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Aisthesis

On-line version ISSN 0718-7181

Aisthesis  no.45 Santiago July 2009

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-71812009000100014 

AISTHESIS N° 45 (2009): 211 -214 - ISSN 0558-3939
© Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile

Rodrigo Duarte
Dizer o que não se deixa dizer. Para urna filosofía
da expressão.
Chapecó: Argos Editora Universitaria, 2008.

 

por José Fernández Vega
CONICET - Universidad de Buenos Aires.
Argentina.
joselofer@gmail.com


 

Entre fines de los años sesenta y comienzos de los años setenta las secciones de filosofía o ciencias sociales de cualquier librería importante de Occidente estaban bien provistas de ejemplares cuyos títulos contenían la palabra «alienación» o «enajenación». Cuatro lustros más tarde todo cambió, excepto, posiblemente, el fenómeno que esas nociones (y otras como «reificación») designaban. Porque lo que Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, todavía en su exilio californiano durante la Segunda Guerra Mundial, denominaron famosamente «industria cultural» controla como nunca antes el clima espiritual de nuestra época mediática. Para estos autores, la enajenación generada por los consumos culturales para el ocio de las masas convergía con las servidumbres que imponía el capitalismo global. Ella era lo opuesto del gran arte en el que Adorno, en particular, depositó sus mejores esperanzas antropológicas, si se considera que su pensamiento político conservó alguna.

Pareciera, con todo, que la alienación cultural denunciada en Dialéctica de la Ilustración con tan magistral energía constituye en la actualidad un tema pasado de moda, y no en último término para la filosofía, el dominio donde la noción había surgido en el siglo XIX con el joven Marx y, de modo independiente, puesto que este linaje aún no había salido a la luz, también en los años 1920 con Lukács, quien puso en circulación la noción de «reificación» en el llamado marxismo occidental. A partir de comienzos de la década de 1980 todo este mundo político-cultural que había sido tan influyente en la mayor parte del siglo XX entró en una zona de sospecha filosófica que secundaba su aparente eclipse político.

Como recuerda Duarte en su libro, Jürgen Habermas denunció una contradicción per-formativa en la teoría crítica, la tradición de la que él mismo era considerado el principal heredero. Primero planteó sus objeciones en su clásico Teoría de la acción comunicativa (1981) y más tarde (de manera más violenta) en El discurso filosófico de la modernidad (1985). Según su argumento, a partir de Dialéctica de la Ilustración ya no habría, en sentido estricto, una «teoría» crítica, porque las reflexiones de Adorno y Horkheimer habían tomado distancia del plano objetivo, en el que todavía se situaban cuando aquella teoría lanzó su programa materialista e interdisciplinario a comienzos de los años treinta. El programa de Frankfurt habría virado con el tiempo hacia un radicalismo que terminó corroyendo los propios pilares filosóficos en los que se asentaba y a partir de los cuales lanzaba sus anatemas a las patologías de la modernidad. Incluso su concepto de razón acabó erosionado. La crítica totalizante que ensayaron los frankfurtianos no tuvo como consecuencia la salida de ese racionalismo instrumental del que abominaban, aseguraba Habermas. Antes bien, y de manera paradójica, terminaba abriendo la puerta para el escepticismo radical. Por lo demás, la teoría crítica había quedado prisionera de la representación, ya que persistía como otra «filosofía de la conciencia» para la cual el sujeto «representa» objetos; como tal, se había vuelto por completo ajena al paradigma de una filosofía del lenguaje como la que promovía Habermas y determinó su distanciamiento de los padres fundadores de la teoría crítica.

En esta discusión el componente estético tiene un papel privilegiado y se proyecta como núcleo duro de la teoría, algo muy poco frecuente en la segunda mitad del siglo XX, época hegemonizada por subdisciplinas filosóficas como la epistemología, la gno-seología o la ética. Duarte traza un vivido cuadro de la situación aporética que Habermas denuncia en Adorno y Horkheimer, subrayando que las ambiciones racionalistas de Ha-bermas acabaron pagando un alto precio pues reforzaron la división del trabajo impuesta por la modernidad y reificaron sus distintas categorías. El resultado fue una visión en la que conocimiento y moralidad van por un lado y el arte por otro. Y fue precisamente «desde» el arte que Adorno (pero a veces también Horkheimer) dispararon sus dardos contra el instrumentalismo generalizado y la alienación capitalista.

