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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.57 no.137 Bogotá May/Aug. 2008

 

Dawkins, R. El espejismo de Dios. Madrid: Espasa Calpe, 2007. 450pp.

 


Richard Dawkins, el famoso biólogo y profesor titular de la cátedra Charles Simonyi de divulgación pública de la ciencia de la universidad de Oxford, no debe su celebridad tan sólo al ingenio y brillantez para exponer temas científicos de forma clara y amena. En su prontuario intelectual se registran también su condición de investigador y teórico original en temas de biología evolutiva, lo mismo que su profesión pública de una "fe inversa" tan probada al fuego, que este libro sobre Dios y la religión resulta todo menos inesperado, y contiene el potencial y las credenciales para convertirse en el evangelio para ese insólito "rebaño de gatos" en que consiste la dispersa y seguro minoritaria comunidad de ateos. El espejismo de Dios se nos ofrece con un cuádruple propósito de concientización: primero, concientizarnos de que ser ateo es una opción realista, valiente y espléndida. Segundo, que las explicaciones naturalistas, como la teoría darwiniana, mejoran nuestra comprensión del cosmos y son superiores a las explicaciones místicas y religiosas. Tercero, que etiquetar a los niños con las religiones que profesan sus padres es abusivo. Cuarto, que ser ateo no tiene por qué constituir motivo alguno de vergüenza. Es claro que estos mensajes pueden reducirse a tres, dada la afinidad temática del primero con el cuarto. El tercer mensaje se amplía suficientemente en la obra (caps. 8 y 9), al punto que se podría expresar mejor como advertencia contra el carácter pernicioso, además de infundado, de las religiones.

El conjunto de tesis, argumentadas y ejemplificadas con el estilo claro, creativo y directo de Dawkins, pueden compendiarse del siguiente modo: es abrumadoramente improbable que Dios exista, de modo que, aunque no es posible demostrar taxativamente su nulidad, la balanza se inclina del lado del ateísmo. Ahora bien, somos universalmente proclives a la religión o instintivamente inclinados a forjar dioses por una serie de causas que podemos explicar con razones no religiosas sino científicas. Asimismo, podemos explicar por idénticas razones científicas nuestras conductas morales, así que tampoco es cierto que la moral derive de las religiones, o lo que viene a significar algo muy parecido: que no necesitamos a Dios para ser buenos. La argumentación se extiende hacia dos consideraciones adicionales: la religión merece nuestra desconfianza, pero también nuestro repudio. Es, en efecto, no sólo infundada sino perniciosa. Este carácter pernicioso genera los daños conspicuos derivados del fanatismo, el cual se origina en la costumbre no criticada de educar a los niños en la aceptación de creencias absurdas que se refuerzan por el principio de que creer es una virtud. Al final, cap. 10, el autor afronta una última trinchera de los creyentes: puede que incluso no exista Dios, mas ¿qué hacer con el vacío que Dios llena en nosotros?

El propio autor divide y categoriza su argumentación en dos bloques, el primero y más importante de los cuales llega hasta la conclusión del capítulo cuarto, conclusión de la cual da cuenta su propio título: Por qué es casi seguro que no hay Dios. Éste es el asunto teológico de la religión. El segundo bloque lo constituyen los aspectos antropológico, moral, sociopolítico y psicológico de las religiones.

Ese primer bloque comienza con un primer capítulo que hace las veces de estrategia de preparación del escenario de la discusión. Expresadas con un juego de palabras en sus respectivos subtítulos, este capítulo desarrolla dos ideas: la primera viene a decirnos que el merecido respeto que debemos a lo religioso surge de la confrontación con un universo portentoso en todas sus formas. Sin embargo, llamar Dios o declarar divino al cosmos por su carácter magnificente y misterioso, como acostumbran a menudo muchos científicos, constituye un modo inadecuado de hablar y un principio de traición intelectual. La segunda idea consiste en que el respeto inmerecido de que goza la religión es un prejuicio extendido, un tácito convenio, siempre arbitrario y muchas veces absurdo, por el cual nos concedemos el derecho de cultivar creencias fantásticas que acorazamos y hacemos inmunes a los argumentos. Ligado a ello existe también la presunción infundada de que la militancia en la religión otorga especiales poderes a ciertos líderes para opinar sobre temas de interés público para los cuales se precisa un juicio experto, siendo dudoso que la fe o la formación teológica alcancen a conferir dicha experticia.

