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Veritas

On-line version ISSN 0718-9273

Veritas  no.28 Valparaíso Mar. 2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-92732013000100010 

ARTÍCULO

«¿Cómo debemos vivir?» Propuestas de ética social a la luz de la teoría de las capacidades y de la Cautas in veútate

«How should we live?» Some proposals on social ethics in the light of theory of capacities and Caritas in veritate

 

Claudia Leal Luna*

*Pontificia Universidad Católica de Chile cleal@uc.cl


Resumen

Este artículo intenta ―desde la perspectiva de la moral social― poner en evidencia el giro antropológico de la Encíclica Caritas in veritate que, coherentemente con las contemporáneas filosofías de la alteridad y del don, reconoce la fragilidad como nota distintiva de lo humano y clave metodológica de la moral social. Asimismo, señala la necesidad de completar esta reflexión con una adecuada teoría de las emociones en la esfera pública.

Palabras clave: teoría de las capacidades, Caritas in veritate, ética pública, antropología, emociones.


Abstract

This article tries ―from the perspective of social― moral highlight the anthropological turn of the Encyclical Caritas in veritate that, consistent with the contemporary philosophies of otherness and of the gift, recognizes the fragility of the human hallmark and key methodological of social morality. It also notes the need to complete this reflection with an adequate theory of emotions in the public sphere.

Key words: theory of capacities, Caritas in veritate, public ethics, anthropology, emotions.


…una sociedad que reconozca la propia humanidad
y que no nos esconda de ella, ni la esconda a otros; una sociedad de ciudadanos que admitan
ser - todos - vulnerables y necesitados, y que renuncien a los requerimientos grandiosos de
omnipotencia y perfección que han estado al centro de una cantidad tan grande de miseria en
la historia humana, tanto a nivel público como privado.
(Martha Nussbaum)

Introducción

En este artículo deseo proponer un ejercicio de diálogo interdisciplinar entre la teoría de las capacidades (TC) y la encíclica Caritas in veritate (CV). Mediante este ejercicio espero poner de manifiesto, por una parte, el giro antropológico que hace la Doctrina Social de la Iglesia contemporánea hacia una matriz filosófica de marcada raigambre personalista, expresada en lo que hemos venido conociendo como pensamiento de la alteridad, filosofía del don, y otros ejemplos. En segundo lugar, espero argumentar sobre una dimensión en la cual todavía estamos en deuda para responder satisfactoriamente a los desafíos que estas filosofías nos proponen, esto es, la consideración de las emociones al interior de la perspectiva moral social cristiana.

No es mi intención evaluar la compatibilidad de una teoría filosófica con los criterios que emergen desde el magisterio de la iglesia, para poder decir finalmente si la primera «pasa el examen», tampoco resulta razonable como objetivo hacer de la propuesta eclesial en materia de justicia social una teoría más entre las ciencias sociales. Idealmente, el diálogo interdisciplinar actúa como un espejo entre dos ciencias; cada una de ellas, si se deja interpelar auténticamente por la que tiene enfrente verá emerger a la superficie sus propias potencias y debilidades y, en el mejor de los casos, esta interdisciplinariedad dará origen a un discurso epistemológicamente complejo, que no solo resultará útil para las ciencias en su dimensión teórica, sino también para crear proyecciones transformadoras de la realidad. Tal como sucede entre dos personas, este encuentro, para ser tal, requiere una buena dosis de humildad y altura de miras; humildad para escuchar una propuesta que puede dejar en evidencia las propias limitaciones y para no tratar de imponer la propia verdad al interlocutor, y altura de miras a fin de poner el diálogo al servicio de un bien que está más allá de cada ciencia en particular: la vida y la dignidad de los seres humanos.

1. Una antropología que repensar

La pregunta básica que emerge en el campo de la ética pública es: ¿cuál tipo de justicia para cuál tipo de ser humano? Muchas señales parecen sugerir que la insuficiencia de algunas instituciones de justicia responde al hecho que no disponemos de una respuesta más o menos clara y adecuada para esta pregunta. Revisemos, entonces, con un poco más de cuidado este problema.

