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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.79  Santiago  2022

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602022000100148 

Ensayos

En los entreveros del placer. De la gula y la lujuria

In the entanglements of pleasure. Of gluttony and lust

Olga Grau Duhart1 

1Universidad de Chile, Chile

Resumen:

El texto tiene como inspiración el tratamiento que hiciera Humberto Giannini (1997) de los llamados “pecados capitales” en su negatividad, en tanto “espíritus del mal”, a partir de los sentidos de la tradición cristiana. Daremos cuenta de la interpretación que hace de esos “espíritus del mal”, centrándonos en los “pecados” de la lujuria y la gula, poniendo esta interpretación en relación con otros meandros de interés propio que hacen sentido para una reflexión sobre el placer, de la que siempre estaremos en deuda por ser este esquivo a su comprensión recortada, dadas sus posibilidades relacionales ilimitadas que sobrepasan la experiencia o la imaginación particulares y restringidas que cada cual tiene.

Palabras clave: apetito; vicios; mal; bien; transgresión; placer; gula; lujuria

Abstract:

This study take its inspiration from Humberto Giannini’s treatment of the “deadly sins” in their negativity, as “evil spirits”, in accordance with their meanings in the christian tradition. Here we will keep in mind Giannini’s (1997) interpretation of those “evil spirits,” focusing on the “sins” of lust and gluttony, and placing this interpretation inrelation with other meanders of self-interest that are worth considering for a reflection on pleasure. It goes without saying that we will always fall short of a thorough development of such a reflection, given the unlimited relational possibilities of pleasure that surpass the restricted experience, imagination and speculative capacities of each individual person.

Keywords: appetite; vices; evil; good; transgression; pleasure; gluttony; lust

Inicio

Si bien el cuerpo no ha sido olvidado u omitido en el transcurrir histórico del pensamiento filosófico, ha sido temido en sus fuerzas pulsionales porque ponen en riesgo un orden regulatorio, sostenido en una racionalidad previsora acerca de los comportamientos humanos que garantizaría su ajuste adecuado y aseguraría su estabilidad. Ajuste que se pretende universal y que se garantiza y reafirma cultural y políticamente, como también en las dimensiones económicas y de los afectos. Desde esta lógica, todo exceso, toda transgresión a los límites de configuración del orden amenazaría no solo al individuo, sino también a la totalidad social y, por ello, solo puede ser permisible en carnavales o rituales sociales, donde ocurriría un “gasto improductivo” (Bataille 1987: 28) de energías pulsionales en el deseo de su despliegue, y donde también la transgresión puede encontrar su significación social.

En este texto me interesa aludir al exceso de los placeres del cuerpo desde la lectura que ha hecho la tradición cristiana de ellos, tradición que sería posible considerar también en su propio exceso en cuanto a las disquisiciones obsesivas y delirantes que realiza sobre los pecados, donde se presume que la búsqueda inicial del bien se transforma en mal. Tomaremos como punto de partida la consideración que hace Humberto Giannini de los pecados capitales y nos adentraremos en los pecados de la gula y la lujuria relacionados con una exterioridad vivida carnalmente. En la tradición cristiana los vicios capitales son tratados en su vinculación con el bien, dado que, tal como nos lo recuerda Giannini en el capítulo “El espíritu de la avaricia” de su libro Del bien que se espera y del bien que se debe: “al fondo de cualquier vicio hay una inclinación natural: buena y legítima” (Giannini 1997: 165). Indudablemente asoma la sensibilidad del Medioevo en su tratamiento y aparecen aludidos los enfoques de Casiano, San Gregorio y Santo Tomás. Sin embargo, Giannini les da un hálito contemporáneo en su exposición, ampliando su significado filosófico desde sus propias pasiones reflexivas que apuntan al convivir.

En los países de dominancia cristiana, siguen teniendo peso un conjunto de simbolizaciones y significados que han sido inhibitorios o estigmatizadores del placer corporal. Algunas de tales simbolizaciones serán atendidas en este texto desde una perspectiva crítica tomando en cuenta ciertas connotaciones afectivas y políticas.

Del mal como descuido y como asalto ocasional

En el Libro Tercero de Del bien que se espera y del bien que se debe, Giannini presenta un conjunto de ensayos referidos a los siete vicios capitales, como quedan nombrados en el Prólogo (Giannini 1997: 14) 1 . El que formen parte de esta obra los hace pensables de modo ineludible a partir del problema de la experiencia moral, que es el centro de preocupación del libro, que hace interrogarnos acerca del mal 2 .

Los siete vicios capitales que se abordan en el libro serán entendidos por Giannini más bien como “modos de significar y habitar el mundo, que consideramos, aún hoy, defectivos” (Giannini 1997: 144), “modos de privación” (140), “modos errabundos de habitar la tierra” (141). Giannini expresa que todos ellos, salvo la soberbia, “representan modos de estar-con-los-otros, a raíz de nuestras preocupaciones cotidianas en el mundo y de las transacciones que hacemos en común” (188). Es allí donde “van surgiendo los modos defectivos de asociarnos a la vida común” (188). Volveremos más adelante sobre esto.

De acuerdo con el desarrollo que hace el filósofo, podría decirse que el carácter defectivo deriva de los modos de alejamiento respecto de la divinidad, entendida, como veremos, como ligazón universal; modos de alejamiento que, sobredimensionados, rematan en los “siete vicios capitales de los que habla la tradición cristiana” (141). Los términos usados por Giannini en distintos momentos del texto se alternan en sus denominaciones como vicios, pecados, espíritus del mal, pero que en sus contenidos coinciden en remitir a una raíz común: “La soberbia (u orgullo) es la raíz espiritual –el órgano oculto de sustentación– de todos los vicios, el principio de todos los principios defectivos de la acción” (1997: 149). Pecado capital sería, entonces, de los otros pecados capitales. Su condición mayúscula como tal refiere a la separación originaria con Dios, que remata en el exilio del jardín perfecto en el que todo estaba unido con todo, sin fisura, en perfecta plenitud. La soberbia, causa de todos los males, es entendida como “primitiva voluntad de separación, de autosuficiencia” (1997: 140), aspecto que es sin duda clave para examinar el problema de la libertad y la determinación de los propios actos.

