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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.57 Osorno Dec. 2023

http://dx.doi.org/10.32735/s0718-22012023000573279 

ARTÍCULO

LA INFANCIA COMO ABSOLUTO PRIMIGENIO EN LAS NOVELAS EL MERCURIO, EL RÍO DE LA LUNA Y ESTA PARED DE HIELO DE JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Childhood as a primeval absolute in the novels El mercurio, El río de la luna y Esta pared de hielo by José María Guelbenzu

Hugo Enrique Del Castillo Reyes* 

*Universidad Nacional Autónoma de México (México). hugodelcastillo@filos.unam.mx

Resumen

Este artículo analiza la construcción de la infancia en las novelas El mercurio (1968), El río de la luna (1981) y Esta pared de hielo (2005), de José María Guelbenzu, a la luz de los conceptos mítico-simbólicos de Bachelard y Durand para demostrar que funciona como un absoluto primigenio al que se busca volver constantemente, pues resguarda a los personajes hasta el inminente choque con la realidad adulta. Esto para concluir que desde la adultez los personajes observan la infancia con el anhelo de volver allí, lo que tiene una función paliativa mediante la memoria y la palabra, por ello, la narrativa de Guelbenzu plantea regresar al ámbito infantil desde las imágenes literarias y así conservar ese mundo de fantasía.

Palabras clave: José María Guelbenzu; arquetipo; símbolo; Literatura española; siglo XX

Abstract

This article analyzes the construction of childhood in the novels El mercurio (1968), El río de la luna (1981) and Esta pared de hielo (2005), by José María Guelbenzu, in the light of the mythical-symbolic concepts of Bachelard and Durand to demonstrate that it functions as a primitive absolute to which it is sought to return constantly, since it protects the characters until the imminent clash with adult reality. This to conclude that in their adulthood the characters observe childhood with the desire to return there, this has a palliative function through memory and word, therefore, Guelbenzu’s narrative proposes the return to the child environment trough literary images to preserve that world of fantasy.

Key words: José María Guelbenzu; archetype; symbol; spanish literature; Twentieth century

1. Introducción

El objetivo de este artículo es analizar el mundo infantil en las novelas El mercurio (1968), El río de la luna (1981) y Esta pared de hielo (2005), escritas por José María Guelbenzu (1944), para mostrar que se construye como arquetipo del absoluto primigenio, al que los personajes buscan volver porque los resguardaba del inminente choque con la adultez. Para ello será útil el horizonte teórico filosófico de la imaginación simbólica de Bachelard y Durand. Pero antes se exponen ideas críticas generales acerca de las novelas y su recepción.

Guelbenzu escribe influido por el Boom latinoamericano, la Nouveau Roman francesa y el Modernismo en lengua inglesa. En estas estéticas la narrativa se rige por reglas propias y el lenguaje se adentra en las tribulaciones y alienaciones de la mente como consecuencia de las guerras (las mundiales y la civil española), esto lleva a una reflexión intimista y a cuestionar la realidad1. Los autores españoles con estas preocupaciones fueron agrupados en la Generación del 682. De estilos diversos, tienen un común desencanto por el desgastado realismo social literario y la España franquista decadente3.

Guelbenzu publica El mercurio en 1968. Algunos críticos la valoraron como producto de una moda extranjera (Martín, 1982), pero otros notaron aciertos. Para Amorós: “impone una reconsideración de la novela como obra de arte (como método de conocimiento, expresión y revelación de la realidad), una reflexión sobre el lenguaje y la técnica narrativa” (1969, p. 173)4. Con el tiempo se ha revalorado. Por ejemplo, Rodríguez-Fischer (1991) la aprecia como una obra reveladora de fuerte espíritu renovador, pues en El mercurio hay un trasfondo simbólico, reflejado en las técnicas narrativas: monólogo interior, diálogo, narrador omnisciente, flujo de conciencia, estilo indirecto libre, etcétera.

El río de la luna apareció en 1981 para obtener el Premio de la Crítica. Su recepción fue positiva, Román (1995) apunta que: “asimila […] los hallazgos formales y la renovación temática de las tendencias narrativas anteriores a través de una perfecta estructuración y una expresión impecable” (p. 121). Esta novela estructura el mito agrolunar a partir de los personajes, las acciones y su propuesta de leer al mundo desde el símbolo, pues el fracaso de los personajes refleja el entramado narrativo construido con las imágenes del uroboros y la luna cambiante, por ello sus capítulos pertenecen a varios marcos narrativos: novela de aventuras, sentimental, de aprendizaje, fantástica y erótica (Martín, 1982).

