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El Marxismo en los umbrales del siglo XXI
Por José Ramón Fabelo Corzo
Sistema de concepciones filosóficas, económicas y político-sociales, el marxismo surgió en la década de
1840 como expresión teórica de los intereses fundamentales de la clase obrera y programa de lucha por el
socialismo. ¿Ha envejecido esta doctrina? ¿Conserva aún su vigencia y su validez?
El presente trabajo pretende caracterizar críticamente en sus rasgos más generales las actitudes mejor
dibujadas hoy ante el marxismo para, sobre esta base, proyectar algunos de los principios de su renovación y
las prioridades más importantes que, a nuestro juicio, tienen en general las ciencias sociales en las
condiciones de nuestro país.
Reflexionar acerca de la situación actual del marxismo es una tarea difícil, pero muy necesaria. Difícil
porque se trata del intento de captar un complejísimo fenómeno espiritual contemporáneo, nada homogéneo
y en permanente convulsión. Como resultado del descalabro de la experiencia socialista en los países de
Europa Oriental, el marxismo, en su calidad de fundamento teórico e ideológico de esa experiencia, tuvo que
abandonar su tendencia aparentemente tranquila de desarrollo y reaccionar ante las violentas sacudidas que
estos acontecimientos le impusieron. Las reacciones han sido las más diversas y en muy distintas
direcciones, haciendo aún más heterogénea esta línea del pensamiento mundial contemporáneo. Como
quiera que se hace referencia, además, a un fenómeno espiritual que sigue con relativa tardanza a los
acontecimientos políticos, no resulta nada fácil reflejar objetivamente su real situación actual.
Podríamos clasificar en tres grandes grupos las diferentes reacciones que suscita hoy el marxismo.
Para unos, el derrumbe del “socialismo real” significa sencillamente la muerte del marxismo. En este grupo
se dan la mano tanto los enemigos tradicionales del marxismo y el socialismo como aquellos que alguien
llamó “compañeros temporales de viaje”, que acudieron al marxismo cuando este gozaba de popularidad y
ascendencia y que se apuran ahora por mostrar su arrepentimiento y esconder con vergüenza su pasado
“marxista”.
Es obvio que esta línea identifica el fin de un modelo de sociedad con el fin de la concepción que
presuntamente le sirvió de fundamento. Esta identificación entre modelo y concepción -dicho sea de pasofue, quizás, el único punto de coincidencia que durante mucho tiempo existió entre los voceros oficiales del
socialismo europeo y sus críticos más reaccionarios de Occidente, y no es de extrañar que desemboque hoy,
entre unos y otros, en la firma del certificado de defunción para la teoría revolucionaria de Marx.
Pasiones a un lado, ¿qué podríamos decir con relación a esta actitud ante el marxismo? ¿Podemos
realmente identificar modelo y concepción cuando es fácilmente constatable que ni en Marx, ni en Engels y
ni siquiera en Lenin estaban -ni podían estar- muchos de los elementos componentes de ese modelo y sí
estaban otros que el modelo no recogió? Está claro que los clásicos del marxismo no diseñaron -y ni siquiera
lo pretendieron- los ribetes exactos de un socialismo universal, abstracto, ahistórico al estilo de lo que
después sería el “único modelo” del socialismo. A lo sumo, elaboraron una serie de principios básicos -no
siempre tenidos en cuenta- para la construcción de la nueva sociedad. ¿Por qué entonces colocar un signo de
igualdad entre la concepción elaborada por ellos y el modelo fracasado del socialismo europeo?
Pero además, en el supuesto caso de que decretásemos, todos de acuerdo, la muerte del marxismo, ¿por qué
lo sustituimos? No han desaparecido los problemas y desigualdades sociales que lo engendraron, que
encontraron en él explicación y la guía normativa para su solución. No existe ninguna producción espiritual
alternativa hoy al marxismo que lo iguale o lo supere en sus potencialidades científicas y, sobre todo -hay
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que recalcarlo-, en su espíritu revolucionario. Renegar del marxismo en la actualidad es, cualquiera que haya
sido la historia pasada, hacerle un favor a la reacción y al imperialismo.
