I
Aunque la ciencia no pensara, de acuerdo con la famosa afirmación de Heidegger, no cabe duda que hace pensar a la filosofía, y arduamente: Galileo hizo pensar a Descartes, Newton a Kant, y Freud y Saussure, junto a Einstein y Plank, entre otros, están haciendo pensar a la filosofía contemporánea. La teoría general de la relatividad y la mecánica cuántica han abierto la pregunta acerca de las verdades a priori, si las hay o cuál es su alcance. Hasta el advenimiento de la teoría de la relatividad se asumía que la geometría euclidiana era verdadera a priori. A partir de ahí, cual geometría, la euclidiana o las no-euclidianas, describen el espacio físico, pasó a ser un asunto decidido empíricamente, como lo sostuvo, entre otros, Lobachevskii. En cuanto a la mecánica cuántica, conocidos son los desafíos que plantea a la lógica clásica. El impacto que esto ha tenido en la filosofía se expresa bien en el pasaje donde Willard von Orman Quine, afirmaba en 1951:
[…] no hay enunciado alguno inmune a la revisión. Hasta una revisión de la ley lógica de tercio excluso se ha propuesto como un expediente para simplificar la mecánica cuántica; ¿y qué diferencia hay en principio entre un cambio así y el cambio por el que Kepler sustituyó a Ptolomeo, o Einstein a Newton, o Darwin a Aristóteles? (Quine 2002: 87).
Que no haya enunciados inmunes a la revisión implica asumir la condición falible del conocimiento y la imposibilidad de cualquier forma de fundacionalismo. Sin duda, no podemos revisar a la vez la totalidad del conocimiento, pero valga aquí la imagen de Otto Neurath: estamos en el lenguaje y en el conocimiento como en una embarcación; es posible reparar partes de ella, o ampliarla, sin poder ni tener necesidad de desembarcar. Cabe pensar también que haya conocimientos a priori contextuales, como los llama Putnam, esto es, aprioridad relativa a un cuerpo de conocimiento, como habría sido el caso de la geometría euclidiana en tiempos de la mecánica newtoniana. “Y la tesis de que no hay verdades a priori se convierte en la tesis de que no hay verdades a priori absolutas” (Putnam 1983: 99). Pero los problemas de la aprioridad y de la falibilidad del conocimiento permanecen, y esto supone cuestionar tanto los argumentos ontológicos como trascendentales.
Habermas ha caracterizado el contexto falibilista-post-fundacionalista del pensamiento contemporáneo como sigue:
El caso es que el pensamiento […] no permite abrigar ni esperanzas ontológicas de conseguir teorías substantivas de la naturaleza, la historia, la sociedad, etc., ni tampoco las esperanzas que abrigó la filosofía trascendental de una reconstrucción apriórica de la dotación trascendental de un sujeto genérico, no empírico, de una consciencia en general (Habermas 1987: 16-17) 1 .
Se da el caso, no obstante, de un grupo de filósofos que asume una concepción postfundacionalista argumentada ontológica y trascendentalmente a priori, reunidos en la llamada “izquierda heideggeriana”, cuyo concepto clave es la diferencia ontológica introducida por Heidegger, junto a otros que le están asociados como acontecimiento, momento, indecidibilidad. Oliver Marchart analiza el enfoque general y las distintas versiones de la izquierda heideggeriana, en una obra orientada a “dar cuenta de un ‘fundamento’ (grounding) político del pensamiento post-fundacional” (Marchart 2009:
15), la que tomamos como referencia en este artículo.
Es importante recordar que ambos términos, ontológico y trascendental, se alejan, en la obra de Heidegger de la concepción tradicional. El término ontológico apunta a la diferencia de ser y ente, a una interpretación de este último que le permite aparecer, al tiempo que se oculta en ese aparecer, como claro (Lichtung) y con posterioridad como acontecimiento (Ereignis). A su vez, el término trascendental aparece calificado como “cuasi” en la izquierda heideggeriana, lo que quiere indicar, por una parte, que las condiciones de posibilidad son, igualmente, condiciones de imposibilidad 2 , pero, más importante, el “cuasi”, de acuerdo con la versión de Marchart, apunta a la relación histórica de lo ontológico con lo óntico, o en lenguaje heideggeriano, del acontecimientoy el momento.
Del mismo modo, desde la perspectiva de Heidegger, Marchart distingue el postfundacionalismo del antifundacionalismo. Este último como reverso del fundacionalismo comparte el mismo horizonte teórico. A diferencia del antifundacionalismo, el postfundacionalismo no supone la ausencia absoluta de fundamentos, pero sí de un fundamento último, lo que implica, por una parte, la existencia de fundamentos contingentes, y por otra de un “un abismo que es el fundamento: el fundamento funda en tanto abismo.” (Heidegger citado por Marchart 2009: 34).
