitivas en general. Esta tesis inicial es precisamente la que posibilita la apertura –y posible colonización teórica– de ese reino fenomenológico que conjuga “todo aquello que “constituye el fondo de nuestra vida” al cual Henry se refería en la inicialmente mencionada entrevista de 1988 3 . Es, en efecto, esa proto-afectividad originaria puesta de relieve por Henry la que se revela como el genuino “elemento fenomenológico” primigenio no susceptible de ser reducido a la donación procedente del “afuera” cósmico-mundano, sino que precede radicalmente a ésta, permaneciendo así literalmente impasible “en el fondo de la experiencia”. Libre de remisión a alteridad alguna. De esta raigambre original deriva, por tanto, la totalidad de esos “fenómenos” invisibles, refractarios a la luminosidad mundana que hace refulgir los objetos dados a la percepción, indisociablemente aherrojados a nuestra más íntima ipseidad, coincidentes con ésta sin que al más exiguo intersticio de alejamiento le sea concedido ensombrecer ni un ápice tal perfecta identidad, a los que Henry alude. Fenómenos “nocturnos”, frente a cuya epifanía se quiebra nuestra capacidad de guardar y propiciar distancias, naufragan estrepitosamente nuestras potencias de iniciativa y sucumben nuestras posibilidades de huida y disenso, pero que, no obstante, precisamente por ello, ejemplifican una experiencia puramente originaria cuya singularidad reside en erigirse como el “fenómeno epistemológico” más fenomenológicamente primero e inmediato que quepa concebir. Ahí, en ese rasgo crucial, en la inmediatez y refractariedad al discurso conceptual (“adiscursividad”) de las cuales hace gala, estriba el centro neurálgico del interés y la relevancia revestidos por el fenómeno de la afectividad. Y en el tratamiento filosófico que tal afectividadrecibe en el seno de la fenomenología henryana radica, asimismo, el fundamento de su profunda significación para la filosofía (no solamente fenomenológica) de nuestra época. Al examen hermenéutico-crítico de esta teoría y de aquellas esenciales implicaciones derivadas de ella, dedicaremos, pues, en lo que sigue, el presente estudio.
2. Del fenómeno de todos los fenómenos: la afectividad originaria
En la extensa “Sección IV” de su primera obra, L´ essence de la manifestation, Henry procede ya, desde la temprana alborada de su producción filosófica, a elaborar una concienzuda y detallada teoría fenomenológica de la afectividad. En ella, el pensador francés muestra ya desde el comienzo sus cartas teóricas con palmaria explicitud al indicar el hecho de que “la afectividad es la esencia de la autoafección, su posibilidad no teórica ni especulativa sino concreta, la inmanencia misma captada no ya en la idealidad de su estructura sino en su efectuación fenomenológica indudable y cierta; es la manera en que la esencia se recibe, se siente ella misma […] Como tal, como este “sentirse a sí mismo” fenomenológicamente efectivo, constitutivo de la esencia y que la hace posible, el sentimiento no es diferente de ésta: la afectividad es la esencia originaria de la revelación” (Henry 2015a 440) 4 . Así pues, la “esencia de la manifestación” aludida en el título de la obra (es decir, el modo originario de aparecer y fenomenalizarse un fenómeno a partir del cual le es dado mostrarse a todos los demás) no es otra sino la propia de la modalidad de aparición que define a la pura afectividad inmanente. La auto-afección original constituye, por tanto, según Henry, la dimensión preeminente y privilegiada del aparecer en general. “Ser”, “aparecer” y “auto-afectarse” son, contemplados desde esta perspectiva, lo mismo. La afectividad es, en sí, plenamente, revelación 5 . Como posteriormente señalará el propio fenomenólogo galo en Généalogie de la psychanalyse en el contexto de un diálogo –necesariamente crítico– con la “ontología vitalista” nietzscheana: “la relación con el ser original se perfila por una vez en la filosofía occidental como efectuándose en la afectividad, la cual no es una relación con el ser como relación diferente de él, sino su propia relación consigo, su auto-afección que encuentra su sustancia fenomenológica en el placer” (Henry 2010, p. 250).
