Publicado

2023-04-17

¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta

Can Revolutionary Cruelty be Moral? The Ethical Dilemmas of Terrorism Before Tyranny: from Aristotle to Malatesta

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097

Palabras clave:

historia de las ideas, rebelión, tiranicidio, terrorismo, violencia política (es)
intellectual history, rebellion, tyrannicide, terrorism, political violence (en)

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Autores/as

  • Adolfo León González Universidad Autónoma de Madrid - Madrid – España

Este artículo presenta una revisión crítica de los conceptos fundamentales sobre el tiranicidio –especialmente el recurso al terror de la tiranía–, retomados de fuentes clásicas y medievales por apologistas modernos de la violencia y que han servido históricamente para justificar la crueldad asociada a la praxis revolucionaria. En él se argumenta la inutilidad de los principios de proporcionalidad y de reciprocidad a la hora de establecer límites morales a la crueldad. Igualmente, se demuestra cómo el concepto de crueldad necesaria no alcanza a resolver las contradicciones éticas del uso del terror entre los teóricos modernos de la violencia política.

This paper presents a critical review of the fundamental concepts on tyrannycide - especially the resort to the terror of tyranny - taken from classical and medieval sources by modern apologists for violence and which have historically served to justify the cruelty associated with revolutionary praxis. The uselessness of the principles of proportionality and reciprocity when establishing moral limits to cruelty is argued. Likewise, it is shown how the concept of necessary cruelty fails to resolve the ethical contradictions in the use of terror among modern theorists of political violence.

Recibido: 25 de septiembre de 2020; Aceptado: 15 de enero de 2021

Resumen

Este artículo presenta una revisión crítica de los conceptos fundamentales sobre el tiranicidio –especialmente el recurso al terror de la tiranía–, retomados de fuentes clásicas y medievales por apologistas modernos de la violencia y que han servido históricamente para justificar la crueldad asociada a la praxis revolucionaria. En él se argumenta la inutilidad de los principios de proporcionalidad y de reciprocidad a la hora de establecer límites morales a la crueldad. Igualmente, se demuestra cómo el concepto de crueldad necesaria no alcanza a resolver las contradicciones éticas del uso del terror entre los teóricos modernos de la violencia política.

Palabras clave

historia de las ideas, rebelión, tiranicidio, terrorismo, violencia política.

Abstract

This paper presents a critical review of the fundamental concepts on tyrannycide - especially the resort to the terror of tyranny - taken from classical and medieval sources by modern apologists for violence and which have historically served to justify the cruelty associated with revolutionary praxis. The uselessness of the principles of proportionality and reciprocity when establishing moral limits to cruelty is argued. Likewise, it is shown how the concept of necessary cruelty fails to resolve the ethical contradictions in the use of terror among modern theorists of political violence.

Keywords

intellectual history, rebellion, tyrannicide, terrorism, political violence.

Introducción

Aunque el terrorismo sea, en principio, la referencia a una estrategia de lucha política que se sirve del terror y el miedo colectivo para someter al enemigo, el término terrorista es un adjetivo que históricamente, por su fuerte connotación moral y desde los tiempos del régime de la terreur de la Revolución francesa, ha sido usado para sancionar la legitimidad (o la ilegitimidad) de la violencia que contesta el derecho. Por un lado, toda violencia histórica revolucionaria ha querido determinarse como legítima y justa, por oposición a la violencia ilegítima del tirano basada en la opresión y el terror; por otro, los Estados han recurrido a la violencia, que también consideran justa, para defender el orden jurídico vigente de la amenaza de una violencia extrajurídica sancionada como terrorista. Sin embargo, en las páginas siguientes intentaremos demostrar cómo esta dialéctica del poder y el contrapoder no alcanza a resolver el problema de la legitimidad de la crueldad inherente al terrorismo como medio para alcanzar los ideales revolucionarios, aún en la situación en la que un Gobierno tiránico se apoye en el terror para la conservación del poder. Este artículo retomará los argumentos de los más destacados pensadores de la filosofía política que han defendido (o controvertido) el uso de la crueldad en la rebelión. En él se analizará críticamente la forma en que desde el siglo XVIII los principales teóricos de la revolución intentaron establecer límites morales a la violencia revolucionaria y de resolver la contradicción inherente a la justificación de una crueldad contra la tiranía que ha terminado tantas veces por deslegitimar la revolución misma.

Para empezar, debemos intentar definir la esfera de la violencia justa o virtuosa a la que, desde los referentes históricos de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y la Revolución francesa, se ha adscrito la rebelión en la modernidad (cf. Mirkin 61-74). Si seguimos a Sorel, la revolución, en tanto violencia justa, podría resumirse como el tipo de violencia ejercida por los hombres justos (los oprimidos o tiranizados), que busca la destrucción de un orden en el que gobierna una minoría (una tiranía), en un marco de legitimidad (no necesariamente, de legalidad) (cf. Sorel 231). No obstante, el cómo se determina dicha legitimidad de la violencia resulta siempre un asunto de difícil tratamiento, puesto que aquello que para una de las partes en conflicto se erige como un argumento a favor de la causa justa resulta, para la otra parte, tan solo una excusa para la guerra o la rebelión. Los tres aspectos recogidos en la definición de violencia justa revolucionaria (quién la ejerce, contra quién la ejerce y bajo cuál autoridad o mandato) dejan de lado el problema ético de la praxis de la revolución.

En efecto, cuando miramos el enfoque de los tratados medievales y modernos que desarrollan el tema del tiranicidio, vemos cómo la justicia del acto de rebelión es siempre defendida en relación con la ilegitimidad del tirano, sin abordar la cuestión de la moralidad de las formas concretas en que ella –la rebelión– se manifiesta (cf. Aquino; Aristóteles; Cicéron; Mariana; Soto). Parafraseando a Walzer (cf. 2001 51), hay una argumentación del ius ad bellum, pero no un interés por el ius in bellum. Es decir, la moralidad de la violencia revolucionaria no reside en ella misma, sino que reposa en las manos sangrientas del tirano, quien con el uso del terror y la violencia deslegitima su propio poder soberano. Pero, como testimonia el régime de la terreur de 1793, la violencia revolucionaria puede llegar a deslegitimarse ella misma, aunque persiga los fines justos y sea aplicada por hombres justos (siempre justos, en tanto víctimas de la injusticia del tirano), cuando se ve mancillada por la proliferación del terror, la masacre, la tortura; en otras palabras, cuando ella misma se ve impregnada de la crueldad que le es reprochada al tirano (cf. Sorel 171).