El Dios contra el cual arremete Dawkins no es un Dios particular. Es lo sobrenatural en todas sus versiones: animistas, politeístas, monoteístas. No le interesa la abigarrada fenomenología de la credulidad humana, nos dice (cap. 2), así que ataca la hipótesis de Dios en cuanto existencia de una inteligencia sobrenatural y sobrehumana que crea el universo y se preocupa de nosotros. En el Dios de Abraham, que sostiene las religiones monoteístas de Occidente, tendríamos la ejemplificación típica y familiar a nuestras intuiciones de una tal hipótesis cuya nulidad cobija incluso su versión deísta, "descafeinada", en la que creen muchos científicos y filósofos. La parte final de su argumentación teológica comienza en este capítulo segundo con su discusión del agnosticismo. Éste consiste en una suerte de suspensión del juicio ante problemas para los cuales no parece haber forma de probar las tesis a ellos referidas, sea en un sentido afirmativo, sea en uno negativo. Sin embargo, contrario a lo que muchos científicos y filósofos sostienen, el agnosticismo no sería aplicable al problema de la existencia de Dios. La razón es que podemos ser agnósticos en torno a ciertos problemas de ciencia o filosofía, ya que se nos impone la certeza de que nunca obtendrán una respuesta afirmativa o negativa. Es el caso, por ejemplo, de saber si las cualidades cromáticas de las cosas las podemos percibir todos, o incluso dos sujetos, de modo idéntico. Es imposible que afirmemos o neguemos dicha posibilidad, y sobre ella podemos ser agnósticos. Esta actitud, sin embargo, es inaplicable a la existencia de Dios, porque, afirma Dawkins, ésta es una cuestión científica sobre cuya improbabilidad se pueden avanzar muchos argumentos, mientras que sobre su probabilidad existen muy pocos. Así que, aunque las tesis enfrentadas acerca de su existencia son irrespondibles, no son equiprobables, esto es, no están en equilibrio estable en sus respectivas fuerzas probatorias.

A continuación se presentan las pruebas tradicionales a favor de la existencia de Dios (cap. 3), todas las cuales van a ser despachadas rápidamente como sofismas. El capítulo cuarto se consagra a rebatir el argumento, si no más sólido, por lo menos el que se reviste hoy de más oropeles en el mercado de las pruebas de la existencia de Dios: el argumento del diseño, presentado ahora pomposamente como argumento de la complejidad irreductible.

Los creacionistas arguyen que ante un evento estadísticamente muy improbable (y toda estructura viva lo es sin duda), la alternativa para explicarlo es la casualidad o el diseño o diseñador inteligente. Este argumento ha hecho carrera en nuestros días como una versión tecnológicamente actualizada del argumento del reloj autoensamblado que hizo famoso William Paley en el siglo XVIII. Se trata de la idea, atribuida a Fred Hoyle, según la cual la probabilidad de que la vida se haya originado en la tierra no es mayor que la de que un huracán pudiera ensamblar un Boeing 747 soplando en un desguazadero. El efecto dramático es grande, pero su lógica es impecablemente inexacta, pues ciertamente tan improbable como que el viento ensamble un 747, es que la casualidad genere un ser vivo. Pero la alternativa que invocan los creacionistas es todavía más improbable, fantásticamente improbable: que haya un diseñador, o sea, en términos de aeronavegación, que el 747 no sea efectivamente ensamblado por el viento, sino por un ingeniero, el cual a su vez tendría que haber surgido del viento. Esto es lo que dice el argumento de Dawkins. Dios no puede explicar el origen de la vida, ni del universo, porque él, como diseñador, se erige en problema de diseño más portentoso todavía. No hay que usar a Dios como explicación del origen de nada, porque él es más difícil de explicar aún; él es el Boeing 747 definitivo. Los creacionistas tratan el origen de la improbabilidad estadística como un evento singular. No comprenden, ni admiten siquiera, el poder de la acumulación de pequeños cambios como posible alternativa de la casualidad. Muchos de ellos andan a la caza de presuntas complejidades irreductibles, rarezas que son tan manifiestamente improbables que, dicen, no podrían sino haber sido diseñadas. Estos razonamientos se alinean con la ya famosa y denostable estrategia del Dios de los vacíos: buscar vacíos en el registro fósil y llenarlos con Dios, y, en general, tapar con Dios todo vacío no explicado por la ciencia. Esto, dice Dawkins, es razonar no científicamente, lo cual implica asumir como virtud el estar satisfechos con el desconocimiento. Es una actitud derrotista y perezosa, nos dice. La verdadera alternativa, tanto a la casualidad como al diseñador sobrenatural, es, para la vida, la teoría darwiniana de la selección natural, y para el cosmos en general, algún análogo que no hemos construido todavía y para cuya consecución el principio antrópico puede constituir una buena guía. Se trataría de forjar modelos explicativos a modo de "grúas autopropulsadas", vale decir explicaciones naturalistas, en reemplazo de los "ganchos celestiales" o hipótesis fantásticas y autoinmunes que no explican nada. En todo caso, tanto el origen de la vida como el del propio universo constituyen vacíos más portentosos que cualquiera, y ni siquiera en estos casos la hipótesis del diseño se sostiene, aunque no faltan los que dicen que no admitir un creador es contravenir la ley lógica del ex nihilo nihil. Pero es manifiesto que si aplicamos la pregunta en términos del origen causal, ni Dios mismo queda exento.

