Sin duda, Del sentimiento trágico de la vida constituye la obra filosófica por excelencia de Unamuno, donde, a pesar de su deliberada ausencia de sistematicidad, expone con mayor claridad y detenimiento sus concepciones filosóficas y sus personales interpretaciones de diversos pensadores y teorías. Sin embargo, hemos decidido resaltar algunas reflexiones del autor en su nivola Niebla, como modesto homenaje en el centenario de su publicación. No cabe negar el paralelismo existente entre ambas obras(1), e incluso podríamos atrevernos a sostener que, debido a su concepción dinámica y agónica (heraclítea, en definitiva)(2), acaso, como Nietzsche, se sintiera más cómodo nuestro autor expresando sus pensamientos mediante personajes en diálogo que con argumentos y conceptos. Desde luego, así lo entiende Julián Marías:
Y es que don Miguel de Unamuno, al hacer una obra literaria, no se propuso una tarea de índole estética o artística en sentido estricto, sino que toda ella tendía a plantear y revivir -acaso a resolver, si era posible- aquella “cuestión única” que enunció casi en sus comienzos. Cuando Unamuno habla del valor literario de sus escritos suele rehuir esa palabra, o al menos aclararla mediante otro término, que es poético. Y da a este vocablo su sentido inmediato y original de creación (55).
Si la razón resuelve o disuelve, la vida y sus anhelos se comprenderán mejor por medio de lo poético, de lo creativo. Aunque a uno se le rebelen sus propias criaturas. Imaginación, fe y fantasía no deben desterrarse tan a la ligera del terreno filosófico, por lo que Unamuno, incidiendo en lo difuso de la frontera que separa realidad y ficción, nos exhorta a mitologizar(3). Entre el filósofo y el nivolista, en ocasiones olvidamos al profesor de griego(4), que con tanto esmero y cuidado resalta las etimologías y la cultura clásica. La vida se comprende en su devenir, como relato, como algo contado; mito, en definitiva. La historia y el relato tienen valor cognoscitivo en la medida en que suponen una cierta proyección de la propia conciencia(5), por lo que un personaje de ficción vendría a ser algo así como una introspección proyectada. O proyección introspectiva.
Por eso, quizá podamos interpretar que la obra de Unamuno es un conjunto de novelas, incluido el mencionado Sentimiento trágico( 6 ) , en las que filosofía y literatura se fusionan en un mismo carácter poético. Las ideas, si pretenden ajustarse a la realidad, deben relatarse, exponerse de manera dinámica y hasta dialéctica, como hicieran algunos de los pensadores más influyentes en Unamuno, como Heráclito, Platón o Hegel. Y las novelas, al menos las del autor vasco, parecen proyecciones, y casi encarnaciones de sus propias ideas filosóficas, cosa que no pocas veces se ha utilizado como argumento en su contra. Esto nos lleva, desde luego, al concepto de nivola( 7 ) , que pretende ahogar las descripciones por medio de la inundación de los diálogos, en un indescriptible amasijo de literatura y filosofía.
Se podrá decir que el presente estudio es parcial y que exalta el contenido y las influencias filosóficas en detrimento de otras de diferente índole; y posiblemente sea un justo reproche. Pero ocurre que se nos muestra al mismo tiempo como una necesidad, pues acaso el significado de la expresión “interpretación correcta”, en especial en el caso del autor que nos atañe, no sea muy diferente de la del “círculo cuadrado”.
Las obras de Unamuno se han prestado a las más diversas exégesis, se han reinventado decenio tras decenio, con cada nueva marea de corrientes críticas. Todo ello ha cargado, ucrónicamente, de razón a Unamuno, quien insistió por activa y por pasiva en que toda obra literaria cobra vida propia y que solo a los lectores corresponde interpretarla (Garrido Ardila, 101-102).
Es característica esencial de la nivola, y de Niebla más que de ninguna otra, la independencia de la obra, y hasta de sus personajes, respecto del autor. En el entrelazamiento y la nebulosa confusión entre realidad y ficción, azar e impredecibilidad marcan el ritmo de la composición y la interpretación. Unamuno, que conocía y admiraba la obra de Platón, sin duda hereda las tesis del final del Fedro, donde se destaca la orfandad del texto escrito y entregado a un público(8). No obstante, más allá de la independencia hermenéutica entre autor y lector, se sugiere aquí la emancipación de los propios personajes, que no se resignan al papel de marionetas(9) ni a su estatus de entes de ficción.
Unamuno parece encontrar satisfacción en la supresión de barreras, en la censura de las definiciones antiguas, de la búsqueda de la objetividad. Tanto en Niebla como en sus ensayos filosóficos podemos observar una lucha constante con uno de los ideales intelectuales más celebrados de la Historia, la fusión de ciencia y filosofía gracias a lo indudable de las ideas claras y distintas, a la geometría del pensamiento (Serrano Ramírez, 143-168): “Dicen que lo helénico es distinguir, definir, separar; pues lo mío es indefinir, confundir” (Niebla, Prólogo, OC, II, 545).
Lo mismo propone por medio de Víctor Goti, el amigo de Augusto, señalando su oposición frente al exceso de intelectualismo, al tiempo que haciéndonos “pensar en el distinguir del quehacer científico e intelectual y, más en concreto, en los interminables distingos y contradistingos de la escolástica” (Fernández Turienzo, 861): “Y hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo en una sola niebla” (OC, II, 661).
