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Veritas

On-line version ISSN 0718-9273

Veritas  no.37 Valparaíso Aug. 2017

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-92732017000200175 

Sección Teología

¿Desarrollo o liberación? Ecos actuales de un viejo debate

Development or liberation? Current Echoes of an Old Debate

Gustavo Irrazábal1 

1Pontificia Universidad Católica Argentina (Argentina) girrazabal@gmail.com

Resumen

En su recepción del Concilio Vaticano II la Iglesia latinoamericana -focalizada en el problema de la pobreza-, tomó distancia de la teología del desarrollo planteada en Gaudium et spes y de la antropología subyacente, sea soslayando este concepto como expresión de la ideología “desarrollista”, sea neutralizando su relevancia a través de la expansión indefinida de su significado, y en todos los casos subordinándolo a la idea y el objetivo de la liberación. Pero su visión unilateral de la pobreza, que interpreta como consecuencia virtualmente exclusiva de las “estructuras de pecado”, lleva inevitablemente a una visión maniquea de la vida social entendida en términos de antagonismo de clases, y empuja por su propia lógica a la acción revolucionaria. Al mismo tiempo, pasa por alto el desafío decisivo para derrotar la pobreza, que no es únicamente la mejor distribución de la riqueza sino también y ante todo su creación. En esto consiste el desarrollo económico, fenómeno moderno pero posibilitado por la capacidad de iniciativa e invención característica del ser humano como imagen de Dios. Mientras los caminos de liberación preconizados por la teología de la liberación y la teología del pueblo han fracasado de modo inapelable, el sistema económico, político y cultural que Michael Novak denominara “capitalismo democrático” es el único que ha demostrado y sigue demostrando capacidad efectiva para liberar las energías creadoras de la sociedad, permitiendo a los pobres prosperar y convertirse en artífices de su propio destino.

Palabras clave: Desarrollo; liberación; opción por los pobres; capitalismo

Abstract

After the Second Vanean Council, the theology of “development” presented by Gaudium et spes was overlooked in the Latín American Church in favor of the concept of "Uberalion”. Under-lying this option lay a unilateral vision of povery, conceived exclusively as the outcome of the “structures o/sin”. This diagnosis fostered class struggle and revolutionary action, while providing no clue as to how to overcome poverty through the creation of wealth. A more adequate approach should seek for institutional arrangements that provide conditions for both Beration and development. The social system of “democratic capitalism” (Michael Novak) is the only one capable of generating true economic development, making it possible for its citizens to display their creative energy and become protagonists of their own destiny.

Key words: Devehpment; Uberation; Option for the Poor; Capitalism

La preocupación por la pobreza y la injusticia que tan profundamente han marcado el pensamiento social y pastoral de la Iglesia latinoamericana, constituyen una clave decisiva para comprender las características del proceso de recepción del Concilio Vaticano II en nuestra región, una recepción en la que se mezclan por partes iguales el entusiasmo y la incomodidad.

Por un lado, en efecto, ciertos temas han sido objeto de una especial valoración en nuestro Continente, especialmente la visión de la Iglesia como Pueblo de Dios y Misterio o Sacramento universal de salvación, que abría las puertas a una renovada inserción de la Iglesia en el mundo. Por otro lado, sin embargo, ciertas enseñanzas fueron consideradas como expresión de preocupaciones más europeas que universales.

Un ejemplo de esto último es la afirmación de la “autonomía de las realidades temporales” en la constitución pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et spes (GS) 36. Este principio parecía dirigido a superar el conflicto de la Iglesia europea con la modernidad a través de una clara distinción de órdenes, garantizando el respeto de la laicidad de la comunidad política. Pero entre nosotros prevaleció la convicción de que, en el contexto latinoamericano, el problema más acuciante era exactamente el opuesto: la falta de conciencia de la dimensión política de la fe, la reticencia de la Iglesia para asumir su rol en la lucha contra las estructuras injustas de la sociedad (Gutiérrez, 1975: 80-108).

Algo similar puede decirse respecto del concepto de desarrollo. Su adopción en GS era reflejo de un profundo giro en la reflexión antropológica que dio origen a una verdadera “teología del desarrollo” (Nicolás, 1972). Pero visto a la luz de la realidad histórica, este término parecía expresión de una visión ingenua y auto-referencial, que no tenía en cuenta los obstáculos estructurales que hacían imposible el desarrollo para las naciones latinoamericanas y las condenaba a una crónica dependencia. Aquí radicaba, según el entender de muchos, la causa del fracaso de todos los proyectos de desarrollo que se sucedieron en la región desde los años ’60. ¿No resultaba evidente, a la luz de la experiencia, que no habría desarrollo alguno para nuestros pueblos si previamente no se alcanzaba el objetivo de la liberación frente a toda opresión económica y política?

Un modo habitual de relatar la evolución de esta tensión con el Magisterio Universal es el que considera que la perspectiva latinoamericana de la liberación ―ya de algún modo presente en Populorum progressio (PP, 1967) y expresada por primera vez en Medellín― ingresó gradualmente en la DSI, sobre todo luego del documento de Puebla, la segunda instrucción sobre la Teología de la Liberación, Libertatis conscientia (LC, 1986), y la incorporación de la idea de las “estructuras de pecado” y de la “opción preferencial por los pobres” en Sollicitudo rei socialis (SRS, 1987). Y si bien persistió al mismo tiempo y como en paralelo una teología del desarrollo ―la línea de GS, que tiene su última gran expresión en Centesimus annus (CA) de 1991― con el Papa Francisco ha prevalecido definitivamente la perspectiva (no necesariamente el vocabulario) de la liberación, que no excluye la del desarrollo, pero la relega a un segundo plano, más como consecuencia de la primera que como una posible causa de la misma.

En este artículo me propongo indagar sobre las implicancias antropológicas y teológicas de esta tensión entre desarrollo y liberación, su reflejo en los textos magisteriales hasta el presente, y la posibilidad de integrar ambas preocupaciones de modo que puedan iluminar concretamente la praxis social cristiana en este momento histórico.

1. La teología del desarrollo de GS a PP

Como acabamos de decir, el Magisterio de la Iglesia ha elaborado de modo consistente a lo largo del tiempo una teología del desarrollo, cuyo punto de partida podemos ubicarlo en el capítulo III de GS. Este documento señala una de las aspiraciones universales y más profundas de la humanidad, que es a la vez una posibilidad real y un deber ético: la de “perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas” (GS, 9.1) y, al mismo, tiempo, “establecer un orden político, económico y social que esté más al servicio del hombre y permita a cada uno y a cada grupo afirmar y cultivar su propia dignidad” (9.1), es decir, que tenga a la persona como beneficiaria y protagonista activa.

