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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.129 Bogotá Dec. 2005

 

Jürgen Habermas. "Zur Diskussion mit Kardinal Ratzinger". En: Information Philosophie, Oktober 2004 (4), pp. 7-15.

 

Jürgen Habermas: ZUR DISKUSSION MIT KARDINAL RATZINGER

 

Felix  Heidenreich

Universidad de Stuttgart


En el ámbito de la política mundial y en el mundo intelectual se discute de nuevo la relación entre religión y razón. Quien creyó que la religión sería progresivamente expulsada de la vida pública y sobre todo de la política, debe reconocer que se ha equivocado. En el momento histórico en que en los Estados Unidos la religión, sobre todo a través de los evangélicos, reclama, con renovada autoconfianza y éxito, el derecho a participar en asuntos políticos, influyentes intelectuales buscan al mismo tiempo y de una nueva manera un diálogo con la religión. La reflexión de Jürgen Habermas sobre este tema ha suscitado asombro en la esfera pública alemana. A pesar de que en Alemania las iglesias se encuentran asociadas contractualmente con el Estado, y que el gran partido conservador se designa a sí mismo como `cristiano´, los argumentos religiosos apenas si juegan un papel en el debate público. El giro que ha tomado esta discusión en Norteamérica se mira aquí más bien con escepticismo.
Para Jürgen Habermas, indiscutiblemente aun hoy el intelectual más importante en Alemania, el nuevo reto de la religión adquiere una dimensión especial. En efecto, su teoría de la acción comunicativa exige un discurso libre de pretensiones de poder, y considera que la legitimación se produce a través de procedimientos, y no por medio de dogmas, o apelando a la tradición o a la revelación. Luego de su discurso al recibir el “Premio de la Paz” del año 2001, Habermas ha vuelto a pronunciarse recientemente sobre este tema. En el diálogo con el Cardenal Ratzinger, sin lugar a dudas el pensador católico más influyente en Alemania, en Enero de 2004 en Tutzing cerca a Munich, Habermas da cuenta no sólo de su propia posición acerca de las relaciones entre religión, filosofía y política. Las reflexiones defienden por otra parte la teoría, elaborada durante años, de un Estado liberal de derecho. El texto ha sido ahora publicado y es actualmente materia de discusión en Alemania.

I

El punto de partida de la reflexión de Habermas lo constituye la pregunta planteada por el teórico del Estado de derecho Wolfgang Böckenförde, acerca de si el moderno Estado de derecho se funda en presupuestos normativos que le son necesarios existencialmente, pero que él mismo no puede preparar, producir y garantizar. ¿Basta la estructura formal-jurídica de las instituciones para mantener la formación estatal y la sociedad, o es necesario fuentes pre-estatales, vínculos morales y tradiciones religiosas, para generar la integración de la sociedad? Quien asume la necesidad de tales fuentes pre-estatales, quien parte del supuesto de que el Estado descansa de hecho sobre presupuestos que él mismo no puede crear, pone en cuestión el Estado moderno en su totalidad, afirma Habermas. Pues el Estado moderno se caracteriza precisamente por su neutralidad frente a todas las ideologías tradicionales, y por tratar por igual a todos los ciudadanos: esto es, por tratarlos con independencia y sin consideración de todas las diferencias culturales y religiosas.
La Constitución representa por ello el punto de referencia de una sociedad, en la cual individuos libres se entienden y se ponen de acuerdo sobre decisiones generales vinculantes en un diálogo libre de pretensiones de poder. El proceso de entendimiento produce la legitimación de los resultados. Por supuesto, esto es válido sólo bajo determinadas condiciones. El discurso debe tener lugar sin deformaciones ligadas al poder, sin carteles mediáticos, sin amenazas, sin un periodismo hecho sólo por encargo, sin corrupción y sin patronajes. Más decisivo, sin embargo, resulta para Habermas el que con esto todas las otras fuentes de legitimación son eliminadas.
Esta legitimación a través de procedimientos presupone sin embargo que los ciudadanos participen como legisladores: la producción de la legitimación por medio de procedimientos resulta exitosa sólo allí donde los ciudadanos son también los verdaderos autores de las leyes, allí donde ellos participan del debate público y las elecciones. Idealmente ellos deberían hacer esto no sólo como representantes de sus propios intereses, sino también como representantes de intereses generales o del bien común. Esta participación una vez más no puede ser exigida en el Estado de derecho, pues aquí el ciudadano tiene también el derecho a no interesarse por política. Pero ¿pueden los ciudadanos ser motivados a la participación sin emplear recursos pre-ilustrados?
En lo que sigue Habermas argumenta a favor de una posición que contiene tanto elementos de la doctrina contractual liberal, como también ciertas concesiones al neo-aristotelismo. Ciertamente la disposición del individuo a sacrificarse por el bien general no puede ser ya una pretensión sin más del Estado, sino que resulta tan sólo `propuesta’, es decir, debe ser formulada como una `petición’. Contra el hegelianismo de derecha, se rechaza aquí entonces el papel de un Estado fuerte, que impone a los ciudadanos individuales, aun en contra de su voluntad, una razón ‘universal’. Sin embargo, Habermas admite al mismo tiempo que un Estado liberal así necesita ciertas virtudes que deben ser ejercitadas en un espacio pre-político.
Sin embargo, estos contextos vitales pre-políticos deben ahora ser forjados a través de una dinámica propia de las estructuras democráticas. Dado que la sociedad abierta invita a los ciudadanos a la participación, ella plantea estímulos para la formación precisamente de aquellas virtudes que el Estado de derecho requiere. El vínculo unificante que mantiene cohesionada a la sociedad en su totalidad es pues primariamente la Constitución. Esta Constitución -defiende Habermas frente a sus críticos- no debe sin embargo ser entendida ahora como una simple institución abstracta de derecho, frente a la cual se situaran los ciudadanos como juristas, distanciados, fríos y con la mirada del especialista. Más bien el “patriotismo constitucional” (Verfassungspatriotismus) quiere decir que los ciudadanos pueden repensar muy bien el contexto histórico del origen de la Constitución, y pueden desarrollar un vínculo emocional con los principios constitucionales. Los ciudadanos defienden y valoran la Constitución porque ellos conocen acerca de las experiencias históricas que han contribuido a su formación.

