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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.71  Santiago Nov. 2015

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602015000100020 

RESEÑAS

 

Miguel Orellana B.
Enriquecerse tampoco es gratis.

Editorial USACH, Santiago, 2013.

 

Me permitiré hacer un breve análisis, algo más que una reseña, sobre este nuevo libro de Miguel Orellana. Bajo su título risueño, este ensayo contiene una tesis harto seria y hasta terrible, y es que el rápido enriquecimiento experimentado por Chile en las últimas décadas ha tenido un costo, en términos de empobrecimiento intelectual y moral. Los indicadores al respecto pudieron ser más elocuentes, a mi juicio, que los invocados por el autor. Él señala la pérdida de memoria y la escasa reflexividad que muestra el "núcleo dirigente". La premisa mayor del ensayo, dice así: "el verdadero problema es la creciente minus-valoración y el desconocimiento de la historia (partiendo por la propia historia) y la filosofía por parte del núcleo dirigente de las sociedades modernas" (p. 30). Este desprecio por la historia se expresaría, por ejemplo, en el caso chileno, en el desconocimiento y falsificación del verdadero origen de su principal casa de estudios superiores. El autor muestra, con bastantes antecedentes, a mi juicio, que la Universidad de Chile no data de 1843, como se supone, sino que ella es la continuación de la Real Universidad de San Felipe creada hace casi cuatro siglos (1622). Sería, pues, una de las más antiguas del continente, incluyendo la de Harvard, la primera de América del Norte. Se habría forjado, entonces, un "mito bellocéntrico", según el cual, Bello habría sido el "creador" de la Universidad, en circunstancias de que él solo fue su primer rector. Él mismo se refiere en su célebre Discurso de Inauguración, a la "instalación" de la Universidad, y no a su creación (Barros Arana). Señala allí Bello que "la ley… ha establecido la antigua universidad sobre nuevas bases, acomodadas al estado presente de la civilización y a las nuevas necesidades de Chile" (p. 54). ¿Pudo haber dicho la "nueva universidad sobre las antiguas bases"? El autor respondería que no, entre otras razones, porque mantuvo su docencia y "conservó, aunque con nombres distintos, las mismas cinco facultades: Teología, Filosofía, Derecho, Matemáticas y Medicina" (p. 54). La pregunta que surge de inmediato es: ¿Por qué se cambiaron los nombres, si continuaba todo igual? Me parece, sin embargo, que hay una pregunta previa para decidir si la Universidad de Chile no es más que la continuación de la Universidad de San Felipe o si constituye un proyecto distinto o diferenciado. ¿Es suficiente considerar la figura de Bello en relación exclusivamente con la Universidad, cuando su acción se inscribe en un proyecto educativo y legislativo de significado muchísimo más amplio y ambicioso? Al descontextualizar el significado de la actuación de Bello, se limita también el alcance de la tesis central del ensayo, es decir, la del "costo" intelectual y moral de la súbita prosperidad lograda en Chile, pues sugiere que el "menosprecio y desconocimiento de la historia" tiene su expresión máxima o emblemática en el olvido del verdadero origen de su principal Universidad: el corpus del ensayo lo constituye, en efecto, la discusión en torno al mentado "mito bellocéntrico" y el olvido que supone.

Para un hombre ilustrado de mediados del siglo XIX era meridianamente claro que la independencia lograda en los campos de batalla no era más que un primer paso en la fundación de un nuevo Estado nacional digno de ese nombre; Lastarria diría: digno de una nación realmente "libre". Sacudir el tutelaje de la corona española no era a fin de cuentas una tarea tan difícil; de hecho se llevó a cabo en apenas un par de décadas. En cambio, dos siglos de existencia "independiente" no han bastado para dejar atrás en muchos aspectos, la Colonia. Una España debilitada, invadida por el ejército napoleónico, empeñada en su propia "independencia", no podía sostener un imperio de semejantes dimensiones y situado a miles de kilómetros, a pesar de que América, en varios aspectos, ya formaba parte de España.

Bello no era un republicano a carta cabal; fue durante varios años funcionario de la Corona y conoció la Revolución francesa a través de los exiliados haitianos en Caracas: los que lograron escapar de la persecución desatada contra la minoría blanca por la mayoría afroamericana. Le horrorizaba la sola idea de una revolución republicana en América. Cuando invoca "el estado presente de la civilización y las actuales necesidades de Chile" en su ya citado Discurso Inaugural, podemos colegir que se refiere a la necesidad de fundar un nuevo Estado o, si se prefiere, de refundar el antiguo sobre nuevas bases. A mediados del siglo XIX, el Estado nacional era la forma de organización política que se había impuesto en Occidente, de modo que "el presente de la civilización" se refiere sobre todo a eso. Si hemos de comprender en toda su dimensión lo que estaba en juego en la "instalación" de la Universidad, no se puede prescindir de ese escenario, por fundadas que fueran las reticencias que despertara la idea republicana en el mundo hispánico y en el propio Bello. La tan reiterada fórmula –"toda las verdades se tocan"–, significa: "no hay conflicto entre las facultades": la ciencia es una y su verdad se concilia con las verdades de la religión. Esto reviste un significado estratégico: Bello es un político y, en filosofía, un ecléctico; no es teólogo.

