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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.80  Santiago  2023

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602023000100271 

Documentos

Conmemoración de los 50 años 1973-2023

Pensar es recordar. Denken ist andenken (Heidegger)

Marcos García de la Huerta1 

1Universidad de Chile, Chile

Resumen:

Después de estos 50 años, deberíamos tener la perspectiva suficiente para plantear hipótesis sobre el golpe de Estado. El “nunca más” no puede ser solo un grito del corazón o una exigencia moral. Nunca más destruir la democracia, sí. Pero la democracia no terminó de un día para otro; venía arruinándose desde hacía años. Por eso el golpe no sorprendió a nadie: se sabía que venía. Sorprendió por la ferocidad; también sorprendió que lo dirigiera Pinochet, designado dos semanas antes para la Comandancia del Ejército por el presidente Allende, saltándose el orden jerárquico de otros tres generales. Nadie imaginó tampoco, el salvajismo de la dictadura ni que duraría diecisiete años. La pasividad de la derecha es igualmente injustificable: pudo haber hecho mucho más para evitar las atrocidades.

Después de estos 50 años, deberíamos tener la perspectiva suficiente para plantear hipótesis sobre el golpe de Estado. El “nunca más” no puede ser solo

un grito del corazón o una exigencia moral. Nunca más destruir la democracia, sí. Pero la democracia no terminó de un día para otro; venía arruinándose desde hacía años. Por eso el golpe no sorprendió a nadie: se sabía que venía. Sorprendió por la ferocidad; también sorprendió que lo dirigiera Pinochet, designado dos semanas antes para la Comandancia del Ejército por el presidente Allende, saltándose el orden jerárquico de otros tres generales. Nadie imaginó tampoco, el salvajismo de la dictadura ni que duraría diecisiete años. La pasividad de la derecha es igualmente injustificable: pudo haber hecho mucho más para evitar las atrocidades.

Deberíamos también poder preguntar si el golpe fue solo una respuesta militar al “quebrantamiento de la Constitución”, denunciado en la época, o reviste un significado más allá de la coyuntura. En fin: deberíamos poder expresar lo que pasó y pensar en los 50 años que vienen.

Otras voces objetan esta pasión conmemorativa: todo un año consagrado a la recordación, dicen, contrasta con los actos más sobrios de otros países, y los que se hicieron aquí, al cumplirse 30 o 40 años, también frugales. Además, la mayoría de la población de hoy no había nacido siquiera en 1973 o era muy joven y tiene ahora problemas más actuales y urgentes. ¿Quién recuerda la fecha de la recuperación de la democracia?

Esa fecha marca, en efecto, el comienzo de un período de progreso sin comparación en nuestra historia, que se prolongó dos o tres décadas. Nadie entiende por qué se cambió de rumbo; no se creó la convicción de que ese era un camino a seguir y, en cambio, se inició un período de decadencia en todos los planos: educación, salud, economía, inversión, mayor riesgo país, etc.

Otra de las cuestiones fundamentales que plantea esta conmemoración, es la viabilidad de una “revolución socialista” manteniendo la institucionalidad democrática. A eso ha de agregarse el marco general: el escenario de confrontación de la Guerra Fría y la discrepancia interna en el oficialismo. La Unidad Popular (UP) nunca contó con mayoría en la población ni en el parlamento. El presidente fue electo con el 36% de los votos y dentro de su propia coalición, había importantes sectores partidarios de la vía armada. Era indispensable buscar acuerdos con la fracción más afín al oficialismo de la Democracia Cristiana (DC), pero ese fue uno de los mayores escollos que encontró el mandatario: en su propio Partido Socialista, había una fuerte resistencia a cualquier acuerdo con ese partido.