El argumento de la improbabilidad de Dios es, dice Dawkins, un argumento irrefutable o, como lo señaló Dennet, una refutación irrefutable. Constituye por demás una actualización del argumento de Hume. Es famoso el criterio o principio de que "ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a no ser que el testimonio sea tal que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que intenta establecer" (Blackburn, 189). Este razonamiento trata los testimonios como premisas en las cuales creemos sobre la base de una inferencia que se apoya en el tipo de relaciones que nuestra experiencia encuentra en el mundo. Haciendo extensivo este criterio para los relatos de milagros a las afirmaciones sobre la existencia de Dios, tenemos que la carga de la prueba acerca de ella le correspondería, dado su carácter fantástico, no a quien niega, sino a quien afirma que Dios existe. Por eso Dawkins puede decir tranquilamente que el hecho de que no pueda negarse en últimas una hipótesis sobre Dios es algo sin importancia. Lo importante es que hay muchas razones que lo hacen improbable. Esta conclusión es, según confesión expresa, el argumento central del texto. Antes de comentarla vamos a sintetizar lo que, con todo, constituye cerca del 60% del texto restante, y a lo que el autor se refiere como a las diversas cuestiones que siguen ahora.

La primera de las cuestiones que siguen es la relativa al origen de la religión. Existen 3 elementos que se complementan para conformar un bloque explicativo acerca de nuestra universal propensión religiosa. El primero y menos fuerte es el postulado de la conspiración, que ha sido ridiculizado al menos desde Hegel. La religión no es el producto de la manipulación de políticos y sacerdotes para someter al pueblo ignorante. Mas algo de ello existe también, una vez que el virus religioso se comienza a propagar. El segundo elemento explicativo es el epidémico: habrían virus religiosos que se propagan como los genes. Son los replicadores mentales o memes, cuya postulación debemos al propio Dawkins. Pero también podemos avanzar argumentos propiamente darwinianos, los cuales apuntalarán los posibles rendimientos adaptativos de las conductas claramente derrochadoras de las religiones, en términos de economía evolutiva. Muchos psicólogos evolutivos han propuesto teorías que explican la conducta religiosa como subproducto de características psicológicas normales. Dawkins se suma a la lista con una hipótesis: la idea de que las mentes infantiles del Homo sapiens están hechas por la selección natural para absorber información sin crítica. La contraparte perjudicial de ello es la vulnerabilidad a las creencias fantásticas, a los virus mentales. La religión se explicaría pues en términos de epidemiología, a partir de comienzos darwinistas relativos a la satisfacción por vías religiosas de necesidades e impulsos muy básicos de nuestras mentes.

La moral tendría también raíces darwinianas. Los genes egoístas pueden programar a los organismos para ser altruistas. La moral sería entonces un subproducto, esta vez no pernicioso como la religión, de conductas afines al principio de selección natural. La moral entra en juego aquí por la razón de que casi todo el mundo soporta sus asunciones morales en la religión. Dawkins se esmera en mostrar que podemos explicar la moralidad por razones naturales, y socavar así la afirmación de que necesitamos a Dios para ser buenos. Y, en última instancia, aunque necesitáramos un Dios para conducirnos moralmente, eso no haría su existencia más probable, amén de que se trataría de una moralidad bien deplorable.

Ésta es la segunda de las cuestiones que se abordan en la segunda parte del texto. El argumento se extiende a la consideración según la cual la religión nos habría provisto de los principios morales que claramente, se dice, hemos extraído de los textos sagrados. La réplica de Dawkins es que, ni por instrucción directa, ni por ejemplificación, estos textos, y la Biblia en particular, son las fuentes reales de nuestra moralidad. El Antiguo Testamento está plagado de monstruosidades, y el nuevo, sin ser tan abominable, comporta la base para doctrinas inmorales como la del infierno o la del pecado original. Quienes son creyentes y además son sujetos moralizados, lo son gracias a una criba alegórica o simbólica de sus textos sagrados. Ello habla de que existe un criterio moral universal, extrabíblico o extrarreligioso, y está disponible para todos. Es el Zeitgeist moral, una especie de consenso que prevalece extensamente y que soporta nuestros principios éticos liberales. En el largo plazo se manifiesta como una tendencia progresiva moralizadora, al margen y aun en contra de los principios religiosos.