La ciencia, en efecto, es la disolución de la niebla, lo que aclara, precisa y delimita. Sin embargo, las más de las cuestiones propiamente humanas no se dejan disolver, como lo demuestran los intentos fallidos de hacer de la filosofía una ciencia estricta. Unamuno, casi siempre enfrentado con el filósofo de la estufa, no solo modifica aquel “pienso, luego existo”, sino aquello de que dudar es pensar, aunque lo acepte:
Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el conocimiento, ni la imaginación suponen duda y hasta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. Y es la duda lo que de la fe y del conocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que es dinámico, inquieto, vivo (OC, II, 649).
La duda, la indefinición de la niebla, la admiración que según Aristóteles implica reconocimiento de la ignorancia, la indigencia del Eros platónico, la curiosidad de Eva, es el motor del pensamiento y la ciencia humana. Y aun de la fe, que pretende pasar por inconmovible e inquebrantable.
Sabemos por sus primeros escritos(10) que Unamuno era buen conocedor del pensamiento platónico, que apunta en esta dirección. Aunque la tradición metafísica occidental ha buscado el conocimiento estableciendo la necesidad de objetos eternos e inmutables y, por tanto, muertos, es el propio Platón quien se queja de las implicaciones de dicha pretensión, de raíces parmenídeas, pues el sujeto de conocimiento no comparte esos caracteres, ya que el alma es actividad, pensamiento, movimiento y vida(11).
Así, en este panorama en que nada es claro ni distinto, ni separamos de forma nítida lo real y lo ficticio, nuestro propósito será el de intentar entrever algo mediante la niebla, en particular lo relacionado con los primeros capítulos de la obra, en los que se despierta en Augusto un desconocido deseo al toparse con los ojos de Eugenia. Es cierto que el asunto puede enfocarse desde diferentes perspectivas aunque, como quizá fuese intención del autor, al arrojar luz sobre la niebla es posible que uno termine deslumbrado y desenfocado. Desde un punto de vista psicológico freudiano, Augusto aparece como un individuo grotesco y desorientado, pues hasta entonces había reprimido lo relacionado con el placer, al parecer por la sobreprotección maternal que se indica en el relato, sublimando siempre sus impulsos y encauzándolos al plano intelectual(12). También, por supuesto, pueden rastrearse las huellas literarias del Quijote(13) o las filosóficas de Kierkegaard(14). Aquí, sin embargo, atendiendo al deseo y la voluntad de Augusto Pérez, nos parece apropiado señalar el influjo de otros autores, en especial Schopenhauer, en el carácter de este ente de ficción.
La escena inicial nos presenta a Augusto persiguiendo, de manera casi inconsciente, a Eugenia, hasta que “se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de sus ojos” (OC, II, 557). Al cruzar la joven delante de él, un ímpetu irresistible le impulsó a ir tras ella, como si se tratase de una de las fuerzas elementales de la naturaleza.
Esto y no otra cosa es exactamente lo que nos diría Schopenhauer a propósito de tal suceso. Considerando que en esto radica el principal mérito de la ética kantiana, señala la coexistencia de necesidad y libertad. Necesidad, porque en el ámbito fenoménico reina un inquebrantable determinismo en función del principio de razón suficiente; libertad, porque el fundamento de toda acción es la esencia compartida por toda la naturaleza, la Voluntad carente de todo fundamento o razón, que responde como un resorte ante la aparición de una causa, un estímulo o un motivo(15). El mundo que aparece a nuestros ojos, como representación, constituye una pluralidad aparente, pues no es más que objetivación de una misma esencia. Por tanto, un mismo impulso es el que mueve al imán y al enamorado(16), a pesar de que en los conscientes seres humanos se genere la ilusión de libertad y elección.
Desde esta perspectiva se hace borrosa, una vez más, la frontera entre el hombre de carne y hueso y el ente de ficción. Ambos creen poder disponer de sí mismos, poder elegir de manera indistinta, haber podido actuar de diferente modo. Sin embargo, como personajes de una novela, como contenido de un sueño(17) ajeno, como actores en una obra de teatro, el gran teatro del mundo(18), tenemos un papel que interpretar, un carácter ajeno al espacio y al tiempo que solo podemos desarrollar, poner en práctica y movimiento. Ya en Amor y pedagogía puede entreverse esta tesis, que don Fulgencio intenta soslayar en la medida de lo posible: “Genio es aquel cuya morcilla se ve obligado a aceptar el Supremo Dramaturgo. Es, pues, menester obligar al Autor Supremo a que meta en el papel nuestras morcillas” (OC, II, 341).
Como los antiguos estoicos, Fulgencio parece buscar en la conciencia un resquicio de libertad en un mundo dominado por el logos, la ley, el Destino, la Providencia. Como ese trágico y melancólico Marco Aurelio al que Unamuno admira, parece buscar en la razón un refugio interior, una ciudadela(19) en la que, al menos, podamos determinar personalmente el modo en que nos afectan los inexorables acontecimientos.
