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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.38 Osorno July 2014

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012014000100016 

 

ARTÍCULO

 

INDIGNACIÓN POLÍTICA: REFLEXIONES DESDE EL PENSAMIENTO DE H. ARENDT1

Indignation and Politics: reflections from Hannah Arendt’s thinking

 

María José López Merino*

Universidad de Chile*, Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Filosofía, Santiago, Chile.

Dirección para correspondencia


Resumen

Luego de señalar algunos momentos específicos en la obra de Arendt, en los que la cuestión de la sentimentalidad aparece, sobre todo de manera crítica, nos centraremos en un aspecto específico de esta, de especial interés para nosotros: el lugar de la indignación a la hora de narrar, contar, construir la historia de una comunidad y a la hora de abrir e instaurar el espacio público, caracterizado por Arendt como el espacio de aparición más elemental, donde los otros aparecen ante mí y yo aparezco ante los otros (Arendt, La condición humana 221), haciendo surgir lo político. Esta perspectiva nos permitirá reconstruir la posible relación entre indignación y política, en el pensamiento de la autora alemana.

Palabras clave: Indignación, Sentimientos, Política, Historia, Espacio público.


Abstract

Starting from highlighting some specific moments in Arendt’s works critically dealing with sentimentality matters, we will focus on a specific aspect: the place of indignation when narrating, telling, and constructing the history of a community and, at the same time, opening a public space. This is characterized by Arendt as an elementary space, where others appear to me and I appear before them. (Arendt, Human Condition 221), originating the political aspect. This view allows us to rebuild the possible relationship between indignation and politics in this German author’s views.

Key words: Indignation, Feelings-Politics-History-Public Space.


CRÍTICA AL AMOR Y COMPASIÓN EN POLÍTICA

Los sentimientos, que entenderemos de manera general como estados de ánimos que nos abren a la experiencia de los objetos del otro y del mundo, es decir, modos afectivos de iniciar nuestra experiencia y de empeñarnos, dirá Merleau-Ponty, en el mundo (1997:391), pueden ser un camino para recorrer de manera parcelada, por cierto, algunos temas centrales de la filosofía política de Arendt. Si bien desde una primera mirada, la cuestión de los sentimientos y de la vida anímica en general no constituyen un tema central de la filosofía arendtiana, algunas alusiones a estas cuestiones se pueden encontrar en su obra. Referencias fragmentarias y que, sin embargo, miradas con cuidado, tienen una considerable importancia.

Se puede afirmar de una manera general que Arendt se muestra crítica ante el rol que pueden cumplir los sentimientos en política. El amor, por ejemplo, tema de su tesis doctoral, en la que discute y critica la noción agustiniana del amor (caritas). El tema del amor vuelve a ser abordado en su obra La condición humana (1993). Hacia el final del capítulo quinto, en el que ya ha presentado la noción de acción política, Arendt vuelve sobre la idea amor y nos advierte del peligro que constituye el amor en política, el que a su juicio termina por hacer desaparecer la distancia necesaria entre la pluralidad de individuos que hace posible el espacio público, estructura fundamental de su idea de política. En el capítulo ya señalado afirma:

El amor, debido a su pasión, destruye el entre medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. (…) [En este sentido, concluirá un poco más adelante:
“El amor por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizás la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas (261).

Años más tarde en su obra Sobre la revolución (1965), en una forma bastante similar, Arendt criticará la compasión como estado de ánimo central de la experiencia de la Revolución Francesa. Enfrentándose directamente a Rousseau, nos dirá que la compasión es fuente de destrucción de lo político. Se trata de un sentimiento que, una vez generalizado, se transforma en piedad y puede desatar la irrupción de la completa irracionalidad política, el comienzo de procesos imparables de violencia que hacen aparecer las peores crueldades: Así esta crítica se focaliza en el Terror como período de la revolución donde la piedad entra en escena y en Roberspierre como su articulador:

Sus elogios [el de Roberspierre] del padecimiento como la causa de la virtud, fueron sentimentales en el sentido preciso de la palabra, y en cuanto tales, bastante peligrosos, aun en el caso de que no fueran, como nos inclinamos a creer, un mero pretexto para el poder. La piedad en cuanto resorte de la virtud, ha probado tener una mayor capacidad para la crueldad que la crueldad misma (118).