Y es que el arte les ofrecía a estos autores una plataforma alternativa a la ciencia que parecía reinar sin discusión sobre el panorama espiritual. Para Adorno el lenguaje (el del arte al igual que el de la crítica filosófica) no debe someterse a la regla —justamente instrumental— de lo comunicativo, propia de la ciencia. El lenguaje es, antes que simple medio para la transmisión de contenidos, «expresión». Sobre todo, y según la perspectiva de Benjamin de la que, según explica Duarte, Adorno fue deudor al comienzo de su carrera, el lenguaje es expresión de la esencia espiritual del ser humano. Aquí se entrelazan aspectos éticos y teológicos (porque para Benjamin nombrar es parangonable al acto divino de crear) con aspiraciones estéticas puesto que el lenguaje trasciende el mero nivel operativo para proyectarse hacia un plano liberador, político y artístico al mismo tiempo. La esencia no ideológica de las obras de arte, escribió alguna vez Adorno, exige que su lenguaje renuncie a la comunicación a favor de la pura fuerza expresiva.

Pero, ¿qué se debe expresar? El sufrimiento humano, siempre ignorado por la «acción comunicativa» y el medio informativo de la ciencia. Aquí se siente una influencia nietzs-cheana que no podía sino repugnar a Habermas, quien buscó exorcizar los fantasmas culturales alemanes (Nietzsche fue uno de los más ubicuos) a favor de un diálogo con el pensamiento estadounidense. Como sea, según Adorno el arte verdadero siempre intenta expresar, esto es, busca «decir lo que no se deja decir». Esta frase, tomada de la Jerga de la autenticidad, es proyectada aquí casi como una consigna estética-filosófica central para Adorno, de la que el libro de Duarte se apropia de modo creativo en su defensa de la «expresión» como término esencial tanto para la estética como para cualquier filosofía contemporánea con ambiciones críticas.

Así entendida, la categoría de «expresión» apunta a superar también el positivismo del primer Wittgenstein, para el cual, según la célebre proposición conclusiva del Trac-tatus, de lo que no se puede hablar es mejor callar. Resulta dudoso que frente al padecimiento de los seres humanos sea mejor callar o no decir otra cosa que lo que «puede» ser dicho (y ello constituiría la tarea eminente de la filosofía, de acuerdo con una proposición previa del Tractatus, que despoja así de sujeto al lenguaje). En contraste, el desafío de la filosofía, como subraya el libro de Duarte desde su propio título, consiste en intentar «decir lo que no se deja decir»: dar expresión al dolor humano, combatir la alienación y restituir al sujeto como centro del pensamiento. Ahora bien, para Habermas esta tarea es antifilosófica en la medida en que entraña una contradicción performativa.

¿Puede sobrevivir su función crítica si la filosofía no se arriesga a caer en este tipo de contradicción? Duarte lo niega, y al hacerlo nos recuerda una nota curiosa. A pesar de rechazo del Habermas maduro contra Adorno, ambos compartirían una verdadera obsesión por el lenguaje y su papel en la filosofía, sólo que esas obsesiones son de signo muy opuesto. Para el primero, el lenguaje debería asimilarse al tipo de argumentación de la ciencia; la comunicación racional conforma las interacciones de los ciudadanos. Para el segundo, el lenguaje, elemento central de la cultura y del conocimiento, se encontraría más bien mediatizado por las emociones del arte.

Según Adorno la filosofía debería considerar al mundo desde el punto de vista de la redención más que desde la planicie de lo dado. El programa de Habermas asumió un punto de vista muy distinto. Constituyó el intento por integrar cierta tradición teórica alemana con la pragmática, demonizando la herencia de Nietzsche, que Adorno asumía sin complejos históricos (pero que Lukács condenó sin apelaciones), por irracionalista y ambivalente. Para Adorno, la expresión del sufrimiento influye, por cierto, en la forma de la escritura filosófica. Frente a la sequedad del tratado, que no arriesga contradicciones performativas (como es escandalosamente el caso en su muy célebre fórmula adorniana: «Toda cultura después de Auschwitz, incluyendo su urgente crítica, es basura»), el filósofo puede mostrarse como artista en el ensayo, forma resistente a la racionalización total del mundo moderno, la cual, por supuesto, impacta también sobre la práctica filosófica. El paradigma que propugna Adorno es el de la asimilación de la filosofía al arte en lugar de su integración a la ciencia, ¿y qué modelo asume en general la filosofía académica?