II

Después de estas reflexiones fundamentales, Habermas concluye retornando a la situación espiritual de la época. Los resultados frecuentemente paradójicos o simplemente absurdos de una economía mundial políticamente incontrolable, y la creciente desorientación a raíz de la disolución económica de entornos de vida tradicionales, son desarrollos que amenazan, según él, la formación prepolítica de virtudes ciudadanas y estatales. Allí donde las relaciones se hacen anónimas por la expansión de un horizonte global, y donde la conciencia de lo contingente aumenta forzadamente por la presión económica, el individuo egoísta, que tan sólo intenta salvarse y salir adelante, se vuelve un escenario cada vez más probable. Desde esta constelación se hace claro ahora, para Haberlas, que un pensar que busca un punto de orientación en la transcendencia se ha puesto ya en marcha. Este punto de orientación debe dirigir para bien a una modernidad abocada a la crisis: sólo un Dios puede salvarnos.
Haciendo referencia a una conversación que tuvo lugar en Teherán, Habermas establece un contexto general entre tentativas cristianas y musulmanas de este tipo. Común a ellas resulta la idea de que es la secularización europea -y no precisamente la religión- el camino ahora vedado. Habermas mismo propone ahora un “trazado de fronteras gramatical”: mientras que la filosofía discute con conceptos sobre argumentos y razones, la religión da testimonio de conocimientos revelados que eluden toda forma de argumentación. Ahora bien, este trazado de fronteras significa para Habermas, por una parte, que figuras del pensamiento -como por ejemplo aquella de la 'devoción'- nada tengan que buscar en la filosofía. Quien, como Heidegger, creyó que tales estructuras del pensar podrían ser importadas al interior de la filosofía, hace explotar a la filosofía desde dentro. Por otra parte, esto significa también que, al revés, la filosofía no puede pretender juzgar sobre el estatus cognitivo de la religión.
Esta afirmación resulta sorprendente, si se tiene en cuenta que con la herencia de la Ilustración -preconizada por Habermas- se asocia siempre la pretensión de hacer comparecer a la religión ante el tribunal de la razón. Justamente Kant emergió con el propósito total de cercenar la religión en sus pretensiones mediante la fijación de los límites de la razón. Ahora Habermas acentúa la autolimitación de la razón, que también en Kant ocupa un lugar preeminente. Sobre religión -debería uno concluir- debe la filosofía mejor callarse.

III

Sin embargo, realmente sorprendente resulta ante todo la última sección de sus reflexiones, pues allí se hace derivar de la asimetría y de la diferencia en sus maneras de operar, una obligación que la filosofía debe hacer suya con respecto a la religión. Desde una visión histórica, la filosofía ha acogido en sí elementos centrales del Cristianismo y del Judaísmo, y los ha elaborado fructíferamente. Ella ha acogido y elaborado un “sentido originariamente religioso”, sin llegar a agotarlo. Por ello, según Habermas, la filosofía está obligada a situarse frente a la religión con un respeto que esté dispuesto a aprender de ella.
Pero además la religión ha conservado, a través de todas las tendencias secularizantes, ciertas competencias que de esta forma se han vuelto raras. Habermas menciona aquí “las diferenciales posibilidades de expresión de sensibilidades para la vida fallida, para patologías sociales, para el fracaso de proyectos de vida individuales” (13). En estas esferas, la religión representa una conciencia normal a disposición, que apenas si puede hoy en día hallarse en otro ámbito de esta forma. Por esto haría bien el Estado constitucional en respetar a la religión y en prestar escucha a su voz.
En consecuencia la religión tiene absolutamente el derecho a participar en el discurso político en tanto religión. Más aún, Habermas concluye con la exigencia de que las instancias seculares deben participar del trabajo de traducción que es necesario para trasladar las contribuciones de la religión al discurso político, para traducir, por así decirlo, del lenguaje religioso al lenguaje político.
Una extraña tensión en el diagnóstico de la asimetría se presenta aquí. Pues el diagnóstico de diferentes lenguajes podría conducir también al resultado de que, en últimas, subsiste sólo la intraducibilidad. ¿Cómo pueden ser traducidas en argumentos políticos las referencias a la revelación? ¿No debería entonces ser defendida argumentativamente la traducción? Con esto, sin embargo, se estaría ya en el discurso político-filosófico. En lo posible la esencia del pensamiento religioso dogmático consiste precisamente en su pureza con respecto a toda contingencia argumentativa. Sólo puede darse un diálogo donde hay algo negociable. Pero las revelaciones son per se no negociables. ¿Cómo debe hacerse de un dogma un argumento? es algo que sigue siendo un enigma.

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