A continuación quisiera sostener que el postfundacionalismo de la izquierda heideggeriana, argumentado trascendental y ontológicamente, implica teorías sustantivas a priori ‒para usar la expresión de Habermas‒, acerca del origen, la historia, la agencia, el acontecimiento, la decisión, desmintiendo su pretensión se suministrar un “fundamento abisal”.
Digamos, para empezar, que no hay ninguna ambigüedad en la caracterización que hace Marchart en relación con el punto de vista ontológico y trascendental a priori de los argumentos postfundacionalistas de la izquierda heideggeriana. Valga este extensa cita:
En tanto que la ‘hipótesis clásica’ concibe la imposibilidad de totalización o fundamentación de una manera empírica, la hipótesis posclásica la concibe de una manera cuasi-trascendental [énfasis agregado]. El fundamento último de un sistema no es imposible porque éste sea demasiado plural y nuestras capacidades demasiado limitadas, sino porque hay algo de un orden diferente, algo faltante que hace posible a la pluralización misma, al hacer imposible la realización final de una totalidad. En consecuencia la ‘hipótesis posclásica’ supone que el status ontológico [énfasis agregado] de esta imposibilidad de un fundamento último debe ser más fuerte que el status de cualquiera de los múltiples y contingentes fundamentos establecidas a través del proceso de fundar. ¿Por qué ello es así? Afirmar la imposibilidad de un fundamento último, del ‘fundamento’, implica afirmar algo que es una verdad necesaria para todas las fundaciones empíricas [énfasis agregado], pues si fuera de otro modo ‒si no todas las fundaciones estuvieran imposibilitadas de devenir ‘fundamento’‒ se podría considerar entonces la posibilidad de que algunas fundaciones se convirtieran en ‘fundamento’. (Marchart 2009: 33).
Ahora bien, la diferencia ontológica, tal como es planteada por Heidegger supone la preeminencia del ser sobre los entes, preeminencia reforzada, si cabe, a partir de la llamada Kehre y el giro desde el sentido del ser a la verdad del ser que esta introduce 3 . La interpretación del ser de los entes es epocal, hay una interpretación del ser en la cual los entes se encuentran históricamente, y esa interpretación no es revisable desde lo óntico: “El destino del ser [Seyn] pasa por alto a los pensadores” (Heidegger 2016: 32). La historia del ser decide qué y cómo son los entes en las distintas épocas y, de acuerdo con el mismo Heidegger, qué y cómo son los entes define su esencia. De modo que se puede sostener la tesis de que hay en Heidegger un esencialismo epocal que se expresa semánticamente como lenguaje de la metafísica en la historia de Occidente.
En el pensamiento político la diferencia ontológica se expresa como diferencia de lo político y la política. Lo político apunta a la dimensión ontológica, a la institución/destitución de lo social, mientras que la política es el término reservado para las prácticas convencionales “ónticas”, los intentos instituyentes, siempre fracasados, de dar un fundameto a la sociedad. ¿Cómo elabora Marchart la relación de lo político y la política, en la estela de Heidegger? De modo totalmente consecuente con el pensamiento de este no deja lugar a dudas sobre la necesidad de “una brecha radical entre lo óntico y lo ontológico que es preciso postular a fin de dar cuenta de la pluralidad en la esfera óntica” (Marchart 2009: 30). ¿Cómo se manifiesta esa brecha radical en la historia? O dicho de otro modo, ¿cómo se manifiesta en lo óntico la brecha con lo ontológico, en este caso, de la política con lo político? Marchart recurre al modo en que Derrida establece la relación de la historia de la metafísica y la destrucción de la historia de la metafísica en su famoso artículo La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas. Derrida pregunta ahí: “¿Dónde y cómo se produce este descentramiento como pensamiento de la estructuralidad de la estructura?”. Señala que sería ingenuo atribuirlo o referirse al nombre de algunos autores y que dicho descentramiento “[…] forma parte, sin duda, de la totalidad de una época, la nuestra, pero ya desde siempre empezó a anunciarse y a trabajar (Derrida 1989: 385-386). Anota Marchart:
Así, pues, encontramos en Derrida una descripción binaria del acontecimiento de ruptura dentro del fundacionalismo: por un lado se describe esa ruptura como una parte de la totalidad de nuestra época ‒algo parecido al cambio de paradigma vigente dentro del fundacionalismo‒, y por otro, como un momento que siempre ha estado allí [énfasis agregado]. Se anuncia aquí la posibilidad de describir un cambio de paradigma sin restringir de una manera histórica los momentos de aparición de tales acontecimientos a nuestro propio tiempo. [Énfasis agregado]. (Marchart 2009: 31).
