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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.77  Santiago Dec. 2020

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602020000100099 

Ensayos

Manifestaciones: otras miradas

Manifestations: Other Views

Marcos García de la Huerta1 

1Universidad de Chile, Santiago

Resumen:

A través de una fenomenología de las protestas de Octubre 2019, se muestra el abuso de la noción de modelo y la ambivalencia de la pluralidad como categoría analítica. La protesta se presenta en distintas perspectivas: 1) Como expresión de un movimiento social que busca cambiar el modelo; 2) Irrupción de un malestar difuso, cruzado por un proceso constituyente/ destituyente; 3) Expresión nihilista de agentes remisos a toda regla y autoridad; 4) Estrategia de ocupación territorial de grupos narcos en zonas marginales. La conexión con el sistema político sitúa la protesta en otro marco de referencias, y plantea la cuestión de una gobernabilidad alternativa. Por otra parte, esta descripción envuelve un giro hermenéutico contra el sentido tradicional de la comprensión: en lugar de buscar lo permanente a través de lo transitorio, lo permanente aparece atravesado por la transitoriedad, inmerso en la singularidad de una experiencia comunicable narrativamente.

Palabras clave: Manifestación; Modelo; Pluralidad; Caducidad; Permanencia

Abstract:

Through a phenomenological description of the social outburst in Chile since October 2019, this paper intend to show the abuse of the notion of model and the ambivalence of plurality as analytical category. The protest appears in different perspectives: 1) As the expression of a social movement which attempts to change the model; 2) the arise of an unspecific malaise crossed by a constituent/ depriving process; 3) A nihilistic expression of excluded, reluctant to all kind of authority; 4) A drug dealers strategy in order to cover territories in marginal zones. The connection with the political system put the protest on another framework of significance, and set up the question of an alternative governability; otherwise, this description involves a turn of reflection against the traditional sense of understanding: instead of seeking the permanent through the transitory, the permanent appears crossed by the transitoriness and immersed in the singularity of an experience, narratively communicable.

Keywords: Manifestation; Plurality; Model; Caducity; Permanence

Cada vez hay más gente que no lee los periódicos ni se entera por la televisión de lo que ocurre en el mundo; tienen a las redes como única fuente de información. No ocurre solo aquí, hace poco el New Yorker publicó un reportaje sobre un pueblo del interior de Estados Unidos al que no llegaban siquiera los diarios locales. Algunos atribuyen este fenómeno a que gran parte de la gente no quiere que la perturben con los hechos. La digitalización favorece una cultura del “me gusta”, una suerte de autismo, que suprime los límites: entre verdad y falsedad, entre lo deseado y lo posible, entre hablantes y oyentes, entre lo legítimo e ilegitimo; esta disposición se asocia a una dolencia que los analistas llaman “angustia de desconexión”.

Las protestas de octubre de 2019 en Chile seguramente no habrían sido posibles sin la comunicación por redes, lo que confirma la opinión de quienes creen que la era digital inicia nuevas formas de participación. ¿Y nuevas formas de democracia? Se requiere de un buen blindaje de optimismo para creerlo: la democracia en el mundo está en declinación y las redes contribuyen a ello, agitando el avispero del espacio virtual con fabulaciones, supercherías y amedrentamientos de todo tipo. La protesta es expresión de un poder múltiple, “microfísico”, ciudadano y, a la vez, una fuerza potencialmente anárquica, sujeta a manipulaciones. Unos vieron en ella el despertar de Chile, un acontecimiento que marcaría un antes y un después, el comienzo del final de la transición a la democracia. Pero luego fue permeada por fuerzas de nulo compromiso con la democracia, que la despojaron de su épica ciudadana y de su aura redentora.

La consigna preferida –no son treinta pesos, son treinta años–, en alusión al alza de pasajes del Metro, es ingeniosa pero antojadiza. Los últimos treinta años corresponden a los de la transición democrática, según algunos, fallida, porque conservó los lineamientos instaurados por la dictadura; de allí otra de las consignas favoritas: “terminar con el modelo”. Frente a esto, hay argumentos atendibles: fue el periodo de mayores logros de los que haya registro; el ingreso promedio se multiplicó por diez: de 2.300 dólares en 1990 pasó a 24.000 en 2019, el más alto de Latinoamérica; la población bajo la línea de pobreza sobrepasaba el 50% y descendió a 8,6% en el mismo periodo, y la extrema pobreza bajó al 2,3%; los estudiantes en la educación superior eran 240.000 en 1990 y llegaron a 1.200.000; la esperanza de vida alcanzó a ser equivalente a la de un país desarrollado y el índice de desarrollo humano, el más alto de Latinoamérica. La desigualdad continuó siendo alta, similar a la del resto de la región, pero en ningún caso es la mayor del mundo, como se ha afirmado, manipulando el coeficiente Gini. El ahorro en los Fondos de Pensiones llegó a 170 mil millones de dólares en marzo de 2020, y el manejo fiscal durante esos años permite ahora disponer de 12 mil millones de dólares para el Seguro de Cesantía y de otros 17 mil millones para programas de apoyo, indispensables para enfrentar la crisis global que ahora se inicia. Con este mismo propósito, el Banco Central obtuvo del Fondo Monetario un crédito “blando” de 23 mil millones de dólares, que se otorga solo a países de reconocida solvencia.

Ese período, el más prolongado de crecimiento y prosperidad que registra la sociedad chilena, terminó. Y será muy difícil emular una mínima parte de esos resultados en los próximos años. La crisis social y sanitaria ha provocado un retroceso brutal: en solo seis meses se ha vuelto a niveles de pobreza conocidos hace cuarenta años; el desempleo, se estima, superará el 20%, la deuda pública llegará al 50% del PIB –era de 3,88% en 2018–, y los anuncios de contracción fluctúan entre 4,5 y 6% para 2020. La reactivación postpandemia encontrará un país polarizado y empobrecido, con una recesión mundial, que hará las cosas aún más difíciles.

¿Qué significa, exactamente, “terminar con el modelo”? Una primera forma de entenderlo sería como una necesidad de redefinir el padrón productivo primario-extractivo, reemplazar la matriz energética por energías limpias y renovables, y desarrollar formas de producción más sustentables, que permitan insertarnos en el mundo agregando valor en lugar de recortando salarios.

Se suele identificar también el modelo con el neoliberalismo, una palabra que en nuestro imaginario quedó asociada con la dictadura y el golpe de mercado, es decir, con las privatizaciones y la desregulación. En la práctica, el neoliberalismo ha significado: apertura a la inversión externa, tratados de libre comercio con todo el mundo, con China especialmente, institucionalización del mercado financiero y autonomía del Banco Central. El reconocimiento del Estado democrático de derecho y las libertades individuales, no es esencial al neoliberalismo. Las dictaduras latinoamericanas recientes son muestra de ello; China adoptó el sistema de mercado sin liberalizar su administración, lo que le permitió sacar de la pobreza a más de 500 millones de personas y convertirse en potencia mundial 1 .