Un poco más adelante en su biografía intelectual, a fines de los años 60, cuando la autora se enfrasca en la polémica en torno a Eichamnn, vuelve a aparecer esta tendencia ‘antisentimental’ de la filósofa y esta necesidad de separar tajantemente sentimiento y política. Recordemos que la polémica se desata a raíz del reporte de la filósofa del juicio de Eichmann (Eichmann en Jerusalén). Primero como reportaje del juicio y luego como libro, este trabajo resulta muy criticado, sobre todo por los círculos intelectuales judíos. Uno de los que encabezan esta polémica pública con Arendt es el rabino Scholem. Entre las cosas que Scholem le critica al libro de Arendt es la frialdad, la falta de sentimiento en su despiadado retrato de los Consejos Judíos y su cooperación involuntaria, pero decisiva con el régimen nazi, posición que para Scholem puede resumirse en una ‘falta de amor’ al pueblo judío.2 Ante tal acusación Arendt responde dando aquella conocida explicación que intenta separar amor ‘natural’ y política:

Tienes bastante razón yo no me siento movida por ningún ‘amor’ de esa clase, y ello por dos razones: yo nunca en mi vida he ‘amado’ a ningún pueblo ni colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera ni nada semejante. En efecto, sólo ‘amo’ a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas” (“Eichmann en Jerusalén, intercambio epistolar”, Una revisión de la historia judía y otros ensayos, 145).

Como advierte más adelante, a su juicio, el que trae malas noticias suele pagar un precio por ello, que generalmente es el ser acusado de insensible y de falto de corazón.3 Al mismo tiempo, los sentimientos como la simpatía, o la compasión, el amor, suelen esconder la verdad de los hechos, disimular y oscurecer, convirtiéndose a su vez en realidades políticas que influyen en las acciones y determinan de manera desastrosa la escena política, como señala al mismo Scholem:

Sabes tan bien como yo cuan a menudo los que se limitan a informar de ciertos hechos desagradables son acusados de falta de sensibilidad, de falta de corazón o de falta de lo que tú llamas Hersenstakt. Los dos sabemos, en otras palabras, cuán a menudo esas emociones se utilizan para ocultar la verdad de los hechos. No puedo examinar aquí lo que ocurre cuando las emociones se exhiben en público y se convierten en un factor político; pero es éste un tema importante y he intentado describir sus desastrosos resultados en mi libro Sobre la revolución al estudiar el papel de la compasión en la formación del carácter revolucionario” (Eichmann en Jerusalén, intercambio epistolar 145).

Nuevamente la distancia, la artificialidad, como dimensiones necesarias para que lo político (como el espacio de diferencia y controversia, que es para ella lo político) realmente aparezca. Sin distancia no hay espacio público ni diferencia ni pluralidad.

Lo que aquí ella defiende como un valor político, es esa capacidad de separarse de sentimientos ‘naturales’ prepolíticos como el amor particular, la empatía o la compasión. Aquello que justamente años antes en el artículo (2005) Comprensión y política entenderá como la capacidad de acceder a cierta imparcialidad a la hora de mirar el pasado, utilizando la facultad de la imaginación.4 Comprender no es amar para Arendt, como parece ser para Scholem, sino distanciarse del propio amor, y de los sentimientos prepolíticos para ver desde la perspectiva de otro cualquiera, y aparezca desde esa distancia la posibilidad de recuperar una perspectiva más amplia acerca de lo común.

