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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.79  Santiago  2022

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602022000100094 

Ensayos

El concepto de lo público aplicado a la universidad

The concept of public applied to the university

Cristóbal Friz1 

Hernán Neira1 

1Universidad de Santiago de Chile, Chile

Resumen:

La noción de lo público se ha desdibujado. Ese es el marco de la pretensión de que las universidades privadas, por sus frutos, sean públicas a mismo título que las estatales, y que el fisco deba darles financiamiento. La exégesis del concepto de lo público a partir de las disputas políticas por la libertad religiosa a inicios del cristianismo y el contraste con algunos textos filosóficos modernos y contemporáneos arruinan esa pretensión. Gracias a ese análisis se pueden esclarecer algunos aspectos de la diferencia entre lo privado y lo público, y mostrar que deducir de la pérdida de contornos de lo público la primacía del mercado universitario contiene pretensiones normativas no explícitas en favor de este.

Palabras clave: universidad; lo público; lo privado; enseñanza pública; bienes públicos; universidad posmoderna

Abstract:

The concept of public has been blurred. This is the framework within which some private universities pretend to be public, as well as the state owned ones, and that they must receive similar public subventions. The exegesis of the concept of public, based on the political arguments about religious liberty during the early years of Christianity and the contrast with some philosophical modern and contemporary texts wreck this pretention. It is possible to illuminate some aspects of the difference between what is public and what is private. This also illustrates that the exaltation of the blurred frontiers of the concept of public hides some normative pretentions on behalf of private universities market.

Keywords: university; public; private; public university education; public goods; postmodern university

1. Introducción

Nota de título 1

El debate sobre las universidades en Chile se encuentra marcado por la pregunta, cuya respuesta no siempre ha sido clara, relativa al carácter público de esas instituciones: ¿es toda universidad pública? ¿Poseen las instituciones del Estado un vínculo esencial con lo público? Nos proponemos mostrar que el debate solo tiene solución resolviendo, previamente, qué es lo público. Examinamos el tema en tres secciones. En la primera, constatamos el uso polisémico del término en el debate chileno sobre universidad. En la segunda, seguimos algunos de los principales hitos filosóficos en los que se constituye el concepto de lo público. Finalmente, mostramos que la pretensión de que existe un declive de lo público en favor de lo privado esconde, bajo apariencia descriptiva, un enunciado normativo contra lo público. La controversia es, a la vez, filosófica y política. Política, porque la noción de lo público atribuida a una universidad privada es una de sus principales fuentes de legitimidad para recibir subvenciones fiscales y obtener validación social. Filosófica, porque esa discusión solo puede aclararse abordando la matriz teórica de la idea de lo público. Eso obliga a dilucidar filosóficamente el concepto de lo público, teniendo en cuenta que su definición es un asunto político. Según Nora Rabotnikof:

el término público, como la mayor parte de los conceptos políticos relevantes, está muy lejos de una definición inequívoca; […] su utilización, en el contexto de vocabularios políticos diferentes, construye o identifica problemas distintos, evaluaciones y cursos de acción dispares. También conviene advertir que el conflicto por la definición de sus límites ha formado y forma parte de maneras específicas de concebir la vida política. ( Rabotnikof, 1997 : 37).

2. La controversia sobre lo público de la universidad

Refiriéndose al sistema educativo en su conjunto, Fernando Atria diagnostica un “déficit de sentido de la discusión sobre educación pública”; en consecuencia, “en la discusión sobre el fortalecimiento de la educación pública el concepto mismo de educación pública no puede darse por sentado” (Atria 2010: 155-156). Enfocándose en la educación superior, sostiene Pablo Soto: “La disputa tiene como antecedente la inexistencia de un acuerdo acerca de qué cuenta como educación pública en materia universitaria” (Soto Delgado 2016: 184). Por su parte, José Joaquín Brunner y Carlos Peña identifican la distinción público/privado como “la gran dicotomía en el ámbito de la educación superior” (Brunner y Peña 2011: 49). Sobre la mentada dicotomía, Pablo Oyarzún apunta: “Hoy por hoy tenemos un debate sobre educación superior pública y privada demasiado hipotecado por la cuestión del financiamiento y –no nos engañemos– por los conflictos de intereses que han aquejado y siguen aquejando a las propuestas y a las decisiones que se adoptan” (Oyarzún 2011: 131). En su opinión, además, asistimos a una crisis generalizada de lo público, lo que en su parecer explica que “no solo no existe consenso sobre el significado de la palabra público, sino que parece no haber un suelo sobre el cual asentar premisas mínimas para el debate, desde el cual esgrimir criterios de discernimiento que permitan esclarecerlo” (126).

En medio de ese desacuerdo semántico, en Chile hay dos perspectivas dominantes respecto de lo público de la universidad. La primera identifica lo estatal con lo público, motivo por el cual defiende un trato preferente del Estado hacia las instituciones de su propiedad. Algunos autores representantes de esta perspectiva constatan que el modelo universitario heredado de la modernidad ha sufrido un desgaste que lleva a ampliar el concepto de lo público, sin dejar por ello de dar prioridad a la identificación de lo público con lo estatal. La segunda sostiene que el carácter público de las universidades no se relaciona con la propiedad de estas, sino exclusivamente con el tipo de bienes que producen: para esta postura, la propiedad estatal o privada de una universidad es indiferente para la producción de bienes públicos. Así descritas, ambas perspectivas constituyen un esquema simplificado de lo que es más bien un abanico, del que resulta imposible describir todos sus matices. Revisemos sus principales modulaciones.

a) Solo las universidades estatales son públicas. Una universidad privada puede ser considerada pública, si contribuye a la formación de la ciudadanía

Respecto de la educación escolar, no específicamente de la universitaria, Fernando Atria sostiene que únicamente es pública la educación provista por órganos del Estado: pública es aquella educación que está abierta a todos como ciudadanos y que, por ello, se encuentra garantizada como un derecho. En el sistema escolar chileno, esa prestación es obligatoria únicamente para los establecimientos del Estado: “solo la educación provista por establecimientos estatales puede ser denominada, en este sentido, ‘pública” (Atria 2010: 173). Solo allí el individuo concurre como ciudadano titular de derechos –en este caso, a la educación–, en una posición asimétrica ante el Estado, el que, en tanto que garante del cumplimiento de aquel, está obligado a otorgarlo. Así: “La educación pública provista por el Estado es la educación a la que todo ciudadano tiene derecho. El estándar de la educación pública es, entonces, el estándar del contenido de la ciudadanía” (180).