La segunda actitud observable es la que podría llamarse ortodoxa y dogmática. Entiéndase que no se hace
referencia a la ortodoxia en el sentido lukacsiano, como fidelidad al método de Marx y a los principios
básicos del marxismo. Este tipo de ortodoxia siempre será necesaria a todo genuino marxista. Muy por el
contrario, aquí se tiene en cuenta a aquellos que, bajo el pretexto de ser fieles al legado del marxismo,
adoptan ante éste una posición de fe escolástica, creyendo poder encontrar en los escritos de los clásicos o
de sus sucesores la respuesta definitiva a todos los problemas, por encima de la propia realidad y de los
hechos confirmados por la práctica. Son los que podrían suscribir aquella sentencia hegeliana: si la realidad
no se ajusta a mi esquema, peor para ella .
La tercera actitud general ante el marxismo es la renovadora. Los elementos comunes que nos permiten
conformar este grupo consisten en que, por un lado y a diferencia de la primera posición, se considera que el
marxismo sigue teniendo vigencia, continúa vivo; y por otro lado y en contraposición con el segundo tipo de
actitud, se fundamenta la necesidad de desarrollarlo y actualizarlo en correspondencia con las nuevas
circunstancias.
De antemano queremos dejar constancia de que a nuestro juicio sólo esta puede representar una adecuada
posición de partida. Pero, a su vez, ella es insuficiente para garantizar un desarrollo realmente creador y
efectivo de la concepción teórico-revolucionaria de Marx. En otras palabras, es necesario renovar el
marxismo, pero no en cualquier dirección. Es conocido que dentro de los “renovadores” existe una amplia
gama de posiciones, diferenciadas, sobre todo, por la forma en que se pretende renovar al marxismo.
Hay quienes pretenden enyuntar al marxismo con otras corrientes en boga, ajenas totalmente a su esencia e
incompatibles con él. No se trata, en este caso del rescate crítico y creador de los elementos valiosos
contenidos en otras tendencias de pensamiento y que no están presentes en el marximo o no poseen en él la
suficiente fuerza. Se trata, por el contrario, de la desvirtuación del marxismo mismo, de la pérdida de su
identidad en aras de su asociación con slogans de moda. Tal es el caso del contubernio que se propone entre
marxismo y neoliberalismo, o la intención de “actualizar” al marxismo en el espíritu socialdemócrata.
Algunos presentan el llamado “Estado de bienestar” (el de Suecia, por ejemplo) como el verdadero
socialismo y la plasmación auténtica del marxismo. Sin ignorar las ventajas reales conquistadas por las
masas trabajadoras -mayor gasto público dirigido a proteger a las clases menos pudientes en sectores como
la educación, la salud, la seguridad social-, está claro que los cambios que este entraña se limitan
fundamentalmente a la esfera de la distribución, no significan una superación real de la esencia de la
explotación capitalista, ni podrán traspasar nunca el muro que impone la lógica de la acumulación del
capital. No puede hablarse aquí, por tanto, de socialismo alguno y, mucho menos, de la encarnación del ideal
de sociedad inherente al marxismo.
La verdadera renovación del marxismo sólo puede ser aquella que logre elevarlo hasta la comprensión
certera de la compleja y dramática situación actual y lo restituya como guía eficaz en la praxis
transformadora y revolucionaria hacia el ideal socialista y comunista. Tal renovación debe basarse en la
asimilación crítica de todo lo positivo elaborado en la historia del marxismo y en otras tendencias
progresistas, pero sin renunciar en ningún momento a los principios básicos de la teoría y la práctica
genuinamente marxistas.
¿Crisis del marxismo?