A su vez, esta doble aspiración da origen a las “instantes reivindicaciones económicas de muchísimos”, que tienen viva conciencia de que la carencia de bienes que sufren se debe a la injusticia o a una no equitativa distribución” (9.2). Podemos ver aquí en germen la tensión que nos ocupa en este trabajo: por un lado, una nueva conciencia de las posibilidades y responsabilidades humanas, y por el otro, la pobreza como algo más que una fatalidad, como el resultado de la injusticia social. En una palabra, el doble imperativo del desarrollo y de la liberación, sin indicaciones sobre cómo articularlos.

A continuación (cap. 1, “La dignidad de la persona humana”), el texto busca en la antropología cristiana los criterios para discernir las mencionadas aspiraciones. La dignidad del hombre como imagen de Dios se expresa también en los grandes avances de la ciencia y de la técnica que le han abierto camino a éxitos extraordinarios en el dominio del mundo material. A la luz de la fe, el desarrollo material debe ser interpretado como una vocación divina:

…la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo. (GS, 34.1)

La actividad del hombre, aun en sus expresiones más humildes y cotidianas, al tiempo que influye sobre el mundo, posee un sentido inmanente:

…éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. (GS, 35.1)

Y si bien el logro de la justicia y la fraternidad valen más que todos los progresos técnicos, éstos pueden ofrecer “el material para la promoción humana”, aunque por sí solos no puedan llevarla a cabo (GS, 35.1)1.

A continuación, se afirma el crucial principio de la autonomía de la realidad terrena: “las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco”, por lo cual la autonomía “reclamada imperiosamente los hombres de nuestro tiempo” es legítima, y “responde a la voluntad del Creador” (GS, 36). Este principio es aplicado directamente a la relación entre las ciencias positivas y la fe, pero de un modo más amplio debe iluminar la comprensión del sentido de toda actividad humana: su valor, podríamos decir, no es meramente instrumental, en orden a la vida eterna, sino intrínseco, como modo de realización del hombre en el mundo.

Este encuadre general permite comprender el modo de presentar, en el cap. 3 de la segunda parte, el tema del desarrollo económico. El Concilio constata que “el progreso en las técnicas de la producción y en la organización del comercio y de los servicios han convertido a la economía en instrumento capaz de satisfacer mejor las nuevas necesidades acrecentada de la familia humana” (GS, 63.2). Y, en consecuencia, llama a “favorecer el progreso técnico, el espíritu de innovación, el afán por crear y ampliar nuevas empresas, la adaptación de los métodos productivos, el esfuerzo sostenido de cuantos participan en la producción; en una palabra, todo cuanto puede contribuir a dicho progreso” (64.1). Y conforme al principio de autonomía, y siempre dentro del orden moral, “la actividad económica debe ejercerse siguiendo sus métodos y leyes propias (…) para que se cumplan así los designios de Dios sobre el hombre” (64.1).

En cuanto al establecimiento de las condiciones sociales que hacen posible este progreso, abarcador de todo el hombre (“el hombre integral”) y todos los hombres, el texto intenta situarse en un justo medio entre el laissez faire y la planificación centralizada:

No se puede confiar el desarrollo ni al solo proceso casi mecánico de la acción económica de los individuos ni a la sola decisión de la autoridad pública. Por este motivo hay que calificar de falsas tanto las doctrinas que se oponen a las reformas indispensables en nombre de una falsa libertad como las que sacrifican los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción. (GS, 65)

Populorum progressio desarrolla los esbozos del texto conciliar. Si muchos sospecharon en GS un optimismo ingenuo, en PP tal sospecha queda disipada de entrada por el diagnóstico de la “dura realidad de la economía moderna” y su creciente desequilibrio (8). Esto no le impide volver sobre el tema del desarrollo, afirmando que, para ser auténtico y superar el mero crecimiento económico, debe ser integral, es decir, “promover a todos los hombres y a todo el hombre” (14). Pero agrega algo fundamental sobre su sujeto, caracterizando el desarrollo como una vocación y deber de todos y cada uno:

En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación dada por Dios para una misión concreta (…) Ayudado, y a veces estorbado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más. (PP, 15)

Ese crecimiento no es facultativo, constituye como “un resumen de nuestros deberes”, y el camino imprescindible para un “progreso nuevo”, un “humanismo trascendental” que corona su sentido (16). Y es a la vez un deber comunitario, ya que siendo “herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros contemporáneos”, tenemos una responsabilidad solidaria hacia ellos y las generaciones futuras (17). Y si bien el crecimiento es ambivalente, esto no autoriza a descalificarlo o desconfiar de él, sino que nos impone el desafío de orientarlo con “un nuevo humanismo”, que permita “el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas” (20).

Es cierto que el acento que pone Pablo VI en la asistencia internacional (45-55) no parece del todo consistente con esta visión. Por lo demás, la eficacia de dicha asistencia se demostró rápidamente ilusoria2. De todos modos, aunque PP insiste fuertemente en los condicionamientos que presenta el comercio internacional para el desarrollo humano (sobre todo, 56ss.), éste no deja de ser posible. El objetivo de la solidaridad mundial que el documento reclama, expresada en la asistencia material y técnica, no es otro que el de “permitir a todos los pueblos el llegar a ser por sí mismos artífices de su destino” (65).

En síntesis, de GS a PP el Magisterio procuró esbozar una visión antropológicamente fundada del desarrollo. El progreso material no es todo el contenido del desarrollo, pero es una dimensión integral del mismo. El desarrollo se presenta así como vocación y deber del hombre, y como desafío solidario frente a la injusticia y la inequidad social, como progreso material y como realización humana; como fruto de la iniciativa individual y asociada, secundada por una intervención del Estado dirigida a crear las condiciones propicias y afrontar las consecuencias negativas que acompañan inevitablemente cualquier proceso de modernización.

Pero, sobre todo, a la luz de la teología de la Creación, el desarrollo como actividad humana dejaba de ser visto como una realidad puramente instrumental, el producto neutro de la civilización moderna y su racionalidad científico-técnica. Se le reconocía un valor propio, “autónomo”, enraizado en el ser del hombre, en su imagen divina que lo hace colaborador del Creador. Éste no es todavía y automáticamente un valor moral, pero sí pre-moral, o moralmente relevante: es “como si dijéramos, el material para la promoción humana”.