BASE SENTIMENTAL PARA MIRAR LA HISTORIA Y LA POLÍTICA

Pero la posición de Arendt en este punto no parece ser siempre la misma. Parece ser que desde la perspectiva de nuestra filósofa existirían sentimientos y momentos específicos donde es posible e incluso necesario comprender algunos fenómenos a la luz del sentimiento. Esto ocurre por ejemplo, ante esa enorme tarea que la filósofa se impone tempranamente: comprender el pasado histórico, en particular comprender ese pasado desafiante que constituye el totalitarismo.

El problema tiene que ver para Arendt con la función misma de la historia de los horrores del pasado. Para entender cómo Arendt enfrenta esta cuestión tenemos que abordar otra polémica en la que la autora estuvo involucrada. A partir de la controversia que a comienzos de los años 50 despierta su obra Los Orígenes del Totalitarismo especialmente entre historiadores. Se acusa a la autora de un ‘excesivo sentimentalismo’ y falta de objetividad para tratar asuntos tan serios como el totalitarismo. Para la autora, el desafío de escribir los Orígenes estuvo atravesado por una especie de paradoja moral que ella misma se plantea en los siguientes términos: “…cómo escribir históricamente acerca de algo, el totalitarismo, que yo no quería conservar, sino que, al contrario, me sentía comprometida en destruir”5 (Ensayos de Comprensión 483). Cómo hacer memoria y con ella impulsar la comprensión sobre fenómenos que no nos interesa conservar. Cómo recordar y comprender algo que nos vemos comprometidos éticamente a intentar destruir, parece ser el problema para Arendt. Aparece aquí una tensión entre la historia como una ciencia de la memoria, de la recuperación, de la conservación de los acontecimientos y la toma de posición ética sobre los hechos mismos. Cómo se escribe una historia de la infamia, una historia de los hechos más inaceptables e irrepetibles que han ocurrido en una comunidad política es el problema. No se trata aquí solo de lo que se cuenta, sino de cómo se cuenta sin consentir, sin justificar, sin entregar coartadas para el olvido. Cuál es el tono, el estilo que permita transmitir lo sucedido sin domesticarlo.

Se trata, a mi modesta manera de ver, de un problema metodológico de envergadura acerca de la historia, especialmente si se trata de una “historia de la infamia”. En respuesta a estas críticas, Arendt precisa el punto:

El estilo del libro ha merecido alabanzas como apasionado y críticas como sentimental. Ambos juicios me parece que están un tanto fuera de lugar. Yo me he apartado conscientemente de la tradición del sine ira et studio, de cuya grandeza era plenamente consciente, pero para mí se trataba de una necesidad metodológica en estrecha conexión con mi objeto particular de estudio (Ensayos de Comprensión, 485).

El compromiso con lo sucedido y una determinada toma de posición frente a ello son parte de una estrategia metodológica para construir la historia del totalitarismo que quiere contar Arendt. Un poco más adelante en el mismo texto, nuestra autora ahonda en el mismo punto y ejemplifica:

