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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.34 Osorno July 2012

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012012000100004 

ALPHA Nº 34 - Julio 2012 (43-61)

ARTÍCULO

LUGARES QUE HACEN PALABRAS.
UNA LECTURA DE SIMBÓLICO RETORNO DE DELIA DOMÍNGUEZ1

Places that make words: A Reading of Simbólico retorno, by Delia Domínguez

Sergio Mansilla Torres*
Universidad Austral de Chile*, Facultad de Filosofía y Humanidades, Instituto de Lingüística y Literatura, Valdivia, Chile.

Dirección para correspondencia


Resumen

Se propone una lectura de Simbólico retorno, 1955, primer libro de Delia Domínguez, en términos de dar cuenta de la representación estética de la naturaleza nativa del sur chileno profundo y del sujeto lírico femenino que la habita y la vive como experiencia de plenitud que contrasta con la orfandad familiar y social de éste. El tono elegíaco y sombrío del libro atestigua el dolor de la autora por la temprana pérdida de su madre, dolor que alimenta una cierta visión anticipatoria de la decadencia de su clase social de origen: la burguesía agraria germana del sur de Chile de entonces.

Palabras clave: Poesía chilena, Delia Domínguez, poética de territorios, poesía femenina.


Abstract

We propose a reading of Simbólico retorno, 1955, Delia Domínguez’s first book, in the interest of offering an evaluation of the aesthetic representation of Chile’s deep south living nature and of the feminine lyric subject which inhabits it and lives it, as an experience of plenitude that contrasts with the familial and social orphanhood. The elegiac and somber tone of the text, testifies of the author’s pain due to the early loss of her mother, a pain that feeds a certain anticipatory cision of decadence of her social class and origin: the gemanic agrarian bourgeoisie of the south of Chile of that time.

Key words: Chilean poetry, Delia Domínguez, poetry of territory, women´s poetry.


EL FLÂNEUR EN EL CAMPO

Es fácil separar el campo y la ciudad y luego sus estilos literarios: el rural o regional y el urbano metropolitano. En el siglo XX, la existencia misma de estos dos modos separados es representativa de una manera de reaccionar ante una historia que conecta ambos ámbitos. Pero siempre hay algunos escritores que insisten en señalar las conexiones y entre ellos hay pocos que consideran la transición misma como un momento decisivo, como una interacción compleja y un conflicto de valores (Williams, 327).

 



Al hacer este comentario, Williams tiene en mente a una serie de escritores ingleses que, desde diversas perspectivas, antes, durante y después de la Revolución Industrial, transitan por los escurridizos caminos que unen y desunen el campo y la ciudad; un asunto que el crítico y novelista inglés pone en el centro de su reflexión referida a los modos en que la literatura documenta las transiciones de la modernidad capitalista británica en términos de "estructuras de sentir" que emergen y se sustentan de tales transiciones. La observación de Williams puede, creemos, trasladarse a cualquier escenario en que hallemos una poesía que, de manera explícita o no, trate con lugares y, al hacerlo, se torne imagen de éstos así como "relato" de la constitución de un sujeto poético hablante cuya naturaleza profunda resulta inexplicable sin el paisaje-lugar que lo interpela y, acaso, lo determina en más de algún sentido. Sabemos que los "paisajes" en la poesía suelen adquirir a menudo formas altamente subjetivizadas, desajustadas de sus condiciones materiales de existencia en el mundo de la vida, incluso abiertamente irreales; esto aun en aquellas escrituras exterioristas, las que, a pesar de su opción documental (o por eso mismo tal vez), no evitan la selectividad interesada de los elementos constitutivos del "lugar".

Desde los tiempos de Baudelaire, mucha poesía –si es que no toda– podría leerse como extensa y a veces repetitiva crónica de los a menudos difusos desplazamientos de ese flâneur tironeado por fuerzas contradictorias que no puede sino ser parte del espectáculo de su propia decadencia en espacios más o menos urbanos, más o menos rurales según el caso. En el ámbito de la poesía chilena contemporánea, la conocida formulación de Teillier de que "las ciudades son accidentes que no prevalecerán / frente a los árboles"2 denota, estimamos, una nostalgia urbana por el pasado pastoral irrecuperable. Lo lárico es, al fin, una actitud citadina que define (y defiende) un modo de vivir "aldeano" que viene a ser, sin embargo, la respuesta poética a ese mundo artificioso, anónimo, solitario, que caracteriza a las ciudades modernas, trágicamente divorciadas de la naturaleza.

No es extraño entonces que el (deseo de) retorno al orden natural, cualquier sea su variante –algo que evoca a Rousseaux, por cierto–, sea un tópico bastante reiterado en cierta poesía chilena contemporánea, sobre todo de aquella cuyos autores son o han sido afectados de un modo decisivo por experiencias de migración campo-ciudad, de la pequeña aldea a la metrópolis, de la provincia a la capital. Aunque en último término, lo definitorio para la poesía que negocia con lugares sea la itinerancia mental entre imágenes y conceptos que perfilan de un modo más o menos mutable (o inmutable según el caso) los ámbitos urbanos y campestres así como las conexiones e interacciones entre éstos.

Delia Domínguez Mohr (1931), según sus propias palabras, es una poeta campesina,3 cuya escritura, en todos sus libros, no deja nunca de ser documento de los ambientes sureños ligados a la realidad campestre de las familias de los grandes agricultores de las tierras de Osorno y Llanquihue, familias cuyos miembros en su mayoría son descendientes de inmigrantes alemanes llegados a estas tierras en la segunda mitad del siglo XIX. El campo, en su caso, no es un simple escenario inerte sobre el cual acontecen vidas; no se agota en ser objeto de evocación idealizada como si de un jardín edénico se tratara, lo cual, sin embargo, tampoco la exime del hecho de que su relación con el campo, al menos para fines líricos, se conforme según la actitud de quien puede darse el lujo de tener memoria nostálgica de la tierra y los lugares, y ver en ellos signos de lo numinoso los que convocan a la poeta a ser su descifradora: el campo, podríamos decir, se vuelve, en su sistema poético, un tranquilo oasis de metafísica. En su descargo, sí habría que consignar que Domínguez no es una turista citadina que vagabundee por los campos disfrutando de un paisaje cuyos componentes le serían, en definitiva, indiferente y lejano. Al contrario, su vivencia de lo rural es genuina, y su estilo poético recoge con precisión la poesía de las hablas rurales: esa creativa práctica lingüística que no siempre se rige por la normas estándares del idioma pero que, por lo mismo, expresa con sincero desparpajo aspectos cruciales del ser.