La problemática de los límites morales de la praxis revolucionaria, como uno de los aspectos que deciden sobre la legitimidad de su violencia inherente, cobra una enorme fuerza a partir del siglo XVIII y la expansión de las ideas liberales antimonárquicas. Ya no basta con otorgarse una fuente de autoridad que legitime la violencia contra el soberano, sino en justificar la sangre (y las formas de verterla) que comporta dicha violencia. La moralidad de la revolución no puede sustentarse solamente en el derecho; ella debe intentar justificar y moralizar la muerte y el sufrimiento de otros que se deriva de la praxis revolucionaria. Los padres de la revolución de los Estados Unidos, que sirve de referente de revolución virtuosa para los revolucionarios franceses de 1789, abordan estos dos aspectos de la moralidad (o la virtud) de la violencia revolucionaria (cf. Mirkin 61-74). En su forma más radical, esta virtud es definida como un deber del buen revolucionario de verter la sangre del opresor: “El árbol de la libertad debe ser regado de cuando en cuando con la sangre de patriotas y de tiranos” (Jefferson par. 105). 2 Sin embargo, una revolución –como lo habría de confirmar la revuelta de 1789 en Francia– no es una violencia limitada a la figura del tirano, sino que debe dirigirse también contra una buena parte de la población que lo sostiene en el poder, y ese constituye el verdadero problema para el establecimiento de una moralidad de la violencia revolucionara.

La pregunta no es si se debe o no cortar la cabeza del tirano, sino cuál es el sufrimiento que legítimamente le compete a esa fracción de la población que lo apoya decididamente, o a esa otra parte que, aunque no sostiene al tirano, tampoco apoya la causa revolucionaria. La cuestión se torna más importante en la medida en que el poder revolucionario debe pensar en su propia legitimidad como poder hegemónico después de la caída del tirano, puesto que el reconocimiento de su autoridad le debe ser otorgado por una buena parte de los ciudadanos que ahora reciben los efectos negativos de su violencia. ¿Y cuáles son esos efectos que podrían incidir en la eventual legitimidad de un gobierno revolucionario? Los derivados de la crueldad que el revolucionario utiliza como medio para enfrentar la violencia de la tiranía. Dicha crueldad se puede definir como el sufrimiento (voluntario) que la violencia revolucionaria inflige a los enemigos (o no partidarios) de su causa cuando se encuentran estos en incapacidad de resistir, con el objetivo de generar en ellos un sentimiento de terror que favorezca los fines de poder.

La idea central que acompaña la defensa del terror como estrategia de la lucha revolucionaria es la de que el miedo sirve para equilibrar la ventaja de medios de violencia que posee la tiranía (cf. Burleigh; Hoffman). Propagar el miedo al revolucionario entre el tirano y quienes le apoyan tiene una doble ventaja: por un lado, mina la moral del enemigo y, por el otro, sirve para avivar y canalizar el odio de la masa en contra del tirano y sus métodos opresivos. Pero, además, el terror puede ser entendido como una forma de justo castigo frente a la crueldad del tirano. Desde Aristóteles, el tirano posee el rasgo distintivo de la crueldad, “gobierna por medio del terror” (Walzer 2008 18); de allí que la crueldad que el revolucionario le hace sufrir pueda considerarse como el resultado de una violencia necesaria para su derrota o una forma justa de castigo por sus crímenes. Así pues, los teóricos de la revolución de los siglos XVIII y XIX se afanaban no solo de defender la crueldad en contra del enemigo como una estrategia legítima de ius in bello, sino como una justificada, necesaria y proporcional forma de retaliación por el terror del tirano (cf. Chaliand y Blin 520). No olvidemos que la filosofía europea no era ajena a la interpretación de la crueldad como un vicio de la personalidad asociado a la severidad en el castigo, más que al sadismo y la brutalidad que le atribuirían más adelante filósofos como Montaigne (125-141). A diferencia del francés, Séneca, por ejemplo, sí hace la distinción entre los hombres crueles que se exceden en la aplicación del castigo y aquellos otros a los que llama locos que han caído en la “ferocidad” y para quienes “la saña constituye un placer” (50).

En relación con el ejercicio del poder de un príncipe, Séneca afirmaba que la crueldad la practican “aquellos que tienen un motivo para castigar, pero que no tienen mesura” (51), lo que no significaba, de modo alguno, una renuncia a la violencia punitiva, sino un llamado a su práctica justa, conservando un término medio del carácter gobernado por la clemencia. En efecto, si la tarea del príncipe es la de ejercer una violencia no siempre grata (como la de hacer rodar las cabezas de los criminales), ella habrá de ser juzgada, ante todo, por su relación con el deber y el bienestar público. Así lo entendía John de Salisbury, quien afirmaba que en “el castigo de los crímenes [se ejerce] el oficio piadoso” del príncipe, a quien no dudaba en llamar “carnifex” (verdugo), al mismo tiempo que “imago deitatis” (imagen de la divinidad) (Ristuccia 161, 164). Así pues, el ejercicio de una crueldad aparente emanada de la mano del príncipe se consideraba como piadosa, en la medida en que era un deber ejercido por el soberano para proteger a la mayoría de sus ciudadanos, opuesta a la excesiva clemencia que, según Maquiavelo, propicia el desorden, el caos y la rapiña en nombre de la compasión (66-67).