La Unión Europea en formación (2005) realizó un referéndum constitucional para decidir, entre otras cosas, si su Carta Fundamental debía incorporar las ideas matrices del neoliberalismo. Figuras como Derrida y Habermas se pronunciaron en contra y a favor respectivamente. Ganó el rechazo, pero lo inaudito es que se haya intentado dar rango constitucional a una doctrina tan abominable. En Chile y en América Latina se implementó una forma de neoliberalismo desconocida en Europa, incluso en Alemania de postguerra, donde se aplicó una forma atenuada, compatible con criterios sociales y mayor regulación. En tiempos de Aylwin, su ministro Alejandro Foxley se defendía de la acusación de ejecutar políticas ortodoxas, friedmanianas, aduciendo que las regulaciones en aplicación, modificaban sustancialmente el modelo de mercado.

“Terminar con el modelo” en Chile significaría rebobinar la historia de los últimos cuarenta años. De ser eso posible, provocaría lo contrario de lo que se pretende: llevaría a una reestructuración del sistema de sus alianzas internacionales y de su régimen de poder interno; supondría, además, terminar con su actual democracia, conquistada en estas últimas décadas, precisamente, y de la que algunos de sus principales artífices parecen avergonzarse. Intentan borrar la deuda con ese pasado, pero sin mayor resultado: no lograron refundar el Estado como pretendían, se infligieron un daño irreparable al dejar de lado a una de sus mejores figuras, y en la elección presidencial siguiente, la de 2017, cosecharon una derrota inapelable. La izquierda republicana no ha podido recuperarse de ese fracaso y articular una oposición consistente; desde el Congreso donde es mayoría, ha continuado haciendo el gobierno que no pudo ser, y plegándose a una ultraizquierda, que nació maldiciéndola y con el propósito de sustituirla; ha podido, sin embargo, asestarle golpes letales al gobierno y llevarlo consigo a la lona.

El descrédito de la política y la destrucción institucional no son disociables de esa serie de descalabros. Si a eso se agrega la catástrofe sanitaria, la impotencia del gobierno para realizar sus promesas y contener los desmanes, resulta una crisis político-institucional comparable a las que se producen en Chile una vez cada siglo.

La expectativa creada en torno a la aprobación de una nueva constitución –y si eso dirime la cuestión del modelo–, es un espejismo, pero sirvió de analgésico. Lo cierto es que se ha definido solo un procedimiento, las políticas públicas son independientes de la constitución y el elevado quórum de 2/3 requerido para las reformas, en principio conmina a los acuerdos. Las opciones plebiscitadas, sin embargo, no tienen significado unívoco, porque se vota solo la idea de una nueva constitución, sin precisar de qué enmiendas se trata, y cediendo en la práctica a los partidos –que apenas tienen el 2% de aprobación ciudadana–, la designación de los constituyentes. Una de las discrepancias mayores se refiere al carácter subsidiario del Estado, una disputa un tanto añeja, porque lo que mayormente cuenta ahora es la disyuntiva entre Estados capaces e incapaces de superar la catástrofe sanitaria y económica que sacude al mundo. ¿Estaría mejor posicionado Chile para enfrentar esta situación, sin la infraestructura y las prestaciones de salud creadas en las últimas décadas, solo con inversión pública? La participación del Estado en la economía es, por lo demás, un asunto de pura y simple conveniencia, sujeto a la contingencia; a lo más que puede aspirar la doctrina libremercadista es a que la iniciativa privada se agregue a la gestión del Estado, que es el que regula y desregula los mercados, los crea o los deja hundirse.

La protesta de Octubre, que reunió a más de un millón de personas, como decíamos, sugirió la idea de un momento revolucionario; la metáfora del “estallido” alude a eso. Sin embargo, algunos autores la definieron como una expresión de nihilismo (Pedro Morandé y Cristián Warnken). Prevalece en ella la dispersión, la acefalía y una pulsión autodestructiva asociada al ethos del resentimiento. La figura del encapuchado encubre su antítesis: el antifaz, a la vez que borradura del nombre y de sí mismo, es la contracara, la ostentación de un perfil que rehúye dar la cara. El vándalo no es quien niega o rechaza todo y no quiere nada; quiere abolir lo indeseado y sujetar el orden del mundo a esa abolición, es decir, quiere la nada. Pero la ausencia de pensamiento no va necesariamente unida a la inacción, y una acción sin norte es solo desahogo. Carlos Peña llama anomia a la carencia de normas asociada al rechazo de toda autoridad; tiene más de un parecido semántico con la acosmia o carencia de mundanidad (Unweltlichkeit) de Hannah Arendt. Según ella, la acosmia y la pérdida de mundo (Weltlosigkeit), son rasgos asociados a la deposición/ descomposición de la metafísica, la carencia de fuentes dotadoras de sentido, y comporta “el derrumbe de la trinidad romana que durante milenios ha unido la religión, la autoridad y la tradición” 2 .

Los hechos son los siguientes: un alza tarifaria del Metro de Santiago desencadenó una seguidilla de revueltas callejeras, la destrucción de 19 estaciones, la inutilización de la mayor parte de las líneas. Luego vino la gran protesta del millón y medio de personas: se le llamó “estallido” o “manifestación social”, nombres suficientemente vagos como para facilitar su apropiación simbólica. Los mismos términos se hicieron extensivos a los disturbios cotidianos de grupos de diversa catadura, que se reunían en puntos predeterminados de la ciudad, profiriendo consignas y rayando muros. Esa multitud, aparentemente inofensiva, se convierte, ante la presencia policial o cualquier obstáculo, en una turba desatada que avanza destruyendo lo que encuentra a su paso, y termina invariablemente en actos vesánicos, saqueos y juegos de guerra con la policía. El secreto de la masividad inicial fue ese carácter múltiple, difuso: podía incluir tanto el reclamo por las pensiones y la salud, como el hastío contra los abusos y las corruptelas.

Llamar manifestación a algo que no se expresa en ningún manifiesto, se puede entender como una forma púdica de disfrazar la violencia: como llamar “caídos” a los muertos, “bajas” a los asesinados o pronunciamientos a los golpes de Estado. El adjetivo social tampoco es afortunado, supone que no es propiamente política la demanda sino privada, de orden económico-social, como si los manifestantes fueran consumidores ávidos, que solo exigen poder comprar más. Pero si se entiende “social” como equivalente a político-social, se inviste la protesta de un aura ciudadana que, si alguna vez la tuvo, la fue perdiendo al contaminarse con las acciones de infiltrados, que más parecen borracheras de narcos que demanda social. La connivencia con el vandalismo fue lo peor que podía ocurrirle a la protesta; de hecho se convirtió en su peor enemigo: perdió el apoyo ciudadano y terminó imponiéndose el expolio. Es preciso diferenciar, se dice, las manifestaciones pacíficas de las violentas; pero el problema es que operan juntas y, en la práctica, los pacíficos no se apartan de los violentos, tampoco los aíslan, y no produjeron liderazgo alguno. ¿Cómo juzgar conforme a su propia medida a quienes no exhiben ninguna? Sin dirección, sin portavoz, sin petitorio, no hay diálogo: el “estallido” explota en el vacío.