Aun cuando el planteamiento de Atria no se detiene en la educación superior, el nexo por él apuntado entre educación y ciudadanía constituye un elemento crucial del argumento que identifica lo público y lo estatal en materia universitaria. Refiriéndose a las casas de estudios superiores del ámbito latinoamericano, la argentina Marcela Mollis señala que “[n]uestras universidades públicas son hijas de la razón moderna” (Mollis 2003a: 14). Mollis reconoce, sin embargo, que el tradicional lazo entre la universidad pública y el relato moderno ha sufrido un profundo desgaste, razón por la cual las universidades latinoamericanas “tienen alterada su identidad pública” (Mollis 2003b: 207).

Mollis propone una coincidencia entre lo estatal y lo público en materia universitaria; sin embargo, acepta el carácter público de algunas universidades privadas, como las perteneciente a determinadas congregaciones religiosas. En su opinión, no es el régimen de propiedad o administración el hito demarcatorio de lo público y lo privado, sino el tipo de formación otorgado por la institución. La formación de profesionales para la competencia del mercado, “un ethos corporativo, perfilado por las demandas de un reducido mercado ocupacional que requiere una racionalidad instrumental y eficiente para el desempeño de las profesiones en las corporaciones privadas” (Mollis 2003b: 207) es, según la autora, lo que identifica a las universidades privadas. Por su parte, lo propio de las públicas, para Mollis, es formar “profesionales independientes y creativos como ciudadanos activos y futura dirigencia” (211). Así, el ethos que define a las universidades públicas se centra, en su parecer, en la creación y transmisión de “saberes necesarios para una construcción democrática, más justa y equitativa” (212).

En nuestro medio, de un modo similar a Mollis, Carlos Ruiz Schneider da cuenta del desgaste del relato que vincula república moderna, educación y universidad públicas, desgaste que en Chile se inicia en 1980 con la atribución constitucional del carácter subsidiario del Estado en educación, y continúa en las décadas posteriores con la profundización de las políticas neoliberales. El título de su libro de 2010, De la República al mercado, sintetiza dicho desgaste, el que se resume en una “mutación de supuestos filosóficos que va desde la primacía del derecho a la educación, a la libertad de escoger y a la libertad de enseñanza […] desde la igualdad y la libertad, a la utilidad, como paradigma” (Ruiz Schneider 2010: 9). La defensa que hace Ruiz de la educación pública, y de la Universidad de Chile como bastión de lo público, se apoya en el acervo republicano en el que se funda el sistema educativo de Chile como país independiente. Aun cuando Ruiz advierte que la educación republicana presenta aspectos elitistas y de reproducción de las desigualdades socioeconómicas, valora positivamente esa tradición, toda vez que ella ampara principios como la igualdad, el derecho a la educación y la contribución de esta a la formación ciudadana y el fortalecimiento de la democracia.

Es justamente este acervo el que para Ruiz ha sido puesto en jaque en los últimos cuarenta años. Es en su rechazo a este proceso, donde cabría hallar indicios de la distinción público/privado. Sin embargo, no encontramos una definición de lo público, de educación y universidad públicas en ninguno de los textos consultados de Ruiz: ni en De la República al mercado ni en “Lo público y lo privado en la educación chilena”. En este último, encontramos solo un llamado general a “fortalecer en una medida inmensamente mayor a la actual, la educación pública en todos sus niveles, sin eliminarle su democrático pluralismo y sin transformarla tampoco, lo que sería una paradoja absurda, en educación para las élites” (Ruiz Schneider 2008: 143). De lo anterior, podemos colegir que los conceptos de lo público y de educación pública operan como una suerte de núcleo valórico que permite leer críticamente el impulso privatizador de las últimas décadas, pero que es difuso en sus contornos. Revisemos si otros autores ofrecen una definición del concepto de lo público universitario.

Concordando con los análisis comentados, Miguel Rojas Mix diagnostica “una grave confusión en materia universitaria entre lo público y lo privado” (Rojas Mix 2006: 9). Para el autor, la tradicional contraposición entre universidades públicas y privadas se torna insuficiente en el escenario de la globalización neoliberal, en el que la reducción de los aportes fiscales y la consiguiente introducción de la lógica competitiva del mercado, “fuerza [a las universidades estatales] a desistir de sus criterios específicos de servicio público y actuar como escuelas privadas para poder financiarse” (17). Así, procurando despejar la confusión diagnosticada, Rojas Mix propone discernir entre cuatro modalidades de universidad en la actualidad: pública, estatal, privada y neoliberal.

Para el autor, es el régimen de propiedad y gestión lo que diferencia a la universidad estatal de la privada. Según señalamos, la dependencia estatal no es para Rojas Mix garantía del carácter público de una universidad; lo que le otorga su condición pública es su vocación de servicio público, entendido como servicio a la nación mediante la formación de profesionales y ciudadanos y el fomento del pluralismo (10). Como podemos observar, no hay, según Rojas Mix, una coincidencia necesaria entre universidad estatal y universidad pública, pues las presiones del autofinanciamiento y la competencia transforman a las instituciones del Estado en universidades neoliberales: en instituciones que, pudiendo ser tanto privadas como estatales, operan como escuelas profesionales orientadas a los requerimientos del mercado. Al mismo tiempo, Rojas Mix coincide con el planteamiento de Mollis, según el cual si bien algunas universidades privadas pueden tener una misión de servicio público, ello no basta para catalogarlas como propiamente públicas. Según Rojas Mix, las universidades privadas, aun las de vocación pública, se acogen a la libertad de enseñanza, por lo que el servicio que otorgan a la nación mediante el fomento del pluralismo es contingente: ellas pueden formar ciudadanos, pero esa no es su vocación obligada, como sí lo es para las estatales. Por ende, si bien no es la pertenencia estatal lo que define a una universidad pública, “la universidad pública siempre será estatal” (10).

