Edición: Rosa María Marrero
Cubierta: Julio Mompeller
Diseño y composición electrónica: Israel Femández
Agradecemos a la Fundación El Taller la publicación de este libro, en especial,
a la señora Corinne Kumar por su constante ayuda.
© GALFISA, 1999
© Instituto de Filosofía, 1999
© Editorial José Martí, 1999
ISBN 959-09-0152-2
INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO
Editorial JOSÉ MARTÍ
Publicaciones en Lenguas Extranjeras
Apartado Postal 4208, La Habana, 10400, Cuba
Impreso por ediciones pont6n caribe, s.a.
Índice
Nota introductoria 15
América Latina y los metarrelatos de la globalización
GILBERTO VALDÉS GUTIÉRREZ 17
La rttopía neoliberal o la ruleta rusa de las economías de la región.
Análisis sobre el ajuste estructural en América Latina
HUMBERTO MIRANDA LORENZO 151
Los nuevos actores sociales en América Latina. ¿Sujetos del cambio?
ALBERTO PÉREZ LARA 1109
¿Y vendrán tiempos mejores?
El sentido y el valor de la emancipación en los finales del siglo XX
GEORGINA ALFONSO GONZÁLEZ 1155
Hacia una reconstrucción axiológica del socialismo,
el mercado y los valores humanos
JOSÉ RAMÓN FABELO CORZO 1187
Ilacia una reconstrucción axiológica
del socialismo, el mercado
y los valores humanos
José Ramón Fabelo Corzo
JOSÉRAMóNFABELO CORZO(LaHabana, 1956). Graduado
de Filosofía en la Universidad Lomonosov de Moscú (1980).
Doctor en Ciencias Filosóficas (1984). Investigador Titular del
Instituto de Filosofía y miembro del Grupo de investigación
América Latina: filosofía social y axiología (GALFISA). Especialista en axiología, ha publicado varios trabajos, entre ellos, La
naturaleza del reflejo valorativo de la realidad (1987); Práctica,
conocimiento y valoración (1989); Risieri Frondizi. Pensamiento
axiológico (1993) y Retos al pensamiento en una época de tránsito (1996).
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Una aguda crisis de valores pesa hoy sobre todo tipo de movimiento
social que entrañe un proyecto alternativo al capitalismo transnacionalizado y dep_~nit
d~ la región. _No aparecen aún los signos
ante el VIolento impacto que significó
de una recuperac10n s_u~anc1l
el derrumbe del «socialismo real>> y la consiguiente caída del más
importante referente axiológico para los movimientos populares.
Tal situación no podía menos que provocar un fuerte estremecimiento en los paradigmas emancipatorios vigentes, contentivos de un ingrediente valorativo que justificaba la deseabilidad
de los valores que habrían de realizarse en la práctica como
resultado del cambio social, y de un componente cognoscitivo que
intentaba argumentar y demostrar la posibilidad y viabilidad
del cambio mismo. La crisis paradigmática actual abarca ambos
elementos; parte del cuestionamiento tanto de la deseabilidad
como de la posibilidad de un modo de vivir y organizar la
sociedad distinto al existente.
Y no caben dudas de la existencia de fuertes nexos de condicionamiento mutuo entre estos dos aspectos. Es evidente, digamos, que la certeza en la imposibilidad de un cambio atenta
contra la deseabilidad de este. Desear lo imposible es, cuando
menos, poco racional. Por otro lado, no serviría de mucho demostrar la posibilidad de un cambio si este es asumido como no
deseable. A fin de cuentas ese cambio sólo puede ser realizado
como resultado de la acción de algún sujeto, lo cual presupone
que él lo desee y lo estime valioso.
No resulta ocioso, al llegar a este punto, reforzar la idea
acerca del vínculo entre los componentes cognoscitivo y valorativo del paradigma emancipatorio. De hecho, en la práctica, no
pocas veces ambo·s elementos han sido separados y trabajados
unilateralmente, haciendo total abstracción el uno del otro.
Como resultado pueden encontrarse, por un lado, proyectos de
naturaleza eminentemente ética que para nada toman en cuenta su viabilidad objetiva y, por otro, discursos «objetivistas» o
cientificistas, centrados en la demostración de la posibilidad o
necesidad de las transformaciones sociales, que intentan excluir
ex profeso todo juicio de valor. Se trata de la continuación,
consciente o no, de una vieja tradición de corte positivista que
separa de manera absoluta lo gnoseológico y lo axiológico. Dentro de esta línea de pensamiento el valor queda encerrado en la
esfera de la subjetividad individual, sin puente de contacto con
el mundo de los hechos reales, mientras que estos últimos
ocurren y transcurren al margen de cualquier signo axiológico.
189
--
Es como si los valores humanos nada tuviesen que ver con el
curso objetivo de los acontecimientos históricos y la historia, por
su parte, pudiese hacerse con prescindencia absoluta de la
participación de la subjetividad humana.
La realidad es otra. La historia es un permanente tránsito de
lo objetivo a lo subjetivo y de lo subjetivo a lo objetivo, del ser al
deber-ser y del deber-ser al ser. Los valores mismos existen, por
un lado, en una dimensión objetiva, como producto histórico,
como resultado de una praxis precedente, como real relación de
significación entre determinados procesos o acontecimientos y
las necesidades e intereses generales del universo humano de
que se trate y, por otro lado, en un plano subjetivo, como reflejo
e interpretación consciente de esa relación de significación. En
otras palabras, no ha de identificarse el valor meramente con la
atribución subjetiva de significación de la realidad. Esta es sólo
una de sus dimensiones, la subjetiva. Al mismo tiempo, esa
realidad, al incluirse mediante la praxis en el sistema de relaciones sociales, adquiere una determinada función social y, con
ella, una significación socialmente objetiva, de signo bien definido -positivo o negativo--, que hace a esa realidad -permítasenos recalcarlo- objetivamente valiosa o antivaliosa.
La comprensión de esta doble dimensión del valor nos abre el
camino hacia la superación del abismo tradicional establecido
entre la realidad fáctica y la esfera de lo valioso. A decir verdad,
no se trata de dos universos, uno que es y el otro que vale, sino
de uno solo que es y vale a la vez. El mundo real de hoy encarna
valores objetivos que antes existieron en forma s ubjetiva. De
igual forma, aquellos que se objetivarán en un futuro dependen
en buena medida de los que hoy sean subjetivados. Por tanto,
los valores subjetivos resultan determinantes no sólo en la
definición de la deseabilidad de un cambio social, sino también,
en cierta medida, en la delimitación de su posibilidad misma, y
constituyen una condición de la posibilidad del cambio. Dicho de
otra forma, no hay cambio social posible si los valores objetivos que
dicho cambio ha de generar no son asumidos antes subjetivamente
como deseables. Ellos se adelantan al cambio como ideal, como
crítica, como señal, razón y motivo de la praxis transformadora.
Por otro lado, no cualquier valor subjetivo puede convertirse
en antesala del cambio social. Para serlo ha de ser extraído de
las alternativas posibles de la realidad misma, de sus tendencias
históricas al cambio. Este hecho marca la diferencia entre la
utopía abstracta y la concreta. Esta última, aun cuando no tenga
190
todas las condiciones inmediatamente presentes para su realización, es una utopía anclada en la realidad, que no sólo dibuja
un m undo de valores idílicos como proyecto ideal a construir,
sino que extrae ese proyecto de las potencialidades reales generadas por el curso objetivo de los procesos históricos. En este caso
lo axiológico no se construye al margen de lo gnoseológico; sino
tomándolo como premisa, el mundo de los valores subjetivos es
levantado desde el propio mundo fáctico, y se convierte en
requisito indispensable para su transformación.
Todo esto significa que la reconstrucción del paradigma emancipatorio hoy en América Latina exige como una doble tarea
entrecruzada la demostración de la posibilidad de un proyecto
social alternativo y la argumentación de la superioridad y deseabilidad de los valores que dicho proyecto entraña. ·
Y existe un punto en el cual el entrecruzamiento de estos dos
planos de análisis se hace evidente: la demostración de la imposibilidad de que la sociedad humana, en general, y latinoamericana, en particular, continúe existiendo por un tiempo ilimitado
bajo la forma capitalista de organización social. A menos que se
asuma la desaparición del hombre y de la vida misma como una
alternativa irremediable del proceso histórico, la realización
efectiva de una demostración como esa probaría automáticamente la posibilidad y la deseabilidad de un proyecto alternativo
al capitalismo. En otras palabras, si el capitalismo no es posible,
entonces tiene que ser posible y deseable una sociedad no capitalista. Y no sólo posible y deseable, sino además necesaria.