Supongamos ––por escoger uno entre muchos ejemplos posibles–– que el historiador ha de afrontar el exceso de miseria en el seno de una sociedad muy próspera, tal como ocurría con la miseria de la clase trabajadora británica en las primeras etapas de la revolución industrial. La reacción humana natural a tales condiciones es una ira e indignación, pues estas condiciones están en contra de la dignidad del hombre. Si yo describo estas condiciones sin dejar que mi indignación intervenga, lo que hago es elevar este fenómeno particular fuera de su contexto en la sociedad humana, con lo cual lo he desposeído de parte de su naturaleza, lo he privado de una de sus cualidades inherentes importantes. Pues producir indignación es uno de los rasgos del exceso de miseria en la medida en que esta miseria se produce entre seres humanos. No puedo en consecuencia estar de acuerdo con el profesor Voegelin acerca de que ‘el aborrecimiento moral y la carga emocional eclipsarán lo esencial’, ya que creo que ambos factores forman parte íntegra de lo esencial. Esto nada tiene que ver ni con el sentimentalismo ni con moralizar, que sin duda pueden ser una trampa para el autor. Si yo moralicé o me dejé llevar por el sentimiento, es que simplemente no hice bien lo que tenía que hacer, a saber: describir el fenómeno totalitario como ocurriendo no en la luna, sino en medio de una sociedad humana. Describir los campos de concentración sine ira no es ser ‘objetivo’ sino indultarlos. Y tal indulto no lo cambia una condena que el autor pueda sentirse obligado a añadir, pero que permanezca desconectado de la propia descripción. Cuando yo empleé la imagen del Infierno, no lo hice alegórica sino literalmente. (…) En este sentido, pienso que la descripción del campo como Infierno en la Tierra es más ‘objetiva’, es decir, más adecuada a su esencia, que afirmaciones de naturaleza puramente sociológica o psicológica (486).

Qué lugar y sentido toma aquí esa toma de posición afectiva, esta forma específica de relacionarse con el objeto de estudio, en este caso el totalitarismo, que parece ser la indignación, y sobre todo, ¿cómo esa realidad sentimental no se vuelve cegadora y anuladora de la experiencia, como sucedía con la compasión, con la piedad o el amor?

LA INDIGNACIÓN COMO ÍNDICE MORAL

A primera vista da la impresión de que aquella ‘indignación’ que Arendt presenta, no es nunca una respuesta ajena al fenómeno mismo. Se trataría de un elemento propio del fenómeno mismo, que se muestra como parte insoslayable de la descripción misma del acontecimiento, si es que queremos, como nos advierte Arendt en la cita anterior, describir el fenómeno totalitario mundana y humanamente, como ocurriendo no en la luna, sino en medio de una sociedad humana. Así el ánimo indignado, es parte y no anexo o agregado, del aparecer mismo del fenómeno para nosotros, para nuestra experiencia humana contemporánea. En este sentido, el totalitarismo no sería lo que es sino despertara en quien sanamente busca comprenderlo, algo de esta indignación, si quien reconstruye su historia no reparara en el hecho de que es una experiencia “indignante”.

¿Pero qué es en realidad esta indignación implicada en el acto mismo de narrar los horrores del pasado? Y sobre todo, insisto ¿por qué en vez de cegar y confundir, como hace generalmente la ira, y los sentimientos, según la propia Arendt, en este caso nos orienta, y nos permite ver?

Arendt no aclara el punto, deja solo bosquejada la idea de una posible indignación implicada en el acto de hacer/narrar la historia que ilumina el pasado y permite acercarse a la comprensión de sus fenómenos. Comprensión del pasado que como insiste constantemente la autora alemana, nunca busca ni consigue reconciliarnos con los hechos del pasado, sino con el mundo donde esos hechos fueron posibles (Ensayos de Comprensión, 371).

A nuestro juicio esta indignación a la que refiere Arendt no puede tratarse de la “ira” que, como estado de ánimo violento surgida del resentimiento, sólo busca dañar y vengar un anterior daño, engendrando así una cadena que reproduce y amplifica el daño. Se trata más bien de indignación, en su específico sentido práctico. Es decir, indignación moral que tal como dice Tugendhart (1997), es uno de los sentimientos morales más reconocibles, que nos permiten identificar, aunque no fundamentar ni justificar, que estamos ante acciones que tienen para nosotros un específico sentido moral. Para el autor alemán la indignación como la vergüenza son índices morales en nuestra vida moral cotidiana. Son un indicador que, como la fiebre en el caso del enfermo, cuando aparece señala que algo no funciona bien. Que ciertas expectativas morales básicas, ser tratado con dignidad por otros, o tratar a los otros con respeto; no se han cumplido (1997:20-21 y 57).

