SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue49Forms of Populism and Liberalism in “Fratelli tutti”Presence of the Summulae by Petrus Hispanus and Domingo de Soto in Fray Luis de León’s Theory of Names author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Veritas

On-line version ISSN 0718-9273

Veritas  no.49 Valparaíso Aug. 2021

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-92732021000200155 

Sección Teología

Notas para una fenomenología de la conversión. La experiencia mística de Santa Teresa de Jesús

Notes for a phenomenology of conversion. The mystical experience of Saint Teresa of Jesus

Lucero González Suárez* 

*Universidad Intercontinental (México) lucero.gonzalez@universidad-uic.edu.mx

Resumen

El artículo muestra los rasgos esenciales, el principio y el sentido último de la conversión cristiana, a través del análisis del Libro de la vida y de Las Moradas del castillo interior, de Santa Teresa de Jesús. El método filosófico utilizado para la interpretación de los testimonios místicos ya indicados es un desarrollo original, cuyo origen se remonta a la fenomenología hermenéutica de Heidegger, cuyos principios he expuesto en el primer capítulo de mi libro ¿A dónde te escondiste, Amado, ¿y me dejaste con gemido? Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz. La importancia de estas páginas radica en que, para comprender el proceso místico cristiano, testimoniado por Santa Teresa de Jesús, el primer paso consiste en describir la experiencia con la cual comienza.

Palabras clave: Fenomenología; mística; hermenéutica; conversión; Santa Teresa de Jesús; Cristo

Abstract

The article shows the essential features, the beginning and the ultimate meaning of Christian conversion, through the analysis of Libro de la vida and Las moradas del castillo interior, by Santa Teresa de Jesús. The philosophical method used for the interpretation of the mystical testimonies already indicated is an original development, whose origin dates back to Heidegger's hermeneuticalphenomenology, the principies of which I have set out in the first chapter of my book ¿A dónde te escondiste, Amado, ¿y me dejaste con gemido? Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz. The importance of these pages is that, to understand the christian mysticalprocess, witnessed by Saint Teresa of Jesus, the first step consists in describing the experience with which it begins.

Key words :  phenomenology; mysticism; hermeneutics; conversion; Saint Teresa of Jesus; Christ

A mi hermana, Alejandra, por haberme brindado su apopo cuando más lo necesitaba.

Si la llamada es una llamada del infinito, lanzada en el infinito mismo, es una llamada infinita. Que una respuesta finita sólo pueda recibir de ella aquello cuya restitución es su tarea no la convierte en una correspondencia. Nada puede corresponder al infinito.

Jean-Louis Chrétien

Introducción

Desde el punto de vista fenomenológico, filosofar es dirigir la mirada hacia los fenómenos, prescindiendo de cualquier construcción teórica, con el propósito de hacerlos comprensibles. El término griego phainomenon nombra lo que se muestra; lo que es patente. Se denomina fenómeno a todo aquello que, al mostrarse, puede suscitar una experiencia.

Para evitar posibles confusiones, cabe aclarar que, al mostrarse, el fenómeno anuncia una alteridad que no se desvela, salvo quizás como ausencia y denegación. En todo fenómeno, aquello que perdura en su ocultamiento, “pertenece por esencia a lo que inmediata y regularmente se muestra, de tal suerte que constituye su sentido y fundamento” (Heidegger, 1988: 46).

La filosofía, en tanto que fenomenología, es una investigación de aquello que se muestra, pero que no es inmediatamente accesible, desti nada a la exhibición de su estructura, rasgos esenciales, sentido y modos de darse. La investigación fenomenológica tiene por cometido “permitir ver lo que se muestra, tal como se muestra por sí mismo” (Heidegger, 1988: 45).

Tal como he señalado en el capítulo I de mi libro ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz, para quienes no participan de la experien cia mística, ésta sólo resulta accesible a través de su expresión textual. Gracias a su fijación en un texto, la mística se convierte en un fenómeno hermenéutico del que la fenomenología puede hacerse cargo.

La fenomenología hermenéutica de la mística es la interpretación de los escritos que la tradición religiosa en cuestión considera expresiones fidedignas de la manera en que la experiencia del Misterio Salvífico/Liberador determina el modo de ser-en-el-mundo de los místicos. Para conducir a la mostración esencial los rasgos específicos, el principio y el sentido de la mística, entendida como modalidad de la vida fáctica, el fenomenólogo debe comenzar con el planteamiento de aquellas preguntas fundamentales que habrán de orientar su interpretación de los testimonios en cuestión. Más aún, ya que todo acto de interpretación se realiza desde una situación vital y un horizonte de comprensión dados, dicho planteamiento exige al fenomenólogo seleccionar aquellos pre-juicios que favorezcan el desvelamiento de aquello que, en el acontecer de la mostración, permanece retenido.

Tomando como punto de partida el análisis fenomenológico- hermenéutico del Libro de la vida y de Las Moradas del castillo interior, de Santa Teresa de Jesús (STJ), el propósito del presente artículo consiste en ofrecer algunas aportaciones para una fenomenología de la conversión.

La importancia de estas páginas radica en que, para comprender el proceso místico cristiano, el primer paso consiste en dilucidar la experiencia con la que inicia. Lo cual exige responder satisfactoriamente a tres preguntas fundamentales. A saber: 1. ¿Cuáles son los rasgos esenciales de la conversión?; 2. ¿En qué sentido, la llamada del Esposo Cristo es el principio de la conversión?; 3. ¿Por qué la respuesta a la llamada amorosa de Cristo, que comienza con la conversión, sólo se comprende a la luz del proyecto fundamental de vivir en Cristo?

1. El encuentro con Dios en Cristo: rasgos esenciales de la conversión de Santa Teresa de Jesús

La teología filosófica o natural, “considera a Dios como ser supremo y al ser bajo la forma del ente, sin hacer justicia a Dios ni al ser” (Gesché, 1984: 274). Lo primero, porque suplanta al Dios de la fe por un ídolo conceptual, cuya postulación responde a la necesidad de fundamentación. Lo segundo, porque el presupuesto básico de la reflexión ontológica tradicional es el olvido del ser en favor del ente.

La tarea de la metafísica consiste en hacer que el pensamiento repare en el ente para fundamentarlo en el ser. Asimismo, la metafísica tiene que ofrecer una explanación del ser en tanto que fundamento del ente. Es decir, tiene que hacer explícita la relación entre el ser-fundamento y el ente-fundamentado. La constitución onto-teológica de la metafísica obedece al “predominio de la diferencia que mantiene separados y correlacionados mutuamente al ser en tanto que fundamento, y a lo ente en su calidad de fundado-fundamentador” (Heidegger, 1988: 151).