La protesta solo visibiliza lo que permanecía invisible o deliberadamente encubierto; si se articula con fuerzas institucionales, conforma un dispositivo de poder que anula la política, es decir, la forma deliberativa de dirimir conflictos. El coqueteo de los partidos con los motines no significa “politización de la violencia” sino anulación de la política y perversión de la democracia. La dispersión, que parecía una debilidad, es una fortaleza relativa, ambigua, susceptible de ser apropiada e instrumentalizada por cualquiera. El 18-O no necesitó de la complicidad abierta de la oposición parlamentaria, bastó su indulgencia o duplicidad para subordinar la política al dispositivo de abolición /quebrantamiento de la institucionalidad, o sea, supeditarla a ese montaje, que representa la ruptura de la regla deliberativa.

Manifestación y síntoma

Manifestación es otro nombre de síntoma: una confesión del cuerpo; en este caso, del cuerpo social. Estallido, por otra parte, significa descarga, no necesariamente la de una pulsión que encuentra su cauce sino que se manifiesta en formas desviadas o sintomáticas: en expresiones mórbidas auto-agresivas 3 . Las enfermedades autoinmunes poseen una etiología de este tipo; consisten en que el sistema inmunitario deja de reconocer su objeto y se convierte en agresor que ataca y destruye los propios órganos y tejidos. Esta anulación/neutralización del propio sistema de defensas tiene un parecido de familia con la pérdida o anulación de la capacidad de gobierno; es decir: la gobernabilidad y la sanabilidad poseen una estructura equivalente, suponen la agresión y la defensa, a la vez que el límite de la agresión: la autoagresión. Si los estallidos nada tuvieran de patológico, querría decir que están en sus cabales quienes disparan contra hospitales, queman escuelas y museos, ultrajan tumbas y monumentos.

Identificar a los autores de esos actos con la juventud chilena, es un agravio gratuito: “juventud chilena” es una noción genérica, vacía; si no son los más pobres quienes protestan ¿Responde el “estallido” a un conflicto generacional? No puede haber sociedad donde todo sea solidaridad o todo conflictividad; el conflicto y la cooperación son inherentes a los colectivos. Si los litigios y conflictos se dirimieran por regla en las calles, las ciudades del mundo estarían en ruinas y el mundo mismo no sería posible. La agresión y la coacción física son la antipolítica; la democracia nació como antídoto y sustituto de eso. No es que la violencia sea inadmisible, es incompatible con el Estado de derecho, es decir, que este no puede tolerarla sin autodestruirse.

Estas consideraciones intentan hacer mayor claridad sobre un fenómeno que gana en complejidad a medida que lo entendemos mejor 4 . También es necesario calificarlo; el pretexto que dice: ¿Quién soy yo para juzgar?, lo que quiere decir es: todos somos por el estilo, igual de ineptos. Es preciso denunciar esa forma de aprobación furtiva que consiste en la comprensión empática: es una forma encubierta de contrición; presume entender los motivos de las revueltas, su significado “profundo”, sin tener el menor compromiso con ellas; viene a decir: “no participo ni me identifico con los motines, pero los acepto y solidarizo con ellos”. ¿Hay que darles la razón, entonces, aunque no la tengan? No fue, en este caso, la elocuencia de los tribunos lo que enardeció a la muchedumbre sino al revés: la multitud enardecida despertó el apetito de los tribunos.

Sería ingenuo ignorar que en el espectro político chileno hay un extremo antisistémico, que busca la destrucción de la democracia; y una situación de emergencia extrema es propicia para el desarrollo de los extremos. La crisis combinada sanitarioeconómica es la mejor ocasión para propinar una derrota histórica a la derecha y al “Estado burgués”. El propósito de provocar un quiebre institucional se asocia con otro, que intenta sustituir la democracia representativa por una “popular” o “directa”: es la promesa, invariablemente defraudada, de los consejos o cabildos ciudadanos. La Comuna de París (1871), los Consejos húngaros (1905), los soviets en Rusia (1917), los movimientos estudiantiles de los años 1960, son ejemplos de “tesoros perdidos” –así los llamó Hannah Arendt–: prometen más y mejor democracia, pero son devorados por la Realpolitik, y terminan provocando lo contrario de lo que se proponían. Sería largo explicar por qué; desde luego, “demanda social” sin más, es inconsistente: sin objetivo definido y sin dirigencia que la encauce, la demanda carece de politicidad. Esto lo sabían de sobra los clásicos del socialismo, que ponían la economía en primer lugar, pero lo ignoran de plano quienes anteponen el dominio y el poder a cualquier otra cosa; de allí la convicción de aquellos, de la profunda impotencia histórica del anarquismo.

¿Qué son, entonces, las revueltas: solo explosiones de frustración e ira? Se dirá que la pobreza no es política, que su supresión no es emancipadora y provoca contraefectos; que el sujeto de la protesta es un consumidor insatisfecho, una variante de la “conciencia desdichada”, que el carácter insaciable del deseo produce una forma de subjetividad desgarrada; que la realización de lo deseado requiere la aceptación de lo odiado 5 ; en fin, que la multitud es múltiple y desea muchas cosas distintas y nada en particular. En todo caso, la inteligencia policial no ha conseguido identificar la autoría de los estallidos 6 .

Antes del 18 de octubre, las principales preocupaciones del ciudadano común eran las pensiones, la salud, la educación y la seguridad; luego se agregó el desempleo. La cuestión constitucional venía en decimonoveno lugar de las preferencias ciudadanas. Los dirigentes políticos, a pesar de que ellos mismos estaban en la mira, como responsables del malestar, se convirtieron en jueces, y lograron instalar la idea de que una nueva constitución era condición de la salida de la crisis. Los disturbios, sin embargo, continuaron, y su extensión a varias de las ciudades más importantes pareció amenazar la estabilidad del Estado. El Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución dio un respiro al gobierno, que la oposición presentó como muestra de su elevado espíritu republicano, y el oficialismo, simplemente como fruto del miedo.