Lamentablemente, faltaba explicitar una causa fundamental de la pobreza, a saber, la escasez. La pobreza fue la condición “natural” de la enorme mayoría de los seres humanos hasta que a fines del s. XVIII en Inglaterra tuvo comienzo el fenómeno que denominamos “desarrollo”, caracterizado por la creación de riqueza de modo sostenido. Hasta entonces, ninguna sociedad, por justa que fueran sus estructuras, hubiera podido evitar este duro destino. La escasez es el más originario desafío del desarrollo. Al soslayar este hecho, se generaba una importante laguna que parecía confirmar la explicación monocausal de la pobreza en términos de injusticia, prevaleciente en la reflexión latinoamericana. No es de extrañar que la teología del desarrollo, y sobre todo su fundamentación antropológica, no fueran suficientemente comprendidas en Latinoamérica, que creía reconocer en ellos “el espejismo desarrollista”.

2. Recepción de la teología del desarrollo en Latinoamérica

Como hemos dicho al comienzo, si bien en la Iglesia latinoamericana prevaleció una actitud generalmente receptiva de las enseñanzas conciliares, en lo referido a los temas sociales se difundió la percepción de que ellas no reflejaban adecuadamente la realidad de nuestra región, un “signo de los tiempos” ya no positivo, sino profundamente negativo y dramático: la pobreza y la opresión que la genera. Se interpretó que el Concilio ―marcado por una perspectiva eurocéntrica―, había pecado de optimismo en su visión del hombre y de la sociedad, dejándose influenciar por las ideas “desarrollistas” entonces en boga, para las cuales la pobreza constituía un fenómeno más o menos coyuntural, que los países pobres podrían superar a través de recetas que les procuraran un progreso económico sostenido.

La teología latinoamericana consideraba, por el contrario, que la pobreza de los pueblos no era la consecuencia de la falta de desarrollo sino su causa, en cuanto revelaba la existencia estructuras sociales injustas y opresivas, y que la promoción de los sectores marginados de la sociedad no se daría sin una acción lúcida y decidida para instaurar la justicia y eliminar las diferencias clamorosas entre ricos y pobres. A fin de comprender los mecanismos de esta injusticia estructural, se recurrió con diferentes grados de adhesión, a la teoría de la dependencia (ver Med II.9; DP 66), alimentando la convicción de que la miseria de los países pobres era, en buena medida, la consecuencia de la opulencia de los países ricos.

Esta idea parecía avalada por el “fracaso” de los planes de desarrollo (entendido en un sentido más bien economicista y modernizante), que habían sido elaborados por organismos internacionales y gobiernos de países centrales (en América Latina, el BID, el FMI, la Alianza para el Progreso, la CEPAL, etc.), en lo que se suponía ―con razón o no―, una relación de connivencia con intereses económicos locales. Pero el “reformismo” de estas iniciativas sería forzosamente inconducente porque ―en la opinión prevaleciente― no había desarrollo posible sin romper con la dominación de los países ricos (Gutiérrez, 1975: 125). El primer objetivo debía ser, entonces, no el desarrollo sino la liberación, no las tímidas reformas sino la revolución.

Si bien GS tenía algunas referencias a la dependencia y a la liberación (10, 20), y más claramente PP (47), que denuncia la brecha creciente entre países ricos y pobres, el cambio de perspectiva que permite enfocar los problemas desde los “pueblos de la periferia” adviene con la II Conferencia del episcopado latinoamericano en Medellín. En referencia al “neocolonialismo externo” dice el documento:

Nos referimos aquí, particularmente, a las consecuencias que entraña para nuestros países su dependencia de un centro de poder económico, en torno al cual gravitan. De allí resulta que nuestras naciones, con frecuencia, no son dueñas de sus bienes ni de sus decisiones económicas. Como es obvio, esto no deja de tener sus incidencias en lo político, dada la interdependencia que existe entre ambos campos. (Paz, 8) Monopolios internacionales e imperialismo internacional del dinero. Queremos subrayar que los principales culpables de la dependencia económica de nuestros países son aquellas fuerzas que, inspiradas en el lucro sin freno, conducen a la dictadura económica y al «imperialismo internacional del dinero» condenado por Pío XI en la Quadragesimo anno y por Pablo VI en la Populorum progressio. (Paz, 9, e)

Esta posición se fundaba en un diagnóstico de la situación que no era inmune a la crítica. En referencia a la idea de que las reformas no estaban funcionando, se preguntaba Michael Novak ― “¿‘No están funcionando’ comparadas con qué?” (Novak, 1991). Con abundante evidencia empírica este autor mostraba que el progreso de América Latina en términos de producto bruto, educación, salud, etc. entre 1945 y 1980 fue particularmente impresionante: el crecimiento del PBI del Continente entre 1945 y 1975 fue del 5,2 % (Novak, 1991: cap. XIII.2). Por supuesto, también seguían siendo impresionantes las carencias. Pero, ¿se puede extraer de los resultados desparejos, o de la deficiente orientación de ciertos programas, la conclusión de que en nuestro Continente el desarrollo como tal no es posible?

En cuanto a la dependencia, incluso a principios de los años 90, la inversión de los Estados Unidos en América Latina era tan sólo el equivalente al 1 % de su Producto Bruto Interno, mientras que la gran mayoría de su inversión extranjera se localizaba en países desarrollados (Canadá, Europa y Sudeste Asiático). Por otro lado, si nuestra región es tan dependiente de la inversión extranjera, ¿no será en buena medida debido sobre todo a las políticas económicas de los gobiernos que han impedido el surgimiento de un vigoroso mercado local de capitales? En los últimos 20 años, el creciente desarrollo de algunos países Sudamericanos que redujeron notablemente sus índices de pobreza, sobre todo Chile, en menor medida, Brasil y Uruguay, y últimamente, Perú, queda sin explicación a partir de aquella teoría. En cuanto al deterioro de los términos del intercambio, esta tesis perdió terreno ante los períodos recurrentes de altos precios de las materias primas, más allá del pobre aprovechamiento que algunos países hicieron de su temporal ventaja (Woods, 2015: 137ss.).

La desconfianza hacia el concepto de desarrollo no sólo llevó a descartar un ideal permanente fundándose en el resultado de ciertos planes coyunturales, sino que contribuyó también a soslayar el arraigo de esta idea en la antropología y la teología de la Creación. Es poco lo que sobre esto último podemos encontrar en Medellín y Puebla, lo que representa una laguna característica del “ethos liberacionista” (Ivern, 1991: 177-200).