Podríamos sugerir, entonces, que la novedad de la defensa histórica del tiranicidio que empieza en el siglo XVIII sea el énfasis en este aspecto del deber, expresado como la virtud del revolucionario dispuesto a ensuciar sus manos con la sangre de sus opresores en nombre del amor hacia los oprimidos; he ahí la gran diferencia moral entre la fealdad de la violencia de los rebeldes y la crueldad de la violencia de los tiranos. Žižek llama a esta paradoja el “amar con odio” de la violencia revolucionaria, evocando las palabras de Roberspierre sobre ese “amor sublime y sagrado [del revolucionario] por la humanidad sin el que una gran revolución es solo un ruidoso crimen que destruye otro crimen” (240-241). Es igualmente paradójico que, a pesar de todo este humanismo que dirigía las acciones de Robespierre, sea a partir de su régime de la terreur que el término terrorista (un adjetivo que los jacobinos usaban ocasionalmente para sí mismos en un sentido positivo) quedara negativamente asociado, como exceso, a la violencia revolucionaria (Laqueur 36). El Terror francés de Robespierre se convierte en la gran mancha histórica de la virtud revolucionaria. Incluso un apologista de la violencia como Sorel discutirá la moralidad de la revolución y de los sindicalistas que la habrán de liderar distanciándola de lo que llamará “pactos de salvajismo” sugeridos a los revolucionarios de 1793 por la “superstición del Estado”, y que los condujeron a “ejercer sobre los vencidos la opresión [y las] abominaciones que mancillaron a las revoluciones burguesas” (171). Durante largo tiempo, el régime la terreur será el referente afectivo que hará que la práctica de la crueldad se determine como la antítesis de la violencia revolucionaria virtuosa.

Antecedentes filosóficos de la rebelión y el terror

En principio, todo esfuerzo desde la política se enfoca en resolver el nudo que existe entre violencia y poder, más específicamente, en cómo determinar la justicia de la violencia como medio para establecer (o conservar) un poder legítimo (cf. Arendt 2005 48-78; Balibar 55-88; Benjamin 23-45; Sorel 230-238). La diferencia entre la violencia justa (y, por ende, legítima) de aquella injusta (e ilegítima) puede situarse en referencia a la filosofía del derecho: una violencia es justa cuando se hace con apego a un marco legal preestablecido, o es justa porque persigue un fin justo. El primer caso es el argumento positivista del derecho, en el que el criterio de justicia de la violencia es su encuadramiento en la legalidad preexistente. En el segundo caso, estamos en el iusnaturalismo o derecho natural, en el cual el criterio de justicia de la violencia es la bondad de sus fines (cf. Benjamin 24-25). Estas dos posiciones en filosofía del derecho son de lejos conocidas, así como su inutilidad a la hora de enfrentar los dilemas y las tensiones morales inherentes a los cuadros de crueldad que acompaña la violencia política. En efecto, que una crueldad se inscriba en el marco del derecho no la hace menos cruel, como tampoco un fin loable le resta fealdad al horror y el sufrimiento intencionado de las víctimas.

El asunto se torna aún más difícil de abordar cuando la violencia que se pretende justa se dirige contra el derecho mismo, desde su interior. La violencia toma la forma de una rebelión contra el poder establecido. En tal caso, el argumento de la legalidad no puede ser evocado, puesto que reconocer dentro del marco del derecho el uso de la violencia para derrocar el poder político basado, justamente, en el monopolio de dicha violencia resulta una imposibilidad (cf. Benjamin 26). Si la rebelión es un derecho, no puede serlo en el marco del derecho mismo que desconoce y que pretende destruir. La rebelión es una fuerza que ataca al Estado desde dentro del sistema de poder, dentro de sus fronteras, pero desde las márgenes de su derecho. En tanto amenaza al poder, la rebelión se constituye así en una exterioridad hostil al interior de los Estados. Se produce el tipo de escenario en el que, en términos de Schmitt, ya no es posible aplicar las oposiciones clásicas entre la legalidad y la ilegalidad, entre el combatiente regular y el irregular (cf. 24).

Si su legitimidad no puede inscribirse en el derecho, entonces, ¿de dónde puede provenir? ¿Quién puede decidir sobre la legitimidad de la rebelión? Si dijésemos que una forma negativa de legitimación puede proceder de la falta de legitimidad del derecho que se pretende abolir, también allí estaríamos en la dificultad de establecer los criterios objetivos que permiten determinar cuándo y en qué circunstancias un poder legítimo deja de ser tal. La rebelión constituye un atentado a la sacralidad que se le atribuye al derecho, cualquiera que sea su fundamento místico. Si, para el rebelde, la injusticia de las leyes o el abuso de poder del soberano se convierten en justa causa de su violencia, para el defensor de la institucionalidad del Estado solo el apego o el respeto a las leyes pueden garantizar la justicia. Un buen ejemplo de defensa radical del ordenamiento jurídico frente a cualquier intento de justificación del derecho de rebelión lo muestra Kant, cuando que afirma que “toda oposición contra el supremo poder legislativo, toda incitación que haga pasar a la acción el descontento de los súbditos, todo levantamiento que estalle en rebelión, es el delito supremo y más punible en una comunidad, porque destruye sus fundamentos” (1986 40). En su Metafísica de las Costumbres, Kant se muestra aún más tajante frente a la posibilidad de otorgarle un grado de legitimidad a cualquier esfuerzo de rebelión en nombre de la tiranía:

Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no hay […] resistencia legítima del pueblo; porque solo la sumisión a su voluntad universalmente legisladora posibilita un estado jurídico; por tanto, no hay ningún derecho de sedición, aún menos de rebelión, ni mucho menos existe el derecho de atentar contra su persona […] so pretexto de abuso del poder [tyrannis]. (1994 151-152)

Lo curioso es que el mismo Kant, que sostiene que la rebelión es un delito (supremo) y que no puede justificarse en la presencia de una tiranía, hace un elogio de los ideales de la Revolución francesa. Ya varios autores se han detenido en resolver esta aparente contradicción en la que incurre Kant (cf. Arendt 2012; Brandt; Korsgaard), por lo que no voy a ahondar en el ramillete de posibilidades de análisis que se desprende de tal posición. Lo que sí resulta pertinente para la presente discusión es el énfasis que el filósofo de Königsberg pone en la disposición moral del género humano que testimonia este tipo de acontecimiento (cf. Kant 2003 160). Si la Revolución francesa es meritoria de elogios, lo es debido a que porta en ella algo que reconocemos como bueno: “[L]o que el alma humana reconoce como deber y concierne al género humano en su totalidad [y que es capaz de generar] una simpatía tan universal como desinteresada, ha de tener un fundamento moral” (id. 163).