Sin embargo, atendiendo al planteamiento de Schopenhauer, no hay morcilla ni decisión posibles, porque la libertad no radica en la razón, sino en la Voluntad(20), ya que aquella es un mero instrumento a su servicio(21). Por eso, en su caso, participamos en una función sin dramaturgo que la dirija, sin causa ni finalidad. No obstante, como bien indica el título de su obra fundamental, el mundo no es solo Voluntad, sino que aparece desdoblado, objetivado, hecho visible, accesible a la conciencia, sometido al principio de individuación; una Voluntad que, en definitiva, aparece desplegada en espacio y tiempo, aconteciendo según causas, pues estos tres elementos no le pertenecen esencialmente, sino solo al sujeto cognoscente, de acuerdo con la modificación que realiza el filósofo alemán de la doctrina kantiana.
Y así, también en Schopenhauer aparece esta concepción de nuestro conocimiento, nuestros objetos de conocimiento y aun del sujeto mismo, como ilusión, sueño, representación. Y también él cita a Píndaro, Shakespeare y Calderón, y hasta nos deja algunas páginas que no desentonarían en el corpus de Unamuno:
La vida y el sueño son hojas de uno y el mismo libro. La lectura conexa es la vida real. Pero cuando las horas de lectura (el día) han llegado a su fin y comienza el tiempo de descanso, con frecuencia hojeamos ociosos y abrimos una página aquí o allá, sin orden ni concierto: a veces es una hoja ya leída, otras veces una aun desconocida, pero siempre del mismo libro. Y así, una hoja leída aisladamente carece de conexión con la lectura coherente: pero no por ello es muy inferior a esta, si tenemos en cuenta que también la totalidad de la lectura coherente arranca y termina de forma improvisada y no hay que considerarla más que como una hoja aislada de mayor tamaño (…) Si juzgamos desde un punto de vista externo a ambos, no encontramos en su esencia ninguna diferencia definida y nos vemos obligados a dar la razón a los poetas en que la vida es un largo sueño (WWV, I, § 5, 21) (22).
En su Filosofía Lógica (5-6) intenta Unamuno, en contra de lo que pretende con Niebla, esclarecer el sentido de las nociones filosóficas fundamentales, por lo que se esmera en separar el ser del existir, siendo este un obrar en espacio y tiempo, que no parecen aquí formas a priori de la sensibilidad. Sin embargo, esta separación supone finalmente una inversión del sentido común, en el que lo espaciotemporal aparece como lo real, frente a ideas, mitos y ficciones. Muchos años después de aquel temprano escrito, se siente Unamuno obligado a insistir en esta tesis, quizá por haber sido mal comprendida:
Ni creo deber alargarme más aquí, en este sencillo prólogo a exponer una doctrina, que tantas veces he expuesto respecto a la realidad histórica, tanto más que preparo una obra sobre el quijotismo, en que me esforzaré por esclarecer la diferencia entre estar, ser y existir. Y cómo Don Quijote y Sancho son -no es solo que fueron- tan independientes de la ficción poética de Cervantes como lo es la mía de aquel Augusto Pérez de mi novela Niebla, al que creí haber dado vida para darle después muerte, contra lo que él, y con razón, protestaba (Prólogo a la tercera edición de Vida de Don Quijote y Sancho, OC, III, 63).
Desde la perspectiva del Dios que demanda Unamuno, y de la Voluntad de la que habla Schopenhauer, la barrera que, en nuestra mente, separa con claridad realidad y ficción, se difumina. Esto conlleva el hecho de que la criatura de carne y hueso o la novelesca posean un carácter que, en cierta medida, viene impuesto. Sea un designio de un Dios providente o una manifestación de un impulso insaciable e inconsciente, nuestro modo de ser aparece como algo no elegido y, podría decirse, innato o congénito. Desde luego, nos encontramos en las antípodas del planteamiento existencialista, pues se trata de una concepción determinista. El propio Schopenhauer cree que, más allá del estoicismo, en las páginas finales de la República de Platón (614b-621d), el mito de Er(23) supone la versión antigua de su tesis, aunque aún sin pasar por el filtro de la filosofía de Kant: “Pero ¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la creación” (OC, II, 566).
Según hemos comentado, del mismo modo que la piedra está esperando la ocasión de ser soltada para mostrar su tendencia e inclinación natural, el efecto de la ley de la gravitación universal, los sucesos individuales, como el encuentro con Eugenia, permiten la manifestación del carácter del individuo como particular expresión de la Voluntad. En este caso, Unamuno deja muy claro que Augusto no es quien elige, pues parecía haber tomado la determinación de seguir la dirección del primer perro que por allí pasase. De hecho, ni siquiera fue consciente de haber seguido a Eugenia hasta que no estuvo en el portal de su casa.
Y así, si en la naturaleza solo se requiere una causa que haga manifiestas las leyes que la rigen, o el animal responde de acuerdo con el carácter de su especie siempre que se presente un estímulo, el ser humano, por el mayor grado de individualidad que posee debido a su mayor complejidad intelectual, el motivo pone en movimiento nuestro carácter individual(24), que para Schopenhauer no es creado por aquel Supremo Dramaturgo, sino una tendencia ciega ajena al espacio y al tiempo. En cualquier caso, solo mediante el desarrollo temporal, del transcurso de nuestra propia novela, llegamos a conocer nuestro modo de ser. Pero el motivo, el conocimiento, es tan solo la condición para que se manifieste el querer. Eugenia es el objeto de un deseo previo, que sus ojos han hecho manifiesto. Augusto estaba enamorado sin saberlo, sin haber encontrado alguien de quien estarlo(25). Pero él, como quizá nosotros, no es libre para elegir indistintamente, al igual que la piedra no decide caer, pues la atracción humana, como la gravedad, es mera manifestación de un mismo anhelo.