Al hacer referencia a la relación entre el ente-fundamentado y el ser- fundamento, la metafísica “ha de ir a parar al Dios con el pensamiento, porque el asunto del pensamiento es el ser, y éste está presente de mu chas maneras como fundamento” (Heidegger, 1988: 131). Si la metafísica en onto-teología es debido a que la indagación del ser del ente conduce a la investigación de la causa primera, que constituye la razón última del ente.

De acuerdo con el pensar metafísico, Dios es la causa eficiente de todas las cosas, es decir, el principio de la existencia y conservación del ente creado. Dios es concebido como la entidad suprema que, en el ámbito de la ontología, “se encarga a la vez de concentrar la perfección ejemplar (ens realissimum, causa sui, ipsum esse, etc.) y de asegurar causalmente la coherencia del mundo” (Marion, 1999: 45).

El problema implicado en la representación de Dios como causa del ente natural es que cuando “lo presente se presenta a la luz de la conexión causa-efecto, incluso Dios puede perder, para el representar, toda su sacralidad y altura, lo misterioso de su lejanía” (Heidegger, 1994: 28). Reducido a causa eficiente y final del ente, Dios queda despojado de su divinidad.

Frente a los discursos de la teología y de la teodicea, la mística es ex periencia sobrenatural de Dios. En ello radican la primacía y la autoridad del místico frente al teólogo y el filósofo. Con todo, STJ no se atiene por completo a su sola experiencia. Por temor a errar, la santa busca corroborar su experiencia a partir de la autoridad de la revelación y, con sincera humildad, somete sus palabras al magisterio de la Iglesia. Pues le preocupa sostener algo que vaya en contra de la doctrina cristiana, no por temor a la condena ni a la hoguera sino porque mucho se guardó de hablar inapropiadamente del Esposo.

Los avisos espirituales que STJ dirige a quienes desean transitar por el camino de perfección no son discursos secundarios sobre lo divino, derivados de la interpretación de la Sagradas Escrituras. Las palabras de la santa constituyen un decir inicial, puesto que brotan de la fuente misma de la experiencia mística. Lo que ella sabe acerca de Dios y del hombre no se deriva de lo que ha oído decir, sino de lo que ha visto por experiencia.

La palabra mística es eco del acontecer mostrativo de la divinidad. Los testimonios místicos son el eco de un encuentro entre el hombre y lo divino. Tal encuentro da origen a una experiencia a la luz de la cual la divinidad es como se muestra. Cuando el místico cristiano habla de la divinidad, lo hace atendiendo a la manera en que, desde sí mismo y por sí mismo, Dios se manifiesta como amor infinito, preeminente, incondicional, universal y gratuito.

Ahora bien, para que no se piense que la experiencia mística tiene por causa la manifestación plena de la divinidad, es preciso recordar que el Dios del cristianismo es siempre un Dios escondido. Sabiduría mística y visión esencial de la divinidad no se identifican. La ciencia sobrenatural de la que el místico goza, no consiste en el desocultamiento absoluto de aquello que ninguna manifestación concreta de la divinidad puede agotar, sino en el conocimiento oscuro y fruitivo de Dios como misterio.

Solamente quien no comprende que antes de ser el correlato de un concepto filosófico-teológico, Dios es el término último de una experiencia, piensa que se puede hablar acerca de Él al margen de la experiencia. Tal es el caso de Von Balthasar, quien sostiene: “Se quiere que los santos describan el modo como experimentan a Dios. El acento se carga sobre la experiencia, no sobre Dios” (2001: 206-207). Por poco que se analice tal juicio, resulta evidente que ni siquiera vale como objeción. Pues, ¿de qué otro modo se podría hablar acerca de Dios, sin incurrir en la reducción de su ser a la representación onto-teológica, sino atendiendo a su manifestación? ¿Acaso la idea de Dios está por encima de su manifestación histórica?

La fenomenología hermenéutica de la mística -cuya pretensión es superar la idolatría conceptual del pensar onto-teológico- parte del principio de que sólo se puede comprender la esencia de Dios atendiendo a su auto-manifestación. Para el fenomenólogo es claro que, para acceder al conocimiento de la divinidad, es necesario interpretar las experiencias narradas por los testigos de la fe. Es decir, de quienes, como STJ, fueron favorecidos con la experiencia contemplativa del amor divino.

La fenomenología hermenéutica surge de la interpretación de las producciones textuales en las que se recogen aquellas experiencias cuya comprensión exige hacer explícito el sentido de lo experienciado, por cuanto no se muestra sino veladamente. Su propósito consiste en “liberarse de la actitud teórica (de la primacía de lo teórico) y en orientarse hacia y por (una liberación de) la intención primordial (pre-teórica) de (la disposición de alcanzar) la vida verdadera y de la experiencia de la vida (participación, inmersión en la vida fenomenológica)” (Kovacs, 1990: 130).

Las palabras de STJ dan cuenta de una experiencia de encuentro con Aquel que es la Verdad; con el Dios vivo y verdadero, cuya presencia irrumpe en medio del mundo compartido. Al referirse a la experiencia de Dios en Cristo, la santa declara: “Entendí grandísimas verdades sobre esta Verdad, más que si muchos letrados me lo hubieran enseñado [...] Esta Verdad que digo se me dio a entender, es en sí mesma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las verdades dependen de esta verdad” (Santa Teresa de Jesús, 1994)2.

En su calidad de testigo de la fe, STJ no habla de oídas, sino con base en lo que ha “visto por experiencia” (Santa Teresa de Jesús, 1994)3. Cuando describe las manifestaciones de “la gracia, la comunicación de Dios, como experiencia de salvación” (Castellano, 1982: 194), lo hace desde lo que ella misma ha padecido en el contacto trasformador con Cristo. En ello radica la autoridad de sus testimonios místicos, que la sitúan como doctora de la Iglesia

La motivación que conduce a la santa a dejar testimonio de las grandes mercedes que recibió por parte del Esposo Cristo es ofrecer consuelo a quienes transitan por el camino de perfección, a fin de que no deses peren ni pierdan la confianza en el poder transformador de su presencia amorosa (Santa Teresa de Jesús, 1994)4. Al igual que San Agustín de Hipona -en cuyas Confesiones se ve a sí misma según ella misma declara (Santa Teresa de Jesús, 1994)5- al narrar su experiencia mística, la santa no busca otra cosa que evitar la falsa humildad. Misma que conduce a los espirituales a pensar que no pueden progresar en la búsqueda de la salvación. Su intención es que, no dejándose llevar por la desesperación, los espirituales se abran a la experiencia de la misericordia divina, convencidos de que, “la paciencia todo lo alcanza”.

El rasgo esencial más importante de la experiencia mística cristiana es la pasividad. Esta última es fruto del contacto inesperado del hombre con una realidad que se le impone, en el sentido de que se muestra desde sí misma y por sí misma. El conocimiento pasivo de lo divino es teopático, puesto que el hombre, “más que aprender a Dios, más que conocerlo, lo recibe, lo padece” (Martín Velasco, 2007: 47).