El problema que se pretende resolver es cómo conciliar la simpatía con los ideales de la Revolución con el rechazo de los medios que hacen posible su triunfo. Es una tarea difícil la de intentar explicar (desde la acérrima defensa de la legalidad kantiana) que aquello reprobable de la Revolución francesa son los métodos inmorales que utiliza, pero no necesariamente los ideales que persigue. Inevitablemente, la lectura de sus argumentos nos lleva, en el mejor de los casos, a la confusión: Kant saluda la dimensión moral de la Revolución francesa (y de la Constitución civil que de ella emana) como la expresión de un ideal de progreso y de transformación que, sin embargo, no hace de la revolución misma un vehículo ni legítimo ni deseable de transformación política (cf. 169). No obstante, al introducir el aspecto del fundamento moral de la revolución, Kant hace una importante contribución a la reflexión sobre la justicia de la rebelión, en la medida en que la moralidad constituye el eje del debate teórico sobre la legitimidad de la violencia política durante los siglos XVIII y XIX.

Fuera de Alemania existía otra forma de concebir la legitimidad de la rebelión que no pasaba por el examen de las bases jurídicas de la formación del Estado civil: considerar la rebelión como una forma de ejercicio del derecho natural a la libertad del hombre. El argumento según el cual no existía ninguna legitimidad en la rebelión contra la autoridad del Estado se esgrimía en Kant en nombre de la razón; pero, también, en nombre de esta, los revolucionarios franceses del siglo XVIII se dotaban de los argumentos que defendían no solo la necesidad de la rebelión, sino el deber de todo verdadero ciudadano de practicarla cuando las circunstancias lo exigían. El contexto que hace justa, necesaria y perentoria la rebelión es aquel en que el ciudadano se encuentra bajo el yugo del tirano. Para los revolucionarios de 1789, uno de los cuatro derechos naturales e imprescriptibles del hombre era el “derecho a la rebelión” (la résistance à l’oppression). En la Déclaration des Droits de l’homme et du citoyen de 1793 aparece expresado así: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el más sagrado de los derechos y el más imprescindible de los deberes” (Art. 35).

Se ve claramente que, para erigirse como una violencia justa, la rebelión necesita la contrapartida de la tiranía. Esta última puede ser definida, en términos generales, como el abuso del poder, la injusticia de las leyes que gobiernan o la carencia de legitimidad del soberano. Ninguna de estas atribuciones de la tiranía está libre de controversia, puesto que todo sistema jurídico tiene su dosis de autoridad, violencia y arbitrariedad, de la misma forma que los soberanos o gobernantes no son nunca del gusto de la totalidad de los gobernados. Juan de Mariana intenta precisar, en el capítulo V del primer libro de De rege et regis institutione, la distinción entre un rey legítimo y un tirano. Para empezar, aunque su origen sea justo, la tiranía es un poder que “degenera por necesidad en todos los vicios, y con especialidad en la avaricia, la lujuria y la crueldad” (56-57). No deja de ser una definición voluntariamente afectiva, que intenta asignar a la tiranía todos los atributos de la inmoralidad que, al mismo tiempo y en igual proporción, confieren moralidad a la empresa pública de su muerte. Para Mariana, el tirano (a diferencia del rey) es licencioso, malo y criminal; “infesta” los corazones castos y puros, “quita la vida a ciudadanos honrados” y “no hay género de vicio que no ensaye” (57).

Pero no siempre es fácil extrapolar estas características a los contextos de la realidad política. No siempre la tiranía se muestra tan abiertamente inmoral, como tampoco la moralidad se encontrará siempre del lado de la contraparte que disputa su legitimidad (perfectamente, camuflados en los discursos libertarios y los ideales de justicia, se pueden esconder intereses partidarios, mezquindades y violencias iguales o mayores a aquellas que se pretende combatir). A ello hay que sumar el problema de considerar el origen de la tiranía en relación con la legitimidad que dice ostentar. En el siglo XVI, Domingo de Soto retoma la distinción –que ya había sido expuesta dos siglos antes por Bartolo de Sassoferrato en su libro De Tyranno- entre el tyranus absque titulo y el tyranus de exertio– (cf. 389). El usurpador es un tirano que no posee ningún tipo de legitimidad y puede ser ejecutado por cualquier ciudadano, puesto que ha declarado “una guerra perpetua” contra la sociedad; en cambio, en el caso del rey que, debido a su gobierno despótico, pierde la legitimidad frente a sus súbditos, la cuestión de su muerte no puede ser resuelta tan fácilmente, pues deberá decidirse mediante un “juicio público” en el que el último juez es Dios, la fuente suprema de su autoridad (cf. id. 389).

La fuente trascendente de autoridad, Dios, confiere al soberano la gracia de ser instrumento de una voluntad divina de bien común. El concepto del gobernante como expresión concreta de una autoridad trascendente, cuyo propósito es el bien de los gobernados, hace del tiranicidio una ultima ratio en el restablecimiento del orden divino. Este es el argumento mediante el cual John de Salisbury le otorga toda la legitimidad al tiranicidio, cuando el soberano falta a su sagrado deber de justicia y bienestar de sus súbditos. En el Policraticus, John de Salisbury utiliza la metáfora del cuerpo político para indicar que, cuando la cabeza falta al sagrado deber de justicia y bienestar de sus súbditos que por poder divino le fue atribuido, el resto del cuerpo reacciona en nombre de Dios y el bien público para castigar al tirano (cf. Nederman 365-389). Este punto sobre el origen y la finalidad del poder cobrará una enorme importancia en el marco de las discusiones sobre la legitimidad de los Gobiernos en los Estados modernos, cuando la fuente de la soberanía pasa de residir en la idea de Dios para desplazarse a la idea de Pueblo –como en el caso de la Revolución francesa–, o cuando se apela a Dios para legitimar al pueblo como juez y verdugo de la tiranía –como en la máxima de Benjamin Franklin: Rebellion to tyrants is obedience to God (Butterfield 96-97)–. Por su parte, Tomás de Aquino se mostrará un poco más ambiguo que John de Salisbury, pues, si bien condena la rebelión contra la Ley Divina (de donde procede toda la autoridad del soberano), defiende el derecho de sedición contra el tirano:

Son alabados quienes liberan a la multitud del poder tiránico. Pues bien, esto no puede llevarse a cabo sin alguna disensión en el seno de la multitud, ya que una parte se esfuerza por retener al tirano, y la otra, a toda costa, quiere derrocarlo. La sedición, pues, puede darse sin pecado. (345)

La cuestión de fondo sobre la legitimidad del asesinato del tirano es quién decide sobre ella. No puede ser, ciertamente, la unanimidad ni en la voluntad ni en la ejecución del acto lo que garantice su legitimidad, porque –como se desprende de la cita precedente de Aquino– el tirano nunca está completamente solo, siempre hay una facción a su lado que hace que el gran riesgo del tiranicidio sea la guerra civil. Aquino destaca así un aspecto del ejercicio del derecho a la rebelión en su sentido moderno: el de la imposibilidad de limitar la violencia a la persona del tirano, cuando ella debe dirigirse sobre la tiranía en su conjunto (que en la práctica es una parte de esa misma comunidad política a la que la violencia tiranicida pretende liberar).