Necesaria tanto en el plano fáctico, como en el de los valores.
Como muestra Franz J. Hinkela mmert, esa fue la tarea asumida
por Marx en relación con la sociedad burguesa de su tiempo. Al
analizar esta sociedad «en términos de su posibilidad, Marx la
declara imposible. Anuncia entonces su sustitución por una
sociedad socialista, única sociedad posible para controlar el
1
progreso humano en función de la vida humana concreta».
Podría pensarse que no vale la pena dedicarse a una tarea ya
asumida y r ealizada brillantemente por Marx hace más de un
siglo, y basta con que la imposibilidad del capitalis mo sea
demostrada una vez para que quede demostrada para siempre.
Pero ello implicaría una visión estática del problema. Sabido es
que la dinámica social convierte en imposible lo que antes era
posible, y viceversa. Bajo una percepción estática jamás se
podría demostrar la imposibilidad del capitalismo ya que, como
191
bien lo muestra la historia, este ha sido posible durante varios
siglos. Por la misma razón, no es aceptable perpetuar y extender
mecánicamente hasta nuestros días la demostración de Marx,
aun cuando se le considere correcta para su tiempo. Los más de
cien años transcurridos pueden haber convertido en posible lo
que en su época Marx justipreció como imposible. Además, el
capitalismo de hoy es bien distinto al de entonces, por lo cual no
entrañaría ninguna contradicción lógica aceptar, por un lado, la
imposibilidad de aquel tipo de capitalismo que Marx estudió y,
por otro lado, reconocer, la posibilidad del capitalismo hoy existente. En resumen, la demostración de la imposibilidad del
capitalismo es hoy una tarea de tanta vigencia, actualidad y
alcance como lo fue en la época de Marx.
Y es esta una tarea que debe ser asumida por vía gnoseológica
y por la axiológica, teniendo en cuenta que ambos métodos -el
cognoscitivo y el valorativo- no son necesariamente excluyentes y sí, como aquí se ha mostrado, mutuamente condicionados
y con permanentes entrecruzamientos. La propia conclusión a
la que se debe arribar -la imposibilidad del capitalismo- es, a
la vez, un juicio constativo y valorativo. A fin de cuentas, afirmar
la imposibilidad del capitalismo, es asumir ~u incompatibilidad
con los más altos valores humanos, con la justicia, la más
genuina libertad y el progreso genérico del hombre, pero, sobre
todo, con la vida misma como valor supremo. Es esta una
conclusión que necesariamente presupone premisas valorativas
que reconozcan el valor del hombre, de su vida y de su progreso.
Puede imaginarse el efecto que la caída del «socialismo real»
tuvo para un pensamiento convencido de la imposibilidad del
capitalismo. La lógica implacable de los hechos mostraba que se
derrumbaba no lo que se creía imposible, sino lo que se asumía
como posible y necesario. Un análisis simplista conducía a una
conclusión totalmente inversa a la que antes se había sustentado; ahora lo que parecía ser imposible era el socialismo o cualquier tipo de sociedad alternativa al capitalismo, por lo que, de
la noche a la mañana, el capitalismo pasaba de ser un imposible
a ser nuevamente posible y necesario. Simplista es el análisis
porque parte de la identificación del «socialismo real» ·con la
única variante de sociedad no capitalista y asume como irreversible el triunfo global del capitalismo. Análisis que, aun
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siendo simplista, es oportunistamente aprovechado y apuntalado por aquellas teorías que proclaman el fin de la historia y por
ciertos posmodernismos que, ante las no desaparecidas evidencias de la incompatibilidad del capitalismo con los más altos
valores humanos, nos piden que evitemos pensar en ello, que
abandonemos los metarrelatos y las utopías, que aceptemos las
diferencias (incluidas, por supuesto, las grandes diferencias
sociales), que nos concentremos en lo inmediato, en lo microlocalizado, en lo pragmáticamente ostensible, en lo estrictamente
presente, en la búsqueda exclusiva del éxito personal. El mundo
que tenemos -parece sugerirnos esta línea de pensamientono es tan bueno, pero es el único posible. Conformémonos, pues.
El pensamiento progresista latinoamericano no ha dejado de
estar alerta ante estos mensajes implícitos en la propuesta del
posmodernismo. No se trata de ignorarlos, y mucho menos
desentenderse de esa nueva realidad conformada -llamada por
muchos Posmodernidad-, de la cual el posmodernismo es sólo
una de sus posibles lecturas. Lo que sí ha de evitarse a toda costa
es la asunción mecánica del código de valores que esta propuesta
entraña, con lo cual no haríamos otra cosa que reproducir el viejo error
de copiar patrones ajenos, con la única diferencia que los que ahora
nos dictan parecen estar aún más alejados de nuestras necesidades y
de los valores que emanan de nuestra realidad histórica.
Urge entonces tomar nuestra propia senda axiológica que nos
permita construir un sistema de valores que sea parte inalienable del nuevo paradigma emancipatorio latinoamericano. Para
ello se hace necesaria una búsqueda propia que al mismo tiempo
implique pensar la universalidad.
Limitación frecuente del pensamiento latinoamericano ha
Bido la asunción acrítica de las concepciones sobre lo universal
generadas en otros confines, fundamentalmente en Europa. En
tal situación, al latinoamericano le ha correspondido sólo, en el
mejor de los casos, aplicar a las condiciones de América Latina,
aquellas teorías exógenas, muchas de ellas, por demás, de dudosa universalidad. Se obvia aquí, por razones de espacio, abundar
en el grado de justificación histórica que ha tenido esta tendencia. Lo cierto es que ha existido y que las diferentes teorías
asociadas al «socialismo real» no fueron en este sentido una
excepción. Ello explica en parte la crisis de valores actual. Las
experiencias particulares de aquel «socialismo» fueron identificadas en muchos casos con la universalidad. Al derrumbarse
193
ellas, junto a las concepciones teóricas que intentaban explicarlas
y justificarlas, se cortó tajantemente el torrente de universalidad
que llegaba desde Europa del Este al pensamiento emancipador
latinoamericano. Y sin una concepción sobre la universalidad
histórica es imposible pensar un proceso emancipador particular,
mucho menos en un mundo tan globalizado como el nuestro.
Al perderse este referente, no quedan siquiera muchas posibilidades de asumir algún otro pensamiento foráneo sobre la
universalidad con propuestas no capitalistas. Las experiencias
socialistas que aún perduran en Asia y en Cuba se han quedado
ellas mismas carentes de las fuentes teóricas sobre lo universal
que antes utilizaban, intentan resistir y adaptarse lo mejor que
pueden a las nuevas circunstancias, pero sin un diseño definitivo
de la «sociedad de llegada>>. Sus experiencias no son nada desdeñables, necesitan ser estudiadas, más si tenemos en cuenta que
constituyen una prueba aún viviente de una posibilidad alternativa al capitalismo. Pero, como es lógico, están matizadas por
las prioridades y emergencias prácticas y, en sí mismas, urgidas
de una nueva percepción de la universalidad histórica. No hay
otra alternativa que construir teóricamente esa nueva universalidad desde América Latina, lo cual presupone -y esto parece
importante hoy recalcarlo- adoptar con respecto a la imagen
precedente una relación dialéctica de continuidad y ruptura, de
asimilación de sus elementos válidos y rescatables y de crítica
audaz de todo lo que en ella resultó ser falso o ha quedado
obsoleto. No se trata, como algunos parecen haber asumido, de
un giro de 180 grados, de un simple cambio de la casaca socialista
por la casaca capitalista, por mucho que esta última se adorne
con una benévola fraseología.
Todo esto significa que la búsqueda tiene que ser, ahora más
que nunca, propia y universal a la vez. Tomando en cuenta esta
exigencia y concentrando la atención en el componente axiológico del nuevo paradigma emancipatorio -como objeto fundamental de estas reflexiones- se intentará ahora diseñar, en sus
contornos más generales, un camino posible para encontrar los
valores que han de inspirar la emancipación latinoamericana.