La tercera cuestión versa sobre la hostilidad merecida hacia la religión. No sólo es malo y merecedor de repudio el fundamentalismo religioso por inspirar conductas brutales e inhumanas. También es mala la religión moderada, pues proporciona el clima en el que naturalmente florece el fanatismo. Al inculcarnos desde niños la idea de que creer es una virtud, se sientan las bases para la abdicación intelectual y el extremismo. No es tampoco de menor cuantía el daño que produce el sectarismo, ese prurito etnocéntrico afín a toda religión "saludable". El hecho de que todo Dios sea típicamente exclusivista (Yahvé en primer lugar) y que haya tanto dioses, es un handicap para nuestra idea de una humanidad común.

La consecuencia de lo anterior, en términos de nuestra necesaria toma de conciencia, es que los niños no tienen por qué tener religión. Así como les denegamos otras cargas, títulos o responsabilidades, como la toma de postura política, así también deberíamos escandalizarnos de llamar a los niños con los apellidos religiosos de la cultura de sus padres. Entendida como adoctrinamiento no consentido, la religión es un tipo de abuso infantil. Deberíamos enseñar religiones comparadas y conceder a los niños el derecho de elegir sus creencias cuando sean adultos y capaces de razonar sobre ellas. Es pues ridículo y pernicioso pensar que es normal adoctrinar a los niños en una religión cualquiera. El etiquetarlos luego es apenas una consecuencia de este prejuicio.

La cuarta y última de las cuestiones es el aspecto psicológico de la religión. Si tenemos un vacío que Dios llena, eso no aumentaría un ápice la posibilidad de su existencia. La cuestión lógica es así de simple. Pero el autor se detiene a intentar comprender aquello de que sin religión o sin Dios no se podría vivir plenamente. Y, de hecho, no lo comprende. No ve cómo la religión pueda proveer consuelo sobre cimientos tan frágiles. La religión, defendida como necesidad sentimental, es pues un infantilismo; y cuando se razona a favor de Dios sobre esta base, se incurre en un tajante non sequitur (no se sigue). Si la ausencia de Dios origina un vacío, hay muchas mejores formas de llenarlo. Con la inspiración que proveen la ciencia y la búsqueda de la verdad, por ejemplo. El autor cierra el texto con un ensayo de descripción inspiradora de cómo el conocimiento científico nos amplía la ranura estrecha (la Burka) por la cual miramos lo real, en tanto usamos el cerebro sólo para sobrevivir, es decir, en tanto que iluminamos como con un proyector las porciones del mundo que necesitamos para mantenernos vivos, entregando el resto a la oscuridad.1

La conclusión del argumento contra la teología natural es irrebatible, en efecto. Sin embargo, no sólo los creacionistas fundamentalistas mantienen sus posiciones un tanto desesperadas, sino que, además, de vez en cuando aparecen científicos intentando pruebas cosmológicas sobre la existencia de un creador. A ellas les salen casi siempre al paso las reservas basadas en el principio, del todo afín a los raciocinios de Hume, de que ninguna ley física puede implicar la existencia de un infinito actual (cf. Küng 2007: 79).

Sin embargo, la creencia en Dios es del todo refractaria a las pruebas en contra. Uno podría casi decir que Dios no es el tipo de cosa en la que se cree o no con base en pruebas, incluso con base en argumentos y lógica. La fuerza impelente que abre camino a la fe proviene de lo que Pascal llamara razones del corazón. Estas razones tienen su dinámica propia, al margen de la ciencia y viviendo con ella en diversos grados de afinidad y discordia. En efecto, la admisión de Dios no produce un quiebre catastrófico en la unidad mental de muchos científicos creyentes, ni en la cordura de todos aquellos humanos que conviven con la fe y usan a su vez su razonamiento empírico y lógico. Mas tampoco puede pasarse por alto el conflicto. Parece un poco extraña la afirmación de que la ciencia no tenga nada que ver con el creer o no, tal como sostuvo Chesterton (cf. Gardner 1989 296). Cuando se cree con un nivel alto de exigencia mental, que para el caso debe valer como sinónimo de cientificidad, es muy difícil comulgar con las grandes ruedas de molino de las religiones positivas. Se produce casi siempre una depuración de elementos fantásticos y antropomórficos, y por ahí mismo se cuela el escepticismo bajo la forma de reclamo por parte de nuestra razón natural de hasta dónde admitir lo absurdo, hasta dónde tolerar el escándalo.