No debemos olvidar que el tiranicidio entra al debate filosófico europeo por la puerta de la tradición grecorromana del derecho, pero sobre todo con la fuerza del mito transmitido por Tucídides en la Historia de la guerra del Peloponeso: el relato de sacrificio, amor y deber de la pareja de Harmodio y Aristogitón, salvando la democracia ateniense con el asesinato de Hiparco (441-444). Aunque, según Aristóteles, ni Hiparco era el verdadero tirano ni el amor a la democracia fue la mayor motivación del asesinato y tampoco la muerte de este fue la verdadera caída de la tiranía de los Pisistrátidas (cf. 1984 89-91), los Tyrannoctones fueron elevados a la categoría de héroes, cuya leyenda perduró en el tiempo, como un arquetipo de deber y sacrificio frente al terror de la tiranía. Porque desde los tiempos antiguos, el rasgo que distingue al tirano es el recurso al terror. Walzer nos dice que “la tiranía y el terror están estrechamente vinculados”, remitiéndose a Aristóteles, quien fue el primero en indicar que los “tiranos gobiernan por medio del terror” (2008 18).

Efectivamente, Aristóteles desarrolla este principio de intricación entre la tiranía y el terror en su Política (cf. 2004 232-240), de la misma forma que lo hace Polybius, quien sostiene que lo propio del tirano es aborrecer a sus súbditos y de ser, a su vez, aborrecido por estos, “y a fuerza de malos tratamientos, exigir por el miedo el vasallaje forzado” (14). De igual forma se expresa el padre Mariana: “El tirano […] por lo mismo que desconfía de sus súbditos, a quienes teme, procura siempre inspirarles terror, por medio del aparato de su grande fortuna, por la severidad de las costumbres, y por la crueldad de los juicios” (57). Se perfila ya aquí la asociación entre tiranía y crueldad que tomará renovada fuerza en los desarrollos teóricos de los ideólogos del terrorismo político moderno. Es el principio según el cual la crueldad que pueda desprenderse de la lucha contra la tiranía se justifica en su previo uso por parte del tirano. Moralizar la violencia que acompaña el gesto libertario del tiranicida pasa por aceptar su fealdad inherente como resultado indeseado, pero necesario, de la propia crueldad del tirano. Con la muerte del tirano muere su crueldad y cesa la violencia necesaria del republicano (aquel que defiende el bien común, la res publica). Al liberar a la mayoría de ciudadanos del yugo del tirano, el tiranicida ennoblece el acto sangriento con su propio sacrificio en el altar de la república. Esa es la poética visión que se resume en las palabras de Cicerón, cuando se refiere virtuosamente al asesinato del tirano:

¿Qué es más criminal que matar, no digo a un hombre, sino a un amigo? ¿Es por lo tanto asumir un crimen indeleble matar a un tirano, a pesar de que sea un amigo? Ciertamente, el pueblo romano no lo juzga así, él que considera que, entre todas las acciones bellas, ésta es la más bella. ¿Es entonces que la utilidad en tal caso triunfa sobre la moralidad? No, es la utilidad del acto lo que lo hace moral. (iv)

Quedan así planteados los principios en los que se fundamentará el derecho a la rebelión en el siglo XVIII y el terrorismo político de los siglos XIX y XX: el tirano atenta contra la sacralidad del bien común (él se opone al pueblo y su voluntad) y lo hace a través del uso sistemático del terror; de ello resulta que su muerte no es solo un derecho (un acto legítimo), sino un deber (un acto moral y virtuoso) de todo buen ciudadano. El tiranicida pasará a convertirse en el revolucionario: el instrumento de la voluntad común de liberación y justicia del pueblo. Dicha voluntad popular, para el revolucionario, no puede ser exprimida más que en términos de violencia, ante la crueldad del tirano.

Anarquía y terrorismo: la necesidad y la reciprocidad como argumentos éticos

Será necesario esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para que un nuevo debate sobre la moralidad del terrorismo revolucionario tenga lugar. La bomba como instrumento de guerra revolucionaria (la dinamita como técnica capaz de neutralizar la superioridad de fuerza de la tiranía) se convertirá en la enseña de la facción más radical y militante del anarquismo revolucionario (cf. Laqueur 73). Es en Rusia donde cobrará notoriedad la estrategia del atentado como mecanismo para el derribo del poder del Estado. No exentos de cierto idealismo romántico, de la mano de autores como Dostoiesvski, las proclamas y atentados de los anarquistas rusos gozaron en su momento de una imagen relativamente positiva entre el público europeo y norteamericano (cf. Chaliand y Blin 125-144). Nombres como Stepniak [Serguéi Kravchinsky], quien reivindicaba el “terrorismo político” como mecanismo de transformación social; Serguéi Nechaiev, quien afirmaba que una pequeña vanguardia de revolucionarios podían hacerse con el poder a través del uso de la violencia y el terror; o Gerasim Romanenko, quien defendía el humanismo del terrorismo político por su costo menor en vidas humanas, comparado con la revolución de masas, formarán una generación de revolucionarios que difundirán la filosofía de la bomba y abrirán una etapa de atentados y asesinatos que sacudirán la opinión pública europea (cf. Laqueur 73).