El Acuerdo tuvo, sin embargo, un efecto analgésico, sobre todo en las cúpulas dirigentes, pero en las redes el lema de las convocatorias también cambió. El nuevo llamado decía: “vamos por todo”, y “todo” quería decir destituir al gobierno: el estallido explotaba de veras, en abierta sedición. En el momento de mayor apremio, con el gobierno en jaque, los diputados en otra maniobra distractora, votaron una rebaja en sus remuneraciones. La ley se aprobó rápidamente en la Cámara por 150 votos contra cero, pero la ley se entrampó en la burocracia y duerme hasta hoy 7 . Quedó en pie la más grave secuela de las protestas: la idea de que la violencia paga, y se legitima por su eficacia; una eficacia relativa, es cierto, porque solo logró entorpecer lo que se intentaba realizar. Pero el gobierno que hasta septiembre bregaba por el crecimiento y la seguridad, no es el mismo que ayer se empeñaba en restablecer el orden público y combatir la pandemia. Se han consumado tres golpes en sordina: uno que quitó iniciativa al gobierno, el otro que se la devolvió y un tercero que lo volvió a paralizar. Bajo la figura de la página en blanco, el primero reclamaba un “estado de excepción”; el segundo instauró un estado de excepción viral, que medicalizó el poder y congeló la protesta. Pero el descongelamiento sorprendió a un gobierno ya maltrecho, en parte por sus propios errores y por una oposición implacable, que lee en la continuidad del gobierno, su propia muerte; lo dijo con franqueza uno de sus diputados: “La continuidad de esta administración sería el fin de nuestra coalición”.

¿Cui bono? ¿A quién sirvió la crisis social? El mayor damnificado fue el gobierno: su apoyo en las encuestas cayó en picada, perdió iniciativa, tuvo que desistir de su programa de campaña y nunca recuperó el terreno perdido. El Acuerdo de Noviembre y la idea de realizar un plebiscito sobre una nueva constitución dieron un respiro al gobierno. La consulta tendrá lugar en un clima que dista de las “condiciones ideales de interlocución” de Habermas, pero despejar la cuestión constitucional se ha vuelto indispensable, independientemente de los reparos que suscite el procedimiento acordado. Si no hay una clara mayoría o excesiva abstención, es posible que la legitimidad de la nueva constitución continúe en litigio ad nauseam. En suma: Chile despertó del sueño economicista de emular a Portugal y Nueva Zelanda, para reencontrar sus cotas históricas. ¿Es tan sorprendente? Cambiar de rumbo cada 40 o 50 años, trae consecuencias. Un primer paso dado en una dirección, crea las condiciones para el segundo y así en más: no se puede cambiar impunemente de rumbo.

Después de la sindemia

La crisis de la pandemia vino a coronar la crisis política, y ha abierto grados de incertidumbre desconocidos para la humanidad desde hace siglos; sabemos que tendrá consecuencias graves y duraderas: han surgido voces que vaticinan el “colapso del capitalismo”. Pero si la supervivencia de este dependiera de la consistencia de esos augurios, el capitalismo tendría asegurada larga vida 8 . La crisis no es la muerte sino la vida del capital: la lógica de su expansión no excluye la destrucción, la supone. Si los países del Este y China en particular, logran sortear mejor el descalabro sindémico, y eso provocara un efecto de emulación sobre las frágiles democracias del Tercer Mundo –lo que no es imposible pero improbable–, se podría hablar de una nueva mutación del capitalismo, y nueva(s) hegemonía(s).

¿Qué viene, entonces, después de la sindemia? es una pregunta sin respuesta, por ahora. Sindemia es el nombre de una epidemia múltiple, en este caso, una crisis sanitaria combinada con una crisis social. Debemos al doctor Fernando Lolas el empleo de esta palabra en nuestro contexto actual. La retomo intencionadamente, porque hemos asociado “manifestación” con “síntoma”, y sugerimos un símil con las enfermedades autoinmunes. Las pandemias acarrean efectos materiales y sicológicos: hambrunas y depresiones. La pandemia se suma, a la vez que refuerza y desborda, la crisis social; esta “causalidad recombinada” comporta un doble efecto de agregación y sinergia: medicalización del poder, agudización del desempleo, octubrización de la política sobre nuevas bases 9 .

Los Estados capaces de brindar protección y seguridad, seguramente saldrán antes y mejor parados de la sindemia. El Estado recobró protagonismo en lo sanitario, también a través del asistencialismo y el reflotamiento de empresas hundidas o hundiéndose, que quedan virtualmente nacionalizadas. No las quiebra el mercado sino la pandemia; el capitalismo no quiebra, se ajusta, hace reformas más o menos sustantivas, como ocurrió antes más de una vez: en las guerras mundiales, durante la Guerra Fría y en la gran recesión de los años 1930. “Ahora todos somos keynesianos”, sentenció Nixon en plena guerra de Vietnam. Más que de doctrina, se trata, sin embargo, de cambios que responden a situaciones de hecho. La expansión del gasto, por ejemplo, la impone la recesión, no es cuestión de “giro keynesiano”. ¿Es posible un capitalismo verde? Las urgencias de la reactivación apuntan en dirección contraria: menos exigencias a las nuevas inversiones, menos regulación, más fusiones y más concentración. Sin embargo, también se requieren nuevas tecnologías, en particular, cambios en la matriz energética y desarrollo de las energías limpias. Algunas actividades no sufren mayormente, incluso pueden salir favorecidas, como las empresas tecnológicas (technocompanies), el agro y la industria alimentaria, las farmacéuticas, el comercio electrónico y las empresas asociadas a la muerte. En suma: la pluralidad o multiplicidad de agentes favorece la resiliencia, en tanto la verticalidad del poder puede favorecer la capacidad de gestión, pero la descentralización de las decisiones favorece igualmente la gestión.

Se producen también arreglos cosméticos y reajustes semánticos: los “subsidios” se convierten en “fondos de rescate”, la regla del equilibrio fiscal se trasmuta con la “emergencia sanitaria”, la alergia al “estatismo” se cura con “crisis de pandemia”, la ley marcial se justifica con el “estado de catástrofe”, y la detención domiciliaria se acepta casi sin chistar. Se consienten voluntariamente –o se imponen–, restricciones a libertades básicas en un Estado democrático, como el derecho de reunión, el de elegir el lugar de residencia y la libertad de movimiento. La misma libertad de expresión, que se ejerce de pleno cuando se anuncia un colapso global, está más directamente amenazada que el capitalismo. Si llegara a producirse un colapso de este, la libertad de expresión sucumbiría junto con la democracia misma; es decir, que el anuncio de colapso solo es posible si no ocurre el colapso que se anuncia.

Una vez superado lo peor de la pandemia, se impone un doble desafío: restablecer la política de los acuerdos y reactivar la economía. La política medicalizada/ policializada plantea, a su vez, la necesidad de despolicializarla y preparar un nuevo comienzo. El hambre y la enfermedad son mementos de un corpus habemus más originario que el habeas corpus jurídico: ganarse la vida equivale a no perderla.