Así, esta indignación moral podría ser un sentimiento revelador de que estamos frente a una situación de injusticia, de atropello, de daño. Hace luz sobre aquello que en nuestra experiencia moral no está funcionando. Esta idea de la indignación resulta a nuestro juicio coherente con el planteamiento de Arendt que ya hemos esbozado: es necesario comprender el pasado a la luz y no a la sombra de algunas posiciones afectivas esenciales que el fenómeno provoca en quien lo comprende y que son parte del aparecer mismo del fenómeno, tal como este aparece en nuestro mundo (Ensayos de Comprensión, 486).

Esta interpretación de la indignación es quizás bastante más cercana al pensamiento de Giannini que de la misma Arendt y consistiría en una indignación que puede representar un sentimiento que nos sitúa en nuestro contexto moral real, dejándonos ver una ofensa que aún no ha sido reparada. Se trata de un sentimiento iluminador que incluso puede guiar nuestra conducta moral, y eliminar el daño que ha provocado la ofensa moral (El bien que se debe y el bien que se espera, 1997:176). Se trataría así de una indignación que deja ver, descorre el velo del fenómeno, ayuda a imaginar el camino que habría que seguir para restituir el daño cometido: Nos dice Giannini “…el iracundo es tal, porque cree percibir en los hechos del presente, la consecución de un mal anterior, justamente de una ofensa que hay que suprimir. La iracundia es la expresión del resentimiento pero también, una forma de liberarse de él” (Del bien que se debe 174).

LA INDIGNACIÓN POLÍTICA

Pero volvamos a Arendt, ¿podría tener la indignación un sentido específicamente político? Podría ser, más allá de un índice moral que nos permitiera revelar los fenómenos del pasado y del presente en su condición propia, cumplir una tarea en la constitución de lo político tal como lo piensa Arendt. Esto significa pensar en una indignación que no solo sea compatible con la teoría arendtiana de la política, sino además, sea un verdadero complemento a sus ideas de acción y poder. Nos internamos ahora en un terreno mucho más especulativo, en el que, hay que advertirlo, reflexionamos más allá de Arendt, intentando sí tener a la vista las coordenadas fundamentales de su pensamiento.

La verdad es que en un sentido general la indignación, tal como la hemos venido pensando, tiene tanto para Arendt como para Giannini siempre un sentido político. Esto porque aquello que la indignación revela es una expectativa no cumplida de la comunidad política como tal. Dicho en términos de Giannini, la ofensa es finalmente no solo una ofensa entre individuos sino una ofensa que daña en algún sentido a la comunidad. Es la comunidad, en sus confianzas y expectativas, en sus vínculos básicos, la que aspira a ser reparada.

Si nos detenemos en La condición Humana, podemos ver que Arendt reconoce que el actor político, aunque es siempre el protagonista de la acción, no es nunca su autor. La acción es iniciada, es ella misma iniciación (arjein) por el actor, pero no es una posesión de este, ni es él quien en realidad la lleva a término. Al mismo tiempo Arendt reconoce que: “Debido a que el actor siempre se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es simplemente un ‘agente’ sino que siempre es al mismo tiempo quien la sufre (sufferer). Hacer y padecer la acción son como las dos caras de la misma moneda, y la historia que un acto comienza, está compuesta por sus consecuentes hechos y padecimientos”6 (La condición humana, 213). De esta manera, las acciones no solo se realizan, sino que son padecidas por los actores. Posiblemente una de las formas de “padecimiento” de la acción podría ser la indignación, que como uno de los efectos de la misma acción, ha sido echada al mundo por el actor, pero que el actor no posee ni domina, ni controla. Uno de los efectos inesperados e incontrolables que las acciones desatan y ponen en movimiento, conformando un enjambre o trama que puebla nuestro mundo común.

