1. Introducción
En las Salas 2 y 8 del Museo Histórico Nacional de Chile1 se puede admirar una serie de objetos y telas de grandes dimensiones, que ofrecen un recorrido exhaustivo por dos momentos cruciales de la Historia de Chile: nos referimos a la Sala del Descubrimiento y Conquista y la Sala del Ideal de Libertad2. En ambas una de las paredes está ocupada íntegramente por pinturas en las que barcos y velas hacen bella muestra de sí en superficies marinas eternamente inmóviles, pero igualmente animadas. Nos referimos a los dos óleos de Casanova Zenteno3, en los que las aguas del Océano Pacífico dominan prepotentemente la escena, perfilándose como el elemento cautivador de la representación: un espacio de infinitos matices de azul, que con sus olas y remolinos en primer plano obliga al ojo del espectador a buscar un punto firme en ambas telas. ¿Ensayo de virtuosismo técnico que habla del estado de las Bellas Artes chilenas, o exquisito expediente que dinamiza la escena? Reputamos más cónsona la primera opción.
Casanova Zenteno nos ofrece la posibilidad de empezar nuestra reflexión acerca de la apropiación y resemantización del elemento hídrico en la pintura chilena de siglo XIX.
Apropiación porque desde que las artes nacionales se dirigieron hacia temáticas más adheridas al entorno natural, el agua cobró identidad en las telas. Resemantización porque a través de ella se empezó a representar la geografía de la nueva nación: ríos, lagos y vistas del Pacífico -teatro glorioso de las potencias de Chile- se convirtieron en sujetos hasta entonces poco investigados en pintura.
Reputamos que a través de la figuración pictórica del agua y gracias a las posibilidades de expresión gráfica que ofrecen sus movimientos y reflejos, los pintores hayan dado cuenta de la feliz evolución de las artes nacionales. Basta con observar las pinturas conservadas en Valparaíso en el Museo Baburizza y en el Museo Marítimo Nacional, preludios de pinceladas vanguardistas, para captar las investigaciones de los artistas sobre la constante metamorfosis cromática y dinámica de este elemento natural.
Para el análisis de los hitos artísticos que en el siglo XIX marcan las etapas a través de las cuales el agua se convierte en protagonista, nos detendremos en tres pintores que han tratado el tema desde perspectivas artísticas muy diferentes entre ellas: empezaremos por Antonio Smith que por primero lo hizo desde una mirada más general hacia la naturaleza y al paisaje. Pasaremos por Charles Wood que se considera el precursor del marinismo en Chile. Y llegaremos al artista cuya elección del Océano Pacífico como teatro preferente para la ambientación de sus escenas, hizo que este género cobrara individualidad en el panorama de las artes chilenas, el inglés Thomas Somerscales.
Acudiremos entonces a la representación de este elemento como instrumento para monitorear el estado de las artes chilenas hasta finales de siglo XIX.
2. Consideraciones previas
Creemos oportuno detenernos sobre algunas reflexiones preliminares que nos ayuden a comprender por qué al hablar de pinturas de la naturaleza en Chile es más común encontrarnos con montañas y valles antes que con vistas y panoramas donde el elemento hídrico ocupa la escena4.
Llama la atención un dato: el país cuenta con más de 7000 km de costa; sus territorios, especialmente los sureños, se caracterizan por la belleza del océano y la abundancia de lagos, ríos e incluso glaciares. Son famosos en todo el mundo los puertos de Valparaíso y Puerto Montt. Basta con mencionar Llanquihue y Villarrica para que en nuestra mente cobren vida postales y fotografías cuyos calipsos y cobaltos forman imágenes de vivos matices.
Sin embargo, en el siglo XIX, cuando las artes chilenas empezaron a dirigir su atención hacia temas vinculados con la naturaleza, la pintura en particular pareció detener su mirada con más curiosidad en los valles y en la Cordillera andina vasta y puntiaguda, visible desde cada punto del país (Martínez, 2012). Era la época de la proclamación de la República y por tanto de la necesidad de ver reflejada en las Bellas Artes la lograda independencia frente a las antiguas instituciones gubernamentales monárquicas. Exigencia que se plasmó en la continua búsqueda de elementos visuales fácilmente determinables que reforzaran la construcción de una identidad nacional, no solo reconocible en la renovación de tipos, gustos y modas de las jóvenes élites chilenas que se dejaban retratar vistiendo trajes a la moda con los colores de la nueva bandera (Cinelli, 2016, p. 142). Sino una chilenidad tangible también a través de la apropiación del territorio reconquistado, y de la re-significación de los confines establecidos, dentro de los cuales de norte a sur el hombre republicano se podía sentir chileno.