1.1. Un dato sorprendente

Martha Nussbaum ―autora de la TC junto a Amartya Sen― es una acérrima crítica de la antropología que subyace a los enfoques contractualistas1, y con justa razón se sorprende de que las teorías político sociales occidentales de los últimos siglos sean tan conformistas en su visión del ser humano considerando, entre otras cosas, que todos sus autores pertenecen a la tradición judeocristiana, que se ha caracterizado por proponer una espiritualidad exigente e idealista2. ¿Cómo interpretar esta interrogante? ¿Es posible que la ética individual cristiana posea un carácter exigente e idealista, mientras que la social sea más bien conformista y permisiva? No es un pensamiento del todo descabellado si consideramos, por ejemplo, que en el Concilio Vaticano II la no-violencia es considerada una opción ‘admirable’, un camino que algunas pocas personas excepcionales y dignas de elogio pueden seguir (Gaudium et spes 78), en tanto que la guerra parece mucho más ‘normal’ como punto de llegada en la búsqueda de solución para nuestros conflictos de orden internacional, comprendiendo esta ‘normalidad’ como indicadora de aquello que le es más propio al ser humano3. Es necesario asombrarnos de frente a ciertos datos, y vale la pena preguntarnos acerca de la influencia de las teorías contractualistas, concretamente de su antropología, en la doctrina moral católica, en el magisterio social, en la mentalidad de los hombres y mujeres de hoy.

La teología moral ha incorporado fuertemente durante las últimas décadas los aportes de las filosofías de la alteridad y del don (Emmanuel Mounier, Emmanuel Levinas, Martin Buber, Jean Luc Marion, entre otros), pero las proyecciones de dichas intuiciones al campo social son difíciles y problemáticas y, en general, tienden a fijarse en el contexto de las relaciones yo-tú, sin tocar realmente el espacio donde los terceros anónimos son una voz ética que reclama la conciencia del individuo y, más importante aún, donde estamos llamados a sentirnos integrantes responsables de una comunidad que tiene un papel fundamental en la definición de nuestra propia identidad.

La CV 2 parece hacerse cargo, al menos en cierta medida, de esta historia cuando pone la caridad como horizonte ético ideal no sólo de las microrelaciones sino también de las macrorelaciones; todo el discurso sucesivo es una explicitación de esa afirmación, de sus fundamentos y consecuencias en sociedades que responden cultural y religiosamente a la cosmovisión cristiana. Asimismo, nuestro documento debe ser leído como un eslabón más en la tradición de las grandes encíclicas sociales del siglo XX, no sólo porque las cita constante y persistentemente, sino porque actúa como texto hermenéutico que las renueva y actualiza. Esa es su intención cuando recupera el mensaje de la Populorum progressio y la conecta con el conjunto del Magisterio que le sirve de contexto para volver a afirmar ―en un contexto por cierto poco favorable― el rol público de la Iglesia y su autoridad para mostrar un modo de comunidad político moral que hace justicia a la auténtica vocación del hombre.

1.2. ¿Felizmente sociales?

Uno de los presupuestos básicos de las antropologías contractualistas y/o utilitaristas que fundan la ética moderna ―cuyos autores, como hemos señalado, fueron siempre cristianos―, es que los deberes morales más importantes son para conmigo mismo y, como anexo de este primer principio, para con las personas que forman parte de mi círculo de interés más próximo; soy yo quien trata de asegurar una serie de bienes y derechos sin los cuales mi vida es imposible, y quien trabaja para obtener la máxima utilidad con los recursos de los cuales dispongo. En este escenario, una solidaridad de tipo más universal es algo ‘admirable’, porque lo ‘normal’, lo ‘esperable’, es que las personas esperen obtener ventajas comparativas de sus relaciones sociales.

Esta idea de ventaja recíproca esconde, a su vez, otras que pueden ser tanto o más peligrosas y falsas y que, en definitiva, convierten al resto de las personas que me rodean en una amenaza que, según el contexto, asumirá     diversos     rostros     (pobres,     inmigrantes,     musulmanes, homosexuales, hijos no deseados), pero siempre representará un ‘problema’ para el desenvolvimiento armónico de mi (nuestra) vida (véase, Capítulo II de la CV).