De acuerdo con lo que hemos señalado, la naturaleza no es más que un conjunto de objetivaciones de una misma tendencia, mediante esta busca satisfacción, sin encontrarla nunca. Por eso, aunque estemos habituados a considerar una gran diferencia en el comportamiento humano, animal, vegetal o mineral, una misma necesidad es la que impera en esta representación que es el mundo: “Así como cada cosa de la naturaleza posee sus fuerzas y cualidades que reaccionan de forma determinada a determinadas influencias y constituyen su carácter, también él tiene su carácter, a partir del cual los motivos suscitan las acciones con necesidad” (WWV, I, § 55, 339)(26).
Hay algo en esta doctrina, no obstante, que nos impulsa a rebelarnos como personajes nivolescos. La elección, el libre arbitrio, aparece a nuestro sentido común como algo que no necesita demostración. Entre diversos motivos, entre distintas argumentaciones y conceptos racionales, podemos elegir la que consideremos mejor. Sin embargo, nos encontramos en las antípodas de cualquier signo de intelectualismo moral. Nuestras acciones, aunque suscitadas siempre por motivos, no son más que la respuesta necesaria de nuestro modo de ser, manifestación y revelación de aquella Voluntad que constituye nuestra esencia, nuestro verdadero carácter. El error reside en la inversión socrática y cartesiana, que hace del ser humano una res cogitans y que convierte a la Voluntad en un mero corolario de los designios racionales.
Sabemos muy bien, por otra parte, que a Unamuno le entusiasma invertir los principios fundamentales de los autores racionalistas. Especialmente sugerente es la alteración realizada en el mismo soliloquio en el que Augusto recuerda su encuentro con Eugenia, después de comentarlo con su amigo y antagonista de ajedrez:
¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y este mata a aquel. Nihil volitum quin praecognitum, me enseñó el padre Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer. Primero el amor, el conocimiento después” (OC, II, 566)(27).
Aunque con cierta imprecisión, ya que la Voluntad como cosa en sí es ajena a lo “espaciotemporal”, podemos afirmar que el deseo, el querer, el amor, es anterior al conocimiento, y que este solo presenta los motivos que lo ponen en movimiento, que lo determinan a querer esta cosa concreta o aquella. El intelecto no pasa de ser una herramienta, un instrumento al servicio de la Voluntad, el más complejo; aunque, en esencia, no diferente de la propia naturaleza en su conjunto. El intelecto no es lo originario, no es una facultad de fines, es y debe ser esclavo. Invirtiendo también gran parte de la tradición metafísica occidental, la razón no es más que algo derivado, un elemento más de un animal peculiar, pero que nada tiene que ver con su íntimo ser, con la esencia. Hablar de racionalidad en la naturaleza o el universo no es otra cosa que la imposición o proyección de una de nuestras facultades al resto de las cosas(28). De acuerdo con Kant, no constituye su modo de ser, sino nuestro modo de conocerlas(29).
El conocimiento precisa y aclara, hace que esa tendencia universal se concrete, la convierte en deseo de esto o aquello. La Voluntad, y por ello nuestro carácter individual mismo, es algo arracional, independiente de todo conocimiento, un fundamento sin causa, algo que solo confusamente podemos entrever mediante sus manifestaciones y a lo que no se puede dar explicación. Unamuno destaca la lucha entre querer y saber, más que su independencia, pues el sentimiento trágico surge por el rechazo racional de las aspiraciones de la vida, por la contraposición. Sin embargo, la razón no tiene capacidad para modificar un carácter que nos viene dado, para cambiar, ni aun para explicar las tendencias que constituyen nuestra misma esencia:
El motivo determina exclusivamente el acto de voluntad de un ser cognoscente en ese momento, en ese lugar y bajo esas circunstancias, como algo totalmente individual; pero en modo alguno determina que aquel ser quiera en general y de esa manera: esto es una manifestación de su carácter inteligible que, como la voluntad misma, la cosa en sí, carece de razón por hallarse fuera del ámbito del principio de razón. Por eso todo hombre tiene constantemente fines y motivos conforme a los cuales dirige su conducta, y es siempre capaz de dar cuenta de su acciones individuales: pero si se le preguntara por qué quiere en general, o por qué en general quiere existir, no tendría ninguna respuesta sino que, antes bien, la pregunta le parecería absurda: y precisamente en eso se expresaría la conciencia de que él mismo no es nada más que voluntad, cuyo querer en general se entiende por sí mismo y solo en sus actos individuales, para cada momento, necesita una determinación próxima por motivos (WWV, I, § 29, 194-195).
Los motivos son el resorte de las acciones, pues ponen en funcionamiento una tendencia que es independiente del propio conocimiento. Es, en definitiva, un tipo de estímulo diferente, racional. Y podemos pensar que, aunque los motivos y los conceptos sean falsos, inadecuados o meras fantasías, no por ello dejan de ejercer su función del mismo modo. La imaginación desempeña también un rol fundamental en la conducta humana, como todo aquello que creemos y esperamos, incluso sin poseer un conocimiento preciso.