El nombre de los distintos capítulos del Libro Tercero referidos a los pecados capitales no será el de vicio ni el de pecado, sino, en cada caso, el de espíritu (del mal). El orden que sigue es el siguiente: el espíritu de la vanagloria, de la envidia, de la acidia, de la avaricia, de la iracundia, de la lujuria y, finalmente, de la gula. Podemos entenderlos, a partir del abordaje que hace Giannini, como espíritus del mal en su negatividad, en tanto negación del bien, o como espíritus afectados por el mal, donde se pone más énfasis en el significado etimológico del término vitium como fallo o defecto. Giannini les designa también como demonios –tal como aparece nombrado en “El espíritu de la acidia” como “demonio del mediodía”–, en lo que tendrá en cuenta a Casiano 3 quien

llama ‘espíritus’ o ‘demonios’ a aquella fuerza que, desde el interior de nosotros nos induce a actuar, cada vez que se presenta la ocasión, de una determinada manera reñida con el bien. Los demonios son engendros que permanecen en el alma humana, que se apoderan de ella y la hacen víctima y esclava de sus pasiones, apenas el alma se descuida de sí. (Giannini 1997: 143; el énfasis es mío)

Quisiera relevar, en el texto anterior, el término referido al descuido del alma, el que habría que indagar en su condición de resorte del mal. El mal sería inherente al alma humana, después de la ‘caída’, el que desde su estado larvario haría su emergencia ante el descuido del alma respecto de la presencia de esa fuerza en su condición de engendro y, al mismo tiempo, como una fuerza engendradora de mal; en sí misma es un engendro que tiene una existencia permanente en el espíritu humano, un espíritu en el espíritu, se podría decir, el que no se libra nunca de sus ímpetus pasionales, incluso el de su propia aniquilación. Habría una instigación, una inducción, pero que requiere de ocasiones propicias para tener lugar, como la de una cierta desatención, o un olvido de esa fuerza, o una indolencia o acidia. Si esas oportunidades, relativas a una cierta flojera del espíritu, no se dieran podríamos preguntarnos: ¿el alma tendería espontánea y permanentemente al bien?, o ¿qué podría garantizar el que esas condiciones no surgieran? En este punto se podría inferir que el talante requerido es la templanza del espíritu atento, cuidadoso, vigoroso en su fe, que sería operar el recuerdo de la no separación (unión original) con su principio divino antes de la caída. Pero la separación se realiza de manera permanente desde ese lugar frágil, expuesto y vulnerable que caracteriza lo humano. No hay escapatoria; solo la virtud superaría el descuido del alma, en la recreación o restauración de la unidad, de la ligazón con el principio superior. El máximo placer, podríamos decir, es la alegría del alma enlazada en conformidad con él.

El bien, de acuerdo con el texto citado, podría entenderse como inclinación natural del espíritu, amenazado por el espíritu del mal siempre acechante, o como lucha contra el mal en tanto fuerza presente manifiesta. La presencia agazapada del mal es permanente, a la espera de ese momento favorable para tomar forma y desviar la inclinación natural. Podríamos entender el mal también, y es mi propuesta interpretativa, como el efecto de un excedente de la omnipotencia creativa, algo que se escapa del plan divino, como ocurre con Lucifer y los ángeles que le siguen, y luego los humanos. Dios mismo habría generado un exceso al crear a su imagen y semejanza no solo lo humano sino también a los ángeles. Dotándoles de poder intenta gobernar y dominar aquello que produce; establece una prohibición, una ley para los seres angelicales y humanos: que no pretendan tener su mismo poder. La omnipotencia le será reservada a Él. Mas, no podrá dominar de manera plena el deseo que ha insuflado en ellos, que no es sino manifestación y testimonio de esa potencia con la que ha sellado sus almas, un eco de omnipotencia que se repetirá y repetirá. Como dice Casiano (2019: 166) sobre el demonio: “Mas, infatuado por la soberbia, dijo en su corazón: ‘Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo’” 4 . El mal no es sino el deseo afirmativo de esa potencia a la que lo humano no le pone límite, desoyendo el mandato. Dios ha expandido el deseo en sus criaturas haciéndolas parte de su propia potencia. Sin embargo, parece haber dicho: ‘Sé grande, pero en la mesura’. La desmesura es propia de la creación divina, es la realidad misma de la omni-potencia de su agente. En el ser humano el deseo (potencia) lo tenemos como voluntad que puede llegar a realizarse en su mayor magnitud, de manera execrable o enaltecida, aunque ambas con el tinte de la soberbia.

Volviendo a nuestro desarrollo anterior, en todos los humanos como especie habitaría el espíritu del mal y, por tanto, sus espíritus tendrían que estar atentos para que aquel espíritu relativo al mal no hiciera su emergencia o su posesión. Giannini nos dice:

Partamos de este principio: cualquier vicio es carencia de un bien que se tenía y debiera tenerse, un menos de nuestro ser natural. Privación es la palabra. Por tanto, un mal que se sufre. Una impotencia. Pero, por el hecho de corromper algún aspecto de la vida universal y asociativa, por eso, es también un mal que se hace. Y es este último aspecto el que examinaremos ahora; el que escinde, el que pone distancia entre las cosas que debieran estar religadas. (1997: 182; el énfasis es mío).