Marchart asume en lo que llama “el momento de lo político” tres elementos: el primero indica la especificidad de la política, el segundo su autonomía y tercero, que lo político asume primacía sobre lo social, dada la falta de fundamento de este. Dichos elementos, la autonomía, diferenciación y primacía de lo político sobre lo social aparecen, por una parte, en la historia. Siguiendo a Koselleck y su historia conceptual, vincula la aparición del concepto de “lo político” al siglo que media entre 1750 y 1850, el que correspondería a un cambio de horizonte en el cual las palabras adquirieron nuevos sentidos. Habría cuatro criterios que explican ese cambio de sentido de las palabras, de acuerdo con el análisis de Koselleck que sigue Marchart: democratización, mediante el cual los conceptos políticos llegan a ser accesibles a sectores más amplios de la población, con la aparición de periódicos, revistas, etc.; simultáneamente, ocurre una temporalización de las categorías, que pierden su carácter estable, capturando experiencias procesuales, como progreso e historia; ideologizabilidad, lo que significa que, como resultado de lo anterior los conceptos mismos cobran mayor importancia y asumen significados más abstractos; y politización, en los que estos llegan a estar progresivamente involucrados en relaciones de conflictividad y antagonismo.
¿Cómo entender la no restricción a la historia de la aparición del acontecimiento? De acuerdo con lo anterior, el momento corresponde a la espacialidad-temporalidad del acontecimiento, al “entretanto” en el cual el acontecimiento ocurre, a “la localización del hombre, quién se haya ‘apropiado’ (enowned) por el acontecimiento […] a esas instancias en las cuales el carácter abisal de lo social ‒la contingencia de sus fundamentos mismos‒ emerge y es reactivado o ‘actualizado’ (enacted) por la práctica política y teórica” (Marchart 2009: 39).
Comenzamos a visualizar las implicaciones que la “brecha radical entre lo óntico y lo ontológico”, la diferencia ontológica, tiene cuando se la pone como paradigma de la diferencia política: las prácticas teóricas y políticas solamente pueden “enacted” algo que “ya está allí”, algo que “trabaja desde siempre”, según la expresión de Derrida. “Enacted” es la expresión adecuada para esa relación. Significa: “1. to make into an act or statute: to enact a new tax law. 2. to represent in or as if in a play or the like; act the part of” (Webster American Dictionary). 4
De modo que, sin ambigüedad alguna, “la no restricción de la aparición del acontecimiento a la historia” significa que las prácticas teóricas y políticas solamente pueden promulgar o representar, no producir, ni hacer; la agencia de las prácticas
está cancelada hasta tal punto que ni siquiera pueden promulgar o representar algo que sea conocido; eso que “siempre ha estado allí” o “desde siempre” no es accesible onticamente 5 . Solamente después de que algo ha emergido en el acontecimiento puede ser reconstruida la sucesión cronológica de su ocurrencia histórica 6 .
Marchart pasa revista a las versiones de Jean Luc Nancy, Claude Lefort, Alain Badiou y Ernesto Laclau de la izquierda heideggeriana. Señalemos que la inclusión de Claude Lefort en ese listado es manifiestamente inadecuada. Como el mismo Marchart lo señala, Lefort sigue a Maurice Merleau-Ponty, y este se aleja de Heidegger, optando por una concepción pragmática y no epocal de la relación de ser y ente, como la “unión de la filosofía y la historia” (Merleau-Ponty 2006: 36 y ss.) 7 . A su vez, la perspectiva pragmática de Lefort queda de manifiesto en el siguiente pasaje:
Si intentamos concebir otro modo de relación con lo político, debemos empezar por reconocer que su figura se está esbozando ante nuestros ojos. Por eso, la primera tarea no es inventar, es interpretar, elevar a la reflexión una práctica [énfasis agregado] que ciertamente no es muda pero que, por necesariamente difusa, ignora su alcance en la generalidad de lo social y de la que por naturaleza no pueden extraer su verdad aquellas formaciones políticas que sólo se dedican a usarla y, en parte, y no sin éxito, a desarmar (Lefort 2004: 207). 8
Marchart afirma, refiriéndose a la posición de Lefort: “De modo que lo que resulta es un quiasmo o entrelazamiento entre la política y lo político en lugar de su ‘distinción’ o incluso su oposición. La política y lo político se encuentran, pues, en una relación de reversibilidad” (Marchart 2009: 134).
Como vengo argumentando, esa relación entre la política y lo político no equivale a la diferencia ontológica tal como la entiende Heidegger; para éste, lo óntico y lo ontológico no son reversibles. Baste una cita, entre muchas, para mostrarlo: “El tipo de historia de la historia de lo Ser se determina evidentemente por la manera como Ser acontece, y sólo de esa manera; esto quiere decir, según lo expuesto anteriormente, por el modo como Se da Ser” (Heidegger 2003: 281). Igualmente, el “siempre ha estado allí” o el “desde siempre” excluyen la reversibilidad de lo político y la política, en la versión del enfoque cuasi-trascendental que postula Marchart siguiendo a Derrida.