Hay que reconocer que ya antes de 1985 -año en que comienzan las transformaciones en la URSS- algunos
autores venían advirtiendo sobre una presunta crisis del marxismo. Después que se desencadenaron estos
acontecimientos el término se generalizó e invadió distintos medios académicos en el mundo, relajándose un
tanto el recelo que al inicio había despertado.
Antes de aventurarnos a dar nuestra opinión acerca de si existe o no tal crisis, creemos necesario dejar
plasmado el por qué nos parecen infundados los temores que el término en sí mismo inspira. En primer lugar
crisis no significa muerte, ni obligatoriamente su antesala. Aunque siempre necesaria, la crisis es un estadio
posible del desarrollo en el que se exacerban hasta un grado inusual las contradicciones inherentes al sistema
en cuestión, en el que aumentan los peligros para la desaparición del sistema, pero que no conduce
irremediablemente a su muerte. El desenlace en mucho depende de las potencialidades que todavía dicho
sistema albergue y de su capacidad para adaptarse a las nuevas condiciones. En segundo lugar, en el caso de
una formación socioespiritual como es el marxismo, su salida exitosa de la crisis está íntimamente ligada a
la concientización de sus causas y a la renovación -también consciente- de todo el sistema en la dirección
que exijan las circunstancias que él intenta explicar y transformar. Quiere decir que la negación a ultranza de
tal crisis -si es que ésta realmente existe- lejos de ayudar, más bien obstaculizaría su superación y propiciaría
un peligro aún mayor para el marxismo.
En primer lugar, si por crisis del marxismo se entiende la pérdida de veracidad de los principios básicos
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elaborados por los clásicos, su agotamiento en tanto método certero para penetrar y transformar la realidad,
entonces, indiscutiblemente, el marxismo no está en crisis. Por no ser un dogma, sino una guía para la
acción, el marxismo mantiene hoy la misma vitalidad que lo hizo servir como instrumento para el
descubrimiento de la esencia de la explotación capitalista por el propio Marx, o para la conducción exitosa,
por parte de Lenin, del proceso conducente al triunfo de la Revolución de Octubre. Sólo armados con el
método de Marx pueden los marxistas de hoy orientarse en el convulso mundo actual y luchar por su
transformación.
En segundo lugar, si crisis del marxismo significa la insuficiencia de lo elaborado por los clásicos y por la
historia posterior del marxismo para explicar cabalmente los acontecimientos del momento, entonces no hay
dudas de que el marxismo sí esta en crisis.
Aquí es necesaria una pequeña digresión. Ni Marx, ni Engels, ni Lenin, ni ningún marxista, por muy genial
que sea, puede aspirar a descubrir las fórmulas exactas que expliquen todos los posibles derroteros que siga
la realidad social en cualquier época y lugar. En este caso no hablamos ya del método, sino del reflejo
gnoseológico preciso de los acontecimientos sociales. Los marxistas no son ni adivinos, ni profetas. Es muy
lógico el constante ajuste de la teoría en correspondencia con los dictados que vaya imponiendo la práctica
social. Esto ocurre en cualquier rama del saber, sin que ello signifique la muerte de la teoría original.
Pero no todo en el estado actual del marxismo puede explicarse apelando al desfasaje lógico y
objetivamente condicionado entre teoría y realidad social. Muchos de los elementos de la crítica
situación gnoseológica por la que atraviesa hoy esta teoría se deben a una inadecuada actitud subjetiva de
los propios marxistas que, aferrados a la idea de encasillar cada nuevo acontecimiento en los moldes teóricos
ya establecidos, no supieron imponer al marxismo el dinamismo necesario para que no se hiciera demasiado
grande el trecho entre la realidad y su aprehensión teórica. Como resultado se produjo un atraso mucho
mayor de lo necesario, que impidió un nivel mínimo de preparación para la asimilación -y más que para la
asimilación, para el pronóstico y la prevención- de los hechos asociados a la caída del “socialismo real”.