Como podemos observar, aun cuando los planteamientos expuestos arguyen un nexo sustantivo entre un acervo moderno-republicano –o, de un modo general, entre valores identificados como públicos: ciudadanía, democracia y pluralismo– y la universidad estatal, echamos de menos una adecuada conceptualización y delimitación de lo público. Por ello, según sugerimos, en esta postura la afirmación de lo público parece constituir una reacción a lo que para sus representantes sería el incremento excesivo del sector universitario privado.

Destaquemos, finalmente, que Pablo Oyarzún ubica el criterio de distinción entre universidades públicas y privadas en la presencia de mecanismos de participación, los que considera aparejados a la noción de ciudadanía: los miembros de las universidades públicas, señala, “no son empleados, son ciudadanos”, que pueden “incidir en la determinación, orientación y conducción de esos organismos” (Oyarzún 2011: 127-128). En contraste con ello, advierte la existencia de la pretensión de que “los bienes públicos, son producidos más o menos indistintamente por agentes públicos y privados” (111), lo que supuestamente vuelve obsoleta, en materia universitaria, la identificación de lo público y lo estatal, y la correlativa distinción entre lo público y lo privado. En consecuencia, la mencionada pretensión juzga inapropiado que el Estado otorgue un trato preferente a las instituciones estatales, y postula que todas las universidades deben recibir igual trato. De esta pretensión nos ocuparemos en el próximo apartado.

b) Toda universidad es pública: bienes públicos, pluralidad, racionalidad pública

El argumento que postula que todas las universidades son públicas reposa en la desvinculación del concepto de lo público respecto de la propiedad estatal de las universidades. Separado de lo estatal, son dos las principales acepciones de ese concepto. La primera define lo público de la universidad por sus efectos: por los bienes y por el tipo de provecho que la sociedad hace de ellos. Señalan Brunner y Peña: “la expresión bien público alude […] a un bien que produce beneficios indiscriminados, beneficios que se difuminan entre un amplio conjunto de personas hayan o no pagado los costos de producirlos” (Brunner y Peña 2011: 52).

La segunda acepción apunta a lo que se denomina, de un modo un tanto impreciso, racionalidad pública, esfera pública y pluralidad. En este segundo sentido, según Brunner y Peña, “lo público alude a una cierta esfera de la cultura o la racionalidad humana”: a la “esfera pública”, como ámbito en el que se hace “uso público de la razón” (53-54). En sentido similar, Soto Delgado afirma: “de acuerdo al uso de lo público como pluralidad, la universidad pública es aquella que dispone un ámbito –una esfera– en la cual se promueve el intercambio comunicativo bajo el modo de ejercicio de la razón pública. Allí, se manifiestan distintas posiciones y puntos de vista de sujetos que son tratados como iguales”, motivo por el cual arguye que “la universidad pública promovería un modelo deliberativo basado en una especial disposición moral” (Soto Delgado 2016: 199). Los conceptos usados por los autores citados en este párrafo se inspiran, entre otras, en la noción de Öffentlichkeit de Habermas, pero, como veremos en la tercera sección, presentan dificultades de fondo en la interpretación de dicho concepto.

Por su parte, Juan Manuel Garrido, Hugo Eduardo Herrera y Manfred Svensson postulan que “toda institución de educación superior es pública” (2012: 76). Estos autores abordan lo público universitario siguiendo el doble criterio de 1) los bienes producidos por la universidad, y 2) del fomento de la pluralidad, el espacio público y la razón pública. Sobre el primero consignan que la “capacitación técnico-profesional”, que es según ellos lo que define a la formación universitaria, produce bienes tanto públicos como privados, los que aducen son complementarios: “la educación no es solo un bien que implica la realización personal del que la recibe, ni se limitan sus beneficios a abrirle el camino de cierto progreso social […] beneficia a la sociedad entera” (102).

El segundo criterio de lo público es el más relevante para los autores, y apunta a “lo público fundamental”, el que compete al modo en que se llevan a cabo los procesos y las discusiones al interior de las instituciones y entre ellas: “es lo público como modo de actuar y de decidir o lo que también se ha llamado la racionalidad pública” (63-64). Explícitamente, los autores dicen tomar este concepto de lo público de ¿Qué es la ilustración? (1784) de Kant. En la interpretación que proponen, lo que hace púbica a una universidad es que en ella se expresa la “racionalidad pública”: que los distintos puntos de vista son presentados en una discusión entre sujetos adultos que haciendo uso libre de la razón, los exponen a la confrontación racional, sometiéndolos al escrutinio público. Con ello, “los intereses individuales, ceden paso al interés general […] a la universalidad de la razón”. Así, en cuanto capaz de validarse en una discusión pública, “toda institución de educación superior es pública” (76).

Junto con esta afirmación, los autores afirman que solo al otorgar el mayor espacio posible al ejercicio de la racionalidad pública, la universidad se halla en condiciones de hacer un verdadero aporte al pluralismo, al que consideran un bien público. Por ello, ponderan positivamente el que haya una variedad de instituciones de educación superior, cada una de las cuales orienta sus quehaceres por una particular visión del mundo: “el pluralismo en la sociedad estará garantizado y protegido precisamente por la existencia de perspectivas rivales que alcanzan a tener una expresión institucional, y que desde esa expresión institucional despliegan su identidad exponiéndose a su vez a la crítica” (Garrido, Herrera y Svensson 2012: 85).

Para la perspectiva que estamos reseñando, el relato de legitimidad de la universidad moderna, que identifica universidad pública con universidad estatal, y al Estado como garante del interés nacional, se encuentra agotado. Brunner y Peña señalan que “la universidad moderna […] habría muerto” y que, en la actualidad, nos encontramos ante “una universidad que a veces se llama posmoderna”. Uno de los principales motivos que aducen, es que “el Estado […] ha renunciado a toda tarea ilustrada y emancipadora”. Como consecuencia, “la universidad se desdobla en miles de posibles figuras […] las motivaciones e ideologías que las conducen […] no responden ya a una idea” (Brunner y Peña 2011: 47-48, 50). Tal caducidad se reflejaría en una crisis de sentido de las universidades, las cuales ya no podrían, como tampoco el Estado moderno, “trascender la particularidad de grupos e intereses parciales y expresar, en cambio, la universalidad del proyecto nacional” (51, 55).