Pero para que esta indignación tuviera un específico sentido político, y advirtiendo, como ya hemos señalado, todos los peligros que para Arendt tienen los sentimientos en el espacio público, para que la indignación fuera realmente política, en el sentido anómalo que le da Arendt a la política, tendría que cumplir con los estrictos requisitos que el espacio de lo político impone a las acciones y actores. Me atrevo solo a dejar mencionados tres rasgos que tendrían que ser propios de una indignación política en un sentido arendtiano.

En primer lugar, tendría que tratarse de una indignación capaz de resguardar el carácter de ‘entre’ del espacio público. Es decir, tendría que hacer posible preservar e incluso alimentar las distancias y a la vez los vínculos entre los individuos que hacen posible el surgimiento del espacio público como un espacio intermedio. No podrían ser, por ejemplo como el amor, o la compasión, sentimientos que anulan la distancia. En este sentido tendría que tratarse de una indignación capaz de respetar la pluralidad propia del espacio político. Pluralidad que, recordémoslo, en Arendt no alude solamente a la constatación de que existir para un ser humano es hacerlo ya en un horizonte donde existen otros o, en palabras de la autora, al hecho de que “ …son los hombres y no el hombre el que habita la tierra” (La condición humana, 22), sino también y más fundamentalmente, la pluralidad refiere a que esa originalidad de la experiencia de los muchos (polloi) como horizonte último de la acción política, que hace surgir la posibilidad de la diversidad y el carácter único e irreductible de cada mirada. Esto implica, en último término, que la política se construye desde las diferencias y gracias a que existen diferencias. En este sentido, una indignación estrictamente política debería expresar y mantener este fondo de las múltiples opiniones y perspectivas del disenso irreductible. ¿Cómo la indignación (una determinada indignación en un determinado espacio público) nos habla del mundo común y de lo que nos divide en él? ¿Cómo expresa nuestros disensos? Sería quizás las preguntas que nos permitirían avanzar en este punto.

Un segundo rasgo de una indignación estrictamente política siguiendo a Arendt, consistiría en que esta “revelara” en algún sentido, a actores políticos determinados. Ya que sentimientos y pasiones serían engendradas por el mismo entramado de las acciones y palabras, estas permitirían aunque sea de manera indirecta, la revelación de alguien que se muestra en el espacio público. Del ‘quien’ de la acción, es decir, algo nos dirían de los actores políticos concretos que están involucrados en la acción y que la sufren. En este sentido, los actores son siempre capaces de mostrarse en aquello que hacen y sufren. ¿Quiénes son los actores de la indignación política, y que dice esta de ellos? ¿Se trata de nuevos actores que irrumpen en la escena? ¿De dónde proviene el resentimiento que esa indignación revela? Son las cuestiones que deberíamos abordar para establecer el estatus político de esta revelación mediante la pasión de la indignación en su dimensión pública.

Por último, un rasgo que tendría que cumplir una indignación para ser política en el sentido de Arendt es que debería no detener sino que alimentar las acciones y palabras. El espacio público como espacio performativo es un espacio en movimiento que abre siempre la posibilidad de nuevas acciones y nuevos discursos. En este sentido la indignación debería poder engendrar acciones y palabras y preservar el espacio público como el fondo estable donde estas aparecen, debería ser capaz de alimentar ese suelo común sobre el que se dibujan las diferencias. Esto significa que deberíamos, como también hace Giannini de hecho, poder separar indignación y violencia, ya no en el sentido moral que es la vía que sigue Giannini, sino en una distinción estrictamente política; que, en términos de Arendt, significaría distinguir violencia de poder: ¿Cómo podría ser una indignación que alimentara el poder político, la acción concertada de los muchos que se muestran y actúan y no la violencia? Es decir, una indignación que permita y amplifique las posibilidades de acción conjunta, sin suprimir la pluralidad de acciones, visiones y discursos. Serían las preguntas que tendríamos que contestar para explorar este punto que nos permitiría conectar indignación y poder, como parte de aquel ‘espíritu salvaje’ (Lefort) que gobierna a la acción política en su imprevisibilidad, en su afán de novedad en su potencia de pluralidad. Sin confundirse en ningún caso con la violencia, que para Arendt, como ya sabemos, es siempre amenaza a la pluralidad de discurso y acción, clausura del espacio público y de la posibilidad transformadora de lo nuevo, implicada en la acción.