La teología mística no es efecto del esfuerzo, sino de una experiencia para la que el hombre sólo puede disponerse, pero que no puede provocar ni emplazar (Pseudo-Dionisio Areopagita, 2002)6. La experiencia de lo divino, conduce al descubrimiento de que el hombre no sólo es “conciencia intencional, sino conciencia convocada” (Lacoste, 1984: 855). La llamada que convoca al hombre a la salvación, hace patente su apertura originaria a la manifestación elusiva de lo totalmente Otro. De tal suerte, la llamada “responde [...] de su posibilidad de ser oída” (Chrétien, 1997: 21).

En segundo término, la experiencia de Dios no guarda paralelo con la mera constatación del estar allí de los entes intramundanos. Estar en presencia de Dios no tiene nada que ver con situarse ante una realidad permanente. Al describir el fenómeno místico, hablamos “del sujeto paciente, porque no ve, sino que es visto” (Contreras, 2015: 82). La experiencia de Dios no consiste en mirar, sino en ser mirado.

En tercer lugar, la experiencia mística cristiana puede ser descrita como efecto del encuentro entre el hombre y un Tú absoluto, que se manifiesta comunicándose. Todo intento objetivador de la presencia divina está condenado al fracaso. El Dios bíblico no es un “esto”, sino un “Tú” absoluto que se resiste a todo intento de objetivación. La pre sencia de Dios no es ajena al hombre. Ser llamado a la presencia de Dios es el principio de una relación y, por lo tanto, demanda del hombre una respuesta.

La llamada de Dios apela al individuo, no al hombre en sentido ge nérico. Jesús dice de sí mismo “Yo soy el Buen Pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo co nozco a mi Padre y doy la vida por mis ovejas” (Jn 10, 14-15). A lo largo de las generaciones, el Buen Pastor sale al encuentro de sus ovejas, “las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz” (Jn 10, 4-5). Y habiéndolo logrado, las guía por el camino de perfección con la intención última de celebrar el matrimonio espiritual con cada una.

2. La llamada del Esposo Cristo: principio de la conversión

La respuesta del individuo a la llamada amorosa de Cristo, aun cuando pueda ser expresada en palabras balbucientes, no se reduce al plano del decir, sino que se expresa en el sentido de las posibilidades existencia- les por las que el individuo opta. Es decir, en la manera en que habita el mundo.

La llamada no convoca al hombre a tomar nota acerca de una verdad objetiva, sino a vivir cristianamente: imitando el ethos de Cristo. La imitación no se reduce a interpretar las palabras de Cristo. Tampoco se limita a intentar, vanamente, reproducir sus acciones y actitudes con base en el propio esfuerzo. La llamada invita al hombre a ser como Cristo, a través de la apertura a su presencia transformadora.

Aquello que distingue a quien comienza a transitar por la vía mística de quien vive al margen de la presencia de Dios es su disponibilidad absoluta. Ante la automanifestación de Dios, que suscita la conversión, el hombre religioso responde sin vacilaciones “heme aquí”. Respuesta que se expresa en la firme determinación, por parte del individuo, de hacer todo cuanto esté en su poder para “salir” del mundo, entendido como ámbito de los afanes profanos, pero no como creación, ni como comunidad humana. La conversión es un “cambio de rumbo (Epistrophe) en la propia vida: de estar orientada hasta ese momento hacia sí mismo, el mundo o cualquier realidad mundana como centro de todo, a orientarse hacia Dios” (Martín Velasco, 2017: 7).

La llamada de Cristo es su manifestación; su acontecer como amor- ágape. En el proceso místico, la iniciativa amorosa de Dios es preeminente y gratuita. El amor de Cristo no sólo antecede a toda acción por parte del hombre, toda vez que no guarda relación con el mérito moral ni espiritual de éste.

Al progresar en el camino de perfección y reparar sobre su vida, el místico comprende por experiencia que la llamada amorosa Cristo, que convoca al hombre al ejercicio del amor perfecto, es su manifestación constante. La manifestación de la presencia de Cristo consiste en hacer que el hombre se descubra amado desde siempre y a pesar de todo. Quien se abre a dicha manifestación, es capaz de escuchar el decir silencioso del Esposo, que con su sola presencia le dice: “Con amor eterno te he amado” (Jer 31, 3).

Sin importar cuál sea la respuesta, Cristo llama siempre “a la esposa prevaricadora que reconoce sus yerros” (Arintero, 1952: 153). Por lo cual aconseja STJ que “siempre que se piense en Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes” (Santa Teresa de Jesús, 1994).7 Aun si el hombre no responde a la llamada de Cristo, esta última no se interrumpe. Ni siquiera cuando el primero reacciona con indiferencia. Por eso que, haciendo un examen de su vida, STJ confiesa: “aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis Vos a mí tan del todo que no me tornase a levantar, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces, Señor, no la quería, ni quería entender cómo muchas veces me llamabais de nuevo” (Santa Teresa de Jesús, 1994)8.

De acuerdo con Chrétien, la “convocatoria, salvo vaciándose de sen tido y destino, supone una provocación anterior a la que responde” (1997: 21). ¿En qué sentido aplica lo antes dicho a la conversión? La conversión es respuesta a la llamada amorosa de Dios. Sin que ello im plique negar la preeminencia del amor divino, el análisis fenomenológico de los dinamismos de la voluntad, muestra que el deseo de plenitud es constitutivo de la condición humana.

San Agustín de Hipona, con quien STJ se sentía identificada, ha mostrado que si el hombre busca unirse a la presencia de Dios es porque, desde siempre, lo posee ya de algún modo ¿En qué sentido? ¿Cuando el hombre busca a Dios, qué busca? El santo responde a tales cuestionamientos: “cuando te busco a ti, Dios mío, la vida bienaventurada busco” (San Agustín (2003).9

La llamada divina responde al deseo de felicidad del hombre. Si para ser feliz “Sólo Dios basta” y Dios solo basta es porque únicamente la experiencia mística colma las expectativas de felicidad del hombre. Aquello que el místico cristiano descubre cuando alcanza la cima de la contemplación es que la plenitud deseada radica en la transformación de semejanza amorosa a la que se llega en el matrimonio espiritual con Cristo.

Únicamente en tan dichoso estado, el hombre llega a ser quien está llamado a ser y reconoce en sí mismo la presencia divina. Tal es el sentido de la expresión teresiana “Alma, buscarte has en Mí y a Mí buscarme has en ti”. En su calidad de comienzo del proceso místico, la conversión es la respuesta a la llamada amorosa de Cristo, por la cual el hombre, a su vez, lo llama para que, desde su lejanía, se haga presente y lo transforme en semejanza suya.