En Medellín se repite la expresión “desarrollo integral” tomada de PP pero sin explicitar su contenido, ni sus condiciones específicas de posibilidad, ni el lugar que ocupa en ella el progreso específicamente material, con lo cual el concepto se vuelve demasiado genérico, y enteramente subordinado a la idea de liberación, como si fuera su consecuencia natural y necesaria (ver Justicia 5, 14; Familia 7; Educación 6, 8, 16, 19; Pobreza 13, e.). En Puebla no encontramos mucho más. El n. 841 menciona el mandato de dominar el mundo, tan central en el Magisterio universal, pero sólo a los efectos de afirmar la igual dignidad de los sexos. El n. 1240, retoma el mismo imperativo y lo aplica al contexto de la “sociedad tecnológica”, entre otras cosas para indicar la importancia de la ciencia y la técnica para rescatar al hombre del subdesarrollo, pero queda como un inciso aislado.

Es preciso reconocer que PP debilita su propia teología del desarrollo al vincular tan estrechamente el fenómeno del subdesarrollo a las estructuras insolidarias del orden internacional, lo cual suscita el interrogante de cómo conciliar semejante diagnóstico con la afirmación del desarrollo como un camino posible. En este punto encuentra su inserción el escepticismo de los documentos latinoamericanos, para los cuales el desarrollo no es en el presente un objetivo realista, ya que la pobreza es vista exclusivamente como el resultado de la injusticia estructural, a la que incluso se aplica analógicamente el concepto de pecado: “Al hablar de una situación de injusticia nos referimos a aquellas realidades que expresan una situación de pecado” (Med, Paz 1,1). Puebla retomará este lenguaje, aludiendo reiteradamente a las “situaciones de pecado social” (28, 1032, 1269, 1258, etc.), y señalando su condición estructural (16, 573, 1155, 1257, etc.). El pecado pasa a ser ante todo una alienación de carácter social, como sostiene G. Gutiérrez:

Pero no se trata, en la perspectiva liberadora, del pecado como realidad individual, privada e intimista, afirmada justo lo necesario para necesitar una redención “espiritual”, que no cuestiona el orden que vivimos. Se trata del pecado como hecho social, histórico, ausencia de fraternidad, de amor en las relaciones entre los hombres, ruptura de la amistad con Dios y con los hombres y, como consecuencia, escisión interior, personal (…) El pecado se da en estructuras opresoras, en la explotación del hombre por el hombre, en la dominación y esclavitud de los pueblos, razas y clases sociales. El pecado surge, entonces, como la alienación fundamental, como la raíz de una situación de injusticia y explotación (Gutiérrez, 1975: 236-237).

Aquí ya no queda espacio para una teología del desarrollo. Ésta ha sido completamente absorbida por el imperativo de la liberación. El nuevo punto de partida ―cargado de premisas no explicitadas ni criticadas― es la visión del pobre reducido a su condición de víctima de la injusticia, que no tiene otra opción realista ante sí que la de involucrarse en la lucha revolucionaria, contra el culpable colectivo de su situación: la clase opresora, que lo domina y esclaviza (Gutiérrez, 1975: 126-127).

Es cierto que esta concepción del pecado social como pecado colectivo y estructural no aparece todavía desvinculada completamente del pecado personal, pero ambos se conectan de un modo frágil. En efecto, el pecado reside en última instancia en el “hecho social”, la misma existencia de ricos y pobres, más allá de las intenciones y actos de los individuos. La injusticia consiste esencialmente en la desigualdad. Esa situación persistiría incluso si se prescindiera de la (ya de por sí muy mediatizada) responsabilidad individual. La misma lógica del pensamiento lleva inexorablemente a identificar la justicia social, no con la virtud moral que lleva ese nombre conforme a la tradición de la Iglesia, sino con un orden social imaginado, sin contornos institucionales, pero caracterizado por la igualdad material, un orden sin ricos ni pobres, donde reina la “fraternidad” (Burke, 2011), y cuyas condiciones de posibilidad nunca se exploran con detenimiento, aunque con frecuencia se aluden vagamente bajo el nombre de “socialismo” (Gutiérrez, 1975: 156-157).

Finalmente, ni los documentos citados ni las diferentes teologías de la liberación dan claves para distinguir “estructuras de pecado” de “estructuras imperfectas”. Toda imperfección pasa a ser “pecado”. En esta línea de pensamiento cabría preguntarse si al algo del presente orden social (o de alguno realmente existente) que se pueda salvar. La expresión “deficiencia estructural” es empíricamente más correcta que “pecado estructural” (No-vak, 2015). Por el contrario, al absorber totalmente en el “pecado” el aspecto histórico ineludible de la imperfección de las estructuras sociales, se elimina el tiempo, la gradualidad, la progresividad, la historia. Frente a la estructura de pecado no queda otra opción que derribarla sin demora, y sustituirla por la correspondiente estructura “justa”. El análisis de los problemas sociales exclusivamente en términos de bien y mal, caridad y pecado, conducen de este modo al utopismo revolucionario.

3. El ETHOS liberacionista en el Magisterio Universal

La instrucción Libertatis nuntius (LN) sobre la teología de la liberación señaló con claridad estos peligros:

Consecuentemente no se puede restringir el campo del pecado, cuyo primer efecto es introducir el desorden en la relación entre el hombre y Dios, a lo que se denomina “pecado social”. En realidad, sólo una justa doctrina del pecado permite insistir sobre la gravedad de sus efectos sociales. (LN, IV, 14)

Y en las orientaciones finales advierte que: “La inversión entre moralidad y estructuras conlleva una antropología materialista incompatible con la verdad del hombre” (LN, XI, 8). Y la segunda instrucción, Libertatis conscientiae (LC), además de reafirmar lo dicho en la primera sobre la relación entre el pecado personal y el pecado social, denuncia lo que LN llamaba el “mito de la lucha de clases” y LC denomina de modo más amplio, el “mito de la revolución”:

Determinadas situaciones de grave injusticia requieren el coraje de unas reformas en profundidad y la supresión de unos privilegios injustificables. Pero quienes desacreditan la vía de las reformas en provecho del mito de la revolución, no solamente alimentan la ilusión de que la abolición de una situación inicua es suficiente por sí misma para crear una sociedad más humana, sino que incluso favorecen la llegada al poder de regímenes totalitarios (LC, 78).

La insistencia excluyente en las “estructuras de pecado” como causa de la pobreza lleva lógicamente a una concepción “mítica” de la política: todos los problemas sociales son vistos a la luz del enfrentamiento escatológico entre la gracia y el pecado, el bien y el mal, y de ese análisis maniqueo no se puede seguir otra conclusión que el imperativo de la revolución. Tal es el mayor obstáculo a la “vía de las reformas” auténticamente liberadoras.