 

NOTAS

1 Este artículo es resultado del proyecto Fondecyt regular n° 1110811 “El horizonte ético-político del perdón y la promesa: claves de una ética del conflicto”, dirigido por H. Giannini y del que la autora fue co-investigadora.

2 En este sentido el Rabino Scholem advierte: “Lo que objeto es ese tono despiadado, a menudo poco menos que burlesco y malicioso, con el que tu libro trata asuntos que tocan la fibra más sensible de nuestras vidas. En la tradición judía hay un concepto difícil de definir y sin embargo, bastante concreto, que conocemos como Ahabath Israel ‘Amor al pueblo judío’ En ti, querida Hannah, al igual que en tantos intelectuales procedentes de la izquierda alemana, no encuentro apenas traza de ello, de “Eichmann en Jerusalem, intercambio epistolar entre Geshom Scholem y Hannah Arendt” en Una revisión de las historia judía y otros ensayos, 145.

3 La metáfora del corazón es frecuentemente utilizada por Arendt en distintos lugares de su obra, refiriéndose, a aquella fuente oculta de los sentimientos humanos y de la acción. También utiliza esta metáfora para hablar de nuestra aquella facultad de imaginar que resulta necesaria para comprender y juzgar. Ver Comprensión y política en “Ensayos de Comprensión”, “Imaginación” en Conferencias de la Filosofía política de Kant y Diario Filosófico.

4 Haciendo uso de un “corazón comprensión” que como ya decíamos en la nota anterior se identifica con la facultad de imaginar, “Comprensión y política” en Ensayos de Comprensión, 392.

5 En esta polémica Arendt se enfrenta a Eric Voegelin quien escribe una reseña bastante crítica sobre Los orígenes del Totalitarismo y que es publicada en The Review of Politics (XV, 1) en enero de 1953, la respuesta de Arendt aparece en el mismo número de la revista y está traducida y recogida “Una réplica a Eric Voegelin”, en Ensayos de Comprensión, 483-491.

6 Modificamos levemente la traducción. Traducimos aquí el “sufferer” por “quien sufre” y no por el “paciente” como hace el traductor, debido a las connotaciones que este término tiene en castellano. Ver The Human Condition, 191 y la trad. cast. La condición humana, 213.

 

OBRAS CITADAS

Arendt, Hannah. Ensayos de Comprensión 1930-1954, trad. Cast. Agustín Serrano de Haro. Madrid: Editorial Caparrós, 2005.

------- Sobre la revolución, trad. cast. Pedro Bravo, Madrid: Alianza Editorial, 1965.

------- The Human Condition. New York: The University of Chicago Press (1958) 1998. Trad. cast. Gil, R. La condición humana. Barcelona: Paidós, 1993.

“Eichmann en Jerusalem, intercambio epistolar entre Geshom Scholem y Hannah Arendt” en Una revisión de la historia judía y otros ensayos, trad. Miguel Candel. Barcelona: Paidós, 2005.

Giannini, Humberto. Del bien que se debe y el bien que se espera. Santiago de Chile: Dolmen, 1997.

Merleau-Ponty, Maurice. Fenomenología de la percepción (Trad. cast.) Cabanes. Barcelona: Editorial Península, 1997.

Tugendhart, Ernst. Lecciones de ética, trad. Cast. Luis Rabanaque. Barcelona: Gedisa, 1997.

 

Correspondencia a:

Ignacio Carrera Pinto 1025, C.P. 7800284. Ñuñoa, Santiago (CHILE)
mjlopezmerino@gmail.com

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