Reputamos que el 1800 ha imaginado más frecuentemente esta nueva territorialidad bajo forma de tierra firme, por un lado, debido a las dificultades y a las cuestiones aún por resolver en el Océano Pacífico hasta 1883. Por el otro, la predilección por los paisajes de montaña radicaba en la potencia de la cadena montuosa andina cual elemento simbólico natural, más acertado que el agua mudable y cambiante, para metaforizar el mensaje de unidad e identidad geográfica sólida, estable y duradera que la joven República de Chile deseaba enviar fuera de sus confines nacionales.
Todo ello, transferido a la tela, aplicado a la cartografía y a los dibujos que acompañaban los reportajes de las expediciones decimonónicas que satisfacían la curiosidad de un público lejano, representaba la nueva fisicidad de Chile y era prueba de la emancipación territorial alcanzada por el País (Gay, 2004; Sagredo, 2009).
3. El elemento hídrico en la pintura chilena del siglo XIX. Antonio Smith
Debemos destacar que fue a partir del final del siglo XIX cuando el Océano Pacífico y las escenas de batallas allí emprendidas despertaron el interés necesario para que la pintura marinista y de historia naval fuese reconocida como género independiente de la pintura nacional chilena (Salomó, 2019, p. 134). No obstante, no faltaron felices interpretaciones del elemento hídrico como la de Antonio Smith (Santiago de Chile, 1832-1877)5, pintor al cual la historiografía chilena reconoce el mérito de haber inaugurado la larga tradición de la pintura de paisaje en el país (Romera, 1969, p. 88-89).
Acorde a la lectura de sus contemporáneos sobre su trayectoria artística, a Smith le toca la palma del pintor rebelde y bohemio en el mosaico del siglo XIX (Grez, 1955, p. 7; Lira, 1902, p. 372). En sus años de juventud ocupó un lugar privilegiado entre los alumnos del italiano Alessandro Ciccarelli en la recién fundada y prometedora Academia de Pintura de Santiago, primera tentativa del Gobierno chileno de dotar el país de un órgano que fomentara el Arte desde una perspectiva nacional.
Tan pronto como pudo, Smith se alejó de la institución por lo establecido en el artículo 10 del Reglamento de la Academia propuesto en enero de 1849: “Para entrar en la composición histórica, deberá el alumno […] conocer los cinco órdenes de arquitectura i el dibujo de paisaje, para poder formar los fondos de los cuadros”6. Smith en varias ocasiones planteó su disconformidad con aquel entorno académico que no proporcionaba los instrumentos adecuados para desarrollar su lenguaje artístico, traducible en composiciones expresivas en las que la naturaleza protagonizaba la escena, una naturaleza sí idealizada pero no intelectualizada7. En las clases coordinadas por Ciccarelli sus dotes de paisajista servían más bien como instrumento de apoyo para las composiciones de tema histórico8.
Conocemos un conjunto de 78 obras atribuidas a Smith (Villegas y Quiroga, 2015, p. 192), pero no tenemos constancia del paradero de la mayoría de ellas, por lo que ignoramos su actual apariencia y estado de conservación. Entre aquellas que han llegado hasta nosotros, algunas pinturas ofrecen representaciones introspectivas del elemento hídrico, tal y como se presentaba a los ojos de Smith. Casi todas remontan a la época de su retorno a Santiago después del deseado viaje a Europa -fechable a los primeros años sesenta- por tierras inglesas, italianas, francesas y suizas, en un recorrido durante el cual maduró una visión de la naturaleza que los historiadores nuestros contemporáneos describen como romántica (Romera, 1976, p. 35; Galáz-Ivelic, 1981, p. 97).
Cuando el pincel de Smith se detuvo en la materialidad del agua, lo hizo empujado por un sentimiento de compenetración con el entorno que le rodeaba en la contemplación directa de la naturaleza, regalándonos una visión de conjunto que, aunque no fue fidedigna de la realidad ni quiso serlo, podríamos describir como melodiosa, citando a Pereira Salas (1992) según el cual la naturaleza de Smith “canta” (p. 160). Entonces es agua que gracias a las posibilidades lumínicas que brinda su superficie, da a la tela fuerza y vigor.
La búsqueda de un lenguaje visual acorde a la expresividad emocional que Smith quiso traducir con pincel -canal esencial de comunicación del artista con la sociedad de su tiempo- se convirtió en una mirada original hacia el tema hídrico, en las que casi nunca el pintor recurrió al dibujo como base de la composición. Todo es materia voluminosa y difuminada, cuyos contornos sin definir ayudan a crear aquel sentimiento de instantaneidad que emana de sus creaciones. Sus telas son exquisitos relatos de un único y preciso momento.