Después del triunfo de la Revolución cubana, recordemos, Allende comenzó a bizquear con la ultraizquierda, a pesar de su vasta trayectoria parlamentaria, y a validar “formas múltiples de lucha”, como se decía entonces. Su partido había integrado, junto al Partido Radical, una alianza de carácter social demócrata: el Frente Popular. El perfil de Allende calzaba mejor con la del reformador que con la del revolucionario. Pero el Salvador Allende de 1970, no quería solo reformar el sistema económico, quería reemplazarlo; quería una sociedad socialista, pero no quería la “dictadura del proletariado”. Si es cierto que cada uno elige el modelo que le conviene, esta regla no aplica en el caso del presidente. Cuba emergió como un modelo en su imaginario: era la única revolución socialista triunfante en América, y eso pesó mucho, no solo en la izquierda. En su visita a la Isla en 1972, apareció esa identificación secundaria con lo que Allende no era: “a la violencia reaccionaria responderemos utilizando primero la ley, después utilizaremos la violencia revolucionaria”. En el mensaje del 21 de Mayo de 1971, pidió la aprobación de su programa, y agregó: de otro modo “el pueblo lo reclamaría por la fuerza”.

La sola posibilidad de una segunda Cuba en América, despertó una resistencia feroz desde el primer momento. Antes de asumir Allende, fue asesinado el jefe del Ejército, René Schneider, y él debió firmar un Estatuto de Garantías Constitucionales para que el Congreso ratificara su elección. A pocos días de acceder al cargo, anunció solemnemente algo que parecía una amenaza, pero hoy resuena como un epitafio: “yo no seré el presidente de todos los chilenos”.

El socialismo real mostraría más tarde una cara poco seductora y por completo desconocida en Chile. El campo socialista en general, se conocía poco, pero se admiraba mucho. Allende se refería a la Unión Soviética, como el “hermano mayor”, Neruda había dedicado una Oda a Stalin. Además, se creía que el socialismo permitía “quemar las etapas del desarrollo”. El gran protagonista del proceso histórico, según el propio Marx es, justamente, el desarrollo de las fuerzas productivas. El tránsito al socialismo vendría, en parte, por el freno que impone el capitalismo al desarrollo de dichas fuerzas. De ahí el mito del socialismo como vía rápida a la modernización. Una ironía amarga, porque los socialismos reales ya venían de vuelta.

La imagen idealizada que el presidente tenía de la Unión Soviética se hizo presente, dolorosamente para él, en su viaje a Moscú, a fines de 1972. La asfixia económica, la falta de divisas y el cierre del crédito internacional, le llevaron a solicitarlo al “hermano mayor”. Pero no obtuvo ni el 10% de lo requerido, y con un crédito atado, es decir, debía gastarse en importaciones soviéticas. A su regreso, confesó que había sido la mayor humillación de su vida. Poco después, el ministro de Relaciones Exteriores, Clodomiro Almeyda viajó a China, con el mismo propósito y similares resultados: la gente se acuerda de eso, solo por el sabor del chancho chino enlatado.

Uno de sus biógrafos presenta la dualidad en la personalidad del presidente, a través de un anécdota: “no conoció Chile cuando había inundaciones: se metía en el barro de verdad y no había casa de una población donde no hubiera tomado un tecito. Después, llegaba a Santiago y se tomaba un Whisky Chivas Regal” 1 , con sus amigos del barrio alto. A Allende le gustaba vestir bien, si alguien se lo hacía notar, proseguía imperturbable, y exhibía cada uno de sus atuendos, acompañando el gesto con un alarde: Gath & Chaves, Mitchell & Mitchell, etc. Las mejores tiendas de ropa de la época, como decir hoy: Armani o Ferragamo.

Estos detalles no tendrían la menor importancia si no revelaran la anfibología personal, y cierta correspondencia con el proyecto político que encabezó. Lo que importa, en efecto, es el significado que adquieren esos rasgos narcisistas o el estilo de vida, en relación con la política que encarnó el personaje. Lo que hace de Allende una figura trágica, es que su existencia se enlaza entrañablemente con la tragedia de Chile. Él solía invocar la figura del presidente Balmaceda como un modelo: era una especie de alter ego, y su admiración linda peligrosamente en la identificación, como se evidenciaría en su final. Un final que reviste de nobleza al personaje, pero –digámoslo con franqueza–, no le agrega un ápice de verdad al proyecto político que encabezó.

