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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.80  Santiago  2023

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602023000100305 

Reseñas

Pierre Dardot. La memoria del futuro. Chile 2019-2021

Marcos García de la Huerta1 

1Universidad de Chile, Santiago, Chile

Dardot, Pierre. La memoria del futuro. Chile 2019-2021. Madrid: Gedisa, 2023. 235p.

Resumen:

Pierre Dardot ha estudiado detenidamente la historia constitucional chilena de las últimas décadas. En este libro, examina el proceso constituyente iniciado después de la manifestación de octubre de 2019. Es un tema que nos toca de cerca, así que me permitiré hacer algunos alcances que rebasan el marco de una reseña. De hecho, intento esbozar una réplica a la tesis del libro: la continuidad del régimen instaurado con la Constitución del 80. “Lo que está en juego aquí, es la historicidad del trauma como ‘huella psíquica de un suceso trágico’. Sin duda, esta huella vuelve a rondar el presente en octubre 2019” (21). La “historicidad” se refiere a una herida que no logran borrar los años, a pesar de que ya no están en el mundo los protagonistas y muchos ni siquiera habían nacido cuando se produjo aquel fatídico Once. La “historicidad” alude, pues, a una historia sin tiempo, que habla de acontecimientos que la memoria no podrá olvidar jamás.

Pierre Dardot ha estudiado detenidamente la historia constitucional chilena de las últimas décadas. En este libro, examina el proceso constituyente iniciado después de la manifestación de octubre de 2019. Es un tema que nos toca de cerca, así que me permitiré hacer algunos alcances que rebasan el marco de una reseña. De hecho, intento esbozar una réplica a la tesis del libro: la continuidad del régimen instaurado con la Constitución del 80. “Lo que está en juego aquí, es la historicidad del trauma como ‘huella psíquica de un suceso trágico’. Sin duda, esta huella vuelve a rondar el presente en octubre 2019” (21). La “historicidad” se refiere a una herida que no logran borrar los años, a pesar de que ya no están en el mundo los protagonistas y muchos ni siquiera habían nacido cuando se produjo aquel fatídico Once. La “historicidad” alude, pues, a una historia sin tiempo, que habla de acontecimientos que la memoria no podrá olvidar jamás.

La manifestación de octubre 2019, señala Dardot, fue “la irrupción de lo nuevo que, de manera retrospectiva, confiere sentido al pasado, poniendo de manifiesto la continuidad de una política” (14). El apartado siguiente lo encabeza la consigna: “no son treinta pesos, son treinta años”, que el autor parece apadrinar: la “televisión pública recoge testimonios de personas que apoyan el movimiento; todos van en la misma dirección: ‘no podemos más, llevamos así treinta años’”. “Tal conciencia… es de una inmediatez brutal: los 30 pesos revelan el sistema implacable que se perpetúa sin interrupción desde 1989” (14). Si se juzga por los resultados, esos años fueron los de mayores logros del país en su historia: entre 1990 y 2019, se multiplicó por diez el ingreso: llegó a 24.000 p/c, el más alto de Latinoamérica; el índice de pobreza superaba el 50% y bajó al 8,6% en ese mismo período, y la extrema pobreza descendió a un 2,3%. Los estudiantes de la educación superior eran 240.000 en 1990 y llegaron a 1.200.000; la esperanza de vida alcanzó a ser equivalente a la de un país desarrollado y el índice de desarrollo humano, el más alto de América Latina. La desigualdad continuó siendo alta, pero no era la mayor del mundo como se pretendió, manipulando el índice Gini.

Se parte también de un equívoco cuando se afirma que “El parlamento había impuesto límites constitucionales a la actuación de la Asamblea Constituyente incluso antes de su reunión original” (153). Pero no hubo Asamblea Constituyente, solo hubo Convención Constitucional, y esta no tiene poder constituyente: una Convención resulta, justamente, de un convenio. El autor lo sabe ¿Por qué asignarle a aquella un carácter que no tuvo? ¿Renunció a tenerlo? Tampoco: nunca tuvo poder para “decretar el estado de excepción”, diría Carl Schmitt.