En efecto, de la misma manera que en las teorías tradicionales del contrato social las mujeres y las personas minusválidas no forman parte del contrato, o solo pueden hacerlo como integrantes ‘pasivos’ del mismo, las modernas teorías políticas se ven en dificultad a la hora de integrar, como plenamente iguales, ciertos sectores de la ciudadanía (inmigrantes, minusválidos, mujeres). Evidentemente, el desafío es de carácter preeminentemente antropológico, y dice relación con la manera en que hemos comprendido, y en que queremos comprender, la libertad, la igualdad y la independencia que están a la base de nuestras instituciones estatales.

1.3. Una antropología para seres frágiles y plurales

Al inicio de su libro La fragilidad del bien, M. Nussbaum cita como epígrafe un fragmento de ‘Nemea’, uno de los más bellos y conmovedores poemas de Píndaro. En dicho canto, la fragilidad es exaltada como la más grande belleza del ser humano4. En efecto, la imagen poética nos muestra la excelencia y el valor humano representados como una planta necesitada de lluvia y riego, en cuya vulnerabilidad reside su peculiar belleza. Esta metáfora descubre la intimidad del ser humano, cuya vulnerabilidad, «en efecto, no puede ser curada, porque constituye la condición intrínseca de la naturaleza humana» (Engelhardt, 2007: 12).

Es necesario recordar, entonces, que «la delicadeza de una planta no es la dureza deslumbrante de una gema» (Nussbaum, 1995: 29), que la inmutabilidad de la segunda contrasta dramáticamente con los efectos de las estaciones (del tiempo) en la primera, y que la respuesta a la pregunta por el bien humano no puede sino ser respondida desde estas consideraciones; la antropología que está a la base del enfoque de las capacidades posee, fundamentalmente, dos notas: la fragilidad como condición humana básica, y la identidad plural de las personas.

Esta ‘fragilidad’ debe ser entendida, al menos, en dos sentidos fundamentales. El primero está relacionado con nuestra existencia de seres corporales y necesitados, durante casi la totalidad de la vida, de cuidado y asistencia; ¿cómo podemos pensar la justicia social, las políticas públicas y las leyes, desde el presupuesto que somos seres ‘autónomos’ e ‘independientes’, si durante etapas tan importantes como la niñez, la vejez y los periodos de enfermedad, no lo somos?

El segundo sentido de la fragilidad humana tiene que ver con una dimensión interior; según Nussbaum, cada ser humano a lo largo de su vida se verá enfrentado a situaciones trágicas, es decir, momentos en que tendrá de frente a sí dos posibilidades, cada una de ellas buena y eventualmente justa, y estará obligado a tomar una decisión. En el acto de optar el hombre experimenta la renuncia, el dolor y, al mismo tiempo, la felicidad. El éxito de su decisión no está garantizado, y los ciegos embates de la fortuna están siempre al acecho, sin embargo, solo a través de este caminar el ser humano puede llegar a ser realmente aquello que es.

Detrás de esta reflexión reside una pregunta, que no solo individualmente debemos responder, sino también como comunidad: ¿qué grado de independencia deseamos para nuestra vida moral? La filosofía nos proporciona modelos que van desde la ataraxia estoica, en la cual la conciencia moral es prácticamente impermeable al mundo material, hasta las teorías sistémicas del siglo XX, que ven la sociedad como un todo que funciona independientemente de nuestra voluntad de intervenir en él, modelándonos según sus propias reglas.

La antropología cristiana, por su parte, posee una rica tradición que ha comprendido al hombre como una creatura necesitada de salvación, es decir, vulnerable y delicada; quizás mucha de esta riqueza se vio reducida a lo largo de los años a la noción de ‘pecado’, a la fragilidad entendida como imperfección y culpa. El hombre moderno luchó para librarse de ese peso y, quizás, librándose de la idea reduccionista de pecado se libró también de la noción más profunda y verdadera. La CV 11 asume la tarea de comenzar a recuperar esta memoria de una manera coherente con los ideales modernos, esto es, haciendo compatible la finitud del ser humano con sus aspiraciones de autonomía y dominio del conocimiento.

Si «la fragilidad y la vulnerabilidad constituyen la situación antropológica normal» (Engelhardt, 2007: 10) tenemos, al menos, dos tareas: por una parte, no podemos pensar la vida social de los seres humanos como si ellos fueran independientes y del todo autónomos éticamente5 y, por otra, sería útil echar un vistazo a nuestra historia para entender por qué, a menudo, esta fragilidad antropológica adquirió a la vista de algunos un carácter negativo, por qué en tantas teorías éticas la fragilidad es un problema para el cual debemos buscar una solución, y de qué modo estas visiones están presentes en los discursos e instituciones contemporáneos.