Esta pared de hielo se publicó en 2005. Rodríguez-Fischer (2005) menciona que es: “una de las novelas más graves y hondas (y sólidas y arriesgadas, literariamente hablando) que recuerdo en mucho tiempo […] de profundo sentido existencial, una verdadera epopeya del pensamiento y de la reflexión” (p. 65). Esta novela perfila una crítica hacia la realidad contemporánea, al apelar a la crisis de los sentimientos, para ello se vale de las figuras del diablo y de la muerte. Higuero (2010) dice que esta novela: “ratifica una vez más el indiscutible papel innovador desempeñado por Guelbenzu […] en lo concerniente a estrategias discursivas posmodernas, repletas de enfoques contestatarios e inagotables aproximaciones críticas, siempre enriquecedoras” (p. 323).

Aunque las apuestas narrativas y los contextos de publicación de estas novelas son distintos, las tres construyen su crítica a partir de un entramado simbólico-alegórico, además de apelar tanto a la construcción de una realidad infantil como a la nostalgia que muestra el adulto por volver allí. Con ello quedan emparentadas como parte de un proyecto literario conjunto y justificada su elección como corpus para el análisis que aquí se presenta.

Acerca del tema que nos compete,5 Royer (2007) observa que en El mercurio los personajes infantiles sufren el maltrato de los adultos y son víctimas del mundo de la inocencia: “Dans les romans de Guelbenzu, on pourrait dire que l’infance represénte el début d’un naufrage, le début de la dépersonnalisation de l’individu, un lieu ou un moment que celui-ci voudrait expulser de lui-même” (p. 130) 6. No estamos de acuerdo con que los personajes traten de deshacerse de su infancia, pues hay prueba de que quieren volver allí, como se ve adelante, pero sí cuando afirma que la infancia: “c’est le monde d’une société hostile, d’un lieu de solitude et d’humiliation, mais aussi un espace de refuge pour s’aguerrir face aux adversités, le lieu d’initiation à la vie” (p. 130) 7.

Se puede afirmar entonces que no hay un acercamiento a nuestro tema desde una perspectiva filosófica-simbólica ni se ha extendido a las tres novelas propuestas, por ello este artículo tomará conceptos de Bachelard y Durand para mostrar que la construcción de la infancia funciona como un absoluto primigenio al que los personajes buscan volver constantemente, pues los resguarda del inminente choque con la realidad adulta.

2. La imaginación simbólica

Para Bachelard (2006), la imaginación creadora deforma las imágenes percibidas: “Si no hay cambio de imágenes, unión inesperada de imágenes, no hay imaginación, no hay acción imaginante” (p. 9). Las imágenes en la imaginación son sublimación de arquetipos con realidad física y psíquica, esto permite caracterizar al pensamiento a partir de su relación con la ensoñación, pues precede a la percepción: “se sueña antes de contemplar” (Bachelard, 1996, p. 11). Bachelard (2003) concede especial relevancia a “la ensoñación que se escribe, que se coordina al escribirse, que sobrepasa de manera sistemática su sueño inicial, pero que permanece por lo menos fiel a realidades oníricas elementales” (p. 35). Lo mismo cuando afirma que “La palabra, el verbo, la literatura, ascienden a la jerarquía de la imaginación creadora. […] El ser se hace palabra. La palabra aparece en la cima psíquica del ser” (2006, p. 11). La imaginación es inherente a la conciencia y atiende a su interior, pero, en el marco literario, se extiende al nivel comunicativo, entonces es primordial el símbolo.

Para Durand (1971), la conciencia aprehende la realidad de forma directa con la percepción de las cosas y de forma indirecta cuando el objeto no está presente. Esta ausencia se salva mediante el símbolo: una re-presentación, un signo separado de su significado. En la imaginación simbólica (el terreno donde el símbolo se presenta) el significado es imposible de representarse, pues el signo solo se refiere a un sentido y no a la percepción, por ello el símbolo puede ser epifanía. Durand afirma al símbolo como un: “signo que remite a un significado inefable e invisible, y por eso debe encarnar en concreto esta adecuación que se le evade, y hacerlo mediante el juego de las redundancias míticas, rituales, iconográficas, que corrigen y complementan inagotablemente la inadecuación” (p. 21). La virtud esencial del símbolo “es asegurar la presencia misma de la trascendencia en el seno del misterio personal” (p. 39).

Durand, siguiendo a Bachelard, describe tres sectores de aparición simbólica: el de la ciencia, allí el símbolo tiende a desaparecer para que el objeto no se pierda; el del sueño, donde el símbolo se descompone para restituir su precisión en la conciencia; y, por último, el de la palabra, allí se asimila el mundo al ideal humano y resulta en la ensoñación de quien recrea el lenguaje. El lector es receptáculo de la resonancia imaginante y del símbolo, esto puede llevarlo a un estado mental cercano a la hierofanía y a la escatología.