La reversibilidad de lo político y la política tiene, a lo menos, dos consecuencias en el pensamiento de Lefort, dos aperturas, diríamos: en primer lugar; como lo dice explícitamente, no busca fijar la esencia de lo político, su intención no es “prejuzgar los límites de la política”, sino […] consentir una exploración cuyos caminos no son conocidos previamente” (Lefort 1986: 7). Y, en segundo lugar, se niega a concederle omnipotencia a poderes que restringen las libertades en democracia, tales como el capital (Marx), el Estado (Tocqueville) o la tecnología (Heidegger). Desde la sociedad civil y bajo una exigencia indefinida de libertad pueden afirmarse movimientos antagónicos a esas formas de dominación.
La inclusión de Lefort en la izquierda heideggeriana es índice de un punto ciego que le impide ver a Marchart la encrucijada de aceptar, con Heidegger, que la historia de lo político es ontológica, con lo que se la saca de la agencia y se la relega a fuerzas o procesos anónimos, como la historia del ser, o asumir que lo político tiene una dimensión de agencia óntica que no puede ignorarse, como en Merleau-Ponty y Lefort, con lo que colapsa la diferencia ontológica en sentido heideggeriano.
Dicho punto ciego se vislumbra, entre otros, cuando Marchart, después de haber explicitado la necesidad de la “brecha” entre lo político y la política, asumiendo el concepto de cuasi-trascendentalidad, se refiere al desplazamiento de la política en las sociedades contemporáneas: “El desplazamiento de la política sólo puede evitarse poniendo lo político en el centro de la escena, es decir, respaldando la prioridad de lo político frente a la sociedad y a lo social, y dando espacio al juego entre la política y lo político sin subsumir a ninguno de ellos bajo el otro” [énfasis agregado] (Marchart 2009: 213-214). Como he argumentado, la diferencia ontológica heideggeriana como paradigma de la diferencia política difícilmente puede dejar de subsumir la política en lo político, como veremos ocurre en las obras de Nancy-Lacoue-Labarthe y Laclau, respectivamente. Y si bien en Badiou lo político es pensado como una limitación de la política, la que no puede corresponder a algo homogéneo y es siempre singular, su enfoque ontológico cierra, en su caso, como veremos, igualmente el significado de la política como corte-acontecimiento retrospectivo indecidible.
II
En los trabajos de presentación del Centro de investigaciones filosóficas sobre lo político, Phillipe Lacoue-Labarthe y Jean Luc Nancy (2000 y 2012) se plantean tres cuestiones: 1) acerca de lo filosófico y de la relación de filosofía y política; 2) sobre el totalitarismo; 3) respecto a la retirada de lo político, cuestiones, como veremos, estrechamente vinculadas.
La primera cuestión dice relación con la “co-pertenencia esencial de lo filosófico y lo político.”, la cual remite al “envío” griego que definiría a la Edad Moderna:
Dicha implicación recíproca de lo filosófico y lo político (lo político no es exterior o anterior a lo filosófico, tanto como lo filosófico no es, en general, independiente de lo político), dicha implicación recíproca no se refiere solamente, para nosotros, siquiera bajo el modo de la “historialidad”, al origen griego ‒o a un atajo a la polis sofística y su garante, el anthropos logikos. Se trata, en realidad, de nuestra situación o nuestro estado: queremos decir, en el aprés-coup mimético o memorial del “envío” griego que define la era moderna, la efectuación y la instalación de lo filosófico como lo político, la generalización (la mundialización) de lo filosófico como lo político ‒y por eso mismo, el reino absoluto o la “dominación total” de lo político (Lacoue-Labarthe, Nancy 2012: 54).
A través del ideal o de la idea de la polis, la Época Moderna se remite al origen griego y se asegura como sujeto de su historia, y como historia del sujeto. Lacou-Labarthe y Nancy identifican “lo filosófico” con la metafísica, esto es, con una estructura históricasistemática denominada Occidente, reservando el término “filosofía” para las distintas tematizaciones dentro de un campo que las desborda e introducen una distinción equivalente para distinguir “lo político” de “la política”.