Juan Pablo II, en su exhortación Reconciliatio et paenitentia (RP, 16) analizará más a fondo la cuestión del pecado social en sus diferentes acepciones: como dimensión social de todo pecado, como referencia específica a los pecados contra la justicia y, ya en un sentido analógico, como pecados de grupos sociales. En este último caso, el pecado social es “el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales”. Pero recalca a continuación:

…no es legítimo ni aceptable un significado de pecado social ―por muy usual que sea hoy en algunos ambientes― que, al oponer, no sin ambigüedad, pecado social y pecado personal, lleva más o menos inconscientemente a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir únicamente culpas y responsabilidades sociales. Según este significado, que revela fácilmente su derivación de ideologías y sistemas no cristianos ―tal vez abandonados hoy por aquellos mismos que han sido sus paladines―, prácticamente todo pecado sería social, en el sentido de ser imputable no tanto a la conciencia moral de una persona, cuanto a una vaga entidad y colectividad anónima, que podría ser la situación, el sistema, la sociedad, las estructuras, la institución. (RP, 16)

Aquí se reafirma con nueva claridad el peligro que se cierne sobre la idea de pecado social cuando se pierde conciencia de su sentido sólo analógico y se separa del pecado personal: que su sujeto termine siendo no la persona libre sino una realidad exterior y anónima: la “estructura”. Justicia e injusticia pasarían a designar no primariamente actitudes del corazón sino “sistemas” contrapuestos.

En Sollicitudo rei socialis, Juan Pablo II retoma este tema, asumiendo la expresión “estructuras de pecado” (SRS, 36). Al hacerlo parece dar un paso adelante, reconociendo que a veces las consecuencias del pecado personal se objetivan y se independizan de su autor, adquiriendo una cierta autonomía e induciendo a los individuos al pecado. Aun así, cabe señalar que el término “estructura” no está designando aquí lo que se entiende por tal en la sociología actual, sino más bien, actitudes o hábitos arraigados en nuestra sociedad, como “el exclusivo afán de ganancias” y la “sed de poder” (SRS, 37a) (Camacho, 1991: 515).

Por otro lado, el documento no confunde este análisis de orden teológico, con otro de orden ético-moral, según el cual cabe hablar de “cálculos políticos errados” y de “decisiones económicas imprudentes” (SRS, 36). Mantener este último nivel de análisis permite, a nuestro juicio, evitar la indebida radicalización del discurso, bajo la apariencia de denuncia “profética”.

A su vez, junto con el concepto de “estructuras de pecado”, SRS asume también la doctrina latinoamericana de la “opción o amor preferencial por los pobres” (SRS, 42), aunque agregando: “En este empeño por los pobres, no ha de olvidarse aquella forma especial de pobreza que es la privación de los derechos fundamentales de la persona, en concreto el derecho a la libertad religiosa y el derecho, también, a la iniciativa económica” (SRS, 42e). La puntualización seguramente responde a la percepción de que con frecuencia, este principio ha sido interpretado a la luz de una primacía de los derechos llamados “sociales” sobre los civiles, económicos y políticos.

Finalmente, la referencia a la libre iniciativa económica, nos lleva a un punto central en el modo de interpretar la “recepción” en el Magisterio Universal de estos temas del Magisterio Latinoamericano: la afirmación de la dimensión estructural de la injusticia y de la pobreza, y el llamado al compromiso con la justicia social y la liberación, están firmemente insertados en el marco de una teología del desarrollo, y no contrapuestos a ella:

El desarrollo requiere sobre todo espíritu de iniciativa por parte de los mismos Países que lo necesitan. Cada uno de ellos ha de actuar según sus propias responsabilidades, sin esperarlo todo de los Países más favorecidos y actuando en colaboración con los que se encuentran en la misma situación. Cada uno debe descubrir y aprovechar lo mejor posible el espacio de su propia libertad. Cada uno debería llegar a ser capaz de iniciativas que respondan a las propias exigencias de la sociedad. Cada uno debería darse cuenta también de las necesidades reales, así, como de los derechos y deberes a que tienen que hacer frente. El desarrollo de los pueblos comienza y encuentra su realización más adecuada en el compromiso de cada pueblo para su desarrollo, en colaboración con todos los demás. (SRS, 44)

Las estructuras injustas no excluyen en principio un margen de libertad, y, por consiguiente, de responsabilidad. Los países pobres, del mismo modo que las personas pobres, no son meras víctimas de la injusticia. Unos y otros poseen capacidades, posibilidades, derechos que ejercitar y deberes que absolver. La consigna de la liberación no sustituye (y ni siquiera posterga) el imperativo del desarrollo. Éste, por su parte, tiene una densidad propia, constituye un desafío en sí mismo, no es una consecuencia automática o más o menos predecible de una liberación precedente. El desarrollo es también liberación, aunque en otro sentido la reclama.

Si en el ámbito teológico latinoamericano se ha visto con mucho entusiasmo esta asunción por parte del Magisterio Universal de temas de la enseñanza y la reflexión regional, todavía no parece que se haya reparado suficientemente en el modo concreto de esta recepción.

4. Juan Pablo II. Capitalismo y antropología

Juan Pablo II, que vivió buena parte de su vida bajo un régimen totalitario, entendía muy bien lo que significa el desconocimiento sistemático de los derechos humanos, de la dignidad de los trabajadores, y la ausencia de libertad en todos los campos. Y así como reconoció que las instituciones democráticas, a pesar de sus defectos, eran la mejor protección disponible para los derechos fundamentales, llegó a la conclusión de que el capitalismo, con todos sus límites, era la mejor garantía para la democracia (Novak, 2015). Esta postura asumía, por un lado, una nueva valoración de las instituciones políticas liberales ya perceptible en Pío XII, que en su radiomensaje Benignitas et humanitas (1944) expresó la histórica opción de la Iglesia católica por la democracia. Ensayaba además un nuevo modo de análisis social, más dependiente de la observación de la realidad que de la crítica ideológica.

En el célebre pasaje de Centesimus annus (CA, 42), este pontífice se pregunta:

… ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?

No se trata de una valoración del capitalismo en abstracto, sino del capitalismo como posible solución a las concretas necesidades de los países recientemente liberados del yugo del comunismo, y de los países pobres en general. Y la respuesta introduce una trascendente distinción:

La respuesta obviamente es compleja. Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado”, o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa. (CA, 42)

Este texto manifiesta con claridad la asimetría que de modo explícito o implícito acompaña a la DSI a lo largo de su historia. De hecho, nunca se ha aplicado al comunismo una distinción análoga, precisamente porque no sería posible delinear un comunismo moralmente aceptable como “modelo alternativo” (CA, 35.2). En cambio, está claro que la Iglesia distingue entre “una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos (los problemas de la pobreza) en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado” (CA, 42.3), que por supuesto CA condena, y una economía “libre”, “de empresa” o de “mercado” que encomienda.