3. ¿Qué entender por lo público?

Según queremos proponer, en el debate sobre lo público están en juego la protección política a la libertad de pensamiento y algunos conceptos fundadores de la idea de república. El concepto de público se inserta, hasta hoy, en una historia filosóficopolítica centrada en la tolerancia, en especial religiosa, y en el modo en que el Estado ha de sostenerla. El concepto tiene hoy, al menos, tres sentidos: 1º lo público es el objeto sobre el que discuten uno o varios grupos, sea o no de interés para el Estado: v.gr. la discusión pública de un teorema; 2º la audiencia que va un teatro, a una conferencia. Esta noción, en castellano viene precedida del artículo masculino el, pero es un error entender que este designe un sujeto singular, pues el público es una variedad de públicos; 3º aquello que concierne o es de interés de la república, se dé o no a conocer a un público o una ciudadanía. Veamos cómo aparecen estos tres aspectos en algunos de los principales hitos histórico-filosóficos relativos a la libertad de pensamiento.

Lo público es el eje de la argumentación del Edicto de Galerio, del año 311, y del Edicto de Milán, de 313, instrumentos centrales de la libertad religiosa. Sobre el primero comenta Lactancio: “Al incendiarse una parte de este [del palacio imperial], los cristianos comenzaron a ser acusados como enemigos públicos” (Lactancio 1982: 104). El traductor, Ramón Teja, agrega la nota 132: “Hostes publici: término de derecho público. Se aplicaba a los traidores al Estado y la declaración procedía del Senado o del emperador”. Líneas después, Lactancio transcribe el Edicto de Galerio:

Entre las restantes disposiciones que hemos tomado mirando siempre por el bien y el interés del Estado [Reipublicæ 2 ] deberán orar a su Dios por nuestra salud, por la del Estado [Reipublicæ] y por la suya propia, a fin de que el Estado [Respublica] permanezca incólume en todo su territorio y ellos puedan vivir seguros en sus hogares. (Lactancio 1982: XXXIV, 167)

Terminada la transcripción, agrega Lactancio: “Este Edicto es hecho público [proponitur] en Nicomedia, el 30 de abril, siendo cónsules él [Galerio] por octava y Maximino Daya por segunda vez” (XXXIV, 167).

La palabra público aparece nuevamente, en el mismo autor, al transcribir el Edicto de Milán, de 313:

“habiendo tratado sobre todo lo relativo al bienestar y a la seguridad pública [securitatem publicam] juzgamos oportuno […] conceder a los cristianos y a todos los demás miembros la facultad de practicar libremente [liberam potestatem] la religión […], a fin de que también en este asunto se muestre la preocupación de nuestra clemencia por la paz pública [quieti publicae…] Todo esto se hará para que, según hemos expresado más arriba, el favor divino […] actúe siempre de manera próspera en nuestras empresas con el consiguiente bienestar general [publica perseveret]. A fin de que puedan llegar los términos del decreto, muestra de nuestra benevolencia, a conocimiento de todos [ad omnium possit pervenire notitiam], deberás ordenar su promulgación y exponerlo en público en todas partes [ubique proponere 3 ]. (Lactancio 1982: 205-206)

Conforme con el texto, no cabe duda de que la seguridad y la paz pública son funciones del Estado (Reipublicae), que se inscriben en el ámbito de su interés, y que esas funciones no son propias del público al que se expone el decreto. El edicto –una orden estatal– será expuesto púbicamente, es decir, será dado a conocer a todos y en todas partes, ubique proponere. Licinio y Constantino perciben, también, que la libertad religiosa de los cristianos es difícilmente realizable sin contemplar un aspecto financiero, por lo que el edicto incluye que los bienes que personas individuales (quecunque) o el fisco (fisco nostro) adquirieron de parte de los cristianos se les sean devueltos de inmediato, ya como personas singulares, ya a su “comunidad en cuanto persona jurídica” [ad jus corporis eorum, id est Ecclesiarum] (Lactantii 1692: XLVIII).

El eje de la libertad religiosa contenida en los edictos de Galerio y de Milán se basa en la integración, pero no superposición o confusión, entre los tres aspectos mencionados de lo que hoy llamamos público. Primero, es un tema sobre el que se discute: se discute en Roma sobre la libertad religiosa. Segundo, hay públicos que tematizan un concepto o anhelo, hay sujetos privados con intereses coincidentes pero no coordinados o bien comunidades privadas cristianas con voluntad única; es decir, hay corporaciones. Tercero, los edictos suponen la existencia de un interés del Estado que, en este caso, es la libertad religiosa para los cristianos y la facilitación de que dispongan de sus bienes previos a las persecución de Diocleciano. La finalidad de los edictos, sin embargo, no es asumir como propio el interés de las ecclessiarum, sino la paz pública: ni el edicto de Galerio ni el de Milán confunden el interés privado con el público.

Una cosa es pues que el Estado proteja la libertad religiosa, otra que el fisco deba destinar recursos a financiar una o varias confesiones específicas; y otra muy distinta es que una confesión se vuelva oficial, ya sea de forma directa, ya indirecta por la asignación de recursos. Ahora bien, entre el Edicto de Milán y el de Edicto de Tesalónica del emperador Graciano ( año 380), Roma instala y financia progresivamente las persecuciones contra las religiones paganas. Como resultado de ello, el Edicto de Tesalónica institucionaliza al cristianismo como religión oficial del Imperio. Con ello, identifica la función y contenido ideológico del Estado con una fe única, el interés de un público con el interés público.

Más tarde, el Corpus iuris civilis de Justiniano, de 533, refuerza la distinción entre lo privado y lo público, pero mantiene en este último campo lo que fue la religión de una corporación específica: el cristianismo. Allí, Justiniano define la noción jurídico-filosófica de lo público como aquello que es de interés del Estado. Tras declarar que la ciencia del derecho está vinculada con la justicia, sostiene que:

“Esta ciencia abraza dos partes: una es el derecho Público [Publicum], otra el derecho Privado. El público es el que tiene por objeto el gobierno de la República Romana. Privado es el que pertenece al provecho de cada individuo particular. El derecho público comprende las cosas sagradas, y los encargos de sacerdotes y magistrados. (Justiniano 1872: I, 1, §2).