La pérdida del mundo infantil en la obra de Guelbenzu es el principio de este movimiento simbólico-imaginante, fuente de la que bebe el imaginario personal. Dicha pérdida es el movimiento descrito por Durand, pero con dirección opuesta, pues la ensoñación de ese ámbito primordial infantil acerca al hombre a un estado mental que lo conecta con su génesis. Para el adulto, el recuerdo tiene una carga simbólica en su presente, pues los elementos perceptivos de la infancia deben restaurarse en la imaginación como reconstrucción de un pasado mítico que da sentido y vertebra su historia individual. Durand (2004) retoma a Levi-Strauss para considerar la infancia como el absoluto primigenio, pues cada niño “aporta al nacer, y en forma de estructuras mentales bosquejadas, la totalidad de los medios de que dispone la humanidad desde tiempos inmemoriales para definir sus relaciones con el mundo” (p. 49). Así, queda expuesta la relevancia del mundo infantil para el ámbito de la imaginación simbólica a partir de la literatura.

3. La creación del mundo infantil

La percepción y la imaginación son antitéticas: imaginar es ausentarse, aventurarse a una novedad vital (Durand, 2004). Los niños sustituyen su percepción por la ficción imaginaria, esta condición conlleva al aislamiento natural, pues se crean una realidad con reglas propias. En las obras de Guelbenzu, esta etapa creativa se debe a la evasión del niño frente al mundo adulto. En El mercurio, es evidente cuando Guelbenzu-ficcionalizado recuerda su infancia: “Tuve, como todos los que con sorda solidaridad pertenecíamos al cuerpo de los oprimidos, necesidad de crearme un mundo aparte de lindas maravillas y aparte de mi casa también” (1991, p. 296). Esta idea cobra vida en el segundo apartado de El río de la luna, “En poder de los eimuros”, cuyo título refiere a la obra de Emilio Salgari, un autor juvenil italiano, al que Fidel y José, los niños protagonistas del capítulo, leen con asiduidad. Los eimuros son integrantes de una tribu semiantropomorfa y cruel, a la que los niños relacionan con los adultos. El relato cita al libro de Salgari, L’uomo di fuoco (1904), pues Fidel lo está leyendo:

-¿Tan terribles son esos eimuros? -Son más semejantes a fieras que a hombres; todo destruyen a su paso. […] -Sin embargo, son hombres. -¡Quién sabe! -respondió el marinero Solís-. Sé que andan a cuatro patas como las fieras. (Guelbenzu, 1985, p. 120).

Embebidos en la lectura, Fidel y José construyen un mundo alterno al compartido con los adultos. Al encontrar una almadía abandonada, Fidel finge ser Yáñez, compañero de Sandokan en la saga de Salgari “Los piratas de Malasia”. La caracterización del mundo infantil creado permite ver que el niño se convierte en cualquier personaje de sus lecturas:

[Fidel] dudaba entre continuar con su papel de Yáñez acechando la reconquista de Mompracem8 o de Álvaro de Viana acosado por los eimuros en la sabana. Siempre elegía jugar el papel de lugarteniente pero sin ceder a nadie el de jefe […]. Y le gustaban aquellos papeles porque en realidad no le agradaba el triunfo. Sandokan debía triunfar llegado el momento y entonces la magia de la acción desaparecería. […]. Aquella sólida ligazón entre la libertad absoluta y ser no el primero sino el segundo blanco en la batalla, le concedía una prioridad vital aplastante sobre cualesquiera otros de aquellos formidables aventureros (Guelbenzu, 1985, p. 122).

Un modo de pasar inadvertido, preservar la fantasía y el resguardo se refleja en ese disgusto por el triunfo. Fidel en la adultez es reflejo de ese niño, el fracaso se prefigura desde el mundo arquetípico infantil, aquí como rechazo al protagonismo.

La invención de la realidad infantil, alimentada por las ficciones de Salgari, adquiere realce cuando el narrador participa de esa dinámica y los referentes reales desaparecen para dar lugar a la fantasía infantil, por ejemplo, refiriéndose a José y a Fidel, el narrador apunta: “Yáñez y Timur el rastreador se dejaron caer al suelo, exhaustos” (p. 131), y: “Timur el rastreador, agazapado junto a la esquina del caserón, le hizo señas indicándole su calzado húmedo” (p. 133). Los niños pueden ser cualquiera de sus personajes favoritos, pero esto no impide que su aventura resulte una transgresión al orden impuesto por los adultos, representados siempre por los eimuros, por ello vuelven a esa fantasía en que la amenaza del ámbito adulto prevalece: “…ya no eran Yáñez ni Timur camino de la querida Mompracem, sino Álvaro Correa y su valiente grumete quienes se disponían a aventuras en la terrible sabana a la busca de algún islote que les pusiera a salvo, al menos momentáneamente, de los terribles eimuros que andaban casi a sus alcances” (p. 141).