Podríamos detenernos en la expresión del mal que se sufre como impotencia. Pareciera que estamos ante una diferencia entre concebir el mal como privación, en un sentido defectivo, impotencia, y concebirlo, como hemos intentado hacerlo, como expresión o resultado de una potencia, animada por el deseo de un más que es trasgresor y al mismo tiempo reproductor de un gesto de rebeldía. Un deseo ligado a la seducción por un mayor poder. En nuestra interpretación, la potencia implicada en el mal, en el espíritu del mal como vicio, quedaría asociada al sentido del goce y no al del sufrimiento; al placer y no al dolor; a una expansión y no a una privación. El reverso de la impotencia. En cierto sentido, podríamos decir que se daría una situación paradojal si enlazamos ambas perspectivas: el mal como impotencia es el despliegue de una potencia. Y la salvación humana estaría en la anulación del deseo de potencia sin límite, en la retracción del deseo soberbio, en la renuncia a la potencia desmesurada.

Como ya habíamos citado al comienzo, en la concepción cristiana de los vicios, “al fondo de cualquier vicio hay una inclinación natural: buena y legítima” (Giannini 1997: 165); cada vicio sería una alteración de esa inclinación, una perversión. La inclinación buena sufriría una mudanza, su forma y dirección se alterarían, lo que constituiría una variación que compromete y sustituye su sustancia o su esencia de modo tal que la inclinación hacia el bien se muda a inclinación por el mal. El demonio introduce la alteración en la inclinación natural o buena y superpone otra inclinación, la de desear ilimitadamente. Inoculado el deseo de poder se abre la imaginación y la libertad humanas. Lo que produce la voz de la serpiente en el paraíso no es sino la imagen de la omnipotencia –no imaginada ni deseada aún por Eva y Adán– que inclina la voluntad al mal. El punto de quiebre, el giro es dramático: la intromisión de una fuerza desviante habitará como posibilidad permanente en lo humano. Bien y mal se ponen en lucha y el individuo podría intentar sobrepasar el mal, superarlo; o, simplemente, el mal se acuesta sobre el bien y usa la ‘debilidad’ del individuo (su deseo omnipotente) para realizar su posesión.

En las lecturas que podamos hacer de Casiano, San Gregorio y Santo Tomás, nos sorprenderá el detalle, la minucia con que son considerados los pecados, los vicios; pormenorizados, jerarquizados en verdaderos árboles genealógicos, con insistente abundancia en las descripciones de los actos en sus gradaciones en cuanto a la presencia del mal. Se revela un saber que se ubica en un lugar de desasosiego por todo lo que le acontece al alma humana pasional que padecería el mal. Cómo traer el alma al bien si está asediada o amenazada permanentemente por el mal. El esfuerzo es enorme y causa cierta hilaridad la construcción de un sistema tan coherente para evitarlo; la misma obsesión por el bien da cuenta de una suerte de imposibilidad en esa ‘fragilidad humana’ (término recurrente en la moral cristiana), de una ilusión de bien pleno.

Casiano confía en la oración como instrumento de salvación y afirma:

Una vez que el demonio ha sido expulsado de nuestro corazón con los vicios que en él imperaban, Dios establece su soberanía en nosotros, al tiempo que se difunde en nuestro interior la mística fragancia de las virtudes. A la fornicación vencida sucede la castidad; superada la ira, asienta la paz sus reales; sobre las ruinas de la soberbia se cierne el reino de la humildad. (181)

Giannini, en el desarrollo que hace respecto de los vicios capitales, expresa que salvo la soberbia “todos ellos representan modos de estar-con-los otros, a raíz de nuestras preocupaciones cotidianas en el mundo y de las transacciones que hacemos en común” 5 . Es allí donde “van surgiendo los modos defectivos de asociarnos a la vida común” (Giannini 1997: 188). Es en el trato cotidiano con los otros que se puede realizar el bien que se espera o el bien que se debe, como también darse el obstáculo, su dificultad. Es en esa concurrencia e intercambio que nos tropezamos, tropiezo que estará dado en la relación con las cosas del mundo, pero a través de otros:

la convergencia o divergencia, es en relación a otra cosa, a algún interés, a causa del cual el prójimo colabora, sirve (como instrumento) o se vuelve nuestro enemigo. Para decirlo con un término ya empleado: en todas estas conductas, la relación al otro es una relación de soslayo, simplemente la de estar con alguien en tal o cual tarea, donde la tarea misma es lo que se tiene al frente. (1997: 189)

Giannini establecerá una diferencia entre todos los vicios que se orientan a algo fuera de sí mismo (recordemos que ya la soberbia queda fuera al estar asociada a la autorreferencia), con el de la lujuria: “

Lujuria, en cambio, es el mal que proviene de un apetito –tal vez el más fuerte y decisivo para la vida– en que el otro es el objeto y, a la vez, fin final de la apetencia” (1997: 189).

Con esta consideración nos encaminamos a la reflexión sobre la gula y la lujuria. Es importante señalar que el exceso, la desmesura que hace que la inclinación al bien se desvíe hacia el mal, más que alejamiento de la razón es – desde la interpretación que podemos hacer desde la perspectiva de Giannini– un alejamiento respecto de un estado afectivo: sentir la unión, la relación vinculante con el mundo; un distanciamiento donde ocurre la pérdida a la que se está expuesto cuando se moviliza un sentido de omnipotencia que concentra en el propio yo, como absorbente del mundo, la culminación placentera. Subrayo esto, porque nos alejamos de una visión más racionalista en la consideración del espíritu del mal y reconocemos en Giannini un énfasis más bien en la dimensión afectiva como sustrato comprensivo del exceso. En la lujuria, por ejemplo, se pierde la dignidad del sujeto sentido como objeto, como mera carne, desprovisto de un vínculo, ajeno al sentir de la con-vivencia. Giannini se aleja así de Santo Tomás, para quien el pecado, el exceso, traspasa el orden de la razón, la menoscaba 6 . Para Giannini el exceso sería más bien una cuestión de olvido en el sentir la condición ontológica originaria de vinculación, un ir a contracorriente de una marca de nacimiento.