La afirmación de que “el derecho público comprende las cosas sagradas” refuerza la instalación de una religión imperial. Como vemos, la privación de libertad religiosa y la oficialización y financiamiento de la república a un culto privado, establecidos por el Edicto de Tesalónica, continúa en el Corpus iuris civilis. Este texto da suficiente cuenta, pues, de lo que sucede cuando el Estado apoya líneas ideológicas privadas.

Catorce siglos más tarde, en Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784), Kant distingue distintos sentidos de la palabra ‘público’. Estas distinciones son insuficientemente percibidas en los textos “¿Obsolescencia de la universidad moderna?”, de Carlos Peña, y La excepción universitaria, de Garrido, Herrera y Svensson, ya citados, y que pretenden comprender lo público en el sentido propuesto por Kant. En el mencionado texto kantiano encontramos, por un lado, el vocablo Publicum 4 (AA VIII, 36). Kant afirma: “es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se lo deje en libertad” (Kant 2004: 34). ¿Está bien traducido al castellano? Sí, pero es necesario definir en qué sentido. En la década 17801790, conforme con el diccionario de los hermanos Grimm, la palabra Publicum se entiende como ‘audiencia’: “el conjunto de personas de un país o de un lugar, la gente, la multitud […], el mundo, lo público [Öffentlichkeit] (penetrar en el público y similar); en sentido más estricto los auditores, los espectadores, los lectores” (Grimm y Grimm, 2008; traducción propia).

Es decir, se trata de un grupo o grupos de personas. Siendo aquel un diccionario diacrónico y de autoridades, se citan los usos de Goethe y de Schiller, quienes explícitamente utilizan el término Publicum en relación con las audiencias de espectáculos o conferencias. Entonces, ya en la época de Kant, como hoy, se hacía la diferencia entre, por un lado, el nombre Publicum y, por otro, el nombre Öffentlichkeit y el adjetivo öffentlich, palabras provenientes de offen, abierto, como también Offenbarung, la Revelación, en sentido cristiano. En la época de Kant, el diccionario de los hermanos Grimm atribuye cinco acepciones a öffentlich, todas relacionadas con lo que es conocido de manera manifiesta (Grimm y Grimm, 2008).

Conforme con las distinciones señaladas, en el texto de Kant de 1784, no son lo mismo Publicum y Öffentlichkeit. Lo primero es un público, y lo segundo, dar a conocer algo pública o abiertamente. Publicum se vincula con las audiencias, con los individuos que discuten un tema, aunque impotentes para cambiar algo; mientras que Öffentlichkeit se relaciona con el dar a conocer. En Kant, adicionalmente, el vocablo öffentlich aparece vinculado a distintos verbos (öffentlichen gebrauche, öffentlich der Welt darlegen) y a un nombre calificado por un adjetivo (öffentlichen Zwecken: fines públicos). En este último caso, Kant se refiere al interés y fines del Estado. Kant no duda de que exista un Publicum y que este, alcanzada la mayoría de edad –alcanzarla y convertirse en Publicum son casi sinónimos–, pueda discutir teóricamente, como erudito y por escrito, de forma abierta, es decir, öffentliche, los asuntos de la res publica y los fines (públicos) de ella.

Kant afirma: “para esa ilustración solo se exige libertad y, por cierto, la más inocente de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público [öffentlichen Gebrauch zu machen] de la propia razón, en cualquier dominio” (Kant 2004: 34). A las limitaciones de la libertad en el uso de la razón, Kant responde que el uso público [öffentliche Gebrauch] –es decir, expuesto ante un todos potencial– de la razón siempre debe ser libre, y el único que puede producir la ilustración de los hombres: “[…] entiendo por uso público [öffentlichen Gebrauche] de la razón, el que alguien hace de ella, en cuando docto, y ante la totalidad del público [Publicum], del mundo de lectores [Leserwelt]” (Kant 2004; AA VIII 36 y AA VIII 37.) Libre, es decir, sin impedimento, y público, en el sentido de que se ejercita ante un todos de derecho.

A ello opone Kant lo que denomina uso privado de la razón, que es el que se usa en el puesto civil (bürgerlische Posten), que el filósofo de Königsberg entiende como el puesto de un funcionario público (Amte). Esto no encierra misterio: un funcionario público, al servicio de la república, pone su inteligencia a disposición del Estado, pero ella no deja de ser privada, pues el funcionario no la enajena a la república. En tanto tal, no es el funcionario quien decide sobre los fines del Estado, sino el gobierno (Regierung), que pone la razón individual al servicio de los fines públicos [öffentlichen Zwecken], que Kant identifica con los del bienestar de la especie humana (AA VIII 38).

La inteligencia privada se usa en el servicio público, lo que no significa, de ninguna forma, que Kant pretenda que los fines privados se confundan con los públicos, pues esos fines no están dados por el Publicum, por los grupos singulares, por las ecclesias –si se nos permite la terminología del Edicto de Milán. La razón privada que usa un funcionario público no está autorizada a definir los intereses públicos, los öffentlichen Zwecken. Para el filósofo de Königsberg, es el gobierno quien da los fines a la razón privada de los funcionarios del Estado, situación por la que ese funcionario se transforma en miembro pasivo (passives Glied) de la comunidad. El deber de obediencia al interés público por medio del uso de la razón privada no impide, al funcionario del Estado, argumenta Kant, discutir las órdenes recibidas, mediante escritos, ante el público en sentido propio (ein Publicum im eigentlichen Verstande, AA VIII 37), o incluso hacer observaciones, en cuanto docto, sobre la utilidad de la orden recibida: es lo que hoy entendemos por escribir una columna de opinión, publicar un libro, etc. Ese Publicum es una audiencia, pero no es el detentor de los intereses ni de los fines públicos (öffentlichen Zwecken), que son responsabilidad del Estado mediante el gobierno.