En una correcta teoría de la justicia social, a la noción de dignidad humana se une estrechamente aquella de vulnerabilidad, entendida positivamente (CV 32). La autonomía puede disminuir, de hecho sucede así y durante la mayor parte de nuestra vida necesitamos cuidados especiales, la dignidad en cambio no disminuye en circunstancia alguna.

Lógicamente, en el ámbito teológico católico la radicalidad de estas preguntas se ve aumentada; es seguramente en la cosmovisión judeocristiana donde encontramos los argumentos más articulados sobre la historia como espacio de Revelación, y en la tradición cristiana con más fuerza que en cualquier otro credo, Dios salva en la historia; la teología moral es testimonio de ello6.

2. Un método que nos permita hacer ética social «a la luz de la caridad en la verdad»

Desarrollar un método propio es un desafío común a todas las ciencias, pero se deja sentir con más fuerza en aquellas llamadas ‘humanas’ o ‘sociales’ que, jóvenes aun, luchan por aquella autonomía epistemológica de la que depende buena parte de la credibilidad científica de una disciplina. Gracias a estas ciencias disponemos, como nunca antes, de información sobre el ser humano, sobre nosotros mismos, la que muchas veces no sabemos bien como usar por carencias metodológicas. El discurso social de la iglesia enfrenta también estas dificultades, y ellas influyen en el real impacto que su pensamiento sobre la justicia social pueda tener en la sociedad.

La búsqueda de equilibrio y coherencia entre los principios y su aplicación diacrónica es el leitmotif de una buena parte del pensamiento ético. La historia nos muestra que la resonancia y fecundidad de las doctrinas morales se juega en su capacidad de acoger la historia, interpretarla y transformarla con un sentido:

el problema de la moral viene desde antiguo. Una incógnita epistemológica ha acompañado desde el principio el constituirse de la moral como saber. Una incógnita que no ha dejado de tener sus resonancias sobre la esterilidad social de la moral. Desde Platón y Aristóteles el saber moral se ha visto encerrado en un dilema que se diría insoluble: la generalidad del saber científico y la particularidad de la acción histórica (Torre, 1982: 126-127).

A partir del Concilio Vaticano II, la Doctrina Social de la Iglesia se vinculó a la Teología, concretamente, a la Moral Social. Así, la DSI hizo posible «la conexión de la fe con la realidad social», la moral dejó de ser una reflexión especulativa de corte individualista, legalista e intimista. «La DSI develó la dimensión pública de la fe» (Bullón, 2005). Sin embargo, no ha sido sencillo formular un método donde la experiencia de los seres humanos ‘comunes’ constituya una nota relevante en la formulación de las verdades morales sociales.

¿Cómo reconocer la experiencia humana? ¿Cuáles aspectos de ella hemos ignorado y porqué? ¿Cómo hacer de ella un dato relevante para la proyección de las instituciones que se ocupan de la justicia social? ¿En qué sentido ella es fuente material de la teología moral social? Son preguntas que no podemos responder acabadamente aquí, pero que podemos explorar a través de la consideración de un argumento específico, que nos servirá para leer críticamente nuestro documento a la luz de la TC.

Notemos entonces que, habitualmente, los seres humanos nos pensamos a nosotros mismos funcionando de diversas maneras en diferentes ámbitos, pensamos por ejemplo que nuestras relaciones y conductas en el ámbito público están regidas por la racionalidad y que, en cambio, nuestras conductas y relaciones en el ámbito privado son regidas por nuestras emociones. En suma, subestimamos el peso de las emociones en la vida pública y subestimamos el uso de la razón al interno del ámbito más íntimo de nuestras vidas. Esta distinción es engañosa y, seguramente, somos más complejos en nuestro actuar de lo que probablemente pensamos; negociamos al interior de la familia, en nuestras relaciones de pareja y con nuestros superiores, tratando de obtener determinados beneficios, tratando de llegar a determinados objetivos. Por otra parte, reaccionamos emocionalmente en nuestra vida pública, tomando decisiones riesgosas, favoreciendo un determinado argumento por razones no del todo objetivas, y defendiendo apasionadamente nuestra visión de las cosas.