Los apetitos del comer y del sexo

El término apetito se utiliza principalmente en su relación con el deseo sexual y con el deseo del comer, ambos fuertemente vinculados a experiencias materiales corporales que se les asocia, cuando son insaciables, a un yerro de la tendencia natural del apetito. Los espíritus del mal llamados carnales son la gula y la lujuria, donde el cuerpo en su materialidad está fuertemente implicado, a diferencia de los otros llamados espirituales. En la línea de la semejanza entre gula y lujuria, Giannini aludirá a las consideraciones que hace Aristóteles y también Santo Tomás, que sigue el mismo argumento de Aristóteles, quienes establecen una relación de precedencia y continuidad entre el apetito del comer y el apetito sexual. En sus términos:

Santo Tomás sigue y prolonga el mismo argumento: es a través del proceso diario de selección, síntesis y almacenamiento vitales que realiza el individuo en vistas de sí mismo, que ese mismo individuo ya estaría proveyendo el material por el que se expande la vida –y la historia– más allá de los individuos actuales. Todo, conforme a los planes de la Providencia. (Giannini 1997: 192)

Giannini hará también alusión a los vínculos que ha establecido el pensamiento contemporáneo entre el apetito alimenticio y el sexual, haciendo referencia a Freud en la precedencia de la fase oral y su “prolongación subterránea en la sexualidad de la vida adulta” (1997: 193). Asimismo, remitirá a Sartre que “vio en la degustación del alimento un anuncio del goce sexual y, en ambos, intentos fracasados de apropiación del ser en sí” (193); y a la psiquiatría en su atención al problema de la anorexia como miedo a la vida sexual “que oscuramente liga la enferma a la ingerencia de alimentos” (193), afirmación basada en las elaboraciones de Otto Dörr al respecto. Luego relacionará el apetito de comer y el apetito sexual con la idea de la apropiación que los vincula a la fuente común del conocimiento: “el niño se lleva todo a la boca […] primera asociación del conocimiento a la función gustativa […] aquella primitiva relación entre sabor y saber” y “la atracción hacia el otro [expresada] en términos orales (‘Comerse a alguien, comérselo por los ojos’, etc.)” (194).

En cuanto a las diferencias, Giannini trae la distinción medieval entre el vicio de la lujuria y el de la gula, porque la lujuria se refiere a una relación con el otro; en cambio el de la gula refiere a una relación con las cosas, con lo otro, con las materias que sirven de alimento y que permiten el goce excesivo en su disfrute 7 . Pero ambas, lujuria y gula se dan en el cuerpo, a través de él, son formas de relación que afectan la materialidad del propio cuerpo. La gula y la lujuria están vinculados estrechamente con la búsqueda de placeres corporales en los que se da el exceso, un ir más allá del cumplimiento de la necesidad. No queda asociado el vicio a la necesidad corporal, a la inclinación natural, sino a un imaginario de desmesura, en que ese fuera de medida del deseo causa y gatilla el placer asociado al mal, ese desear con avidez.

De la gula

No nos hartemos y acumulemos de todo mucho

Rabelais, Gargantúa y Pantagruel

Soñadores o creadores de nuevas formas: no me privéis de beber. Bebamos.

Que sea eterno el enrojecimiento de nuestros rostros nerviosos y secos.

Rabelais, Gargantúa y Pantagruel

El encuentro del hombre con el mundo que se opera

en la boca abierta que tritura, desgarra y masca es uno de los temas

más antiguos y notables del pensamiento humano. El hombre

degusta el mundo, siente el gusto del mundo, lo introduce en su

cuerpo, lo hace una parte de sí mismo.

Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento

1

El apetito 8 del comer, ligado a una necesidad corporal, aparece generalmente vinculado a una necesaria regulación, la que hace sentido tanto a las filosofías de Epicuro y Séneca, a hedonistas y estoicos, al cristianismo y a todas las concepciones higienistas y médicas modernas o, en el mundo oriental, a las taoístas, confucionistas o ayurvédicas, que han postulado la búsqueda del equilibrio del cuerpo, lo que también puede presentarse en otras culturas. Este apetito puede tener grados de satisfacción diferenciados: de satisfacción primaria en el mero acto de comer, movido por el impulso vital hacia la conservación de la vida propia, o puede desmesurarse y dar cabida a la gula, o también puede tener vías más sofisticadas de realización. No sería, de ese modo, lo mismo ser guloso que sibarita, porque podrá decirse que lo que caracterizaría al sibarita no es el exceso desmesurado propiamente tal, como en el caso del guloso, sino la experiencia de una abundancia diversa en la acción de comer que está regida por el principio de placer en una duración de goce y disfrute sin compulsión. El placer sibarita no se agota en la boca o en el estómago y el vientre, sino que le acompaña un sentido estético gastronómico en que la variedad de los alimentos se busca y dosifica. Tiene un tempo propio en que el sabor se despliega en el paladar y requiere de un intervalo para pasar a otro sabor.

Giannini en su consideración del espíritu de la gula refiere a Santo Tomás:

Santo Tomás repite y examina una aguda clasificación de las formas de este vicio, que había hecho San Gregorio. Y muestra que hay una gula estética, selectiva: el arte de la buena mesa, que reconoce los sabores en sus más variados y finos matices, experta en combinarlos de mil maneras (laute et studiose) 9 ; que ya se goza en el puro imaginar y describir lujuriosamente cada fórmula de preparación y adobo, y en conocer y recomendar cada lugar en que se elaboran y se ofrecen las especialidades preferidas. Los placeres del sibarita. Y por tales deleites dejará los negocios, venderá ‘su progenitura por un plato de lentejas’ dejará a su amada(o) esperando en su lecho (como en un cuento del Decamerón); irá marginando de su pensamiento cualquier otro vínculo al mundo y sus cualidades (valores) que no sea este, al que se accede por el paladar. (Giannini 1997: 196; el énfasis es mío).