En tercer lugar, el marxismo no es sólo método y teoría, es también ideología. Y en calidad de ideología
trasciende a las masas convirtiéndose en elemento componente de su conciencia social y, de esta forma, en
fuerza material para la transformación del mundo. Si analizamos desde este ángulo al marxismo, es decir,
como fenómeno espiritual ocupante de un lugar determinado en la conciencia social de las masas y como
fuerza movilizadora de las mismas, tenemos que llegar a la conclusión de que en gran parte del mundo, él ha
perdido mucho terreno y ha entrado también en crisis. Como resultado de la caída del socialismo, los errores
-y hasta crímenes- cometidos en nombre del marxismo y la ofensiva ideológica del imperialismo, la
concepción revolucionaria de Marx ha perdido credibilidad entre las masas, siendo sustituida en muchos
casos por la perplejidad y la confusión ideológica.
El vínculo orgánico entre teoría y práctica constituyó un principio programático del marxismo desde su
mismo surgimiento. Baste recordar el contenido de la famosa tesis XI de Marx sobre Feuerbach (“los
filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo”), escrita en 1845.
Tal actitud caracterizó toda la obra de Marx y Engels y la de sus sucesores más inmediatos -Kautsky,
Plejanov, Luxemburgo, Lenin- cuya labor teórica cobraba sentido sólo en estrecho vínculo con el
movimiento obrero y revolucionario. La teoría iba abriéndole el paso a la práctica y con ella se reajustaba.
Los partidos constituían los principales laboratorios del marxismo. La interpretación creadora de la teoría, la
discusión amplia y abierta, la mirilla siempre enfocada hacia los problemas de la revolución proletaria, eran
rasgos consustanciales a esta etapa del desarrollo del marxismo.
La prematura muerte de Lenin y su sustitución por Stalin al frente de la primera gran experiencia socialista
y del Partido más prestigioso de la clase obrera en el mundo, jugaría un papel muy importante en los
destinos del marxismo después de los años 20. En la URSS y, más tarde, en los países socialistas surgidos
como resultado de la derrota del fascismo, se extendió una manera de hacer marxismo diferente
sustancialmente a la de la generación anterior. El protagonismo en el “desarrollo” del marxismo fue pasando
poco a poco hacia una sola figura, Stalin, que se preocupaba por eliminar moral y físicamente toda posible
oponencia. Fueron desapareciendo las polémicas creadoras. El marxismo fue perdiendo su capacidad
crítica. La teoría se diluía en una práctica concebida desde una sola cabeza y se le asignaba una única
función a posteriori: la de argumentar y embellecer lo más posible la práctica ya establecida. Después de la
muerte de Stalin, el XX Congreso del PCUS hizo una evaluación crítica de sus errores y excesos. Pero no
podía borrar de golpe y porrazo todas las secuelas del stalinismo. Para poner sólo un ejemplo, la concepción
del “modelo único” del socialismo y la interpretación universalista del marxismo, tan extendidas durante las
décadas del 60, el 70 y la primera mitad de los 80 datan de la época anterior al XX Congreso.
La gran influencia de Moscú en la Internacional Comunista, unida a la inexperiencia y falta de desarrollo
teórico de muchos partidos comunistas y obreros en otros lugares del mundo, hizo que se extendiera también
hacia ellos esta postura ante el marxismo. Sin ignorar los debates, choques de opiniones, cambios de líneas
estratégicas, que se producían en el seno de la Internacional, la realidad es que en numerosos casos la
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política de los partidos se diseñaba no tanto sobre la base de la interpretación creadora del marxismo a la luz
de las particularidades de sus respectivos países sino copiando los dictados de la Komintern. Claro que esto
en nada demerita la lucha y los sacrificios realizados a favor de sus pueblos por muchos militantes de estos
partidos, que creían sinceramente en las recetas universales del “marxismo”. Sin embargo, nadie sabe
cuántos procesos revolucionarios se vieron frustrados debido a estas circunstancias. La tesis desplegada por
Fidel en el Informe al I Congreso del PCC de que el triunfo de la revolución cubana tenía que ser obra de
“nuevos comunistas” entraña también, a nuestro juicio, la idea de una ruptura con esa forma, ya tradicional,
de hacer marxismo.