Su búsqueda ha de considerar, cuando menos, tres aspectos
esenciales: primero, el contexto histórico-concreto desde el cual
se proyecta la emancipación, es decir, América Latina y su
historia, teniendo en cuenta que los valores, sobre todo en su
dimensión objetiva, son un producto histórico y forman parte de
la realidad social conformada como resultado de la praxis pre194
l'i
-cedente; segundo, la situación global de la humanidad y los
valores que dicha situación exige realizar en calidad de valores
universales para que la sociedad humana siga siendo posible,
contando con que no se puede pensar cambio social alguno al
margen de los procesos globalizantes que hoy caracterizan a todo
el planeta; y tercero, el lugar que ocupa América Latina en el
contexto global de la humanidad o, lo que es lo mismo, el grado
de correspondencia de sus valores propios con aquellos que
objetivamente necesitan ser universalizados.
Al indagar en los valores que emanan de la historia regional
no puede obviarse el hecho esencial de que América Latina ha
sido, desde su misma constitución a partir de 1492, un producto
del proceso de capitalización universal del planeta. Vista no
simplemente como enclave geográfico, sino como la entidad
sociocultural que es hoy, Latinoamérica es el resultado de la
universalización de la historia, proceso que se enmarca en el
movimiento de expansión del capitalismo europeo. Nuestra
América es hija de ese capitalismo que, como muchas veces se
ha dicho, es una especie de hija bastarda que sólo marginalmente ha accedido al progreso y a los logros de la civilización
capitalista occidental. Como bien muestra Enrique Dussel en un
libro dedicado al análisis de la fecha de 1492 y su vínculo con el
origen de lo que él llama el mito de la Modernidad, los latinoamericanos «fuimos la primera «periferia» de la Europa moderna;
es decir, sufrimos globalmente desde nuestro origen un proceso
constitutivo de «modernización» (... ) que después se aplicará a
África y Asia». 2
Grande tiene que ser la incidencia de este hecho en la constitución de los valores autóctonos latinoamericanos, no sólo por
haber sido América Latina la primera «periferia», sino por haber
sido la única cultura que ha tenido un sello periférico desde su
mismo nacimiento, la única que ha sido siempre la otra cara de
la Modernidad capitalista.
La historia de América Latina ha sido siempre vivida desde
la alteridad. Una importante lectura axiológica puede hacerse
de este hecho: buena parte de sus valores objetivos, aquellos
asociados a su histórica confrontación con Occidente, han tendido por lógica a apuntar en dirección contraria a los valores
irradiados desde los centros del capitalismo mundial. Muchos de
los intereses generales objetivos de Latinoamérica han sido
históricamente divergentes de los de países punteros del capita195
-
lismo. Cada proceso importante acaecido en estas tierras a partir
de 1492 ha tenido un signo axiológico diferente para Occidente
y para América. La conquista permitió la expansión del naciente
capitalismo europeo, pero cortó dramáticamente en América los
procesos civilizatorios endógenos. El colonialismo aseguró el
financiamiento del desarrollo del capitalismo occidental, pero
enterró en la miseria, el subdesarrollo y la dependencia a los
pueblos latinoamericanos. El neocolonialismo continuó acentuando la bifurcación de sentidos de los valores de aquí con
respecto a los del capitalismo central, al acrecentar el abismo
entre ambos mundos. Nada esencialmente distinto cabe esperar
de esta nueva era de transnacionales, neoliberalismo y tratados
de libre comercio.
Entiéndase que, hasta ahora, se ha estado hablando del
sentido objetivo que a sus valores le otorga la historia de América
Latina a partir de 1492. En otras palabras, se ha hecho referencia a la dimensión objetiva de ellos. Emanados de una historia
vivida desde la alteridad del capitalismo mundial, esos valores
tienden hacia una sociedad no capitalista, postcapitalista, transcapitalista o socialista, como prefiera llamársele.
Aunque esa ha sido la tendencia histórica de los valores
obje.tivos no siempre ha sido la dirección que han tomado los
subjetivos. El modo en que los valores se subjetivan depende de
múltiples factores, en primer lugar, de la posición social del
sujeto de que se trate. También de otros como la época, los
conocimientos acumulados, la cultura dominante, etc. Lo cierto
es que entre valores objetivos y valores subjetivos no siempre
existe una relación de correspondencia. A lo largo de la historia
de América Latina el sentido anticapitalista de sus valores
objetivos ha sido subjetivado indistintamente y en dependencia
de la época, como sentimiento anti-hispánico o anti-ibérico, como
sentimiento anti-europeo, anti-occidental, anti-yanqui. Y esto,
en los sectores más progresistas y de conciencia más avanzada
en cada momento histórico. Lejos de dirigirse contra el capitalismo, en no pocas ocasiones estos sentimientos se acompañaban
de una imagen idealizada de otros contextos socioculturales,
también capitalistas. Quisimos ser como los franceses, como los
europeos, como los norteamericanos y hasta como los españoles
de nuevo. No cabe aquí, por supuesto, ningún tipo de censura a
aquellas generaciones de latinoamericanos. La época en que
vivieron, el grado de inmadurez de la estructura socioeconómica
196
y las contradicciones más inmediatas y latentes del momento
impedían ver el sentido histórico más profundo que tenía nuestra contradicción con el capital.
A todo esto se suma el hecho de que ese capital, desde que
llegó a estas tierras, vino vestido de universalidad. El dominador
impuso su cultura y sus valores. Llegó convencido de que eran
los suyos los verdaderos valores humanos y de que su imagen de
hombre era la única posible, la única que se correspondía con el
concepto de civilización. Al encontrarse con hombres distintos
portadores de otros valores, puso en duda su humanidad, los'
calificó de bárbaros y, sin importarle mucho lo que esos otros
seres pensaban, asumió como su gran tarea histórica extraerlos
de su estado de barbarie y de salvajismo y llevarlos hacia la
civilización y los verdaderos valores humanos. De esta forma
justificó axiológicamente la conquista y colonización, la interpretó como un valor positivo no sólo para sí mismo, sino también
para el conquistado, incapaz de reconocer, dada su «escasa
racionalidad», la «benevolencia» de aquel acto.
Cuando en la temprana fecha de 1550 Sepúlveda, al intentar
demostrar el «lamentable estado de barbarie» en que vivían los
habitantes de estas tierras, señalaba la carencia de la propiedad
individual sobre sus casas, de un tel:ltamento a sus herederos y
una conducta atenida a la voluntad y capricho de sus reyes y no
a su libertad, estaba haciendo uso de un único patrón de hombre
(o de civilizado) que contenía ya muchos de los valores típicos de
la sociedad burguesa: el culto a la libertad individual, a la
propiedad privada, a la transmisión hereditaria de bienes. De
ahí que la conquista misma fuera asumida por el conquistador
como un acto emancipatorio para los «bárbaros» indios. Esta ha
sido, desde entonces, la lógica axiológica que el capital ha perseguido imponer a toda costa en nuestras tierras, desde el tratado
de Sepúlveda, De la justa causa de la guerra contra los indios
hasta el más reciente y pretendidamente nov~ds
Pacto para
el desarrollo y la prosperidad: democracia, libre comercio y
desarrollo sostenible en las Américas. Nunca ha cejado en su
empeño de enseñarnos, aunque sea a la fuerza, lo que es «bueno»
para nosotros. A su favor ha tenido siempre el poder político,
económico y militar y el control de los medios informativos y
culturales. Entre la cristianización forzosa del siglo XVI y la
«neoliberalización» que hoy nos imponen no hay más que dife197
rencias de tiempo y de forma. Pero se trata en esencia de la
misma lógica.
Frente a esa lógica axiológica del opresor -que ha sido
expresión no de los valores objetivos de Latinoamérica, sino de
los intereses del desarrollo del capital internacional- se ha
levantado, lo mejor que ha podido, la lógica del oprimido, la de
la resistencia del indio, la de las gestas emancipadoras del siglo
XIX, la de los movimientos revolucionarios y populares del siglo
XX, lógica que, aun cuando no siempre ha identificado la proyección anticapitalista de los valores histórica y objetivamente
conformados en América Latina, ha opuesto decidida resistencia
al código que emana desde las posiciones del capital.
Pero a la par de ese debate axiológico acaecido en estas
tierras, se iba produciendo en el mundo un proceso objetivo de
constitución y desarrollo de los valores universales. Si ha de
reconocerse la existencia de una dimensión objetiva de estos, no
hay otra opción que asumir la constitución y desarrollo de un
sistema objetivo de valores universales como resultado del proceso de universalización de la historia. Esos valores objetivamente universales se determinan por la significación que tienen
los procesos y acontecimientos de la vida social para la humanidad como universo humano más amplio posible. En otras palabras, lo objetivamente valioso desde una perspectiva universal
es lo que posee una significación positiva para el género humano,
para su desarrollo, su bienestar, su prosperidad y su preservación.