El problema es entonces cuando se reduce la experiencia en su exacerbación, marginándose del espíritu el vínculo con el mundo en su totalidad. Giannini utiliza el término de “desdibujamiento del impulso” –como lo que ocurriría también en el espíritu de la lujuria–, que no es su difuminación, sino su desvío respecto de su sentido benéfico, asociado al bien; se llega a concebir el impulso como “fin final” (1997: 196). Y la gula “parecía al medioevo la más grotesca e irracional inversión de valores. […] Por eso, este vicio es el más prolífico, en cuanto a los pecados que nacen de él. Porque cuando se llega a tal trasmutación de valores, todo es posible” (196).

Si queremos tener de manera fuerte la representación de la gula en su aspecto carnal, es un buen texto el de Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, obra de humor escatológico que resulta ser la expresión de una aguda mirada de la sociedad y la cultura de su tiempo a través de la ironía y el sarcasmo. La gula será la de estos gigantes, en la desmesura de su estómago y de su vientre; se describirán escenas fantásticas de banquetes extraordinarios como también la descripción de sus consecuencias en actos fisiológicos del cuerpo como la defecación, las flatulencias, vómitos, micciones. Y los excesos de la gula llegarán a comprometer no solo las materias fecales del vientre, sino también quedarán confundidas con la sexualidad y sus consecuencias reproductivas.

Gargamella, mujer de Grandgousier, que parirá a quien se le dará el nombre de Gargantúa –en conformidad con el parecer de quienes han asistido como comensales debido a la potencia de la garganta de la que sale el grito del recién nacido–, vivirá en medio del parto las consecuencias de la gula confundiéndose las materias orgánicas sexuales y digestivas:

Poco tiempo después comenzó ella a suspirar, lamentar y gritar. De pronto empezaron a salir comadronas de todas partes, y tocándola en el bajo vientre encontraron algunos repugnantes rollos de piel y creyeron que fuera el niño; pero era el fundamento que se le escapaba por efecto de la distensión del intestino recto (al que vosotros llamáis la morcilla cular) a causa de haber comido callos con gran exceso. (Rabelais 1923: 54)

El bebé, ayudado por una partera, salió finalmente por la oreja de su madre y no gritando como cualquier bebé, sino a gritos invitando a todos a beber.

En el comentario del libro que hace E. Barriobero y Herrán, traductor español de la obra y prologuista de la edición Aguilar de 1923, se trataría de una crítica a las desmesuras de clérigos, militares, sobornistas:

La tendencia de la obra es la misma que la de nuestro Quijote: matar con el dulce veneno de la sátira las malas costumbres y los pésimos gustos de la época. Los pedagogos, los frailes y los conquistadores militares salen muy mal parados de la obra de Rabelais. (1923: 20)

Sin embargo, Mijail Bajtin, nos ofrecerá otra perspectiva sobre la obra de Rabelais, que ha sido a su juicio mal comprendida, y verá en ella una puesta en escena de la cultura popular en que el desborde y el desorden forman parte de su experiencia colectiva; en el carnaval, la fiesta, los rituales, acontecería siempre un exceso. No hay carnaval, fiesta, celebración populosa donde no haya una vivencia del exceso, un traspasar los límites de la vida regulada y la emergencia de lo grotesco.

A diferencia de los cánones modernos, el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que este se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz. En actos tales como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades naturales, el cuerpo revela su esencia como principio en crecimiento que traspasa sus propios límites. (Bajtin 2003: 24)

En lo grotesco, el cuerpo es soporte de la demasía, la exuberancia, lo hiperbólico, y la escena de su despliegue posee también esos caracteres. En Gargantúa, el banquete será una imagen privilegiada y persistente. La obra, rica en imágenes desmesuradas, coloca el acto de comer como acto lujurioso, derivado del deseo impetuoso e irresistible de algo que puede transportar a un mundo extraordinario, vivido en y desde un cuerpo excedido, reventado. Rabelais intenta hacer reír y para ello la gula será expuesta de modo hilarante, como escape del dolor, como sabiduría popular que sabe de compensaciones.

Se presume, por algunos, que como médico Rabelais quería producir alivio en quienes padecían sus enfermedades dolorosamente, y puede que las palabras dedicadas a los lectores que preceden a esta narración, se hayan prestado a tal interpretación:

Si no aprender, os hará reír;

Otro argumento no puedo elegir

Ante ese vuestro dolor insano.

De risa y no de lágrimas quiero escribir,

Ya que reír es siempre lo más humano.

(Rabelais 1923: 35)

Sin embargo, en lo dicho en “cordial alegría”, nos dice Rabelais, puede apreciarse un sentido que está oculto y en tanto lectores podremos encontrar en su obra “un gusto diferente, una doctrina más profunda que os revelará muy altos sacramentos y misterios horríficos, tanto en lo que concierne a nuestra religión como al estado político y la vida económica” (1923: 39). El trato con la gula que hace Rabelais, como forma del gusto, toca lo superlativo en cualquier orden de cosas, nombra el acontecer excesivo en que lo humano vive. En su novela Gargantúa y Pantagruel, la gula deviene lenguaje voraz en ese decir los excesos del alma humana y sus paradojas.

Ilustración de Gustave Doré 

De la lujuria

2

Veamos ahora, cómo se da en la sexualidad el bien “desviado” de su fin, el apetito sexual natural que conduce en esa desviación al “vicio” o “espíritu del mal de la lujuria”. En la consideración del “espíritu de la lujuria” o “amor libidinoso”, Giannini aborda de manera atrayente el asunto asociando la lujuria al “lujo, la sobreabundancia”, a partir del sentido que tuvo en el medioevo:

Es lujuriosa, una naturaleza desbordante en formas y colores que se confunden y se entremezclan, sin dejar espacio para la orientación de la mirada; es lujurioso el orador que se engolosina con cada palabra con olvido total de la realidad que está nombrando. En resumen: es lujurioso, quien, prendado de los medios que usa, va postergando el fin al que esos medios están ordenados. (1997: 179)

Como ya se ha establecido, el “vicio” en el cristianismo se relaciona con el exceso, que tiene la connotación de la separación y del apartamiento de algo, que produce el dislocamiento. Giannini ve en la ambigüedad de los significados relativos al exceso un problema y afirma que “exceso no significa exclusiva y esencialmente, ‘demasía’, y esto es lo que nos autoriza a presentar la lujuria de otro modo de como la tradición clásica definía la intemperancia” (1997: 180).