Esta estrategia de lucha revolucionaria era denominada propaganda por los hechos y había surgido de la mano de otro gran ideólogo del anarquismo, Pierre Kropotkine, siendo retomada y difundida por otros grandes teóricos del movimiento europeo (cf. Meuwly 88). Uno de los más importantes de ellos, el alemán Johann Most –a quien se le atribuye la paternidad del término propaganda por los hechos (cf. McElroy 102)–, imprimió a su estrategia el sello de la violencia radical que abriría el debate de los límites de la crueldad en la lucha revolucionaria: “El sistema actual será más rápida y más radicalmente derrocado por la aniquilación de sus exponentes. Por ello, las masacres de los enemigos del pueblo deben ser puestas en marcha” (McElroy 102). Esta radicalidad no era compartida por todos los teóricos de la violencia revolucionaria, a pesar de coincidir sobre el argumento de la necesidad de la lucha violenta. Malatesta es un buen ejemplo de la dificultad teórica de establecer límites morales a la praxis revolucionaria en medio del paroxismo de bombas, fusiles y bayonetas. El 3 de diciembre del 1876, Cafiero y Malatesta publicaban una carta en el Bulletin de la Fédération Jurassienne, en la que afirmaban que:

El hecho insurreccional [fait insurrectionnel], destinado a afirmar por los actos los principios socialistas, es el medio de propaganda más eficaz y el solo que, sin engañar ni corromper a las masas, puede penetrar hasta las capas sociales más profundas y atraer las fuerzas vivas de la humanidad en la lucha que sostiene la Internacional. (1)

Sobre un fondo de aparente unanimidad sobre el recurso a la violencia de los actos para transmitir el mensaje anarquista, la sucesión de asesinatos, bombas y muertos empieza a generar una fuerte polémica al interior del anarquismo sobre los alcances de esta estrategia de lucha. Pese a apoyar firmemente la violencia y la propaganda por los hechos (violentos) insurreccionales, Malatesta no comparte la radicalidad de ciertos intelectuales que, como Most o Heinzen, “no dudarían en destruir a media humanidad con tal de hacer triunfar la idea”, como tampoco comparte la postura de los pacifistas (tolstoyistas) que “dejarían que toda la humanidad permaneciese bajo el peso de los más grandes sufrimientos más bien que violar un principio” (Malatesta 60). Porque Malatesta no pertenecía a esa clase de “partidarios de la suavidad”, que tanto detestaba Sorel, que veían en cualquier forma de violencia revolucionaria un síntoma de barbarie (cf. Sorel 126, 241). Malatesta era un anarquista que consideraba la violencia “desgraciadamente necesaria para resistir la violencia adversaria” (57). No obstante, reconocía que esa violencia “contenía en sí el peligro de transformar la revolución en una batalla brutal no iluminada por el ideal y sin posibilidad de resultados benéficos”, por lo que consideraba necesario “insistir en los fines morales del movimiento”, así como “en el deber de contener la violencia dentro de los límites de la estricta necesidad” (58).

Pero el argumento de una violencia cuyos límites morales están marcados por la necesidad estricta es una espada de doble filo, puesto que pone en manos del enemigo, de su violencia y de su intensidad, la determinación de los alcances de la propia violencia revolucionaria. Si la proporcionalidad en la respuesta a la violencia del Estado es en Malatesta un criterio para la definición de necesidad estricta, podemos llegar a la situación paradójica en la cual sea estrictamente necesario ejercer una violencia en contra del tirano que sobrepase los límites de nuestra propia moralidad. Lejos de fijar límites morales, el criterio de necesidad va extendiendo dichos límites en la medida en que la violencia del enemigo se degrada. La facción terrorista del anarquismo llevó al extremo el argumento que ya veíamos con Cicerón, en el que la violencia contra el tirano no significa un triunfo de la utilidad sobre la moralidad, sino que es la utilidad del acto violento la que le otorga su carácter moral (iv).

La figura del terrorista político creó a finales del siglo XIX una enorme ola de opinión y controversia en medio de la sociedad industrializada moderna. Sus acciones agitaron el debate y las acciones en el seno mismo del movimiento anarquista y, por su puesto, generaron la reacción de otras corrientes socialistas, como los comunistas marxistas y los parlamentaristas (cf. Chaliand y Blin 125-144). Estos últimos –los socialistas moderados–, instalados en el corazón mismo del sistema democrático de las naciones liberales, rechazaban el uso de la violencia y, con mayor razón, la masificación del terror como estrategia de lucha. Para los comunistas, por otro lado, los teóricos radicales, partidarios de la violencia anarquista o republicana, eran el objetivo principal de la crítica, como se aprecia en los escritos de Engels y Marx contra Karl Heinzen (a quien Engels llama radicalista sediento de sangre), por la forma, la premura y los objetivos de sus llamados a la violencia generalizada (cf. Engels y Marx 239-263). Pero los marxistas no podían criticar la violencia anarquista o la republicana en sí misma, ni por su dureza, ni siquiera por su radicalidad; eso hubiera sido caer en una contradicción enorme, puesto que el propio Engels defiende que los proletarios victoriosos de la revolución deberán mantener “el dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios” (Engels 617). De esto se deduce que, por lo menos, una forma de terrorismo en relación a la imposición o el mantenimiento del poder no es ajena al horizonte comunista de Engels.

Así pues, por el lado de los socialistas partidarios de la revolución violenta, la cuestión de saber si existe un límite moral de la violencia justa no termina de resolverse; es decir, determinar en qué condiciones y hasta qué punto es aceptable la crueldad como estrategia de lucha política, y hasta qué punto es compatible con la justicia revolucionaria la sed de castigo, retaliación y ejercicio del sufrimiento en contra del vencido por parte del revolucionario. Resume este dilema moral de la crueldad Malatesta, cuando cita las palabras de un terrorista que habla tranquilamente de “romper la cara al enemigo después de haberle atado las manos, aunque las reglas morales y consuetudinarias no consentirían en que eso se hiciera” (57), lo que a su juicio revela un estado de ánimo cercano al fascismo, el cual se caracteriza por “emplear las peores violencias contra aquellos a los que se ha puesto preventivamente en la imposibilidad de defenderse” (ibd.). Malatesta levanta su voz contra la crueldad, a la que considera un atentado al espíritu de la revolución: “postular sentimientos de ferocidad antihumana y elevarlos a principios y táctica de partido es lo más malo y contrarrevolucionario que se pueda imaginar” (ibd.). Parece claro y, sin embargo, la misma voz que tajantemente condena al que rompe la cara del enemigo vencido defenderá, en nombre del altruismo y ante la posibilidad de que “un pueblo fuese hollado por el invasor”, el cruel gesto de “arrancar el pellejo al opresor” (id. 60). La misma falta de reciprocidad lógica que exhibe Malatesta en este pasaje se repite en Sorel cuando acusa en otros (los jacobinos de 1793) el mismo tipo de violencia que defiende para los suyos (los sindicalistas anarquistas) (cf. Sorel 239-255).

