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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.56 Osorno July 2023

http://dx.doi.org/10.32735/s0718-22012023000563042 

ARTÍCULO

EL TRAUMA COLECTIVO Y EL PAPEL DE LA REPARACIÓN EN LOUISE ERDRICH

Collective trauma and the role of reparation in Louise Erdrich

Aitor Ibarrola-Armendariz* 

*Universidad de Deusto, Bilbao (España). aitor.ibarrola@deusto.es

Resumen:

Tras ocurrir un accidente de caza en una reserva india de North Dakota, Louise Erdrich indaga en LaRose (2016) en temas tan espinosos como las injusticias históricas, el dolor colectivo, los traumas intergeneracionales, la venganza y los actos de reparación. La muerte de un niño nativo-americano despierta todo tipo de fantasmas y resentimiento en las dos familias implicadas, pero también en la comunidad india en su conjunto. Ni el sistema jurídico ni la religión parecen proporcionar respuestas adecuadas para aliviar el inmenso dolor producido por la tragedia. Este artículo demuestra cómo tan solo la tradición ojibwe de expiación y reparación de daños, así como la presencia del héroe de la novela, consiguen curar algunas de las heridas ocasionadas por el accidente y permiten que la comunidad recupere, al menos parcialmente, su armonía y equilibrio.

Palabras clave: Dolor colectivo; trauma intergeneracional; expiación; reparación; Louise Erdrich; LaRose

Abstract:

Following a hunting accident on an Ojibwe Indian Reservation, Louise Erdrich’s LaRose (2016) explores such intricate issues as historical injustices, collective grief, intergenerational trauma, revenge, and acts of reparation. The death of a Native boy triggers off the apparition of all kinds of ghosts and resentment in the two families involved, but also in the community at large. Neither the judicial system nor religion seem able to offer much relief for the immense grief generated by the catastrophe. This article shows how it is only the Ojibwe tradition of atonement and reparation, and the presence of the novel’s hero, that manage to heal some of the psycho-wounds opened by the accident and allow the community to recover, at least partly, their harmony and balance.

Key words: collective grief; intergenerational trauma; atonement; reparation; Louise Erdrich; LaRose

Introducción

La decimoquinta novela de Louise Erdrich, LaRose (2016), ha sido elogiada por el “crudo y robusto” estilo de su prosa (Crispin, 2016) y por el “contundente y prístino realismo” (Athiakis, 2016) con el que la autora representa las enormes fricciones y el dolor que asedian a una comunidad nativo-americana tras un terrible accidente. Al igual que en Plaga de palomas (2008) y La casa redonda (2012), las dos novelas anteriores de Erdrich, los acontecimientos tienen lugar cerca del pueblo de Pluto en North Dakota, en una zona limítrofe entre las tierras del estado y federales, y una reserva de indios ojibwe. Varios críticos y especialistas (McGrath, 2016; Charles, 2016) han destacado el profundo conocimiento que la escritora revela tanto de este territorio como de sus pobladores, comparándola a novelistas de la talla de William Faulkner o Willa Cather. Lo que resulta especialmente interesante a cerca de este conocimiento es que ni el lugar ni los personajes se ciñen a un único periodo histórico, sino que tanto el pasado como sus ancestros regresan a visitarlos -y a menudo a atormentarlos- en el presente. El lector enseguida se percata de que los personajes y los lugares se transforman en auténticos palimpsestos en los que distintos hechos históricos han quedado indeleblemente grabados y que, en consecuencia, se ven cargados de connotaciones afectivas. Varios novelistas famosos como Philip Roth o Toni Morrison han alabado la gran maestría de Erdrich a la hora de mostrar de forma atinada “su oscuro conocimiento de su tierra” (Roth, citado McGrath, 2016). Ciertamente, en sus novelas más recientes Erdrich ha indagado en temas tan complejos como la clase de respuesta que merecen actos tan atroces como las ejecuciones de una multitud racista (en Plaga de palomas), la violación y el asesinato (en La casa redonda) o la muerte violenta de un niño (en LaRose). Todos estos sucesos despiertan a los fantasmas del trauma intergeneracional en la comunidad nativa y ni la justicia convencional ni la religión son capaces de proporcionar una solución apropiada. Sin embargo, en el caso de LaRose, la escritora consigue restablecer un equilibrio inestable en la comunidad gracias a la recuperación de ciertas tradiciones ojibwe (de justicia reparadora) y a la influencia curativa del personaje que da título a la novela. Como señala LeMay (2016), Erdrich “es una maestra del arte de transmitir las dolorosas historias de generaciones pasadas y presentes, a la vez que entreteje en ellas ayudas desde el ámbito espiritual y las potencialidades del amor y las artes curativas”.

Como afirma Michele Sotero (2006), “Conectar el pasado con el tiempo presente es inherente a muchas tradiciones culturales”, y añade que “la teoría del trauma histórico contextualiza ‘tiempo y lugar’. Esta teoría valida y se alinea con las vivencias y las explicaciones de las poblaciones afectadas y reconoce la necesidad de la intervención y asignación de responsabilidades” (p. 102). Esta especialista ha diseñado un modelo conceptual del trauma histórico de gran utilidad, ya que detalla cómo se origina, el tipo de efectos que produce en sus víctimas directas y cómo sus ramificaciones se extienden a las generaciones futuras. Entre los aspectos más inquietantes de este fenómeno psicosocial conviene señalar que, para que reaparezca en futuras generaciones, es necesario que estas se vean expuestas a agravios u otros elementos estresantes en su entorno. Para Sotero, las generaciones futuras suelen ser víctimas de un “trauma indirecto” a causa de los recuerdos y los relatos compartidos por el grupo. Lo que parece decisivo, en todo caso, es que “Pueden llegar a sufrir el trauma original a través de la pérdida de su cultura o su idioma, así como por la experiencia en primera persona de discriminación, injusticias, pobreza o desigualdad social” (Sotero, 2006, p. 100). En resumen, para que el trauma crónico y el duelo sin resolver continúen reapareciendo en las generaciones futuras, los cruentos abusos históricos deben venir acompañados de nuevas tribulaciones que refuercen sus sentimientos de vergüenza e impotencia. No sorprende, por ello, que esta especialista decida centrarse en los indios americanos y los nativos de Alaska como caso práctico para confirmar su teoría, pues, tristemente, como grupo, estas poblaciones muestran de manera conspicua muchos de los síntomas derivados de esta lacra psicosocial.