Siempre nítido en sus desarrollos, este libro sorprende por la variedad de abordajes penetrantes, como el que asimila la internalización de los parámetros receptivos producidos por la industria cultural a la noción kantiana de «esquematismo». Nuestras percepciones estarían por tanto condicionadas; la televisión es una especie de sujeto trascendental que conforma el mundo y sintetiza su multiplicidad sensible. Por otra parte, Duarte exhibe toda su solvencia teórica sin hacer concesiones políticas. De hecho, la crítica a Habermas que esgrime puede ser complementada por otra evidencia. En los últimos años este filósofo desplegó un audaz esfuerzo por sortear el vacío motivacional en que podría naufragar su ensayo de reconstrucción de la democracia hecha en términos puramente procedimen-tales. El racionalismo a ultranza de Habermas salió entonces en busca de «posibilidades expresivas» que salven a la modernidad política que defiende de las patologías sociales y los naufragios vitales que nadie, tampoco él, ignora. Pero en su libro Entre naturalismo y religión (2005) encontró esas posibilidades en las religiones antes que en el arte. Duarte, en cambio, intenta rescatar otro costado afectivo, además de dar cuenta de su interés tanto estético tanto como civil.

Afectividad y arte concurren asimismo en la noción psicoanalítica de sublimación, objeto de una discusión atenta en un capítulo en el que se la compara con nociones de la estética del idealismo alemán, por una parte, y con la de Adorno por la otra. Duarte traza un sutil contraste entre la sublimación freudiana, signada por el escape de una pulsión, y el «desinterés» de la tercera crítica de Kant, cuya contrapartida objetiva es la «finalidad sin fin». En ambos términos —sublimación y desinterés— algo material se transforma en otra entidad, que no lo es. La estética barruntada por Freud no estaría, por tanto, muy lejos de aquella que en la época del idealismo inauguró con fuerza Kant. Aunque para Adorno el arte no es un efecto de la sublimación freudiana, sino —de nuevo— expresión (Ausdruck). Adorno resiste el subjetivismo implícito en el concepto de sublimación (comparable en eso al goce estético desinteresado del kantismo); su concepción estética se centra en la obra más que en el artista o en el público. Por otra parte, una noción de expresión brilla por su ausencia en Freud, mientras que su idea de sublimación lleva implícito el desvío de una potencia sexual hacia formas culturales que cuentan con la aprobación social. Como al final de cuentas el resultado de la sublimación podría ser tanto una obra de arte como un mero producto de la industria cultural, ella no puede integrarse a la estética de Adorno; en definitiva, la sublimación psicoanalítica se desentiende del valor estético.

Término capital para las exploraciones en la obra de Adorno que despliega Duarte, la expresión se volvió una categoría central de la estética en general y estuvo entre las últimas en asimilarse a la disciplina. Duarte no quiere hacer de ella un uso en línea con el universo romántico, sino reinscribirla en la tradición hegeliana que la había forjado como un término opuesto a las obligaciones imitativas que se le impusieron al arte. Durante el siglo XIX el arte se emancipó de esas obligaciones a través de la repercusión del hegelianismo, pero también a partir de desarrollos impulsados por las tecnologías: el descubrimiento de la fotografía y el surgimiento de escuelas como la impresionista, cuya estética no le debía nada a la fidelidad, permitieron pensar más allá del paradigma imitativo que había dominado durante milenios. A comienzos del siglo XX, recuerda Duarte, un Croce hegeliano ya hablaba de la estética como «ciencia de la expresión», en el título de una influyente obra. El concepto de expresión en Adorno, inicialmente tributario de la carga de inspiración teológica del lenguaje en Benjamin, pasa luego a convertirse en un término estético, técnico y crucial de la Teoría estética, donde entra en relación dialéctica con el de construcción.

En filosofía, tanto para Adorno como para Horkheimer, expresión es aquello que combate la reificación del lenguaje profesional, dependiente de una división del trabajo petrificada: aquí la filosofía y su rigor, allí el arte y su emotividad. Para Adorno, como subraya Duarte, el lenguaje de la filosofía y el de la música no pueden sino relacionarse, y la noción de expresión constituye un puente entre lo conceptual y lo no conceptual, vale decir, configura ese momento en el cual sujeto y objeto aún no ocuparon sus posiciones antagónicas. La obra de arte auténtica es expresión del sufrimiento bajo una forma; todo el resto es industria cultural, alienación.


Recepción: enero de 2009 Aceptación: marzo de 2009

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