Paralelamente, en los países no socialistas surgió alrededor de las universidades e institutos un grupo de
marxistas con diferentes perspectivas teóricas y una actitud creadora hacia el marxismo. En sus inicios,
algunos de ellos estuvieron asociados a los partidos comunistas y obreros. Sin embargo, muchos factores
conspiraban contra esa fusión entre intereses teóricos y militancia revolucionaria. Por una parte, la represión,
persecución, exclusión o discriminación de que eran objeto los comunistas y por otra, el ambiente hizo que
un buen número de estos marxistas decidiera abandonarlos, mientras que otros, aún dentro de los partidos,
dirigieron sus intereses creadores hacia zonas bien alejadas de los problemas económicos y sociopolíticos.
Como resultado se desarrolló una línea teórica de pensamiento que tampoco estaba vinculada orgánicamente
a la práctica social y revolucionaria. La ausencia de tal vínculo cobró su precio: muchos degeneraron como en el caso de la última etapa de la Escuela de Francfort- hacia posiciones que ni siquiera se
autorreconocen como marxistas.
Por supuesto, toda regla tiene sus excepciones. Tanto en los países socialistas como fuera de ellos, desde
los partidos o en las universidades, han existido aportes significativos a la teoría y a la práctica
revolucionaria. Los nombres de Lukács, Gramsci, Ilienkoy, por Europa, se unen a los de Mariátegui, Mella,
el Che y Fidel, por América, para recordarnos sólo algunos ejemplos de esa llama creadora del marxismo,
nunca apagada del todo.
Principios para la renovación del marxismo
Sin teoría revolucionaria -decía Lenin- no puede haber movimiento revolucionario. De igual forma señaló
que una acertada teoría revolucionaria sólo se forma de manera definitiva en estrecha conexión con la
experiencia práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario. Si
tomamos en cuenta las consecuencias que tuvo el olvido de estas sentencias en el marxismo posleninista,
tenemos que concluir que la restitución de la unidad orgánica entre teoría y práctica debe constituir el más
importante principio de partida para la renovación del marxismo. La teoría revolucionaria no debe estar por
encima de la política, pero tampoco al remolque de ella. Debe nutrirse de la práctica y a la vez abrirle el
camino. Debe reajustarse con la práctica, pero también servir de criterio de validación de esta última. La
crítica revolucionaria desde la práctica hacia la teoría y de ahí hacia la práctica ha de ser el mecanismo
fundamental de esta relación dialéctica.
Otro principio derivado del anterior, pero que merece destaque aparte es el de la fusión dentro del
marxismo de la objetividad científica y el compromiso ideológico con las masas trabajadoras. No se trata del
empaste artificial de dos fenómenos que son de por sí extraños. Nada de eso. La verdad es en sí misma
revolucionaria, al tiempo que la revolución necesita de las verdades más profundas y objetivas para
mantener su empuje entre las masas. La absolutización de uno de estos lados en detrimento del otro
conduce, por lo general, a la desfiguración de ambos, como lo muestra la experiencia del marxismo en los
antiguos países socialistas. ¿Cuántas “verdades” que no eran tales se difundían a diestra y siniestra en aras
de determinados requerimientos ideológicos? “El problema nacional resuelto”, “la crisis del capitalismo
agonizante”, “el nuevo estadio del socialimo desarrollado”, son sólo algunos ejemplos.