En el caso de la lujuria 10 sería un exceso de deseo de unión con el otro, a riesgo de destruirlo o amenazarlo en su mismidad. A la base de la lujuria está el buen deseo (el bien) de unificarse, a través de la vinculación con el otro, con el universo mismo. Dónde ocurriría la desviación. Tal vez en un exceso de deseo de otro que se espera pueda colmar un vacío, el deseo de quien se concentra egoístamente en una existencia que se cierra sobre sí misma. El ‘a través’ se pervierte, el movimiento mismo se desvía de su natural tendencia, de su esencia: estar en armonía y unificadamente con el universo a través del encuentro con el otro. La lujuria sería, entonces, el exceso de deseo de encuentro, el que se da más allá de la consideración de todo límite en la relación con un otro. Podríamos decir que la lujuria es indiferente al otro, de tal modo que todos los otros son equivalentes e idénticos o idénticas para esa sexualidad ciega y desbordada que indiferencia los rostros; es decir, el otro deviene mero instrumento. Es como si el cuerpo se concentrara en uno de sus miembros o partes (genitales) y todo el cuerpo latiera allí reduciendo el ser y su relación con el mundo. La lujuria sería la reiteración compulsiva y obsesiva del acto de unirse a otro sin considerar su propio deseo.

La compleja relación deseo y materialidad del deseo sexual presentes en la subjetividad y en la materialidad de las relaciones físicas, y lo que unas y otras despliegan en el campo imaginario del individuo, han tenido amplia expresión en la ficción literaria, reino de la libertad, donde abundan representaciones de la desmesura sexual: pensemos en el sexo anal improductivo tan valorado y convertido en paradigma del placer sexual por Sade en La filosofía del tocador y en el conjunto general de sus obras, o las ocurrencias sadomasoquistas escritas por Dominique Aury en La Historia de O, para fascinar a su amante Jean Paulhan, o las que hicieran Bataille en Historia del ojo, y Simona Vinci en De los niños nada se sabe, desplegando ambos las experiencias de los deseantes cuerpos de niñas y niños. También ocurren tales representaciones en ilustraciones, pinturas, grabados que expresan ese lugar abigarrado e hiperbólico que se da en lo real o en lo imaginario donde el placer de la carne sexualizada puede acontecer en su extremo y de manera multiforme.

Me interesa ahora señalar algunos de los enunciados que se han hecho en el ámbito de la fe católica a propósito del deseo y el placer sexual. La teóloga Uta Ranke (1984), crítica de la cuestión del sexo según la Iglesia Católica, parte su libro Eunucos por el reino de los cielos. Iglesia católica y sexualidad haciendo referencia a la sentencia de un Tribunal contra el redactor jefe de una revista satírica. Y cita:

La fe cristiana, que es fe en la persona de Jesucristo, lo cual constituye, a su vez, el contenido esencial del credo de la Iglesia Cristiana, confiesa que Dios se ha manifestado en la humanidad de la persona de Jesucristo. Afirma también que Jesucristo es el redentor y que su vida es inmune a todo pecado y placer. (Ranke 1984: 9; énfasis mío)Ante la inmunidad a todo placer de Jesucristo, redentor ajeno al placer, traigo a colación, como contrapunto, la breve novela El hombre que murió de D. H. Lawrence (2019), que trata del encuentro de Jesucristo resucitado con el mundo a través del placer. Placer que va desde el goce inicial del sol sobre su cuerpo al placer sexual que obtiene con una sacerdotisa de Isis.

Luego de resucitado y en sus primeros pasos, alejándose de su tumba y carente de todo deseo, recibe de unos campesinos un trozo de pan. Y

mojó un trozo de pan en el agua, y se lo llevó a la boca. Había que hacer por la vida. Pero toda ansia, hasta la de comer y beber, había muerto en él. Se había levantado de su tumba sin desearlo, sin ganas de vivir siquiera, vacío de todo, menos de la abrumadora decepción que, como una náusea, lo inundaba al recordar su vida pasada. Más profunda quizá que esa desilusión, más incluso que la conciencia recuperada, era aquella determinación carente de deseos. (Lawrence 2019: 54)

Y luego, en esa duración de ir sintiendo paulatinamente el mundo, “Con aquellos ojos que habían muerto ahora bien abiertos, aunque todavía turbados, el hombre continuó echado, mientras contemplaba la eterna determinación de la vida” (57), en las distintas criaturas. Comenzó a tener la sensación de “el destino de la vida le resultaba más intenso y apremiante que el de la muerte. El hado de la muerte era como una sombra en comparación con el feroz destino de la vida, con el oleaje de la vida y su determinación” (58). Muerto el Salvador y el Mesías, se ocupará de su propia vida, salvado del exceso de su propia salvación: “cometí excesos en mi misión: di más de lo que tomé y también eso es funesto y vanidoso” (59).

Era virgen y rechazaba la pobretona, pero ansiosa, vida de los cuerpos. Pero ahora sabía que también la virginidad es una forma de deseo, y que el cuerpo está siempre dispuesto a dar y a tomar, a tomar y a dar, sin medida. Se daba cuenta también de que había regresado por una mujer, o por las mujeres, esos seres que saben de la vida verdadera del cuerpo, que no conocen límites para dar ni para tomar, y con las que podría fundir su propio cuerpo. (65)

Y se encontrará con la sacerdotisa de Isis Escudriñadora que le hará sentir el placer.