El Publicum de Kant se refiere a audiencias intelectuales, por ejemplo, la que asiste a conferencias. Se trata de que el público se ilustre a sí mismo, lo que contribuye a la paz pública, si bien el Estado es ya ilustrado por medio del rey Federico, como sostendrá Kant al final del escrito que aquí comentamos. Ahora bien, Kant deja en manos de quien encabeza la república, es decir, en las manos del rey ilustrado, el transformar en decisiones estatales la conclusión de las discusiones llevadas a cabo por el público: para Kant, las discusiones públicas del Publicum solo pueden incidir en la república si el monarca ilustrado las acoge, pero por mientras: “¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!” (Kant 2004: 34).

La contribución de la Ilustración al Estado queda así mediada única y exclusivamente por la voluntad racional del emperador Federico, quien, por su parte, ha decidido y dado a conocer a todos (proponitur decía el Edicto de Galerio), es decir, en público, su voluntad de no inmiscuirse en las discusiones de los públicos, pues el Caesar non est supra grammaticos, a fin de que estas puedan llevarse a cabo libremente. Libremente, pero sin efectos políticos ni incidencia en la cosa pública. A este respecto, Nora Rabotnikof califica de “desconcertantes” los usos que las palabras ‘publico’ y ‘privado’ tienen en Kant, y sostiene que el público kantiano “es básicamente un público intelectual, no político, es decir, el público en su función de difusor y receptor de la cultura, no uno que vota o participa” (Rabotnikof 1997: 10). Esta acepción del público de Kant podría ser identificada con una corporación, una ecclessia laica o religiosa, con un sujeto de derecho privado que puede reunirse y discutir, cuyo derecho a ello es protegido por el Estado, pero cuya acción no se identifica con la del Estado.

No se confunde Kant: lo público, en tanto es lo que interesa al Estado, no es lo mismo que las comunidades en cuanto suma de individuos o suma de personas jurídicas que discuten. Ni siquiera un público mundial constituiría lo público como interés estatal. La aclaración la hace el mismo Kant:

el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente de uso privado, puesto que dicha comunidad solo constituye una reunión familiar, por amplia que sea […] Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público propiamente dicho [eigentlichen Publicum], es decir, al mundo, el sacerdote gozará dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad […] para hablar en nombre propio. (2004: 36; AA VIII 38).

Aclaraciones adicionales sobre la diferencia de público (Öffentlichkeit) e intereses públicos las proporciona el texto kantiano al afirmar que los ciudadanos deben gozar de la más amplia libertad de “llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito” (37). Por un lado, lo público kantiano es lo que discuten por escrito algunos públicos; por otro, el concepto de público está, en este caso, relacionado con la publicidad, el ubique proponere, dar a conocer en todas partes. Así lo confirma Kant al rechazar la palabra tolerancia, pues la opinión docta se encontraría en una esfera distinta, en la de la libertad. Por ello, los clérigos pueden “someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente (öffentlich), los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del credo aceptado” (Kant 2004: 36; AA VIII 41). Adicionalmente, encontramos en dos ocasiones más la noción de paz pública (öffentliche Ruhe) (Kant 2004: 39).

Para Kant, quien expone ante el público, aunque fuere ante el mundo, habla privadamente, lo que no equivale a los fines públicos, a los öffentlichen Zwecken. Cuando una persona o corporación privada expone ante un público está en una situación distinta que la de la autoridad pública que expone al público un decreto.

Una iglesia o un público pueden actuar tan públicamente como el Estado, pero una cosa es actuar de ese modo y otra que los intereses públicos se confundan con los privados. Hay, pues, en Kant, una riqueza semántica en torno a Publicum, Öffentlichkeit y öffentlich que vuelve su reducción al concepto castellano único de ‘publico’ irrecuperable para una discusión académica sobre lo público de la universidad.

Examinemos finalmente cómo aparecen las diversas acepciones de lo público en la entrada Public Sphere, (“Esfera pública”), del Fischer Lexicon, donde Habermas la define como:

el reino de nuestra vida social en el cual algo que se aproxima a la opinión pública puede ser formado. El acceso está garantizado a todos los ciudadanos. Una porción de la esfera pública llega a la existencia en cada conversación en la cual individuos privados se reúnen para formar un cuerpo público. (Habermas 1974: 49; traducción propia).

Más adelante, Habermas establece, como primera característica de la esfera pública, el requerir la libertad de asociación y reunión, así como la libertad de expresión. Después agrega: “Hablamos de la esfera pública política, por ejemplo, en contraste con la literaria, cuando la discusión pública trata de objetos conectados con el Estado” (Habermas 1974: 49). Peter Hohendahl agrega en la nota número 2: “Habermas designa como pública aquella esfera que la antigüedad entendía como privada, esto es, la esfera del construir opinión no gubernamental” (49). Se deduce de ello que Habermas distingue entre la esfera pública, sin adjetivos, y la esfera pública política.

La segunda característica que Habermas atribuye a la esfera pública es su carácter mediador entre la sociedad y el Estado, tarea que supone que este dé a conocer sus políticas. Habermas aclara que durante el feudalismo, si bien el poder era representado públicamente, no había diferencia entre lo público y lo privado. Para el autor, un cambio decisivo habría tenido lugar con la extensión de las regulaciones políticas a las relaciones de intercambio surgidas con la burguesía, lo que se dio por medio de la discusión pública y la negociación con el poder público. Habermas concluye que el modelo liberal de la esfera pública, según el cual la información debe ser accesible al público, no puede ser aplicado en las democracias contemporáneas de masas, por lo que es solo una exigencia normativa. Es más, los distintos grupos tienden hoy a pedir una regulación por parte del Estado, lo que hacen justamente mediante una exclusión de sus anhelos respecto de la esfera pública, lo que “conduce a una ‘refeudalización’ [refeudalization] de la esfera pública” y a un aparente, solo aparente despliegue de la apertura, que no equivale a la Publizität (Habermas 1974: 54) o el ubique proponere, y que vela lo que debiera ser público.