Hablamos de una escritora nacida y criada en Santa Amelia de Tacamó, localidad rural cercana a la ciudad de Osorno, en el seno de una familia de terratenientes de origen germano, escritora emocionalmente identificada desde siempre con un estilo de vida campestre y que ha hecho de sus lugares rurales de infancia y juventud una suerte de mitopoiesis nutricia de su escritura.4 Con estos antecedentes, no es extraño que Domínguez escriba una poesía que reivindica la ruralidad por sobre lo citadino a partir del perfilamiento de un sujeto lírico femenino que se constituye irrenunciablemente unido a la tierra, comprometido con la gente del campo en el sentido de asumir para ellos y para sí misma el rol, siempre en curso, de madre-visionaria-descifradora de los signos de la vida y la muerte que acontecen en la "revoltura" de las cosas que son de este mundo y del otro.

Lo que sí no deja de sorprender es que a sus 24 años publique un libro –Simbólico retorno– de tono desgarrado en el que los espacios rurales y semirrurales evocados adquieren matices sombríos, muy poco concordantes con un esperable locus amoenus que invitase a la tranquila contemplación de la belleza natural, más si quien escribe lo hace desde una posición de clase a todas luces hegemónica.5 En la poesía de Delia Domínguez –y Simbólico retorno no es la excepción– el paisaje solo parcialmente es "paisaje", vale decir, escenario disponible para la contemplación estetizada. Las más de las veces es la objetivación de una subjetividad femenina ontológicamente ligada a la tierra, cruzada por deseos de plenitud que movilizan una persistente búsqueda de trascendencia metafísica y aun religiosa a través de la elección de determinados lugares de experiencia y memoria que convocan o suscitan pensamientos y sentimientos de (precaria) plenitud así como de carencia de la misma.

Si en la poesía más reciente de Delia Domínguez hallamos una actitud lúdica combinada con una especie de sereno diálogo con los horizontes de la vida y la muerte, que se unifican a la hora de la celebración irrestricta de los efluvios vitales de las cosas (los que, por vitales, son también efluvios que desgastan las cosas; Cfr, p, e., Clavo de olor, 2004), en su poesía primera prevalece una especie de panteísmo intenso, telúrico, algo que toma la forma de un poderoso deseo de unidad con una naturaleza "salvaje", apenas intervenida, y que constituía, todavía en los años de 1950, el paisaje dominante en los territorios del seno del Reloncaví. Contemplar ese "paisaje" será vivir la experiencia del retorno a lo primigenio, y, por lo mismo, expresión de una necesidad de salir de los domesticados mundos de la casa familiar, quizás demasiado ajustados a la férrea voluntad de los colonos germanos de poner a la naturaleza bajo el dominio de un hacer moderno que a poco andar daría paso a una agricultura y ganadería trabajadas a escala industrial.6

RETORNO A LA SEMILLA INTOCADA DE LA TIERRA

Valgan estas observaciones como descripción inicial del contexto en que se escribe Simbólico retorno, libro que Daniel de la Vega, su prologuista, describirá como un poemario en el que la autora "persigue las imágenes extrañas con juvenil avidez" (9). Aunque, a renglón seguido, se apresura a matizar este juicio

Pero no se satisface con las imágenes. Por entre el desvarío de palabras inesperadas, sube un vaho de caliente vitalidad, una emoción auténtica que ilumina cada una de sus construcciones literarias con un resplandor humano […] Y ahora reúne en este libro que se llama Simbólico Retorno [mayúsculas del autor] sus versos elegíacos. Son tan hermosos como sombríos. Algo nocturno los envuelve. Tal vez la ciudad lluviosa es algo culpable de la desesperanza de esta muchacha que empieza a vivir y escribe unos originales versos para hablarnos del olvido, de la soledad y de la duda (9).





La "ciudad lluviosa" (Osorno), presunta "culpable" del tono sombrío y nocturno de Simbólico retorno, era, al momento de la aparición del libro, una urbe de unos 50.000 habitantes dividida en sectores muy diferenciados. La parte de la ciudad levantada junto a la ribera oriental del Río Rahue representaba, por decirlo de una manera gráfica, la expresión urbana depurada del "progreso"; su arquitectura era una combinación de casonas alemanas de madera con sólidas edificaciones de hormigón armado con líneas que recuerdan tanto a Le Corbousier como a la Bauhaus, pujante, próspera. Para entonces, como atestigua un video de época,7 el Banco Osorno y la Unión era uno de los más poderosos de Chile, y en los hechos constituía un verdadero sistema financiero autónomo al servicio de la agricultura y ganadería extensiva de los campos de Osorno. En la ribera oeste del río, en cambio, se levantaba Rahue, antiguo "pueblo de indios" que había devenido un abigarrado conjunto de casas pobres de madera levantadas junto a calles polvorientas; Rahue constituía entonces algo parecido al "tercer mundo" de Osorno, condición que de un modo más atenuado que antaño subsiste hasta hoy.8

Quizás, sin embargo, ni la ciudad ni la lluvia sean las culpables de los versos elegíacos y dolidos que conforman Simbólico retorno; sino la aguda y acaso visionaria conciencia de la autora de que el mundo en que ella nació y se crió se hallaba atrapado en un intríngulis del que muy probablemente no podría salir: ese mundo de terratenientes orgullosos, dueños de las mejores tierras agrícolas de los llanos de Osorno, compuesto por hombres rudos acostumbrados a mandar, sostenedores de una ética protestante del trabajo funcional a una lógica de acumulación capitalista, mundo dirigido en lo doméstico por mujeres de carácter fuerte implacablemente guardianas de una disciplinada germanidad que evocaba más los tiempos de Otto von Bismarck que los de Konrad Adenauer; ese mundo, después de todo, se había construido a punta de esfuerzo pero también de violencia, dando paso a una vergonzosa desigualdad social que arrojó a la miseria a tantos indígenas que fueron mañosamente despojados de sus tierras y obligados a afincarse en terrenos montañosos de la Cordillera de la Costa o de Los Andes considerados entonces poco o nada productivos para el modelo de producción agrícola a escala mayor.9

La servidumbre indígena doméstica o la peonada chilota que venía a trabajar como obreros de temporada durante las cosechas de grano y forraje, todos en condiciones laborales precarias y, en cualquier caso, sin ninguna posibilidad de ascenso social, son evidencias de un mundo que, junto con sus éxitos financieros, cultivaba su propio germen de aniquilación, al menos en lo tocante al control familiar de la tierra, la industria y las finanzas locales. Modelo exitoso a la hora de consolidar la "acumulación originaria" (aunque el éxito sería inexplicable sin el apoyo del estado central desarrollista que, mal que nal, protegió a los grandes agricultores cuanto pudo de toda competencia externa seria), pero que ya en los años de 1950 evidenciaba su poca o nula capacidad de redistribución de la riqueza en términos de tender hacia una equidad democrática, algo que lo ponía en curso de colisión frontal con el creciente ascenso de las clases populares que culminaría con el triunfo electoral de la izquierda política en 1970. Si a esto le sumamos que la adscripción de Chile al bando "capitalista" en la ya desatada guerra fría en la década del 50, empujaba al país a tener que abrirse al comercio internacional en el entendido de que el "mundo libre" no comunista del que Chile formaba parte tenía que ser "libre" sobre todo en materia económica. Blindar el aparato productivo nacional no era precisamente el ideal de este "mundo libre", algo que, de hacerse (de hacerse en serio, habría que decir), se parecería demasiado a modelo de economía centralista, planificada y nacionalista en definitiva, de los países de la órbita soviética.