El tránsito a la segunda cuestión apunta a que lo político podría caracterizarse igualmente, con Heidegger, como “la técnica”, pero Lacou-Labarthe y Nancy prefieren llamarlo “totalitarismo”, el que constituiría el “horizonte insuperable de nuestro tiempo”. Distinguen dos acepciones de totalitarismo; el primero, más restringido, tematizado especialmente por Arendt y Lefort, manifiesto en los regímenes fascista, nazista y estalinista, consistente en tentativas de re-substancialización, re-organización o reencarnación del cuerpo político, el que sería una respuesta a la crisis de la democracia. Por otra parte, habría que preguntarse si una forma más insidiosa, “más suave” de totalitarismo no se ha instalado a nuestras espaldas, bajo la técnica y el rendimiento, si reencarnaciones subrepticias del cuerpo político no se están produciendo a través de la homogeneidad del sufragio y la fabricación forzada de consensos, una respuesta interna a la crisis de la democracia, un “totalitarismo de crisis”.
Dicho totalitarismo de crisis se expresa en que lo político, tal como domina actualmente responde a una retirada de lo filosófico y de lo político, correspondiente a una clausura, lo cual quiere decir, a un acabamiento y a una coacción, a una delimitación a la vez infranqueable. Lo que hoy día se acaba y no termina de acabarse es el discurso ilustrado, progresista de una reapropiación del hombre en su humanidad, la escatología laica y profana, en otras palabras, el discurso de la revolución. Ya se sabe qué significa el deseo de una transparencia social, las utopías de la homogenización, las esperanzas vinculadas a una dirección ilustrada. La retirada de lo político, paradójicamente se expresa como “todo es político”, con lo que pierde toda especificidad. En línea con Arendt, la retirada de lo político se vincula a tres fenómenos fundamentales: 1) la victoria del animal laborans, el hombre definido como trabajador o productor; 2) el recubrimiento del espacio público por lo social; 3) la pérdida de la autoridad como elemento distintivo del poder. Estos tres fenómenos serían expresión de la disolución de toda trascendencia y alteridad.
Lo que se retira es, pues, lo político como una alteridad específica. No se trata, por cierto, de recuperar la trascendencia en retirada “sino preguntarse cómo la retirada impone que se desplace, se reelabore y se reintroduzca el concepto de ‘trascendencia política’” (Lacoue-Labarthe, Nancy 2000: 41). La alteridad en retirada está compuesta de tres elementos: 1) de la articulación del poder como potencia material y coercitiva sobre la autoridad como trascendencia; en palabras de Bataille, “la articulación del poder ‘homogéneo’ del Estado sobre la autoridad ‘heterogénea’ de lo sagrado”; 2) de la relación de la comunidad con una inmortalidad que le sea propia en este mundo, en palabras de Arendt: “el espacio destinado a asegurarles una inmortalidad a los hombres mortales”; 3) de una relación de la comunidad consigo misma donde ésta pueda presentarse o representarse su ser-común en cuanto tal, en palabras de Lefort; “la manifestación de lo social para sí mismo”.
No obstante, para Nancy, Mayo del 68 anuncia no solamente el fin de las concepciones del mundo sino del trazado de horizontes, la determinación de objetivos y la previsión operativa, en definitiva el fin de la historia o “ya no una historia en la cual fuésemos sujetos, sino una historia que nos sorprendiera y nos arrebatara” (Nancy 2009: 65); no ya una historia preformada como progreso y razón. Dicho anuncio es un acontecimiento, y “un acontecimiento sorprende o no es un acontecimiento”.
En estas condiciones, el acontecimiento no sería algo que está más allá de lo conocible y lo decidible ‒y como tal reservado al más allá del decir y al más allá del saber de una negatividad mística. No es una categoría, ni una super-categoría, distinta del ser. Más bien es, en el mismo ser, la condición necesaria para categorizar el ser: para decirlo, para pretenderlo, para interpelarlo a la altura de la sorpresa de su sobre llegada (Nancy2006: 182-183).
Ernesto Laclau sostiene la “posibilidad de generalizar el uso de categorías lingüísticas para diversos niveles de organización social”. (2004: 192). Todas las prácticas son discursivas y consisten en la articulación de una pluralidad de significantes flotantes en una totalidad estructurada, los cuales, sin embargo, no logran ser totalmente incorporados a la misma. El discurso es un intento siempre fracasado por dominar el campo de la discursividad, las prácticas articulatorias establecen puntos nodales que fijan parcialmente el sentido de los elementos flotantes. La transición de los “elementos flotantes” a “momentos” de una estructura nunca es completa, de ahí el constante desbordamiento de todo discurso y la apertura de lo social. El antagonismo y la subversión de lo social se llevan a cabo a través de la relación de equivalencia de las diferencias, las cuales son anuladas y pasan a expresar algo idéntico a todas ellas. Las diferencias y la positividad de los objetos de otras formas discursivas son negadas y dan lugar al conflicto y a la negatividad; cualquier posición en un sistema de diferencias puede constituirse en antagonismo. Pero ni la diferencia ni la equivalencia logran estabilizarse como tales, en la medida que coexisten como subversión recíproca, y eso implica que, aunque la sociedad no es posible, tampoco es imposible.