Aunque es probable que el hecho de que las culturas nativo-americanas tiendan a establecer conexiones entre el pasado y el presente, y además se sientan estrechamente vinculadas a su tierra, puede haberlas convertido en especialmente vulnerables al trauma histórico e intergeneracional, Denham (2008) y otros expertos han dejado también claro que la teoría ha conseguido demostrar que las familias, comunidad y tribus son capaces de asimilar y resolver sus experiencias traumáticas gracias a la utilización de estrategias para sobrellevar esa carga casi siempre asociadas a la transmisión oral de su identidad étnica1. Si bien Denham y esos otros expertos se han centrado en la tradición oral como fuente de estrategias de resistencia, los novelistas nativos también han plasmado en sus obras tanto el impacto de la cultura colonizadora en la suya -con el consiguiente trauma intergeneracional- como la enorme resiliencia de que esas comunidades son capaces. Autores como James Welch, Leslie M. Silko, Gerald Vizenor y Linda Hogan demuestran su preocupación por heridas psicosociales -desarraigo, autonegación, alcoholismo, indefensión, etc.- que una larga historia de opresión y genocidio han dejado en su gente y por desarrollar estrategias que les permitan revertir los efectos demoledores de esos crímenes. Lincoln (1983) observaba hace ya más de tres décadas que, apoyándose en las tradiciones tribales, tales estrategias tendrían que combinar elementos de historia, de actuación, canciones, espiritualidad nativa, de ética, política y otras artes; pero siempre con el objetivo de la supervivencia (p. 14). Quizás sea el concepto de “supervividad” (= supervivencia + continuidad) acuñado por Gerald Vizenor el que mejor resume la lucha de los escritores nativos americanos por conseguir sobrevivir en el mundo contemporáneo a base de contestar y reinventar el legado de abusos y tragedias que la cultura dominante y su literatura han causado2. Todos los autores nativos antes mencionados han logrado de distintas formas subvertir “las simulaciones de lo irreal” de la cultura dominante e impulsar la supervivencia de su identidad cultural, pero pocos lo han hecho con el respaldo crítico y el reconocimiento internacional que la escritora ojibwe Louise Erdrich ha recibido. Como Crispin (2016) explicaba en The Guardian, “Sus libros, que siguen siendo excelentes en la tercera década [sic] de su carrera, son reseñados favorablemente y su público es numeroso y siempre fiel”. Entre las razones fundamentales para el éxito de Erdrich hay que mencionar sus dotes para convertir las especificidades culturales de su gente en temas universales y su aguda visión para abordar asuntos -tales como el racismo, la injusticia, la mala fortuna, la expiación o el amor- que van a conmover a una mayoría de sus lectores:

Ese nombre [LaRose] le iba a proteger de lo desconocido, de lo que se había desatado con el accidente. A veces energía de este tipo: el caos, la mala suerte, aparece en el mundo y se extiende de forma incontrolable. La mala suerte rara vez se detiene con un único suceso. Los indios saben esto muy bien. Conseguir pararla requiere grandes esfuerzos, que es la razón por la que LaRose fue enviado (Erdrich, 2014a, p. 105).

Para analizar en detalle tales temas, este artículo se centra en el dolor, el trauma, la revancha y la reparación. La primera parte se referirá al funesto accidente de caza al comienzo del libro -que acaba con la vida de un niño nativo de tan solo cinco años- y al tremendo impacto que este tiene no solo en las dos familias afectadas, sino también en el resto de la comunidad nativa. Varios conceptos desarrollados por la teoría del trauma histórico y cultural serán de gran utilidad para comprender por qué el accidente impacta con tanta fuerza en la reserva india. La segunda sección analiza el feroz resentimiento, los dolorosos recuerdos y deseos de venganza que, a pesar del buen corazón de los personajes, invaden sus relaciones y amenazan en conducir la historia hacia un “profuso derramamiento de sangre” (Erdrich, 2014a, p. 5). De hecho, la mayoría de los personajes principales -con excepción de LaRose- se ven asediados por unos anhelos de venganza para recuperar su estabilidad emocional. La tercera parte pondrá en evidencia el papel fundamental que el resarcimiento y la reparación juegan como elemento integral de la tradición cultural ojibwe y como estrategia de resiliencia en el proceso de curación y supervivencia de la comunidad. Wan (2018) se ha referido a la tradición de “reparación espiritual” entre los anishinaabe -que en LaRose se materializa en la adopción de un niño, la adquisición de poderes por medio de su nombre y los lazos familiares y la práctica de ritos sagrados- como una parte esencial de “la supervivencia de una cultura nativa” (p. 1182). Por último, el artículo concluye con la consideración de la aplicabilidad de algunas estrategias y principios éticos que aparecen en la novela para combatir el dolor, el trauma colectivo y los deseos de revancha. Si bien Holt ha defendido que la literatura nativo-americana “no suele responder a la resolución de un conflicto” (p. 150), ni aspira a ofrecer respuestas últimas a las terribles experiencias de sus protagonistas, LaRose pone sobre la mesa ideas innovadoras acerca de la justicia reparatoria y la gestión de los conflictos en la misma línea que las adelantadas por especialistas en derecho (ver du Plessis and Peté).

2. Catástrofe inesperada, intenso dolor y trauma colectivo

Como las dos novelas anteriores de la “trilogía de la justicia”, LaRose también comienza con un suceso inesperado y devastador que va a hacer temblar los cimientos no solo de las dos familias directamente implicadas, sino también del resto de la tribu ojibwe en North Dakota. Mientras cazaba un ciervo cerca de los lindes de sus tierras en el otoño de 1999, Landreaux Iron mata accidentalmente a Dusty Ravich, el hijo de sus vecinos, que se encontraba jugando entre las ramas bajas de un árbol. Obviamente, Landreaux se queda de piedra cuando descubre lo que ha hecho, ya que las dos familias no solo se han apoyado mutuamente durante mucho tiempo -compartiendo alimentos, ropas y viajes al pueblo- sino que Dusty era el mejor amigo de su hijo más joven, LaRose. Crispin (2016) señala que, a pesar de la lucha constante contra las enfermedades, la pobreza, las adicciones y la desesperación en la reserva, “las repercusiones de la muerte del niño se hacen sentir en toda la comunidad”. Por supuesto, son los Raviches y los Irons los que ven sus vidas más intensamente sacudidas por la muerte de Dusty, ya que la relación entre los padres se deteriora mucho y ninguno de ellos parece saber muy bien cómo “van a poder continuar con sus vidas” (p. 6). Aunque las dos parejas muestran claros signos de inestabilidad emocional durante el duelo, es Nola, la madre de Dusty, la que pasa por momentos más difíciles a lo largo de ese proceso:

Aunque los padres no lo querían, la Navidad llegó para ambas familias. Nola se despertó una semana antes del veinticinco, sintiendo que su corazón era como un pedazo de plomo. Pesaba tanto dentro de su pecho que podía sentirlo, palpitando levemente, funcionando automáticamente, cuando no deseaba que lo hiciese. Pero era Navidad. Se dio la vuelta en la cama y propinó un codazo a Peter -la enfurecía que pudiese dormir después de lo ocurrido (p. 45).