Y para amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la niebla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el resolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también (OC, II, 566).
Basta una sombra, una nebulosa, una visión confusa, para querer. Se dice que la causa final no mueve según su ser real sino según su ser conocido. Por eso a Augusto le basta con el vislumbre, y cuando Víctor le pregunta por Eugenia, apenas si puede contestar, ya que no posee un conocimiento claro. En ocasiones se plantea si ama a la Eugenia real o a la que ha figurado en su imaginación; y hasta se consuela pensando que la que él ha forjado no se le puede arrebatar.
Por eso, los cambios en el comportamiento individual pueden interpretarse como modificaciones del conocimiento, pues el carácter viene dado por nuestro autor, sea cual fuere, y es, por tanto, invariable. Augusto puede soñar, conocer o amar… La diferencia aquí se torna superficial, ya que, como impulso para la acción, posee la misma capacidad lo conocido que lo que se cree conocer, lo amado que lo que se cree amar(30). Y podemos recordar aquí las palabras de La ciudad de Dios de Agustín de Hipona, tan emparentado con Unamuno en su intención de resaltar lo afectivo, la importancia de la interioridad y el deseo de trascendencia:
Aunque me engañe, soy yo el que me engaño y, por tanto, en cuanto conozco que existo no me engaño. Síguese también que, en cuanto conozco que me conozco, no me engaño. Como conozco que existo así conozco que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas, les añado el amor mismo, algo que no es de menor valor. Porque no me engaño de que amo, no engañándome en lo que amo, pues aunque el objeto fuera falso, sería verdadero que amaba cosas falsas (XI, 26).
La existencia se hace también patente por vía afectiva y volitiva. Y, en cuanto resortes de la acción, tanto valen los conocimientos precisos y definidos como los sueños y fantasías, la lluvia y la pedrea como las nubes y la niebla. Tan indudable es el querer como el conocer para Unamuno y San Agustín; y aun aquel parece más auténtico, más real y palpable(31). Pero lo que se revela no es tanto lo extramental cuanto la interioridad de la propia conciencia, aunque de una conciencia sentiente, volente y amante. Sé que conozco, o pienso o sueño algo y que algo quiero.
Eugenia despierta a Augusto y le hace sentirse a sí mismo por primera vez. Amo, ergo sum (OC, II, 566), llega a afirmar. La Voluntad es anterior a la representación, pues todo lo que en esta aparece no es sino manifestación de aquella. Es el querer el que suscita el conocimiento, es expresión y herramienta suya, por lo que la distinción y delimitación tiende, una vez más, a difuminarse. Así afirma Gregorio Magno en las Homilías sobre los Evangelios: amor ipse notitia est (II, 27).
La coherencia en la conducta vendría dada, así pues, por el hecho de que todo cuanto hacemos no es otra cosa que una búsqueda de satisfacción de un anhelo insaciable, en esencia no diferente del impulso que guía las acciones del animal o la órbita de un planeta.
Tal perspectiva, no obstante, parece reducir los complejos caracteres humanos a una cierta simplicidad, convirtiéndolos en personajes unidireccionales, en meros esquemas o esqueletos. Sin embargo, es sabido que esto no se debe a la casualidad, sino a la clara intención de Unamuno de despojar al relato de descripciones circunstanciales para centrarse en el desarrollo de la acción, que casi se limita al diálogo. La temporalidad del relato es esencial para el conocimiento del carácter de cada personaje, pero no porque se cree y desarrolle, como querría un existencialista, sino más bien porque se despliega y se reconoce por sus acciones y pensamientos. En esta dirección parecen apuntar las palabras de su ensayo ¡Adentro!:
¡Nada de plan previo, que no eres edificio! No hace el plan a la vida, sino que ésta lo traza viviendo. No te empeñes en regular tu acción por tu pensamiento; deja más bien que aquella te forme, informe, deforme y trasforme este. Vas saliendo de ti mismo, revelándote a ti propio; tu acabada personalidad está al fin y no al principio de tu vida; solo con la muerte se te completa y corona. El hombre de hoy no es el de ayer ni el de mañana, y así como cambias, deja que cambie el ideal que de ti propio te forjes. Tu vida es ante tu propia conciencia la revelación continua, en el tiempo, de tu eternidad, el desarrollo de tu símbolo; vas descubriéndote conforme obras. Avanza, pues, en las honduras de tu espíritu, y descubrirás cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada pureza, cielos antes no vistos, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es honda, es poema de ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día, en las olas del tiempo, pero asentado sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; al día en la eternidad, es como debes vivir (OC, I, 948)(32).
Señala Julián Marías que las novelas de Unamuno no son psicológicas sino existenciales, ontológicas o, de acuerdo con el carácter integral de cada individuo, personales:
Si hay amor, odio, tristeza, envidia en estas novelas, no son nunca estados de conciencia, sino modos del ser. Una pasión no es un sentimiento para Unamuno, una mera afección psíquica, sino que la entiende e interpreta como un modo de ser, ese concreto ser apasionado; es decir, de una manera ontológica; no es algo que le pase a uno, lo que en cierto momento se siente, sino lo que se es. “Vi que aquel odio inmortal era mi alma”, dice Joaquín Monegro, personaje de Abel Sánchez, al tropezar angustiosamente consigo mismo (41).