El hecho de que la afectividad se identifique plenamente con la revelación, de que, en palabras del propio Henry, “sea, por completo, revelación”, significa propiamente que su entidad constituyente, su “sustancia”, lejos de tener que esperar ser iluminada por algún elemento ajeno a sí, constituye ella misma la “fenomenalidad” tout court: el aparecer o manifestarse primero y originario. Henry se refiere a esta sustancia de la afectividad originariamente auto-afectada caracterizándola certeramente como “la llama de la presencia pura y de la existencia pura, la llama que no ilumina nada otro que ella y que no consume nada, que no deja nada oscuro a partir de lo cual se produzca; es la transparencia de su propio resplandor, el acto de aparecer considerado como tal en la efectividad de su apariencia y de su fulguración” (Henry 2015a, p. 507). Así pues, en el acto de auto-donación constitutivo de la afectividad se actualiza y cumple una singular identidad entre aquello que afecta (lo afectante) y aquello que resulta afectado por ello. Ambas instancias se muestran, en este contexto, como una y la misma 6 . Tal identidad consuma su efectividad fenomenológica solamente en y gracias a la afectividad; en el interior de una ipseidad que se siente a sí misma no en calidad de algo “sentido” en general, sino en el acto de sentirse a sí misma de tal forma que ese “algo” que se siente se encuentra representado, de modo único y exclusivo, por la originaria “experiencia” de la propia mismidad. Es de este modo como la afectividad radical “pone todas las cosas en relación consigo y las opone así a cualesquiera otras, en la suficiencia absoluta de su interioridad radical. La afectividad es la esencia de la ipseidad” (Henry 2015a, p. 443).
Como consecuencia de lo anterior, Henry postula que incluso la afección sensible dada en a través de la intuición perceptiva remite, como condición de posibilidad, a esa “autoafección en la inmanencia de la afectividad pura” que la posibilita y hace de ella una donación factible. Únicamente “el Sí mismo original de la afección”, en tanto que fuente y matriz originaria de toda afección posible, ha de ser reconocida, pues, como raíz última de nuestra sensibilidad abierta a la exterioridad del mundo. Dicho de otro modo: si nos hallamos en disposición de dejarnos afectar por los colores, sonidos o texturas que inciden sobre nuestros órganos sensoriales, ello sucede solamente en virtud del poder originario inicialmente otorgado por la prístina “ipseidad de la esencia”, es decir, por la afectividad auto-donada. Acierta, por tanto, Ballén Rodríguez al señalar que “para Henry, es el afecto mismo el contenido que explica su relación con el mundo. El descubrimiento del mundo interno no está en la exterioridad de la sensibilidad sino en la mismidad de la afectación. Para la fenomenología ontológica de la subjetividad, la esencia de la sensibilidad es la afectividad” (Ballén Rodríguez 2012, p. 120). Solamente desde este prisma de consideración se torna factible la comprensión de una tesis tal como la que afirma que “la inmanencia es la condición de la trascendencia” (Henry 2015a, p. 456). Tal posición apunta esencialmente al hecho de que la afectividad vital auto-donada se presenta como la auténtica condición de posibilidad de toda intuición y de toda sensibilidad a través de la cual pueda tener lugar la donación de “objetos” trascendentes a ella 7 . En este sentido, Henry indica ya tempranamente que el hecho de que la intuición de “objetos” determinados halle su raigambre última en la apertura mostrativa del horizonte mismo del aparecer –entendida ella misma en términos de un singular tipo de intuición– significa fundamentalmente que la “intuición pura” se revela como condición de posibilidad de la “intuición empírica”.
Esto equivale a decir que la proto-intuición (“pura”) con la cual la afectividad vital originaria se “intuye”, antes que nada, a sí misma, precede fenomenológicamente –con una prioridad trascendental– a la necesariamente ulterior y subsidiaria intuición meramente “objetual” (“empírica”) 8 . En el ensayo Phénoménologie et sciences humaines. De Descartes à Marx, Henry aclara el significado que en el marco de su “fenomenología material” adquiere el término “trascendental”, así como la naturaleza del esencial vínculo que lo liga a la noción de “afectividad”, del siguiente modo: “hay, pues, una auto-donación fundamental cuya realidad fenomenológica es un pathos, una afectividad que yo llamo trascendental: como se ha llamado trascendental a la conciencia que hace posible el mundo y sus objetos. Esta efectividad es un pathos que es la Vida y su carne fenomenológica está hecha de una suerte de oscilación entre el sufrimiento y la dicha” (Henry 2004, p. 20). De esta forma, el “sentir” abierto al horizonte de lo susceptible de ser sentido mediante la facultad perceptiva únicamente resulta posible y se revela como pensable merced al presupuesto –siempre tácitamente presente– representado por el “sentirse” a sí mismo. Es, pues, ese original pathos de auto-afección y auto-donación el que entrega a sí mismo lo aprehendido a través de la percepción sensible y le otorga la medida de lo que ello mismo es verdaderamente. Toda actividad sensible es, de este modo, solamente posible en tanto que es ella misma tanto como sus contenidos, “afectiva”.