La causa de esta suma de contradicciones de los apologistas de la violencia revolucionaria se encuentra en recurrir a los pantanosos y volubles conceptos de necesidad y proporcionalidad como criterios fijos de moralidad, cuando la ola del terrorismo político de finales del siglo XIX también sacudió los cimientos morales del enemigo: el Estado y su aparato de fuerza. La violencia de este se recrudeció. Al terrorismo de los anarquistas, el Estado respondió no solo con la bayoneta y las cargas policiales, sino también con el desarrollo de la censura y la contrainteligencia policial, infiltrada y organizada en redes internacionales de información científica. El antiterrorismo había nacido, cobrando la forma jurídica de las Leyes Perversas [Les Lois Scélérates en Francia, 1893-1894] y la forma espectral de la Policía Secreta o de Estado, esa institución omnipresente que atraerá tanto la atención de Benjamin:

Su violencia carece de forma, así como su presencia es espectral, inconcebible y difusa por doquier en la vida de los Estados civilizados. Y si bien la policía se parece en todos lados en los detalles, no se puede sin embargo dejar de reconocer que su espíritu es menos destructivo allí donde encarna (en la monarquía absoluta) el poder del soberano, en el cual ser reúne la plenitud del poder legislativo y ejecutivo. Pero en las democracias, donde su presencia no está enaltecida por una relación de esa índole, testimonia la máxima degeneración posible de la violencia. (32)

A finales del siglo XIX, las bombas y los asesinatos selectivos de miembros de la aristocracia y de representantes de Gobiernos en Europa y los Estados Unidos a manos de los anarquistas incrementaron el miedo y la paranoia de los Estados. La idea de un enemigo interno, el terrorista anarquista que debe ser desenmascarado y erradicado mediante medidas policivas excepcionales, comienza a tomar forma. Por primera vez, el concepto de una guerra contra el terrorismo empieza a hacer eco en la opinión pública de las grandes naciones del mundo. Un claro ejemplo es la Primera Conferencia Internacional Contra el Terrorismo Anarquista que se llevó a cabo en Roma, en 1898, y que sentará las bases de la futura Interpol (cf. Jensen 323-347). Y aunque no todos los anarquistas fueran terroristas o apologistas de la violencia, el anarquismo en general fue objeto de estigmatización (y, por asociación, el comunismo).

Es preciso recordar que, a partir de entonces, se criminalizó la filosofía política anarquista, su difusión, la pertenencia a sus asociaciones o la colaboración con cualquiera de sus miembros. Ser anarquista era sinónimo de delincuente y de potencial terrorista; “unas bestias salvajes sin nacionalidad”, como los definió el Ministro Austríaco de la época, después del asesinato de la emperatriz Elisabeth de Austria por el anarquista Luigi Lucheni (cf. Liang 160). Los países firmantes de los protocolos de Roma y del posterior protocolo de San Petersburgo acordaron adoptar los “portrait parlé”, una versión mejorada del sistema de fichas antropométricas desarrollado por Alphonse Bertillon, que permitían identificar sospechosos de terrorismo, cuyos datos podían compartirse ahora con las policías del mundo a través del telégrafo o del teléfono (cf. Deflem 275-285). La normalización social progresiva de estas prácticas de Estado policial (la naturalización de la idea de un enemigo interno del que la sociedad debe defenderse a través de medidas excepcionales) se constata claramente en el hecho de que esas fichas antropométricas, pensadas inicialmente como mecanismo para el control de la criminalidad anarquista, terminaron extendiéndose a toda la población bajo la forma de cartas de identidad ciudadana.

En resumen, esta violencia institucional era (y lo sigue siendo), desde el punto de vista de Estado, una violencia justa contra los enemigos del orden y de la autoridad; y la justicia de esta violencia estatal será defendida oficialmente con el mismo tipo de argumentos afectivos, metafísicos e idealizantes que han usado desde siempre los teóricos de la revolución (cf. Walzer 2001 43-51). Así, a cada nuevo incremento de la crueldad en las formas de la violencia del Estado, derivadas de la técnica (i. e. la tortura) o la tecnología (i. e. las bombas y los aviones), nuevas razones vienen a justificar la respuesta cruel de los revolucionarios. Como en la defensa sartreana de los atentados del FLN en Argel ante la brutal ofensiva del ejército francés (cf. Sartre 17-36), se impone una dialéctica especular en la que la violencia revolucionaria responde una violencia previa del Estado (colonial o policial), convertido así en una nueva forma de tiranía que justifica, en nombre de la necesidad y la reciprocidad, el recurso al terror del rebelde. Y, sin embargo, el gran problema ético en el ejercicio de la llamada violencia justa, la crueldad, no alcanza a ser resuelto. La razón es que la crueldad contradice el argumento de la necesidad que se usa como criterio para definir la justicia de la violencia revolucionaria.

Esta contradicción se señala en el hecho de que la crueldad es un escenario particular de violencia en el que prevalece la voluntad de sufrimiento sobre una víctima siempre reducida a la impotencia. No es solo la presencia de sufrimiento en sí la que determina un escenario de crueldad, sino el hecho de que dicho sufrimiento sea el resultado de una voluntad que se impone sobre otra en imposibilidad de resistir. En este sentido, es propio del escenario de crueldad una condición que es impropia de la violencia justa (sea revolucionaria o estatal): se trata de la asimetría de fuerzas (limitada al espacio y al tiempo del escenario cruel) entre quien ejerce la violencia y quien la padece. La violencia justa no puede ejercerse en condiciones de asimetría, puesto que, esencialmente, ella es necesaria; responde a otra violencia históricamente opresora que dispone de la fuerza y de los medios para constituirse en un poder. Al ser despojado el enemigo de esos medios y de ese poder, al ser vencido o reducido a la impotencia, toda violencia en su contra dejaría, por definición, de ser necesaria.