Cabe preguntarse ahora: ¿qué relación guardan las lógicas
valorativas particulares que a lo largo de la historia se debaten
en América Latina con la lógica objetiva de los valores universales? En otros términos, ¿qué valores se corresponden con los
universales: los autóctonos de América Latina que han tenido
una proyección anti-capitalista o aquellos que se corresponden
con la lógica del capital? A esta esencial interrogante no es
posible responder de una manera simplista y univalente.
Para aproximar una respuesta seria se hace necesario, cuando menos, una adecuada contextuaiización histórica. Es evidente que durante la mayor parte de estos quinientos años el capital
tuvo la historia a su favor. El capitalismo no sólo fue la primera
forma universal de convivencia humana. Fue también, durante
mucho tiempo, su única forma posible. Dadas las circunstancias
y el momento histórico en que se produce la universalización de
198
la historia, esta podía llevarse a cabo sólo como resultado de la
expansión del capitalismo, cuya lógica interna de desarrollo
incluye a la propia universalización como momento esencial de
su despliegue, y único sistema capaz por ese entonces de generar
las fuerzas productivas y los medios de comunicación necesarios
para tal empresa. La resistencia que los otros pueblos levantaron ante la expansión del capitalismo -aunque muy justa desde
el ángulo de sus valores, tanto objetivos como subjetivos-,
tendía hacia una situación de preuniversalidad histórica, no
podía ofrecer una alternativa posible a la universalidad capitalista y, en consecuencia, se oponía a la lógica objetiva de desarrollo de los valores universales.
Si el capitalismo fue la única forma posible, hemos de convenir entonces en que también fue la forma necesaria. Y la historia
se atuvo a esa necesidad. El capital llegó a los más lejos confines,
se enseñoreó por todo el planeta, llevando consigo sus valores
que, a las buenas o a las malas, se impusieron como formas
universales de convivencia humana. La capitalización universal
fue traumática, sobre todo para los pueblos que vieron cortadas
drásticamente sus lógicas propias de desarrollo y que fueron
llevados por la fuerza a ocupar una posición marginal en una
lógica de desarrollo que no era la suya. Fue traumática, pero, al
parecer, sin otra opción.
La carencia de una alternativa también universal al capitalismo fue lo que lo hizo objetivamente posible y necesario durante un largo período, y fue la causa de que los valores que este
traía consigo tuviesen, durante ese tiempo, un alto grado de
correspondencia con los valores universales. El progreso de la
humanidad guardaba una relación de estricta dependencia en
relación con el desarrollo del capitalismo. Ese progreso estaba
marcado esencialmente por el ritmo del crecimiento económico
y este sólo podía ser propiciado por un sistema como el capitalista, generador de un desarrollo explosivo de las fuerzas productivas.
Al propio tiempo, los valores que el capitalismo universalizó
eran en sí mismos altamente contradictorios, suponían una
significación positiva para un pequeño grupo de países punteros
de este sistema (y dentro de estos para pequeños grupos humanos) y una significación negativa para una gran parte de la
humanidad. Paradójicamente, lo universalmente valioso coincidía con lo valioso para una minoría y no para la mayoría de la
199
humanidad. Fue precisamente el despliegue de esta contradicción lo que a la larga generó, como resultado del desarrollo de la
propia lógica del capital, la posibilidad objetiv~
de un sistema
social alternativo, no menos universal que el capitalismo, capaz
de superar esa paradoja axiológica, o lo que es lo mismo, capaz
de generar un sistema universal de valores coincidente con los
valores de la mayoría de la humanidad y no con los de una parte
minoritaria de ella.
Esta posibilidad es abierta por el propio desarrollo de las
fuerzas productivas dentro del capitalismo. Mientras los niveles
de producción no eran suficientes más que para distribuir sus
beneficios entre una pequeña parte de la población mundial, el
capitalismo seguía siendo necesario y el desarrollo de las fuerzas
productivas era la señal más importante del progreso humano.
Pero al alcanzarse ciertos niveles de producción, suficientes para
propiciar una distribución equitativa y otorgarle a cada ser
humano las condiciones mínimas para una vida digna, se abre
ya la posibilidad de un cambio del sistema. Y, con el tiempo, esta
posibilidad se convierte cada vez más en necesidad, en la medida
en que el capitalismo se va haciendo incompatible con la vida
humana, en la medida en que se hace más irracional y se
acompaña por un proceso de generación y de agudización de todo
un conjunto de problemas globales que atentan contra la supervivencia misma de la humanidad. El crecimiento económico
desenfrenado ya no es señal de progreso, rompe el equilibrio
ecológico, agota los recursos renovables, acrecienta el abismo
entre países pobres y ricos. La humanidad comienza a necesitar
un nuevo sistema de valores universales, distintos y, en alguna
medida, contrarios a los que el capitalismo universalizó, un
sistema donde la justicia, la equidad, la protección del medio
ambiente, la preservación de un futuro para la humanidad,
pasen a ocupar un primer plano.
El capitalismo se sigue presentando como el portador de los
valores universales, pero ya hoy esa universalidad es más pretendida que real. En el plano subjetivo esos valores pueden
seguirse asumiendo como universales, pueden incluso imponerse -como de hecho lo hacen- en el marco de las relaciones
sociales nacionales e internacionales, pero objetivamente muchos de ellos han perdido su significación positiva para la humanidad.
Hoy se hacen muchas lecturas de la caída del «socialismo
reab>, casi todas ellas en favor del capitalismo. Pero también es
200
posible hacer otra lectura: los más de setenta años de existencia
de ese socialismo y el papel por él asumido en el mundo demostraron en la práctica la posibilidad y la necesidad de un sistema
universal an~icptls.
El «socialismo real» fue, por supuesto,
una alternativa frustrada. Pero su fracaso dejó incólume la necesidad de una alternativa. Hoy sigue estando latente y requerida
de fuerzas sociales que la asuman como proyecto histórico.
Socialismo, mercado y valores humanos
El status global que ahora caracteriza a la humanidad exige
como su interés más vital no el crecimiento económico en sí
mismo, sino la distribución más justa de sus beneficios, y esto
no es alcanzable con la sola presencia de una economía de
mercado, la cual, de hecho, apunta hacia el ensanchamiento de
las desigualdades sociales. Particularmente, el Sur subdesarrollado de hoy no es la Europa de la época de la acumulación
originaria, del crecimiento y del florecimiento del capitalismo.
Aquel modelo de desarrollo es inaplicable a los actuales países
pobres, que jamás podrán reproducir el camino transcurrido en
Europa o los Estados Unidos. Intentos no han faltado. El resultado ha sido, mirado el Tercer Mundo en su conjunto, negativo.
Las condiciones no son las mismas. Hoy existe una economía
global planetaria y no encerrada en estrechas fronteras nacionales. Los marcos «liberales» que el capitalismo transnacionalizado impone a la economía internacional crean enormes obstáculos
para la generación de renglones económicos realmente competitivos en el Sur. La opción que va quedando a sus países es la
apertura a las inversiones extranjeras, que traen consigo el
capital, la tecnología, los mercados, pero que se llevan, lógicamente, la mejor tajada en las ganancias. Esto, aunque pueda
representar cierto crecimiento económico en los países subdesarrollados en términos absolutos, en la mayoría de los casos no
alcanza para cubrir el incremento demográfico, ni el pago de la
deuda acumulada con sus intereses, significa que los beneficios
de ese crecimiento queden concentrados en los sectores más
directamente vinculados a la inversión extranjera y, si lo miramos en términos relativos, implica un decrecimiento y un mayor
distanciamiento con respecto a los países desarrollados. El liberalismo, o su versión neoliberal más moderna, no puede traer
consigo solución alguna -y sí un agravamiento- al problema
global más agudo de nuestro tiempo: el de las grandes diferencias entre los niveles de desarrollo de unos países y otros.