Dicho esto, es de notar que sólo una vez aparece el vocablo «emociones» en la CV; solo una vez y con una connotación negativa (véase n° 3). Teniendo en cuenta esto, quisiera poner de relieve el papel que las emociones pueden tener en una teoría de la justicia, y la necesidad de una reflexión sistemática sobre ellas en sede moral.

Dicho brevemente, «se han utilizado diversos argumentos contra las emociones, todos los cuales se expresan mediante el cómodo y generalizador término ‘irracional’» (Nussbaum, 2001: 88). Mediante esta afirmación se ha asentado en nuestra cultura la convicción de que ellas pueden ser esclarecedoras en nuestra vida privada, mientras que resultan inútiles, o incluso peligrosas, si vienen usadas para abordar y analizar las preocupaciones sociales, los problemas de los estados, o los dilemas jurídicos, «se entiende que entonces se necesita algo con mayor solidez científica, más distante, más rigurosamente racional» (Nussbaum, 2001: 27).

Sin embargo, si pensamos en las personas que cumplen roles de autoridad al interior de la sociedad (no solo en términos políticos, sino también en aquel sentido de ‘autoridad’ representado por un padre de familia, por ejemplo), nos daremos cuenta de lo deseable e importante que es el que ellas hayan aprendido a cultivar sentimientos como la empatía, la compasión, la indignación de frente a la injusticia, en resumen, aquellos sentimientos morales que hacen a un ser humano capaz de ponerse en el lugar de otro, un otro que puede tener un origen y una historia del todo diversa, pero que reclama la humanidad que compartimos, aquella sensibilidad que nos recuerda que su realidad podría bien ser la nuestra7.

¿Cómo cultivar estas facultades al interior de la vida pública? ¿Cómo ponerlas al servicio de los valores que como sociedad queremos promover? ¿De qué manera garantizar a los ciudadanos el marco social para el desarrollo de facultades como la emoción y la fantasía, que pueden tener un papel fundamental en su crecimiento y plenitud?8

Podemos afirmar con seguridad que «una ética de respeto imparcial por la dignidad humana no logrará comprometer a seres humanos reales a menos que estos sean capaces de participar imaginativamente en la vida de otros, y de tener emociones relacionadas con esa participación» (Nussbaum, 2001: 18), y que esta constatación puede ser un buen punto de partida en nuestro camino hacia un nuevo método para la teología moral.

En el ámbito político, la TC apela a la obligación moral de la autoridad de favorecer el desarrollo de una serie de funciones centrales9, en ausencia de las cuales no se puede afirmar que una vida sea auténticamente humana10. En este sentido, puede que una persona no posea un determinado bien, pero que sin embargo lo reconozca como tal y lo anhele para sí misma y para aquellos que le son significativos, con independencia también de las bases filosófico metafísicas del bien; ese mero reconocimiento es también la expresión de su propia humanidad deseosa de plenitud, y es una señal con resonancias políticas, filosóficas y éticas. De este modo las capacidades actúan también como derechos subjetivos que cada persona puede ejercitar de frente a la autoridad.

Por esto, es importante entender correctamente el principio de subsidiariedad en base al cual los Estados actuales piensan su actuación en la vida de la comunidad nacional e internacional. La justicia social no puede quedar entregada a mecanismos que se ‘autoregulan’, y los Estados deben ser protagonistas activos de la construcción de medios jurídicos, económicos y culturales que aseguren a las personas, individualmente consideradas, la adquisición y el uso de las capacidades centrales (Gaudium et spes 75).

En esta línea, no debemos confundir la enorme preocupación de la teoría de las capacidades por la dimensión político moral de las emociones con algún tipo de relativismo ético; sus creadores son enfáticos al sostener la necesidad de la esfera normativa, porque «además de una buena disposición, tenemos necesidad de buenas leyes» (Nussbaum, 2002a: 44)11.

En la perspectiva de pensar una ética que responda a los problemas políticos de las mujeres de los países en vías de desarrollo, por ejemplo, Nussbaum se pregunta por el comentado riesgo de etnocentrismo, o paternalismo (por parte de occidente) que pueda haber en una perspectiva que defiende explícitamente el abandono del relativismo como filosofía ética y la necesidad de un Estado capaz de intervenir en defensa de las capacidades centrales, y concluye que «la libertad no es solo una cuestión de tener derechos formales, requiere además que existan las condiciones para ejercitar dichos derechos, y eso implica la disponibilidad de recursos» (Nussbaum, 2002a: 66)12, económicos, legales, educacionales, emocionales.