3. La conversión como respuesta a la llamada del amor divino

La conversión surge como respuesta amorosa inicial a la iniciativa de Dios. El hombre sólo puede responder a la llamada amando porque “él nos amó el primero” (1 Jn 4, 19). Antes de que las obras del amor tengan lugar, la experiencia del amor divino ha transformado ya al hombre. En tal sentido, “Cuando comenzamos a responder a la llamada, ya hemos respondido” (Chrétien, 1997: 28).

La palabra de Dios es eficaz. Por lo cual, refiriéndose a esta última, sostiene STJ: “estotra que habla el Señor es palabras y obras; y aunque las palabras no sean de devoción, sino de reprensión, a la primera disponen un alma [...] quiere el Señor se entienda que es poderoso y que sus palabras son obras” (Santa Teresa de Jesús, 1994).10 El decir de Dios expresa su poder, por cuanto aquello que nombra se hace real. A diferencia del hombre, Dios puede, parafraseando a Austin, “hacer cosas con palabras”.

La llamada amorosa de Cristo Crucificado y Resucitado, que se dirige al hombre en tanto que particular y suscita la conversión, no acaece en el vacío. La llamada acontece en el mundo compartido y alcanza al hom bre en tanto que ser-en-el-mundo. De ahí que se produzca a través de mediaciones. Tal es el caso de la experiencia que STJ relata como sigue:

[...] un día en el oratorio, vi una imagen [...] de Cristo muy llagado [...] que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que […] arrojéme cabe El con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle. (Santa Teresa de Jesús, 1994)11

Ante la imagen de Cristo muy llagado, STJ no quiso ni fue capaz de encontrar ningún tipo de deleite estético. Para ella, la imagen no era una presencia ante los ojos, susceptible de objetivación. Objetivar significa reducir el aparecer de algo a la condición de objeto. Ante la pregunta ¿qué se entiende por objeto?, Heidegger explica que, en la Edad Media, el término obiectum se aplica a lo que “se proyecta y se mantiene frente a la percepción, la imaginación, el juicio, el deseo y la intuición” (2001: 69).

Toda imagen es una representación. Conforme a su significado etimológico, representar es la acción de sustituir una realidad ausente o lejana por una presencia que, en principio, la evoca, pero que también puede acabar por sustituir aquello a lo que remite. En el contexto de la hermenéutica de la imagen, dependiendo del modo en que tenga lugar dicha representación, la imagen podrá ser caracterizada como icono o como ídolo. La primera es una imagen que “apunta más allá de sí misma, resaltando su imperfección y su fragilidad siempre insuficientes para referirse a la sustancia y cualidades innombrables e invisibles de Dios” (La- vaniegos, 2016: 33). El icono transparenta lo divino. A través suyo, el hombre es capaz de entrar en contacto con la presencia de Dios. Por el contrario, al representar algún aspecto de Dios, el ídolo lo hace “opacando su faceta siempre indisponible y trascendente, estrechándola a las intenciones y los usos limitados, coyunturales, del hombre” (Lavaniegos, 2016: 31).

Una de las peticiones recurrentes del hombre religioso es ser mirado por Dios. La ausencia y lejanía de Dios provocan pena. La esperanza de ser mirado por Dios en Cristo aviva la llama del amor divino. Rogar a Dios humildemente que se digne mirarnos, es pedirle que nos capacite para reconocer su presencia amorosa, puesto que el mirar de Dios es amar. Si el ícono de Cristo propicia la conversión es porque, en su calidad de ícono -de realidad tangible que en vez de usurpar el lugar de Dios transparenta su presencia- posibilita que, en vez de mirarla, STJ se sintiera “mirada por él, con todo el peso de su redención” (Ross, 2004: 380).

En principio, STJ pensó que en razón de su propio esfuerzo alcanzaría la perfección espiritual. El abandono de la santa a la misericordia divina es fruto del reconocimiento de su impotencia. Ya que en el encuentro con Cristo descubre que sólo la gracia puede realizar dicha transfor mación. Asimismo, entiende que aun cuando no por ello se han de menospreciar, las prácticas ascéticas no bastan para alcanzar el matrimonio espiritual.

La conversión narrada en el capítulo 9 del Libro de la vida no es súbi ta. No pertenece al tipo de “cambios instantáneos producidos por una experiencia concreta, normalmente de índole sobrenatural [...] efímera, aunque con consecuencias vitales definitivas” (Contreras, 2015: 70). En todo caso, es el “último eslabón de una serie de conversiones o conatos precedentes” (Madre de Dios & Steggink, 1982: 329), que se distingue de aquellas por su radicalidad.

La conversión de STJ ante la imagen de aquel Cristo muy llagado señala un antes y un después en la vida de la santa. Como ella misma reconoce, a partir de entonces, su experiencia de Dios en Cristo ganó en profundidad y compromiso. Sin embargo, por más radical que sea el cambio existencial que ella introduce, la conversión es a penas el comienzo del proceso místico. Tal experiencia no constituye un cambio absoluto. De ahí que Kaufmann señale que no consiste en un “encuentro puntual a partir del cual se haga visible este cambio. Me parece ver a lo largo de su autobiografía y en sus cartas, un itinerario progresivo que unifica su personalidad en Cristo” (Kaufmann, 2002: 1).

El más grande deseo del converso es identificarse con Cristo Cruci ficado y Resucitado. Pero eso no implica “que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús” (Flp 3, 7. 12). Para el cristiano, el tiempo de la existencia se determina en función de la proximidad al fin último, entendido como un acontecimiento hacia el cual se haya dirigida su atención vital. Tal expectativa dota de sentido el presente y hace comprensible el pasado.

Ante la imagen de Cristo muy llagado, STJ comprende vitalmente que el Señor la amó y se entregó por ella (Gal 2, 20). Al producirse la conversión, la santa no sólo examina su pasado a la luz del cumplimiento del fin sobrenatural de la existencia. Además de lo anterior, reconoce que no ha hecho lo que debe para contribuir a su realización.

Dada la brevedad de la vida, la dificultad de la salvación, y la finitud de su ser, el converso comprende que, para gozar del matrimonio espiritual, requiere del auxilio divino. Al tener presente lo antes dicho, STJ “se veía obligada a servir más y entendía de sí no podía pagar lo menos de lo que debía” (Santa Teresa de Jesús, 1994)12. Motivo por el cual, al momento de su conversión definitiva, pide a Cristo que la fortalezca para dejar de pecar y amar en perfección.

Quien ha dado el primer paso para responder a la llamada de Cristo, al examinar su situación espiritual, comprende cuán lejos se encuentra de aquello que está llamado a ser. En la medida en que el espiritual “va conociendo más y más las grandezas de su Dios y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo; porque también crece el amar mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor” (Santa Teresa de Jesús, 1994)13.