La "desesperanza" en la que repara Daniel de la Vega halla sustancias nutricias seguramente también en episodios biográficos de la autora: la temprana pérdida de su madre es una circunstancia que Delia Domínguez recuerda con serena tristeza hasta los días de hoy (Cfr. Paralelo 40 sur, DVD). El fallecimiento y ausencia de su progenitora la arrastró a una orfandad metafísica que la llevó a buscar explicaciones donde, en rigor, no las hay o donde las explicaciones son metáforas que mitologizan la realidad para volverla amable, material de una identidad que le permite su consolidación ontológica y existencial a pesar de la pérdida, pero también gracias a ella. De cualquier modo, la visión de la naturaleza que se proyecta en Simbólico retorno está lejos de ese tipo de locus amoenus idealizado, que invita al nirvana existencial, al apartamiento de lo mundano, a una especie de purgación terapéutica de los dolores y fracasos de la vida "real" por la vía de instalarse en prados cruzados por arroyos que lentamente de desplazan por cauces que más parecen canales delicadamente trazados por la armoniosa mano de alguien empeñado siempre en construir un paraíso domesticado. El orden natural al que viaja (retorna) la hablante se condice más con las potencias originarias, caóticas, de una naturaleza que está (o se le figura a la autora que está) todavía en los días primeros de la creación.

Por lo mismo, en Simbólico retorno salta a la vista el carácter sacro y trascendente que la hablante le otorga a la naturaleza del seno de Reloncaví principalmente, que contrasta ya no sólo con el locus amoenus de la literatura europea clásica, sino –y quizás sea esto lo más importante– también con la actitud radicalmente pragmática de los colonos alemanes y sus descendientes, quienes, hacha y fuego en ristre, en muy poco tiempo convirtieron en praderas agrícolas y ganaderas los grandes bosques que hasta mediados del siglo XIX subsistían en los llanos de Osorno y Llanquihue.10 Tan drástica transformación del paisaje no es sino parte del proceso que a los colonos les tomó una generación cuando menos de construir un sistema productivo agrícola y ganadero extensivo, basado en la lógica de la maximización de las utilidades pero que no se agota, ni mucho menos, en la sola extracción de recursos.

Sabemos que la agricultura, a diferencia de la minería por ejemplo, por lo repetitivo de los ciclos de siembra y cosecha así como por la necesidad de asegurar la continuidad de la fertilidad de la tierra, implica situarse ante los lugares no como si éstos fuesen sólo contenedores de recursos naturales disponibles para su explotación por un tiempo de antemano determinado; al contrario, los lugares se vuelven espacios de vida y muerte, y vida de nuevo, y muerte otra vez, en una suerte de "eterno retorno" que alimenta una memoria de arraigo y una práctica de trabajo que, en la medida en que produce alimentos, se vuelve condición de base para la continuidad misma de la vida humana. Pero la emergencia de la hacienda sureña no es el resultado de una relación mística con la tierra en un sentido puramente ritual, despojado de la acumulación material; al revés, acontece en el marco de una relación secularizada con la tierra que se inscribe en la narrativa del progreso, sustentada ésta por el propósito de consolidar un capitalismo de base agroindustrial. El éxito de la empresa se tradujo, entre otras cosas, en el crecimiento y modernización internacionalizante de las ciudades de Valdivia, Osorno y Puerto Montt. Si bien en 1950 no eran grandes urbes, sí poseían elites prósperas. Cabe suponer, en principio, que estarían dados todos los condimentos para que estas elites produzcan épicas de victoria, narrativas de celebración de los efectos civilizatorios de la modernidad en un territorio que las autoridades chilenas hacia 1845 lo asumían como pobremente habitado, atrasado, un verdadero freno al progreso de la república.

Delia Domínguez, sin embargo, no celebra esta historia de consolidación de un estilo de vida propio de una clase social dominante y acomodada a la que ella misma pertenecía. Pareciera, en cambio, que el espacio vital inmediato la aprisionara a un punto tal que la búsqueda de un espacio "premoderno", en todo caso aún no constreñido por la civilización industrial, se vuelve una urgencia existencial que toma la forma de un deseo de fuga y comunión profunda con el orden cósmico y natural de las cosas en un gesto de religamiento ontológico con los elementos:

Tal vez un día un día viajaré lejos… lejos
y dormiré para siempre prendida en los jardines del mar.
Hilvanaré caminos con los pies descalzos
y la greda gastada me dirá sus secretos.
En los charcos dorados de luna
refrescaré mis párpados ajados de vigilia.
[…]
Será un peregrinaje sin brújula y sin freno.
Juntaré en mi regazo sonrisas y palabras
que ofrendaré a los muertos.
Descenderé hasta el último nicho del invierno
y empaparé de aliento floral toda la tierra.
Quiero llevar a ellos
a los que ya emigraron más allá de olvido
un puñado de amor hecho verso.
Quiero elegir yo misma el tálamo ignorado
donde amarillos siempre descansarán mis huesos;
no deseo epitafios ni lápidas ni templos
que señalen la línea horizontal de mis despojos.
("Simbólico retorno", 13-14).

 





















Viaje iniciático que la retornará al país de los muertos en calidad de embajadora de la vida tanto como de emigrante que abandona un país de carencias y restricciones que alimenta un "sistema sombrío", como diría Neruda, y que le impide ser plena. Retorno, entonces, a una condición de "hembra libertada" (14) que cruza las fronteras de este mundo y del otro y en esa itinerancia (o a causa de ella) la hablante se vuelve un sujeto visionario, vitalmente conectado con los misterios del trasmundo que se manifiestan en la niebla, la lluvia, la tierra toda y los astros. Su ego, amplificado a la condición de superconciencia visionaria, exhibe, sin embargo, su contraparte: el deseo último no de prevalecer sobre "los límites de la vida y la muerte" (14) sino de hacerse finalmente una con el cosmos, tanto que de ella no quede ninguna huella que la recuerde, nada que señale "la línea horizontal de [sus] despojos" (14).