Hay tres conceptos dentro de este enfoque semiológico-ontológico ‒en la propuesta de Laclau que afirman el carácter hegemónico de lo político, esto es, como antagonismo, como conflicto entre “nosotros y ellos”. En primer lugar, asume una
concepción excluyente de razón y retórica o, dicho de otro modo, la razón es pensada como algoritmo imposible, tomando la retórica su lugar como lo otro de la razón, como fuerza. Dice Laclau: “Pienso que he demostrado en ese trabajo que la persuasión, precisamente porque nunca está presente un argumento que tendría que ser aceptado algorítmicamente, implica, si se quiere, un elemento de fuerza” (entrevista en Worsham & Olson 1999: 5).
En segundo lugar, piensa la relación universal-particular como “contaminación”, esto es, el único modo de presentarse lo universal es a través de un particular que toma su lugar, sin perder ese carácter, en una cadena de equivalencias, lo que también implica fuerza.
Si lo concreto siempre contamina lo abstracto ¿no ocurre entonces que un particular que se afirma como universal, lejos de ser un caso especial limitado al Terror jacobino, pasa a ser un rasgo de toda vida social, de modo tal que el antagonismo, tal como hemos mantenido siempre, es un rasgo inerradicable de lo social? (Butler, Laclau, Zizek 2004).
En tercer lugar, consistentemente con lo anterior, sostiene que una decisión no puede ser resuelta a través de un algoritmo, toda decisión es auto fundada, no depende de ninguna determinación estructural, es un fiat y el sujeto es la distancia entre la indecidibilidad de la estructura y la decisión. “Pero esa decisión puede ser solamente hegemónica, esto es, que está a) auto fundada; b) es excluyente, en cuanto implica la represión de decisiones alternativas […]” (Laclau 1996: 62).
Alain Badiou muestra claramente su filiación heideggeriana; piensa igualmente que la época de la metafísica ha llegado a su clausura y que la cuestión ontológica es la que sostiene a la filosofía, siendo la matemática, como una teoría pura de lo múltiple, la ciencia del ser en tanto ser.
Para Badiou “una exigencia fundamental del pensamiento contemporáneo es acabar con la ‘filosofía política’” (Badiou 2009: 17). Ésta, de acuerdo con su concepción, es un programa que tiene a lo político como un dato objetivo, invariante, y se propone remitir su pensamiento al registro de la filosofía, esto es, reducir la política no a lo real subjetivo de los procesos organizados y militantes, sino al juicio de un espacio público en el cual no cuentan más que las opiniones. Para él solo hay políticas irreductibles las unas a las otras, las cuales no componen ninguna historia homogénea.
Asistimos a una retirada y una ausencia de lo político y a una “liberación de la política, cuya movilidad, inscripta en el pensamiento de Maquiavelo y Lenín, se encontró sojuzgada filosóficamente por la esencialidad reconstituida de lo político.” (Badiou 1990: 9). Con lo político emprende la retirada la ficción de una medida, esto es, su representación a partir de los conjuntos sociales; la política no está encadenada a lo social, más bien, hace excepción de lo social.
Democracia y totalitarismo son, para Badiou, dos versiones de la ficción de lo político bajo las categorías del lazo y la representación. Democracia y totalitarismo son las dos forma en las cuales se cumple, pese a su aparente oposición, el auge de lo político. La tarea primera es orientarse hacia la política y eso implica liberarse del lazo, “hay que efectuar, práctica y teóricamente, la desfijación, desficcionalización (defixión) de la política como lugar comunitario o relación” (Badiou 1990: 13). O liberar la política de la tiranía de la historia para restituirla al acontecimiento tomado en su azar, donde reside su esencia. La verdad de la política está en el punto de un “hay” acontecimiento-corte y no en un lazo.
El contrapunto es aquí Arendt, para quien la verdad no es una categoría de la esfera política. Para Badiou, una política que promueve el pluralismo de las opiniones y excluye la verdad no puede sino ser expresión de una política parlamentaria. El parlamentarismo como el único modo de la política encubre el régimen de lo Uno, que combina la eficiencia económica con el consenso popular. La política no debe confundirse con la política tecnologizada de hoy, con el control burocrático del Estado.
Ahora bien, la existencia de una verdad está suspendida a la ocurrencia de un acontecimiento que es decidido en una intervención retroactiva. En la medida que la política escapa a la representación, toca lo Real: el tiempo de la política es el futuro anterior, una suposición de lo que ha podido acontecer en el pasado y la organización política significa organización del futuro anterior. De acuerdo a Badiou, Pablo desempeñó en el cristianismo un papel semejante a Lenin en el bolchevismo, una intervención retrospectiva que decide un acontecimiento y una verdad a la cual la política debe fidelidad.