Aunque Nola Ravich y Emmaline Iron, la mujer de Landreaux, son hermanastras, un profundo rencor surge entre ellas tras el tremendo shock de la muerte de Dusty. Este rencor se ve intensificado por el hecho de que ambas mujeres muestran un distinto grado de devoción hacia el modo de vida nativo, siendo Emmaline la que tiene mayor apego a sus tradiciones. Asimismo, Nola mantiene una relación muy tensa con la única hija que le queda, Maggie, quien debido a su carácter distante y a menudo rebelde no contribuye en exceso a llenar el vacío que ha quedado en la vida de su madre. Este vacío es tal que ni siquiera el bondadoso Peter consigue apaciguar su gran agonía y su furia: “Acarició su hombro. Pero ella se separó violentamente de él. El profundo abismo entre ambos parecía no tener fondo. O él no lo había encontrado todavía” (p. 14).

Tras buscar respuestas tanto en las tradiciones tribales de los ojibwe -realizando el ritual de la sauna- y en la iglesia católica -mediante una visita al párroco local-, los Iron deciden entregar su hijo pequeño, LaRose, en un intento de compensar por el dolor que han causado a sus vecinos. El sacerdote, Travis Wozniak, no consigue ofrecer mucho consuelo a la pareja al utilizar los típicos razonamientos religiosos para explicar la adversidad: “Incomprensible, Su voluntad. Inescrutables, Sus motivos” (p. 7; cursivas en original). El ritual que realizan en la sauna tribal, sin embargo, les revela claramente cómo deben proceder. A pesar de las reticencias iniciales de Emmaline, el significado de su visión parece evidente:

Él [Landreaux] la tranquilizó, le habló, rezó con ella. Dándole confianza. Ya habían hecho la danza del sol juntos. Hablaron de lo que ambos habían oído cuando habían caído en un estado de trance. Lo que habían visto mientras ayunaban al borde de un precipicio. Su hijo había surgido de las nubes preguntándoles por qué tenía que ponerse la ropa de otro niño. Habían visto levitar a LaRose. Él había puesto sus manos sobre sus corazones y susurrado, Vais a vivir. Ahora sabían cómo interpretar todas esas imágenes (p. 11; cursiva en original).

Connie Jacobs ha demostrado la gran relevancia que las tradiciones ojibwe tienen en las novelas de Erdrich, y también ha destacado su papel esencial para llegar a entender la “importancia de las familias en las culturas y los relatos nativos” (pp. 105 y ss.). El gesto enormemente generoso de los Iron al ceder a su hijo menor al final del primer capítulo es el ejemplo perfecto de cómo estos dos temas aparecen ligados en la mayoría de las obras de Erdrich: “Nuestro hijo será ahora vuestro hijo”, le dice Landreaux a Peter. “Es lo que dictan nuestras tradiciones” (p. 16).

Al no haberse mantenido en contacto con las costumbres y tradiciones ojibwe, los Ravich se ven muy sorprendidos por el acto de expiación y solidaridad realizado por los Iron. Nola, que se ve asediada por pensamientos suicidas, es la que más gana con la presencia de LaRose, al que mima de forma obsesiva. Curiosamente, incluso la fogosa Maggie decide adoptar a su nuevo hermano como cómplice, al darse cuenta de que solo él puede calmar los siniestros impulsos de su madre: “Tras las primeras semanas, LaRose procuró dejar de llorar, al menos en presencia de Nola. Maggie le contó los hechos de nuevo: por qué él estaba allí. Sus padres ya se lo habían explicado, pero a él le costaba entenderlo” (p. 33). Aunque Nola y Peter Ravich tienen un profundo afecto a LaRose, no se muestran del todo conformes con el arreglo. Peter, por ejemplo, sospecha que su esposa no ve al niño como un “regalo incalculable” de bondad y sacrificio (p. 15), sino más bien como una especie de autoflagelación que va a hacer que los Iron sufran el dolor que ellos han experimentado. Y además, están Emmaline y LaRose quienes, como Peter explica a Landreaux, deben estar sufriendo mucho a causa de la separación: “El hecho de que esté con nosotros ayuda a Nola. Ayuda a Maggie. Mucho […] pero ¿cómo se siente él? Quiero decir, está consiguiendo que Nola siga a flote. Gran tarea. Pero, mientras tanto, Emmaline estará destrozada” (p. 75). Si bien su amigo Randall -que se ocupa de las saunas rituales e imparte clases de cultura ojibwe en el instituto- explica a Landreaux que hizo lo correcto al seguir sus tradiciones y que no debiera preocuparse ni por Emmaline ni por LaRose (“Él tiene el poder. Es más fuerte de lo que piensas” [p. 53]), al final decide hacer caso al consejo de Peter, y a LaRose se le permite hacer visitas a su familia natural. En cualquier caso, aunque el nombre de LaRose y su entrañable personalidad consiguen controlar la situación, la animadversión entre sus dos familias continúa.

Una mayoría de los lectores de LaRose convendrían que una de las virtudes de la novela es su gran reparto de personajes atormentados, que ven su destino ligado a su capacidad de superar las dificultades actuales, pero que también se ven acechados por un pasado turbulento. Erdrich lo describe a la perfección en la novela: “Pérdidas, dislocación, enfermedades, adicciones, o simplemente sentirse como los despojos de una historia compleja. ¿Qué había en esa historia? ¿Qué tipo de conocimiento? ¿Qué habían sido antes? ¿Qué eran ahora? ¿Por qué iba todo tan jodidamente mal?” (p. 51). Especialistas en el trauma histórico como Maria Yellow Horse Brave Heart seguro que aprecian esta descripción de los efectos de las brutales agresiones históricas en la conciencia colectiva de estos grupos humanos3. Como quedará claro en las siguientes páginas, uno de los efectos más inmediatos del accidente al comienzo de la novela es que las familias se ven destrozadas y su sentimiento de seguridad amenazado por las rencillas mutuas y la hostilidad que se apodera de la mayoría de los personajes.

3. Anhelos de revancha en LaRose

Varias expertas se han referido a la estrecha relación existente entre los paisajes, los personajes de Erdrich y sus recuerdos: “Erdrich ha creado una visión de las Grandes Llanuras que se extiende en el tiempo y el espacio, y que define ontológicamente a la gente de su misma herencia cultural” (Hafen, 2001, p. 321). De hecho, cabría afirmar que los angustiosos acontecimientos contemporáneos en LaRose -como la muerte de Dusty, el miedo a catástrofes por el cambio de milenio o los sucesos previos a la guerra de Irak en los noticiarios- son entremezclados con numerosos recuerdos de los abuelos y otros antepasados del protagonista. A este respecto, Gordon (2016) indica que “Con toques tan sutiles que parecen fortuitos, Erdrich incluye detalles de la historia de su tribu que obligan al lector a reconocer el inmenso daño infligido a varias generaciones”. En el capítulo titulado “El tránsito”, por ejemplo, la abuela de LaRose le informa a cerca de las terribles consecuencias que el haber sido confinados en internados ha tenido para su madre y otros muchos: “Mira esta foto, le dijo la Sra. Peace. Hileras e hileras de niños en uniformes ajustados fruncían el ceño delante de un enorme edificio” (p. 70). La anciana explica a su nieto que el gobierno perseguía por entonces la aniquilación total de su cultura y le invita a que lea un recorte de periódico de Frank Baum -el autor de El mago de Oz- publicado en 1888 en el Aberdeen Saturday Pioneer:

[. . .] la nobleza de los Pieles Rojas se ha desvanecido, y los pocos que quedan son una banda de perros quejicas que lamen la mano de los que les castigan. Los blancos son por razón de la conquista, por la justicia de la civilización, los amos del continente americano, y la seguridad de los asentamientos en el oeste sólo quedará garantizada por el exterminio de los indios que quedan. ¿Por qué no aniquilarlos? Sus días de gloria ya han pasado, su espíritu y su valor han desaparecido, es mejor que mueran a que sigan viviendo como miserables (pp. 70-71; cursivas en original).