Lo que Daniel de la Vega describe como "algo nocturno" que envuelve a los versos elegíacos "tan hermosos como sombríos" de este libro, cabe verlo en realidad como expresión de un retorno a la muerte en una suerte de rito órfico que conjura la mutilación a través de un lenguaje deseante de plenitud, y que, en tanto deseante, delata la imposibilidad de que semejante anhelo se materialice de otra manera que no sea simbólica. La muerte es tema reiterado en el poemario; la pérdida, la ausencia son tópicos que cruzan de principio a fin las páginas de Simbólico retorno, pero la poderosa reafirmación del yo como sujeto visionario, que celebra la desmesurada vitalidad de una tierra silvestre y feraz (Cfr. el poema "Reloncaví golfo de bruma", 25-26), es también una manera de remachar de la idea de que la vida más plena acontece libre, por encima de las restricciones de la encorsetada moral protestante que constreñía sobre todo a las mujeres de la clase terrateniente de origen germano. Lo sombrío, entonces, es un retorno "simbólico" a un estado de origen (y de fin) en el que la luz y la oscuridad son una "revoltura" desmesurada, anárquica en apariencia, aunque, en realidad, obedece al orden del devenir del tiempo y los elementos que son a la vez físicos y metafísicos. Experimentar la "bruma" de Reloncaví, contemplarla en su profundidad vital, leer sus mensajes cifrados ("estoy ebria de cantos, de visiones que profetiza el agua", nos dirá Domínguez, 25), se vuelve experiencia de lo numinoso en la medida en que este lugar exhibe un paisaje telúrico que endilga a la hablante a la liberadora experiencia de lo primigenio

Reloncaví, golfo de estrellas
bergantín legendario acostado en la cuenca
más fértil de mi tierra;
carrusel donde giran mitológicas algas,
canta, ruje (sic), dibújase en mis pupilas grávidas de lágrimas
quiero llevarte anclado en lo más hondo de mi alma.
("Reloncaví golfo de bruma", 26).

 








Pero es una liberación apenas compensatoria de ese estado efectivamente sombrío y elegíaco que caracteriza al sujeto lírico de este libro.

MUERTE DE LA MADRE, MUERTE DE UNA CLASE SOCIAL

En otra parte de estas notas aludíamos a la temprana muerte de la madre de Domínguez, y cuán penoso (y enigmático) ha sido para ella sobrellevar a lo largo de su vida esta ausencia. No es extraño entonces que en una escritura juvenil como la de Simbólico retorno el dolor, el desamparo, la orfandad de madre, sean motivos estructurantes de su poesía

Tú ves madre mi heredada amargura.
¿Dónde vacian tus labios su bálsamo silvestre?
[…]
Cuántas veces mi voz anhelante reclama tus besos
para llegar a ti con mi atado de dulces secretos.
No hay tormento más grande que el evocarte yerta
anclada como barca en un dique fantasma
[…]
Ayúdame a saciar la sed de tu ternura.
Vive mujer, resucita, florece,
mi arpa sideral ya está colgada en los abismos
y la selva y el agua escoltan esa espera.
Oh madre si volvieras.
Oh madre, madre muerta mi dolor te persigue
más allá de la tierra.
("Tú cantando en mis labios", 44).

 


















En un sentido muy determinante, Simbólico retorno es un poemario-elegía por la muerte de Amelia Mohr, madre de Delia Domínguez Mohr, fallecida en 1936 de tuberculosis en Los Andes. No son, pues, ni la lluvia ni los largos inviernos sureños factores que condicionen el tono sombrío y nocturno de los versos, como sugiere Daniel de la Vega; se trata de algo más íntimo y personal: la experiencia radical de la pérdida irrecuperable del ser que le dio la vida

Pero el dolor, el tono sombrío, no vienen de un venero único
Estoy cansada de actitudes añejas, designios y mandatos
con la mirada hundida en el crepúsculo
veo un mundo distinto,
tejo y bordo sueños con nubes y olas crespas
y de cuanto toco y siento, hago versos
que agonizan tendidos en un cordel de incógnito y de sombras.
("Desde el fondo del silencio", 49-50).

 









En otro sentido, también muy determinante e imbricado con el anterior, Simbólico retorno es el "relato" de un yo que batalla por escapar del peso asfixiante de una clase social, la suya, que no deja espacio a la emergencia de mundos nuevos que faciliten la libertad y la realización plena, en especial la de la mujer. La orfandad infantil se hace, pues, más dramática cuando a la ausencia de la madre se le suma un entorno familiar y social opresivo, "añejo", poco amigable para una personalidad sensible e imaginativa, como la de Delia, quien tempranamente incursionó en lo que para la burguesía agraria del Osorno de mediados del siglo XX eran los incomprensibles, inútiles y aun degradantes mundos de la poesía lírica. Optar por la literatura para Delia Domínguez no fue un asunto que tuviese el camino allanado desde el comienzo, a excepción –una decisiva excepción sin duda– del incondicional apoyo de su padre quien, sin embargo, ocupaba un lugar secundario en la compleja trama familiar de la familia materna de la escritora.11

Se trata de realidades biográficas que gatillan un tipo de escritura que, en su base, no deja de ser testimonial aunque, al mismo tiempo, se propone como una especie de conjuro místico, panteísta, que viene a evidenciar una constelación de anhelos y deseos que ya no son sólo personales sino representativos de las contradicciones de una clase social en un momento dado. Podemos suponer que para la configuración del tono sombrío de su escritura, efecto también de la ligazón visionaria con las materias originales de las cosas, libros como Residencia en la tierra, de Neruda, o aquellos poemas de Gabriela Mistral femeninamente corporales y desgarradamente dolorosos por la pérdida del ser amado, hayan sido modélicos a la hora de construirse un estilo a la vez elegíaco, metafísico, testimonial. Más allá de cuáles hayan sido las influencias literarias efectivas de la poesía primera de Domínguez, es claro que su escritura se inscribe en el ámbito de un estilo visionario en el que al yo se le dibuja expandido, inclusivo, poderosamente escrutador de los misterios que le rodean y lo constituyen. Pero este poder afirmativo del yo halla su contraparte en una aguda conciencia de que finalmente el poder transmutador de la subjetividad a través de la palabra poética es una empresa más de deseos, de anhelos que de realidades efectivas; que la pérdida y la mutilación son en última instancia irreversibles y la poesía es el registro de esas escisiones sin retorno. El "retorno" entonces no puede sino ser una vez más simbólico.

El que sea simbólico no le resta, sin embargo, fuerza afirmativa; al contrario. Es la condición de posibilidad de un sujeto que se hace a contrapelo de una cotidianidad nada complaciente con la lírica, menos con aquella que, de hecho, se escribe como respuesta estética y metafísica a una visión dominantemente instrumental de la naturaleza, tan cara a los procesos de masiva intervención humana en los órdenes naturales

Amo los seres que no hablan
los signos y las cosas que no hablan
los pájaros, las flores, las piedras, el agua y las montañas
ellos dicen simplemente en su lenguaje apocalíptico y bello
a quien quiera entenderlos, secretos
risas y murmullos que el hombre ignora y calla.
Cuántas historias he escuchado de ese mundo silente
recostada en la sensual alfombra de los trigales rubios.
("Desde el fondo del silencio", 50).