El reconocimiento de su miserable situación vital, aunado al deseo de la unión de semejanza amorosa, ocasiona que el converso viva sujeto a una tensión continua hacia el futuro, como tiempo de la expectativa. Lo cual pone de manifiesto que, para el cristiano, ser-en-el-tiempo significa: a) que el futuro tiene primacía respecto del presente y el pasado; b) que, en virtud del deseo, la existencia está orientada al futuro; c) es a la luz del futuro, donde se ubica la plenitud anhelada, que el presente y el pasado cobran sentido.

Por cuanto “el que es llamado sólo surge a través de esa llamada” (Chrétien, 1997: 19), el individuo sólo se determina a vivir en Cristo, a responder amando a la iniciativa amorosa de Aquel con quien desea celebrar el matrimonio espiritual, cuando se sabe llamado por su nombre. Esto es, cuando, gracias al contacto con algún tipo de mediación religiosa, se descubre como destinatario del amor divino y cae en la cuenta de la deuda amorosa que con Dios tiene por haberla creado y redimido para un solo propósito: el ejercicio del amor perfecto.

La repuesta del converso es su propio ser. La autenticidad de ésta se mide por el deseo del primero de responder a la llamada amorosa de Cristo. Sin embargo, por más auténtica que sea, aun cuando dicha respuesta es ilimitada, no es infinita como la llamada. Abandonado a sus solas fuerzas, el hombre puede escuchar la llamada del amor divino, mas no corresponder a ella. La desproporción entre ambas explica la necesidad de que el individuo recorra la totalidad de las fases del proceso místico. Ya que sólo de ese modo, la capacidad de amar del hombre es transformada de natural en sobrenatural. Transformación en virtud de la cual el alma que anhela convertirse en esposa de Cristo, como la amada del Cantar de los Cantares, está ya en condiciones de corresponder a su iniciativa amorosa.

La enseñanza central de STJ es que Cristo capacita al hombre tanto para escuchar la llamada como para que su entendimiento, voluntad y memoria estén en condiciones de operar de modo que los dinamismos correspondientes constituyan una respuesta proporcionada a la llamada infinita del amor divino. La conversión es el primer paso para que la presencia de Dios influya en los dinamismos de las facultades humanas para transformarlas de naturales en sobrenaturales.

3.1. La conversión como tránsito de la creencia a la visión

El mensaje central de la revelación neotestamentaria es que Dios es amor. No obstante, “Esto visto por experiencia es otro negocio que sólo pensarlo y creerlo” (Santa Teresa de Jesús, 1994)14. ¿Cuál es la principal diferencia entre ser capaz de pensar a Dios, creer en Él y verlo por experiencia, a la luz de la fe? Siempre que por pensar se entienda reducir a objeto la manifestación de lo que es, será necesario concluir que el fin último del pensamiento es la representación. Así las cosas, pensar a Dios equivale a reducir su acontecer amoroso a los límites del concepto. La creencia se basa en noticias indirectas que se fundan en la autoridad y veracidad de quien las transmite, ya sea Dios mismo, el texto revelado o la Iglesia. La virtud teologal de la fe es un hábito infuso por gracia, por medio del cual se da un conocimiento sobrenatural del misterio de Dios en Cristo, al que STJ alude cuando se refiere a la posibilidad de “ver por experiencia”.

Desde la perspectiva teológica, la fe a la que el cristiano está llamado involucra tres actos. El primero es “creer a Dios”. Lo cual implica aceptar el mensaje de la revelación, con base en la confianza en que, por ser quien es, todo cuanto Dios dice al hombre de sí mismo es verdadero. El segundo, es “creer que hay Dios”, es decir, afirmar su existencia. Lo cual constituye el objeto material de la fe. Podría pensarse que llegar a este punto es la expresión máxima de la fe. Para desechar tal idea basta con prestar atención a la siguiente advertencia espiritual: “¿crees que Dios es uno? [...] también los demonios lo creen y se estremecen” (Stg 2, 19). El tercer acto de la fe, es “creer en Dios”, esto es, confiar en Dios y reconocerlo como soberano bien y fin último.

En la mística de STJ, la fe no es creencia; es experiencia. Por lo tanto, no se limita al asentimiento de la voluntad a la afirmación de que Dios existe, ni a la aceptación del mensaje de la revelación. La fe, en su calidad de virtud teologal infusa, es el resultado de la transformación de la operación del entendimiento (de natural en sobrenatural) que deriva del contacto con la presencia amorosa de Cristo.

Creer a Dios, nace de la confianza en la palabra del testigo. Mas, de acuerdo con la revelación, el hombre no ha sido creado para creer, sino para conocer en modo sobrenatural (en el sentido de saber por fe sobrenatural y gustar) el amor que Dios es. Tal conocimiento exige vivir un encuentro con Dios. El cual no se produce de manera espontánea ni instantánea, sino que acontece como un proceso orientado a la transformación de semejanza amorosa del hombre en Cristo.

La fe testimoniada por el místico es una experiencia de Dios, originada por la manifestación elusiva del amor divino. STJ no se cansa de señalar “cuán diferente es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera [es decir, por experiencia] cuán verdaderas son” (Santa Teresa de Jesús, 1994)15. Ese paso del “no ver” a la visión oscura de la fe, determina el comienzo del proceso místico. Así pues, la conversión puede ser interpretada como un tránsito de la oscuridad a la luz; de la aceptación ciega de unas verdades que no se conocen natural ni sobrenaturalmente a la experiencia de Cristo, “luz del mundo” Jn 9, 5).

Comprender adecuadamente la relación entre creencia y visión, exige interpretar las palabras de San Juan: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Jn 20, 29). La interpretación equivocada de dicho pasaje de la Sagrada Escritura conduce a la falsa oposición entre la fe como creencia y la fe como experiencia; entre oír y ver. Aceptar tal oposición -que resulta insostenible en el contexto hermenéutico del panorama completo del Nuevo Testamento- supone afirmar que el cristiano está llamado a creen sin ver; a participar de una creencia natural, mas no a ser místico.

Sostener que lo propio del cristiano no es ver a Dios -hasta donde los límites de la condición humana y el exceso de realidad de lo totalmente Otro lo permiten- sino creer a Dios, creer que hay Dios y creer en Dios, será inevitable concebir la religión como relegere.

Cicerón deriva el término de relegere, que a su vez alude a la acción de releer. En el mundo histórico-cultural del orador latino, se consideraba religiosos a quienes releían o examinaban cuidadosamente todo cuanto hacía referencia al culto a los dioses. En tal sentido, se entiende por religión: (1) una reflexión sobre lo relevante; (2) el cumplimiento de los deberes para con los dioses. (González Suárez, 2020: 48-49)

¿Cuál es el problema implícito en definir la religión única y exclusivamente como creencia? La respuesta es simple. Así entendida, la religión deja de ser una experiencia fundamental -gracias a la cual la existencia cobra sentido- para quedar reducida a un mero mecanismo para la construcción de la identidad colectiva. Ahora bien, sin que ello implique negar la influencia recíproca entre religión y sociedad -cuyo estudio corresponde a la sociología de la religión-, el análisis de los testimonios místicos pone de manifiesto que la religión no se reduce a una serie de acciones y discursos heredados. Mismos que el individuo reproduce ciegamente para desarrollar un sentido de pertenencia al grupo donde nace.