201
Mientras mayor desarrollo alcance la tecnología, mientras
más global sea la economía, mientras más concentrada en determinadas empresas esté la propiedad, más peligrosas para el
hombre son las relaciones mercantiles no reguladas. Las acciones motivadas por el puro mercado son ajenas a cualquier
compromiso con los intereses vitales de los semejantes, se inspiran en la búsqueda de una ganancia monetaria impersonal y
excluyen, por lo tanto, toda preocupación por la naturaleza, por
los pobres o por las generaciones futuras. De ahí la inevitabilidad de los «males públicos» que acarrea el mercado, cuya lógica
en no pocas ocasiones apunta hacia un sentido diametralmente
opuesto al de la lógica de la vida humana. Cuánto más autorizada esté una empresa a contaminar el agua o el aire,
más barato produce y más elevadas son sus ganancias. La tala
de los bosques vírgenes es un mal público que acrecienta las
ganancias de las empresas madereras (...). Una publicidad peligrosa, como la que incita a los adolescentes a fumar( ... ) acrecienta
las ganancias de las manufacturas de tabaco(... ). Las autopistas
congestionadas son un mal público cuyo origen probable es
que la industria automotriz ha llegado a crear en la gente
preferencias por el tran:spurte privado con exdu:sión de tran:spurte:s
públicos(...). La guerra puede ser financiada para bajar el costo de
un insumo que las empresas importan(...) (o) aumentar las ganancias de las empresas que trabajan para la defensa nacional.3
En estos y muchos otros casos el crecimiento de las ganancias
no tiene nada que ver con la preservación o el aumento de la
calidad de la vida, sino todo lo contrario. La implacable lógica
del mercado conduce en su evolución, con la fuerza de la necesidad, hacia el deterioro de las condiciones de existencia de una
mayoría que con el tiempo tiende a ser toda la humanidad.
Tampoco en un sentido estrictamente económico al mercado
es atribuible el milagro que el neoliberalismo supone. La eficiencia económica es muy cuestionable allí donde se dilapidan los
recursos humanos con el desempleo crónico, o donde la ausencia
de cuidado del medio ambiente hace peligrar el futuro de la
economía (para no hablar ya del futuro de la sociedad y de la
humanidad toda), o donde se malgastan los recursos no renovables, o donde el derroche y el despilfarro de unos contrasta con
la carencia de lo más elemental en otros. No puede hablarse de
202
eficiencia económica donde no existe eficiencia social. Es esta
última la que le da el verdadero sentido moral a la primera.
«Cuando la oferta y la demanda deciden si un ser humano tiene
derecho a una vivienda, a alimentarse, vestirse, educarse y
atender su salud, el debate sobre el mercado y su eficiencia
económica pierde su beatífica máscara racionalista y se desnuda
éticamente». 4
En el esquema ideal del neoliberalismo la idea sobre la
supuesta función milagrosa del mercado está asociada a la
tendencia al equilibrio, como resultado de una también supuesta
asignación óptima de recursos que el mercado anónimamente
debe garantizar. De esta forma el mercado logra lo que el
hombre, no puede alcanzar por medio de ninguna planificación.
Sin embargo, sin extraviarnos de este esquema ideal hacia una
realidad económica que por lo general es bien distinta, caben
señalar necesarias <<imperfecciones» al anunciado equilibrio
<<perfecto». A pesar que, de manera global, es posible cierta
tendencia real al equilibrio, de lo cual los vaivenes de los precios
constituyen un indicador, 5 ningún productor puede, en el fondo,
conocer lo que esos movimientos de los precios significan. Los
productores no saben, intentan adivinar, se arriesgan. El mercado restituye su «equilibrio» sobre la base de los que aciertan;
los otros quiebran. Cierra caminos, pero no indica cuáles abrir.
Informa, es cierto, pero fracaso y quiebra de por medio. Por eso
la entrada en el mercado implica siempre un riesgo imposible de
evitar. Hayek habla de una razón «colectiva y milagrosa». Pero
la imposibilidad de acertar siempre es lo que, en definitiva,
impide la tendencia absoluta al equilibrio y a la asignación
óptima de recursos y convierte en irracional el mecanismo del
mercado al dejarlo todo a expensas del factor casualidad, a sus
caprichos, ajenos a la inmiscusión racional humana. 6
Por eso un mercado absolutamente libre no puede existir ni
siquiera en el capitalismo. El llamado «no intervencionismo» es
un modelo ideal para el cual no existe correlato real alguno. Es
más propio de la utopía neoliberal que de la verdadera realidad
capitalista. En la práctica, desde la misma constitución del
mercado, frecuentes intervenciones han intentado corregir sus
fallas. Pero además, la evolución histórica del capital (libre
concurrencia-monopolio-capitalismo monopolista de Estadotransnacionales) ha ido cerrando cada vez más el paso al libre
juego del mercado. La concentración y centralización del capital
permiten la monopolización de la producción, de los mercados y
203
de los precios, y no sólo en los marcos nacionales. Ningún
capitalista «práctico» que ocupe una posición de privilegio en
esta realidad monopólica desdeñará las mayores posibilidades
de ganancias que esta le ofrece para sustituirla por un idealizado
esquema de libre mercado. Como bien señala Adam Schaff,
«dejando de lado los pequeños enclaves del comercio al detalle y
de la artesanía, no hay, en ninguno de los países económicamente
desarrollados, nada que se parezca al mercado libre». 7 Y más
adelante: «el capitalismo contemporáneo, a diferencia de aquel
que analizó Marx y a diferencia también de los absurdos inventos que el neoliberalismo trata de vender a los "pobres", no
equivale al caos del mercado. Se basa en una planificación muy
fina realizada por los grandes consorcios y no solamente a escala
nacional, sino también internacional». 8
En el mundo capitalista de hoy el mercado libre está limitado
no sólo por el monopolio del capital, sino también por los restos
que aún existen del llamado «Estado Benefactor». En el primer
caso la regulación y la planificación buscan una maximización
de la ganancia que sigue siendo la brújula principal que orienta
este tipo de sociedad. Por su parte el «Estado de Bienestar», sin
llegar a afectar sustancialmente la lógica del capital, está dirigido a ofrecer cierto nivel de seguridad social a la población,
aunque siempre como resultado de conquistas populares y sin
plenas garantías de que lo alcanzado no se haga reversible, ya
que en este tipo de sociedad lo que menos interesa es el nivel de
satisfacción de las necesidades básicas de la población. Así y
todo, no deja de ser cierto que la intervención estatal en este caso
cierra también espacios a la acción libre del mercado e introduce
nuevos elementos de planificación y regulación.
De modo que no es la presencia meramente de la planificación o el
mercado lo que distingue al capitalismo del socialismo. Queda así
reiterada nuestra tesis de partida que refuerza la idea de la importancia de una distinción axiológica - más allá de las necesarias diferencias estructurales y de funcionamiento- entre ambos sistemas.
El propio Hayek define el socialismo mediante una caracterización ética: es la moralización de la economía, afirma. 9 Aunque su intención no es otra que el desprestigio de esa forma de
organización social, no hay dudas de que su aseveración posee
fundamentos reales. En verdad el socialismo se diferencia de los
tipos de sociedad precedentes por un contenido moral cualitativamente nuevo. Aunque no se reduce a un catálogo de postulados
morales tal como fue alguna vez defendido por el llamado «SO·
204
cialismo ético», es incuestionable que la sociedad socialista no
puede existir sin una base moral, sin garantizar una serie de
valores que la identifican como tal. El núcleo mismo del ideal
socialista radica en la solidaridad humana, en la posibilidad de
llevar a la práctica un humanismo radicalmente superior. Con
la precisión meridiana del científico, Albert Einstein captó esta
esencia hace ya casi cincuenta años: «el verdadero objetivo del
socialismo consiste, precisamente, en superar la fase depredato10
ria del desarrollo humano». Y es esta una finalidad ético-social.
Es por esa razón que el tránsito a la nueva sociedad representa una transformación radical del ethos cultural vigente, es
decir, no se reduce a cambios en uno u otro campo, sino que
abarca todas las esferas de la vida social. La necesidad de tal
enfoque integral frecuentemente se olvida. En ocasiones se
pretende identificar determinadas células aisladas de la vieja
sociedad, que no llegan a romper la lógica del capital, con el
cimiento de la nueva, en espera sólo de una probable generalización. Así se ha querido ver socialismo, meramente en la gestión
social del capitalismo, o en la colectivización de la dirección del
proceso productivo, o en la asociación de productores. Mas, sin
negar la importancia de tales conquistas sociales en el seno del
capitalismo, no deben reducirse a estas (u otras) las radicales
transformaciones que el socialismo implica. Es necesario armar
«la resistencia a un tipo de enfoque que orienta la búsqueda
hacia "islotes" desprendidos del continente de la propiedad privada, como presuntos gérmenes de futura generalización». 1 Lo
cualitativamente socialista no es reducible a ningún elemento
aislado, por importante que este sea, sino que ha de constituir
una alternativa sistémica real al capitalismo. Por eso, los nuevos
modelos de socialismo no deben ser analizados desde un punto
de vista exclusivamente económico. Las transformaciones culturales que el socialismo ha de traer consigo no pueden realizarse por sí mismas. Las reformas económicas no generan de manera
espontánea o automática una nueva cultura, y sin esta última
no hay socialismo, ni siq:uiera en la esfera económica.