 










Estamos ante un yo lírico constituido como interlocutor entre el mundo no humano de la naturaleza y el orden propiamente humano, sujeto capaz de entender el "lenguaje apocalíptico y bello" de los elementos. Tal imagen no podría sustentarse sin la convicción de que la poesía es una manera de hacer que el mundo no humano revele, por así decirlo, su sentido humano de tal forma que esta humanización de los elementos es el modo figurado de hacer que las zonas agrestes, dolorosas, de la propia subjetividad se integren a una representación del sí mismo gobernada por la imagen integradora de hija-madre que descifra y transmite mensajes escritos en el Gran Libro de la vida y la muerte. Es un sujeto que convierte el paisaje (no cualquier paisaje, sino el del profundo sur chileno, épico, agreste, poco domesticado todavía según el sentir poético del Simbólico retorno) en una dimensión del sí mismo que, discursivamente, se formula como "narración" de deseos que halla su correlato representacional en una naturaleza contemplada como expresión material de un mundo en el que prevalecen los lenguajes cósmicos, secretos y bellos del origen. En este contexto, la "reacción "romántica" contra la modernidad toma, como ya se adelantó, la forma de un viaje iniciático hacia aquella zona que la razón del progreso elide tras las sombras de su fraseología optimista, prometedora de civilización: la selva –la selva fría del sur chileno en este caso– a diferencia de los novelas mundonovistas de los años de 1920, no se traga a las personas sino que presta ropa a sujetos humanos desnudos de afectos inmediatos, desvalidos, afectado por irreversibles orfandades que acontecen en el mundo humano.

Siendo en gran medida cierta la antinomia modernidad/premodernidad en el temprano mundo poético de Delia Domínguez, tal antinomia no ha de verse como dos ámbitos diametralmente opuestos ni de alcances totalizantes. Lo que hemos llamado aquí "reacción romántica" no es sino la forma de referirnos a la faceta crítica (y autocrítica) de la modernidad poblada por sujetos saturados de modelos ñoños de vida, modelos que, sin embargo, desde la posición de quienes los controlan y administran, son vistos como dechados de progreso, que contribuyen a forjar hombres y mujeres de bien. La joven poeta Delia Domínguez se arma de una retórica cuyo estilo y discurso nos recuerda, entre otras, la escritura rokhiana (de Pablo y Winett de Rokha) en lo que se refiere a la mistificación surrealista de la naturaleza, aunque en la dimensión metafísica de su poesía –que comporta, como dijimos, un grado elevado de sacralización de la naturaleza– se presenten huellas de la videncia que hallamos en la poesía de Rimbaud, Leautremont o Rilke, además de una cierta dosis de criollismo en lo que se refiere a la literaturización de geografías regionales de Chile.

Lo que Daniel de la Vega describe como "desvarío de palabras inesperadas" es, en rigor, el modo surrealista de construir un estilo y una retórica que documenta esta imbricada relación de una subjetividad aquejada de orfandades varias y un lugar geográficamente localizado detentador de un paisaje pletórico de naturaleza en el que los ciclos de la vida y la muerte se hacen una misma e inseparable unidad. Cierto que por momentos Simbólico retorno se sobresatura de un tremendismo telúrico que le debe bastante, creemos, a la estética mundonovista. Con todo, la adopción del "modo surrealista" de escribir no es gratuito; no es una cuestión meramente formal, sino efecto retórico de una decidida actitud de defensa de la tierra desde la condición de un sujeto que se ve a sí mismo como una suerte de ventrílocuo de las hablas de los "seres que no hablan" sino en el idioma secreto, "apocalíptico", de los elementos. Sólo la poesía –entiéndase, la que cultiva Delia en este libro– puede traducir, hasta cierto punto al menos, ese lenguaje secreto no humano a palabras humanas.

La "reacción romántica" a la que nos hemos referidos en un par de ocasiones previas, constituye, por otra parte, en el contexto del poemario aquí comentado, una más que embrionaria actitud ecologista avant la lettre, aunque esta sensibilidad esté menos al servicio de una defensa militante de la naturaleza, como sí ocurre en un sector de la poesía latinoamericana actual, y mucho más en consonancia con el anhelo de plenitud existencial y ontológica de un sujeto que se hace cargo de los misterios de la vida y la muerte para hallar/construir sentido al relato de su propia vida. La relación con la naturaleza sigue siendo antropocéntrica en la medida en que el paisaje es, en definitiva, paisaje de la subjetividad de un yo femenino exiliado de su locus amoenus pleno y al que lucha por retornar en un viaje a las tierras del Reloncaví que son, al fin, las tierras del deseo, de la anhelada plenitud de un sujeto mutilado por la pérdida familiar y por las restricciones que impone una clase social plagadas de "actitudes añejas".

¿Qué seré yo mañana, seré siempre la misma?
Dime Señor, quiebra el secreto, descíframe el conjuro
de todo este cansancio que posee mi alma
de este sufrir ajeno injertado en mi madera tibia
de ese vagar sin tregua, sin sentido
por infiernos y bocas y gemidos.
Dame una luz, un hijo, puerto generoso
donde anclar mi corazón desorbitado.
Quiero arriar un instante mi velamen de ansias
y dormir plena de algo divino.
("Eco de soledad", 61-62).

 












El sentimiento trágico de la vida adquiere por momentos la forma de un agudo desagarro existencial

Sé que mi palabra es manantial amargo
como un áspero roce de hiedras enlutadas.
De mis labios sin huesos se desliza un quejido cautivo
[…]
Qué vaso venenoso bebí antes de la vida.
Qué pecado redimo.
Con el alma crucificada a un espasmo de lodo.
Por qué llanto ancestral voy llorando sin lágrimas.
Todavía no encuentro mi universo en el atlas.
Soy gitana de anhelos
y zagala de un inmenso rebaño de dudas.
("Preludio a mis siete agonías", 69).