La condición para esta aceptación no es la intervención constante del Estado en los mecanismos del mercado para dirigir o corregir sus resultados, sino que consiste en que la libertad económica esté encuadrada “en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma”. Y esto requiere, a su vez, que la vida de la sociedad esté fundada en auténticos valores:

Estas críticas van dirigidas no tanto contra un sistema económico, cuanto contra un sistema ético-cultural. En efecto, la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios. (CA, 39.4)

Aquí se pone de manifiesto una idea tripartita de la sociedad capitalista: un sistema económico (libre empresa), un sistema jurídico (el Estado de Derecho) y un sistema moral-cultural, íntimamente vinculados entre sí, idea que podría sintetizarse en el concepto de “capitalismo democrático” (Novak, 2015). Una economía libre no debe organizarse contra el mercado, pero las demandas de éste deben ser adecuadamente controladas por las fuerzas de la sociedad y el Estado, de modo de garantizar que las necesidades de toda la sociedad sean satisfechas (CA, 35.2).

Finalmente, la referencia que hace este texto a “la libre creatividad humana en el sector de la economía” revela el fundamento antropológico de esta posición. Existe un nexo causal entre la actividad creadora de Dios, el hombre como imagen del Creador, y la manifestación de esta semejanza en la creatividad del hombre, su capacidad de invención, de iniciativa, de empresa. De ahí se sigue que el derecho a la iniciativa económica es un derecho humano fundamental, sólo segundo respecto al derecho de libertad religiosa. Es más, el concepto mismo de “capital” actualmente ya no está referido ante todo a las cosas o a la tierra, como en el capitalismo primitivo, sino más bien a la “subjetividad creadora”, el capital humano.

Si en otros tiempos el factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital, entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las necesidades de los demás. (CA, 32.4)

Y esto se vincula a la prioridad del trabajo sobre el capital, afirmada en LE, 15. En nuestro tiempo el rol del trabajo humano se hace cada vez más importante, como factor productivo de la riqueza material e inmaterial: no el trabajo repetitivo, sino el que implica conocimiento, descubrimiento, investigación, empresa. Como muestra la experiencia, hoy el “capital humano” se convierte en el factor decisivo de la riqueza de las naciones, por encima de la abundancia de recursos materiales. Y en esta perspectiva es posible apreciar la importancia decisiva del talento empresarial, capaz de prever las necesidades de los demás y combinar los factores productivos a fin de satisfacerla (CA, 32). Dicho proceso “que pone concretamente de manifiesto una verdad sobre la persona, afirmada sin cesar por el cristianismo, debe ser mirado con atención y positivamente”. En efecto,

En este proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la diligencia, la laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna. (CA, 32.3)

Proyectando las ideas precedentes al campo internacional, si bien Juan Pablo II comparte las preocupaciones de su antecesor Pablo VI acerca de la brecha creciente entre países ricos y pobres, toma distancia de las tendencias asistencialistas y proteccionistas promovidas en Populorum progressio.

En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en las propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional. Parece, pues, que el mayor problema está en conseguir un acceso equitativo al mercado internacional, fundado no sobre el principio unilateral de la explotación de los recursos naturales, sino sobre la valoración de los recursos humanos. (CA, 33.4)

Los países pobres, a su vez, deben procurar abrir espacios para la iniciativa económica de sus ciudadanos, derribando las trabas estructurales propias de los regímenes precapitalistas (CA, 35.4).

Esta valoración positiva no implica el desconocimiento de los problemas humanos ligados a la “destrucción creativa” (Schumpeter) que acompaña a este sistema (CA, 33), y que incluso genera bolsones de pobreza en medio de las sociedades avanzadas (el llamado “Cuarto Mundo”). Atender a las necesidades de los más débiles es una labor en la cual a veces el Estado tendrá un rol preponderante, mientras que en otros lo tendrá la sociedad civil. Tampoco aquella valoración implica aprobar versiones del capitalismo “primitivo” o “temprano” que pueden encontrarse aún hoy en el Tercer Mundo, que reflejan la crudeza de los momentos más oscuros de la primera fase de la industrialización”, y que reducen a los trabajadores a una condición de cuasi-esclavitud (CA, 33.2).

A diferencia de este último, un capitalismo correctamente concebido debe poner límites morales al mercado haciéndose responsable de las necesidades humanas a las cuales el mercado no puede responder, impidiendo que sean tratados como mercancías bienes que no pueden ni deben ser comprados o vendidos, y socorriendo los grupos sociales excluidos que necesitan una asistencia que el mercado mismo no es capaz de proveer (CA, 40). Pero estas responsabilidades sociales no legitiman el Estado asistencial “que provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos” (CA, 48.4).

5. El Papa Francisco y la condena del “sistema”

Se podría pensar que este Magisterio de Juan Pablo II ha sido drásticamente dejado de lado por el Papa Francisco, considerando los duros juicios de este último sobre el capitalismo. Tal es la impresión que generan, en una primera aproximación, algunos textos de su exhortación Evangelii gaudium (EG, 2013) en los que el Papa se entrega a una apasionada denuncia del “sistema económico imperante” (EG, 54, 56, 59, 203), caracterizado como una “economía de exclusión”, o como el “mercado” regido por una “autonomía absoluta” (EG, 202), o cuyos intereses son “regla absoluta” (EG, 56), es decir, el “mercado divinizado” (EG, 56), los “mecanismos sacralizados” (EG 54), la “idolatría del dinero” (EG, 55, 57), el “rechazo de Dios” (EG, 57). “El sistema social y económico es injusto en su raíz” (EG, 59).

Impacta también el hecho de que estos juicios tan lapidarios no estén acompañados por la correspondiente referencia al mercado, la libertad económica, el dinero o las finanzas rectamente entendidos; y que no se halle una sola crítica equivalente a la economía dirigista. Sí abundan, sobre todo en sus discursos a los movimientos populares, expresiones entusiastas sobre la justa distribución de “tierra, techo y trabajo”, y de la “economía popular” como fenómeno llamado a sustituir el “sistema actual” (Francisco, 2014, 2015, 2016). Parecería que no se trata de “controlar” el mercado sino de reemplazarlo por otra cosa. La respuesta “compleja” de Juan Pablo II en CA se habría transformado así en una respuesta simple en boca de Francisco.