¿Qué significa que al cabo de seis meses de motines se registren más de doscientos cincuenta ataques a cuarteles policiales, los últimos en pleno “estado de catástrofe”? ¿Son obra de narcos-anarcos como ingeniosamente se bautizó a los presuntos autores? Aparentemente, esos asaltos responden a una estrategia de control territorial, que intenta desalojar el último vestigio que queda del Estado en ciertas zonas o barrios bajo control de mafias organizadas de narcotraficantes; espacios apartados, generalmente fronterizos, donde se impone como regla suprema el todo vale, donde toda expresión de autoridad queda desbordada y donde desaparece la distinción de derechas/izquierdas, porque todos son “combatientes”. Esas zonas suelen desplazarse e invadir las ciudades convirtiendo algunos barrios en tierra de nadie donde reina el saqueo y la anarquía. Hasta no hace mucho, se creía que en Chile solo había microtráfico y que su lejanía le dejaba a resguardo de los carteles de la droga; no es así: llegaron, por lo visto, los tentáculos de los carteles a todo el Cono Sur. Han comenzado los asesinatos por encargo y otras formas de sicariato hasta ahora desconocidas entre nosotros. En algunos suburbios de Valparaíso y de Santiago es frecuente que los vecinos escuchen balaceras entre bandas rivales, a plena luz del día o por la noche. La prensa da la noticia escuetamente al día siguiente, de un par de muertos, sin que nadie preste mayor atención. Esto sigue ocurriendo con toque de queda y en “estado de catástrofe”: el arribo de la droga se aclama con festejos y fuegos artificiales, como si se tratara de la llegada de un nuevo año. Homenajes similares se efectúan en los funerales de los integrantes de las barras bravas, en pleno “estado de excepción constitucional”. En algunas zonas, las policías son atacadas por comandos de encapuchados con armamento de guerra. El combate al narcotráfico se ha vuelto cotidiano para las policías, lo que indica un grado avanzado de infiltración de la sociedad.

También sugiere la acción de narcos, el ataque al panteón de los mártires de carabineros, el agravio al mausoleo de Arturo Prat y el ultraje a la tumba del soldado desconocido. El rasgo común de estos actos es que no sirven de nada y a nadie. El delincuente ordinario es utilitarista, ajeno al vértigo voluptuoso de la destrucción. Las policías no estaban preparadas para enfrentar este tipo de criminalidad; tampoco han conseguido aislarla. ¿Qué hacer con ella? Esta es otra pregunta para la que nadie, aparentemente, estaba preparado.

Sin embargo, es una cuestión que se planteó tempranamente en las democracias modernas. En la Inglaterra del siglo XVII, Hobbes la respondió en el Leviatán, donde sostiene que la única forma de evitar el reinado de la muerte y ofrecer la posibilidad de una existencia digna a los ciudadanos, es la fuerza del Estado, que ellos mismos –nosotros– reconocemos como legítima. Solo la intervención de ese aparato de poder o “gran hombre mecánico”, que impone la paz por la fuerza, pone fin a “la guerra de todos contra todos”: la forma originaria de coexistencia. El conflicto, incluso la violencia, inherentes a las relaciones sociales, pueden ser reguladas y aplacadas por un poder que conmine al individuo a ser un buen ciudadano “aunque no esté obligado a ser moralmente un hombre bueno”. El contrato de los individuos con el soberano se anula cuando este es incapaz de asegurarles la vida. Hobbes se plantea también la pregunta sobre cómo hacer que un sujeto violento se convierta en uno que ame la paz; su respuesta es que debe enfrentar el peligro extremo, el temor originario del viviente: la posibilidad de una muerte violenta a manos de su enemigo, dice Hobbes. No es el único teórico de la política partidario de un gobierno duro, también lo son Maquiavelo y Vico, entre los modernos; en realidad cuesta encontrar uno partidario de un gobierno “blando”. El Estado no puede hacer la vista gorda ante un contingente de desamparados a los que no les quedan aparentemente más medios autodestructivos de protesta que la acción directa, carentes de la oportunidad de mejorar su situación con sus propias fuerzas, pero la agresión es el límite: no hay Estado democrático de derecho donde se admita la coacción violenta.

El libro de Daron Acemoglu y James Robinson ¿Por qué fracasan los países? reactualiza la cuestión de la crisis de las policías; lo que ellos llaman el “Leviatán ausente” es el colapso de la institucionalidad del Estado, es decir, del sistema coercitivo que las sociedades se imponen para convivir en paz. No puede subsistir la democracia en un clima de asonada; por eso es preciso preguntar también por qué fracasan las policías y cómo fortalecer su eficacia y credibilidad. En Inglaterra terminaron con los hooligans en unos cuantos meses, y no estuvieron lidiando con ellos por décadas, infructuosamente, como ha ocurrido aquí con las “barras bravas”. A propósito de la formación de hábitos civiles, un columnista propuso un experimento sugestivo: “Instálense un viernes en la noche en la Plaza Trafalgar, pónganse unas capuchas, pinten la columna de Nelson, destruyan los leones de bronce y lancen un par de adoquines a la National Gallery. No pasarán cinco minutos hasta que puedan saber qué hace un país democrático en esos casos”.

Acuerdos

La oposición organizada fue tejiendo y consolidando una connivencia tácita o expresa con los estallidos y distintos sectores fueron alimentando el conflicto, agudizando la crisis y justificando las revueltas con interpretaciones adulonas. La mayoría en el Parlamento ha contribuido a ello, recurriendo a resquicios legales, dilatando la aprobación de leyes indispensables, despachando otras de dudosa constitucionalidad, y mediante el uso y abuso de acusaciones constitucionales; ministros e intendentes han ido cayendo en esta molienda, incluido el Presidente, que se libró de ser destituido solo por seis votos, gracias al quórum de los 2/3. Se trata de debilitar la institución presidencial para llegar en mejor posición al plebiscito, a la discusión constitucional y a la próxima elección presidencial. Nadie decía abiertamente al comienzo, que se trataba de derrocar al gobierno, salvo el diputado Gutiérrez que no necesitaba decirlo; lo había somatizado, en cierto modo, al dibujarse él mismo disparando al Presidente. Y en sus ratos de esparcimiento, celebraba alborozado las agresiones a carabineros. Una en particular, en la que estos debieron huir para no ser quemados vivos. Es una muestra de un tipo de oposición, que prefiere destruir al adversario a cualquier cosa. Es una estrategia autodestructiva, que conduce a la ingobernabilidad. Un destacado diputado del Frente Amplio lo dijo con rara precisión: “La continuidad de esta administración sería el fin de nuestra coalición”. Es posible que tenga razón, pero ese criterio y disposición son incompatibles con la democracia; esta supone partidos políticos que admiten de antemano la posibilidad que sus adversarios puedan gobernar.