Disponer de una adecuada teoría de las emociones en el ámbito público es un pilar fundamental para responder a una de las exigencias más notables que la TC impone a la religión, esto es, la disposición a reconocer la pluralidad interna que existe en su interior13. Así como reconocemos que las culturas no son «monolíticas»14, urge reconocer que tampoco las religiones lo son, y mucho menos la religión católica que incluye en su seno hombres y mujeres de los más variados orígenes y tradiciones. Urge reconocer y valorar, por ejemplo, las tradiciones críticas que se desarrollan al interior de la iglesia.

El desafío no es pequeño: se trata de dar vida a una figura de laicidad que favorezca el encuentro entre tradiciones culturales y religiosas diversas, impulsando un diálogo valiente entre los varios componentes de la sociedad en búsqueda de valores alternativos a la ideología dominante, que propongan caminos eficaces de promoción humana (Piana, 2006: 232).

La creación de este modelo de laicidad requiere, en primer lugar, que nos detengamos a pensar seriamente en el contexto en que la conciencia del cristiano vive15, y en las características que ha ido adquiriendo dicha conciencia a lo largo del tiempo, especialmente aquellas más incómodas y lejanas a nuestra reflexión16. Una parte significativa de los cristianos, así como de los integrantes de los demás credos religiosos, son personas que pertenecen a una variada gama de colectividades y que, como consecuencia, poseen una variada gama de identidades en menor o mayor escala. Se trata de personas buscadoras e inquietas, que tienen grandes expectativas de la religión porque, aunque a veces no tomen demasiado en serio su pertenencia institucional, viven un compromiso real con sus propias búsquedas de sentido. Esta pluralidad, interna y externa, es un dato para la teología moral, porque «la riqueza de la interioridad es la existencia del rostro de Dios en nosotros, y la pobreza en cambio es la costra con la cual la oscuridad del mal ha corrompido tal imagen» (Ndreca, 2006: 99).

Conclusión

Al final de esta somera revisión emerge que la CV es una respuesta humanamente adecuada a la pregunta que toda comunidad moral debe responder constantemente, esto es: ¿cómo debemos vivir?

Sostenemos que es una respuesta ‘humanamente adecuada’ porque nos ofrece un panorama donde los trazos irrenunciables del diseño antropológico son, por un lado, la trascendencia como aspiración profunda del ser humano y, por otro, su intrínseca fragilidad y necesidad, características éstas últimas que lo ponen al centro ―desde su origen― de una relación infinita de don y respuesta.

Este alentador comienzo argumentativo del documento tiene aire de promesa porque, en efecto, sugiere que estamos en condiciones de elaborar un discurso sobre los grandes dilemas de las sociedades contemporáneas que, para nuestros efectos, podríamos resumir en la tensión entre unidad y pluralidad. La tensión entre la unidad y la pluralidad es importante porque, según los criterios con que ella es ‘administrada’, regula los mecanismos sociales que evitan la intolerancia y la discriminación arbitraria creando ―como contrapartida― un sentido de pertenencia responsable, pero también porque da cuenta de la riqueza interior de las personas y del quehacer humano, porque abre horizontes y nos ofrece la posibilidad de crecer.

Sostenemos que para continuar desarrollando su propuesta antropológica el magisterio social debiera dar cuenta con mayor justicia de la esfera emocional humana, no solo en el ámbito íntimo o privado, sino precisamente en la esfera de lo público.

Una propuesta antropológica que haga justicia a todo lo que realmente vivimos como seres humanos podrá evidenciar ―desde la libertad― las relaciones entre emoción y vida moral. La falta de una respuesta en este sentido ―en el campo social― se traduce como falta de dignidad humana, como alienación y pérdida significativa de las cualidades de la persona, problemáticas que estamos llamados a superar desde una propuesta que sea más exigente y concreta en relación a las obligaciones de fraternidad universal de todos sus miembros, más creativa en su soporte al desarrollo de la imaginación y los sentimientos morales en el campo público, más valiente y desinteresada en su diálogo con la política, y más rigurosa y persuasiva en su diálogo con las ciencias humanas.