Así, ser “sujeto percipiente”, y aun “sujeto” a secas, significa esencialmente “padecer”, dejarse afectar necesariamente por el pathos originario de la afectividad que se afecta, antes que nada, a sí misma. Un pathos que no es afectado por nada objetivamente ajeno a sí sobre lo cual incida, ni tampoco por la propia subjetividad que ejerce como su “portadora”, “soporte” o “artífice”, sino única y exclusivamente por ella misma. En este acto de auto-afección, constituirse en “sujeto agente” viene a coincidir y a identificarse con erigirse como la potencia activa misma (la actividad) en tanto que instancia actuante y paciente a la vez que, por ello, se padece a sí misma de modo originario con una “pasividad ontológica” absoluta e incondicionada. Así pues, “padecer”, “ser” y “constituirse como sujeto” resultan ser, contemplados a esta luz, nociones equivalentes 9 . Desde tales postulados, Henry se encuentra en disposición de configurar una primera definición provisoria relativa al proto-fenómeno representado por la inmanencia vital. Conforme a ella, la vida se presenta como aquello que se arracima en torno a la incondicional potencia de la mismidad radicalmente ofrecido a sí mismo con una pasividad originaria: “lo que, en la omnipotencia de esta impotencia, experimenta lo que él es y, en la dulzura de su propia venida a sí mismo, se siente, se estremece en sí con el estremecimiento interior de su propia revelación a sí mismo” (Henry 2015a, p. 454).
Esta “definición” –permitámonos la licencia de llamarla así–, lejos de “cosificar” o “reificar” en modo alguno el fenómeno originario e incondicionado de la vida (riesgo implícitamente ligado a toda tentativa de definición conceptual), pone inversamente de relieve el esencial hecho de que “toda vida es por esencia afectiva”. “Vida” trascendental y “afectividad” auto-donada son, pues, fenomenológicamente lo mismo, dado que “la afectividad es la esencia de la vida” (Henry 2015a, p. 454) 10 . La vida fenomenológica, esto es, la “afectividad” por excelencia que se afecta a sí misma de modo inmediato y originario, se daría, pues, al decir de Henry, en el modo fenomenomenológico de la inapariencia, de la invisibilidad, pero, de forma solo aparentemente paradójica, también, a la vez, en ausencia de toda donación ajena a ella: “ciertamente, no se puede “considerar” esta vida, jamás se la ve. Respecto a la vida invisible, la filosofía, que es un modo de pensamiento, es tan impotente como la ciencia. Y ello porque la vida escapa en general al pensamiento, a toda mención intencional, a toda mirada, a todo “afuera”, exactamente así como escapa al conocimiento físico-matemático del universo material, que sólo es una forma particular de esa mirada. Sin embargo, la vida, que no se muestra en el mundo, que está sustraída a su verdad, se revela así misma en su auto-revelación patética experimentándose a sí misma con una fuerza invencible: de manera que, incluso cuando dijésemos que no habría ningún mundo –ningún pensamiento, ningún conocimiento y ninguna ciencia– esta experiencia de sí de la vida que es su “vivir” no dejaría de producirse. El hombre es el Hijo de esta Vida invisible e invencible” (Henry 2001a, p. 300).
3. Afectividad y fenomenicidad
Lo anterior implica, como ya se ha dejado entrever, que la exterioridad objetiva únicamente puede incidir afectivamente sobre la subjetividad en la medida en que ya la propia facultad que pone en franquía a aquélla se auto-afecta previa y originariamente a sí misma. No sucede, pues, que el mundo se nos dé en un primer momento de forma absolutamente objetiva y ajena a toda impregnación afectiva para, en un período ulterior, pasar a presentarse imbuido de múltiples coloraciones afectivas, sino que su donación contiene ya, de modo constitutivo, el hecho de impresionar y conmover emocionalmente a esa afectividad vital que esencialmente somos. El modo de darse y presentarse el mundo no es, por tanto, ajeno a las modulaciones afectivas propias del sujeto que eventualmente lo contempla y percibe. La propia donación fenomenológica del mundo es, por esencia, afectiva: “la afección de la trascendencia por el mundo tiene su condición en la autoafección y en la afectividad. La sensibilidad es precisamente la trascendencia en ella misma como afectiva en su esencia. La esencia de la sensibilidad se encuentra en la afectividad” (Henry 2015a, p. 459) 11 .