La situación actual clama por acuerdos de todo orden, incluso por un nuevo pacto social que apunte al corazón del conflicto, no solo al procedimiento, que dilata innecesariamente las cosas. El itinerario elegido, de un plebiscito inicial y otro de salida, es solo el comienzo de un largo camino de seis o más elecciones que vienen en los próximos 13 meses. La amenaza, apenas velada del “si no ganamos nosotros, el estallido será peor que los anteriores” ya estuvo presente y puede ser un catalítico. El Presidente del Partido Comunista lo expresó sin recato: “el plebiscito y la movilización social no son disociables”. Entre el chantaje y el boicot hay una secreta afinidad: unos ven en la violencia un aliado que suma votos, otros la comprenden porque esperan beneficios del debilitamiento de la autoridad. La alternativa del rechazo / aprobación en el plebiscito es la réplica del “Sí” y el “No” de la consulta que puso fin a la dictadura, el retorno del maniqueísmo y la exacerbación del conflicto: justo lo que se necesitaba. La capacidad de llegar a acuerdos define la competencia en el oficio de la política: “para eso los elegimos”, dice el sentido común; “para eso les pagamos”, decían nuestros abuelos.

Se descartó la alternativa “reforma” en el plebiscito; la encuesta que arrojó un 67% por la aprobación puede haber contribuido a ello; pero, ¿qué significa aprobar algo inexistente? Desde luego, rechazar lo existente. ¿Cómo dar vida a este fantasma surrealista de una constitución sin letra ni libreto conocido? El dispositivo latente es una fe supersticiosa: la Constitución actual es la Caja de Pandora que contiene todos los males. Destruida la Caja, se conjura el Mal. La broma de Žižek viene al caso; narra la historia de un sujeto que perdió sus llaves y se empeña en buscarlas bajo la luz de un farol. Ante la pregunta ¿dónde las perdió?, responde admitiendo que fue en un lugar oscuro. Y ¿por qué las busca acá? Pues, porque es aquí donde puedo ver, no las encontraría jamás donde no puedo ver.

Se da, pues, la siguiente paradoja: se puede estar por el rechazo en el Plebiscito aunque se deseen las reformas, sea porque se las juzga necesarias o bien se estima que la decisión requiere de condiciones que no se dan actualmente. Y se puede estar por el apruebo condicionado a la admisión de la regla de los 2/3 para el conjunto de las enmiendas, es decir, rechazando la idea de dejar fuera las disposiciones que no cuenten con ese quorum. Y no faltan quienes están por aprobar, no porque les interese la constitución sino para “exacerbar las contradicciones”, es decir, agudizar la crisis y dar el golpe de gracia al modelo y al gobierno. Aunque el más elemental sentido común indique que deben darse ciertas condiciones sanitarias y demás, indispensables, se descalifica de antemano la sola posibilidad de aplazar el plebiscito. Ese sector del “apruebo” no está interesado en la aprobación sino en desbaratar el Acuerdo que neutralizó el 18-O, pero no logró desoctubrizar el conflicto, es decir, no desactivó el dispositivo que anula la política, la sujeta a la extorsión. El rechazo, entonces, significa recusar el montaje y afirmar la política, es decir, mantener el conflicto en el registro de la palabra.

Las constituciones no son eternas, pero su resiliencia va a la par de la consistencia de las democracias mismas. No necesitamos mirar al norte para saberlo; las crisis de 1925 y 1973 en Chile, dieron lugar a nuevas constituciones, pero después de la Guerra Civil de 1891, el régimen presidencialista fue sustituido por uno parlamentarista, dejando intacta la Constitución de 1833. Si se pudo realizar un cambio de esa envergadura con la misma Constitución ¿qué se espera de una nueva? Una Carta Fundamental no tiene por función cambiar el metabolismo del poder. Hay un fetichismo de la constitución, que le atribuye poderes que no tiene 10 . Las reformas se han vuelto necesarias, incluso indispensables, pero la consulta no contiene la opción “reforma”, y la idea de una nueva constitución abre una serie de interrogantes que no se despejan, incluyendo el equívoco de la “página en blanco”. ¿Quién duda que hubiera ganado lejos en un plebiscito la constitución reformada en 2005, celebrada por el expresidente Lagos como el final de la transición? ¿Habría sido por eso más idónea para resolver los problemas actuales? De hecho se sigue hablando de “la Constitución de Pinochet”, aunque ha tenido más de cuarenta enmiendas y solo lleva la firma de Lagos y sus ministros.

Un quiebre institucional no es algo tan remoto, ha ocurrido antes más de una vez; no siempre coincide con un cambio constitucional. Pero es como un salto al vacío, y los vacíos de poder los llenan quienes poseen la fuerza o/y la organización; “la calle” no gobierna, solo puede alterar la gobernabilidad. Se dirá que la componente conservadora de nuestra sociedad es muy fuerte, que una cosa es criticar las instituciones y otra muy distinta desinstitucionalizarse, en fin, que si el país funciona a pesar de la evidente anormalidad, es gracias a la resiliencia de sus instituciones. Su deslegitimación, en efecto, no significa que desaparezcan, pero basta que pierdan eficacia para desestabilizar una democracia. Las instituciones son uno de los pilares que dan estabilidad al mundo; el otro son los objetos fabricados; una amenaza sobre cualquiera de los dos amenaza también al otro, juntos compensan la fragilidad de nuestra existencia. La destrucción de la política puede ocurrir aunque nadie lo desee; la idea de que la historia la hacen os humanos es un remanente del antropocentrismo: omite las dinámicas sociales, las lógicas del poder que condicionan las acciones. Si se dan determinadas circunstancias, las cosas ocurren solo de cierta manera, como guiadas por piloto automático.

De las multitudes

La conducta de las masas ha sido estudiada abundantemente desde que Gustavo Le Bon publicó su Psicología de las multitudes, y Freud retomó el tema en su Psicología de las masas, precisando las ideas de Le Bon y enmarcándolas en su propia concepción del inconsciente 11 . Los aportes de ambos quizá puedan procurar luces adicionales sobre las manifestaciones.

Los fenómenos síquicos revisten significado social, según Freud, porque “[e]n la vida síquica individual aparece integrado siempre ‘el otro’, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo la psicología individual es, al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado” 12 . En este marco se inscribe el problema.

Las tesis centrales de Le Bon, retomadas por Freud, son las siguientes:

1. El individuo en la masa experimenta una verdadera mutación síquica, pasa a constituirse como un ser diferente, más susceptible al contagio y más sugestionable; abriga un sentimiento de omnipotencia y “no tolera aplazamiento entre el deseo y la realización. La noción de lo imposible no existe para [él]; el individuo que forma parte de una multitud, no conoce dudas ni incertidumbres”; “las multitudes no han conocido jamás la sed de verdad. Piden ilusiones a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre preferencia a lo irreal sobre lo real...Tienen una visible tendencia a no hacer distinción entre ambos”13. “El alma, si así puede llamarse, de la masa es similar al alma de los primitivos”… “en ella predomina el deseo, la imaginación y la ilusión de los primitivos”.