La Asamblea francesa de los tres estados (1789) es la forma icónica del poder constituyente; supone una acefalía del Estado, precursora de la abolición de la monarquía, en este caso. En Norteamérica,

el proceso constituyente iniciado por la Convención de Filadelfia (1787) tuvo lugar en el marco de la Construcción de un Estado federal basado en Estados federados que contaban ya con sus propias constituciones. Pero, nada de eso existe en Chile: los poderes fácticos, lejos de ser formas locales de autogobierno, fueron establecidos, todos ellos, dentro del marco legal de la Constitución de 1980. (156)

¿Son “poderes fácticos” o se “establecieron dentro de un marco legal”? Aquí aparecen asimiladas ambas cosas, es decir: se niega toda legitimidad a la Constitución del 80 y, a partir de ahí todos los poderes establecidos han de ser “fácticos”. Pero esa Constitución recibió 59 enmiendas en los quince años siguientes a la Dictadura y, una vez suprimidos los últimos “enclaves autoritarios” –senadores designados y autonomía militar–, el presidente Lagos, en 2005, la firmó y declaró concluida la transición.

De no existir esa firma, ¿significaría que los seis gobiernos posteriores a 1990, entrarían en la categoría de poderes fácticos? El final de la Dictadura no se produjo automáticamente con el triunfo del No en el plebiscito; resultó de un acuerdo, por eso se llamó transición pactada. Se discutió mucho si eso era admisible y se optó por una restauración progresiva de la democracia. No era el ideal, pero ¿hay soluciones ideales en la política? ¿Era posible instaurar, de un día para otro, después de 17 años de Dictadura, una democracia plena, con Pinochet aún en la jefatura del Ejército? En eso consistió la singularidad de ese momento; si alguien hubiera afirmado que la mina de un lápiz podía pesar tanto como la carga de un fusil, le habría tomado por idiota o chiflado.

La idea de una política “en la medida de lo posible” (Aylwin), no le resulta atrayente al autor. Es fácil hacer escarnio de esa frase. Pero si alguien afirma: la política es el arte de lo posible, se acepta sin vacilar esa definición. ¿Cuál es la diferencia?

¡Que lo dijo Aristóteles! El autor rechaza, además, “la actitud conservadora de los partidos de la Concertación” (20). Se refiere a Lagos, desde luego; también a Boric: “su actitud, una vez elegido, puso de manifiesto la idea de política ya subyacente en su aceptación individual del Acuerdo del 15/11/2019; al declarar en su discurso: ‘soy el presidente de todos los chilenos’, asumió la postura típica del concertacionismo, la del político profesional, que prioriza ante todo alcanzar acuerdos” (172) (“yo no seré el presidente de todos los chilenos”: fue la confesión de Salvador Allende, con la que comenzó su calvario).

En opinión de Hannah Arendt, la “solución” al problema del poder constituyente se basa en una separación entre lo político y lo social que presupone que lo político se constituye en y a través de un distanciamiento de todos los intereses sociales. Sin embargo, esta separación es justo lo que el movimiento social en Chile puso en entredicho. (p. 156)

Pero no hay evidencia alguna de esto; si el movimiento social chileno hubiera puesto en entredicho esa separación, tendría que haber sido un movimiento de carácter político o básicamente político. ¿Fue ese el caso? Veamos.

Según la encuesta CERC (Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea) realizada poco antes de octubre, las principales preocupaciones del ciudadano común eran las pensiones, la salud, la educación y la seguridad; la cuestión constitucional figuraba en el 19° lugar de las preferencias. Los dirigentes políticos, con el PC a la cabeza, a pesar de estar en la mira de los manifestantes –que no querían saber nada con los partidos–, se adueñaron de la protesta, se convirtieron en sus jueces y administradores, y lograron instalar la idea que una nueva constitución sería la panacea para salir de la crisis. Pero no había en la ciudadanía ni las pulsiones refundacionales ni los propósitos de reformar el Estado, que los convencionales inscribieron en el texto plebiscitado. Por algo fue tan abrumadoramente rechazado (62%). Sí hubo, desde octubre en adelante, un oportunismo desenfrenado, incluso de parte de dirigentes de la Concertación, ominosamente humillados por los dirigentes de la nueva izquierda, antes y después de incorporarlos al gobierno.

Una manifestación realizada pocas semanas antes, había reclamado: no más AFP; el motivo principal era el monto de las pensiones. También había el temor de que los ahorros no fueran de propiedad individual. Cuando se autorizaron los retiros, la gente se abalanzó a sacar su dinero; se disiparon los temores y buena parte de los fondos: más de 35.000 mil millones de dólares. Aun así, el sistema resistió y pudo sostenerse, gracias a un ahorro acumulado de 170.000 millones de dólares. Cuando Boric accedió al poder, cambió mágicamente la política de retiros del oficialismo: nunca más se autorizó un solo giro. Y quedó en evidencia, que la verdadera intención era quebrar el sistema de pensiones. Si a eso se agregan los intentos de destituir al presidente de la República –en dos ocasiones, mediante acusaciones constitucionales–, se completa el cuadro: de un golpe de Estado blanco. Algunos politólogos le llamaron, festivamente, proceso constituyente-destituyente. Lo cierto es que el único escenario de este plan sedicioso fue el Parlamento y su protagonista principal, el PC; la nueva izquierda le siguió con la docilidad habitual.