Obviamente, el sistema de internados al que numerosos niños nativos fueron sometidos en el siglo XIX fue un instrumento opresor. Schacht (2015) ha analizado en profundidad la importancia que este tipo de instituciones tiene en la obra de Erdrich y examinado cómo aparecen representadas en la misma. Sus conclusiones coinciden en lo básico con lo que los lectores encuentran en LaRose, en la que, aunque a veces vemos a anteriores LaRoses recibiendo alimentos e instrucciones para su supervivencia, el foco suele ponerse en el brutal maltrato físico, el trauma mental y la drástica aculturación que sufrieron. Es de nuevo la Sra. Peace quien, medio inconsciente debido a la medicación que está tomando para sus dolores, vuelve a su pasado para recordar cómo ella y otros antepasados tallaron sus nombres en lugares ocultos de las escuelas con la intención de exorcizar todo el dolor y el daño que estas estaban causando:

Chamberlain. Flandreau. Fort Totten y Fort Totten. Grabamos nuestros nombres en esas escuelas y otras, incluso retrocediendo hasta la primera, Carlisle. Ya que la historia de las LaRose estuvo prisionera en esas escuelas. Sí, labramos nuestro nombre en sitios donde nunca pudieran ser encontrados hasta que derruyeran el edificio o se quemase, de tal forma que todos los dolores y pesares que esas paredes contenían acabasen entre las llamas y se desvaneciesen con el humo (p. 134).

A pesar de los esfuerzos de los antepasados por encontrar antídotos para el “veneno” que las escuelas administraban a los niños nativos, es evidente que la generación de los padres en LaRose son todavía víctimas de las heridas psicológicas producidas por el sistema (ver Broida, 2016; Schacht, 2015). Este hecho se hace patente en la enemistad y los anhelos de revancha que emergen en ellos y que hacen desvanecer sus sentimientos de comunidad y su capacidad de curar esas heridas psicológicas.

Numerosos analistas han concluido que el tema de la revancha es importante, no solo en LaRose, sino en las otras dos novelas de la trilogía (cf. Kurup, 2018, p. 100). Su importancia deriva de que, tras episodios de inusitada violencia, la comunidad parece incapaz de reparar el daño y recuperar su equilibrio al no poderse apoyar para ello en el sistema jurídico. En LaRose, los lectores observan cómo varias historias de revancha se gestan y desarrollan, e incluso llegan a consumarse, mientras otras, afortunadamente, no alcanzan su objetivo. Entrecruzada con el relato de los efectos del accidente de caza y la posterior entrega del niño, se nos cuenta también la historia de la primera LaRose, una niña ojibwe vendida por su madre alcohólica en 1839 a Mackinnon, el propietario de una tienda en la frontera. Aunque la muchacha es protegida y cuidada por el dependiente del puesto, Wolfred, este no puede hacer gran cosa para librarla de los maltratos físicos y sexuales del propietario. Sin embargo, con el paso del tiempo un plan de revancha empieza a tomar forma en la cabeza de la niña:

La hija de Mink cavilaba sobre las nieves movedizas. Haré un fuego yo misma, ya que el asqueroso chimookoman [Mackinnon] no me permite acercarme al suyo por la noche. Así podré quitar los piojos de mi vestido y mi manta. Pero los piojos saltaran sobre mí de nuevo mientras el asqueroso chimookoman hace sus cosas conmigo. Luego se vio a sí misma quitándole el cuchillo del cinturón y clavándolo entre sus costillas. El otro, el hombre más joven [Wolfred], era amable con ella pero carecía de poder (p. 63; cursivas en original).

Finalmente, tras sufrir mucho en las garras del comerciante, la primera LaRose consigue matar al monstruo -ayudada por el dependiente- gracias a su conocimiento de plantas venenosas. Si bien somos testigos de cómo la joven va voluntariamente a una escuela gubernamental, sobrevive a la tuberculosis y se casa con Wolfred, la pareja sucumbe a la hora de superar el trauma causado por el asesinato del comerciante. Tanto la valiente LaRose como su pareja son perseguidos por imágenes perturbadoras del maltratador:

Wolfred siguió su mirada y la vio también. La cabeza de Mackinnon, rodando con dificultad por la nieve, con su pelo en llamas, dando sacudidas y lanzando destellos. A veces chocaba con los árboles y se quejaba. Otras veces se impulsaba con su lengua, con lo que le quedaba del cuello o con sus orejas batientes. A veces pasaba cerca de ellos, se detenía, gimoteando por la frustración de su torpe e interminable avance (p. 132).

Algo parecido cabría afirmar de los progenitores de las familias Ravich y Iron, quienes, aunque nunca han sufrido esa clase de maltrato ni han ejecutado sus oscuros deseos, son presa de unos anhelos de venganza que no les permiten verse los unos a los otros con ecuanimidad. El psicólogo social Ian McKee (2008) ha señalado que es la lucha desesperada por mantener cierta dignidad, estatus y autoestima lo que habitualmente empuja a la gente a la vorágine de la revancha, al sentirse maltratados y privados de poder. El asunto se agrava todavía más cuando esas personas sienten que el legado cultural y el honor de su gente también se han visto profanados (Alexander, 2000, p. 11). Son Nola y Emmaline las que ven peligrar más seriamente su equilibrio psicosocial debido a la animadversión que la muerte de Dusty produce en ellas. Pero incluso sus maridos, que hasta entonces habían mantenido una relación cordial llena de respeto y solidaridad, se ven severamente afectados. Al lector le sorprenden sobre todo los pensamientos e impulsos que se apoderan de Peter Ravich -un personaje comedido y amable- que se ve tentado a tomar duras represalias de las que él sabe que más tarde se arrepentirá:

Peter miró la raya de su pelo, su larga coleta, la musculatura de los brazos cruzados de Landreaux. Un desprecio instintivo se apoderó de él y pensó en el éxtasis que sentiría durante una hora, o quizás dos, después de clavar su hacha en la cabeza de Landreaux. De hecho, había llamado a su pila de leña como su amigo, y esa imagen mental era la causa de que esta creciese sin parar. Si no fuese por LaRose, pensó, si no fuese por él. Y luego una imagen del dolor del crío invadió todos sus pensamientos (p. 76).