Por cierto, Cristo es predicho, pero el “Ha sido predicho” sólo se muestra por la intervención que decide que ese hombre torturado, Jesús, es propiamente el Mesías-Dios. Apenas tomada esa decisión de intervención, todo queda claro y la verdad circula en toda la extensión de la situación, bajo el emblema que lo nombra, la Cruz. […] Es necesario confiarse al acontecimiento del que se extrae en el corazón de su vacío ‒la escandalosa muerte de Cristo, que contradice todas las figuras de la gloria del Mesías‒ el nombre provocador. […] El milagro es, entonces, lo único que testimonia, por la creencia que se otorga, que uno se rinde al azar consumado del acontecimiento y no a la necesidad de la predicción (Badiou 1999: 243).
En este pasaje quedan articulados los conceptos fundamentales a través de los cuales Badiou piensa la política: decisión-intervención en un futuro anterior, acontecimiento, verdad, nombre, fidelidad.
El pensamiento no representativo produce efectos mediante la interrupción de una cadena de representaciones, una interpretación-corte hipotética que perfila un síntoma. La ruptura con las representaciones supone una hipótesis sobre la existencia de una verdad que circula sin estar representada, donde se revela que se toca lo Real. No es del orden de la legitimidad sino de la consecuencia y la alternativa despotismo o libertad no le es esencial y no se demuestra más que por la prueba inverificable del acontecimiento, cuya decisión viene a ser desde el punto de vista de lo indecidible. Es una hipótesis acerca de una capacidad que instituye retrospectivamente al sujeto en el proceso mismo de su existencia, Cristo, el proletariado, la multitud, etc. “Un pensamiento dialéctico tiene entonces que abrir una brecha en el dispositivo de saber (representaciones), cuando se topa con un contrafuerte sintomático, que él interpreta en el régimen de una hipótesis de capacidad en la que se revela el après-coup de un sujeto” (Badiou 2009: 61).
Badiou se opone a toda concepción consensual de la política, puesto que el acontecimiento nunca es compartido, a pesar de que la verdad que se infiera de él sea universal, dado que el reconocimiento como acontecimiento es producto de una decisión. “Una política es una fidelidad azarosa, militante y siempre parcialmente incompartida, por la singularidad del acontecimiento, bajo una prescripción que sólo se autoriza a sí misma”(Badiou 2009: 26). Ahora bien, la universalidad de la verdad política no es legible sino retroactivamente bajo la forma de un saber desde el punto de vista de sus actores. La política es en su ser un pensamiento, lo que excluye todo recurso a la distinción teoría-práctica. El “hacer” política es la prueba simple y pura de un pensamiento y de su localización.
La política empieza con la fidelidad a los acontecimientos en los cuales las víctimas se pronuncian, manifestada como una decisión atada solamente por una hipótesis, la hipótesis de la no-dominación. “El compromiso político no es inferible de ninguna prueba, ni tampoco efecto de un imperativo. No es deducido ni prescripto. El compromiso es axiomático” (Badiou 2009: 52). La justicia, la máxima política igualitaria no puede ser definida, no es un objetivo de la acción, es un axioma. “No hay política ligada a la verdad sin la afirmación –afirmación que no tiene ni garantía ni prueba– de una capacidad universal para la verdad política” (Badiou 2009: 79). Así, la política toca la verdad en la medida que se funda sobre el principio igualitario de una capacidad para discernir lo justo, y “justicia” no es más que la palabra ‒el nombre‒ mediante la cual una filosofía trata de capturar el axioma igualitario inherente a una política verdadera.
Si la existencia de un Estado de Derecho, esto es, de reglas, constituye la esencia de la categoría política denominada democracia, esto quiere decir que la democracia no tiene ninguna relación intrínseca con la verdad. La democracia occidental que es, en realidad capital-parlamentarismo, no aspira a verdad alguna y desde el punto de vista filosófico corresponde a estados relativistas y escépticos. Badiou no deja de observar que lo mismo no vale para los Estados socialistas burocráticos. Sin defender esos Estados, cabe establecer que la identificación de esos con la política de clase no tenía como consecuencia anular la función de verdad de la política. “Dichos estados eran compatibles con una filosofía para la cual la política es uno de los lugares donde la verdad procede” (Badiou 2006: 60).