Cuando Smith nos confesó que sus paseos en plein air para tomar apuntes podían darse bajo las estrellas y nos propuso una original visión nocturna del Claro de luna9 (Fig.1); o cuando nos presentó un atardecer en el mar porteño, transfirió el espectador a un espacio físico del cual el pintor quería que registrara luz y color, prescindiendo de los particulares paisajísticos que pueden hasta no coincidir con la realidad, como en Playa de Quinteros10 (Fig. 2).
El agua se prestó muy bien a este juego, y cuando Smith nos concedió uno de los raros detalles que animan sus pinturas, estos no fueron flores o árboles, sino improvisos cambios lumínicos. Es el caso del Paisaje de Aconcagua11 (Fig. 3), donde el ojo del espectador naturalmente se fija en el particular que dinamiza la escena: el ensayo notable de azules transparentes en la superficie del agua, que cerca de la orilla es intenso y plano hasta poder crear un nítido reflejo, mientras en segundo plano cambia repentinamente difuminándose gracias a la luz que filtra entre las nubes.
En el momento más prolífico de su carrera Smith pintó El Rio Cachapoal12 (Fig.4) quizás metáfora de su trayectoria artística hasta aquel momento: el curso de agua que empezó plácido en el fondo de la tela, como él empezó en la Academia de Ciccarelli, en el primer plano se convierte en caudal potente e indomable. Exceptuando los destellos de azul intenso del cielo y el verde que se encuentra en pequeñas zonas, el cuadro está casi enteramente dominado por los diferentes tonos y matices de marrón y blanco. Los primeros detallan los elementos morfológicos sólidos. Y los segundos, empleados para un ensayo de pinceladas sueltas y rápidas, otorgan al río un movimiento natural dando cuenta de su energía.
El paisaje representó para Smith el espacio donde manifestar la distancia que había tomado desde la sociedad con la que no se sentía en sintonía ya desde los años del Gobierno de Manuel Montt; y quizás fue por ello que las pocas figuras humanas que encontramos en sus telas casi siempre están en una contemplación solitaria de la naturaleza, como en el caso de las dos versiones de la tela Crepúsculo Marino13 (Fig. 5) que nos transmiten las mismas inquietudes que fueron del viajero David Friedrich y de su conocido Caminante sobre el mar de nubes, anterior de algunos años.
4. Charles Wood y la representación del agua
Como ya hemos mencionado, podemos considerar al pintor Charles Wood (1793-1856) el artista precursor del marinismo en las artes de Chile (Pereira, 1992, pp. 39-46; Lira, 1902, pp. 440-441). Sus orígenes artísticos debemos buscarlos en el delicado y minucioso mundo de la cerámica y la porcelana (Romera, 1976, p. 23). Inglés de nacimiento y ecléctico en cuanto a formación profesional, Wood alternó la carrera de ingeniero militar a la de pintor, esmerándose en ambas (Lira, 1888). Su presencia en el país se enmarca en aquella fecunda temporada para Chile en la que sus puertos comerciales abiertos atraían a viajeros, naturalistas, artistas14, eruditos, periodistas, todos fascinados por la posibilidad de aprovechar los cambios económicos, culturales y sociales que la lograda independencia seguía acarreando (Álvarez, 1936).
En este clima de efervescencia cultural, en 1817 Wood emprendió su viaje a América, empezando por los territorios norteños de Estados Unidos. Gracias al encargo como dibujante a borde de la famosa fragata Macedonian, participó en la expedición científica que lo llevará hasta Chile a principios de 1819. Le tocó a Valparaíso recibir a Carlos, como cuenta Pereira Salas (1992), en una mañana de enero de este mismo año (p. 40). Esta llegada marcó el comienzo de su larga etapa en Chile que abarca casi 30 años de su vida, y que se inauguró con sus empeños como teniente de artillería agregado a ingenieros en 1820.
Su mirada hacia el agua guardó relación con la cientificidad de los dibujos útiles a los navegantes y a los geógrafos decimonónicos. Sus acuarelas nos consignan imágenes nítidas de la gloria naval marítima de Chile y, por ende, imágenes de un Pacífico potente (Palacios, 1984). Sus dotes como pintor encontraron interpretaciones sublimadas en sus escenas favoritas, aguadas propias de “un gran romántico de los efectos marinos” (Romera, 1976, p. 24). Entonces recobran vida en sus telas navíos detalladamente dibujados que se lanzan en batallas históricas entre olas espumosas, haciendo bella muestra de sí y de su potencia en remolinos de agua que resaltan el dramatismo del momento. O permanecen en equilibrio los veleros eternamente inmóviles de la Bahía de Valparaíso (Fig.6)15. La quietud que emana el paisaje se debe a la tranquilidad del agua que solo se encrespa levemente cerca de uno de los tres barcos. Wood concedió a la representación del mar más de la mitad de la tela, aunque en el segundo plano más que de agua estamos delante de una clara y pura superficie lumínica.