Pero el ejemplo más claro de un personaje guiado por los anhelos de revancha en toda la novela es, sin duda, Romeo Puyat, a quien el sacerdote llega a describir como una presencia satánica en la reserva. Romeo es presa de un gran odio hacia Landreaux debido a un accidente que ambos tuvieron cuando intentaban escapar de un internado durante su niñez -un accidente que dejó a Romeo lisiado. Además, Romeo, que se ha convertido en un adicto a las medicinas, está convencido de que Landreaux le robó el corazón de Emmaline. Aunque la mayoría de los críticos han mantenido que la función principal de Romeo en la novela es aportar toques cómicos a un relato casi siempre cargado de dolor (Charles, 2016), su historia crece en importancia en la segunda mitad de la novela, a medida que nos acercamos a su clímax, y sus malvadas intenciones amenazan el lento proceso de recuperación de las dos familias:

Landreaux pensaba que estaba fuera del alcance y de la mente de Romeo. Pero no lo estaba. Landreaux estaba tan seguro de sí mismo, tenía una autoestima tan alta, que no se acordaba de sus experiencias juntos. Hacía ya mucho, cuando solo eran unos niños un poco más mayores que LaRose. Así de lejano y de profundo quedaba, casi siempre invisible, como una astilla que tocaba el hueso (p. 141).

Si bien Romeo se convierte a menudo en el blanco de las bromas de los demás, él sigue desarrollando astutamente sus planes de venganza contra Landreaux. Para ello, se reforma y abandona sus malos hábitos, convenciendo así a la gente en su trabajo y en la comunidad de que ha cambiado: “Empezó a gustarle seguir las normas. Los guantes de goma ya no le molestaban. La gente comenzó a pensar que se había reformado, y él les dejó que lo hicieran” (p. 214). Haciendo uso de esta nueva confianza que los demás tenían en él, Romeo consigue utilizar sus trabajos en la residencia y en el hospital para recopilar información (engañosa) que él cree servirá para convencer a Peter Ravich de que la muerte de Dusty no fue un accidente. Aunque se siente contento con su nueva posición en la comunidad y de su mejor relación con su hijo, Hollis -que fue adoptado por los Iron cuando era un niño-, su acritud continúa muy presente en él: “Según mis detallados recuerdos de nuestra huida, dijo Romeo a un atrapasueños con hilos tornasolados, la razón por la que me estoy poniendo hielo en mi pierna maltrecha es de tu total responsabilidad, y ¡tú nunca lo has admitido!” (p. 218). Son las mentiras de Romeo las que nos llevan hasta el punto álgido del libro, en el que Peter Ravich se enfrenta a la difícil decisión de dar rienda suelta a sus deseos de revancha -alimentados por las revelaciones de Romeo- o de ver “todo aquello que no quiere ver […] la maldad surgiendo de las cosas. El fósforo del dolor consumiendo a aquellos a los que ama” (p. 342). Solo la feliz intervención de LaRose consigue, casi milagrosamente, evitar que sus dos padres sucumban al malévolo plan de Romeo. En una entrevista con Claire Hoffman, Erdrich (2014b) explicó que Romeo Puyat es uno de los personajes más inquietantes de la novela, ya que personifica la lucha “entre la decencia y la brutalidad”. Ciertamente, son los personajes más afligidos -Nola Ravich, Landreaux Iron, Maggie y Romeo- los que más se benefician de la trama de expiación y reparación organizada por el protagonista de la novela.

4. Haciendo frente a los agravios: El papel de la reparación

Si bien LaRose está repleta de referencias a tensiones matrimoniales, adicciones a drogas, trabajos precarios, sueños de juventud y desencantos de la vejez, estas difíciles situaciones se ven parcialmente aliviadas por diversiones coyunturales y las habituales alegrías de la vida familiar y en la tribu (Campbell, 2016). En la entrevista antes mencionada con Hoffman, Erdrich aclaró que, a pesar de las grandes dosis de tragedia y de dolor en la novela, ella siempre persigue escribir a cerca de las vidas de gente normal: “Creo que la vida es así. Creo que las vivencias más rutinarias y las experiencias inusuales solo nos llegan cuando nos ocurren auténticos desastres. Pero también debiéramos prestar atención a lo que la gente come, o dónde van a dormir, todas esas pequeñas cosas”. Sin duda, la novela dedica mucho espacio a las aficiones de la gente, a los chistes que hacen y los alimentos que comen o también a los rituales que realizan. El propio padre Travis logra apreciar con el tiempo algunas de esas costumbres que los ojibwe cultivan y que, más allá de su pobreza y demás dificultades en la reserva, le permiten conectar con la gente: “Le encantaba estar aquí. Le encantaba su gente. Pues eran su gente, ¿no? A veces le volvían loco, pero su inmensa generosidad le inspiraba. Y se reían tanto. Jamás se había divertido tanto” (p. 110). Como bien observa el sacerdote católico, resulta sorprendente que, ante todas esas adversidades, la gente todavía sea capaz de compartir tradiciones y estrategias de resiliencia que les permiten recuperar la paz y la armonía en su comunidad.

Una diferencia importante entre LaRose y las otras dos novelas de la trilogía es que la agresión fundamental en este caso no llega desde fuera de los límites de la reserva india, sino que surge dentro del propio grupo étnico -e incluso dentro de una misma familia-. Como indica Jacobs, la estructura narrativa circular de las novelas de Erdrich se construye sobre la historia de una familia “y de los ecos de esa historia en la comunidad en su conjunto” (p. 108). Este efecto dominó se observa claramente en el caso de las familias Iron y Ravich quienes, a pesar de sus lazos de sangre, se relacionan con esa herencia de formas bien distintas, lo que provoca el profundo cisma en el centro mismo de la novela. Ese cisma tiene su origen, como ya se ha señalado, en el grado de apego hacia la cultura dominante que cada una de las familias ha desarrollado y la clase de lazos que mantienen respecto de sus raíces nativas (ver Broida, 2016; Shelton, 2002, p. 310). Los comentarios sarcásticos que Nola hace a Peter referente a su hermanastra son un buen botón de muestra de la distancia existente entre ambas a este respecto:

Pero ¡qué generosa eres, Emmaline! ¡Qué mujer más arraigada en las tradiciones al ceder a tu propio hijo a un hombre blanco y a una familiar que ya casi lo es, una persona digna de lástima y que está loca de atar! Se parece tanto a su madre, esa Marn que tenía las serpientes. La gente nunca olvida por aquí. Y tampoco olvidarán esto. Siempre será Emmaline Iron, la bondadosa y fuerte cómo se llama, Ogema-ikwe (p. 234).