Para terminar este apartado, nos referiremos a un personaje peculiar de Esta pared de hielo: una pieza de plástico. Este objeto fue un soldadito de juguete de Julián Bo, protagonista de la novela, pero ahora calza la mesa donde descansa su féretro. Con cierta ironía y gracias a la prosopopeya, el plástico reflexiona acerca de la infancia:

…lo cierto es que es la única época de nuestra vida en la que fuimos héroes, auténticos héroes que libraron mil batallas, siempre dispuestos a dar la vida por la causa; luchamos con un coraje y una fe en el triunfo que nunca hemos vuelto a tener. Después, el olvido. […] Éramos guerreros llenos de valor e imaginación y ni tú ni yo tenemos ahora el aspecto de haber colmado nuestras aspiraciones. […] Yo me degrado pero mi esencia no se aparta de mí. La tuya muere contigo (Guelbenzu, 2005, p. 122 y 124).

Los personajes de Guelbenzu apelan al mundo infantil para denotar la primordialidad perdida y esa capacidad de guarecerse en un mundo imaginario donde la percepción se combina con la representación, principio creador emparentado con la enunciación imaginante. Dicha realidad alterna suprime la dimensión lógica-racional, así el choque con el mundo adulto y el abandono de ese refugio mental permanecen como experiencias traumáticas que dibujan un trayecto a seguir para los personajes.

4. El despojo y el retorno a la infancia

La narrativa de Guelbenzu postula al mundo infantil como representación de un deseo hegemónico que rige la vida del adulto; tras su pérdida, busca regresar a este, pues funge como fuente de todo proceso humano. El capítulo “Cuatro” de El mercurio está dedicado a los recuerdos infantiles de Guelbenzu-ficcionalizado, esto denota su importancia, pues construye al personaje a partir del absoluto primordial. También la primera aparición de Jorge Basco caracteriza al personaje a partir del retorno a la infancia, su descripción se teje con la disolución de su rostro infantil en el reflejo del acetato mientras gira:

Voy descubriendo a Jorge Basco, su enarenada infancia y el rostro restregado erosionado. Va descendiendo sobre la superficie una cálida y triste monigotada, un pizarrón, un cero inconsolable irrebatible carne de niño. Va descendiendo transformándose una línea irracional de horizonte de rostro humano y el horizontespejismo desvanécese, allá lejos extiende su línea el verdadero, pero un hombre nuevo camina sobre la tierra ya muy viejo ya muy cansado ya muy imperfecto (Guelbenzu, 1991, p. 102).

Los dos primeros capítulos de El río de la luna responden a una pérdida (“La serpiente comienza”) y un retorno (“En poder de los eimuros”) al mundo infantil. El primero presenta a José, un chico de catorce años, que experimenta un descenso al inframundo de una realidad alterna; el segundo, la aventura de Fidel y José ya citada. En ambos casos la propuesta escritural vuelve a la infancia, por tanto, este deseo no se limita a la ficción, pues implica a la intención estilística y estética de la obra. Algo similar ocurre en Esta pared de hielo, pues el alma de Julián Bo rememora su vida como niño y el recuerdo del personaje destaca por la precisión reflexiva y juiciosa obtenida tras la muerte y su inminente desaparición:

Mis primeros años fueron duros, años de carencia, de precariedad -prosiguió el alma-, pero yo era un niño y me conformé como todos los niños. Esos fueron los años que me introdujeron en el mundo y, además, la infancia es el único tiempo donde todo está cerca y tú estás en medio. Los niños no miden el tiempo, no lo sitúan, su tiempo es solo ‘ya’ o ‘luego’ del mismo modo que su espacio es ‘cerca’ o ‘lejos’. Después, la vida consiste en ir descubriendo que el mundo es cada vez más grande y tú eres cada vez más pequeño hasta que, finalmente, la muerte te reduce a la nada (Guelbenzu, 2005, p. 43).

Este hic et nunc indefinido de los niños, los postula como seres capaces de aprehender, de forma inconsciente, las máximas que regirán su vida adulta. La experiencia de este personaje demuestra que el abandono del mundo infantil termina en una miniaturización, un empequeñecimiento. El alma de Julián revela su desplome como humano a partir de la visualización de una foto: un niño yace moribundo sobre la calle en el Gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial9. La imagen le proclama recordar su infancia, pero la encuentra muerta, con ello reconoce la imposibilidad de volver al absoluto primigenio, por tanto, su cercanía con la muerte, pues perder la capacidad del retorno, aun en el recuerdo, significa perder, también, el sentido de continuar con su vida:

Lo cierto es que yo no esperaba la muerte, ¿sabe? La noche anterior a su llegada, sin embargo, miré mi cara en el espejo del cuarto de baño y me pregunté en qué se había convertido el niño que fui, me dio pena el hombre maduro del espejo que parecía una fruta ajada. Eso me hizo pensar en la muerte. No en mi muerte sino en la de aquel niño: no quedaba rastro de él, salvo en los reflejos instantáneos de la memoria, pero el niño había muerto para que yo estuviera allí, frente al espejo, y no pude evitar que se me llenaran los ojos de lágrimas. […] -Esa noche viste a la Muerte, a tu manera (p. 74 y 75).