De lo recorrido, cabe concluir que no se encuentra, ni en el texto de Kant de 1784, ni en el comentado escrito de Habermas, apoyo textual que permita confundir los intereses del Estado con los intereses privados de algunas instituciones o corporaciones privadas –como por ejemplo las universidades–, ni con los públicos o grupos segmentados. En definitiva, ni la pluralidad de significados de la palabra público, ni el hecho de que sus límites sean oscilantes en el tiempo, borran las fronteras nítidas de sus acepciones.

4. Lo público en la universidad

Retomando nuestro asunto, cabe advertir que, referida al ámbito universitario, la distinción público/privado tematiza una tensión que da cuenta de maneras específicas de concebir la vida política, y de una búsqueda de legitimidad de subvención fiscal a corporaciones privadas de educación con fines cuyo carácter público no es siempre del todo claro. Como hemos visto, el significado de lo público está marcado por la polémica y la lucha ideológica, desde los edictos romanos hasta Habermas. A ello se agrega, hoy, el debate filosófico-político sobre si, en un régimen plutocráticoliberal basado en la iniciativa individual, como el chileno, la acumulación de capital corporativo debe o no recibir subvenciones estatales.

Respecto de lo anterior, Brunner sostiene que “las universidades estatales exitosas son hoy aquellas que compiten en el mercado […] que gestionan sus asuntos con métodos más cercanos a la empresa que al viejo modelo burocráticocolegial, cobran por sus servicios y venden productos de conocimiento avanzado” (Brunner 2005: 47). El autor considera que en la actualidad es difícil ponderar adecuadamente los retornos públicos de la educación superior, distinguiéndolos nítidamente de los privados. Esta

dificultad, señala, es particularmente aguda en el sistema de educación superior chileno, el que a su juicio constituye un “entorno donde el bien público de la educación superior se halla sujeto al comportamiento corporativo de las instituciones y estas, a su vez, están forzadas a producirlo por medio de la competencia” (Brunner 2009: 447). De lo anterior, concluye Brunner la caducidad de la distinción público/privado y, en consecuencia, que las universidades tanto públicas como privadas deben funcionar como empresas competitivas.

De un modo complementario, Peña entiende que la universidad moderna ha quedado obsoleta. Lo expresa sosteniendo que la promesa inspiradora del modelo napoleónico, relativa a una emancipación nacional mediante el cultivo de las profesiones resulta desbancada, por cuanto “entre los enunciados constatativos o descriptivos de los que se ocupa la ciencia no se sigue nada respecto de su corrección moral o su justicia, y así el quehacer de la ciencia, lejos de fundar la emancipación, queda entregado al garete” (Peña 2008: 38). Como vimos, los autores de La excepción universitaria, coincidiendo con el planteamiento de que la educación superior constituye un bien tanto privado como público, un bien que “beneficia a la sociedad entera”, señalan que “toda institución de educación superior es pública” (Garrido, Herrera y Svensson 2012: 102).

Estos textos soslayan que hacen referencia a un sistema universitario instalado por las armas 5 , el que todavía no genera consenso social. Tampoco aclaran cuál es “la sociedad entera” a la que aluden, pues en toda sociedad hay grupos y clases sociales con conflictos de interés. Menos aún explican cómo deducir normas tras haber abandonado los aspectos normativos para dejarlos en manos de un mercado que no es siempre transparente. Entonces, ¿el mercado es un hecho o una norma? ¿O un hecho que se desea transformar en norma universitaria?

La apelación al mercado esconde dos aspectos esenciales del sistema universitario privado en los regímenes liberal-plutocráticos, como el actual. Primero, la presión de algunas corporaciones universitarias para que el Estado se aleje de la educación; segundo, la promoción, mediante la política y la publicidad, para que el Estado subvencione a las corporaciones que han concentrado esos

conocimientos y los venden. Sin embargo, esos conocimientos no cumplen uno de los requisitos fundamentales para calificarlos de bienes públicos económicos: no ser ni excluyentes ni rivales. El fin privado (vender productos de conocimiento) no equivale a un fin público. Podemos señalar, entonces, que los textos recién citados confunden lo privado y lo público, y no dan cuenta de las distintas acepciones de este último concepto. No dan cuenta tampoco de la distinción entre conocimiento de uso y conocimiento de inversión establecida en el primer capítulo de La condición postmoderna (Lyotard 1978), al que al menos indirectamente Brunner y Peña hacen mención (Brunner y Peña 2011). Estos autores parecen saltar del cuarto al undécimo capítulo del libro señalado, sin percibir que este último declara caduca la legitimidad por la performatividad y la adecuación al mercado, pues en la condición posmoderna

[e]stá permitido representar el mundo del saber como regido por un juego de información completa, en el sentido de que los datos son accesibles en principio a todos los expertos […] El incremento de performatividad, a igual competencia, en la producción del saber, y no en su adquisición, depende, pues, finalmente de esta ‘imaginación’ que permite, bien realizar una nueva jugada, bien cambiar las reglas del juego. (Lyotard 1978: 96)

Más adelante, en los capítulos decimotercero y decimocuarto, Lyotard declara que la legitimidad del conocimiento no proviene de las reglas del mercado, ni de la innovación programada para mejorar la eficiencia de una corporación, sino de la invención no programable de las reglas del juego. Podemos agregar que la valoración, incluso económica, de cualquier bien, depende de los valores sobre los que se sustenta una sociedad. Son esos valores los que permiten asignar presupuestos a la universidad, y no a la inversa. Se trata, pues, de valores que no permiten una rápida y necesaria identificación de lo público con los intereses privados de una corporación, universitaria o no.

Como es ampliamente sabido, el mercado acumula bien social en escasos públicos segmentados, para lo que estos buscan apoyo del Estado, lo que constituye el eje central de la tendencia a la feudalización. Por feudalización entendemos, hoy, el esfuerzo de distintos públicos o corporaciones, religiosos o laicos, por empujar al Estado a renunciar a su rol de garante público de la libertad de opinión y de la libertad académica, reemplazándola por la libertad de que cada público y cada persona pueda elaborar en público su propia doctrina, dando respaldo fiscal y jurídico a algunos grupos ideológico-universitarios en detrimento de otros. La condición descrita por Habermas en The Public Sphere relativa al debilitamiento de la esfera pública se ha acentuado. En una sociedad oligocrática liberal, los grupos y corporaciones tienden a excluir a otros grupos de la esfera pública. El mejor modo para que una corporación privada obtenga subvención estatal, negándola a otras, es convencer al Estado, por medio de la publicidad, de que los fines de esa corporación son universales, lo que requiere debilitar la esfera pública, la Publizität, mediante el acoso ideológico a las fronteras entre lo público y lo privado. Mas, según hemos procurado mostrar, una lectura apenas atenta de la historia filosóficopolítica de dichos conceptos pone de manifiesto que, a pesar de su evolución, no son fácilmente confundibles.