Muchos críticos y comentaristas han convenido que LaRose es, sobre todo, una novela acerca de la posibilidad de expiación y reparación, incluso en aquellos casos en los que el dolor causado parece totalmente irreparable (Crispin, 2016; Johnson, 2016). Para Broida (2016), el profundo dolor generado por la muerte de Dusty al inicio de la novela debilita seriamente a ambas familias y “resulta emblemático de la gran tragedia sufrida por los ojibwe y otras muchas familias nativas”. Las reacciones que se observan en los miembros de las dos familias muestran a las claras que fantasmas del pasado reaparecen en la estela del trágico accidente, que al principio impiden cualquier tipo de perdón o redención. Paradójicamente, ha sido la familia más enraizada en la cultura nativa la que ha causado el daño y la que, por tanto, se ve obligada a tomar la iniciativa respecto de la reparación. Por suerte, los Iron cuentan con más recursos que las “víctimas”, pues los Ravich se ven completamente superados por su aflicción. Los Iron poseen, por un lado, un robusto patrimonio cultural, una familia amplia y muy unida que ya había adoptado e integrado a un nuevo miembro, Hollis Puyat, y, además, con el activo más importante: el protagonista de la novela. Aunque Landreaux y Emmaline habían tenido sus dudas a la hora de usar el nombre de LaRose con cualquiera de sus hijos, ya que “Era un nombre inocente y poderoso a la vez, y que había pertenecido a los protectores de la familia. [Así que] habían decidido no usarlo, pero fue como si LaRose hubiese venido al mundo ya con ese nombre” (p. 11). Ambos sospechan desde el principio que hay algo especial en su hijo más pequeño, pero no están seguros de que el don de “poder y sabiduría” que el nombre conlleva vaya a ser suficiente para enfrentarse al reto de ser adoptado por una familia severamente traumatizada y en riesgo de desintegrarse. Sin embargo, aunque inicialmente sus pasos son dubitativos, enseguida se hace evidente que el joven protagonista está más que capacitado para curar las heridas de su familia adoptiva y de la comunidad en su conjunto. En su reseña de la novela, Ron Charles (2016) escribe acerca del protagonista:

En el inmenso universo de los personajes de Erdrich, este chaval puede ser su creación más lograda. LaRose emite los delicados tonos de un místico, posee de forma destilada las habilidades curativas de sus antepasadas, pero a su vez sigue siendo un niño, metido a diario en el mundo de sus juguetes, de la escuela y de aquellos que le quieren.

El importante papel que LaRose tiene en la novela hace patente la necesidad de alternativas a los anhelos de venganza o al castigo como formas de justicia. El niño representa otro tipo de respuestas más constructivas y rehabilitadoras que han sido descritas por algunos expertos como una justicia reparadora. En un artículo acerca de la creciente importancia que la justicia reparadora tiene para grupos humanos víctima de graves abusos, Felipe Gómez-Isa señala que, si bien no conviene entender la reparación como una “panacea” que va a solucionar todos los problemas de esas comunidades, es por su propia naturaleza progresiva una herramienta muy útil: “Lo más importante no son los objetos que forman parte de la reparación de las víctimas, sino ‘el proceso’ que tiene lugar alrededor de los mismos” (p. 272). En la novela de Erdrich, el generoso gesto de compensación y reparación puesto en práctica por los Iron cuando entregan su hijo a los Ravich no es suficiente en sí mismo para reconstruir las familias y la comunidad. A pesar de que LaRose tiene un efecto curativo casi instantáneo en algunos de los personajes -en Nola, en especial-, a la mayoría de ellos les lleva un tiempo recuperarse a la sombra de este adorable “hechicero”. Una importante ventaja que LaRose tiene respecto de los demás personajes de la novela es que, además de los cuidados y consejos que recibe de sus padres, se siente también muy cercano a los ancianos de la tribu, sobre todo a su abuela materna, e incluso a sus antepasados. En sus visiones a menudo entra en contacto con ellos: “Era un grupo de gente. La mitad eran indios y la otra mitad quizá también lo eran, pero eran tan pálidos que podía ver la luz a través de ellos. Se acercaron y se acomodaron, sentados a su alrededor, gente de todas las edades” (p. 210). LaRose se convierte en un puente o una especie de “embajador” entre las dos familias (cf. McGrath, 2016) gracias a sus dotes de observación de las necesidades de cada uno de sus miembros, las que él intenta satisfacer. En este sentido, no se limita a reparar los daños de las víctimas, quienes se ven parcialmente rehabilitadas por sus remedios, sino que también trae paz y una fuerza renovada para aquellos que no se vieron directamente afectados por la tragedia.

Dinah Shelton mantiene que son las personas obsesionadas con los agravios del pasado las que más problemas tienen para ver el futuro sin acritud, ya que a menudo desarrollan “una cultura de la victimización” (p. 308). Personajes como Romeo o la Sra. Peace parecen ser presa de esta “enfermedad”, pues se encuentran tan atrapados en sus propios pasados y el de la tribu que es difícil para ellos comprender que es posible algún tipo de reparación. Asimismo, gracias sobre todo a las destrezas armonizadoras y curativas de LaRose, la generación más joven consigue desarrollar perspectivas y estrategias distintas para pavimentar su futuro. Obsérvense, por ejemplo, las posturas radicalmente opuestas que Hollis y su padre, Romeo, adoptan cuando el primero informa a su progenitor de que está pensando en unirse a la Guardia Nacional:

Desde que destruyeron las Torres Gemelas, dijo Hollis, he estado pensando que mi país me ha tratado bien. ¿Qué? Romeo estaba escandalizado. ¡Pero si eres un indio! Ya lo sé, es cierto que casi nos aniquilaron del todo. Pero, así y todo, están las libertades, ¿no es así? Y ahora contamos con escuelas y hospitales y el casino. Cuando la pifiamos ahora, la pifiamos nosotros. ¿Estás loco? A eso lo llamamos el trauma intergeneracional, hijo mío. No es culpa nuestra que nos sigan oprimiendo; se están cargando nuestra cultura, nuestra estructura familiar, y sobre todo nos tienen que devolver nuestra tierra (p. 214; cursiva en original).

Es sencillo captar la ironía en el hecho de que una de las pocas referencias al trauma intergeneracional en la novela venga de un personaje que es percibido por los demás como un auténtico desastre y que ha hecho bien poco por mejorar la vida de los demás en la reserva. La última sección de la novela, “La reunión”, escenifica la rehabilitación parcial de los personajes más gravemente traumatizados, como Nola, Landreaux o Romeo, y pone en evidencia los asombrosos poderes de LaRose para devolver la armonía y la cohesión a su gente: “Enseguida el perro se acercó y se sentó a su lado, recostándose sobre la pierna de Nola y ella le dejó que se quedase allí. […] Luego ella se puso a comer un plato de barbacoa mientras sentía el calor del perro en su pantorrilla” (p. 365).