La distinción de Arendt entre lo político y lo social es de orden conceptual, no implica separación; por eso ella evita hablar de lo político-social. La afirmación: “el movimiento social en Chile puso en entredicho” esa separación, es gratuita, y contiene un equívoco. No hay tal singularidad en ese movimiento: el autor le atribuye una densidad política que nunca tuvo o, al menos, no manifestó. El rechazo a la política, sobre todo la confrontacional, en la ciudadanía, ha sido característico en este período. Los retiros tuvieron, básicamente, objetivos de consumo: compra de automóviles y electrodomésticos, pago de deudas, vacaciones, etc. A la hora de decidir, entre un sistema de pensiones de “capitalización individual” o uno “solidario”, el 80% se inclinó por el individual.

Arendt ilustra la distinción de lo político y lo social con los casos de la Revolución norteamericana y la francesa; en la primera, la cuestión social estuvo prácticamente ausente, gracias a su riqueza y prosperidad; eso le permitió tomar un cauce propiamente político. En cambio, la pobreza de la plebe en Francia obligó a los dirigentes a ocuparse de la cuestión social: “la revolución perdió el rumbo y desembocó en la Dictadura y el Terror”. Una concatenación análoga se observa en los dos modelos de sociedad política –la griega antigua y la norteamericana del siglo XVIII–, ambas esclavistas. En cambio, el ícono de un movimiento político, sería para Arendt, el afroamericano: no se trataba del “bienestar de los negros” sino de la igualdad y la libertad.

El autor enumera una lista de siete virtudes que tuvo el procedimiento de elección e instalación de la Convención Constitucional: su carácter paritario, la elección por votación popular, una bancada de pueblos originarios, etc. Pero omite los resultados de esa encomiable metodología. Vale la pena recordar algunos: 1) Se negaba el carácter unitario del Estado, reconocido en todas las Constituciones anteriores: 1833, 1925 y 2005. 2) Se afirmaba, en cambio, el carácter “regional” y la “plurinacionalidad” del Estado. 3) Se ratificaba este carácter, mediante la concesión de derechos especiales y exclusivos a los “pueblos originarios”. 4) Se dejaba indefinida la cuestión de ¿quiénes son mapuche? 5) Tampoco se delimitaba su territorio ancestral, el Wallmapu, que abarcaba la Araucanía chilena, seis provincias argentinas y una parte de Buenos Aires, además de partir en dos el actual territorio continental chileno. El mayor rechazo lo obtuvo el proyecto en las provincias de la Araucanía: sobre el 75%. 6) Al reivindicar la vigencia actual del Tauantinsuyo aimara, el proyecto abría conflictos potenciales aún más graves en el norte: ese territorio comprendía gran parte de Bolivia, Perú y el norte de Chile; su reivindicación era enteramente funcional a la estrategia geopolítica boliviana, de recuperación de territorios. En suma: en lo que se refiere a los pueblos originarios, el proyecto se parecía más al borrador de un paper elaborado en un departamento de estudios culturales, que a una constitución política.

“Hay que dar a la imaginación política el lugar que le corresponde” (225), recomienda el autor. Le escuché el año pasado una ponencia en la que, grosso modo, sostenía que la política de hoy ha quedado reservada a las grandes potencias. Cabe preguntar si la amenaza sobre la democracia no constituye de suyo un gran desafío para cualquiera, grande o pequeño; y si la conexión entre violencia y significado quedó zanjada con las revoluciones modernas. Las dos mayores, de signo socialista, conocieron un momento de restauración, que dejó en pie, sin embargo, la estructura del Estado autocrático. Las ideologías que idolatraron el poder creativo de la violencia murieron con ellas y, no obstante, subsiste la resistencia a pensar el fenómeno simétrico: el de la destrucción de la estructura del Estado dictatorial, que se orienta a recuperar la democracia. Eso también requiere de imaginación.

Espero poder abordar con más detenimiento este libro próximamente. Recomiendo sin reservas su lectura.

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