Una vez más, nos hallamos ante el caso de un personaje que no es libre para elegir lo que quiere ni lo que hace. Siempre hay un motivo o un estímulo que le impulsa con total necesidad. Aunque parezcan fruto de una decisión libre, al estar mediadas por motivos, las acciones son siempre obligatorias, necesarias, no podrían haber sido de otra manera que como fueron.
Libertad significa ausencia de causa, de estímulo, de motivo; pero todo lo que acontece está determinado por estos. Pertenece al noúmeno, por tanto, y no al fenómeno. Así, afirma Schopenhauer, no actuamos de acuerdo con lo que decidimos, sino de acuerdo con lo que somos:
Por eso a cada individuo dado, en cada caso individual dado, solo le es posible una acción: operari sequitur esse. La libertad no pertenece al carácter empírico sino solo al inteligible. El operari de un hombre dado está determinado necesariamente, desde fuera por los motivos, desde dentro por su carácter: de ahí que todo lo que hace se produzca necesariamente. Pero en su esse, ahí se encuentra la libertad. Él habría podido ser otro: y en aquello que es radica la culpa y el mérito. Pues todo lo que él hace resulta de ahí por sí mismo, como un mero corolario (GM, IV, § 10, 177).
Cuando, de un modo cartesiano, se identifica al individuo con un alma pensante, una mente que primero conoce y después decide(33), se transfieren al ámbito de lo intelectual competencias que no le atañen. Debe mostrar, dirigir, iluminar, pero no decidir, puesto que somos un carácter atemporal, algo así como una decisión tomada ya de antemano, que racionalmente intentamos llevar a término, calculando y buscando los medios para un fin que nos viene impuesto. Si para Unamuno los personajes, de carne y hueso o no, son ensueños o creaciones, así explica Schopenhauer la invariabilidad del carácter:
Puesto que los motivos que determinan el fenómeno del carácter o el obrar actúan sobre él por medio del conocimiento, pero este es cambiante y con frecuencia oscila de acá para allá entre el error y la verdad, aunque por lo regular se va rectificando a medida que avanza la vida, cierto que en grados muy diversos, la conducta de un hombre puede cambiar de forma muy notable sin que esté justificado inferir de ahí una transformación de su carácter. Lo que el hombre quiere verdaderamente y en general, la aspiración de su ser más íntimo y el fin que conforme a ella persigue, eso no lo podemos modificar con una influencia externa, con la instrucción: en otro caso, podríamos crearlo de nuevo. Séneca dice magníficamente: velle non discitur, adelantando en esto a sus estoicos, que decían διδακτήν εἶναι τὴν ἀρετήν (doceri posse virtutem). Desde fuera solo se puede actuar en la voluntad a través de motivos. Pero estos nunca pueden cambiar la voluntad misma: pues no tienen poder sobre ella más que bajo el supuesto de que ella es precisamente como es. Así pues, todo lo que pueden lograr es cambiar la dirección de su afán, es decir, hacer que aquello que busca invariablemente lo busque por otro camino distinto que hasta ahora. (WWV, I, § 55, 347).
De esta suerte, Augusto no podría haber actuado de otro modo que como actuó. Hemos mencionado la tesis según la cual los personajes unamunianos son representaciones de una idea, lo cual reforzaría lo que venimos comentando. Cabría entender esta afirmación en un doble sentido, según la importante doble significación del término idea en la historia filosófica. En primer lugar, podría concebirse como un mero pensamiento, una idea gestada por el propio Unamuno, conforme a la cual actúa el personaje. Por otra parte, Idea (mejor con mayúscula) sería una entidad independiente de la mente del sujeto que, adaptando su sentido platónico al sistema de Schopenhauer, sería el primer grado de objetivación de la Voluntad, correspondiéndose con el carácter inteligible(34) de Augusto, su libre e incausado esse, cuyo operari no es más que la respuesta necesaria conforme a los motivos particulares. Incluso podría decirse que ambos sentidos parecen coincidir en el platonismo cristiano, que sitúa las Ideas en la “mente” divina, que las convierte en pensamientos de Dios(35).
Así pues, el personaje es un mero carácter, un modo de ser, un esse cuyo operari viene determinado por las particulares circunstancias en que el autor sitúa los acontecimientos que narra. Podría decirse, de acuerdo con esta concepción, que uno no tiene libertad para elegir lo que quiere ni a quién quiere. De hecho, libertad de elección es una expresión que se torna aquí contradictoria, ya que elegir supone la ineludible expresión del carácter impulsado por un determinado motivo. Solo el querer mismo, por no tener causa ni condición necesaria, por escapar al principio de razón suficiente, puede considerarse libre. Siendo así, Augusto se enamora porque no es libre, porque no puede hacer otra cosa; porque, vislumbrados los ojos de Eugenia, no puede no enamorarse. Solo con el transcurso de esa novela que es la vida vamos comprendiendo progresivamente el porqué de nuestras acciones y, al mismo tiempo, el hecho de que si tienen un porqué implica que las llevamos a cabo por necesidad. Esta es la diferencia que establece Schopenhauer entre en el carácter inteligible y el empírico:
El carácter inteligible de cada hombre se ha de considerar como un acto de voluntad extratemporal, por lo tanto indivisible e inmutable, cuyo fenómeno, desarrollado y disgregado en el espacio, el tiempo y todas las formas del principio de razón, es el carácter empírico tal y como se presenta empíricamente en toda la conducta y el curso vital de ese hombre (WWV, I, § 55, 341)(36).