El hombre mismo y su vida han de ser valores centrales en el
socialismo. En esto consiste su superioridad ética en comparación con el capitalismo: en este último el individuo existe sólo si
forma parte del mercado; en la sociedad socialista cada ser
humano posee derechos fundamentales (económicos, culturales,
sociales) que han de ser socialmente garantizados. 12
205
La nueva sociedad exige un tipo diferente de racionalidad,
que no excluya la eficiencia, pero que la subordine a la vida
humana y a las necesidades reales y justas de todos los hombres.
En los modelos económicos es necesario tener en cuenta los
fundamentos antropológicos de la economía, la centralidad del
trabajo y las necesidades humanas. «La maximización de las
ganancias no puede ser criterio supremo de las decisiones económicas de la sociedad socialista. El que una empresa tenga
pérdidas, no es razón para cerrarla, mientras que la mayor
capacidad de una empresa para obtener ganancias, no es razón
suficiente para aumentar o cambiar su línea de producción. La
tasa de ganancia no puede ser sino un criterio secundario para
las decisiones sobre las orientaciones básicas de la economía». 13
El socialismo no ha de proscribir el mercado, pero sí ha de
superar la ética de este. Tampoco la sola inclusión de la planificación convierte en socialista la economía, «la esclavización del
individuo puede ser simultánea a la existencia de una economía
planificada». 14 Desde su proyecto original el socialismo estuvo
destinado a medirse no por el nivel de consumo de unos cuantos,
ni por el grado de perfección con que se planifique el funcionamiento social, sino por la calidad de vida que esta sociedad sea
capaz de garantizarle a cada uno de sus miembros.
Los actuales problemas globales -inexistentes en la época
de Marx- agregan nuevos límites, naturales y humanos, ecológicos y sociales, al capital, y ponen incluso en cuestión una idea
básica de la concepción marxista clásica: la del desarrollo de las
fuerzas productivas como sustrato último de todo progreso humano. Como nunca antes se hace necesario hoy el establecimiento de mecanismos sociales de control al desarrollo de las fuerzas
productivas. El decurso histórico de nuestros días está demostrando que el progreso tecnológico y económico puro, abstraído
del resto de las condiciones sociales -o lo que es lo mismo,
ubicado en los marcos de unas relaciones de producción que ya
no lo soportan, como es el caso de los países capitalistas desarrollados, sede fundamental de este progreso- está provocando
m~s
males que bienes para la humanidad y está justificando la
censura axiológica de la que muchas veces es objeto. Para el
Norte este progreso trae consigo mayores cuotas de enajenación,
un consumismo irracional, un daño irreparable a la naturaleza
y a la ecología, la supresión de valores morales y estéticos, una
actitud egoísta hacia todo, un antihumanismo por esencia. Para
el Sur subdesarrollado significa -debido al hecho fundamental
206
de que ese progreso se da no en sí mismo, sino en los países
industrializados y es utilizado por estos como instrumento de
expoliación- más subdesarrollo, más explotación, mayor distanciamiento en relación con el mundo desarrollado, menos
soberanía, menos identidad, más muerte, mayor marginación del
crecimiento global. Todo esto permite afirmar que, hoy por hoy, el
progreso técnico y económico no es necesariamente igual-y puede
ni siquiera ser síntoma consustancial- al progreso social.
La nueva sociedad no debe, por supuesto, renunciar a las
conquistas ya alcanzadas en la esfera de la producción. Tampoco
debe detener el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas,
pero sí colocarlo sobre nuevas bases, lo cual implica, entre otras
cosas, que el ímpetu de su crecimiento no sea ya lo más importante y determinante en el progreso humano global y que,
presumiblemente, ese ritmo tenga necesariamente que disminuir en aras de la preservación del medio ambiente, la economización de los recursos no renovables y una distribución más justa
de la riqueza creada en el proceso productivo. En un sentido
económico, el indicador fundamental del progreso humano-global
ha de estar asociado al carácter de las relaciones de producción. El
crecimiento de las fuerzas productivas, sin detenerse, estará
limitado ecológica y humanamente y deberá concentrarse, desde
un punto de vista geocultural, en las regiones que históricamente han constituido las periferias del capitalismo. 15
La existencia de estos nuevos límites al crecimiento evidencia
la obsolencia del principio de máxima ganancia como fundamental fuerza motriz de la economía. Se hace necesario superar la
prioridad abstracta, caótica e irracional que la lógica del puro
mercado otorga a todo avance técnico y económico que genere
ganancias. La humanidad necesita una nueva cultura ecológica
y socialmente responsable qu(! el mercado, por sí mismo, no
puede garantizar. El crecimiento técnico y económico debe ser
regulado y subordinado a otros valores: la justicia social, la
preservación del medio ambiente, la priorización de zonas menos
desarrolladas, un humanismo más elevado.
De todo esto se desprende que la justicia constituye el valor
fundamental que identifica el socialismo y que diferencia sustancialmente esa sociedad de la capitalista. Antes habíamos
señalado la libertad como el eje axiológico, alrededor del cual
giraba el sistema del capital. Se trata de dos valores que,
mirados en sí mismos, portan ambos una positividad socialmente significativa, acorde con la definición misma del concepto
207
«valor». 16 Parecería, por tanto, una disquisición filosófica sin
mucha importancia práctica el asunto de cuál de ellos es central
en uno u otro modelo social. Pero en realidad resulta esencial
aquí la determinación de la máxima prioridad axiológica. En
dependencia de la elección que se haga las sociedades podrán
tomar rumbos radicalmente diferentes, por una sencilla razón:
cuando estos dos valores entran en conflicto es necesario optar por
uno y desdeñar el otro. En un caso es la libertad la que pone límites
a la justicia y en el otro es la justicia la que restringe la libertad.
Una sociedad como la capitalista, que, en apariencia, da rienda
suelta a la libertad, provoca que su despliegue ilimitado obstruya,
impida, ahogue su posible extensión a toda la sociedad. La libertad
como valor tiene un límite lógico: la afectación de la libertad de
otros. Más allá de ese límite se convierte en su contrario, en un
antivalor. Sobrepasado ese umbral, mientras más libre sea un
sujeto determinado para moverse por la compleja red de relaciones
sociales, menos movilidad tendrán otros. Evitarlo sólo sería posible
si se colocara un valor distinto por encima de la libertad misma.
Pero no es eso lo que ocurre en la sociedad del capital. Lo cotidiano
allí es que la excesiva libertad para unos implique ausencia de esta
para otros. Y eso es, preciRHmente, l::1 injusticia. El mundo capitalista se ha movido hasta ahora bajo la consigna engañosa de la
libertad y, por eso, ha traído tanta injusticia.
En no pocas ocasiones, en un intento -también aparentepor ponerle límites a la libertad (que en realidad viene siendo la
poca «libertad» que le queda a los pobres y marginados) se habla
de que esta no debe interferir la vida privada de otros. Pero,
¿hasta dónde puede crecer esa «vida privada de otros»? Sabido
es que en el mundo de hoy existen hasta islas, que podrían ser
países independientes y son, sin embargo, propiedad privada.
¿Hasta qué límites se ha restringido la libertad de los habitantes
de esas islas que ni siquiera tienen la libertad de tener un país
propio? Pudiera irse a otro caso extremo -que no por ser
extremo deja de tener millones de ejemplos-: cualquiera de los
niños hambrientos y harapientos de este inmenso Sur no tiene
la libertad de acceder a los alimentos porque los expiden almacenes privados y él no tiene dinero para comprarlos, no tiene la
libertad de cuidarse la salud porque ella es también privada, no
tiene la libertad de estudiar, de acceder a la cultura, de practicar
deportes, porque él tiene que dedicar su tiempo «privado» a la
búsqueda del sustento o porque las escuelas, los centros cultu208
rales y deportivos no existen o tienen sus dueños «libres». La
«vida privada» ha crecido tanto que hoy es transnacional y dueña
de la mayor parte de los recursos del planeta. Y todo en nombre de
la libertad y sus derivados: el liberalismo, el neoliberalismo, etcétera.