Así que la refutación irrefutable del Boeing 747 no termina con el problema. Es paradigmático a este respecto el propio Hume, traído a cuenta por Dawkins y muchos otros como patrono de su escepticismo. El propio ensayo sobre los milagros, que sienta las bases de esta desconfianza irreprochable, concluye preguntando cómo Hume, la propia mano que escribe, puede admitir los milagros del cristianismo. Y él mismo se responde de esta inmortal manera, para usar un giro retórico copiado de Dawkins: porque se opera en mí el renovado milagro de creer en ellos.

Pero, volviendo a las razones del corazón, hay que decir que no todo el mundo da pábulo a sus demandas. Por lo demás, ellas nacen con un ímpetu proporcional a cuán susceptible sea uno a escuchar o no el tañido de la campana de la tarde que llama a duelo por nosotros. En este punto hay que decir que Dawkins manifiesta de modo muy creíble una envidiable sordera, y que los humanos quizá no nos dividamos de modo tan esencial en aristotélicos o platónicos, cuanto en hiper o hipoacúsicos con relación a estos tañidos de campana vespertina.2

La crítica devastadora del extremismo religioso, que se extiende incluso a la religión moderada, hace de este texto un documento político también. Las cuestiones religiosas alcanzan connotaciones políticas cuando, como en muchos casos, las actitudes y los credos religiosos desbordan los cauces de lo privado e influencian la órbita de la normatividad externa que rige la ley y el derecho. Es claro que el monstruo del fundamentalismo religioso está bien domesticado en las democracias liberales. Pero no está muerto. El texto que reseñamos es rico en ejemplos escalofriantes de actitudes fundamentalistas extremas en los Estados Unidos de hoy. Se oyen voces que evocan tiempos difíciles para la convivencia humana. La idea es que el fundmentalismo rompe el pacto de separación de las esferas privada y pública, que ha sido una importante conquista civilizatoria del liberalismo occidental. La fórmula de este pacto consiste en una especie de doctrina de la doble verdad: se admite toda creencia en privado, pero no se admite usar coacción alguna para imponerla a otros (cf. Marina 2005 53 ss.). Aquí radica también la justificación del respeto por las creencias religiosas como derivado del más amplio derecho de libertad de conciencia. La postura de Dawkins no es en este caso intentar hacer que la religión obedezca este pacto, civilizarla, sino procurar su exterminio, pues ve una continuidad con pocas fisuras entre fundamentalismo y religiosidad moderada. Esto confiere al texto un especial tono polémico, un cierto aire de desesperación y una cota de jocundidad, que constituyen la ganancia en oro literario para el lector.

Por último, su negativa a ver en la religión, y específicamente en el cristianismo, un factor determinante de la moralidad moderna, comporta todos los ingredientes de la ceguera histórica y sociológica. No comprende que su propio canon moral, el Zeitgeist moral moderno, ha sido producto de un proceso evolutivo. Aplicándole una frase de Elías a propósito del conocimiento, diríamos que Dawkins no puede imaginar cuánto de lo que sabe que es correcto es posible no saber que lo es (cf. Elias 2002: 119). Lo que es digno de ser aclarado es cómo, de fuentes tan moralmente sembradas de minas, se pudo con todo decantar un conjunto de principios tan intachables como la libertad, la igualdad, la solidaridad. ¡Qué mérito extraño el de unos textos sagrados como esos! ¡Y qué tortuosa debió ser su depuración, su asimilación como valores laicos!

 


1 La imagen del proyector es de Edward O. Wilson (143 )

2 La imagen de la conciencia de la propia mortalidad como el escuchar el triste toque de una campana en la tarde, se refiere con detalle en la obra antes citada de Martin Gardner (Gardner 1989 307 ss.).


Bibliografía

Blackburn, S. Pensar. Barcelona: Paidós, 2001.

Wilson, E. Consilience. Barcelona Círculo de Lectores, 1999.

Küng, H. El principio de todas las cosas. Madrid: Trotta, 2007.

Gardner, M. Los porqués de un escriba filósofo. Barcelona: Tusquets, 1989.

Marina, J. Por qué soy cristiano. Barcelona: Anagrama, 2005.

Elias, N. Compromiso y distanciamiento. Barcelona: Península, 2002.

Ramiro Ceballos M.

Universidad de Pamplona, Colombia ramirocem@yahoo.es

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