 













La insuflada retórica que dibuja un sujeto femenino sufriente, aquejado de dolores ancestrales, incomprensibles, anteriores a su propio ser, trae reminiscencia del célebre soliloquio de Segismundo encadenado a la torre. Denota, cuando menos, una subjetividad afectada por un sino trágico, la que, sin embargo, no ceja de batallar por romper el paralizante círculo de la lobreguez y la melancolía así como el del fatalismo religioso que tiende a anular la voluntad humana de ser. Si en este punto Domínguez se suma a tantos que en los años de 1950 se extraviaban por los sombríos derroteros del "ser y la nada", remachando hasta la saciedad el estereotipo del sujeto ontológicamente desajustado por el absurdo existencial, no es menos cierto que su mundo poético no se fagocita en el cultivo a ultranza de la victimización. Por el contrario, Domínguez halla una salida afirmativa por la vía de una interpelación a sí misma y al otro en orden a afinar los sentidos del ser y reconocer que al final del camino, en una soledad acompañada, habrá una comunión esencial con el orden no humano, porque lo humano y lo no humano al final son la misma cosa:

Hay que perseguir las horas idas, recobrarlas,
y adivinar el sortilegio del más allá prohibido.
Hay que retornar a los cementerios empastados de huesos
y esperar, esperar la caravana del último suspiro.
La Diana mensajera que anunciará mi marcha hacia el olvido
no asombrará mi carnaval postrero
y con ritmo felino, pequeña, inadvertida y sola
me iré a soñar al fondo de la tierra
("Preludio a mis siete agonías", 70).

 










Si, en un sentido, Simbólico retorno es una elegía por la muerte de la madre y un lamento por la esencial soledad del yo, en otro, el poemario se lee como una "historia" de superación simbólica de la pérdida a través de la identificación del cuerpo de la madre (ausente) con el cuerpo de la tierra (presente), de tal forma que la dolorosa experiencia de la orfandad en la vida se transmuta en comunión íntima con la "madre húmeda y fértil": espacio a la vez material e inmaterial en que comienzo y fin se hacen uno, indistinguibles, necesarios, reconfortantes. Simbólico retorno es, entonces, "relato" del fortalecimiento del sujeto hablante gracias a la protección que le brinda la madre tierra ante quien puede presentarse desnuda, pura, despojada de los añejos ropajes de una clase social poco amable con los sentimientos de una muchacha situada en los extramuros de su propio orden familiar, lejos de la tranquila autosuficiencia de una vida que pudo ser muy acomodada y desaprensiva. De la precariedad de la vida pasa a la fortaleza que da la poesía; de un yo huérfano básicamente desamparado de los suyos a un yo protegido por las potencias telúricas del orden natural el cual, como parte del conjuro poético, se vuelve el orden mismo de la conciencia.

Siempre en mi alma hay regreso
hacia las firmes raíces que nutrieron mi aliento
hacia las sendas verdes donde ocurrió mi infancia
mi niñez campesina y sencilla como el rumor del agua.
Hoy quiero superar la latitud del sollozo
y anclar las carcajadas en las horas que huyeron.
Quiero vivir… …Ser yo misma.
("En torno a una estrella", 77).

 









¿Estamos ante una mistificación del sujeto? En cierto sentido sí: "Iré a nacer de nuevo, a conjugar la espuma y mi plegaria / en una catedral sumergida de algas trasnochadas" (77). Versos como éstos denotan la particular autorrepresentación de un yo que se sitúa en un registro ontológico que no se condice con la realidad de la experiencia cotidiana; se apuesta, por así decirlo, a una identidad suprahumana, y aun supranatural, afirmada en una idea de trascendencia que no tiene más soporte que el que pueda dar la fantasía poética y, en última instancia, la fe, religiosa o no, de que la muerte siempre será de una manera u otra superada. El trabajo del sujeto en tanto voz lírica es precisamente proveerse de imágenes que lo defiendan de su propia precariedad existencial, aunque la eficacia de tales imágenes no pase de ser un gesto de suspensión imaginaria –por lo mismo, irreal aunque emocionalmente satisfactorio– del arrollador poder del tiempo y la muerte.

"Mi niñez campesina y sencilla como un rumor de agua" (77), escribe Domínguez, con lo que instala una forma de memoria pastoral que relega a la penumbra de un funcional "olvido" aquella parte de la niñez de la autora que no fue precisamente sencilla ni fluida como el agua. Aunque, bien vistas las cosas, la suya no fue una infancia pobre ni la supervivencia material estuvo alguna vez en peligro por falta de medios para subsistir. De cualquier modo, la suficiencia material no da paso a un sujeto pleno, más bien al revés: "quiero vivir…" "…ser yo misma", frase que más allá de ser un lugar común a la hora de formular un radical reclamo autonómico del yo evidencia un sujeto incompleto, aquejado de la necesidad de construirse a contrapelo de fuerzas alienantes.

EL FLÂNEUR TIENE CUERPO DE MUJER

Hacia 1950, una joven veinteañera se arma de un sujeto lírico que hace de las tierras del sur profundo chileno un factor decisivo de bienestar espiritual, de armonía con el cosmos. Se trata, como ya se ha adelantado, de una actitud antropocéntrica que bien podría ser vista, en este caso, como extrapolación al campo poético-metafísico de la actitud antropocéntrica de los terratenientes de los llanos de Osorno de origen germánico, que hicieron de la tierra su morada, una morada secular sin embargo: dispositivo de acumulación que dio paso a su consolidación como clase dominante, alineada las más de las veces con actitudes conservadoras en lo moral y político, elitista y germanófila en lo cultural. Vale decir, el desplazamiento de la naturaleza a la condición de fuente proveedora de acumulación de riqueza y bienestar mediante el trabajo agrícola sostenido y organizado según criterios de eficiencia productiva y de mercado, propio del "gran agricultor", sería análogo al desplazamiento poético de la naturaleza a la condición de madre que alimenta y protege a un sujeto espiritualmente no pleno llegando a sentirse parte constitutiva de los perpetuos ciclos de vida y muerte de ésta. El centro sigue siendo el sujeto, y el paisaje silvestre así dibujado evoca los pasajes citadinos por donde se pasea el flâneur beudelairiano en la medida en que el yo, no obstante autodefinirse "campesina", no es en rigor una trabajadora de la tierra en el sentido proletario del término sino una viajante contempladora que se desplaza en dirección al origen: un "simbólico retorno" hacia sí misma liberada.

Pero en esto caben importantes matices. Si bien el personaje poético de Delia Domínguez no representa al trabajador que siembra y/o cosecha los trigales, ni al inquilino que trabaja sin descanso para producir bienes la mayoría de los cuales benefician al patrón, ni a la servidumbre femenina doméstica que solícita atendía a los dueños de las grandes casonas "alemanas" de los campos sureños, éste está lejos de ser la representación de un sujeto atrincherado en el ghetto de la "germanidad" sureña, la que se imaginaba a sí misma superior, la vanguardia del progreso, de la industria, con poca o ninguna capacidad para reconocer al otro, al subalterno, como un igual. Es significativo que en plena década de 1950, en un momento en que el reconocimiento al valor de la cultura mapuche huilliche no era precisamente lo que caracterizaba a las elites agrícola-industriales sureñas de entonces, Domínguez escribiera, a manera de diálogo con la tierra, estas palabras: "(Es tu ancestro araucano que danza entre mis venas / que inunda con sus soles morenos / mi sangre alborotada de tinieblas)" (77). Es significativo tratándose de una escritora que nació y se crió en el seno de una clase social que, de hecho, junto con el estado chileno, entre 1880 y 1930 aproximadamente, fue la responsable de tantas apropiaciones amañadas de tierras que pertenecían ancestralmente a comunidades indígenas sobre todo en las actuales provincias de Osorno y Llanquihue. No es, pues, baladí la valorización que hace Domínguez en su poesía primera de lo que entonces se denominaba "araucano" (hoy se prefiere la denominación "mapuche" o "mapuche huilliche" en el caso de los indígenas al sur de Temuco).