Para el místico cristiano, la religión es una experiencia procesual de religación. Es decir, un camino existencial, cuya meta es la unión con Dios en Cristo, que sólo se alcanza gracias a la infusión de la virtud sobrenatural de la fe -que trae consigo la infusión de las otras dos virtudes teologales. De acuerdo con la sabiduría mística, la religión puede definirse como un sistema de mediaciones de las que el hombre se vale no sólo para cumplir su deber para con Dios sino, ante todo, para alcanzar la unión amorosa, que culmina en el matrimonio espiritual.

La fe no se reduce a la aceptación de una verdad de carácter sagrado, al margen de la experiencia. La virtud sobrenatural de la fe, no es sólo una experiencia a través de la cual se revela el acontecimiento salvífico; es una participación existencial en este último. De ese modo, el individuo hace suyo un modo de existencia que se define por el seguimiento de Cristo Crucificado.

El cristianismo es una posibilidad existencial que tiene su origen en la experiencia transformadora del encuentro con Cristo. Quien conoce a Cristo, en la medida en que participa de la virtud teologal de la fe, da cuenta de la sabiduría así recibida en la manera en que obra cotidianamente. Cristiano es quien concentra todos sus esfuerzos en hacer fructificar las obras del amor. Esto es, en irradiar el amor divino con su presencia en el mundo. Pues sólo quien “conoce a Dios” (1 Jn 4, 7) es capaz de amar en modo sobrenatural.

3.2. Conversión, pecado y proyecto fundamental

La conversión, entendida como “momento incoativo de un cambio radical en la relación del hombre con Dios, en la que [... este último] se descubre encontrado por él” (Ross, 2004: 381), es la situación vital en la que el pecado personal se manifiesta como deuda amorosa con Dios. Si en el encuentro con Cristo, que se manifiesta como llamada amorosa y suscita la conversión como respuesta, el hombre reconociera solamente la desproporción que existe entre la infinitud de la llamada y la finitud de su respuesta, se sentiría impotente pero no culpable. La conciencia de pecado, cuya expresión psicológica es el sentimiento de culpabilidad, hunde sus raíces en el reconocimiento de que, a la finitud de la respuesta humana a la llamada infinita del amor divino, se suma la falta de determinación para dejar a un lado todas aquellas actitudes, acciones y hábitos que impiden la unión con Cristo.

Al examinar su vida, con un acentuado sentimiento de culpabilidad, STJ admite que, en el plano existencial16, el origen de sus pecados no es otro que la orientación equivocada de su voluntad. Orientación de la que únicamente ella es responsable. A causa de su conversión ante la imagen de Cristo muy llagada, ella comprende que “no tiene cosa buena de sí, y se ve avergonzada [... porque] ve lo poco que le paga lo mucho que le debe” (Libro de la vida, 13, 15). Lo cual implica aceptar que la falta de proporción entre la llamada de Cristo y su respuesta vital a ella, no se explica únicamente por la finitud -que es moral y espiritualmente neutra- sino ante todo por la mediocridad de su esfuerzo para amar a quien la ama desde siempre.

Cuanto más se conoce a Dios en Cristo, más clara resulta la propia bajeza moral y espiritual. El cristiano nominal -de quien cabe afirmar que sólo conoce a Dios de oídas, en el sentido peyorativo de la expre sión-, con la mayor facilidad se atreve a afirmar que “es una buena persona”. Juicio que, en última instancia, se base en que no hace nada radicalmente malo desde el punto de vista moral y espiritual. Por el contrario, quien ha sido alcanzado por una conversión auténtica, como STJ, posee una “aguda conciencia de sus pecados personales y de los pecados de su tiempo” (Galilea, 1985: 56).

El reconocimiento de la deuda de amor que tiene con Cristo Crucificado y Resucitado, provoca en la santa un sincero arrepentimiento. Cabe aclarar que el “Sentido de pecado [que el converso reconoce] es más que sentido de lo que está bien o mal. Lo segundo es ética, lo primero es espiritualidad” (Galilea, 1985: 61). Aquello que origina su arrepentimiento no es únicamente el recuerdo de haber quebrantado mandamientos y normas morales de base religiosa. En ese primer encuentro con Dios en

Cristo que es la conversión, el individuo comprende que no es quién había de ser. Es decir, que, habiendo sido creado para amar en perfección, aún no es capaz de ello porque no se ha dispuesto favorablemente para que -transformando la operación de su entendimiento, voluntad y memoria de naturales en sobrenaturales- la gracia lo habilite para la realización del fin sobrenatural de la existencia.

Si el descubrimiento de la propia miseria moral y espiritual no se rea lizara en el contexto vital de la llamada amorosa de Cristo -que a un mismo tiempo saca a la luz las imperfecciones del converso y lo convoca a cambiar el rumbo de su existencia-, para éste sería imposible acoger el don de la salvación. En tal caso, al comprender que su finitud hace impagable la deuda amorosa que el hombre tiene con Dios por haberla creado y redimido prescindiendo de la gracia, lo conduciría al desconsuelo.

Afortunadamente, en el contexto de la llamada de Cristo que origina la conversión, el reconocimiento del pecado personal es una experiencia que se da a la luz de la misericordia divina. En la conversión, el hombre experimenta a un mismo tiempo un profundo dolor, provocado por el peso de sus pecados, y una alegría sin par, cuya causa es el reconocimiento de que, al responder a la llamada del amor divino, ha comenzado ya a experimentar la redención.

La invitación de Cristo se dirige a todos, pero sólo consigue interpelar al individuo que se identifica como pecador. No todos tienen -o creen tener- la necesidad existencial de ser salvados. Para recibir la salud, el individuo debe tomar consciencia de su debilidad, de su condición pecadora. En su relación con los pecadores, a semejanza del padre del hijo pródigo, Cristo sale al encuentro antes de que los primeros decidan ponerse en su presencia para recobrar la salud.

En la conversión, el hombre comprende los estragos existenciales del pecado. Sin embargo, el recuerdo de sus infidelidades va acompañado del reconocimiento de la misericordia divina. Tal experiencia da paso a la confianza de que, por ser quien es, Cristo lo fortalecerá para que no caiga. Y si cae, lo levantará del suelo atrayéndolo hacia sí, para convocarlo a una nueva vida. Pues, como admite llena de contrición STJ: “primero me canso de ofenderle que Su Majestad deja de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias” (Santa Teresa de Jesús, 1994)17.