Pero es preciso considerar en primer lugar que, así como la opción por la democracia en Pío XII no equivalía a la opción por un sistema democrático en particular (aplicación del llamado “principio de indiferencia”), la enseñanza de Centesimus annus esbozada en el apartado anterior no canoniza ningún sistema económico realmente existente (Hollenbach, 1992). Por otro lado, tampoco Francisco se aparta de este principio de indiferencia en su condena al “sistema”. De otro modo, no tendría sentido este párrafo dirigido en EG a los empresarios:

La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo. (EG, 203)

¿Sería posible siquiera imaginar una tal vocación fuera del ámbito de una economía de mercado? Por lo tanto, a los efectos de una adecuada hermenéutica de los textos pontificios, se puede concluir que ambos magisterios se desenvuelven en distintos niveles: no es del interés de Francisco sustituir la doctrina de CA por una nueva, sino más bien enfatizar otros aspectos de la DSI que le permiten juzgar la situación histórica presente, señalando deficiencias del capitalismo actual que son en principio pasibles corrección, y no surgen de una perversidad intrínseca de este sistema económico.

Pero, incluso si esto último fuera el caso, y el Papa pretendiera condenar al capitalismo como tal, no podemos obviar la pregunta de qué entiende el Papa por capitalismo. Novak (2015) busca responder a esta pregunta utilizando una distinción ―ya señalada por Hayek― entre dos modelos de capitalismo: el anglo-americano y el continental. En efecto, el capitalismo desarrollado en el s. XIX en Francia, Alemania e Italia, era una economía cuyo rol directivo estaba en manos del Estado, que distribuía derechos y privilegios, establecía minuciosas reglamentaciones y pesados impuestos. Los “capitalistas” prosperaban más por sus conexiones políticas que por sus dotes empresarias, con muy poco capital propio, asumiendo escasos riesgos por estar eximidos de la necesidad de competir. El capitalismo americano fue históricamente muy distinto. En él, el impulso surgió principalmente desde abajo, a través de la capacidad inventiva y el espíritu empresario de gente común, sin antepasados aristocráticos ni conexiones políticas, pero perspicaces para descubrir necesidades del público y procurar las mejores respuestas.

Huelga decir que en Latinoamérica en general, y en Argentina ―el país de Francisco― en particular, el capitalismo ha llevado históricamente los rasgos de la primera variante descripta, incluso acentuando sus aspectos más negativos. De este modo, si el capitalismo de Europa continental, con todos sus defectos, puede hoy también exhibir impresionantes logros, en Latinoamérica, cualquiera fuera el régimen de turno, el “capitalismo” generalmente enriqueció a los amigos del poder, dejando a vastos sectores de la población empantanados en la pobreza, privados de toda posibilidad de ascenso social y clientelizados, de modo que aquel término quedó asociado culturalmente a la idea desigualdad, privilegio y contraposición de clases. No es de extrañar que la valoración de la figura del empresario esté afectada en nuestra región por un prejuicio profundamente acendrado.

A diferencia del Papa Wojtyla, que conoció a fondo la disfuncionalidad de la planificación económica centralizada con sus efectos deletéreos en la sociedad, y comprendió los mecanismos de la economía de empresa y su funcionamiento en el mundo anglosajón, Francisco ―ajeno a esas experiencias históricas― tiene en mente y condena en sus afirmaciones el “capitalismo” que ha podido observar a lo largo de su vida, el que ha producido las dramáticas situaciones sociales que debió afrontar en su vida pastoral, y que ve en acción de muchos modos en el campo internacional. Es posible que Francisco identifique este “capitalismo” con el capitalismo como tal, pero siempre es necesario diferenciar la opinión personal de un pontífice de lo que propone como enseñanza auténtica3.

Finalmente, en su encíclica sobre ecología, Laudato si’ (LS, 2015), Francisco traduce su crítica al “sistema” en términos de “modelos de desarrollo” (138, 194): por un lado, un desarrollo que califica de “auténtico” (5), “sostenible” e “integral” (13), “solidario” (50); y el “paradigma tecnocrático” (106) que contamina, dilapida los recursos naturales y alimenta el consumismo (34). Hay alguna alusión a la base antropológica del progreso tecnológico (102) y su relevancia para el desarrollo (102-172). Pero casi no se encuentran referencias a las condiciones institucionales (políticas, económicas y culturales) que lo hacen posible.

Al mismo tiempo, como en sordina, se deja sentir un eco de las viejas teorías de la dependencia en la atribución a los países desarrollados de la responsabilidad por los problemas ecológicos, y a través de ellos, por la condición de los países pobres (52) ―omitiendo llamativamente las responsabilidades ecológicas de los países socialistas―. Ésta es la razón de su sorprendente llamado a “desacelerar un cierto ritmo de producción y consumo” (191), y a “detener un poco la marcha” del crecimiento (193), ya que, a su juicio, “ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo aportando recursos para que se pueda crecer sanamente en otras partes” (193). No aclara sin embargo quién debe decidir y operar tal “desaceleración”, ni cuáles serían sus consecuencias, incluso para los pobres.

Es muy difícil ―quizás ni siquiera sea posible― reconducir este cúmulo de afirmaciones fragmentarias a una visión sistemática. Pero una mirada global permite concluir que LS, si bien prolonga y expande la crítica al capitalismo de EG, no busca su desaparición sino su reforma a favor de los pobres, impulsada no sólo por medios “políticos” sino sobre todo por la adopción de un “estilo de vida alternativo”, que supere el consumismo individualista y auto-referencial (203-208). Del mismo modo, tales críticas -inspiradas en el ethos liberacionista- no impiden ya, como en el pasado, reconocer al desarrollo económico una importancia específica.

6. Una perspectiva integradora

La visión liberacionista prevaleciente en Latinoamérica tiene un tras-fondo de verdad indudable, pero su unilateralidad (la injusticia como causa exclusiva de la pobreza) es fuente de consecuencias no queridas. Por un lado, alimenta la conflictividad y el resentimiento (“otro me está robando lo que es mío”); por otro, induce a una victimización que dificulta la asunción de la propia responsabilidad (“yo soy la víctima, me tienen que ayudar”) y desemboca en la pasividad. No es extraño que este pensamiento, nacido con una mística revolucionaria, haya adquirido con los años, un talante conservador.

Por su parte, la visión desarrollista es estimulante: todo hombre es responsable de su propio crecimiento y, sobreponiéndose a sus condicionamientos, puede y debe responder al llamado de Dios a realizarse en el mundo. Pero puede pecar de un exceso de optimismo, al no ponderar suficientemente la pesada influencia de la injusticia estructural, producto del pecado social. En la práctica, este discurso puede llevar al desaliento al generar expectativas sobre el protagonismo de los pobres que éstos, por su real situación, no están en condiciones de asumir sin que medie un combate a fondo con aquellos factores que los paralizan.