Ahora bien, marcando nítidamente distancias con Heidegger, Henry postula que de ningún modo “comprensión ontológica del Ser” (Seinsverständnis) y afectividad van de consuno o convergen de forma asintótica en calidad de instancias pareja y paralelamente coadyuvantes a la hora de dar lugar al evento matriz de la fenomenicidad en general 12 . No se trata, por tanto, de elementos que actúen a tal respecto de manera comúnmente originaria ni que contribuyan a la configuración de lo fenomenal en la misma medida ni del mismo modo. A ello se debe el que no admitan ser concebidos como elementos más o menos originalmente heteróclitos cuyo nexo de articulación se limitaría a superponerlos o a tornarlos reconocibles en términos de conjunto compilado de atributos diversos que concurren unidos de forma sincrónica: que coinciden al mismo tiempo. Una coexistencia simultánea que resulta, con posterioridad, meramente integrada en una misma totalidad absoluta definida por la radical “indiferencia”, o mejor, por la absoluta “indiferenciación”. Pero, al margen de ello, subraya Henry, “porque este vínculo es un vínculo de fundación, porque la afectividad ha realizado ya su obra cuando se levanta el mundo, a todo lo que se propone en éste y lo supone está unida ella de manera forzosa y precisamente como lo que lo hace posible en su fundamento” (Henry 2015a, p. 460).
Esta interpretación afectiva de la percepción y de la comprensión que viene de ser someramente pergeñada, significa esencialmente que toda coloración y todo cariz constitutivamente ligados a un fenómeno de comprensión cualquiera han de ser ellos mismos ya de naturaleza comprensiva, y no solo que se dé en el comprender afectivamente constituido una determinada tonalidad a él inherente que disponga decisivamente cómo habrá de consumarse de modo efectivamente cumplido. Así pues, la afectividad, en tanto que es ella misma comprensiva, no admite ser identificada con un agregado difuso de atributos subjetivos más o menos “ciegos”, “velados”, “inefables” y, en suma, carentes de verdadero “significado”, sino que se revela desde el comienzo como un fenómeno esencial e inherentemente significativo. Un fenómeno ahíto de significación inmanente, pues, que traza y abre el horizonte hermenéutico del sentido en cuyo seno –y solamente en él– la afectividad originaria se refiere a los objetos del mundo y lleva a cabo una “mención” (una visée, diríamos con Henry) sobre ellos. De esta forma, el acto de viser un objeto, de “apuntar” a él, de establecer un vínculo con lo extraño a sí, determina de forma constitutiva la “naturaleza” misma de la propia afectividad. Esto no quiere decir otra cosa, desde la perspectiva henryana, sino que la afectividad es, por esencia, “intencional”. Y lo es en la medida en que, de modo análogo a la conciencia husserliana, al resultar refractaria a ser concebida de manera reificada (como objeto, como Ding y no como Bewusstsein) es siempre “conciencia de algo”.
A la “naturaleza” más propia de todo fenómeno afectivo le pertenece, por tanto, el acto de trascenderse intencionalmente hacia un correlato objetivo determinado, dado que una afección o un sentimiento jamás se presentan en términos de factum brutum, sino que cumplen su esencia al remontar desde ellos mismos en dirección a aquello que significan, a aquello a lo que “apuntan”, logrando así su genuina y efectiva comprensión.