El dilema reforma o revolución cruza todo su mandato, desde la firma del mencionado Estatuto de Garantías hasta el quiebre final. La proyectada “vía chilena al socialismo”, es decir, un cambio radical en el sistema de poder, sin alguna forma de dictadura, mostró ser un dilema insoluble. Cambiar la institucionalidad con las mismas instituciones, es como querer saltar sobre la propia sombra. Si se permite la comparación, ese intento tiene la etiología de una enfermedad autoinmune: ataca el propio sistema de defensas y neutraliza cualquier posibilidad de cura.

Allende sabía mejor que nadie que se internaba en un laberinto. Cuando se le planteaba la cuestión, respondía con alguna evasiva como “se hace camino al andar” o con el refrán “la carga se arregla por el camino”. Él confiaba mucho en su capacidad negociadora; creía que con su muñeca, podría salir de cualquier atolladero 2 .

La literatura marxista, aunque no cierra completamente la posibilidad de una revolución legalista, conceptualmente la rechaza. Querer hacer la revolución con el mismo Estado es “voluntarismo”. La tesis de Lenin en El Estado y la revolución, es que no es posible hacer la revolución con el mismo Estado: el “Estado burgués” está diseñado y es funcional a la “democracia formal”. El propio Hegel, a pesar de definir el Estado como la “voluntad racional” del colectivo, lo concibe en términos maquinales, al igual que Hobbes: el Leviatán es un autómata, una forma maquinal de lo humano. No es necesario destruir el Estado existente, basta con trastornar su funcionamiento, o sea, cooptar sus instituciones. Es lo que ocurrió entre 1970 y 1973: un ensayo general de cambiar el metabolismo del poder; el asalto al capitalismo fue el capítulo introductorio.

Permítanme solo dos ejemplos para ilustrar esto:

1. El ministro de Hacienda, Pedro Vuskovic, definió así su estrategia: “el problema principal no es la eficiencia sino el poder, esto es, quién controla la economía y para quién… lo que está en juego es la propiedad de los medios de producción por una pequeña minoría; entonces las cuestiones económicas reales son: quién tiene el poder de fijar los precios y por tanto las utilidades, y quién captura el excedente económico y decide cómo invertirlo… Centrar la discusión en la eficacia elude discutir quién detenta realmente el poder económico”. Parece el extracto de un marxismo de manual, y los efectos no tardaron en producirse: el gobierno se debilitó en lugar de empoderarse, perdió apoyo en los sectores medios, la inflación subió a cifras inverosímiles, más de 1000%. El paro de los transportistas (octubre de 1972) provocó un colapso general, se unieron a ellos el comercio, los gremios y todos los Colegios Profesionales. En un intento desesperado, el gobierno pretendió lograr el respaldo de las FFAA.

2. En efecto: el presidente designó al comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats, en el Ministerio del Interior, el cargo de más alto rango después del suyo. Prats lo subrogó en la presidencia cuando Allende viajó a las Naciones Unidas. El gabinete militar terminaba con la prescindencia política de los uniformados e introducía la deliberación en las filas. Vale la pena recordar al respecto, la advertencia del general Prats, en julio de 1973: “No es culpa de las FFAA que se haya llegado a una etapa abiertamente deliberativa dentro de las filas institucionales, e incluso al amotinamiento. Debe entenderse que las FFAA se están sintiendo cercadas por los extremismos y que la eventualidad de un golpe militar no solo va a enervar el proceso político de la UP, sino que lo va a eliminar”. Esto fue después de su renuncia al Ministerio del Interior 3 .