Pero no hay razón para ver ambas posiciones como alternativas contrapuestas: el desafío es integrarlas adecuadamente en una visión supera-dora. Ésta por un lado debe reconocer, como la primera interpretación, que existe una profunda vinculación ―aunque no excluyente― entre la pobreza y la injusticia. Pero esta injusticia reside menos en el choque de clases, cuanto en las formas desviadas de Estado: como el Estado autoritario, que oprime a sus súbditos en aras de sus propios intereses; el Estado asistencial, elefantiásico, que invade con su lógica burocrática toda la vida social; el Estado corrupto, donde funcionarios y empresarios medran a la sombra de un capitalismo de amigos. Es necesario, en contraste, un Estado inspirado en el principio de subsidiaridad, que provea un marco de seguridad jurídica y las condiciones necesarias para que los pobres puedan desplegar su propia iniciativa, ser integrados en la economía formal, y competir en el mercado en condiciones de igualdad con los demás actores, ofreciendo sus bienes y servicios. Es necesario también un Estado que no oprima con impuestos confiscatorios a sus ciudadanos bajo la excusa de la solidaridad, sino que permita a la sociedad civil asumir sus responsabilidades solidarias y que sólo intervenga en este concepto de modo supletorio, o para salir al encuentro de aquellas necesidades que la sociedad por sí sola no puede atender.

Es entonces en la dimensión institucional, en particular la concepción de la relación entre el Estado y la sociedad ―tan enfatizada en CA―, donde las dos visiones señaladas pueden encontrarse y fecundarse mutuamente.

Conclusiones

En la economía actual, el capital (de caput: cabeza) no designa ante todo cosas sino al hombre mismo, específicamente, su inteligencia, creatividad, iniciativa y capacidad de innovación. Los países que se han desarrollado, no lo han conseguido a través de la explotación de otros o del saqueo de sus materias primas, sino porque han sabido darse las instituciones políticas, económicas y culturales necesarias para liberar el potencial creativo de sus ciudadanos. Estos son los países que ostentan hoy los mejores índices económicos y humanos.

La idea tan recurrente en el pensamiento social latinoamericano de la dependencia estructural de la región como obstáculo insuperable para el desarrollo ha sido ampliamente desmentida en los últimos 25 años, aunque en general los teólogos liberacionistas hayan sido poco sensibles a la evidencia empírica. Una comparación puede ilustrar este tema. A comienzo de los años ’90, Chile tenía un 40% de pobreza y Argentina un 15%. Hoy esos porcentajes hoy se han invertido. El PBI per cápita chileno, que era menos de la mitad del argentino, hoy es superior. La participación del 20% de la población chilena en el ingreso nacional aumentó en un 24% mientras que en Argentina se mantuvo casi estacionaria. Sus índices de desarrollo humano, educación y salud han mejorado ostensiblemente, mientras que en la Argentina han sufrido un constante deterioro. La “liberación” chilena consistió en la determinación de darse instituciones democráticas sólidas que garantizaran la libertad política y económica, haciendo posible el despliegue de todas las energías sociales para el desarrollo. La Argentina siguió el camino opuesto, vaciando sus instituciones y creando un Estado asistencialista e ineficiente, ocupado en controlar minuciosamente los resortes de la economía, con los conocidos resultados. El pensamiento libe-racionista no estuvo en condiciones de acompañar estos procesos: el éxito chileno se produjo al margen de él; el fracaso argentino no encontró en él criterios adecuados de discernimiento crítico.

Yendo al plano internacional, la afirmación de que crece la brecha entre países ricos y pobres, está en contradicción con los datos disponibles (Llach, 2017; Roser, 2017). En 1990, el nivel de vida de los países más avanzados era casi ocho veces superior al de los países emergentes, mientras que hoy asciende a menos de tres veces. Estos últimos están generando en la actualidad casi el 60% del producto mundial anual. En 1990, los afectados por la pobreza extrema eran 1850 millones ―un 35% de la población mundial―, hoy representan menos del 10%, mientras se registran aumentos muy significativos en la esperanza de vida o en la escolarización y fuertes caídas de la mortalidad infantil. Lejos de crecer, la desigualdad de la distribución del ingreso mundial está disminuyendo, y la cantidad de personas de clase media se ha duplicado de 1500 a 3000 millones en lo que va de este siglo.

Es cierto, al mismo tiempo, que en muchos países ―casi todos, desarrollados― aumentó la desigualdad y la concentración de la riqueza de modo preocupante. Lo dicho tampoco impide admitir que el nivel de pobreza y desigualdad actual sigue siendo inaceptable, y que un billón de personas sumergidas en la pobreza extrema representa un tremendo desafío para el mundo (Collier, 2007). Pero también lo es que en los progresos señalados el capitalismo democrático ha demostrado ser el único sistema (político, económico y cultural a la vez) capaz de vencer la pobreza y de hacer realidad la liberación y el desarrollo a la vez. Y aún los regímenes autoritarios que se han beneficiado con la economía de mercado como China se verán obligados a profundas reformas institucionales si han de dar sustentabilidad a su progreso (Acemoglu & Robinson, 2012). La DSI, sin perder la distancia crítica que le es propia, está llamada a reflexionar sobre estos fenómenos que la invitan a revisar su histórico recelo frente a la tradición liberal. CA ha abierto caminos que esperan ser profundizados.

Referencias

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* Presbítero y doctor en Teología Moral por la Pontificia Universidad Gregoriana. Profesor en la facultad de teología de la UCA. Entre sus abundantes publicaciones destacan los libros Iglesia y democracia en el magisterio universal, latinoamericano y argentino (2014), Ética de la sexualidad (2012) y El camino de la comunión. Introducción a la teología moral (2010).

1El progreso puede ser considerado “material” o “materia”, no porque carezca de valor en sí mismo sino por su potencialidad para ser informado ulteriormente por los fines trascendentes de la vida humana.

2Para la época de publicación de PP era ya empíricamente claro el error de este enfoque (Bauer, 1981). Por lo demás, enormes recursos destinados a ese fin terminaron en manos de gobiernos corruptos, elites privilegiadas o señores de la guerra.

3Su promoción de la economía popular, de pequeños propietarios unidos solidariamente en cooperativas, en una sociedad de austeridad y trabajo, recuerda en muchos aspectos el distributivismo de fines del s. XIX, defendido por figuras como G. K. Chesterton e H. Belloc (Woods, 2012). En este caso, sin embargo, no se trata de una propuesta universal, sino de una dirigida específicamente a los países pobres. Cabe preguntarse también si el Papa cree en su viabilidad o más bien apela a su fuerza utópica. Pero es claro, al menos, que ésta es su manera propia de insistir en aquello que ya estaba presente en CA: el verdadero test de la moralidad de cualquier sistema económico es su capacidad para rescatar a los pobres de su condición.

Received: May 30, 2017; Accepted: July 02, 2017

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