"Soy tu hija la más melancólica de todas" (77), nos dice Domínguez; hija de Amelia Mohr y de Luis Domínguez, hija de la Futahuillimapu (Grandes Tierras del Sur), hija de una clase social tributaria de un modo de vida que a la joven Domínguez se le figuraba añejo no obstante la posición dominante de dicha clase; hija de una época de la historia de Chile en que se estaba incubando el ascenso de las clases populares, de la izquierda política en los años de 1960 situada en las antípodas de la ideología y valores de la burguesía agrícola "germana". Pronto sería testigo de la decadencia y eventual desaparición de un estilo de vida que los descendientes de colonos, con mucha prosperidad, habían construido en la primera mitad del siglo XX: primero la fragmentación de la hacienda en herencias varias, luego vendría la reforma agraria entre 1970 y 1973, la irrupción de la economía de mercado desregulada que obligó a los fundos sureños a reconvertirse en campos ganaderos mecanizados más que agrícolas perdiendo, acaso para siempre, su aura de morada vital construida, a punta de un esfuerzo épico, por inmigrantes que se las arreglaron para constituirse en una "avanzada del progreso".

Delia Domínguez, hija de la tierra, "enérgica paloma de los montes" como la describiera Neruda, despliega en Simbólico retorno una imaginería que, por encima de consideraciones sociológicas o históricas, atestigua la potencia pletórica de una naturaleza que 55 años después de la publicación del libro muestra dramáticos signos de destrucción. Los bosques de Reloncaví ya casi no existen; en el mejor de los casos quedan pequeñas islas de bosques nativo, y Puerto Montt, que en 1955 era, por sobre todo, un puerto donde confluían los mundos de campesinos y pescadores de las islas y canales de Chiloé y las Guaitecas, es hoy una ciudad de rápido e inorgánico crecimiento, llena de centros comerciales pertenecientes a grandes cadenas nacionales e internacionales y sobresaturada de automóviles; su entorno inmediato, ya casi sin árboles, no es ni remotamente parecido a la imagen de sobreabundancia natural que proyectan los versos de Delia Domínguez.

A la luz de la historia, Simbólico retorno resulta ser documento de una época fenecida. La radical transformación de la naturaleza (la desnaturalización de la naturaleza, sería mejor decir) se manifiesta precisamente en el crecimiento invasivo de los mundos urbanos a expensas del desalojo de los mundos rurales. Tal desalojo acontece como la directa consecuencia de un orden societal rural que ha sido incapaz de resolver sus propias contradicciones. La nostalgia/deseo por la tierra de una muchacha campesina ¡vaya paradoja! bien vale como indicador de una especie de exilio de sí misma, habitante extraño en su propia casa, en su propia tierra, en los bordes de la familia.

Si el estilo de este libro nos puede parecer hoy recargado, demasiado retórico, si su personaje poético nos puede parecer inscrito en una especie de romanticismo burgués, no es menos cierto que su escritura proyecta una genuina experiencia de identificación con la naturaleza motivada por una también genuina conciencia de que ante las precariedades de la vida la poesía opera como un poderoso arropamiento de la subjetividad. Y la subjetividad no se hace, no se sostiene sin el mundo material exterior. Bien mirado, el sujeto llega ser lo que es por el efecto "yo" que emerge de la relación con el objeto "mundo", el que da forma a aquello que se desea y aborrece y determina el modo(s) en que se administran (léase, en el terreno de la literatura, representan, narran, texualizan, poetizan) estas pulsiones fundamentales desde una conciencia "narrativa" que hace posible una cierta visión de sí mismo. En el caso de Domínguez, se trata de un sí mismo nada complaciente con su época, o mejor, nada complaciente con los principios civilizadores que hicieron posible la emergencia de la clase social que la vio nacer, su propio ser en última instancia, en una época que pudo y debió haber sido, tanto como la nuestra, más democrática, menos desigual.

De cualquier manera, Simbólico retorno se presta para ser leído como la historia de un viaje realizado a contrapelo del exultante entusiasmo con que Vicente Pérez Rosales describía en 1870 la Colonia de Llanquihue y lo que a él se le figuraba entonces su promisorio futuro

La profunda impresión que causan los adelantos de la colonia Llanquihue i el vivo recuerdo de lo que ella fue en sus primeros pasos, transportan sin esfuerzo la imaginación del próspero porvenir que aguarda a tan útil i patriótico establecimiento.
En efecto, quien vió aquello i ve lo que ahora es; quien ve planteles i sembrados, en la mansión eterna de las selvas cuyos sombrios troncos disputaban, no ha mucho, con sus raices enlazadas, el fangoso asiento que les sustentaba; quien ve bonitas casas y jardines; quien ve fábricas, artefactos i comercio donde ayer ni las aves encontraban suelo en que posarse; lugar en donde, según el decir de sabios viajeros, no era posible que el hombre civilizado pudiera asentar pié […] (4).

 






El mundo de Delia Domínguez proviene justamente del asalto a la selva sombría y fangosa, donde el "hombre civilizado" no tenía ni dónde poner un pie. Su poesía, casi un siglo después de la llegada de los primeros colonos, atestigua esta herencia a la vez destructiva y constructiva: se construyeron casas, jardines, industrias, se dio forma a una morada vital a caballo entre la memoria de la Alemania lejana, cada vez más mitificada y mistificada, y la industriosa intervención en los lugares en que se asentaron en el marco de un trabajo conducente a la acumulación. Pero se destruyó un mundo milenario, y no sólo vegetal: estas tierras no estaban deshabitadas, y quienes aquí vivían –indígenas sobre todo– lo hacían con la suficiente sabiduría como para sostener su entorno, y sostenerse en él, por muchos más siglos de lo que ha durado y tal vez dure nuestra orgullosa civilización industrial y tecnológica.

Quiero que mis lirios de hembra florezcan
entre musgo y la hierba de esta noche callada.
Quiero sentir el beso de la escarcha
acribillando la cintura de mi boca,
y desnuda en la montaña
sabiendo que el alerce, la murta y el canelo
derraman en mi sangre su semilla intocada.
("Simbólico retorno", 13).