Al comparar este reconocimiento frente al espejo con el ya citado de El mercurio, se encuentran similitudes y diferencias. En El mercurio la cara infantil da paso a la adulta, por ello se presenta al personaje en esa etapa; en Esta pared de hielo el personaje adulto encuentra la muerte cuando la cara infantil se desvanece. Así queda expuesta la importancia del retorno a la infancia, cuyo referente debe estar a la mano, pues representa la fuerza vital que comparten símbolo y mito.

Para Durand (1971), la imaginación simbólica es negación vital y dinámica de la nada, la muerte y el tiempo. El símbolo restaura el equilibrio vital, pues ayuda a combatir la muerte y a restablecer una armonía psicosocial; instaura al hombre como homo symbolicus, por tanto, equilibra al universo que transcurre con el ámbito de un Ser que no transcurre, por ello desemboca en teofanía. Durand (2004) afirma que: “…el símbolo, en su dinamismo instaurativo en busca de sentido, constituye el modelo mismo de la mediación de lo Eterno en lo temporal” (p. 139). La esperanza del ser humano está en esa teofanía de la imaginación simbólica, esa mediación entre lo temporal (humano) y lo eterno (divino). Los personajes de Guelbenzu pierden su condición de homo symbolicus, esa negación vital del tiempo que anula la muerte, el desequilibrio los expone a la nada o, como en el caso de Julián, a una muerte insignificante.

En este tenor, saltan a la vista los primeros personajes que visitan el cadáver de Julián Bo en el tanatorio: el señor Perpignano y el capitán Laczinski, quienes provienen de otro libro de Salgari, Capitan Tempesta (1905). En este pasaje se plantea la misma premisa respecto de la infancia como un paraíso perdido al que no se vuelve sino en la melancolía del recuerdo:

-¿Será cierto que la infancia es el tiempo más hermoso? Ah, he sido leído por tantos infantes y siempre con parecida emoción que estoy por apostar que sí. Pero ¿qué es de ellos luego? Al fin y al cabo nosotros nunca hemos cambiado. -Cierto. Ni tenido infancia. -Os equivocáis, capitán: hemos tenido miles, esa es nuestra suerte, acaso inmerecida. Ved a este mortal. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿A costa de qué felicidad o desdicha? Finalmente, nada es y en la nada desaparece. Nosotros sabemos quiénes somos y qué hacemos en el mundo pero ¿y ellos?, ¿y este infeliz? (p. 53).

Estos personajes recrean el mundo infantil para caracterizar a Julián, pero también tienen un fin simbólico al indicar que la infancia funge como ese absoluto al que debe regresar necesariamente. Hay una reflexión semejante al dialogar Inmaculada y el Diablo (Leonardo):

-Como el niño que repasa sus mapas y estampas con avidez. Esa manera de decirlo es lo que me llena la cabeza de imágenes de mi niñez y, sobre todo, de una oleada de felicidad como no he vuelto a sentir nunca, a lo mejor es verdad eso de que nuestra idea de felicidad viene solo de cuando hemos sido niños y todo el resto de nuestra vida consiste en acercarnos o alejarnos de aquella sensación, ¿no le parece? -Pero hay infancias, al parecer, desgarradoras… -comentó Leonardo aceptando la pausa que ella le proponía implícitamente. -Entonces la vida es un infierno (p. 197).

Hay otras imágenes que nos remiten a este retorno, aunque la valoración del mundo infantil resulte opuesta. En El mercurio, el personaje de Pedro Dopico relata una experiencia cercana a la infancia; el retorno aquí refiere un final absurdo y negativo: el paroxismo tan parecido a la embriaguez, el balbuceo y la repentina necesidad de orinar, se expresan como una vuelta a la incomodidad infantil. El resultado es un flujo de conciencia que lleva a la fragmentariedad del lenguaje, esa imposibilidad de una comunicación adecuada y la literalidad del balbuceo, por medio de la escritura sin corrección. El retorno está simbolizado como una caída:

…por favor señor vamos a cerrar dice i no lla no puedes para nunka jamás lla lebántate como puedas ké lo mismo da y llo me lebanté poco ha poco kon huna tristesa tremenda porke me havía holbidado dean dar lloe raun pe keñoniñito hel kamarero hasustado bino ha donde llo hestava yorando ¿me necesita? dijo klaro ke le nesesito! claro que le nesesito grité llo i le grité lla seguro dél: no hestoi borracho hustez bé kómo no? I hel lo beía pero llo azia hel suelo lla kaía i kaía i kaí (Guelbenzu, 1991, p. 187)10.