La multitud es susceptible ante el poder mágico de la palabra y vulnerable ante las promesas; la masa “es tan autoritaria como intolerante” 14 .

2. El individuo experimenta una disminución de su capacidad de juicio y discernimiento al disolverse en la masa. “Las multitudes llegan rápidamente a lo extremo... La sospecha se transforma en evidencia indiscutible: un principio de antipatía pasa a constituirse en segundos en odio feroz” 15 ; el sujeto deja de determinarse desde sí mismo y tiende a disolverse en la pluralidad.

3. Le Bon asocia esta transformación con la que experimenta el individuo en estado hipnótico. Freud agrega que “la multitud es un dócil rebaño incapaz de vivir sin amo. Tiene tal sed de obedecer que se somete instintivamente a aquel que se erige en su jefe” 16 . Las masas, guiadas por el deseo y requeridas de un jefe, son fácilmente presa de promesas. [“Lo que ustedes quieren es un amo: lo tendrán” (Lacan, a la multitud en el Mayo 68)].

Freud señala que “el individuo que entra a formar parte de una multitud se sitúa en condiciones que le permiten suprimir las represiones de sus tendencias inconscientes. Los caracteres aparentemente nuevos que entonces manifiesta, son precisamente exteriorizaciones de lo inconsciente individual, sistema en el que se halla contenido el germen de todo lo malo existente en el alma humana. La desaparición en estas circunstancias de la conciencia o del sentimiento de responsabilidad es un hecho cuya comprensión no nos ofrece dificultad alguna, pues hace ya mucho tiempo hicimos observar que el nódulo de lo que denominamos conciencia moral era la ‘angustia social’” 17 . Esta absorción por la masa tiene un efecto exultante y placentero. “Los individuos de una multitud experimentan una voluptuosa sensación al entregarse ilimitadamente a sus pasiones y fundirse en la masa” 18 . Se atenúa el egoísmo, y se abre la posibilidad que afloren las tendencias solidarias y altruistas, a la vez que se potencia la autoestima y una sensación de poderío.

La mayor divergencia surge a propósito de la idea que en la multitud aflora lo peor del alma humana. Freud se corrige en esto: reconoce que en la masa el individuo es capaz de las acciones más generosas. Es un tipo de conductas lo que promueve la acción de masas; en este aspecto, el psicoanálisis se aparta de una visión como la de Ortega y Gasset, cuya noción del “hombre masa” sugiere una condición constitutiva del sujeto, definitoria de cierto tipo humano. Pero lo masivo se da en la relación, y es circunstancial: no define una identidad con rasgos estables. Es la masa la que impregna las conductas de los individuos, que dejan de ser plenamente responsables al actuar en multitud. El “hombre masa” no es una especie de lumpen, identificable con algún sector social: se define sobre todo por sus preferencias e inclinaciones. Lumpen es el término que Marx emplea en el Manifiesto en un sentido próximo al de plebe (Pöbel): es la chusma “sin conciencia de clase” compuesta de “roués arruinados, con equívocos medios de vida y de incierta procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème”. Esta tierna enumeración sugiere una identidad plural. Aunque no es exhaustivo, este listado es taxativo: supone que al lumpen pertenecen ciertos humanos, por su falta de adscripción de clase: son truhanes todos distintos, pero de la misma calaña.

Tampoco la idea del Man, de Heidegger, el “se” anónimo, es adecuada para este efecto; supone que el colectivo es ciego: solo el individuo es comprensor o abierto. Pero la multitud expresa deseos, hastío, odio, es decir, posee alguna apertura o percepción de realidad/verdad, y puede mostrar, en su propio lenguaje, aspectos velados o deliberadamente ocultos. Ese lenguaje opaco, codificado, necesita ser descifrado, como el discurso del paciente en el análisis. La multitud es ciega solo porque no piensa –pensar es atributo exclusivo del individuo–, pero gritar, denostar, insultar, son formas de hablar, modos salvajes de expresión, voces del inconsciente. No somos constituidos biológicamente como individuos, nos hacemos una individualidad, un sí mismo, que viene deparado por un “nosotros”. En la masa, en cambio, reaparece un estrato arcaico de nuestro ser, que a su modo “revela” o “descubre”. La multitud “[n]o sabe lo que hace”, si por saber se entiende un conocimiento articulado, pero las expresiones de masas no son sonidos, son voces que hablan otro lenguaje.

La comprensión corriente tiende a ver la multitud como la sumatoria simple de los individuos que la componen, pero ella posee entidad propia. En la masa se produce un efecto de contagio, equivalente al de la chispa en un incendio. La acción consciente y la reflexividad están ausentes en la multitud; predomina en ella la tendencia a las expresiones desiderativas: la pulsión del deseo se impone sobre el “principio de realidad”, con “pérdida del sentido de lo imposible” 19 . Sería antojadizo atribuir a las manifestaciones de masas propósitos u objetivos que no son explícitamente formulados, pero no excluye que grupos determinados respondan a objetivos complejos o abstractos. El deseo que rige la expresión de masas se manifiesta en fórmulas simples con poder aglutinante: “No más X”, “Z para todos”, “Nunca más W”, “muera fulano”, “que se vayan todos”, etc. Al cabo, es posible que no se vaya nadie y con suerte no muera nadie, o que los “nunca más” deriven en “más que nunca”.

En tanto no haya evidencias de intervención externa o de directivas internas identificables, es plausible una organización sin directiva y protestas sin acuerdo previo: “estallidos”, basados en actos anteriores, quizá, pero suficientemente espontáneos como para avalar una lectura sintomal o como bordes de una “normalidad” que limita con el manicomio: no es la “locura” de un sujeto singular sino de uno plural, anónimo, inscrito en el subsuelo cultural y extendido al mundo 20 . Esta “locura” no es un estado de excepción sino una posibilidad siempre presente y actualizable, asociada con “la disminución de la capacidad de juicio que el individuo experimenta al disolverse en la masa” (Le Bon); al rebasamiento de las normas y a la “pérdida del sentido de lo imposible”, aparejada con la “supresión (placentera) de las represiones de las tendencias inconscientes” (Freud).

Salida

El efecto combinado de la crisis social y sanitaria ha provocado una situación compatible con un quiebre institucional, comparable a los que sacuden la escena política de Chile cada cuarenta o cincuenta años: 1891, 1925 y 1973 son hitos de este tipo.