Notas

*PhD en Teología Moral (Academia Alfonsiana de Roma). Profesora de la Facultad de Teología de la PUC.

1 Nussbaum se ocupa in extenso de la teoría del contrato social por dos razones: la primera de ellas es para poner su propia teoría a prueba frente a una visión ética que ha marcado profundamente la ética de la modernidad y que sigue estando a la base de la idea de justicia social; la segunda razón es para ahondar en tres problemas que hasta ahora no han sido eficientemente resueltos por las modernas teorías de la justicia: la situación de las personas minusválidas, la justicia entre estados nacionales, y los problemas éticos relacionados con los animales no humanos. Cf. Nussbaum, 2007: 10-11.

2 Cf. Nussbaum, 2007: 427, donde, reflexionando sobre el papel de los sentimientos morales, la autora señala a propósito de Hobbes, Kant, Locke y Hume: «Questa mancanza di ambizione morale è un fatto sorprendente, considerando che tutti questi pensatori sono circondati dalla, e in certi casi seguaci della, cultura cristiana che ha difeso notevolmente la riforma spirituale e il miglioramento di sé nel rispetto della benevolenza e degli altri sentimenti principali».

3 Debemos notar que la Gaudium et spes (n. 79 ss.) es enfática al condenar los estragos de la guerra y al apelar a la búsqueda de soluciones diplomáticas a los conflictos armados.

4 «Hay quienes piden oro, y otros, tierras ilimitadas, / yo pido deleitar a mis conciudadanos / hasta que la tierra cubra mis huesos – un hombre / que alabó lo digno de elogio / y sembró la acusación contra los malvados. / Pero la excelencia humana / crece como una vid / nutrida del fresco rocío / y alzada al húmedo cielo / entre los hombres sabios y justos. / Necesitamos cosas muy diversas de aquellos a quienes amamos / sobre todo en el infortunio, aunque también el gozo / busca unos ojos en los que confiar» (Nussbaum, 1995: 9). Sobre la comprensión antropológica en la tragedia llevada a cabo por nuestra filósofa, ver también Guastini, 2001.

5 Cuando decimos ‘pensar la vida social’ no estamos hablando exclusivamente de las relaciones humanas al interior de grupos o comunidades, nos referimos también, y quizás con un acento especial, a la manera en que se trazan y aplican las políticas públicas que están a la base de una vida en condiciones auténticamente humanas (salud, educación, afiliación, libertad religiosa y de expresión, etc.), como también a los criterios que inspiran la labor legislativa y la justicia entre estados nacionales.

6 «…ha habido diversas maneras de concebir la teología moral, pero todas, de una manera más o menos sincera, han consistido en abrazar la causa del tiempo histórico por razón de los valores. La teología moral es esencialmente autointerpelación del hombre desde el seno de su historia. Desarrolla dentro de ella la función de Sócrates en la polis griega: una función crítica por la que, al mismo tiempo, adhiere a la sociedad histórica y la niega» (Torre, 1982: 123).

7 «…los jueces o jurados que se niegan a sí mismos la influencia de la emoción se niegan maneras de ver el mundo que parecen esenciales para aprehenderlo en plenitud. No puede ser (normativamente) racional pensar de esta manera» (Nussbaum, 2001: 101).

8 Para Nussbaum (2001: 66-67), la fantasía es «una aptitud moralmente crucial, sin la cual se empobrecen las relaciones personales y sociales (…) porque hay caridad en esta voluntad de ir más allá de lo evidente, y esta caridad nos prepara para ser caritativos en la vida». Un espacio privilegiado para el cultivo de los sentimientos morales es el propiciado por la literatura: «el niño que se deleita en cuentos y canciones aprende que no todo en la vida humana tiene una utilidad. Adquiere un modo de encarar el mundo que no se concentra exclusivamente en la idea de uso, sino que también es capaz de valorar las cosas por sí mismas. Y el niño traslada esa actitud a sus relaciones con otros seres humanos» (Nussbaum, 2001: 72).

9 Nussbaum, 2002a: 78. «L’approccio delle capacità, in ambito politico, si basa sulla intuizione di fondo per la quale alcune facoltà umane impongono l’esigenza morale di essere sviluppate».