Hubo, en fin, un intento de intervenir la educación escolar con el proyecto de Escuela Nacional Unificada (ENU) que introducía el adoctrinamiento y la formación ideológica en el sistema público de educación. El proyecto fue rechazado en el Parlamento, pero puso en evidencia la profundidad del intento transformador.

¿Faltaba alguien más con quien malquistarse?

Sí; con el Gigante egoísta. La nacionalización del cobre propició la ocasión: fue aprobada por unanimidad en el parlamento. Estados Unidos reclamó una indemnización simbólica de un dólar; la respuesta no se hizo esperar: las minas pertenecen a Chile, ni un solo peso de compensación. Según Kissinger, al enterarse Nixon de esa respuesta habría mascullado: “lo voy hacer rechinar” (Se non vero, è ben trovato).

La hipótesis de una estrategia deliberada de polarización y quiebre, no puede descartarse. El Partido Socialista en el Congreso de Chillán (1967), había legitimado la vía armada. Tres años después, llegó al poder por la vía electoral, pero el sector radical no cejó en la estrategia armada. Si a eso se agrega el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), gran parte del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), la Izquierda Cristiana y el sector de Altamirano del PS, resulta que la estrategia de “elevar el nivel de la lucha” y “agudizar las contradicciones”, estaba instalada en el corazón de la UP. Había, asimismo, nexos de distinto tipo entre el gobierno y los sectores radicales, incluso vínculos familiares. La hija dilecta del mandatario, la Tati, había recibido formación guerrillera en Cuba para seguir al Che a Bolivia, mantenía estrecha relación con el MIR y dirigentes como Miguel Enríquez y Andrés Pascal Allende, sobrino este último del mandatario. Ella era más cercana al MIR, que a la línea política del gobierno y no vacilaba en trasmitir al plano doméstico la discrepancia que desgarraba a la izquierda. Tati estuvo en La Moneda el día del golpe y, aparentemente, no resistió la separación –obligada por su padre–, y se quitó la vida al poco tiempo, en Cuba. Estaba separada de su marido, un miembro del servicio de inteligencia cubano: otro protagonista de esta historia. Su matrimonio, se dice, habría sido una operación de inteligencia para lograr información de primera mano sobre el gobierno. La misma visita de Fidel aparece bajo un signo fatídico, y solo contribuyó a agudizar la polarización.

Después de recorrer el país de Norte a Sur con discursos y proclamas encendidas, Allende tuvo que despedirlo, con buenas palabras, pero con firmeza. Digámoslo con franqueza: la visita de Fidel fue nefasta; no tenía nada que enseñar a Chile, absolutamente nada. Al extraño simbolismo que encierra la ametralladora que le obsequió a Allende y con la que este se quitaría la vida, se agrega el arma de Tati, también regalo suyo. Es solo una curiosa coincidencia que el presidente encargara la seguridad personal de Fidel a un tal Augusto Pinochet Ugarte.

La “vía chilena” terminó por mostrar la divergencia insuperable en la UP; el PC se convirtió en el más confiable para el gobierno, no porque se hubiera trasformado en protector de la democracia, sino porque sabía mejor que nadie cómo instrumentalizarla para llegar al punto de ruptura: el momento en el que la dictadura aparece como la única salida, o es percibida así por la mayoría.

La idea de que las FFAA chilenas respetan incondicionalmente la Constitución era una coartada: servía para exorcizar el fantasma del golpe; y la idea de que los militares son espontáneamente golpistas, sirve para eximir de culpa al gobierno. Juntos, ambos clichés permiten construir una historia contrafactual: los militares son los grandes responsables del quiebre de la democracia; el gobierno fue víctima del golpismo, de generales traidores, etc., etc.