Ninguna de las miradas a la crisis aquí analizadas –protesta contra el “modelo”, expresión de nihilismo, manifestación de anomia, estrategia de control territorial–, convalida las revueltas. No obstante, es la apropiación simbólica de las protestas lo que mayormente importa. Los otros aspectos que de allí surgen pueden ofrecer lineamientos de sentido; v. gr., la necesidad de una política de acuerdos, y la de renovar las instituciones en vista de las nuevas realidades emergentes, incluida la Carta Magna. Pero el proceso constitucional en curso es una caja negra: 1) No se definió el significado de la regla de los 2/3: mientras en unos prevalece la idea que cada disposición nueva deberá contar con los 2/3 o quedar fuera de la propuesta final, en otros predomina la idea de que no solo cada disposición sino también el conjunto de la propuesta final debe contar con dicho margen; 2) Ambas alternativas carecen de significado unívoco: razones similares pueden conducir a opciones opuestas, y cada una de estas puede sustentarse con razones diversas; 3) Ninguna de las dos alternativas se refiere a las cuestiones de fondo: sistema de gobierno, Tribunal Constitucional , autonomía del Banco Central, papel del Estado en la economía, etc., 4) Se sustituye la escasa credibilidad/ representatividad del Parlamento por un nuevo órgano constituyente designado por los partidos, que tienen aún menos.

Por otra parte, la sindemia representa un desafío a la auto-comprensión éticopolítica del colectivo; obliga a revisar las prioridades, a fortalecer el Estado democrático de derecho, a redefinir el crecimiento y sus cánones: sustentabilidad, cuidado del medioambiente, renovación de la matriz energética, identificación de áreas estratégicas e incorporación de nuevas tecnologías. Los problemas crónicos persisten: centralismo y amateurismo en la administración, autismo de las élites, bulimia de derechos, fragmentación social, escasa confianza en las instituciones y en el valor del mérito.

Referencias bibliográficas

Arendt, H., (2002). La vida del espíritu . Barcelona: Paidós [ Links ]

Freud, S. (sin fecha). Inhibición, síntoma y angustia . En Obras Completas. Madrid: Biblioteca Nueva, Sección II [ Links ]

Freud, S., (2010). Psicología de las masas . Madrid: Alianza [ Links ]

Le Bon, G., (2012). Psicología de las multitudes . Madrid: Comares [ Links ]

Pascal, B., (1966). Pensamientos . Buenos Aires: Aguilar [ Links ]

1El crecimiento, por lo menos entre los años 2000 y 2018, se sostuvo en el alza del precio del cobre. Entre 1990 y 2000, la expansión de la demanda china no fue tan gravitante.

2Arendt, La vida del espíritu, Paidós, Barcelona, 2002, p. 242.

3Véase Freud, Inhibición, síntoma y angustia, Obras Completas. Biblioteca Nueva, Madrid, Sección II, pp. 16 ss.

4El abuso semántico y la confusión son característicos de la nomenclatura de la crisis. La “manifestación” sin manifiesto, el “estallido” que no es “social” ni propiamente “político”, son ejemplos. Pero la lista es larga: va desde “la primera línea” hasta “la página en blanco”, la “dignidad” y el “despertar de Chile”. Es el lenguaje de la confusión y de la intimidación: a los “indignos” y “adormilados”, a la “retaguardia”. Un diputado propuso la brillante idea de suprimir la expresión “orden público” y sustituirla por “seguridad democrática”, un término calcado de la “seguridad del Estado”: el nombre con el que la Stasi bautizó el orden público en la ex-República Democrática Alemana.

5En la Fenomenología del espíritu, Hegel presenta la figura del “cristiano de la fe” como una forma de existencia desgarrada: condenado a vivir en un “valle de lágrimas”, el sujeto forja una residencia verdadera en un más allá idealizado; y maldice, desde ese cielo imaginario, su propio ser en el mundo.

6La hipótesis del consumidor insatisfecho es plausible: el mercado no genera una sociedad política, no crea un sentido de pertenencia. Los “bancos de ira” o “bancos de resentimiento” (Sloterdijk) refuerzan la idea de un potencial prepolítico de la protesta: esta actúa como reserva y dispositivo de poder, como “maquinaria de furia”, diría Jonathan Haidt.

7La rebaja general del 25%, que ahora se discute, de aprobarse, significaría que desciende del primer lugar que ocupan al octavo más alto del mundo. Esto parece haber avergonzado a algunos, que alardearon con la donación de la mitad de su sueldo; pero ha probado ser un engaño: la supuesta “donación” consistía en un ahorro para financiar sus campañas.

8Žižek anuncia con su humor característico, que la pandemia “nos forzará a reinventar el comunismo”, a la vez que precipitará el final del régimen chino; y Badiou, con un voluntarismo a toda prueba, augura una “tercera fase” del “comunismo”. Ambos vaticinios cuelgan de las nubes: no se sabe qué sujeto(s) político(s) provocará(n) el cambio, a qué dinámicas responderá esa “tercera fase” y dónde podría surgir. Los comunistas anticomunistas, parecen aguardar el final del capitalismo como los Hijos de Israel, la venida del Mesías. “Capitalismo” deja de ser un concepto analítico si se emplea como un trascendental kantiano. En todo caso, las potenciales víctimas de la anunciada iglesia de la tercera revelación pertenecerán al Tercer Mundo comme d’habitude.

9Es posible que la crisis social adquiera otra extensión y dimensiones en el nuevo escenario creado por la pandemia. Hasta ahora, al cumplirse un año del 18-O, la protesta aparece ensombrecida y sin la proyección que se le atribuyó inicialmente.

10La permanencia es una idea que tiene cierta prosapia filosófica. Nietzsche cuestionó la rígida antítesis de génesis y validez; contra una tradición que ha concebido la verdad como atemporal y ‘eterna’, y la idea que solo puede ser verdadero lo que se encuentra fuera del tiempo, Nietzsche –también Benjamin–, afirma la idea de una verdad temporal, que retiene de la concepción tradicional, la durabilidad o permanencia, pero la asocia a la caducidad: lo que ha devenido puede ser verdadero y probar su verdad por su capacidad de perdurar.

11Gustavo Le Bon Psicología de las multitudes, Comares, Madrid, 2012; Sigmund Freud, Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 2010.

12Freud, Psicología… op. cit., p. 7.

13Freud, op. cit., p. 17.

14Freud, op. cit., pp. 16 ss.

15Freud, op. cit., pp. 14ss.

16Freud, op. cit., p. 18.

17Freud, op. cit., p. 12.

18Freud, op. cit., p. 22.

19Freud, op. cit., p. 15.

20La metáfora del mundo como manicomio es de Pascal: “No se imagina uno a Platón y Aristóteles, escribe, más que con grandes togas de parlantes […] si han escrito de política, era como si trataran de arreglar un hospital de locos; y si han aparentado hablar de ello como de una gran cosa, es que sabían que los locos a quienes se dirigían, pensaban ser reyes y emperadores. Tenían en cuenta sus principios para moderar su locura lo menos mal que se pudiera” (Pensamientos, Aguilar, Buenos Aires, 1966, n° 294, p. 133).

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