En tanto, la justicia -máxima instancia axiológica- entraña un contenido más plenamente valioso, más propio de un
estadio superior del desarrollo civilizado del hombre. Su gran
ventaja como valor humano radica en la permanente posibilidad
intrínseca de crecimiento y universalización. Más justicia para
unos sólo puede implicar más justicia para otros y, en sentido
genérico, más justicia social. Mientras mayor extensión, profundidad y universalidad alcance este valor, más segura estará su
realización para cada sujeto histórico-concreto. El crecimiento
de la justicia no cercena -antes bien, garantiza-la universalidad de otros valores, como es el caso de la libertad misma. Es
la supremacía de la justicia como valor la que permite restringir
la libertad de unos hasta los límites en que no afecte la de otros.
Es la justicia -por paradójico que pueda parecer- el verdadero
garante de la plena realización de la libertad como valor.
La justicia socialista, por lo tanto, no puede renunciar a la
libertad como importante valor de la nueva sociedad. No hay
razón para la restricción de libertades fuera del marco de lo
imprescindible de acuerdo con las circunstancias histórico-concretas. No ha de evocarse una justicia -en este caso más ficticia
que real- para mutilar libertades innecesariamente. Cuando
esto ocurre sale afectado no sólo este significado, sino también
la justicia como valor. Esta última entraña, subsumidamente, la
igualdad-libertad, así unidas, es decir, la multivariedad posible
de relaciones entre individuos iguales y libres o, lo que es lo
mismo, toda la libertad realizable mientras no afecte la igualdad
más allá de lo necesario e históricamente aceptable.
Conocido es que el socialismo no puede garantizar una igualdad absoluta, pero sí una desigualdad justa, acorde con el aporte
social de cada cual. Injusto sería, en una sociedad incapacitada
para una distribución conforme a las necesidades, brindar igual
tratamiento a individuos con desiguales contribuciones sociales.
Ni el igualitarismo ni el paternalismo injustificado son consustanciales a este tipo de sociedad. De ahí que cualquier modelo
de socialismo precise determinar, de acuerdo con las condiciones
particulares, las fronteras de la igualdad y «lo que debe ser
igualmente repartido». 17 Cada individuo ha de tener iguales
posibilidades para la realización de sus «fuerzas esenciales»
209
(Marx) y para la satisfacción de sus necesidades humanas básicas.
Pero debe ser diferenciado, en consonancia con la calidad y cantidad
de trabajo de cada cual, su acceso al resto de la riqueza social.
El necesario enfrentamiento de los problemas globales de
nuestro tiempo y el inesquivable asunto de la salvaguardia de
un planeta habitable para el futuro comprometen a cualquier
modelo de socialismo con una justicia que vaya más allá de las
fronteras nacionales y epocales. En la medida de sus propias
fuerzas el socialismo debe ser una sociedad también justa hacia
fuera y hacia delante. Nada realmente humano puede serie
ajeno. El equilibrio ecológico, el cuidado del medio ambiente, la
búsqueda de alternativas al agotamiento de los recursos no
renovables, la consecución de ritmos racionales para el crecimiento demográfico, la preservación de la paz y la construcción
de un Nuevo Orden Internacional que realmente favorezca la
paulatina equiparación de los niveles de desarrollo de todos los
pueblos, han de constituir contenido insoslayable de una justicia
anclada en «el aquÍ» y «el ahora», pero al mismo tiempo proyectada hacia la arena internacional y extendida a las futuras
generaciones que no están aquí para por sí mismas exigirla.
Nada de esto sería posible en los límites de relaciones mercantiles no reguladas. Por eso el socialismo ha de superar la
lógica del mercado, para lo cual introduce la planificación y la
convierte en el principal eje económico. Ante la imposibilidad de
un mercado perfecto que garantice por sí mismo un equilibrio
económico basado en las reales necesidades humanas, que ponga
al hombre como centro y asegure una distribución justa de la
riqueza social, la sociedad socialista se propone mediante el plan
evitar los excesos hacia los cuales tiende el automatismo mercantil y dotar a la economía de una racionalidad humanista.
Pero, al mismo tiempo, no puede deshacerse totalmente del
mercado, ya que la sola planificación no permite garantizar -al
menos por el momento y tampoco en una perspectiva previsible- el funcionamiento eficiente de la sociedad socialista. Y es
que la planificación perfecta también es imposible. Ella presupondría un conocimiento centralizado, absoluto e inmediato de
todos los factores involucrados en el proceso producción-consumo, incluidos el estado de las necesidades, sus movimientos y
fluctuaciones. Esto, por supuesto, sigue siendo hasta ahora una
utopía irrealizable. Por esa razón, la planificación socialista ha
de estar complementada por el mercado que, debido precisamente a su espontaneidad, brinda una información rápida y relati210
vamente fidedigna acerca de la correlación de la oferta y la
demanda Y sobre el estado de las necesidades sociales, lo cual
favorece a su vez una mejor preparación del plan.
Desde su mismo surgimiento, el mercado desempeña una
importante función dentro de la sociedad. Con el desarrollo de
la división social del trabajo y la complejización de las relaciones
de intercambio, la coordinación de la producción hubiese sido
imposible sin la aparición de los vínculos mercantiles. 18 En el
funcionamiento de la compleja estructura de componentes ínterdependiente de la sociedad contemporánea, el mercado ofrece la
posibilidad de utilizar una cantidad significativamente mayor
de información al reunir, en un mismo sistema general, el
conocimiento de cada agente social de las relaciones mercantiles.
Tal volumen informativo es por el momento imposible de obtener
por el exclusivo medio de una planificación centralizada.
La presencia de relaciones mercantiles como complemento de
una economía planificada favorece la eficiencia, no sólo porque
descentraliza las fuentes de información, sino también porque
multiplica hacia todos los sujetos de esas relaciones 19 la gestión
social de búsqueda de satisfacción de la demanda y permite una
adjudicación más eficaz de los recursos. No debe tampoco desconocerse el papel incentivador que puede desempeñar «el fenómeno de la competencia -que ejerce una influencia tan grande
sobre las reacciones y actitudes de las personas- a unque se cree
una nueva y sublime versión, despojada, por ejemplo, de ese
. aspecto que es e 1 ansia
. d e 1ucro». 20
suciO
Ha afirmado Hayek ~ue
la economía mercantil permite que
el orden nazca del caos. Ya sabemos que en las condiciones de
un mercado dejado a su absol~t
espontaneidad, este genera,
más allá de los reales elementos de orden que pueda introducir,
otro caos, superior y aun más peligroso, que involucra el destino
mismo de la naturaleza y la sociedad. Sin embargo, un mercado
socialista controlado no sólo es capaz de prever y evitar secuelas
negativas en un sentido natural y social, sino que también
contribuye al ordenamiento de la sociedad con un uso más
racional de los recursos materiales y humanos.
Esto significa que el mercado es aún necesario al hombre y
puede constituir un mecanismo socialmente benefactor si se
subordina a valores tan altos como la justicia. No debe juzgarse
moralmente de manera abstracta un instrumento todavía imprescindible a la sociedad contemporánea. La nueva sociedad
211
debe incorporarlo junto a la planificación y bajo la acción de
reguladores sociales, incluidos los morales.
La imposibilidad real de un mercado y un plan en sí mismos
perfectos hace que, desde el ángulo de los valores que el socialismo ha de garantizar, tan nefasto es dejar correr automáticamente el mercado sin ninguna regulación planificada, como
procurar un plan sin el auxilio absoluto del mercado. Una
justicia basada en la ineficiencia y en la escasez tampoco llega
a ser una justicia real. Es necesario superar cualquier hiperbolización excluyente que clausure el paso a la necesaria complementariedad y que haga aparecer una alternativa cerrada: o
mercado o plan.
¿Hasta dónde el plan y desde dónde el mercado? Es este el
más difícil asunto, eje de las principales discusiones de hoy.