Lo anterior parece justificar la afirmación de Oyarzún, quien sostiene que para la generación de bienes públicos, como el conocimiento, se requiere “un clima irrestrictamente público”, el que a su parecer se halla asegurado en las instituciones estatales (Oyarzún 2011: 128-129). Cabe resaltar, entonces, que a pesar de su porosidad, la distinción entre lo público y lo privado sigue vigente. Todavía es el eje mediante el cual se puede distinguir, aparte de un derecho público distinto del privado, al Estado respecto de una ecclessia. Tal distinción constituye además la base de un sistema democrático que resiste a la feudalización, tan compatible con un régimen oligocrático-liberal.

5. Conclusión

Según hemos procurado poner de manifiesto, consideramos necesario definir lo público para atribuir el adjetivo de público a los bienes creados por una universidad, toda vez que tal delimitación conceptual debilita la pretensión de asignar una función pública al conocimiento privado. En este sentido, el propósito de que el Estado financie corporaciones privadas no lo vuelve posmoderno, sino feudal. La pretensión de que el mercado legitime el saber y los bienes universitarios desconoce qué es lo público y las condiciones sociales y éticas de la valoración de los bienes públicos. La feudalización del Estado, al darle por misión el apoyo a distintas eclessias, laicas o religiosas, es exactamente lo contrario a la libertad de opinión que aquel debe garantizar. En un régimen plutocrático, la sola propiedad autoriza la impregnación ideológica de una universidad por el interés de sus propietarios. Una universidad privada que produce bienes ideológicos que pueden contribuir a la formación de ciudadanos no altera el sometimiento de esta a intereses privados, aunque legítimos, ni incide de por sí en su calidad; pero que esos intereses privados coincidan con el interés público es raro y accidental, sobre todo en un régimen plutocrático liberal. Consideramos, por el contrario, que en la medida en que se busque que el Estado sea el fruto de una voluntad democrática, el sentido eminente del concepto de ‘público’ corresponde a la acepción trabajada en la segunda sección de este artículo: aquello que concierne o es de interés de la república.

Por su parte, hemos tratado de argumentar que la pretensión de que el ejercicio de la razón pública requiera la subvención pública de grupos privados organizados en universidades privadas, equipara el interés del Estado con el privado. La existencia de universidades privadas puede contribuir a la pluralidad de pensamiento; la cooperación entre universidades públicas y privadas es posible, incluso indispensable para contribuir a regular los eventuales actos irregulares del Estado, pero, con escasas excepciones, el fin de las principales universidades privadas es asegurar la reproducción de una ideología –muchas veces, la de la acumulación privada de capital– mediante la formación de futuros dirigentes fieles al ideario de un grupo. Ese modelo performativo, promovido por Brunner y Peña, en lugar de posmoderno, es neofeudal, y acentúa la impotencia de los individuos ante las corporaciones privadas. En otras palabras: la formación de buenos gestores de intereses privados y la acumulación de capital social privado, que en un régimen de competencia plutocrático liberal tiende forzosamente a la exclusión de los otros, nada tiene que ver con una esfera pública, ni con lo público, ni con el dar a conocer al público, pues en un sistema de mercado, los bienes públicos son presionados a dejar de existir.

En definitiva, la pretensión de que las universidades privadas sean públicas, pues supuestamente cumplen con los fines del Estado democrático, a mismo título que las estatales y, por lo tanto, que el fisco deba darles similar financiamiento, se apoya en la confusión de las distintas acepciones de la palabra público. Aparte de los ejes filosóficos descritos, esta confusión tiene dos ejes políticos: el primero, la legislación universitaria establecida en un período en que los poderes públicos persiguieron el uso público de la razón; el segundo, el uso de la publicidad para ocultar la polisemia de lo público. La lucha por asimilar las universidades privadas a las públicas, se realiza sobre la base de ocultar el carácter privado de los fines de muchas de esas universidades mediante una acción publicitaria que es la negación de la esfera pública. Este ocultamiento tiene por finalidad desatender lo propiamente público de lo público. El contraste con textos de Kant, Habermas y Lyotard arruina tal pretensión, pero tal contraste no siempre se lleva a cabo rigurosamente. Un debate filosófico-político tendría que dar cuenta, entre otras cosas, de cómo en un régimen liberal de competencia individual, con Estado subsidiario, algunas corporaciones reciben donaciones estatales, distorsionando el mercado que dicen promover.

No es propio de una república que un público ocupe el lugar de lo público. Pretender, bajo pretexto de posmodernidad, que el fisco financie a públicos y audiencias determinadas, es declararse posmoderno para tejer un velo nostálgico por la asociación entre los asuntos estatales y un público. Creemos que esa doctrina no ha convencido. Es necesario, en consecuencia, restituir la esfera pública política que la publicidad ha ocultado en la pretensión de que lo público equivalga a lo privado en materia universitaria.

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2Las palabras latinas provienen de Lactantii (1692).

3Ramón Teja traduce estas dos últimas palabras latinas por exponerlo en público, sin distinguir entre los distintos sentidos de lo público.

4Traducido por ‘público’ en la versión de Emilio Estiú y Lorenzo Novacassa (Kant, 2004)

5La Constitución Política de la República de Chile de 1980, hoy vigente, fue establecida en un régimen de persecución ideológica y ausencia de libertades individuales. El Artículo 5º del DFL N° 1 del Ministerio de Educación (1980) indica: “La libertad académica incluye la facultad de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales, cumpliendo los requisitos establecidos por la ley”, con lo que da amplio fuero a la apertura de instituciones privadas, que disputan a las estatales los aportes provenientes del fisco.

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