La conversión es el principio de la liberación del pecado, entendido como olvido del fin último de la existencia, que consiste en amar con el mismo amor de Cristo, a Dios y al prójimo. Amor que se expresa en acciones, actitudes y sentimientos que, considerados de manera conjunta, configuran el ethos cristiano.

Puesto que el cristianismo, antes que una doctrina o un desarrollo especulativo, es un modo de ser-en-el-mundo, se llama cristiano al individuo cuyo proyecto fundamental está determinado por la experiencia del amor. La mejor descripción de los rasgos esenciales de este último se haya contenido en la Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios, que a la letra dice: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor [...] Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13, 4. 5-7)18.

¿A qué llama la llamada del Esposo Cristo? La exigencia infinita es contundente: “sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 4, 58) ¿En qué consiste la perfección cristiana? De acuerdo con STJ, ser perfecto no es otra cosa que ejercitarse continuamente en el amor-ágape de Dios y del prójimo. Y amar no es otra cosa que hacer donación absoluta de sí.

¿Cuál es el criterio cristiano para identificar a quien ama? STJ advierte: “si amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo, sí” (Santa Teresa de Jesús, 1994)19. Afirmación que está en plena concordancia con las palabras de San Juan, “el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto. Y este mandamiento tenemos de Él: que el que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21).

Al amor cristiano le es inherente una dimensión ética. Amar a Cristo y amar como Cristo, es reconocer su presencia en el prójimo. No tiene sentido decir que se ama a Dios cuando se es indiferente ante los padecimientos del prójimo. Motivo por el cual, STJ sostiene que el amor a Dios, que redunda en el amor al prójimo, “no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras” (Santa Teresa de Jesús, 1994)20. El amor-ágape que se dirige al prójimo “no se limita al sublime deseo que el prójimo tenga vida en abundancia; se expresa en acciones transformadoras concretas [.] no tiene por destinatario al hombre abstracto, sino a los múltiples rostros que día a día demandan de la sociedad acciones solidarias y fraternas (González Suárez, 2018: 213-214).

La conversión cristiana, en tanto que comienzo del proceso místico que tiene por meta que el hombre llegue a ser Dios por participación, abre paso a lo que, en el campo de la ontología heideggeriana, se denomina proyecto fundamental. A diferencia de los seres vivos y de las cosas, el hombre no posee una esencia dada; en virtud de su indeterminación óntica, está obligado a convertirse en «tal» o «cual» a partir de sus elecciones. Las posibilidades existenciales del individuo son el resultado de un proyecto fundamental, libremente elegido, que determina el sentido último de su cotidianidad.

El proyecto fundamental de “vivir en Cristo” posibilita que el hombre, al permanecer abierto a la influencia de la gracia, sea capaz de: a) realizar las obras del amor; b) adoptar actitudes acordes al amor-ágape; c) disponerse favorablemente para la infusión del hábito de las virtudes teologales sobrenaturales. Solamente en tal caso, el individuo puede afirmar que el proyecto de su vida es negarse a sí mismo para convertirse en una manifestación finita del amor que se manifestó en la cruz de Cristo.

La conversión cristiana no se reduce a un cambio de actitudes. Las actitudes “no pueden ser el punto de partida de la nueva criatura, sino consecuencia de ser criatura nueva” (Gamarra, 1994: 241). Al margen del encuentro transformador con Cristo, que constituye la esencia del proceso místico e inicia con la conversión, el hombre puede desear que sus actitudes sean semejantes a las de Cristo. Sin embargo, sólo con el poder redentor de Cristo el hombre puede imitar su “Humanidad Sacratísima”. Expresión con la que STJ ha alude a la doble condición, humana y divina, del Señor Crucificado y Resucitado.

Conclusiones

Santa Teresa de Jesús no es teóloga ni mujer de letras. Sin embargo, el profundo conocimiento sobre el ser del hombre y el Misterio de Dios que nos ha compartido a través de sus escritos avalan el título de doctora de la Iglesia, que le fuera otorgado en 1970 por Pablo VI. La sabiduría de la santa no es el resultado de una búsqueda filosófica ni teológica; es efecto de la iluminación amorosa que el Esposo Cristo infundió en ella para transformarla y unirla consigo.

La ciencia sobrenatural con la que sTJ ha sido agraciada es efecto de una experiencia amorosa por obra de la cual se borra la separación entre el que conoce y lo conocido: entre la amada y el Amado Esposo Cristo. Para la mística de los esponsales, en cuya tradición se enmarca la obra de sTJ, Dios no es el referente de una representación intelectual o de un concepto; es un Tú absoluto que se manifiesta para llamar al hombre, haciéndose cercano al hombre sin por ello perder su trascendencia y misterio. Llamada que, al recibir una respuesta favorable, marca el inicio de un camino del amor, al término del cual es posible hacer propias las palabras de la santa de Ávila:

Vuestra soy, pues me criastes, vuestra, pues me redimistes, vuestra, pues que me sufristes, vuestra pues que me llamastes, vuestra porque me esperastes

La mística teresiana, tan próxima a la experiencia de San Pablo y a la de San Juan como a las enseñanzas de los profetas y a la tradición mística del Cantar de los Cantares, se distingue por su carácter cristocéntrico, que se hace patente en todas las obras de la santa. Tal afirmación no sólo se funda en las constantes alusiones a la vida de Jesús, sino ante todo en el hecho de que cada una de las fases del proceso místico se desarrolla como un camino de búsqueda y encuentro entre el hombre y Cristo Crucificado y Resucitado.

Para STJ, el fin sobrenatural de la vida es conocer y amar a Dios en Cristo como Él se conoce y se ama en cada una de las Personas de la Trinidad y ama al hombre. Ese conocimiento vital constituye el núcleo del proceso místico, que STJ describe como el camino que el alma recorre por las moradas del castillo interior. La mistagogía teresiana presenta el proceso místico como un camino de configuración con el misterio pascual.

A lo largo de estas páginas, se ha hecho ver que la conversión tiene por condición de posibilidad la apertura del hombre a la manifestación de Dios en Cristo. Apertura que, aun cuando no constituye ningún tipo de demostración de la condición creatural del hombre, hace patente la copertenecia entre la llamada (de Dios) y la respuesta (del hombre). Ya que “La escucha supone una pertenencia a la llamada” (Chrétien, 1997: 44).

Desde el punto de vista fenomenológico, la conversión puede ser descrita como una experiencia transformadora, provocada por la mani festación elusiva de Cristo, que se dirige al hombre en tanto que conciencia convocada y lo llama al ejercicio del amor-ágape. Llamada a la que el hombre sólo puede responder apropiadamente cuando la influencia pasiva de Dios transforma las operaciones del entendimiento, la voluntad y la memoria, de naturales en sobrenaturales, mediante la infusión de las virtudes teologales correspondientes.