Siguiendo la lógica de las reflexiones aquí presentadas y desde
un punto de vista estrictamente técnico se concluye que el
socialismo debe extraer de la esfera de dominación del mercado
todo aquello que ofrezca posibilidades reales para el conocimiento de la relación oferta-demanda, asociado sobre todo a las
necesidades básicas y comunes a todo ser humano, al tiempo que
debe dejar un margen -el de lo no conocido para el mercado. 22
Desde el punto de vista de una ética humanista, lo primero debe
garantizar la equidad, la justicia, la igualdad de oportunidades,
la solución de los problemas sociales. Lo segundo ha de asegurar
la eficiencia, el crecimiento, el perfeccionamiento de la calidad
de la vida, el respeto a la diferencia, el interés del trabajador por
los resultados de su labor, la inserción en el mercado internacional, aunque todo ello dentro de una órbita que nunca ha de
perder su contenido social ni las bases reales de la justicia.
En realidad, esto no pasa de ser un esquema general. No hay
una respuesta única ya que cada país, cada proceso históricosocial, exige una correlación específica de ambos elementos. La
planificación, digamos, desempeña un mayor papel en los países
subdesarrollados con un bajo nivel de satisfacción de las necesidades más vitales. El mercado, por su parte, es más importante
allí donde el asunto a resolver es ' el de las preferencias y el
perfeccionamiento de la calidad de la vida y no el de las necesidades básicas.
Mas, a pesar del carácter necesariamente abstracto y esquemático de cualquier visión genérica del socialismo, esta resulta
imprescindible como noción de un «deber ser ideal» que ha de
Irse «recortando» al tiempo que se adecua a las condiciones
212
específicas de cada proceso concreto. Construir el socialismo es
imposible sin una imagen previa, por lo menos, de sus principios
generales. La historia se realiza en un entretramado de alternativas. La opción que se lleva a la práctica la eligen los hombres,
y lo hacen a tenor de sus propios conceptos previos. La espontaneidad en la acción de las leyes sociales es propia de las sociedades anteriores, pero no del socialismo, que jamás se levantará
por sí mismo, sin el propósito consciente de hacerlo. La construcción de la nueva sociedad exige -eso sí- una visión desprejuiciada, lo suficientemente flexible como para romper cualquier
atadura conceptual y permitir al pensamiento un permanente
dinamismo que dé respuesta a los nuevos cambios y a las
realidades histórico-culturales más diversas. Los intereses generales y plurales que la sociedad sea capaz de realizar han de
ser la brújula orientadora garantizando el máximo histórico de
justicia social permisible para las condiciones de la época y el lugar.
Pero tampoco ningún modelo abstracto puede, por sí mismo,
garantizar el contenido moral y la eficiencia de la nueva sociedad. Los modelos son importantes y necesarios -ya lo hemos
dicho-, pero más importante aún es una real democratización
de la vida social, extendida a todas sus esferas: la política, la
economía, la cultura.
Según afirma Alberto Kohen:
Se trata del despliegue de nuevos procesos de democratización en el sentido global que le da Lukacs, abarcatorio de la
totalidad de la vida; la vida cotidiana y la actividad económica, las instituciones y el mecanismo político para las decisiones. No se trata sólo de «mejorar» la esfera política o el
sistema institucional, que de por sí es importante, sino de
democratizar, en profundidad y extensión, el conjunto de la
vida: desde la esfera de la cotidianeidad hasta la más elevada
de la política, o sea, una verdadera y profunda revolución. 23
Notas y referencias
1
Franz J. Hinkelammert. Crítica de la razón utópica, Costa Rica, San
José, DEI, 1990, p. 22.
2
Enrique Dussel. 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del
mito de la modernidad, Madrid, Editorial Nueva Utopía, 1992,
p. 18.
213
John Roemer. «¿Puede existir un socialismo después del comunismo?», en Nuevos modelos de socialismo, Buenos Aires, K&ai Ediciones, 1995, p. 28.
4 Juan Antonio Blanco. Tercer milenio. Una visión alternativa de la
Posmodernidad, La Habana, Editorial Fundación Félix Varela,
3
1995. p. 44.
5 Claro, siempre que estos movimientos de los precios sean el resultado de la acción «libre» de la ley del valor, lo cual obviamente no es
el caso en una economía signada por el predominio de los monopolios y, con más razón, por las transnacionales, que muestran cada
vez mayor capacidad para «planificar» y controlar los precios. Pero
este particular (que hoy no tiene nada de particular y sí mucho de
universalidad) no es tenido en cuenta en el esquema ideal del
neoliberalismo.
6 Ver: Franz J. Hinkelammert. Crítica de la razón utópica, ob. cit.,
pp. 76-77 y 246.
7 Adam Schaff. ¿Qué ha muerto y qué sigue vivo en el marxismo?,
Buenos Aires, Tesis 11 Grupo Editor, 1995, p. 70.
8 Ibídem, p. 73.
9 Ver: Luis Martínez de Velazco. «Socialismo y mercado», en Papeles
de la FIM, no. 1, Madrid, s/f, p. 125 (2da época).
10 Albert Einstein. «Por qué el socialismo», en Tesis 11 Internacional,
no. 22, Buenos Aires, 1995, p. 35.
11 Gilberto Valdés. «La alternativa inconclusa: el socialismo en las
redes de la Modernidad», La Habana, Fondo GALFISA, 1994, p. 7.
12 Ver: Juan Antonio Blanco. Tercer milenio. Una visión alternativa de
la Posmodernidad, oh. cit., pp 81-82.
13 Franz Hinkelammert. Crítica de la razón utópica, ob. cit. p. 139.
14 Albert Einstein. «Por qué el socialismo», oh. cit., p. 38.
15 Es este un argumento que, unido a otros, habla acerca de la
necesidad de un cambio formacional a escala mundial. El actual
proceso de desnacionalización de la economía debe constituirse en
factor propiciador de la aparición de las premisas históricas para
tal tipo de cambio.
16 En otros lugares hemos definido el valor en su dimensión objetiva
como la significación social positiva de cualquier objeto, fenómeno,
cualidad o proceso, material o espiritual, que participe de la actividad
humana. Ver, por ejemplo: José Ramón Fabelo. Práctica, conocimiento y valoración, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales,
1989.
17 Jacques Bidet. «10 tesis filosóficas sobre la noción de "modelos de
socialismo"», en Nuevos modelos de socialismo, ob. cit., p. 13.
214
18
Ver: Franz J. Hinkelammert. Crítica de la razón utópica, ob. cit,
p. 245.
19
Téngase en cuenta que cuando aquí hablamos de sujetos de las
relaciones mercantiles entendemos por ellos no sólo y no tanto a
propietarios individuales, sino ante todo colectivos de trabajadores
«libremente asociados» y al propio Estado como representante de
los intereses de la sociedad globalmente tomados. No hay por qué
asumir como incompatibles el mercado y la propiedad realmente
social.
20
Adam Schaff. ¿Qué ha muerto y qué sigue vivo en el marxismo?, oh .
cit., p. 76.
21
Ver: Gury Sorman. «El maestro del liberalismO>> (entrevista realizada a Hayek para La Nación, Buenos Aires, 1998), en José Luis
Rebellato. La encrucijada de la ética, Montevideo, MFAL, 1995,
22
p .39.
Hipotéticamente un plan que prescinda del mercado sería posible
sobre la base del conocimiento del estado de todas las necesidades
sociales (y no sólo las básicas) y una capacidad productiva suficiente
para satifacerlas. Pero esta posiblidad se ve bloqueada no sólo por
la carencia de tales niveles de producción, ni por la incapacidad
actual de la sociedad de recopilar centralmente un conocimiento que
tendría que tener en cuenta a cada ser humano con sus necesidades
diferenciadas. Supongamos que la producción crezca hasta ese
punto y que el desarrollo de los medios informáticos y de comunicación ofrezcan la posibilidad de recopilar instantáneamente ese
volumen de información, para, sobre su base, confeccionar el plan.
Así y todo, entre el momento en que el plan se confeccione y el
momento en que la producción esté lista para satisfacer las necesidades, ya estas habrán cambiado. Una distribución acorde con las
necesidadés es virtualmente imposible. Presupondría la cancelación del surgimiento de nuevas necesidades y la paralización de la
historia. Eso no significa que la sociedad socialista no se mueva
hacia ese objetivo, pero ha de hacerlo con plena conciencia de que
es un fin inalcanzable, un modelo de imposibilidad, cuyo sentido
radica en el movimiento real de la sociedad que provoca.
23
Alberto Kohen. «Nuevos modelos de socialismo en Latinoamérica».
en Nuevos modelos de socialismo, oh. cit. , p. 107.
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