Su obra más conocida, el Naufragio de El Aretusa16 (Fig. 7), uno de los pocos óleos de Wood, es el teatro adecuado para ensayar sus dotes de colorista y su manejo de la técnica (Zuñiga, 1946): una visión onírica y escenográfica de clara inspiración turneriana, donde todo es movimiento y agitación que enfatizan la sentimentalidad de la tragedia. Violentos claroscuros se alternan con transparencias y veladuras, creando en algunos puntos cerca de las rocas, el efecto de la traslúcida pureza cromática propia de la porcelana. La minuciosidad del trato en este punto revela sus estudios en Burslem como ceramista (Edmudson, 2009). La introducción de pequeños grupos de personas enfatiza el dramatismo de la escena y al mismo tiempo proporciona al espectador una escala espacial de referencia creando diferentes planos prospécticos.
Algunos años más tarde, en 1830, Wood fijó con pincel el episodio que marcó el desvanecimiento de la capacidad naval española en el océano Pacífico, La captura de la fragata Esmeralda17 (Fig. 8), que presenció en el Puerto del Callao en la noche del 5 de noviembre de 1820, durante la Expedición Libertadora de Perú en la que tomó parte activa (Lira, 1902, 442). La escena llama la atención por el contraste entre el equilibrio plástico del mar que mueve levemente los barcos en primer plano y la representación del combate en segundo plano. Wood animó la escena gracias a un movimiento circular de derecha a izquierda que involucra todos los elementos compositivos de la tela, empezando por las pequeñas olas tan detalladas hasta poderlas contar, siguiendo en las velas de las naves infladas por el viento, para culminar en las nubes amenazadoras que enmarcan la Esmeralda en la única abertura del cielo, como si de la quinta de un teatro se tratara. Los efectos lumínicos son vivísimos, reforzados por la verticalidad de la composición respecto a la superficie del mar.
5. La pintura marinista de Thomas Somerscales
Fue otro pintor conterráneo de Wood quién cuatro décadas más tarde, reconocerá a la pintura marinista su merecido lugar entre los géneros que configuran la Historia del Arte de Chile. Nos referimos al fecundo y productivo Thomas Somerscales (1842-1927), nacido en el Condado de Humerside y procedente de una familia distinguida que le estimuló para que experimentara la vivencia en el mar y al mismo tiempo para que tuviera formación en arte (Tupper, 1979; Pereira, 1992, p. 290). Con tan solo 18 años conocerá el Pacífico desde la corbeta de la Zelouse, luego lo encontramos a bordo del Clio y finalmente del Cumberaland (Rodríguez, 2014, p. 218). Su primer contacto con Chile remonta al año 1864, cuando durante un trimestre se hospedó en Valparaíso. Después de tres años, en 1867, volverá a este puerto a causa de una enfermedad, la cual marcará el cese su actividad en aguas oceánicas a borde de naves y barcos, pero dará comienzo a su carrera de pintor reconocido, como testimonia la medalla que le fue otorgada en la Exposición Universal de París en 1900.
Trato distintivo de la pintura de Somerscales es su continua indagación sobre la materia de los elementos representados, realísta y objetivamente reproducida. De esta manera intuimos la pesadez de los grandes barcos que nos ha consignado, imaginamos la sensación que daría tocar las velas, los cordeles, los tirantes. Y del agua percibimos la densidad, la fluidez, la profundidad, y sobre todo la naturaleza mutable de su superficie bajo el efecto del cielo variable de Valparaíso.
Su experiencia directa con el océano le permitió proporcionar a las telas aquella caracterización psicológica que aún sobrecoge por tanta claridad. Y al mismo tiempo ubicar perfectamente al espectador en el espacio de la representación, recreando la correcta perspectiva atmosférica en el medio del mar, reproduciendo con soltura las alteraciones cromáticas que maquillan el agua a lo largo del día (Allamand, 2008).