La formación de un gabinete militar fue la gota que rebasó el vaso: terminó con la prescindencia política de los uniformados; llevarlos a participar en el gobierno y pedir que no se involucraran era pedir que intervinieran sin intervenir. Solo faltaba el nombre de la intervención: ¿revolución, golpe militar, guerra civil? Si no era la revolución, quedaban las otras dos opciones: las FFAA evitaron dividirse, evitaron la guerra civil. ¿O pensó el presidente que la “obediencia” militar consistía en hacerse cargo de una catástrofe, en la que no tuvieron parte alguna?

La inviabilidad de la revolución “a la chilena” fue reconocida posteriormente, por muchos dirigentes, entre ellos Clodomiro Almeyda y Carlos Altamirano, uno de los iniciadores de la “renovación socialista”. No era tan difícil haberlo advertido a tiempo. El presidente pudo haber llamado a plebiscito o bien decir: “hasta aquí llego yo; lo demás queda para los que vienen”. No hizo ni lo uno ni lo otro. El plebiscito sabía que lo perdería y, para el acuerdo con la DC ya era tarde. Santiago estaba cercado por los cordones industriales, los fundos y las industrias tomadas, las armas continuaban llegando de Cuba, había colas hasta para comprar pan, la inflación superaba el 1000%. “Ingobernabilidad” es un eufemismo cuando no hay gobierno o está completamente paralizado.

La disyuntiva planteada recientemente, de “derrota” o “fracaso”, responde a que no ha quedado dirimida la cuestión de la viabilidad del proyecto. ¿Sigue pendiente la posibilidad de la “revolución con empanada”, a pesar de su trágico final? Si la respuesta es afirmativa, la derrota habría sido solo militar y el proyecto político habría quedado “inconcluso”: es la tesis del PC.

La fiebre conmemorativa de los 50 años subió junto con el ascenso del Frente Amplio (FA) al poder. Un capricho del sistema decimal, hizo coincidir este ascenso con el cincuentenario. Como es fácil de imaginar, este no habría sido recordado del mismo modo, si el gobierno no hubiese sufrido dos gravísimos fracasos electorales, que le obligaron a cambiar de rumbo. El proyecto de constitución, de haber sido aprobado, habría creado inmejorables condiciones para demostrar la “superioridad moral” de la nueva izquierda ¿No somos todos culpables, de algún modo, del quiebre de la democracia? Si es así, no habría solo cómplices activos y pasivos; habría también cómplices virtuales y, desde luego, los “objetivamente” cómplices. Así como los soldados que vuelven de la guerra no son los mejores, quienes sobreviven a un golpe tampoco lo son. Los únicos auténticos inocentes, son los que todavía no habían venido al mundo o el mundo no los reconocía aún como miembros plenos de la ciudad, es decir, las bellas almas moralmente superiores: “nosotros” (Quod erat demonstrandum).

Si la UP chocó con la institucionalidad ¿no bastaría cambiar la Constitución para hacer viable ahora, una transformación similar a la planteada en 1970? Esta pregunta, se refiere a la vigencia actual del proyecto. Sería una cuestión añeja, si no la reflotara la retórica de la nueva izquierda. En su primer discurso en La Moneda, el propio Boric se presentó como un continuador: “como pronosticara hace 50 años Salvador Allende, estamos de nuevo, compatriotas, abriendo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”. ¿Historia repetida? Pero como farsa. Quizá sea solo un signo de la carencia de un camino propio, pero el efecto ha sido reverdecer la división y la polarización. También es posible que haya una vena devota en ese revival, su núcleo inconsciente sería: el sacrificio del Salvador solo tiene sentido porque resucitó y, a la inversa: para que tenga sentido la muerte de Salvador, es preciso “resucitarlo”: procurarle la trascendencia intramundana que le obsesionó.