A algún crítico, el personaje de LaRose le resulta poco convincente ya que el crío no sólo es capaz de comprender perfectamente las necesidades de los demás personajes, sino que además exhibe una clarividencia que le permite frustrar todos los siniestros planes de revancha en la segunda mitad de la novela (cf. Gordon, 2016). Si bien podría pasar por ser un chaval normal en la escuela y en la reserva, ni demasiado inteligente ni físicamente dotado, lo cierto es que demuestra tener una habilidad inusual para ver más allá de lo que los demás son capaces de ver. Peter Ravich no se da cuenta de los poderes de LaRose hasta que ha apretado el gatillo de su rifle varias veces contra Landreaux y “No ocurrió nada” (p. 342). Es entonces cuando empieza a comprenderlo todo:

La imagen de aquellas pequeñas y hábiles manos llenaron la mente de Peter. Aquellas manos abiertas para coger las balas. Cargando y descargando su arma. Y todas las sogas, los venenos. Aquellas manos cogiendo todas esas cosas de sus sitios habituales y haciéndolas desaparecer. El veneno para ratas, la estricnina, la lejía que faltaba. LaRose salvándole ahora, salvando a sus dos padres (p. 342).

Erdrich ha rechazado la idea de que sus lectores lean a LaRose y sus extraños poderes como un síntoma de la presencia de un realismo mágico en la novela. Para ella, si se le interpreta correctamente, el niño no es sino una personificación de uno de los pilares fundamentales en la vida espiritual de los anishinaabe: la reparación como forma de expiación para recuperar el equilibrio en la tribu. De hecho, como Erdrich explicó a McGrath, la novela tiene su origen en un comentario accidental de su madre respecto de la práctica habitual entre los indios de adoptar niños de otras familias y cómo este hecho hizo su visión del concepto de familia mucho más “elástico” (McGrath, 2016)4. Es obvio que LaRose, como un “alma muy anciana” (p. 52), representa esa personificación de una tradición que ha permitido a muchas tribus sobrevivir bajo la presión de un gobierno y una sociedad que no entendían y a menudo castigaban tales prácticas. Por suerte, el personaje principal, tras superar algunos obstáculos iniciales, aprende a gestionar su difícil situación atrapado entre dos familias profundamente afligidas:

Había aprendido de su familia natural cómo cazar conejos, preparar un guiso, pintar uñas. […] De los ancianos había aprendido cómo moverse entre el mundo de lo visible y lo invisible. Peter le enseñó cómo utilizar un hacha, la motosierra, cómo manejar un arma del calibre 22. […] Nola le mostró cómo pintar paredes, atender a los animales, cómo sembrar y cuidar las plantas. […] Maggie le enseñó cómo ocultar el miedo, fingir dolor, cómo golpear utilizando los nudillos de sus dedos (p. 208).

Es gracias a sus grandes dotes de observación y a su cuidado de la gente que le rodea que LaRose es capaz de convertirse en un elemento curativo; siempre está dispuesto a utilizar sus destrezas como un niño sensible y conciliador. Como el narrador de la novela señala, “En todos estos temas, LaRose actuaba con precisión y confianza. Se estaba convirtiendo en un ser humano muy eficiente” (p. 208).

5. Conclusiones: Equilibrio inestable entre trauma y reparación

En palabras de LeMay (2016), la novela de Erdrich cuenta una historia de “la vida como es vivida y entendida por muchos en territorio indio, en la que el dolor y los triunfos del pasado no se olvidan y se convierten en los cimientos sobre los que se construye el presente y el futuro”. Como ya decíamos al principio, los edificios, los lugares e incluso las personas presentan varios estratos de historia que los dotan de un significado que es difícil de captar inicialmente. El propio nombre de “LaRose” contiene esa multiplicidad:

Hay cinco LaRoses. La primera de las LaRoses mató a Mackinnon, fue a la escuela de la misión, se casó con Wolfred, enseñó a sus hijas la realidad de las cosas y viajó por el mundo como un conjunto de huesos robados. La segunda, su hija LaRose, fue alumna en Carlisle. Esta LaRose también pilló tuberculosis como su madre, y cómo ella luchó contra la enfermedad una y otra vez. […] La cuarta LaRose se convirtió en la abuela del último LaRose, que fue entregado a la familia Ravich por sus padres como compensación por su hijo que había muerto accidentalmente por un disparo (290).

Este pasaje demuestra la importancia que los nombres tienen en las culturas nativas, en las que denotan identidad, estatus y herencia cultural. Como apunta Wan, “el dotar al recién nacido de un nombre-espíritu se convierte así en un ritual sagrado tanto para el niño como para la tribu” (2018, p. 1184). Esta es la razón por la que los Iron al principio dudan sobre si llamar LaRose a su cuarto hijo, al ser conscientes del poder -pero también de la responsabilidad- que esto implica. Pero después de escuchar tanto de Randall como de los ancianos acerca de los poderes curativos del ultimo LaRose, es más fácil entender por qué los Iron deciden entregar a su hijo más joven en adopción a los Ravich como forma de reparación del daño -y del dolor- que han causado a esa familia: “LaRose se muestra poderoso tanto por su nombre como por sus orígenes y es capaz de superar traumas y preservar las tradiciones ojibwe” (Wan, 2018, p. 1184).

Conviene también destacar que el nombre del protagonista, que ha viajado a través de generaciones y posee un extraño poder para ayudar a la comunidad a emerger de su profundo dolor, se haya vinculado a varios internados y su nociva influencia en la historia de la familia. Gone (2009) ha descrito con todo lujo de detalles los “horrendos ejemplos de violencia y violación perpetrados contra [los niños indios]” en esas instituciones y cómo generaron un “desgarrador legado de angustia y discapacidad entre los nativos contemporáneos” (p. 752). El gesto altruista de los Iron al ceder a su hijo más pequeño supone un intento de rectificar las dañinas consecuencias que esos colegios tuvieron para su generación, ya que todos ellos han quedado marcados por esa experiencia de una forma u otra: “[…] baja autoestima, estigma de la víctima, rabia, conductas autodestructivas y adicciones” (Brave Heart, 2005, p. 7). Emmaline Iron es el personaje más consciente del devastador impacto de los internados en su gente, así que decide abrir un “internado alternativo para niños vulnerables en la reserva” (p. 105):

La diferencia fundamental era que, al contrario que los internados tradicionales, este estaría situado en la reserva. Desde la guardería hasta cuarto curso. Después de ese curso podrían seguir viviendo allí, pero irían a la escuela normal. Este nuevo/viejo tipo de internado, equipado para ejercer el papel de los padres en aquellas familias atrapadas en ciclos de fracaso y reflote, se convirtió en la misión de Emmaline (pp. 105-106).