En efecto, “¿qué sería, [señala Henry] un amor sin objeto? ¿Cómo delimitar un odio que no fuera el odio a Pedro o a Pablo, el odio a tal o cual grupo social, a un rasgo de carácter, a una actitud vivida por ese odio precisamente como “odiosa”?” (Henry 2015a, p. 462). Es este intersticio de sentido el que posibilita, según Henry, la apertura y el ulterior despliegue de un espacio habilitado para acoger “una nueva filosofía de la afectividad” en la cual se establece como quehacer prioritario localizar el sentido propio tanto de las afecciones sentimentales como de los fenómenos psíquicos. En vez de limitarse a dar cuenta de ellos en clave mecanicista, fisiológica y causalista, como han venido postulando tradicionalmente el psicologismo y el materialismo de toda índole. Es adoptando esta perspectiva como realmente se hace justicia a la significación que corresponde a la “estructura finalista y organizada” que configuran (y son realmente) los fenómenos de orden afectivo. No obstante, advierte enseguida Henry, resulta preceptivo fijar y definir nítidamente el modo en el que la afectividad es esencialmente comprensiva, capaz de vivenciar significados externos a ella, dada su intrínseca refractariedad a ser efectivamente supeditada a la exterioridad marcada por un horizonte comprensivo ajeno a ella.
En realidad, hablando propiamente, la afectividad nunca comprende, en último término, nada en absoluto. Encarna y ejemplifica incluso la negación y la extrema penuria de toda posible comprensión: el repliegue de la apertura misma a lo externamente susceptible de ser comprendido. Pero precisamente en esta impotencia e inviabilidad es donde reside la esencia más profunda de la afectividad: su radical e incondicionada inmanencia vital originalmente afectada por sí misma y en esa medida “sufriente” con un padecimiento perfectamente idéntico al pathos de su carne 13 . Así, frente a lo secularmente establecido por la filosofía tradicional (singularmente la moderna), es decir, que “la trascendencia es el fundamento de todos los fenómenos psíquicos y los determina igualmente a todos, comprendidos los fenómenos afectivos”, Henry asienta explícitamente la tesis fenomenológica conforme a la cual “la afectividad es el fundamento universal de todos los fenómenos y los determina a todos originaria y esencialmente como afectivos” (Henry 2015a, p. 463). De ella se sigue la tesis complementaria según la cual, dado que, como hemos subrayado, la comprensión muestra un carácter intrínsecamente afectivo, lo comprendido por ella –su correlato intencional– comparte asimismo tal carácter. Esto significa propiamente que el mundo se revela tan fenomenológicamente “afectivo” como lo es por esencia el comprender que lo comprende. Ahora bien, un mundo “afectivamente comprendido” o “afectivamente determinado”, lejos de identificarse con una parte o “subterritorio” concreto de la totalidad mundana más o menos “particular” de cada cual, lo hace realmente con esa totalidad del mundo misma. Es el propio mundo efectivamente dado en cuanto tal, con todos los entes determinados que contiene y que contribuyen a constituirlo y a configurar su horizonte fenomenológico, el que es afectivo: no una “región” particular de su orografía ontológica. Es el mundo, entendido como apertura ontológico-general de sentido previa a la eclosión de todo ente singular, el que se presenta, sin embargo, como “afectivo” en primera instancia y en absoluto los “objetos” que moran en él y a los que acabamos de referirnos como integrantes derivados y secundarios de la “afectividad mundana”. No son los objetos los que “en sí” comparecen como entes esencialmente afectivos, sino que se manifiestan como tales únicamente en tanto que objetos considerados desde el punto de vista de su manifestación 14 .
Pero, al igual que el “mundo” mismo, también la manifestación –bajo la forma de “imagen”– es fundamentalmente afectiva. No obstante, esta afectividad propia de la imagen no descansa en su contenido representativo o en el nexo que éste pueda mantener con tal o cual evento específico, dado que esa facultad de afectar de múltiples formas a nuestro ánimo característicamente propia de la tonalidad de las imágenes ha de resultar, según Henry, aprehendida “como una posibilidad pura de orden apriórico. La afectividad de la imagen es su posibilidad interna, es la posibilidad del ser mismo y su esencia” (Henry 2015a, p. 464). Es por ello, asimismo, que los acontecimientos objetivamente acaecidos o externamente “advinientes” se muestran incapaces de determinar la afectividad; sucede más bien a la inversa: “la afectividad hace posible la llegada de lo que llega y lo determina, determina lo que sucede como afectivo” (Henry 2015a, p. 465). Pero lo que “llega” afectivamente en primera instancia son las tonalidades subjetivas o emocionales, es decir, los sentimientos.