Augusto podría haber sido de otro modo, si su autor lo hubiese estimado conveniente; pero, siendo como era, no podría haber actuado de otro modo. Y en esto reside parte del carácter trágico de la obra, en que su protagonista, como Edipo, buscaba actuar por cuenta propia, salirse de lo establecido, meter su morcilla. Bien podría Augusto haberse arrancado los ojos después de su conversación con el autor de la obra, al descubrir que nada podría haber sido de otro modo que como fue, que nunca fue libre para decidir. Sin embargo, se vio obligado, de acuerdo con su inmutable carácter, a rebelarse para señalar a autor y lector que comparten con él una misma condición, como entes de ficción, personajes de nivola, contenidos de un sueño: “La concepción fundamental es que el mundo es un teatro, y que en él cada cual no piensa más que en la galería; que mientras cree obrar por su cuenta, es que recita el papel que en la eternidad le enseñaron” (OC, II, 14)(37).
De nuevo aparece la idea calderoniana del gran teatro del mundo, en el que, como ya dijera Platón en sus Leyes( 38 ) , somos como marionetas cuyos hilos son manejados por los dioses a su antojo. En estos autores se percibe ya de manera clara uno de los problemas fundamentales de la filosofía, el de conciliar la libertad con la necesidad, que en este caso parece depender de la providencia divina. Por otra parte, no es casualidad que ya en aquella obra de Calderón los personajes se dirijan al propio autor, estableciendo así el paralelismo, tan del gusto de Unamuno, entre Dios y las criaturas, por un lado, y autor y entes de ficción, por otro.
Una vez más, podemos repetir aquello del nihil cognitum quin praevolitum( 39 ) , aunque la anterioridad sea más bien ontológica que temporal, pues al estilo agustiniano podríamos preguntar qué quería la Voluntad antes de objetivarse, para comprender lo absurdo de la cuestión.
Al final del relato Augusto comprende que nunca fue completamente libre para hacer lo que hizo, por lo que enloquece y desespera. No encuentra el consuelo estoico de contemplar la necesidad de los acontecimientos, pues los propios estoicos consideraban que la interioridad de la conciencia constituía un resquicio para salvar la libertad individual, que al propio Augusto se le niega. En ciertos pasajes, también en consonancia con algunas tesis de Schopenhauer, el arte, y hasta el enamoramiento, suponen una tregua frente al dolor y al tedio de la existencia(40), porque consiguen que uno se entregue por completo al objeto que contempla, o ama, que se olvide de sí mismo y de su condición, prescindiendo de las relaciones que los objetos tienen consigo mismo para perderse en ellos. “Entonces da igual que la puesta de sol se vea desde un calabozo o desde un palacio” (WWV, I, § 38, 232). Parecería entonces que las novelas, las nivolas, los relatos servirían de grato consuelo:
-Sí, ya he oído decir que lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidar que exista. Hay quien se hunde en la lectura de novelas para distraerse de sí mismo, para olvidar sus penas... -No, lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista (OC, II, 664).
Como vemos, el relato no sirve a Augusto, y tampoco a Unamuno, para olvidarse de sí, sino para reflexionar acerca de su condición, para dudar, una vez más, entre realidad y ficción. No le ocurre esto a Víctor Goti, el amigo y consejero, que busca distraer y divertir a Augusto, incluso en los peores momentos. Pero también él, a juzgar por lo que nos cuenta en el prólogo, parece sentirse pieza de ajedrez:
Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que los psicólogos llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel de él (Prólogo a Niebla, OC, II, 543).
El ajedrez parece servir a Augusto como distracción, como efímero intento de olvidarse de sí mismo y de Eugenia. Pero el juego tiene en la obra un enorme simbolismo(41): por una parte, en él se refleja esa concepción bélica y agónica de la realidad que hunde sus raíces en Heráclito; por otra, se trata de un juego en el que los contendientes mueven las piezas a su antojo, como se maneja una marioneta o un personaje de una obra de ficción. Sin embargo, cada pieza tiene sus reglas, su modo de ser, su carácter y no puede moverse de otro modo que como se mueve. Lo que nos lleva, como es del gusto de Unamuno, a confusión, pues las piezas aparecen así como personajes que no se dejan someter por completo, que hasta se rebelan frente a su principio de movimiento y terminan por parecer más reales. Así lo expresa en La novela de Don Sandalio, jugador de ajedrez: “Para don Sandalio, los peones, alfiles, caballos, torres, reinas y reyes del ajedrez tienen más alma que las personas que los manejan. Y acaso tenga razón” (OC, II, 1164).
La partida de ajedrez, como la composición de la nivola, se desarrolla de acuerdo con unas reglas claras y definidas y, al mismo tiempo, sin un plan preestablecido(42). Necesita desarrollarse, transcurrir, pues solo así comprendemos el sentido de los movimientos. Extraña mezcla de determinismo e imposibilidad de predicción, en la que parece que la torre y el caballo no supieran cómo han de moverse hasta que no trascurre la partida, hasta descubrir que otros movimientos hubieran sido imposibles.