5. El choque necesario con la infancia

Los eimuros, esos seres inhumanos y crueles en El río de la luna, representan la amenaza adulta en la realidad creada por los niños, esto queda manifiesto al final de la aventura en la almadía, donde hay una identificación directa entre los padres y los seres salvajes:

[Fidel] pudo apreciar una figura que corría paralelamente a ellos y al menos dos o tres que la seguían haciendo visajes y gritando a su vez. […]: -¡Eimuros! […] Si caemos en sus manos no doy un céntimo por nuestras vidas. […] Se volvió y comprobó que los eimuros ya casi se igualaban a ellos... (p. 144).

Esta amenaza y su enfrentamiento pueden verse, según Durand (2004), como la representación simbólica teriomorfa, de donde se obtiene la primera angustia ante el devenir del tiempo, representada por un cambio brusco, en la novela esto simboliza convertirse en adulto: “El esquema de la animación acelerada que es la agitación hormigueante, bullente o caótica parece ser una proyección asimiladora de la angustia hacia el cambio brusco” (p. 78). Durand vincula la animación al traumatismo de la dentición coincidente con las ensoñaciones infantiles, en las que aparecen “fauces terribles, sádicas y devastadoras” (p. 88), dicha animalidad “tras haber sido el símbolo de la agitación y el cambio, carga más simplemente con el simbolismo de la agresividad, de la crueldad” (p. 89), sobre todo las formas que caracterizan a los eimuros/adultos, pues entrar al mundo adulto es encontrarse con esas fauces.

Fidel dejará de ser el aventurero refugiado en su propia realidad al abandonar el principio imaginante de la infancia, él mismo será un eimuro al acecho dinámico, provisto de dientes afilados. El final de la aventura no es triunfal, el niño está en poder de los eimuros, bajo el orden adulto y, aun con resistencia, abandonará su infancia; así, la metáfora del título del capítulo adquiere sentido. Al final del apartado, Fidel no quiere disculparse y con el reiterado “que se jodan” responde al mundo adulto del que ya forma parte. Desde allí intentará volver a la infancia por medio de la memoria.

En este sentido, destaca el sentimiento de ser único, experimentado en la niñez, como un elemento que se pierde con la adultez. Esta reflexión continúa en Fidel cuando, más adelante en el relato, intenta ser único y dejar la mediocridad, lo que, bajo esta idea, apunta a retornar a la infancia. En Esta pared de hielo, el alma de Julián medita acerca de las representaciones teatrales que realizaba para la familia cuando aparece la cuestión de ser único:

Por eso me conmueven tanto los niños. […] Lo que no sabía es que solo somos únicos cuando somos niños; algunos son únicos solo para sí mismos, sin otro apoyo; otros lo son porque su entorno les reconoce como únicos. Esa felicidad es incomparable, ésa es la que tratamos de retomar de nuevo por el resto de nuestras vidas. Pero la vida es la que se ocupa, al término de la niñez, de alejarnos del sentimiento de ser únicos. Lo entendí a la perfección cuando me reconocí como un hombre de orden (Guelbenzu, 2005, p. 153).

Es el orden del mundo adulto, el que se rompe cuando Julián ve la foto del niño de Varsovia, sin embargo, no regresa a la conciencia infantil, sino a un estatismo donde la vida pierde sentido. El alma de Julián describe así su circunstancia: “…al menos cuando desaparezca conmigo, cuando mi memoria muera, la parte de vida que ese niño tiene depositada en ella encontrará el descanso que buscó al morir. Mírame: estoy muerto y aun en esta condición no logro olvidar la imagen de ese niño” (p. 174). El alma de Julián vuelve a la foto porque simboliza la destrucción total de su mundo infantil11, incluso su vida como adulto se detiene, el orden desaparece y vive solo para aliviar el dolor de la muerte de ese niño, por ello quema el dinero del maletín al enterarse de su procedencia: su padre lo obtuvo de la venta de pasaportes falsos a judíos, a los que él mismo denunciaba a cambio de más dinero.

Además del choque entre el mundo adulto y el infantil, hay un trayecto de uno a otro, pues la estructura del primero se encuentra ya en el segundo. Esto se ve cuando unos profesores de Julián visitan su cadáver: “…no recuerdo que el chico destacase en nada. […] me pareció un proyecto perfecto de ciudadano anónimo. Mire: puede que esa fuera su emblemática cualidad. […] Es inútil trabajar con gente así. Llevan su destino marcado en cada uno de sus gestos” (p. 61). Los profesores coinciden en ver la infancia como un anticipo de la vida posterior. En Julián la mediocridad e indecisión se presentaban desde entonces, el único interés que podría despertar estaba en fijar la atención en él, como después lo intenta Leonardo (el Diablo) al investigar con Inmaculada la historia del maletín, comprobar si su alma vale la pena, idea que desecha al final.