4. La invisible revelación del sentimiento
La modalidad concreta de mostración o revelación propia de la afectividad se despliega en el ámbito fenomenológico de lo invisible. “La afectividad revela en lo invisible y como esto invisible mismo”, escribe Henry explícitamente (2015a, p. 516), lo cual significa que ella constituye su “esencia” más propia, así como su modo particular y exclusivamente específico de manifestación, en esa esfera de lo invisible constitutivamente dispar con respecto a la luminosidad del mundo visible y aun indiferente a ésta. El ámbito de la afectividad se revela, pues, de forma aparentemente paradójica, como un espacio clausurado a la luz, replegado ante ella: como un “medio” eminentemente “nocturno. La revelación de la afectividad es, conforme a ello, “una revelación escondida” que se agota totalmente en ese habitar en su propio seno. Una revelación tácitamente dada que comparece como idéntica a la inmanencia afectiva, esto es, al ámbito de clausurada intimidad en cuyo interior moran los sentimientos. Nadie ha sido ni será jamás capaz de “ver” la dicha o el dolor, el temor o la esperanza, el odio o el amor, pero en esta invisibilidad propia de los fenómenos afectivo-sentimentales se encuentra íntegramente y en su elemento –chez soi– el sentimiento que se desarrolla en ella “y se nutre de su oscuridad” 15 . Así es como “[l]a oscuridad de lo invisible abre la dimensión ontológica en la que el sentimiento encuentra su existencia original; es el lugar donde él despliega su ser y se expande; el medio donde fructifica, donde es posible” (Henry 2015a, pp. 516-517).
Dado tal estado de cosas, se muestra ahora que el poder revelador de la afectividad presenta una duplicidad esencial. Su específica fenomenicidad se fractura y constituye como doble en la medida en que, por un lado, se ciñe a la autorrevelación de la afectividad, a su original donación a sí misma, mientras que simultáneamente, por otro, consiste en la paralela revelación del modo en el que los objetos se manifiestan a la afectividad y a través de ella. De este modo, Henry localiza y señala una cesura fenomenológica en el seno de la afectividad misma: aquella que escinde el sentimiento en “sentimiento de sí” y “sentimiento respecto de” (lo otro de sí): “la revelación del sentimiento a él mismo y, conjuntamente, la del objeto del que él es sentimiento y por el que se encuentra determinado o al menos codeterminado en su realidad misma” (Henry 2015a, p. 534).
Aquello, pues, que verdaderamente nos instruye o da efectiva noticia acerca de los rasgos sentimentales y los atributos de orden afectivo contenidos en los objetos del mundo o “anexados” a ellos no es sino lo mismo que otorga a la facultad particular que capta tales cualidades afectivas la capacidad de remitir significativamente a un “objeto” en general. A esa capacidad de acceso a la “objetividad” entendida en términos de instancia ontológica “trascendente”, Henry la llama, de forma harto consecuente, “trascendencia”, caracterizándola como aquello que de forma única y exclusiva “hace posible y funda la captación del objeto específico en presencia del cual el sentimiento se produce y al que se refiere” (Henry 2015a, p. 534). Debido a ello, la aprehensión efectiva, “real”, de un “correlato objetivo” del sentimiento coincide con el conocer de carácter puramente “teórico” en la común estructura ontológica que ambos comparten y de la que son partícipes: la intencionalidad. En efecto, cuando el “objeto” particular y singular al cual accede la captación de un ente específico se halla investido e impregnado de características o rasgos de carácter más o menos “afectivo”, mantiene intacto su estatus de “correlato objetivo” –de realidad dada en la “trascendencia”– incluso aunque tales atributos afectivos se encuentren “ausentes en el caso de una mera posición teórica”.