El Combate de Iquique18 (Fig. 9), obra que forma parte de la serie de la Guerra del Pacífico y que le consagró como pintor de las glorias navales chilenas, da cuenta de ello. El penetrante color azul petróleo del agua es el telón de fondo sobre el cual se desarrolla el acontecimiento en que perdió la vida Pratt; las reverberaciones que dinamizan la superficie encrespada dejan intuir el movimiento oscilatorio de los dos barcos enfrentados, mientras que las centellas de luz en la parte central del cuadro, lejos de ser fruto de iluminación natural, son los golpes de cañón disparados durante el combate que se reflejan en el agua.
Otro encargo entre los más celebre que recibió por el Gobierno fue El Hundimiento de la Esmeralda19 (Fig. 10): el rigor científico con el que el pintor dio cuenta de cada soga, estacha y maroma en un entrecruzarse de diagonales tensas crea dinamismo y dramatismo, junto con las notas de luz amarillentas. Estas desprendiéndose del monitor Huáscar y del disparo de cañón, cortan literalmente la escena, alumbrando el palo mayor, penetrando desde los portillos de la corbeta hasta la superficie del agua que se tiñe de dorado en los puntos correspondientes a ellos. La columna densa de humo y la bandera chilena despedaza sin agitar completan el sentimiento de tragedia que informa de sí toda la composición.
Su obra más conocida, Off Valparaiso20 (Fig.11), guardada en la prestigiosa colección londinense de Tate Gallery nos transfiere a una dimensión más íntima, en donde la síntesis entre color y dibujo se convierte en magistral ensayo cromático sobre variaciones de azules. La consistencia de las pequeñas olas en las que es identificable cada larga pincelada de Somerscales; el inflarse de las velas y la sombra que estas crean al ligero levantarse de la proa; la gaviota en vuelo que otorga airosidad y profundidad espacial delimitando el primer plano de la representación: todo es poética interpretación del tema marinista.
A partir de 1892 el pintor volvió a establecerse en su tierra natal, aunque siguió viajando a Chile esporádicamente. La huella que Somerscales dejó en el arte del país dio sus frutos más interesantes en las interpretaciones del pintor con que hemos empezado nuestra reflexión, Casanova Zenteno, y de los que fueron sus discípulos en los años de enseñanza en su taller de Valparaíso (Municipalidad de Santiago, 1974).
A partir de la herencia dejada por Somerscales, el elemento hídrico y el Océano en particular, ocuparán un lugar privilegiado en la pintura, perfilándose como uno de los grandes temas propios de las Artes chilenas del siglo XIX.
Conclusiones
El análisis de las claves de composición, luz y color en los tres artistas considerados, da cuenta de la feliz etapa que las Bellas Artes chilenas estaban experimentando en el siglo XIX. En particular, en lo que se refería al impulso positivo recibido por un género pictórico que se consolidó como uno de los mas representativos de la Historia del Arte del País, y que tuvo en el Océano Pacífico el teatro privilegiado para la ambientación de sus escenas.
Consideramos que a este proceso contribuyeron dos factores: el primero atañe al desencadenarse de los eventos que llevaron a la proclamación de la Independencia: las vicisitudes que constelaron la Historia de Chile de batallas disputadas en mar abierto y de naufragios hacía horizontes lejanos, ofrecieron a la pintura chilena del siglo XIX el momento propicio para especializarse en la representación del agua. Desde este momento el paisaje marino empezó a tener un rol preciso en el complejo sistema de los géneros pictóricos que contribuían a la construcción de la identidad chilena republicana.
Segundo factor determinante, clave imprescindible para la lectura de la Historia del arte de Chile, fue la compleja red de vínculos entre el país andino y Europa que continuaba alimentando un sistema de transferencias artísticas consolidado y duradero. En particular, nos referimos a la presencia en suelo chileno de artistas nacionales e internacionales, cuya trayectoria les proporcionó la vivencia directa del mar y, al mismo tiempo, la formación artística adecuada para manejarse con soltura en la transposición gráfica del elemento hídrico. Las posibilidades de interpretación ofrecidas por la continua metamorfosis del agua alimentaron el gusto y la fantasía de los pintores que se cimentaron con este elemento natural, y al mismo tiempo les estimularon a experimentar con los recursos pictóricos más aptos a su figuración, cuales transparencias y veladuras, lo cual se tradujo en un mejor dominio de las técnicas artísticas a lo largo de la época considerada.
El nivel estilístico y el valor estético de las obras mencionadas en nuestro recorrido, el reconocimiento recibido en el panorama de la historiografía y museografía tanto nacional como internacional, son pruebas de la efervescencia cultural decimonónica chilena, y demuestran que el país participaba de un proceso de evolución y renovación artística que se mantuvo en marcha durante todo el siglo del cual nos ocupamos.