También en esta novela hay una alusión satírica a la incipiente moral infantil en boca del Ángel Bueno de Julián, pues considera clave el pacto que se hace con él:

En la infancia es cuando el hombre y el ángel establecen su pacto. Solo cuando el hombre crece, el ángel malo viene a hacer de las suyas, pero si el pacto es firme, si el recuerdo de infancia es duradero, no hay quien rompa esa alianza. El niño sobrevive siempre en el hombre a todos los conflictos, a todos los enredos y desviaciones, si este no deja que en su corazón entre la duda, que es la que trae consigo el ángel malo (p. 161).

En El mercurio, el recuerdo de la infancia apela a una identificación con el mundo adulto, pero de forma primigenia en una simplificación de las estructuras humanas: “Primera consecuencia: el mundo infantil es la ferocidad de la fuerza, la sociedad de adultos regresada a la primitivez, no complejizada. El golpe, el golpe” (Guelbenzu, 1991, p. 294). Estas imágenes después se reflejarán en el mundo adulto como la injusticia propia de la condición humana. La mención de los grupos de niños conformados en “bandas” restituye la primordialidad de las acciones adultas, de las guerras y la violencia. El recuerdo se concentra en el temor al acoso en los baños: la humillación consiste en abrir la puerta de la cabina para burlarse públicamente: “Jamás me agarraron en una cabina. ¿Habilidad? Miedo” (p. 294). La simbolización del estar en la cabina se puede interpretar como una paz interrumpida que no se vive en su totalidad, debido al miedo constante. Así, el mundo infantil es una fuente de símbolos que aparecerán como reflejo de esa primordialidad en el mundo adulto. El miedo se verá con otras circunstancias en los personajes, pero siempre como esa interrupción de la tranquilidad y el actuar bajo su influencia. La percepción del niño funciona como imaginario del que beben los símbolos a los que se vuelve de manera inexorable. El trastoque de un verso de Vallejo sirve para caracterizar este mundo prístino al que todos deben sobreponerse:

Hay un lugar en el mundo que se llama Infancia. Un lugar muy triste y lejano y otra vez triste. Hay un lugar en el mundo donde el profesor te dice: mi mamá me ama, y uno recuerda que no aprendió a decirlo sino tarde, así le insultaron, le castigaron. Y así que hubo cobrado horror inabarcable a los profesores sucedió que el niño era débil y muy pequeño y arrinconado en aquel lugar de la Infancia tuvo que encontrar amigos y sonrió pero entonces sus amigos jugaron al fútbol y él se amedrentó de que una pelota le destrozara las gafas (p. 294).

La debilidad se extiende a la vida adulta, ese pasado incómodo significa una advertencia que los personajes piensan el resto de su vida. Es innegable que en la formación del niño hay constantes relevantes para su vida futura; el adulto recuerda estas estructuras, pero no puede escapar de ellas ni cambiarlas (al menos no en las novelas de Guelbenzu), sólo enunciarlas con una función paliativa: “…la memoria, al permitir que se vuelva sobre el pasado, autoriza en parte la reparación de los ultrajes del tiempo. La memoria está realmente en el dominio de lo fantástico, porque arregla estéticamente el recuerdo” (Durand, 2004, p. 409).

En El mercurio se observa la relevancia de la infancia en la revaloración y determinación que se hace desde la adultez: “La infancia es propiamente una cosa de adultos. Nosotros respondemos a su estructura a su miedo a su mediocridad a su temor a su estallido a su vergüenza a su parálisis a su mala sangre a su odio” (p. 301). En el imaginario popular, la infancia representa un paraíso perdido, pero aquí no lo parece, su valoración es negativa, sin embargo, no hay contradicción sino un juego de contrastes. Así como el mundo infantil significa la felicidad total, la plenitud de los sentidos y lo prístino de la conciencia, también representa ese miedo primordial, esa humillación constante y la simplificación primitiva de la sociedad humana: “La nostalgia de la experiencia infantil es consustancial a la nostalgia del ser […] todo recuerdo de infancia, por el doble poder del prestigio de la despreocupación primordial, por un lado, y, por el otro, de la memoria, de antemano es una obra de arte (Durand, 2004, p. 409).

La infancia simboliza el absoluto, simpleza vital caótica, pues no hay límites definidos y la moral está por conformarse; solo hay aprendizaje y desarrollo, imposición de ideas y choque contra el mundo adulto: “He aquí que a Ángel, Chéspir, Manolo, muchos, nos une esta condición de infancia atroz. [….] Se rebela, como un fantasma mundial que cubre todo el frente, la desesperada infancia, la desesperada infancia rota, destrozada, que clama desde su muerte con una voz de siglos de dolor (Guelbenzu, 1991, p. 302).