Como un proyecto de intervención, Emmaline entiende que el objetivo principal de esta escuela es “Mitigar la aflicción” (p. 106). Aspira a proporcionar calma y estabilidad frente al trauma colectivo y a conseguir unos hogares fiables, a combinar la educación con la enseñanza de prácticas tradicionales y, sobre todo, a ofrecer estrategias de supervivencia para aquellos cuyas vidas se ven complicadas por desastres inesperados. Emmaline se da cuenta enseguida de que su programa del colegio puede ser transferido a su hogar de manera provechosa cuando la tradición ojibwe de la reparación les impulsa a ceder a su hijo para beneficio de toda la comunidad. Aunque no le resulta fácil al principio, se apercibe de la necesidad de vivir el “proceso de trauma” (Alexander, 2000, p. 22), lo que implica hacer frente y comprender el propio trauma, liberando el dolor gracias a algunos rituales culturales y dejando atrás la pena para seguir adelante (Brave Heart, 2005, p. 5). El final de la novela demuestra que incluso aquellos más seriamente afectados pueden empezar a mostrar signos de rehabilitación si se aplican los principios más básicos. A pesar de que el proceso puede resultar a veces difícil y de que la presencia de un “curador” parece esencial, aparece la esperanza de que la comunidad pueda recuperar su equilibrio. Como “esa otra gente” -sus ancestros- dicen a Dusty y a LaRose cerca del final: “Os queremos, no lloréis. El dolor se come el tiempo. Sed pacientes. El tiempo se come el dolor” (371; cursiva en original).

Frances Washburn cree que una de las mayores virtudes de Erdrich como escritora es su capacidad de representar el brutal choque cultural entre las tribus nativas y los colonizadores euroamericanos y, a la vez, defender una visión intercultural de la historia: “Erdrich denuncia las injusticias históricas, sí, pero las complica y las explica a base de relatos llenos de matices que se acercan más a la verdad, si es que algo como una única verdad existe” (p. 124). LaRose recoge un relato de este tipo en el que las fronteras entre salvajes y civilizados, tradicionalistas y asimilacionistas, santos y pecadores se cuestionan constantemente. En un punto de la novela, el protagonista está escuchando “viejas historias” de Ignatia Thunder, una de las ancianas de la tribu, y se siente frustrado porque no es capaz de ver la “moraleja” de esos relatos. Así que recibe una lección: “ʻ¿Moraleja? Nuestras historias no tienen de esoʼ, Ignatia resopló con cierta irritación’” (293). El comentario de Ignatia resulta acertado respecto de la novela, ya que solo ofrece respuestas provisionales a los complejos dilemas que muchos de los personajes afrontan. LaRose indaga en las distintas respuestas que un variado grupo de personajes dan agravios -unos agravios que pueden ser muy inmediatos o que les lanzan hacia el pasado, hacia todo tipo de traumas históricos que no han sido asimilados adecuadamente. Esas respuestas van desde fogosos planes de revancha hasta otros que prefieren la expiación y la compensación como formas de recuperar la armonía en las relaciones humanas. Al final, son las estrategias reparadoras las que parece que triunfan, aunque nunca se puede asegurar que esas tácticas curativas hubiesen funcionado en otras circunstancias.

Además del gran logro de conseguir que sus lectores se identifiquen mucho con sus personajes, la novela de Erdrich también proporciona formas de tratar de problemas tan complejos como las injusticias históricas o el trauma intergenerational. Expertos en derecho como Francesco Francioni (2008) y Felipe Gómez-Isa (2011) han estudiado las complicaciones de aplicar la justicia reparatoria y retributiva en nuestros días. Hay temas polémicos relativos a la legitimidad, la no retroactividad o la redistribución que a menudo interfieren cuando “evidentes violaciones de los derechos humanos y de la ley humanitaria [como el genocidio indio]” requieren una acción reparatoria (Francioni, 2008, p. 43). Aunque algunos expertos juristas nativos han demostrado que la mayoría de las peticiones actuales de restitución y reparación de grupos indígenas están basadas en el incumplimiento de los tratados firmados por el gobierno a lo largo del siglo XIX (ver Deloria, 1985, pp. 4-5), solo se han producido pequeños avances para intentar corregir la situación. En su “trilogía de la justicia,” Erdrich ilustra de manera provocadora cómo esas violaciones históricas de la ley resurgen de nuevo en las reservas indias en forma de disfunciones y desigualdades. El especialista David Stirrup destaca que, a medida que la obra de Erdrich ha ido evolucionando, sus novelas se han metido de forma sustancial en “asuntos políticos”: “sus obras tardías vuelven […] a sus temas preferidos desde una perspectiva política y con una visión más crítica del devastador y a menudo paradójico legado de las comunidades, los valores, las formas de vida y las economías que chocan, ‘se agrietan’, se funden y reinventan” (p. 204). Por si las frecuentes referencias a los miedos del cambio de milenio, al 11-S, a la Guerra de Iraq y a la Guardia Nacional no fueran suficientes para hacernos conscientes de ese elemento político en LaRose, siempre contaremos con las sabias palabras de Ignatia Thunder poco antes de morir, cuando le explica al protagonista lo que siempre ha caracterizado a la historia de los pueblos nativos:

Es acerca de sentirse perseguido, dijo Ignatia, aspirando intensamente de su botella de oxígeno. Nos persiguen al llegar a la vida. Los católicos piensan que nos persiguen los demonios, el pecado original. Nos persiguen las cosas que nos hacen. A eso se le llama trauma, dijo Malvern. Muchas gracias, dijo Ignatia. Nos persigue lo que hacemos a los demás y, luego, lo que ellos nos hacen. Siempre mirando hacia detrás o a lo que nos pueda pasar en el futuro. Solo contamos con un pequeño instante ¡Vaya, ya se pasó! (p. 294; cursiva en original).

Agradecimientos

La investigación necesaria para la realización de este artículo se ha llevado a cabo bajo los auspicios del proyecto "Derechos humanos y retos socioculturales en un mundo en transformación" (IT1468-22), financiado por el Gobierno Vasco.

Obras citadas

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1 Denham explica en su artículo acerca de los “relatos de resiliencia” cómo esas historias compartidas suponen un elemento conector que permite a las comunidades nativas desarrollar estrategias de resistencia que les permiten defenderse de agresiones externas. Ver también Waldram (2004), es especial capítulo 11.

2El término utilizado por Vizenor en inglés es el de “survivance” y para intentar iluminarlo habla de los nuevos “guerreros indios” contemporáneos que utilizan la palabra para desmontar todas las “simulaciones de lo irreal” (p. 82) que el hombre blanco ha venido construyendo acerca de ellos.

3 Brave Heart (2005) ha escrito extensamente acerca de lo que habría que entender por “trauma intergeneracional”, con su carácter histórico, colectivo, cultural y acumulativo, y en qué sentidos difiere del más habitual síndrome de estrés postraumático (PTSD).

4 Connie Jacobs (2001) subraya una y otra vez en su excelente libro la enorme importancia que las diversas estructuras familiares tienen sobre las tradiciones tribales de los ojibwe y sobre la manera en que gestionan sus relaciones (y tensiones) con la cultura dominante.

italic: ; Received: March 10, 2021; italic: ; italic: ; Accepted: January 20, 2023

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