Lo anterior propicia ya el acceso a la crucial distinción –llamada por el propio Henry “ontológica”– entre “afectividad real” y “afectividad irreal”, entendiendo por esta última aquel conjunto de sentimientos meramente imaginarios que “se dan precisamente como una fuente de errores o de ilusiones en la vida afectiva” (Henry 2015a, p. 603). A tal respecto, puede tratarse de sentimientos cuya etiología última resulta preceptivo ir a buscar en la espuria donación efectuada por “objetos” ficticios e ilusorios (ellos mismos “imaginarios”), así como en la subsiguiente carga afectiva a ellos adherida. Pero también de los lineamientos afectivos generales que, provenientes del ámbito objetivo circundante al sujeto, determinan el modo en el cual éste se experimenta y comprende emotivamente a sí mismo. En suma: la manera concreta a través de la que capta y “padece” sus propios fenómenos sentimentales. En el primer caso, al decir de Henry, tales sentimientos se muestran como incontestablemente efectivos, “reales, absolutamente verdaderos”, dado que en ellos no cabe margen alguno para ningún tipo de “error”, “ilusión” o instancia totalmente “imaginaria”. En el segundo, por el contrario, lo que se da y comparece no son sino significados claramente irreales o ficticios (valdría decir, rayanos en lo imaginario), pero que, no obstante, constituyen, en último término y en un peculiar sentido, instancias no susceptibles de ser calificadas como “falsas” o “espurias”, esto es, como meramente “imaginarias” stricto sensu. La auténtica “falsedad” reside, a este respecto, en el acto de fusionar y mezclar confusamente “realidad” e “irrealidad”, lo cual equivale a confundir las determinaciones propias de la vida con los elementos particulares que se manifiestan en ella, a asimilar los sentimientos a significados refractarios a ellos o que no les convienen en absoluto. Lo efectivamente “imaginario” radica, pues, en el modo en el que la vida consciente resulta incapaz de discriminar claramente “realidad” e “irrealidad”, de establecer una nítida cesura entre ambas categorías ontológicas. Así, “encontramos, con la omisión pura y simple de la dimensión ontológica fundamental de la realidad, la equiparación de todos los sentimientos susceptibles de ser vividos por el hombre a sentimientos simplemente mentados por él” (Henry 2015a, p. 604).
En suma, arribando ahora al cenit de nuestra reflexión, todo lo anterior no significa sino que la afectividad se erige ante la mirada fenomenológica como auténtico y originario fundamento del resto de los fenómenos. No obstante, advierte Henry: “Que la afectividad constituya el fundamento último de todas las cosas, pero en el sentido de un fundamento fenomenológico; que sea la esencia de la pasividad ontológica originaria y precisamente su contenido efectivo, implica su determinación, pues lo que se propone efectivamente bajo la forma de la afectividad […] se propone necesariamente como una tonalidad, como esta o aquella tonalidad afectiva. A la esencia de la afectividad pertenece que ella se fenomenalice bajo la forma de un sentimiento particular” (2015a, pp. 623-624). Así pues, todo sentimiento constituye un fenómeno afectivo singular, no de manera accidental, sino constitutiva; y ello merced a aquello que la propia afectividad es esencialmente, a saber: la afección inmanente del sí-mismo por parte de sí mismo. De ahí que aquello que se afecta primaria y originalmente a sí mismo de modo puramente subjetivo se experimente de modo forzoso bajo la forma de un “contenido determinado”, de una instancia concreta, es decir, tal como ello mismo se da y es. Es a partir de tal asunción como Henry se encuentra en condiciones de afirmar que: “[l]a afectividad es la esencia de la experiencia, su surgimiento original, su sustancia y su efectividad […]. Porque su esencia reside en la afectividad, la experiencia reviste necesariamente una forma determinada; porque consiste en el experimentarse a sí mismo interiormente del ser […] se propone como una experiencia particular, como una experiencia concreta” (Henry 2015a, p. 624).
De este modo, en cada disposición afectiva particular y determinada se manifiesta y torna patente lo absoluto 16 . Aquí es donde el inicial discurso henryano acerca de la auto-afección originaria alcanza su genuino culmen, dado que “[l]a revelación de lo absoluto dentro de cada tonalidad reside en la efectividad idéntica a lo absoluto mismo y se encuentra constituida por ella […]. La afectividad revela lo absoluto en su totalidad porque no es sino su adherencia perfecta a sí, su coincidencia consigo; porque es la autoafección del ser en la unidad absoluta de su inmanencia radical. En la unidad absoluta de su inmanencia radical el ser se afecta él mismo y se experimenta de manera que no hay nada en él que no lo afecte y no sea experimentado por él, ningún contenido trascendente a la experiencia interior de sí que lo constituye” (Henry 2015a, pp. 648-649) 17 .