Ha habido revisión del significado y factibilidad del proyecto de la UP. La renovación del socialismo es una muestra de eso, pero algunos partidos –con el PC a la cabeza, quizá por ser el único que permaneció en la línea política oficial hasta el final– han logrado separar el golpe de lo que fue el gobierno y ligarlo solo a la dictadura. Así, toda la responsabilidad recae sobre las FFAA y los “cómplices pasivos”, y el gobierno queda en el limbo: el presidente tuvo un final glorioso, solo hubo FFAA golpistas, represión criminal, etcétera. Por tanto, solo hubo derrota, el proyecto quedó inacabado. “Una parte de mí quiere derrocar el capitalismo” (Presidente Boric), Lautaro Carmona (actual Presidente del PC), por su parte, afirma: el “gobierno popular” fue un éxito, frustrado por la “intervención imperialista y la oligarquía”. Contrasta su opinión con la del secretario general de su partido, Luis Corbalán, quien dijo, desde dentro: “este gobierno es una mierda pero es mi gobierno”. Es decir: nosotros nunca abandonamos el barco, como ellos, que ayudaron a hundirlo.

En suma: el “nunca más” no puede ser solo un mandato o un deseo: es un imperativo saber qué pasó y por qué. La simple condena moral deja las cosas tal cual, y arriesga convertir el “nunca más” en un simple deseo. Nadie ha dicho que el golpe fue la verdadera alternancia en el poder, pero es como si lo hubieran dicho: cualquier intento de explicación se toma por justificación, y la cuestión deriva al terreno de la moral, donde algunos creen tener la ventaja. Más que pregonar la belleza de la propia alma, se necesita el “coraje de la verdad”: reclamar y ejercer el derecho a la verdad.

El potencial liberador del recuerdo requiere de la aceptación del suceso traumático; reconocer lo que irremediablemente fue no impide que el pasado siga persiguiéndonos, pero permite salir de la disyuntiva: aprobación/reprobación; justificación/condena. La elaboración del duelo, empieza con ese reconocimiento; la explicación puede ser un segundo paso, se distingue de la justificación, precisamente, por el recurso a la facticidad. El rechazo y la condena son síntomas de la fijación. La narrativa es virtualmente terapéutica, como el diálogo o la confesión analítica; y es, a la vez, razón histórica, en el sentido que procura un suplemento de verdad a la razón jurídica 4 .

Los golpes no nacen de la tierra como los hongos, surgen del fracaso de las democracias; los militares no son constitucionalistas ni golpistas por naturaleza. La narrativa es indispensable para saber qué pasó, pero pensar lo que pasó requiere situar el quiebre de la democracia en un horizonte de referencias mayor, el máximo posible. Pensar es recordar (denken ist andenken).

1Eduardo Labarca en La Tercera (2/7/2023). En Salvador Allende: biografía sentimental, el autor, que estuvo en el círculo más cercano al presidente, procura un retrato magistral, respetuoso pero descarnado de sus intimidades, amores y amoríos.

2La historia, que siempre trae sorpresas, en un punto muestra regularidad: después de un Lenin viene un Stalin, tras un Chávez, un Maduro, tras un Fidel de la Sierra Maestra, un Castro dictatorial, después de un Ortega electo, un tirano vitalicio, y así por el estilo. La “vía chilena al socialismo” era un callejón sin salida: no se requiere la lectura de los teóricos marxistas, para saberlo: basta el sentido común y asomarse a la historia de los socialismos reales: comienzan con un ataque frontal a la democracia y terminan en una dictadura endémica sustentada en la fuerza militar.

3Carlos Prats, Memorias (Santiago: Pehuén, 1985, p. 444).

4La Constitución actual lleva la firma del presidente Lagos (2005); el “aquí termina la transición” –la frase con la que él acompañó la rúbrica–, significa dar por cerrado el acuerdo, celebrado por Aylwin, de ceñirse a la Constitución de 1980. Es decir, que las más de 50 reformas a ese texto bastan para redefinirla y constituir un Estado democrático de derecho. Habría sido conveniente plebiscitar ese acto, pero la omisión no deslegitima esa Carta, de no ser así, los presidentes que siguieron serían todos usurpadores.

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