La mujer ocultaba su rostro. Mientras, él se inclinaba sobre ella, vigoroso, renovado, como un amanecer. Se inclinó hacia ella, y sintió la llamarada de su virilidad, de su vigor, el impulso de sus ijadas en toda su magnificencia. “¡He vuelto a la vida!”. Esplendoroso, junto al irrefrenable ardor procedente de su carne, amanecía su propio sol irradiando calor a todos sus miembros e iluminando su rostro. Desató el cordel que ceñía la túnica de lino de la mujer, y dejó caer la prenda hasta que

contempló el brillo lechoso de sus pechos, delicadamente dorados. Los tocó, y sintió que su vida se fundía.

–¡Padre! –exclamó–; ¿por qué me has ocultado esto?

La tocó de nuevo con intensa admiración, con la maravillosa y traspasadora trascendencia del deseo. “¡Vaya! –se dijo–; esto está más allá de la oración”. (100)

En la institucionalización del cristianismo deseo y placer se ponen en entredicho. Y para ahondar en esto tendré en cuenta algunos textos del corpus discursivo cristiano católico citados por Ranke, para hacer referencia a la inquietante afirmación de que en el acto sexual no se debe tener placer y que se debe eximir del acto sexual cualquier deleite. Me basaré para ello especialmente en el capítulo “El abrazo reservado: receta para unas relaciones conyugales exentas de pecado” (1994: 157), donde encontramos afirmaciones e insensatas discusiones ante las que no podemos sino reír, pero que tuvieron consecuencias y siguen teniendo resonancias tristes en la actualidad. Una de estas, contra la que la crítica feminista arremeterá, es el mayor cuestionamiento al placer femenino y la reducción de la sexualidad a la dominancia heterosexual y reproductiva, problematizadas radicalmente desde la consideración del deseo y el placer de fisonomía múltiple.

Acá interesará espiar esas situaciones que se describen en el discurso teológico (o seudoteológico como dirá Ranke) de manera general, determinadas como atentatorias contra determinados principios y que refieren al dormitorio conyugal, es decir, a las relaciones entre un hombre y una mujer legitimadas por el ‘sacramento matrimonial’. No quedan libres respecto de una sexualidad que tome sus propias formas, sino que esta debe someterse a una fuerte y precisa normativa, especialmente la relativa a una sexualidad infecunda, de no procreación. El abrazo reservado será la alternativa propuesta por Huguccio, maestro de Inocencio III, al coitus interruptus, considerado pecado. El abrazo reservado no lo es si el marido se retira y no expulsa semen fuera de la vagina de su mujer (único lugar permitido en función de la reproducción). Si se derrama experimentará placer y eso constituye pecado. El placer es el que queda censurado y solo puede ser legítimo si ocurre en la escena en que la reproducción queda abierta como posibilidad. Se prefiere el abrazo reservado a los anticonceptivos de la época que permitirían una sexualidad solo con finalidad del goce. Según Huguccio “solo el que no siente nada no peca […] Pero merece la pena. El esposo que aspira a la santidad permanece libre de pecado en tal acto marital, pues no llega a experimentar placer” (Ranke 1994: 157; énfasis mío).

Por la rendija de observación de estas disquisiciones risibles y confusas del placer, traeré algunas citas más extensas para ver aquellas de manera más cercana:

Huguccio, cuya aversión al placer sexual supera incluso a la de Agustín, parece haber dado la preferencia a este su abrazo reservado frente al coito para la procreación y para la prestación de débito conyugal, exentos ambos de pecado, según Agustín. En opinión de Huguccio, solo el abrazo reservado está verdaderamente libre de pecado, pues sólo él sucede sin sensación de placer. Huguccio no entra en la cuestión de hasta qué punto el hombre puede experimentar placer incluso sin eyaculación, con lo que fracasa toda la estrategia. (158). La idea del abrazo reservado y la consiguiente discusión teológica multisecular son tan abstrusas que uno no sabe de qué asombrarse más, si de los monjes teólogos que la aconsejan o de aquellos que la prohíben. Pues los que la prohíben lo hacen porque en tal praxis se da o podría darse todavía demasiado placer; y los que la recomiendan lo hacen para permitir el menor placer posible. La aversión al placer es siempre el auténtico motivo, tanto al recomendar como al prohibir este método. (158)

Con lo anterior, se hace claro que el placer sexual ha sido una cuestión de preocupación importante y que ha dado lugar a discusiones y controversias teológicas fuera de toda medida, desmesuradas, habitadas por un exceso de raciocinios que podríamos decir que traspasan el orden de la razón, parafraseando a Santo Tomás, para referirse a los “pecados”.

La lujuria, Pieter Brueghel 

Colofón

Gula y lujuria son, entonces, modalidades del placer extremo y extremado que insisten en arrojar un saber de la resistencia humana a los límites; el deseo de traspasarlos para hacer sitio a la potencia propia en su mayor grado de desmesura, la pérdida de un lugar abstenido, y que responde a la imagen y semejanza de la omnipotencia. Placeres, goces devenidos en males, vicios, pecados, cualesquiera sean los nombres para esa irradiación de potencia, conforman una abigarrada semántica para nombrar, en distintos campos de significación, lo inquietante de una de las dimensiones humanas más complejas.

Podríamos decir, en relación con lo anterior, y cerrando esta reflexión, que somos seres escindidos entre el deseo de unidad, de vinculación, de amor correspondido con los otros y otras, que es profundo e inacabado –que se sostiene como experiencia vital en la relación con la madre o religiosamente en múltiples figuraciones, como el padre, la pachamama, el tótem, la comunidad misma– y el deseo centrado egóticamente, que de algún modo nos separa de los otros y otras. Ambos deseos se presentan como opuestos, a uno lo rige una disposición afectiva de proximidad y entrega, y al otro lo acompaña una suerte de retiro y distanciamiento con los demás. Por más excelsas que hayan sido las consecuencias de ese retiro en la prueba de la potencia (puesta en solitario o con otros otras), tal vez haya habido un costo de soledad, de descuido, de traición en lo propio y en lo ajeno.