Conclusión
La teoría henryana de la afectividad que venimos de examinar e interpretar resulta sugestiva y relevante fundamentalmente en la medida en que constituye –como apuntábamos al comienzo– la tal vez más acendrada justificación de la inmediatez fenomenológica y ontológica que cabe hallar en el vasto marco de la filosofía contemporánea. Tras las demoledoras críticas dirigidas al conocimiento inmediato por parte primero de Hegel y posteriormente de Nietzsche 18 , buena parte del pensamiento hodierno ha dado por supuesto el hecho de que nunca se da en absoluto tal cosa como un “saber” de carácter inmediato. Pero la cuestión es que la afectividad vital auto-donada postulada por Henry no es, en modo alguno, un tipo peculiar de “saber” o de “conocimiento”, sino que la característica “inmediación patética” que la define se presenta como una suerte de dato inmanente absolutamente coincidente consigo mismo de forma radicalmente originaria. En ese sentido, constituye, en un particular modo, una renovada encarnación (convenientemente transmutada por el tamiz fenomenológico-material) del fundamentum inconcussum buscado y supuestamente hallado por Descartes 19 . La vida inmanente dada a sí misma admite, de este modo, ser contemplada en términos de una sumamente peculiar variante fenomenológica del cogito original o, más bien, como una (re-) encarnación fenomenológicamente determinada de las radicales implicaciones tanto de orden ontológico como epistemológico derivadas de la asunción de aquel cogito.
En este sentido, las tesis apuntadas por Henry a propósito de la originariedad del fenómeno afectivo y sus ulteriores conexiones de las que nos hemos ocupado a lo largo del presente estudio revisten, asimismo, singular pregnancia en virtud de su referencia a una “vivencia”, experiencia” o simplemente a un “proto-fenómeno” que acontece con radical anterioridad a toda “experiencia” concreta dada en la percepción de algún tipo de exterioridad. A un a priori radicalmente originario, pues 20 . Esto equivale a decir que se trata de una donación primigenia que antecede a toda experiencia del “afuera” mundano, que se da y tiene lugar con una antecedencia previa a toda apertura efectiva de algo semejante a un “mundo”. Y es que, tras su originariedad absoluta, el rasgo que determina de modo más netamente conspicuo el fenómeno de la auto-donación afectiva henryana es representado sin duda por su adiscursividad: por su constitutiva refractariedad a dejarse describir, categorizar y conceptualizar mediante figuras propias del pensamiento discursivo, vale decir, “reflexivo-conceptual”.
Aparte de los recién mencionados, la teoría henryana del sustrato afectivo subyacente a toda percepción y a toda “experiencia”, cuenta asimismo con el mérito de encarnar una decisiva contribución a la hora de reinjertar a la subjetividad del sujeto (en este caso, una subjetividad trascendental esencialmente afectiva) en el núcleo de las instancias ontológicamente originarias. Dicho de otro modo: a él (junto a unos pocos más) le corresponde de forma singular la responsabilidad del hecho de que el “sujeto” haya logrado volver a ocupar un lugar preeminente en el marco de la filosofía contemporánea tras los sucesivos marasmos a él infligidos por las críticas nietzscheana primero, heideggeriana después, estructuralista más tarde y “hermenéutica” finalmente. Y ello evitando –lo cual supone un rasgo de pregnancia crucial– cualquier tipo de recaída o reincidencia en posturas de corte más o menos “neocartesiano” que situarían a la teoría de la vida trascendental inmediatamente auto-afectada en el punto de mira propio de las mencionadas críticas. El hecho de que logre eludirlas y sortearlas exitosamente se debe a que la teoría henryana de la inmanencia hace inherir en el “Yo”, en el ego trascendental auto-donado vitalmente, los mismos rasgos de irreductibilidad al estatus de “objeto”, inaprehensibilidad ante la percepción, refractariedad al concepto y extrañeza a la facultad representativa que Heidegger se había cuidado de “atribuir” a su tan perpetuamente “dado” como elusivo “Ser” distinto del “ente”. La ontológica “verdad del Ser” es, pues, reemplazada aquí por la originaria “verdad” radicada en la afectividad vital puramente inmanente que se impresiona a sí misma “en el pathos de su noche” 21 . Esta subjetividad esencialmente afectivo-trascendental no es ya, en modo alguno, la subjetividad cartesiano-moderna, ni aun aquel “yo pienso” kantiano que debe acompañar necesariamente a la totalidad de mis posibles representaciones, sino una subjetividad a la vez “viviente” y “absoluta”.
En este aspecto esencial reside el radicalmente cualitativo paso adelante dado por la fenomenología de la vida propuesta por Henry con respecto a las tradicionales encarnaciones de la subjetividad, en particular, con respecto a aquellas surgidas al calor de la modernidad filosófica.