Por una razón análoga, es descaminado, a mi juicio, afirmar: "La interpretación de Portales Palazuelos como el artífice de la república autoritaria o conservadora chilena es un anacronismo. Porque dicho régimen se consolidó quince años después de su asesinato en junio de 1837…, a saber, en diciembre de 1851, cuando el ex presidente Bulnes Prieto impuso por las armas como su sucesor al abogado Montt Torres, quien había ganado las elecciones, inaugurando las cuatro décadas de gobierno encabezado por civiles" (p. 53). Atribuir, entonces, a Portales –omito el segundo apellido, que el autor agrega a todos los personajes, incluso a los suficientemente conocidos como Bernardo O’Higgins o José de San Martín–, la condición de artífice de los gobiernos civiles, sería, según el autor, atribuirle "la capacidad de actuar desde ultratumba. La política es un coto de caza reservado a los vivos, a los más vivos de los vivos. Lo demás es cuento" (p. 53). La historia política, en efecto, es un cuento, un relato, que también lo hacen los vivos y lo hacen no solo en función de lo que creyeron hacer los muertos, porque quienes cuentan la historia pretenden saber mejor que los muertos el significado de lo que ellos hicieron. En otras palabras: son los hombres los que hacen la historia, pero no siempre y necesariamente saben lo que hacen.

En todo caso, no se puede omitir el hecho de que Portales, aunque a regañadientes, ordenó elaborar una Constitución Política, la 1833, que rigió casi un siglo, hasta 1925. Es de lejos la más duradera que se haya jamás dictado en Chile. El lector podría verse tentado en este punto a impugnar al autor, lo mismo que él reprocha a los sectores dirigentes: el desdén o la ignorancia de su pasado. Pero: ¿Se trata solo del pasado? ¿Se limita la historia a narrar lo que "ha pasado"? En parte sí, porque no puede prescindir de ello, pero no, en tanto el estudioso atribuye un significado a los hechos, que ellos por sí mismos no poseen: cuenta, en suma, lo que ha pasado pero en vista de intereses y preocupaciones del presente, por ende, del porvenir. Quizá esto se pueda ilustrar con un ejemplo de otro campo: a Galileo suele considerársele como uno de los creadores del moderno concepto de ciencia, y su figura es un emblema de lo que se entiende hoy por un físico teórico. Sin embargo, en más de una ocasión, Galileo defendió sus ideas físicas con nociones cosmológicas, argumentos propios de la philosophia naturalis y de una visión teológica. Eso no hace de él un filósofo de la naturaleza, porque su aporte más significativo, el "núcleo racional" de su teoría, radica en la novedad que representa su saber, no radica en la tradición cosmológica que la nueva ciencia rebate y contradice. Esto vale aun en el caso de que él mismo en sus polémicas y exposiciones públicas hubiera empleado, por motivos políticos o de estrategia discursiva, solo argumentos propios de una filosofía de la naturaleza, porque lo que él inaugura es otra cosa.

Desde este punto de vista, ¿harían bien los historiadores en forjar el "mito portaliano" del "Estado en forma"? He analizado con bastante detenimiento la magnificación de Portales que a mi juicio comporta el concepto de "Estado portaliano" (Alberto Edwards) y sobre todo, cierta errancia conceptual en la tesis del "Estado creador de la nación" (Mario Góngora), pero reconociendo al mismo tiempo el poder hermenéutico de ambos conceptos: por algo es que han penetrado el sentido común. Hay mucho en juego en esas nociones: hay una idea de la historia y una idea de nación. La república quiso crear la nación de sí misma, es decir, de su propio Estado, pretendiendo así borrar el fantasma de la Colonia. En una vena hasta cierto punto similar, Gabriela Mistral se lamentaba: "Para mi patria la Colonia no pasa todavía". La descolonización, en todos los planos, ha sido una obsesión desde hace por lo menos dos siglos. La historiografía conservadora registra esto en la forma de una continuidad disruptiva: el "nuevo" Estado es nuevo porque distinto, pero, a la vez, le da otra forma –republicana– al Estado del antiguo régimen. Esta paradoja define algo muy característico de nuestro siglo XIX y creo que se reitera en el "mito bellocéntrico".

¿Qué hay en juego en ese "mito", que convierte a Bello en el "creador" de la Universidad de Chile? Por de pronto, ese "mito" se inscribe en aquella obsesión, en esa misma recusación del "peso de la noche", del pasado colonial. En Chile se ha forjado un relato de nación –un mito fundacional republicano, si se prefiere– que forma parte de su autopercepción ético-política. En gran medida, la historiografía forjó ese mito, que es funcional por lo demás, a la autoestima nacional. ¿Que nuestra Universidad va para los cuatro siglos de antigüedad? Concedido. Pero ¿toda esta erudición desplegada en torno a la prehistoria de la Universidad se inscribe solo en coordenadas de tiempo y abolengo? ¿Importa tanto que la Real Universidad de San Felipe se apellidara "de Chile" a partir de cierta fecha? ¿Es un indicador de que no hubiera, tampoco en esto, novedad alguna en la Universidad de Chile? Las cuestiones de palabra son muy importantes, pero el autor les atribuye una importancia discrecional. Por ejemplo: no le concede importancia al cambio de nombres de las facultades de la Universidad recién "instalada" o "refundida". ¿Por qué? ¿No indica eso que algo cambió? Es loable el esfuerzo por mostrar que la Universidad de Chile es la continuación del proyecto educativo de la de San Felipe: significa que tenemos una institución comparable en antigüedad con la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con la Universidad Nacional de San Marcos de Lima y la Autónoma de México, y más antigua que Harvard, la primera creada en América del Norte. ¿No llama la atención del autor, que tanto interés muestra en los nombres, que las citadas universidades se apelliden "autónomas" o bien "nacionales"? ¿Desde cuándo se llaman así? Nietzsche se preocupó del porvenir de las instituciones de enseñanza, consideraba propio de una "historia de anticuario" abundar solo en el pasado, salvo cuando están en juego cuestiones sustantivas. ¿No hay algo que aprender al respecto, justamente para combatir la desmemoria y la irreflexión, que con razón denuncia el autor?

 

Marcos García de la Huerta

Universidad de Chile
marcosgh@adsl.tie.cl

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