Entre el deseo omnipotente, de ese más allá, y el deseo de quietud en el encuentro con el mundo se pone en juego y tensión de modo permanente nuestro placer y dolor, nuestra felicidad y padecimiento. La reflexión sobre los pecados capitales, al modo en que lo hiciera Giannini, nos invita a sumergirnos a pensar la experiencia dramática que cruzamos de distintas maneras.

Referencias bibliográficas

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Casiano, J., (2019). Colaciones. Vol I. . Madrid: Ediciones Rialp [ Links ]

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Santo Tomás. (1990). T. III. Parte II – II (a) Tratado de la Esperanza. Cuestión 20. La desesperación. Artículo 4 . En Suma de Teología. Madrid: Biblioteca de autores Cristianos [ Links ]

1Algunas versiones de tales ensayos se publicaron en la Revista Teoría (1975), en el diario La Nación (1995) y en “Artes y Letras” del diario El Mercurio (1996).

2La cuestión del mal cobra caracteres propios en una realidad contemporánea en que se presenta de maneras específicas, poniéndonos, como siempre, frente a sus aspectos dramáticos involucrados tanto en la experiencia individual como en los relativos a la dimensión política del con-vivir. Si hace sentido todavía la preocupación por el problema del mal, que puede ser abordado desde distintas perspectivas, es porque somos seres frecuentemente heridos por su realidad, como dolientes o espectadores y también como hacedores, en sus manifestaciones corrientes o de horror. La atrocidad y crueldad a las que puede llegar la expresión del mal, nos pone en encrucijadas de escepticismo y esperanza, sentires que pueden llevar al distanciamiento o a corajudas y temerarias respuestas. En una de sus trazas, parece relevante considerar el mal como imprevisión, por los efectos que causa; el mal cometido a otras personas en la forma de la ofensa, que puede darse como distancia, silencio, desaire, maltrato, repudio, postergación, discriminación, palabra hiriente, ultraje, humillación, abuso, menosprecio. La lista de los actos ofensivos que se dan en la vida privada y pública puede todavía extenderse más si observamos la diversidad de sus expresiones y los contextos particulares en los que pueden estar anclados. Y en ese espectro, nadie queda liberado de su puesta en acto.

3Juan Casiano, sacerdote, asceta, considerado Padre de la Iglesia, fue eremita por muchos años y afirmaba que la vida ascética era la mejor vía para luchar contra el pecado. Sus obras Institutions cénobitiques y Collationes, han sido leídas ampliamente por los monjes occidentales.

4Lo prohibido es, en definitiva, la posibilidad de la separación; y el saber, entonces, es ante todo saber de la separación como una ruptura introducida en el mundo cerrado como tiempo y espacio inalterables. La infelicidad del mundo fuera de este orden, al que serán arrojados los humanos primordiales ya ajenos a la inocencia, tendría su origen en la violación de la prohibición del saber. El saber sería, entonces, como saber primordial, saber del mal, que acarrea las desgracias, punto de origen de la historia humana. John Milton en su poema El paraíso perdido se pregunta: ¿qué causa Impulsó a nuestros padres, tan felices Benditos por el Cielo, a separarse De su Dios, transgrediendo su querer Si eran dueños del mundo en lo demás? A inmunda rebelión ¿quién los sedujo? (Milton1988:15).

5Incluso podríamos decir que la avidez de retención de las cosas, como se da en la avaricia, es una relación con el otro, al no incluirlo en los beneficios que ellas puedan dar en su uso o goce junto con ellos, o en la cesión de esos bienes. Un asunto a tratar más extensamente.

6Dice Santo Tomás que el pecado es “el acto que traspasa el orden de la razón, que refiere todas las cosas a su fin propio” (cit. en Bulo 2019: 104).

7Desde una cierta consideración relacionada con el aspecto material de estos vicios, se podría agregar la avaricia, en el sentido de que en este trío de vicios se da un fuerte componente material, aunque habría que hacer presente que lujuria y gula se dan en el cuerpo, a través de él, formas de relación que afectan la materialidad del propio cuerpo; en cambio en la avaricia la relación es con las cosas fuera del cuerpo, en cercanía o distancia, y que tiene la característica de ser ocultada mayormente a otros.

8De acuerdo con el diccionario, se define apetito como impulso instintivo e intenso que lleva a una persona a satisfacer necesidades o deseos. Su origen etimológico procede del latín, de “apetitus”, que une el prefijo “ad-”, “hacia”, y el verbo “petere”, que puede traducirse como “pedir”. Podría decirse, en este sentido, que es algo que pide el cuerpo, que le es necesario y que requiere su satisfacción. Sin embargo, muchas veces se utiliza también el término vinculado al poder, como ‘apetito de poder’ que conlleva habitualmente un sentido negativo, en tanto podría ser la derivación a una realización acumulativa, en un exceso que alimentaría el propio yo.

9En la Enciclopedia Católica en línea aparecen estos términos a propósito de la definición de la gula: “Gula (del latín gluttire, tragar, engullir) es la excesiva indulgencia en la comida y la bebida. La deformidad moral discernible en este vicio se encuentra en su desafío al orden postulado por la razón, que prescribe la necesidad como la medida de indulgencia en el comer y beber. Este desorden, según la enseñanza del Doctor Angélico, puede ocurrir en cinco formas que se establecen en el verso escolástico: ‘Prae-propere, laute, nimis, ardenter, studiose’”. https://ec.aciprensa.com/wiki/Gula consultado el 20 de junio del año 2021.

10Según Santo Tomás, la desesperación procede de la lujuria: “Pues bien, el que alguien pierda el sabor de los bienes espirituales o no le parezcan grandes, acontece principalmente porque tiene inficionado el afecto por el aprecio de los placeres corporales, entre los que sobresalen los venéreos. En efecto, la afición a estos placeres induce al hombre a sentir hastío hacia los bienes espirituales y ni siquiera los espera como bienes arduos. Desde esta perspectiva, la desesperación tiene como causa la lujuria” (Santo Tomás: 218).

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