Para el místico cristiano, la perfección a la que el hombre está llamado consiste en amar a Cristo y en amar como Cristo. Tal camino inicia con la conversión, pero sólo alcanza su cumplimiento en la celebración del matrimonio espiritual con Cristo. Únicamente cuando ha llegado a tan dichoso estado, el modo de habitar el mundo del místico refleja las acciones y actitudes de Cristo.

Referencias

Arintero, J. (1952). La evolución mística en el desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. [ Links ]

Castellano, J. (1982). Presencia de Santa Teresa de Jesús en la teología espiritual actual. Balance y perspectivas, Teresianum, 33(1-2), 181-232. [ Links ]

Chrétien, J. L. (1997). La llamada y la respuesta. Madrid: Caparrós Editores. [ Links ]

Contreras, J. M. (2015). Aproximación fenomenológica a la conversión súbita. Ilu. Revista de Ciencias de las Religiones, 20, 69-90. [ Links ]

Madre de Dios, E. & Steggink, O. (1982). Santa Teresa y su tiempo. 1: Doña Teresa de Ahumada. Salamanca: Universidad Pontificia de Salamanca. [ Links ]

Galilea, S. (1985). El futuro de nuestro pasado. Ensayo sobre los místicos españoles desde América Latina. Madrid: Narcea. [ Links ]

Gamarra, S. (1994). Teología Espiritual. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. [ Links ]

Gesché, A. (1984). Teología Dogmática. En B. Lauret y F. Refoulé (eds.), Iniciación a la práctica de la teología. (Tomo I, pp. 270-292). Madrid: Cristiandad. [ Links ]

González Suárez, L. (2020). La mística cristiana en la época de la secularización, el nihilismo y los Nuevos Movimientos Religiosos. México-Colombia: Universidad Iberoamericana-Pontificia Universidad Javeriana. [ Links ]

González Suárez, L. (2018). La música callada que enamora. Análisis fenomenológico del Amado y de la amada del Cántico espiritual de San Juan de la Crup Burgos: Editorial de Espiritualidad. [ Links ]

Heidegger, M. (1988). El Ser y el Tiempo. México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Heidegger, M. (2001). Fenomenología y Teología (1927). En Hitos (pp. 49-65). Madrid: Alianza. [ Links ]

Heidegger, M. (1988). La constitución onto-teológica de la metafísica. En Identidad y Diferencia (pp. 99-157). Barcelona: Anthropos. [ Links ]

Heidegger, M. (1994). La pregunta por la técnica. En Conferencias y artículos. Barcelona: Ediciones del Serbal. [ Links ]

Kaufmann, C. (2002). El lenguaje de los místicos. Santa Teresa de Jesús, Cristianisme i Justicia, (34), 1-26. [ Links ]

Kovacs, G. (1990). Philosophy as Primordial Science (Urwissenschaft) in the Early Heidegger. Journal of the British Society for Phenomenology, 21 (2), 121-135. [ Links ]

Lacoste, J. Y. (1984). Expérience, événement, connaissance de Dieu. Nouvelle Revue Théologique, 106(6), 834-861. [ Links ]

Lavaniegos, M. (2016). Horizontes contemporáneos de la hermenéutica de la religión. México: Universidad Nacional Autónoma de México. [ Links ]

Marion, J. L. (1999). El ídolo y la distancia. Cinco estudios. Salamanca: Sígueme. [ Links ]

Martín Velasco, J. M. (2017). Creer y orar en la ciudad. Entre Paréntesis, (9), 1-16. [ Links ]

Martín Velasco, J. M. (2007). La experiencia cristiana de Dios. Madrid: Trotta. [ Links ]

Pseudo-Dionisio Areopagita (2002). Obras completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos: Madrid. [ Links ]

Ross, S. (2004). La conversión de Santa Teresa. Lectura de una experiencia fundante (450 años). Revista de Espiritualidad, (63), 376-386. [ Links ]

San Agustín (2003). Confesiones. España: Mestas Ediciones. [ Links ]

Santa Teresa de Jesús (1994). Obras Completas. Burgos: Editorial Monte Carmelo. [ Links ]

Von Balthasar, H. (2001). Verbum Caro I. Ensayos Teológicos. Madrid: Ediciones Encuentro-Ediciones Cristiandad. [ Links ]

2Libro de la vida, 40, 4.

3Libro de la vida, 22, 5.

4Libro de la vida, 19, 3.

5Libro de la vida, 9, 8.

6Los nombres de Dios, II, 9.

7Libro de la vida, 22, 14.

8Libro de la vida, 6, 9.

9Confesiones, X, 20, 29.

10Libro de la vida, 25, 3.

11Libro de la vida, 9, 1

12Libro de la vida, prólogo, 1.

13Las moradas del castillo interior, 6, 7, 1.

14Camino de perfección, 6, 13.

15Las moradas del castillo interior, 7, 1, 7.

16Además del pecado en el que cada uno incurre, al examinarse, el hombre descubre en sí mismo una tendencia ontológica a pecar, propia de la condición caída. Ambas dimensiones del pecado —que, en el lenguaje de la fenomenología contemporánea cabe identificar como existencial y existenciaria— pueden ser distinguidas para facilitar su análisis. Sin embargo, en la existencia concreta resultan inseparables. En el plano existencial, es manifiesto que todos hemos pecado. Asimismo, en contra de nuestro más profundo querer, al examinarnos, descubrimos una inclinación universal al pecado. El pecado no puede ser explicado de forma exclusiva a partir del pro yecto existencial; hunde sus raíces en el dinamismo desordenado del sentido, que reper cute negativamente en la actividad del espíritu. La investigación del vínculo entre pecado personal y pecado original en la mística teresiana rebasa los límites del presente artículo. Con todo, considero necesario señalar que la descripción fenomenológica del pecado personal, conduce irremediablemente al descubrimiento de un desorden originario en los dinamismos del entendimiento, de la voluntad y de la memoria, que no puede ser explicado por ninguna acción concreta trasgresora de la voluntad divina.

17Libro de la vida, 19, 15.

18Para un análisis fenomenológico detallado del amor-ágape, véase el apartado, “3.2 La mística como forma de habitar el mundo compartido”, de mi libro La música callada que enamora. Análisisfenomenológico del Amado y de la amada del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 2018.

19Las moradas del castillo interior, 5, 3, 8.

20Las moradas del castillo interior, 3, 1, 7.

1 Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Investigadora nacional nivel I, del Sistema Nacional de Investigadores Conacyt. Autora de los libros ¿A dónde te escondiste, Amado, ¿y me dejaste con gemido? Una fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz (2017); La música callada que enamora. Análisis fenomenológico del Amadoy de la amada del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. (2018); y La mística cristiana en el tiempo de la secularización, en el nihilismo y los Nuevos Movimiento Religiosos (2020).

Received: February 18, 2021; Accepted: July 21, 2021

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons