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Veritas

On-line version ISSN 0718-9273

Veritas  no.24 Valparaíso Mar. 2011

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-92732011000100001 

VERITAS , Nº 24 (Marzo 2011) 9-31 ISSN 0717-4675

LEY NATURAL Y DIALOGO INTERCULTURAL

ACERCA DEL DOCUMENTO DE LA COMISION TEOLOGICA INTERNACIONAL

 

NATURAL LAW AND INTERCULTURAL DIALOGUE

ABOUT DOCUMENT OF THE INTERNATIONAL THEOLOGICAL COMISSION

 

Gustavo Irrazábal *

Pontificia Universidad Católica Argentina, girrazabal@gmail.com


RESUMEN

El documento de la Comisión Teológica Internacional , "En busca de una ética universal: una nueva mirada sobre la ley natural", dado a conocer en diciembre de 2008 constituye una importante contribución al esfuerzo de la Iglesia Católica por ofrecer una presentación renovada de la doctrina de la ley natural que pueda servir de marco para el diálogo entre las diferentes religiones, filosofías y culturas, en orden a lograr un consenso sustancial sobre los fundamentos de una ética universal y sus principales concreciones normativas. Este documento, sin ser estrictamente novedoso, rescata lo esencial de dicha doctrina frente a sus deformaciones históricas, mostrando tanto su fundación metafísica y antropológica, como su capacidad integradora de los principios universales con la contingencia de la realidad, de lo que deriva una apertura y flexibilidad aptas para servir de base al diálogo universal.

Palabras claves : Ley natural, diálogo, experiencia moral, sabiduría, virtudes morales.


ABSTRACT

The document of the International Theological Commission, "The Search for Universal Ethics: A New Look at Natural Law", released in December 2008 is an important contribution to the efforts of the Catholic Church to offer a renewed presentation of the doctrine of natural law as a framework for the dialogue between different religions, philosophies and cultures, in order to make possible a substantial agreement on the foundations of a universal ethics and its main concretions. This document, while not strictly new, has been able to rescue the essence of the doctrine from its historical distortions, showing both its metaphysical and anthropological foundation, and its ability to integrate the universal principles and the contingency of reality, from which arises an openness and flexibility suitable to serve as a basis for universal dialogue.

Key words : Natural law, dialogue, moral experience, wisdom, moral virtues .


En un discurso a los participantes de un congreso sobre la ley natural que tuvo lugar en la Pontificia Universidad Lateranense en el año 2007, Benedicto XVI señalaba que la pérdida del concepto metafísico de naturaleza, hacía cada vez más difícil al hombre de hoy leer «el mensaje ético» contenido en el ser, y que la tradición ha denominado lex naturalis , ley natural. De ahí, concluye el Papa, la necesidad urgente de reflexionar sobre el tema de la ley natural y de redescubrir su verdad común a todos los hombres1.

En efecto, lo que está en juego es la posibilidad misma de afirmar la existencia de una «verdad» accesible a la razón humana que sirva de base para un diálogo que no se limite a la búsqueda de consensos estratégicos, sino que contribuya a definir los contenidos esenciales de una moral universal. En la actualidad, la ausencia de un acerbo de valores sustanciales universalmente aceptados genera el peligro real de un multiculturalismo sin referencias comunes, donde los derechos humanos más básicos (y, en particular, el derecho a la vida), de un modo impensable sólo algunas décadas atrás, pueden ser vaciados de contenido y reducidos a una retórica irrelevante. Y ello, precisamente cuando se hace más evidente la necesidad de criterios comunes fundados en el auténtico bien de la persona que sean capaces de orientar el proceso de globalización.

Pero «redescubrir» la ley natural no puede significar una vuelta lisa y llana a la doctrina «tradicional», sino que reclama una profunda revisión de la misma. En la actualidad, el concepto de «naturaleza» adolece de una gran equivocidad. Más aún, la expresión «ley natural» se suele identificar con una figura histórica concreta, propia de la moral neoescolástica, hoy irreversiblemente desacreditada por su tendencia a derivar directamente las normas morales de los procesos físicos. Por ello, tampoco es útil, como modo de afrontar los actuales debates éticos, la repetición rutinaria de fórmulas heredadas, sin mayor preocupación por el modo en que las mismas son interpretadas por los eventuales interlocutores.

Para llevar adelante esta empresa se necesita, entonces, una actitud que aúne la sensibilidad histórica necesaria para reconocer la tradición más auténtica, el respeto profundo por la misma, y la capacidad de diálogo abierto y constructivo con los más variados interlocutores. En este sentido, un aporte de indudable valor es el documento de la Comisión Teológica Internacional , En busca de una ética universal: una nueva mirada sobre la ley natural (en adelante, BEU), dado a conocer en diciembre de 20082.

Nos proponemos hacer un breve recorrido del documento, para detenernos a continuación en los aspectos más novedosos y significativos para el diálogo intra y extra eclesial.

1. Una tarea impostergable

En sus números iniciales, el documento menciona los principales intentos contemporáneos de llegar a una ética universal. La referencia más obvia es la de los Derechos Humanos, derechos inalienables de la persona que trascienden las leyes positivas de los Estados, y que el documento califica, citando a Juan Pablo II, como «una de las expresiones más elevadas de la conciencia humana de nuestro tiempo» (n. 5). Sin embargo, BEU señala la tendencia actual a separar la interpretación de estos derechos de su base racional y ética, en aras de un «legalismo utilitarista» que no puede dar cuenta de su carácter absoluto. El positivismo jurídico, que lo inspira, y que rechaza todo criterio ontológico de justicia, no hace sino abrir la puerta de la arbitrariedad del poder (n. 7). Tampoco es suficiente una ética mundial para fundar las exigencias «fuertes» que estos derechos suponen, si la misma es entendida como una búsqueda puramente inductiva de mínimos éticos en base a los consensos ya alcanzados (n. 6). Finalmente, la ética del discurso, por su carácter estrictamente procedimental, que sólo se interesa en las reglas que garantizan la universalidad y racionalidad del debate ético, tampoco es apta para proveer contenidos sustanciales (n. 8).

Este panorama ayuda a comprender la necesidad de una presentación renovada de la doctrina de la ley natural, que «afirma sustancialmente que las personas y la comunidad humana son capaces, a la luz de la razón, de reconocer las orientaciones fundamentales de un actuar moral conforme a la naturaleza misma del sujeto humano, y de expresarlo de modo normativo bajo la forma de preceptos o mandamientos» (n. 9).

Identifica, sin embargo, con notable franqueza, los malentendidos a que han dado lugar (y lo siguen dando) ciertas presentaciones de esta doctrina. A veces, en efecto, la invocación de la ley natural parecería un llamado a la aceptación pasiva de las leyes físicas de la naturaleza; en otros casos, despierta las sospechas de ser una imposición heterónoma que ofende la dignidad de la conciencia personal; en ocasiones, también, se ha mostrado renuente a aceptar la necesaria dimensión de historicidad de las aplicaciones concretas. Estas deficiencias chocan frontalmente contra la sensibilidad contemporánea. Una presentación renovada de la ley natural, por lo tanto, deberá poner mejor de manifiesto su dimensión personal, existencial y comunitaria (n. 10).

2. La ley natural en la convergencia de tradiciones

Si bien el documento señala que la meta de una moral universal no puede alcanzarse sólo por un camino inductivo, no pretende prescindir de él en su punto de partida. El capítulo I, titulado «Las convergencias», comienza con un recorrido a través de las principales tradiciones de sabiduría del mundo, procurando mostrar cómo la doctrina de la ley natural se gesta en el humus de un «capital cultural» de percepciones universalmente compartidas acerca de lo que impide o favorece el buen desarrollo de la vida personal y social (n. 12). Un claro ejemplo de ese patrimonio de valores morales comunes está constituido por la llamada regla de oro: «No hagas a nadie aquello que no quieres que te hagan a ti» (Tb 4, 15). BEU pasa revista a algunas de las principales tradiciones: el hinduismo, el budismo, el taoísmo, las religiones africanas, y el Islam, señalando tanto sus riquezas como sus límites y ambigüedades (nn. 13-17).

La tradición occidental, que tiene su cuna en la cultura clásica griega, desarrolla por su parte la idea de un derecho natural anterior a las leyes positivas, que a modo de un derecho ideal, conforme a la naturaleza de las cosas, funda y da valor a estas últimas. Esta idea de conformidad con la naturaleza, que es al mismo tiempo conformidad con la razón, está ya presente en Platón y Aristóteles, pero alcanza con el estoicismo una proyección universal (nn. 18-22).

En la Sagrada Escritura, los preceptos éticos universales son presentados de dos modos. Uno de ellos está vinculado a la historia particular de Israel como Pueblo de la Alianza, llamado a responder con santidad de vida a la elección divina, pero que revela exigencias éticas válidas para todo el género humano (n. 22). El otro modo es el de la literatura sapiencial, que se nutre no tanto de la historia, cuanto de la naturaleza y de la vida cotidiana3. Aquí la sabiduría, aunque es fruto de la oración y de la obediencia a la ley de Dios, es también el resultado de la atenta observación de la realidad para descubrir su inteligibilidad inmanente (n. 23).

El anuncio del Reino por parte de Jesucristo está preñado de consecuencias éticas universales (n. 24), como lo demuestra la transformación de la regla de oro, expresada negativamente en el Antiguo Testamento, en un precepto positivo: «Todo cuanto queréis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo vosotros con ellos: ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7, 12). San Pablo, por su parte, afirma la existencia de una ley moral no escrita, que está impresa en los corazones de todos los seres humanos, judíos o paganos, y que les permite discernir por sí mismos entre el bien y el mal (Rom 2, 14-15). Estas afirmaciones tendrán una influencia determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley natural (n. 25).

Los Padres de la Iglesia ven una continuidad entre el imperativo evangélico de seguir a Cristo y el ideal estoico de seguir a la naturaleza y la razón, pero superan el inmanentismo estoico al reconocer estas últimas las semillas del Logos divino, personal y trascendente, que es Jesucristo (n. 26). En la Edad Media , esta doctrina alcanza su forma clásica, caracterizada por cuatro elementos: 1) la búsqueda de una síntesis con las tradiciones anteriores sobre la ley natural; 2) la ley natural es vista como la participación libre de la criatura racional en la ley eterna (la sabiduría providente de Dios), no a modo «de un conjunto cerrado y completo de normas morales», sino «como una fuente de inspiración constante»; 3) ella define un orden ético racional, autónomo respecto al orden de la revelación; 4) constituye un punto de referencia para evaluar la legitimidad de las leyes y costumbres humanas (n. 27).

Pero BEU reconoce que la evolución posterior ha sido compleja y que algunas de estas líneas maestras pudieron ser distorsionadas u olvidadas. Francisco de Vitoria y otros teólogos españoles del s. XVI, en una época marcada por un sentido más vivo de la subjetividad moral, recurrieron a la ley natural para poner límite a las pretensiones imperialistas de algunos Estados europeos, afirmando los derechos inherentes a la naturaleza humana, y sentando las bases del moderno derecho internacional (n. 28). Pero, por otra parte, la doctrina voluntarista , proveniente de la baja Edad Media , quiso oponerse al intelectualismo resaltando la trascendencia del sujeto libre: la libertad absoluta de Dios, y la libertad de indiferencia del hombre respecto del orden natural. De este modo, la ley se convierte en pura expresión de la voluntad del legislador divino o humano, vaciada de inteligibilidad intrínseca (n. 29). A su vez, la ley natural sufre un proceso de secularización (nn. 31-32), sea por motivos políticos (la búsqueda de una doctrina no confesional que pudiera refundar la unidad política tras las guerras de religión), sea por motivos filosóficos (el racionalismo moderno que relativiza la referencia a Dios como fundamento último del orden natural).

Es importante la descripción que hace BEU sobre el «modelo racionalista moderno de la ley natural», porque en él encontramos muchos de los rasgos que caracterizan la comprensión habitual de la ley natural en muchos de sus partidarios y detractores: 1) la postulación de una naturaleza humana inmutable y a-histórica; 2) la exclusión de la perspectiva histórico-salvífica (presencia de la gracia y el pecado); 3) el deductivismo; 4) la pretensión de alcanzar un sistema exhaustivo. En contraste, se verifica en la cultura occidental una profundización de la conciencia histórica y un progreso acelerado de las ciencias empíricas que explica, en parte, el descrédito en que cayó esta visión (n. 33).

En el s. XIX, el Magisterio comenzará a recurrir explícitamente a la ley natural reivindicando para sí el carácter de garante e intérprete de la misma4, en virtud de su íntima conexión con la Revelación (n. 34). Más allá de su empleo en referencia a temas morales particulares, la Iglesia católica recurre hoy a esta doctrina en cuatro contextos principales: 1) para afirmar, frente al desborde de la racionalidad científica , la capacidad de la razón humana para conocer las exigencias objetivas del bien, base del diálogo entre las culturas; 2) para defender, contra el individualismo relativista, la existencia de normas fundamentales, no convencionales sino objetivas, de la vida social y política; 3) para reivindicar, frente al laicismo agresivo, el derecho de los cristianos a participar en el debate público sobre temas vinculados con la ley natural; 4) como límite al positivismo jurídico y el abuso de poder, para recordar que las leyes injustas no obligan en conciencia (n. 35).

3. La ley natural en la experiencia moral

En el segundo capítulo BEU procura mostrar, como paso previo a cualquier fundamentación teórica, cómo la ley natural arraiga en la conciencia de todo ser humano, en la experiencia común de la percepción de los valores morales. Esta atención a la conciencia no pretende soslayar el rol decisivo del contexto social y cultural en dicha experiencia, pero ello no excluye la libertad personal: toda persona puede acceder en modo directo a la experiencia moral, a partir de lo cual podrá completar y criticar el patrimonio recibido (n. 38). Este llamado interior del bien queda plasmada en el primer precepto moral, la sindéresis , conocido de modo natural e inmediato: «es necesario hacer el bien y evitar el mal» (n. 39). El mismo permite al hombre «trascender las categorías de lo útil», situándose irrenunciablemente en el ámbito de la moralidad. La obligación moral, entonces, no proviene de una ley externa puramente heterónoma, sino de una exigencia interna del espíritu: se trata de acoger «la ley del propio ser» (n. 43).

A partir de este primer principio moral, se origina una percepción, no teórica sino vital e inmediata, de los bienes morales fundamentales. Este conocimiento, que tiene originalmente la oscuridad y profundidad propia de lo inmediato, debe ser esclarecido luego a través de la experiencia y la reflexión (nn. 44-45). BEU retoma y desarrolla aquí la doctrina de las inclinaciones naturales de Santo Tomás de Aquino según la Suma Teológica I-II, q.94, a.2. Hay tres grandes «conjuntos de dinamismos» que actúan en la persona humana: 1) la inclinación a conservar la vida, común a todos los seres sustanciales; 2) a la reproducción, común a todos los seres vivos; y 3) a conocer la verdad de Dios y a vivir en sociedad, específica de los seres racionales (n. 46). Surgen así los preceptos primarios , muy generales, pero punto de partida indispensable para la reflexión posterior. De allí brotarán, por el esfuerzo de la razón discursiva, los preceptos secundarios.

De la inclinación a desarrollar y conservar la propia existencia, surgen inclinaciones más específicas, como las dirigidas a procurar la integridad corporal y los bienes externos que la garantizan. La inclinación a la reproducción comporta una apertura al bien de la especie, y conduce a la unión entre el hombre y la mujer, y al cuidado y educación de los hijos. La tercera inclinación genera el impulso a buscar la verdad, al diálogo, a la amistad y la vida en sociedad, y hacia la religión o, al menos, hacia la búsqueda de un sentido trascendente (nn. 48-50). En ella se origina el sentido de la justicia, que se expresa en su forma más básica en la regla de oro : «no hagas a los demás aquello que no quieras que te hagan a ti».

Respecto de todos estos preceptos generales que surgen inmediatamente de las inclinaciones naturales, BEU afirma su universalidad e inmutabilidad. Pero lo hace de modo cauteloso. En efecto, recuerda en primer lugar la posibilidad de que algunos de aquéllos sean oscurecidos o borrados en el corazón humano a causa del pecado o los condicionamientos culturales e históricos5. Además, junto a la invitación a reconocer en estos preceptos generales un fondo común, afirma que «conviene ser prudente y modesto cuando se invoca la ‘evidencia' de los preceptos de la ley natural» (n. 52).

La misma cautela y ponderación se pone de manifiesto respecto de la historicidad relativa a la aplicación de los preceptos comunes. Cuando se deben enfrentar situaciones concretas, «las conclusiones se caracterizan por una nota de variabilidad y de incerteza», en diferentes culturas o épocas. Prueba de ello es la evolución de la reflexión moral sobre cuestiones como la esclavitud, el préstamo con interés, el duelo o la pena de muerte. Las nuevas valoraciones que surgen de ella son, a veces, producto del cambio de circunstancias, pero otras derivan «de una mejor comprensión de la exigencia moral» (n. 53). Dando énfasis a estas afirmaciones, el documento cita en extenso, y en el mismo cuerpo del texto, un pasaje de la Suma Teológica, I-II, q.94, a.4, que aquí transcribimos completo por su claridad e importancia: «La razón práctica se ocupa de realidades contingentes, en las que se llevan a cabo las acciones humanas. Por eso, aunque en los principios generales haya necesariedad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más indeterminación (...). En el ámbito de la acción, la verdad o la rectitud práctica, no son lo mismo en todas las aplicaciones particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, ésta no se conoce igualmente por todos (...). Y aquí cuanto más se desciende a lo particular, tanto más aumenta la indeterminación».

Se abre así el campo de acción del moralista. BEU recuerda aquí, con claridad poco habitual, criterios importantes para el ejercicio de esta disciplina. En la moral, la pura deducción silogística no es adecuada. Se hace preciso recurrir no sólo a la teología y a la filosofía, sino también a la experiencia, y por lo tanto, al diálogo con los otros, y con las ciencias implicadas, a fin de valorar con sagacidad todas las circunstancias relevantes, sin perder de vista, por ello, los datos permanentes de la ley natural (n. 54).

Pero tanto para el moralista como para el sujeto implicado directamente en la acción, la comprensión adecuada de las exigencias de la ley natural requiere un conjunto de disposiciones morales interiores, como el renacimiento de la moral de la virtud de inspiración aristotélica ha puesto en evidencia (n. 55). En particular, es necesaria la prudencia , que integra la individualidad para guiar la acción concreta, penetrando en lo contingente, «siempre misterioso para la razón», para comprender la multiplicidad de las circunstancias, y determinar del modo más exacto posible el curso de acción que más se adecua a ellas. Sorprendiendo nuevamente, BEU cita una frase concluyente de Santo Tomás extraída de su Sententia libri Ethicarum, Libro VI, 6: «Si no hay más que uno solo de los dos conocimientos (es decir, el universal y el particular), es preferible que éste sea el conocimiento de la realidad particular que se acerca más al obrar».

Esto no significa, sin embargo, caer en una ética de la situación . Para explicar la integración de ambos niveles de conocimiento, BEU recurre a la doctrina tomista más clásica sobre la virtud de la prudencia6. Las virtudes morales abren la voluntad y la afectividad a los bienes humanos, e indican así al hombre prudente los fines a perseguir en su obrar. De este modo, «las potencias racionales, sin perder su especificidad, se ejercitan en el interior del campo afectivo, de modo que la totalidad de la persona queda comprometida en la acción» (n. 57). Por la prudencia, el sujeto adquiere la necesaria flexibilidad para adaptar los principios morales a las diversas situaciones, ya que la ley natural no es un conjunto de reglas a priori que se imponen al sujeto moral, sino «una fuente de inspiración objetiva para el proceso, eminentemente personal, de toma de decisiones» (n. 59)7.

4. De la experiencia a la metafísica

El capítulo tercero realiza el paso de la experiencia a la fundamentación teórica. Ella puede encararse de dos maneras. La primera, es a través de la búsqueda reflexiva de las «constantes antropológicas» de una vida humana lograda, tal como son reconocidas universalmente (n. 61). Sin embargo, sólo la dimensión metafísica puede dar a la ley natural su plena y completa justificación filosófica, fundada en la distinción entre Dios, Ser subsistente, creador libre y trascendente de todos los seres, y las criaturas, que son su epifanía (n. 62). A su vez, las criaturas tienden a Dios por un dinamismo propio , que es trascendente , como participación de la ley eterna, y a la vez, inmanente , por estar inscrito en su naturaleza.

En el caso del hombre, esos dinamismos son interiorizados de un modo libre , y orientados a la propia realización. De ahí que la ley natural sea definida como «una participación de la ley eterna en la criatura racional» (tal como dice Santo Tomás en Suma Teológica, I-II, q.91, a.2). Este conocimiento está mediado, por una parte, por las inclinaciones de la naturaleza , expresión de la sabiduría creadora, y por otra, por la luz de la razón humana, que interpreta y que es ella misma una participación creada en la luz de la inteligencia divina. La ética se presenta así, como una «teonomía participada» (n. 63)8.

Como puede apreciarse, aquí la naturaleza de los seres no es concebida como un dato estático, sino como un principio dinámico real que guía el desarrollo del sujeto y su actividad específica, dándoles de este modo un fin y una consistencia propia relativamente autónoma, y vinculándolos entre sí en complejas relaciones de causalidad. Este concepto se aplica analógicamente al orden de los seres espirituales, al hombre y a sus relaciones intersubjetivas (nn. 64-65). Integrando el concepto griego de physis en una visión más amplia, a partir de la Revelación, el cristianismo puede conciliar la afirmación de una naturaleza humana con el misterio de la persona como imagen y semejanza de Dios, dotada al mismo tiempo de unicidad en cuanto sujeto ontológico, y de sociabilidad , es decir, de capacidad de entrar en comunión con otros. En consecuencia, naturaleza y persona no se oponen sino que se complementan: cada persona es una realización única de la naturaleza humana; y ésta, a su vez, descubre a la persona el camino de su realización (n. 68).

Esta armonía entre Dios, la naturaleza y el hombre, queda seriamente comprometida a partir de la baja Edad Media. En el ámbito metafísico, la analogía del ser es sustituida por la idea de su univocidad , y con el nominalismo el universo comienza a ser visto como una yuxtaposición de seres individuales sin conexión entre sí. Desde el punto de vista antropológico, la idea de la libertad de indiferencia, priva a las inclinaciones naturales de toda significación objetiva (n. 71). Con este eclipsarse de la metafísica del ser, que permitía pensar juntos en una unidad diferenciada lo material y lo espiritual, el reino del espíritu es contrapuesto radicalmente al reino de la naturaleza, entendido como pura y ciega necesidad.

La libertad humana pierde así toda norma objetiva para su ejercicio. Cualquier intento de derivar el deber ser del conocimiento del ser cae bajo la crítica del «sofisma o paralogismo naturalista ( naturalistic fallacy )», denunciada por David Hume y después por George E. Moore en sus Principia Ethica (1903). La ética queda así privada de toda base metafísica (n. 74). Por otro lado, la acción humana y la acción divina son vistas como concurrentes en un mismo plano, lo que lleva a interpretar toda referencia a una normativa proveniente de Dios como una amenaza a la autonomía del sujeto (n. 75).

Por lo tanto, concluye BEU n. 76, la posibilidad de afirmar la ley natural como fundamento de una ética universal, supone indispensa-blemente la recuperación de una fundamentación metafísica «capaz de abrazar simultáneamente a Dios, al cosmos y a la persona humana para reconciliarlos en la unidad analógica del ser, gracias a la idea de creación como participación».

En primer lugar, es preciso desarrollar una idea no concurrente de la articulación entre causalidad divina y libre actividad humana, ya que el hombre realiza su libertad precisamente insertándose en la acción providencial de Dios (n. 77). También se necesita una metafísica de la creación y una filosofía de la naturaleza que pongan de manifiesto la inteligibilidad del mundo sensible, contra la tentación dualista que priva a la naturaleza de toda significación moral (n. 78).

Pero BEU no silencia el peligro opuesto: el fisicismo, presente en algunas presentaciones modernas de la ley natural, que atribuye un significado moral directo a inclinaciones naturales parciales, sin integrarlas en la unidad de la persona humana y su fin último. La doctrina de la ley moral natural debe afirmar simultáneamente el papel central de la razón en la realización de un proyecto de vida propiamente humano, y junto a esto, la consistencia y el significado propio de los dinamismos naturales pre-racionales9. Sólo a partir de este equilibrio puede promoverse una ecología integral que, superando los límites de un cierto ecologismo exasperado, promueva lo específicamente humano, valorando al mismo tiempo la naturaleza en su integridad física y biológica (nn. 81-82).

5. La dimensión política de la ley natural

En el ámbito político, la ley natural aparece como el horizonte normativo de la sociedad, en cuanto define los contenidos básicos del bien común , que son a su vez la realización de las inclinaciones naturales de la persona (nn. 83-86). Tales valores son: la libertad, la verdad, la justicia y la solidaridad10. En este ámbito, la categoría antropológica de la ley natural se especifica y concreta en la categoría jurídica y política del derecho natural , relativa a la organización de la ciudad (n. 88).

BEU reconoce que el derecho natural no es una medida inmutable, sino el resultado de la evaluación racional de las exigencias históricas de la justicia en las situaciones mudables en las que viven los seres humanos (n. 90). No obstante ello, es la expresión política de la ley natural, en cuanto constituye la articulación de la misma con las leyes humanas, que precede y vincula la voluntad del legislador (n. 89). El derecho natural es fuente tanto de la legitimidad del orden jurídico positivo (n. 90), como de la existencia de derechos subjetivos inalienables (n. 92).

El documento realiza a continuación importantes consideraciones sobre la relación entre el orden político y el orden sobrenatural . En la antigüedad, se veía al orden político como un reflejo del orden cósmico y divino, con la consiguiente tendencia a divinizar a los gobernantes. Si bien el Antiguo Testamento desacraliza el poder político, no discrimina aún entre las esferas temporal y religiosa. El Nuevo Testamento, en cambio, introduce una distinción y una relativa autonomía entre el orden religioso y el político (n. 93). En consecuencia, el orden de la ciudad no es el orden definitivo y escatológico, sino un orden imperfecto y transitorio, que reúne justos y pecadores, y busca responder a las exigencias de la naturaleza y la razón (n. 94). De ahí que el Estado no pueda erigirse en poseedor del sentido último, ni pretender imponer una determinada religión o ideología a la sociedad (n. 95).

Que el orden político no sea el ámbito de la verdad última no significa que no deba estar abierto a ella. La «legítima y sana laicidad del Estado» (Pío XII) implica la creación por parte de éste de las condiciones necesarias para que los ciudadanos puedan buscar a Dios y los bienes sobrenaturales (n. 96). Si, por el contrario, el orden político se cerrara a la trascendencia y fuera presentado como horizonte último de sentido, daría lugar a la arbitrariedad del poder, como quedó demostrado en los regímenes totalitarios, o en los excesos de un Estado providente que absorbe la sociedad civil.

En conclusión, es preciso tomar conciencia del papel fundamental de la razón y, por medio de ella, de la ley natural en la política. En ella se contiene la idea de un Estado de Derecho que respete a las personas y los cuerpos intermedios, y por ellas quedan desenmascarados los grandes mitos políticos que promueven una sacralización del orden temporal (nn. 99-100).

6. Jesucristo, plenitud de la ley natural

Por último, BEU aborda el problema de la articulación entre la ley natural y la ley de Cristo . La primera, siendo expresión de la razón común a todos los hombres, no es ajena al orden de la gracia. En efecto, Ley del Evangelio, que consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo que actúa en el corazón de los creyentes para santificarlos y darles una participación en la vida trinitaria, asume y realiza de modo eminente la ley natural (nn. 102-103).

Y ello es posible porque el mismo orden natural no sólo es expresión de la bondad del Creador, sino que ha sido creado en Cristo (Col 1, 15-17), y en Él encuentra su clave de comprensión. El pecado, ciertamente, ha oscurecido este conocimiento en el hombre, pero Cristo, con su redención, ha restaurado la imagen de Dios y ha restituido el hombre a sí mismo. Jesucristo manifiesta en su persona una vida plenamente conforme a la ley natural, de modo que se constituye en «el criterio último para descifrar correctamente cuáles son los deseos naturales auténticos del hombre cuando no están cegados por la distorsión introducida por el pecado y por las pasiones desordenadas» (n. 105).

El Decálogo, expresión privilegiada y siempre válida de la ley natural, no ha sido abolido por Cristo, sino llevado a pleno cumplimiento (Mt 5, 17). La caridad es el «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34) que recapitula toda la Ley y da la clave de su interpretación. Ella impulsa a tomar la iniciativa de un amor que es don de sí y que supera la regla estricta de la justicia conmutativa. El mandamiento del amor, reflejado en las bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña, encuentra su plena realización en la Pasión, cuando Jesús acepta la muerte por amor al Padre y a todos los hombres, transformándose así en «Ley viviente» y norma suprema para la vida cristiana (nn. 108-109).

Pero Jesucristo no es sólo un modelo ético para imitar: el don del Espíritu Santo hace de éste el principio interior y regla suprema de la actuación de los creyentes. Él es el elemento principal de la Ley Nueva (tal como enseña Santo Tomás en la Suma Teológica, I-II, q.106, a.1). En Él, el deseo de autonomía y libertad en la verdad presente en todo hombre alcanza la más perfecta realización.

Por lo tanto, la ley natural siendo parte constitutiva de la Ley del Evangelio, ofrece al mismo tiempo una base de diálogo con personas de otras creencias y convicciones (nn. 112-113). Porque sin perjuicio de esta profundización específicamente teológica, ella sigue siendo un concepto sobre todo filosófico: ella reúne contenidos presentes en el pensamiento racional de la humanidad, que son capaces de brindar el fundamento objetivo para una ética universal. Por ello mismo, las normas que rigen la vida social y política sólo pueden tener su fuente en la misma persona humana, sus necesidades e inclinaciones, expresadas en los derechos humanos inalienables (n. 115).

El documento, tras haber expuesto la doctrina de la LN como un fundamento racionalmente justificable para una ética universal, dirige una invitación a los expertos de las grandes tradiciones de sabiduría de la humanidad para que realicen un trabajo análogo a partir de sus propias fuentes. Así se pondrá de manifiesto, más allá de las diferencias culturales y religiosas, la existencia de valores fundamentales comunes de toda la humanidad, que hagan posible el reconocimiento recíproco y la cooperación pacífica en el seno de la familia humana (n. 116).

7. La ley natural como marco del diálogo ético universal

Después de este breve recorrido por el documento de la Comisión Teológica Internacional, ahora nos detendremos en algunos temas de especial relevancia. Algo que llama la atención es la insistencia sobre la importancia y la necesidad del diálogo11. Esta invitación podría ser meramente formal o estratégica, pero lo que la hace particularmente significativa es el hecho de que está acompañada por una presentación de la ley natural que es apta para abrir efectivamente espacios para el diálogo intercultural e interreligioso.

En primer lugar, porque BEU, sin negar la capacidad de la ley natural para concretarse en preceptos operativos, comienza por definirla como una experiencia común a todos los hombres, y testimoniada por las principales tradiciones del mundo (caps. I-II). Ello parecería no comportar ninguna novedad respecto de la mayoría de las presentaciones del tema. Sin embargo, en este documento, las tradiciones no son simplemente aludidas con fines ilustrativos o probatorios, sino que son reconocidas en su valor propio, su complejidad interna irreductible, y en las vicisitudes de su historia (como se puede observar por ejemplo en el n. 17 respecto del Islam). La tradición occidental de la ley natural no escapa a esta historicidad, y BEU expone el complejo recorrido de este concepto, así como los distintos «modelos» a los que ha dado lugar, sin perjuicio de individualizar una forma «clásica» (n. 27), cuyos aspectos fundamentales procura preservar y actualizar.

De este modo, la tradición de la ley natural se presenta a sí misma como un interlocutor más en el diálogo ético universal, capaz de dar su contribución propia específica e insustituible, sin que para ello sea necesario reivindicar para sí la representación privilegiada de la racionalidad universal. La invitación al diálogo no es aquí una estrategia para procurar imponer un sistema normativo completo con pretensiones universales. Es más bien el reconocimiento de que los contenidos auténticamente universales sólo pueden surgir a través del diálogo, y no están disponibles antes o al margen de él. La doctrina de la ley natural es parte de un movimiento de convergencia de tradiciones, y no el centro o coronación de dicho movimiento.

8. Lo universal en la experiencia moral

El fenómeno impresionante de la convergencia sustancial de tradiciones acerca del bien del hombre, que trasciende las diferencias culturales e históricas, sólo puede explicarse sobre la base de una experiencia común a todos los seres humanos, y que básicamente consiste en que la razón humana, en su funcionamiento espontáneo, aunque no sin ayuda de la experiencia y la educación, percibe ciertos valores morales fundamentales, a partir de los bienes a los cuales el ser humano naturalmente aspira.

Hemos visto que BEU describe esta experiencia siguiendo un recorrido clásico: la sindéresis, las inclinaciones naturales, los preceptos primarios, y secundarios, etc. Esta exposición, sin ser novedosa, deja suficientemente en claro en qué sentido puede hablarse de evidencia, inmutabilidad e historicidad de la ley natural. A medida que la actividad reflexiva va desarrollando las evidencias primeras de la razón para darles contenido material, elaborar a partir de ellas normas operativas y aplicarlas a las situaciones concretas, el conocimiento moral se adentra en el campo de lo contingente , adquiriendo una creciente variabilidad e incerteza , que no puede desembocar sino en soluciones diversificadas en función de las épocas y las culturas. Y esta diversidad no se explica sólo por el cambio de circunstancias, sino también por el hecho de que la misma razón humana madura en este ejercicio, logrando una mejor comprensión de las exigencias morales. Ello explica que la misma moral de la Iglesia, vista en su desarrollo histórico, presente no sólo continuidades, sino también profundas discontinuidades . El documento menciona los ejemplos de la esclavitud, el préstamo a interés, el duelo y la pena de muerte. Esta lista podría haber sido extendida mencionando la libertad religiosa, la democracia, la moral sexual y la interpretación de la indisolubilidad matrimonial12.

De esta manera, el concepto de ley natural se purifica de ciertas pretensiones históricas excesivas, que en el afán de poner a esta doctrina a la altura de los estándares científicos modernos, han intentado convertirla en un sistema de normas exhaustivo y homogéneo. Al reconocer en el seno de la misma una articulación (no separación) de diferentes niveles, ordenados entre sí en una jerarquía descendente en cuanto a evidencia, certeza, universalidad y permanencia, BEU muestra los amplios horizontes que se abren para la reflexión y diálogo, y al mismo tiempo, la ineludible referencia a ciertos parámetros fundamentales que el hombre encuentra en sí mismo, gracias a la «luz de su razón»13.

Esta metáfora tan persistentemente utilizada es, en efecto, de una gran importancia. La ley natural no es una normatividad de la naturaleza física, del mundo pre-racional, que se imponga al hombre desde fuera, de modo heterónomo . Es, por el contrario, una ley que el hombre encuentra en sí mismo, y que se identifica con su misma razón práctica en su capacidad («luz») de distinguir entre el bien y el mal14. Por lo tanto, la autonomía moral no sólo no se contrapone a la ley natural sino que tiene su fuente en ella.

¿Pero no queda comprometida esta autonomía al reconocer en la naturaleza humana orientaciones normativas, y al buscar un fundamento trascendente a la razón humana en la razón divina, haciendo derivar la ley natural de la ley eterna? BEU enuncia simultáneamente dos afirmaciones: la experiencia universal de la percepción de los valores es suficiente como explicación y fuente inmediata de la ley natural; pero la fundamentación última de la misma no puede eludir la cuestión metafísica.

9. La metafísica y el diálogo

Parecería que hoy más que nunca es imposible abrigar esperanzas acerca de un diálogo universal sobre cuestiones metafísicas. En su trabajo para la preparación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948), J. Maritain había tomado otro camino, recurriendo a la doctrina tomista de las «verdades prácticas» contenida en la Suma Teológica, I-II, q.94, a.2, según la cual, en los primeros principios prácticos captados intuitivamente la razón no puede equivocarse; sí, en cambio, puede errar en la justificación racional. Consideró entonces Maritain que la Declaración era posible al modo de un acuerdo práctico , aunque no se alcanzara un acuerdo teórico sobre el fundamento último de tales derechos15.

Sin embargo, y sin negar los méritos que esta solución ha tenido en aquel preciso contexto histórico, hoy la misma ya no puede considerarse suficiente. Como señala acertadamente BEU, los derechos humanos corren el riesgo de perder su significado sustancial si carecen de una justificación propiamente metafísica (nn. 6-9 y 62), de carácter absoluto, radicada en la dignidad ontológica de la persona humana.

BEU afirma que también en este nivel de la fundamentación última el diálogo es posible. No es difícil ver que en la base de las argumentaciones y tomas de posición respecto de debates éticos concretos, existen presupuestos de orden metafísico, modos de entender la relación entre la persona y su libertad, la naturaleza física tanto en su propia corporalidad como en el mundo exterior, y el tema de la existencia o inexistencia de un fundamento trascendente. ¿Por qué habría de ponerse entre paréntesis estas cuestiones? El diálogo ético se torna de hecho imposible o estéril cuando tales presupuestos no son explicitados e integrados en el ámbito de la discusión. Sólo a través del diálogo será posible encontrar una vía de reconciliación entre conceptos de los que no se puede prescindir, y que aparecen hoy desarticulados, cuando no trágicamente enfrentados.

La doctrina de la ley natural puede contribuir a este esfuerzo proponiendo un equilibrio entre la razón y la naturaleza, que reconozca por un lado el significado propio de los dinamismos naturales pre-racionales, y por otro, la función indispensable de la razón, encargada de integrar y jerarquizar dichas inclinaciones en la unidad de la persona, y al servicio de su realización (n. 79). De esta manera, es posible evitar el riesgo de un «fisicismo» que pretenda derivar normas morales de las leyes físicas, o de una idea de autonomía de la razón carente de toda referencia fuera de sí misma (ibíd., nota 75). Sin embargo, la afirmación de este equilibrio sólo puede entenderse como el marco genérico para un diálogo más específico acerca de cómo traducir dicho equilibrio en el nivel de las concreciones normativas16.

10. Principios y situación. Hacia la superación de una aporía

La constatación del relativismo contemporáneo exacerba en la moral católica una tensión, por otro lado siempre presente, entre los principios y su aplicación concreta. Existe el comprensible temor de que todo intento de dar un peso propio a las circunstancias del obrar pueda ser interpretado como una concesión en el plano de los principios, un compromiso ético que abriría las puertas a la arbitrariedad. Por otro lado, la aplicación rígida de los principios desemboca en conclusiones reñidas con el sentido moral común y con la misma sensibilidad cristiana de amplios sectores del Pueblo de Dios.

Sin dejar de reconocer el desafío que comporta el relativismo (nn. 7, 35 y 52), es significativo el énfasis que pone el documento en la necesidad de adaptar las normas morales, incluyendo los preceptos universales de la ley natural, a «las condiciones concretas de la existencia en los diferentes contextos culturales» (n. 56). Y es en este lugar donde introduce la doctrina clásica de la virtud y de la prudencia.

No se debe pasar por alto la importancia de este último hecho. La función de las virtudes morales no es entendida aquí como una mera facilitación del cumplimiento de la ley, lugar al que fue relegada en la moderna moral de la obligación, que tan pesadamente influyó en el ámbito católico a partir del s. XVII17. BEU reconoce a la virtud moral un rol decisivo en el conocimiento del bien, y por lo tanto, en el proceso de aplicación de los principios universales y las normas morales. Este rol se verifica a través de la virtud de la prudencia.

La recta razón parte de principios previos que son de orden afectivo. Ellos indican los fines que el sujeto debe perseguir, y hacia los cuales se ve orientado connaturalmente por obra de las virtudes. Desde estas premisas afectivas (denominadas tradicionalmente fines virtuosos ), la prudencia permite formular la norma inmediata y concreta de acción, de modo que ésta esté animada por un «fogonazo de justicia, de fortaleza o de templanza» y que, al mismo tiempo, sea el fruto de una flexibilidad (n. 58) que la haga apropiada a la particularidad de la situación. Se trata, pues, de «una ‘inteligencia emocional': las potencias racionales, sin perder su especificidad, se ejercitan en el interior del campo afectivo, y así la totalidad de la persona queda involucrada en la acción moral» (n. 57). BEU afirma categóricamente: «La prudencia es un paso necesario para la obligación moral auténtica» (n. 58, la cursiva es mía).

Pero esta reflexión, que se mueve en el nivel del funcionamiento directo de la razón práctica del sujeto (in actu exercito), tiene su correspondencia necesaria al nivel del conocimiento moral reflejo y, en particular, de la ciencia moral18. Ésta, afirma el documento, «no puede dar al sujeto agente una norma que se aplique adecuadamente y casi automáticamente a la situación concreta; solamente la conciencia del sujeto, el juicio de su razón práctica, puede formular la norma inmediata de la acción» (n. 59).

Por ello, «la ley natural no puede (...) ser presentada como un conjunto ya establecido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal , de toma de decisiones» (n. 59, subrayado nuestro). Y ésta, reconoce el documento, es una perspectiva de especial importancia en el contexto de una sociedad pluralista (ibíd.).

Estas consideraciones nos animan a sugerir, como conclusión de este trabajo, una propuesta que, a nuestro juicio, es consistente con la posición del documento y la desarrolla ulteriormente.

11. Una perspectiva hermenéutica

La falsa alternativa entre los principios y las situaciones particulares no puede resolverse, a nuestro modo de ver, mientras se piense que ambos conceptos pueden ser definidos de un modo recíprocamente excluyente, para después ser confrontados entre sí. En cambio, la dificultad se esclarece al considerarlos como polos entre los cuales discurre el ejercicio del razonamiento moral, en un ida y vuelta constate movilizado por la tensión entre aquéllos, de modo que los principios puedan iluminar la situación, poniendo en evidencia todas las circunstancias moralmente relevantes, y esto a su vez permita una renovada comprensión de los principios19.

Comencemos por la virtud de la prudencia. Santo Tomás afirma, como hemos recordado un poco más arriba, que en la razón práctica existen ciertos principios naturales, a saber, los fines de las virtudes morales, y ciertas cosas a modo de conclusiones o «medios», a las que se llega a través de aquellos fines. Corresponde a la prudencia aplicar los principios universales a las conclusiones particulares del orden de la acción. Por eso, según la Suma Teológica, II-II, q. 47, a .6., «no incumbe a la prudencia imponer el fin a las virtudes morales, sino sólo disponer de los medios».

Esto significa que entre las virtudes morales y la prudencia existe una relación dialéctica20. Por un lado, los fines de las virtudes, orientando la mente así como la voluntad y los afectos de la persona virtuosa, le permiten notar ciertos aspectos de la situación que son moralmente relevantes, pero que pasarían desapercibidos para alguien que careciera de sus mismas disposiciones. La situación, en este sentido, no puede ser entendida como algo puramente objetivo sin referencia al sujeto que la interpreta.

Por otro lado, el texto de Santo Tomás que hemos citado no debe entenderse en el sentido de que el sujeto tenga siempre un conocimiento claro y determinado del fin virtuoso, y que la función de la prudencia esté restringida al ámbito de los medios. Esto puede ser el caso en ciertas ocasiones, por ejemplo, quiero realizar una donación caritativa, pero no sé cuál es el modo más eficaz de concretarla (distribuirla entre muchos, favorecer a un necesitado en particular, entregarla a una institución, etc.). Pero en muchas otras, los fines virtuosos no serán conocidos claramente de antemano. Un padre quiere ser generoso con su hijo. ¿Lo será dándole una gran suma de dinero, o de esa manera reforzará su pasividad y dependencia?

En este caso, las acciones prudentes que concreten operativamente el fin virtuoso no serán simples «medios» (traducción algo simplificada de la expresión «ea quae sunt ad finem», es decir, «aquellas cosas que están dirigidas hacia el fin»), en el sentido de acciones vinculadas al fin por una causalidad meramente extrínseca. Consistirán, más bien, en «ejemplifica-ciones» de la virtud misma21, instancias particulares capaces de dar contenido sustancial al fin virtuoso, que al principio se encuentra definido sólo formalmente.

En conclusión, «la sindéresis determina el fin formal de la virtud (...) mientras que la prudencia determina el fin sustancial de las virtudes»22. Sólo a través de un movimiento dialéctico, un ir y venir de la prudencia entre el fin naturalmente conocido y las circunstancias del obrar, puede la prudencia contribuir a la determinación del principio, y a su traducción en acciones no sólo correctas, sino excelentes23.

Esta misma dialéctica debe tener lugar en el nivel del ejercicio reflejo la razón práctica. En el discurso propio de la ciencia moral, los principios de la ley natural se expresan en enunciados genéricos, que desempeñan la función de «fuentes de inspiración objetiva» de la praxis (n. 59). ¿Cómo se determina la coherencia de la acción con dichos principios?

En la perspectiva de la persona que actúa, la moralidad del acto depende en todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada24. Para ser bueno, ese objeto debe ser ordenable al «bien de la persona», que es el contenido de la ley natural, y que consiste en el conjunto ordenado de los «bienes para la persona» indicados por las inclinaciones naturales con sus dinamismos y finalidades25. Ahora bien, para determinar el objeto efectivamente elegido, aquello hacia lo que se dirige directamente la intencionalidad del sujeto, deben considerarse atentamente las circunstancias de la situación, en el sentido amplio de este concepto, es decir, el que abarca todos los datos moralmente relevantes.

Los principios de la ley natural nos permiten aproximarnos a dichas circunstancias y a las consecuencias posibles de la acción de un modo «antropológicamente diferenciado»26, y discernir en particular aquellas que pueden entrar en la definición del objeto, modificándolo. El resultado de esta operación repercute, a su vez, en una comprensión nueva del principio, que va adquiriendo un contenido sustancial más rico y articulado. El proceso resultante, en cuanto mantiene la tensión dinámica entre el polo universal y el particular sin permitir que uno colapse en el otro, evita los riesgos opuestos e igualmente negativos del rigorismo y de la «pendiente resbaladiza».

A modo de ilustración, tomemos un par de ejemplos de la moral sexual, ámbito en que tradicionalmente se ha asignado mayor peso al método deductivo. La inclinación sexual humana apunta de modo inseparable a la unión y fecundidad de los cónyuges. Todo acto anticonceptivo, es decir, directamente dirigido a la supresión de la fecundidad del acto conyugal, debe considerarse intrínsecamente desordenado27. Pero ya señala el magisterio que no es ése el caso del uso de anticonceptivos en contextos terapéuticos28. ¿Y cómo se interpreta aquel principio natural en contextos de prevención sanitaria, o en aquellos que excluyen o limitan seriamente la libertad de decisión (por ejemplo, situaciones de sometimiento social o cultural de la mujer, o que impiden elegir la ocasión del encuentro conyugal, etc.).

En virtud del mismo principio, las relaciones sexuales fuera del matrimonio deben calificarse como contrarias al significado de la sexualidad29y, por lo tanto, a la ley natural. Ahora bien, en numerosas culturas, e incluso cada vez más en la nuestra, el acceso al matrimonio es considerado no como un evento puntual, sino como un proceso . ¿Debe calificarse esta práctica como necesariamente contraria a la ley natural, o la referencia al matrimonio como objetivo de dicho proceso puede, bajo ciertas condiciones, garantizar el respeto básico del principio en cuestión?

Preguntas como éstas no deben escandalizar, pues son inherentes a la naturaleza de esta disciplina. Como BEU señala con claridad en el n. 54, la moral no puede ser pura deducción silogística. El moralista debe recurrir a «la sabiduría de la experiencia» para apreciar «la multiplicidad de las circunstancias y orientar sobre el modo de cumplir aquello que es bueno hic et nunc », sin dejar de lado por ello «los datos básicos expresados en la ley natural», que permanecen más allá de las variantes culturales.

NOTAS

* Sacerdote de la Arquidiócesis de Buenos Aires. Cursó los estudios de licenciatura y doctorado en Teología Moral en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Profesor de Teología Moral en la Facultad de Teología y otras unidades académicas de la UCA, en los cursos de Moral Fundamental, Doctrina Social de la Iglesia, Moral sexual y Moral socio-política. Entre sus publicaciones se destacan los libros Doctrina Social de la Iglesia y ética política (2009) y El camino de la comunión. Introducción a la moral fundamental (2010).

1 Benedicto XVI: Discurso a los participantes del congreso "Legge Naturale Morale. Problemi e prospettive", organizado por la Pontificia Universidad Lateranense de Roma, 12 de febrero de 2007.

2 Las versiones originales del documento han sido redactadas en italiano y francés. Ambas están disponibles en la dirección electrónica www.vatican.va . Será citado de acuerdo a la numeración de los párrafos.

3 Es preciso estar atentos frente a un error que se deslizó en la versión italiana y que ha pasado a algunas traducciones no oficiales en español. En la versión francesa encontramos la que es sin duda la afirmación correcta: «Cette sagesse ne se trouve pas tant dans l'histoire que dans la nature et la vie de tous les tours», es decir, «esta sabiduría no se encuentra tanto en la historia cuanto en la naturaleza y en la vida cotidiana». En la versión italiana, esta frase ha perdido sentido: «Questa sapienza non si trova sia nella storia sia nella natura e nella vita di tutti i giorni» (esta sabiduría no se encuentra ni en la historia ni en la naturaleza y en la vida cotidiana).

4 Cfr. Pablo VI : Encíclica Humanae vitae, sobre la regulación de la natalidad (25 de julio de 1968), n. 4. En adelante HV.

5 BEU cita en este punto Suma Teológica, I-II, q.94, a.6, texto en el cual Santo Tomás de Aquino admite esta posibilidad sólo en cuanto a los preceptos secundarios .

6Tal como ha sido rescatada por el magnífico estudio de G. Abbà : Lex et virtus . Studi sull'evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d'Aquino . Libreria Ateneo Salesiano, Roma 1983.

7 Lamentablemente, en este número 59 el documento introduce de un modo algo confuso el concepto de conciencia, que no debería confundirse con el de la prudencia, cfr. M. Rhonheimer : La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica . Rialp, Madrid 2000, 314-316.

8 Cfr. Juan Pablo II: Carta encíclica Evangelium vitae, sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana (25 de marzo de 1995), n. 41. En adelante VS.

9 Este significado puede apreciarse en los pecados denominados contra natura en sentido estricto (según Santo Tomás en Suma Teológica, II-II, q.154, a.12), por contradecir de un modo más directo «el sentido objetivo de los dinamismos naturales que la persona debe asumir en la unidad de su vida moral», como es el caso del suicidio deliberado, contrario a la inclinación a conservar y promover la existencia, y de ciertas prácticas sexuales contrarias a los fines de la sexualidad (n. 80).

10 Cfr. Pontificio Consejo Justicia y Paz : Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Roma 2004, nn. 192-203.

11 El tema es mencionado en 15 oportunidades a lo largo del texto.

12 Para un estudio histórico sobre varios de estos temas, cfr. J. Noonan : A Church That Can and Cannot Change . University of Notre Dame, Notre Dame-Indiana, 1995; B. Hoose : Received Wisdom? Reviewing the Role of Tradition in Christian Ethics . G. Chapman, New York 1994.

13 Expresión que se repite significativamente en BEU nn. 9, 63, 103 y 112.

14 Cfr. VS, n. 44.

15 Cfr. J. Maritain : "Sobre la filosofía de los derechos humanos", United Nation Weekly , III/21 (18 de noviembre de 1947), 672-574. Ello no obsta a su convicción de que los derechos del hombre están fundados en la ley natural, cfr. J. Maritain : Los derechos del hombre [1942]. Palabra, Madrid 2001.

16 El tema de la relación entre razón y naturaleza es fuertemente debatido entre los moralistas católicos. Véase, por ejemplo, J. Porter : " Natural Law and Practical Reason: A Thomistic View of Moral Autonomy, New York, Fordham University Press, 2000" , Theological Studies 62/4 (2001), 851-853; M. Rhonheimner : "The Moral Significance of Pre-Rational Nature in Aquinas: A Reply to Jean Porter (and Stanley Hauerwas)", American Journal of Jurisprudence 48 (2003), 253-280.

17 Cfr. S. Pinckaers : Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia. Eunsa, Pamplona 1988.

18 Para la diferencia entre el ejercicio directo de la razón práctica ( in actu exercito ) y su ejercicio reflejo ( in actu signato ), que se remonta a Cayetano, cfr. E. Colom - A. Rodríguez Luño : Elegidos en Cristo para ser Santos. Curso de Teología Moral Fundamental . Palabra, Madrid 2000, 330-331.

19 Cfr. K. Demmer : Interpretare ed agire . Paoline, Milano 1989, 75-124; ibíd., Fondamenti di etica teologica . Cittadella, Assisi 2004, 49-96.

20 En la reflexión sobre la prudencia sigo de cerca a J. Porter : Nature as Reason . A Thomistic Theory of the Natural Law . Grand Rapids, Eerdmans 2005, 312-315; ibíd., The Recovery of Virtue . The Relevance of Aquinas for Christian Ethics . Westminster/John Knox Press, Louisville 1990, 156-162.

21 Cfr. G. Abbà : Felicit à, vita buona e virtù. Saggio di filosofia morale . Libreria Ateneo Salesiano, Roma 1995, 271-272.

22 J. Porter : Nature as Reason , 160.

23 Cfr. G. Abbà : Felicità, vita buona e virtù , 208-209.

24 Cfr. VS, n. 78.

25 Cfr. VS, n. 79.

26 Cfr. M. Rhonheimer : Ley natural y razón práctica . Una visión tomista de la autonomía moral . Eunsa, Pamplona 2000, 348-352. Lo que dice este autor específicamente acerca de las consecuencias, debe extenderse, a nuestro juicio, a todas las circunstancias, cfr. ibíd., La perspectiva de la moral . Fundamentos de la ética filosófica . Rialp, Madrid 2000, 385-389.

27 Cfr. HV, n. 14.

28 Cfr. HV, n. 15.

29 Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe : Declaración Persona Humana, acerca de ciertas cuestiones de ética sexual (29 de diciembre de 1975), 9.2.

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