Conclusión

Podemos sugerir que es en el factor de la voluntad en el que se decide el predicado cruel de la revolución, y no en la presencia del sufrimiento y la muerte que le son inherentes. El ejercicio de la violencia justa por parte del sujeto histórico moral puede engendrar el sufrimiento de otros, pero no como el resultado de una voluntad, sino como una consecuencia indeseada de una acción necesaria. Es el argumento que sostiene Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia: si el sujeto histórico de la violencia, moralmente probo, no tiene en su carácter un espíritu de crueldad ni le anima voluntad de sufrimiento alguna, no hay razón para confundir su violencia con el salvajismo, los ríos de sangre o el disfrute de la tortura (cf. Sorel 171, 241-242). El calificativo cruel aplicado a esta violencia no se referiría a su esencia, sino a la descripción de un efecto contingente; es decir, el dolor y el sufrimiento involuntario de unos pocos. Esta es la posición que defiende Engels, quien ve la revolución como un acontecimiento histórico necesariamente autoritario (617). Desde este punto de vista, acusar de crueldad a la revolución por recurrir a la violencia sería como acusar a un tren de crueldad porque arrastra a algún desafortunado que cae accidentalmente a las vías. No traicionamos a Engels cuando pensamos en la inevitabilidad histórica de la revolución que animaba a los comunistas (y a los anarquistas) de entonces, desde la metáfora de ese tren imparable que debe ser conducido por los revolucionarios hasta su destino socialista, sin poder evitar dejar unos cuantos muertos y mutilados, por aquí y por allá, en las vías de la historia.

Pero esto es solo la versión idealizada de la revolución. La historia nos muestra una y otra vez ese tren metafórico de la revolución pasando intencionalmente sobre los enemigos atados previamente a las vías. Hay que preguntarse, entonces, si el terror revolucionario es en realidad un accidente o una consecuencia necesaria de la violencia ejercida contra la tiranía, porque la legitimidad de la violencia justa se basa en que procede de una violencia previa del Estado. Esta es la clave de su necesidad histórica. Pero la medida de la violencia del Estado es la de la tiranía: el terror. Solo sobre la ilegitimidad de la violencia del tirano (en el uso del terror, como ya lo señalara Aristóteles) se legitima la violencia revolucionaria. El principio de reciprocidad le confiere a esta violencia revolucionaria la potencia de la retaliación. El revolucionario es un verdugo que hace rodar la cabeza del tirano y esparce la muerte y el sufrimiento entre sus esbirros. Hasta allí, no es posible establecer fenomenológicamente una diferencia fundamental entre esta violencia que emana del verdugo revolucionario y aquella que emana del tirano. Solo quedan para la defensa de esta violencia revolucionaria los argumentos metafísicos y subjetivos: la justicia de los fines que persigue y la moralidad del sujeto histórico al cual sirve de medio. Así pues, sobre la base de un agente histórico virtuoso y moral, y en los fines de libertad y justicia que pretende, la violencia revolucionaria quiere tomar su lugar lejos del salvajismo, la bestialidad y la crueldad que son, en contrapartida, considerados como componentes esenciales (aunque siempre indefinidos) de la violencia opresora, hegemónica o estatal. Sin embargo, esta distinción aparente no es suficiente.

Quedará siempre la duda de si la cabeza del tirano no será reemplazada por la cabeza de su verdugo, el revolucionario victorioso, convertido, a su vez, en un nuevo tirano, dando continuidad al ciclo histórico perverso de la violencia y el derecho al que se refiere Benjamin en su Crítica (44). Parece una fatalidad que toda revolución termine convirtiéndose en una tiranía, a no ser que se adopte la fórmula radical del sacrificio que el poeta Hugo pone en boca de Enjolras, el ficticio líder revolucionario obligado a la crueldad del castigo contra quien mancilla la revuelta de 1832 en París: “Yo he juzgado y condenado a muerte. […] En cuanto a mí, obligado de hacer lo que he hecho, pero aborreciéndolo, me he juzgado también, y pronto verán a qué me he condenado” (1140). El destino que sugiere Hugo para Enjolras es el mismo de Prometeo encadenado y torturado por llevar a los hombres la luz del fuego; o el de Moisés, quien cumple la misión de conducir a los suyos a la tierra prometida de la libertad, sabiendo que la muerte le impedirá poner sus pies en ella. La rebelión da muerte al tirano, pero en el mismo movimiento, sacrifica al líder revolucionario en el altar de la revolución. Solo así la verdadera violencia justa puede dar paso a un mañana liberado de la mancha del terror y la crueldad de su lucha contra la tiranía.

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Todas las traducciones incluidas en el presente trabajo son propias.
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León González, A. «¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta». Ideas y Valores, vol. 72, n.º 181, abril de 2023, doi:10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097.

ACM

[1]
León González, A. 2023. ¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta. Ideas y Valores. 72, 181 (abr. 2023). DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097.

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(1)
León González, A. ¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta. Ideas Valores 2023, 72.

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León González, A. (2023). ¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta. Ideas y Valores, 72(181). https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097

ABNT

LEÓN GONZÁLEZ, A. ¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta. Ideas y Valores, [S. l.], v. 72, n. 181, 2023. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/108097. Acesso em: 3 may. 2024.

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León González, Adolfo. 2023. «¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta». Ideas Y Valores 72 (181). https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097.

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León González, A. (2023) «¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta», Ideas y Valores, 72(181). doi: 10.15446/ideasyvalores.v72n181.108097.

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[1]
A. León González, «¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta», Ideas Valores, vol. 72, n.º 181, abr. 2023.

Turabian

León González, Adolfo. «¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta». Ideas y Valores 72, no. 181 (abril 17, 2023). Accedido mayo 3, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/108097.

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1.
León González A. ¿Puede ser moral la crueldad revolucionaria? Los dilemas éticos del terrorismo frente a la tiranía: de Aristóteles a Malatesta. Ideas Valores [Internet]. 17 de abril de 2023 [citado 3 de mayo de 2024];72(181). Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/108097

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