6. Conclusiones

La obra de Guelbenzu usa imágenes arquetípicas para acercar al lector a un conocimiento de sí mismo, pues muestran una verdad ontológica por medio de los símbolos. La poética guelbenzuniana refiere al mundo infantil, pues simboliza el mito personal de cualquier individuo, el que transforma la imaginación simbólica para dar sentido al principio de identidad. Esta narrativa apela a la infancia como el ámbito de todas las sensaciones y experiencias primeras en una especie de caos: el absoluto primigenio. Las novelas analizadas plantean un regreso a la infancia, pues las imágenes simbólicas creadas allí devienen en la resonancia imaginante y simbólica mediante el lenguaje, con ello, se alude a la reconciliación con la génesis personal. Sin embargo, sus personajes sufren la pérdida del ámbito infantil como una angustia extendida a su vida futura y un afán de volver a dicho ámbito.

En los relatos analizados, el enfrentamiento del mundo infantil con el adulto se emparenta con el de la ficción de la imaginación contra la realidad perceptible y la lógica adquirida por la conciencia racional. Esto se simboliza con la creación de un mundo propio de los niños para protegerse del entorno adulto; este choque de perspectivas da sentido y movimiento a la narrativa y apunta a ver el tema como tradición12. La poética de Guelbenzu entiende la infancia como ese mito personal, pero compartida como colectividad, pues todo hombre fue primero niño. La apreciación o desprecio de la infancia se atribuye al recuerdo del absoluto primigenio desde el presente de la adultez, pues para el niño la diferenciación está cancelada. Los personajes experimentan la pérdida del carácter infantil al introducirse en el mundo adulto. Desde allí observan la infancia como irreversibilidad y cercanía con la muerte, sin embargo, el anhelo de volver a ese ámbito cumple una función paliativa por medio de la memoria y la palabra; sin este el sentido de la vida corre peligro, pues la dimensión creativa de la imaginación simbólica queda nulificada. Por ello, la obra de Guelbenzu plantea regresar al ámbito infantil desde las imágenes literarias para conservar ese mundo de fantasía, alterno al real, que la infancia crea con la mentira y el fingimiento, principios creadores de toda literatura.

Obras citadas

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1 Para conocer más características de estas novelas en España, ver Jones (1985). Para un análisis de la alienación en Guelbenzu ver Herzerberger (1981) y para uno centrado en el intimismo ver Roche (2006).

2Para más detalles de esta generación véanse Sherzer (2012), Sobejano y Sanz (1999), Domingo (1973), Gullón (1987) y Langa (2000). Entre los autores de la generación destacan: José María Guelbenzu, Manuel García Viñó, Gabriel G. Badell, Francisco Umbral, Jesús Torbado, Germán Sánchez Espeso, Javier Tomeo, Miguel Oca, Ana María Moix, Manuel Vázquez Montalbán, Lourdes Ortiz y Vicente Molina Foix.

3Aunque autores de la Generación de Medio Siglo retomaron dichas influencias, sus novelas bajo estas pautas se publicaron paralelamente a las de Generación del 68.

4Para más detalle de la recepción crítica de El mercurio ver Curutchet (1969) y Bozal (1968).

5Para acercarse al tema de la infancia en la literatura española véanse Menczel y Scholz (2007) y Xiaojie (2012).

6“Podríamos decir que en las novelas de Guelbenzu la infancia significa el inicio de un naufragio, el inicio de la despersonalización del individuo, un lugar o un momento que le gustaría expulsar de sí mismo” (Mi traducción).

7“Es el mundo de una sociedad hostil, un lugar de soledad y de humillación, pero también un lugar de refugio para endurecerse ante las adversidades, el lugar de iniciación a la vida” (Mi traducción).

8Isla donde vive el personaje Sandokan.

9La foto está en la p. 217, captada por Heinrich Jöst se encuentra en los Yam Vashem Photo Archives en Jerusalem, fechada el 19 de septiembre de 1941, se publica en Schwarberg (2001).

10También puede leerse la locura de Ernesto como retroceso a la infancia.

11“ …aquel crío famélico que se echó sobre una acera del gueto de Varsovia para dejarse morir solo […] me hizo sufrir y llorar de tal modo que aún recuerdo la sensación de las lágrimas y el sentimiento de impotencia que me acuciaban en cualquier lugar o momento en que recordara esa imagen desde entonces” (p. 216). La novela vuelve a la imagen del niño en las páginas: 218, 226, 227 y 237.

12El tema es recurrente en la novela de la posguerra con autores como Ana María Matute, Carmen Laforet o Rafael Sánchez Ferlosio. Sería relevante analizarlo en escritores cercanos a la generación del 68 como José María Merino o Juan José Millás, pues también construyen mundos infantiles en sus relatos.

italic: ; Received: September 05, 2021; italic: ; italic: ; Accepted: July 13, 2022

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