III
Podemos sostener, a partir de lo anterior, que la “brecha radical” entre lo político y la política implica un esencialismo y, en consecuencia, un fundacionalismo no confesado, el que se revela en que la política no puede definir lo político, que permanece congelado o determinado ontológicamente, lo cual no deja de ser paradójico: “El totalitarismo, horizonte insuperable de nuestro tiempo”(Lacoue-Labarthe-Nancy); “el antagonismo es un rasgo inerradicable de la vida social” (Laclau); “una política es una fidelidad azarosa, militante y siempre parcialmente incompartida, por la singularidad del acontecimiento, bajo una prescripción que sólo se autoriza a sí misma” (Badiou). Aun cuando la determinación ontológica se invierte en el caso de Badiou, donde la política es tal en la medida que introduce un acontecimiento-corte y la libera de la tiranía de la historia y de lo político, las consecuencias son similares: la brecha permanece, la política queda ahora definida a priori, de modo equivalente a lo político en las versiones de Lacoue-Labarthe-Nancy y Laclau.
Si bien estos filósofos comparten la diferencia ontológica heideggeriana, por otra parte, es evidente su adscripción a distintas ontologías, bien analizadas por Marchart. Lacoue-Labarthe y Nancy están más cerca de Heidegger y de su ontología del origen y del cierre-clausura epocal; Laclau asume una ontología semiótica de filiación derridiana; Badiou, está bajo la influencia de Lacan y del concepto de Lo Real como aquello no simbolizable que se abre paso como un acontecimiento inesperado, incalculable y azaroso. La pregunta que cabe frente a esas y otras opciones ontológicas es ¿cómo posicionarse frente a ellas? ¿Cómo optar por una más que por otras?
Se aplica a esas ontologías lo que sostiene Putnam en relación con las matemáticas y la ética:
Veo el intento de proveer una explicación ontológica de la objetividad de las matemáticas como, en efecto, un intento de proveer razones que no son parte de las matemáticas para la verdad de las afirmaciones matemáticas y un intento de proveer una explicación ontológica de la objetividad de la ética como un similar intento de proveer razones que no son parte de la ética para las afirmaciones éticas, y veo ambos intentos como profundamente equivocados (Putnam 2004: 3).
¿No hay en la reversibilidad de la política y lo político a la que alude Marchart, sin terminar por asumirla, una indicación que apunta más bien a la pragmática? La reversibilidad de la política y lo político tiene dos consecuencias inmediatas: 1) el filósofo y la teoría dejan de tener la palabra, no pueden establecer el significado de lo político o de la política, lo que, en consecuencia, 2) da lugar a un pluralismo no constreñido por una brecha ontológica. Si hay reversibilidad, las prácticas políticas van estableciendo qué es lo político o la política, correspondientes a una sedimentación temporal, transformada o reproducida por las prácticas actuales, las que vuelven momentáneamente a sedimentarse.
¿No es esa una forma del círculo hermenéutico, cancelado ontológicamente por el imperio del origen, del cierre epocal o semiológico y del acontecimiento como promulgación y representación, o del azar-acontecimiento? El círculo hermenéutico ¿no hace ver lo innecesario del “fundamento” ‒puesto entre comillas, y con todas las cargas que arrastra‒, de la falta de fundamento? ¿No hay un gesto fundacionalista al sostener que “si no todas las fundaciones estuvieran imposibilitadas de devenir ‘fundamento’‒ se podría considerar entonces la posibilidad de que algunas fundaciones se convirtieran en ‘fundamento’”? (Marchart 2009: 33, ya citado). La necesidad de imposibilitar que las fundaciones contingentes devengan el fundamento deriva de la posibilidad que la ontología abisal pudiera ser desplazada por una ontología fundacionalista Pero desde la pragmática ese desplazamiento no es una posibilidad y, por tanto, su imposibilidad no necesita ser “fundada”.
De modo que la reversibilidad de la política y lo político ‒que implica no subsumir una en lo otro, como bien lo dice Marchart, sin hacerse cargo de la afirmación‒, supone salir de la ontología transitando a la pragmática, conceptualizada con distintos matices por Merleau-Ponty, Gadamer y el segundo Wittgenstein. Para estos filósofos las prácticas son autorreferentes, ellas mismas van estableciendo su significado, llámense actos de expresión, juegos de lenguaje o conversaciones.
A eso habría que agregar el modo en que las prácticas se relacionan con la agencia, el que está muy bien expresado por Saussure.
Es en el habla donde se encuentra el origen de todos los cambios: cada uno de ellos es lanzado primero por cierto número de individuos antes de entrar en el uso. […[ Pero no todas las innovaciones del habla tienen el mismo éxito, y mientras sigan siendo individuales, no hay que tenerlas en cuenta, dado que nosotros estudiamos la lengua, sólo entran en nuestro campo de observación en el momento en que la colectividad las acoge (Saussure 1995: 138).
Cabría decir, entonces, que ‒al menos en una de sus acepciones‒ el acontecimiento es el momento en que las prácticas acogen una transformación puesta en movimiento por la agencia de algunos individuos, que es el significado eminente de la política.