La adecuada unidad de lo empírico y lo teórico es otro de los principios que deben guiar la renovación de
las ciencias sociales marxistas. Ha sido este otro aspecto minimizado durante muchos años, asociado
también al incorrecto vínculo teoría-práctica. Por un lado, la dirección de la sociedad en los países del
socialismo se realizaba muchas veces sobre la base de un empirismo poco fundamentado científicamente,
resultado más bien de la experiencia política y no del conocimiento profundo de la realidad social. Por otro
lado el nivel empírico del conocimiento social era prácticamente inexistente y, en muchos casos, sustituido
por el discurso político oficial o por citas descontextualizadas de los clásicos del marxismo. Disciplinas
como la sociología empírica tenían muy poco espacio dentro de la sociedad. En tales condiciones la teoría
difícilmente podía alcanzar el rigor científico necesario, adelantarse a la práctica y advertir de los errores y
desviaciones a la dirección política de la sociedad.
La renovación del marxismo ha de tener muy en cuenta la necesaria dialéctica de lo universal, lo particular
y lo singular. La universalidad del método de Marx se basa en la aprehensión por el marxismo de las leyes
también universales de la realidad. El proyecto socialista -punto de mira de cualquier genuino marxista- no
puede diseñarse (ni realizarse) en abstracto. Es hora de dar fin al modelo único y ahistórico del socialismo.
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No puede tener las mismas características el socialismo concebido para un país de Europa Oriental que para
un país capitalista desarrollado de Occidente o para un país de Asia o de América Latina. Aún dentro de
cada región sociocultural los distintos pueblos tendrán ante sí tareas específicas que desarrollar. Esto, por
supuesto, no significa que deje de ser necesario el estudio y delimitación de las leyes generales del
socialismo, lo cual entre otros atributos, permite no llamarle socialismo a cualquier cosa. Pero es necesario
conocer con exactitud los límites de estas leyes generales y saber contextualizar adecuadamente su
interpretación a la luz de las condiciones particulares y singulares.
La lógica particular que exige la renovación marxista en cada contexto sociocultural ha de ser extraída,
ante todo, de la propia historia de la región o pueblo de que se trate. De ahí que la unidad de lo lógico y lo
histórico constituya un presupuesto necesario de esta renovación. El marxismo debe rescatar para sí las
mejores tradiciones, los ideales mis progresistas, los valores universales contenidos en la historia de cada
pueblo, de manera tal que sea posible injertar el proyecto socialista en esa línea de desarrollo histórico. El
socialismo nunca debe ser asumido como algo imperioso y artificialmente impuesto, sino como nacido de la
propia historia, continuador natural de sus tendencias progresivas de desenvolvimiento. Nunca más ha de
repetirse la imagen de un socialismo que arriba desde el extranjero encima de los tanques de guerra.
Mucho se ha hablado de las funestas consecuencias del dogmatismo para el marxismo. La actitud
dogmática impide la flexibilidad necesaria y la frescura permanente de una teoría que, por su naturaleza,
debe desarrollarse y perfeccionarse constantemente a tono con la evolución de los procesos sociales. Por eso
el marxismo renovado ha de ser esencialmente antidogmático.
Un marxismo renovado debe tener al humanismo como uno de sus rasgos esenciales. El hombre, entendido
no en abstracto, sino como real protagonista de los cambios sociales, como sujeto y objeto de la práctica
social, como valor principal de la nueva sociedad, tiene que ser la brújula orientadora del marxismo.
Todo nuevo avance hacia el socialismo deberá ser evaluado, ante todo, por sus implicaciones para el
hombre, por la medida en que contribuye a su desalienación y al alcance de una libertad cada vez más plena.
Nunca debe perderse de vista que el nuevo proyecto social ha de realizarse conscientemente, construirse
objetiva y subjetivamente y que su resultado debe ser, sobre todo, una sociedad humanamente más perfecta.
El autor es un eminente ensayista cubano.
El texto pertenece al libro colectivo
“El derrumbe del modelo eurosoviético”,
Edit. Félix Varela, La Habana 1996
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