10 Dicho esto no en el sentido que usualmente se da a la expresión en el contexto bioético o en algunas formas del neoaristotelismo contemporáneo, donde finalmente se pone en juego la idea de persona, sino en aquella comprensión filosófica de corte aristotélico que nos conecta con la visión de una vida buena.

11 Ver también Nussbaum, 2002a: 58, donde se reitera la necesidad de una normativa clara para poder usar el enfoque comparado de las capacidades.

12 La autora pone de manifiesto que las defensas del relativismo moral por parte de algunas versiones de la filosofía liberal terminan por dañar a las ‘partes débiles’ del contrato social (mujeres, inmigrantes, menores de edad, discapacitados) y, como contrapartida, sirven en la mayoría de los casos para proteger a los contratantes ‘fuertes’. Observando el abismal contraste entre el texto de la Constitución India y la vida de las mujeres en dicho país, Nussbaum (2002b: 92) concluye acertadamente que «la libertad no es solamente una cuestión de tener derechos escritos en el papel, sino que exige estar en una posición que permita hacer uso de esos derechos».

13 Nussbaum (2002b: 256) desarrolla este punto a partir de su análisis de la realidad que se vive en India, donde sin lugar a dudas la ‘pluralidad’ interna del hinduismo es bastante más considerable que en el caso del cristianismo.

14 «…cultures are not monoliths; people are not stamped out like coins by the power machine of social convention. They are constrained by social norms, but norms are plural and people are devious» (Nussbaum, 1999: 14).

15 Los procesos de secularización civil, «essi determinano per loro natura un’accresciuta difficoltà per la coscienza del cristiano a riconoscere come la fede possa istruire il giudizio morale, e piu radicalmente a riconoscere che la verità della fede riguarda le forme dell’agire» (Angelini, 2007: 59); «tale cultura tendenzialmente separa tra fede e comportamenti; la fede infatti è intesa e vissuta come disposizione soltanto interiore, addirittura ineffabile. Per quel che si riferisce ai comportamenti esteriori la cultura oggi corrente rimanda a criteri laici» (Angelini, 2007: 61). En esta dirección se encuentra también el pensamiento de Charles Taylor, «¿Existen los valores, los bienes y los deberes, o sea, aquellas entidades que forman parte de una manera más o menos estable de nuestro universo moral? A esta pregunta, según Taylor, no es posible ofrecer una respuesta sensata prescindiendo del punto de vista del agente, es decir, asumiendo aquella perspectiva separada sobre el mundo que se ha venido afirmando en la filosofía y en la cultura occidental a partir del siglo XVII y que se ha propuesto, sobretodo, desembarazarse de las propiedades relativas al sujeto» (Costa, 2004: VIII).

16 Cf. Angelini, 2007: 59. «Il dissenso dal magistero è stato, ed è fino ad oggi, particolarmente profondo e imbarazzante in materia morale. La materia controversa è stata soprattutto la morale sessuale; in tempi più recenti si aggiungono le molte materie connesse alle nuove pratiche biomediche, sulle quali per altro appare fino ad oggi assai incerto il modo di sentire dei fedeli».

Referencias

-Angelini, G. (2007). Il sensus fidelium in materia morale. Teologia 32, 56-70.

-Bullón, J. (2005). Fundamentos teológicos de la Doctrina Social de la Iglesia. Moralia 28, 65-90.

-Costa, P. (2004). Introduzione. En Ch. Taylor, Etica e umanità. (págs. VII-XXXII) Milano: Vita e pensiero.

-Engelhardt, D. von (2007). Vulnerabilità: condizione di normalità. Etica per le professioni 1, 9-16.

-Guastini, D. (2001). L’Antigone di Martha Nussbaum. La tragedia della phronesis. En P. Montani (a cura di), Antigone e la filosofia (págs. 261-277). Roma: Donzelli Editore.

-Nussbaum, M. (1995). La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega. Madrid: Visor.

-Nussbaum, M. (1999). Sex and Social Justice. New York: Oxford University Press.

-Nussbaum, M. (2001). Justicia poética. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello.

-Nussbaum, M. (2002a). Giustizia Sociale e Dignità Umana. Bologna: Il Mulino.

-Nussbaum, M. (2002b). Las mujeres y el desarrollo humano. Barcelona: Herder.

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Recibido: 2/Noviembre/2012 - Aceptado: 19/Diciembre/2012

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