Las piezas son independientes, tienen su modo propio de ser y ser movidas, casi como aquel cilindro de Crisipo(43), que recibe de fuera el impulso, pero se mueve en virtud de su propia forma; y, al mismo tiempo, todo eso ha sido deliberado, en cierto modo construido, o al menos recreado, por los que juegan. El Unamuno que se desvincula del realismo y de la novela tradicional termina por gestar personajes independientes, que sin embargo carecen de libertad. “Advertimos, pues, una de las contradicciones de don Miguel. Por una parte, proclama la independencia de los personajes y, por otra, se la niega, impidiéndoles ser distintos de su creador” (Elizalde, 165). Sería esta una acusación terrible casi para cualquiera. Salvo para quien, como Heráclito, acepta la lucha, la contraposición y hasta la paradoja y la contradicción como constituyentes esenciales de lo real, que con ese mismo lenguaje se intenta mostrar. El personaje es distinto y lo mismo, entramos y no entramos, somos y no somos.
El novelista es como un Dios preñado del mundo, como divinidad neoplatónica que, aunque distinta, permanece en él. Lo creado es la nivola que se sucede y desarrolla como imagen móvil de la eternidad.
Digo, pues, que aleccionado por lo que me ha ocurrido y por lo que a otros ocurre, y huyendo de la especial pesadez que llevan en sí las obras producidas por oviparición, me he lanzado a ejercitarme en el procedimiento vivíparo, y me pongo a escribir, como ahora he hecho, a lo que salga, aunque guiado ¡claro está! por una idea inicial de la que habrán de irse desarrollando las sucesivas (OC, I, 1197).
Por eso, en su obra Cómo se hace una novela, vuelve Unamuno a insistir en la necesidad de novelar nuestra propia vida(44), en la necesidad de entenderla como narración y suprema creación poética, valga la redundancia: “Contar la vida ¿no es acaso un modo, y tal vez el más profundo, de vivirla?” (OC, VIII, 765).
Preguntar cómo se hace una novela es preguntar cómo se hace una vida, cómo se desarrolla y desenvuelve la idea que constituye nuestro ser, ajena a espacio y tiempo. El conocer, como se nos ha indicado, vendrá después, el saber lo que somos, lo que cada uno a sí mismo se cuenta que es. Porque la identidad personal se construye, casi como quería Hume, contando, narrando las distintas representaciones teatrales que fluyen por la conciencia, dando unidad y coherencia a lo que quizá no sean más que funciones inconexas e incoherentes. De ahí la importancia de la memoria como almacén de lo percibido, como lugar en que aún el mundo está presente(45) (y nosotros mismos), como escenario en que tiene lugar la función del mundo. Vivir es narrar, es contarse uno a sí mismo su propia vida. Y que se la cuenten los demás. Y narrar es crear, pues en la obra de Unamuno, como señala Armando Zubizarreta (11), novela y vida están hermanadas en una concepción poética de la realidad.
En definitiva, mediante lo que uno hace descubre lo que es(46). Como si de personajes de ficción se tratase.
No obstante todo lo dicho, y con la intención que hemos mostrado a lo largo de este trabajo de indefinir y hasta de confundir, debemos aludir a un concepto que, en cierta medida, permite a Unamuno matizar el rígido esquema determinista de Schopenhauer(47): el azar. Aun en el caso de que nuestro carácter esté dado de una vez para siempre, que haya sido impuesto por un autor para que desarrollemos un papel, ello no implica que los acontecimientos sean predecibles o previsibles, pues hemos de aceptar la existencia de lo fortuito, accidental, azaroso. El autor, al menos el de novelas, nunca puede controlar absolutamente a sus propios personajes, nunca es dueño de su devenir, por más que desarrolle una idea clara y prefijada; las circunstancias, los detalles, lo inesperado, siempre terminan por surgir.
¡Mi Eugenia, sí, la mía --iba diciéndose--, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la sucesión de estas figuras que forman las nubes de humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo ritmo del mundo, el azar es el alma de la poesía (…) Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes, y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiempo la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encontrar algo? Cuando uno descubre una aparición que buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscarme a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia! (OC, II, 561).
Unamuno siempre fue enemigo de esa tendencia racionalizante que pretende transformar el mundo en algo previsible, cerrado, prefijado, del positivismo que contempla como única posibilidad el conocimiento científico cuya utópica pretensión es la de suprimir el azar por medio de la precisión e infalibilidad(48). La niebla es precisamente el símbolo de lo borroso, de un principio de incertidumbre que no se debe a la imperfección del observador sino a las propias condiciones de la realidad. La vida es nebulosa, confusa, una realidad que se muestra y se oculta al mismo tiempo, que plantea más preguntas de las que responde: “Y dime, Orfeo, ¿qué necesidad hay de que haya ni Dios ni mundo ni nada? ¿Por qué ha de haber algo? ¿No te parece que esa idea de la necesidad no es sino la forma suprema que el azar toma en nuestra mente?” (OC, II, 577)
Tal vez esa estructura causal y ese orden que percibimos en el mundo no sea otra cosa que nuestro único modo de conocerla, una proyección o un esquema que imponemos a una realidad que bien podría ser libre, azarosa, impredecible, incognoscible. Quizá la lógica no sea, como parecía querer el Unamuno de juventud, una característica de lo real, sino el intento humano por iluminar y esclarecer algo confuso, por desvanecer una niebla perenne.