 









No es gratuito que Domínguez aluda al alerce, la murta y el canelo, vegetales autóctonos de la ya casi fenecida selva fría del sur chileno, elementos además fundamentales de las sociedades sureñas premodernas (recordemos que el canelo es el árbol sagrado de los mapuches). El retorno, si bien es simbólico, es asimismo una interpelación ética que incita a comprender la complejidad de un sujeto femenino, afecto a un incipiente mestizaje cultural, que ansía unidad plena con la naturaleza originaria; sujeto que se constituye, por lo mismo, a contracorriente de un orden social moderno incapaz de ofrecerle a ese sujeto una morada vital sin fisuras. La poética temprana de Delia Domínguez, por encima de sus oscilaciones y aun contradicciones, la podemos comprender como el trabajo de la imaginación lírica –y digámoslo parafraseando a Marx– consistente en arrancarle al reino de la necesidad un cierto reino de libertad.

NOTAS

1 Este trabajo forma parte de la ejecución del Proyecto Fondecyt Nº 1110026.

2 Versos del poema "Al poeta de este mundo", Los dominios perdidos, 93.

3 Domínguez vuelve a esta definición de sí misma en diversas ocasiones. Esta vez tenemos en mente el documental "Paralelo 40 sur. La memoria y sus metáforas" en el que la poeta narra diversos episodios de su vida relevantes para su poética. Su origen campesino, insiste, es determinante para su escritura, algo que, por otra parte, resulta bastante evidente al examinar su poesía.

4 En una entrevista Domínguez dirá: "Encuentro [que] en la vida actual hay tanto artificio, tanta violencia, tanta agresividad, tanta electrónica que creo que se nos está enfriando la sangre." Y más adelante: "Me gusta estar en el campo, en Tacamó y trabajar en el huerto, nunca con guantes, por eso mis manos están así todas desechas. Me gusta cultivar verduras, meter las manos en la tierra porque es como meterlas adentro de mi madre. Estoy orgullosa de ser entendida en papas, tengo como siete clases distintas de papas en mi huerto. Me gusta trabajar con el azadón y la pala, también jardinear pero soy más hortelana que jardinera porque no me gustan los jardines peinados sino desordenados". Se apresura, sin embargo, a enfatizar: "esto es parte de la literatura", dando a entender que estas actividades no son un simple entretenimiento ("Delia Domínguez, enérgica paloma de los montes", entrevista por Sandra Maldonado).

5 La fecha de inicio de composición de Simbólico retorno data de unos tres años antes de su publicación (1955). Podríamos decir que Delia Domínguez ingresa a la categoría de ciudadana mayor de edad (entonces se alcanzaba esa categoría a los 21 años) con un retorno simbólico a las materias fundantes del yo y del mundo.

6 Los colonos alemanes e instalaron en los llanos sureños desde el Lago Llanquihue hacia el norte, ocupando las mejores tierras agrícolas de lo que hoy es la parte norte de la provincia de Llanquihue, las provincias de Osorno y Valdivia. En está última, sin embargo, en parte por escasez geográfica de tierras agrícolas, en parte porque aquí se asentaron más colonos artesanos que agricultores, ya en los albores del siglo XX, su capital, el puerto fluvial de Valdivia, se convirtió en un importante centro industrial de cueros, cerveza, maderas, con astilleros varios. Era además la vía de tránsito para exportaciones e importaciones desde y hacia el sur chileno. Osorno y el norte de Llanquihue, en cambio, desarrollaron la agricultura y ganaderías mayores extensivas con la respectiva infraestructura para el procesamiento de los productos y su transporte. El éxito de la agricultura y ganadería rápidamente dio paso a la creación de un banco local, Banco Osorno y la Unión, que existió entre 1908 y 1986, aunque en los últimos años ya había perdido su condición de banco financiado por capitales locales.

7 Sur de Chile 1945 (título original South Chile), Youtube, web, 12/4/2011. El documental, en el sitio de YouTube. está dividido en tres partes; la parte segunda recoge imágenes de Osorno y los alrededores, además de Puerto Montt y Chiloé.

8 Rahue también albergó, y aún alberga, una zona industrial ocupada por un complejo molinero.

9 Hoy algunas de esas tierras son codiciadas, cuando no arrebatadas apelando al poder del dinero, por grandes empresas de los rubro de la energía (hidroeléctricas) y de la industria maderera.

10 Para ser justos, sin embargo, los colonos no fueron los únicos responsables de los incendios de los bosques milenarios: Vicente Pérez Rosales escribe en 1870, en su informe sobre la Colonia de Llanquihue: "El ajente de la Colonizacion [o sea, él mismo], previendo 1os obtáculos que se dejan indicar, habia hecho con tiempo incendiar la fragosa selva que ocupaba la mayor parte del valle central a1 Sud-Este de la aldea de Osorno. Esa espantable hoguera, cuyos fuegos no pudieran estinguir tres meses de lluvias torrentosas, dejó al descubierto los mas envidiables i fecundos campos que hasta entonces se conocian en aquellas latitudes". (6) Y más adelante: "Llenos de privaciones i espuestos hora a hora a la inclemencia de su clima, que solo la paulatina destruccion de los bosques ha podido modificar despues, fueron los primeros colonos un ejemplo de lo que puede el hombre que lucha contra la naturaleza, cuando le asiste la fé en el porvenir, i le sostienen los naturales atributos de ella, el trabajo i la abnegacion" (7).

11 Luis Domínguez (1897-1969), padre de Delia, capitán de barco, pero sobre todo juez, trabajó varios años en Calbuco, puerto sureño donde solían recalar con frecuencia Juan Agustín Coloane y su hijo Francisco, el escritor, quien sería, hasta su muerte, amigo entrañable de Delia Domínguez. Según testimonio de la autora, fue su propio padre quien hizo las gestiones para que Daniel de la Vega prologara Simbólico retorno.


BIBLIOGRAFÍA

Bryan, Julien, Dir. South Chile (Sur de Chile 1945). The Office of the Coordinator of Inter-American Affairs. 1945. Video, You Tube, web.

------- Clavo de olor. Barcelona: Randon Hose Mondadori, 2004.

Domínguez, Delia. Simbólico retorno. Santiago: Universitaria, 1955.

Maldonado, Sandra. "Delia Domínguez, enérgica paloma de los montes". Entrevista, 2004. Web.

Mansilla, Milena, Dir. Paralelo 40 Sur. La memoria y sus metáforas. Delia Domínguez, Jaime Huenún. Valdivia: 2011, DVD. Anexo Informe Final Proyecto Fondecyt Nº 1095026.

Pérez Rosales, Vicente. La Colonia de Llanquihue. Su orijen, estado actual i medios de impulsar su progreso. Santiago: Imprenta de La Libertad, 1870.

Teillier, Jorge. Los dominios perdidos. Santiago: F. C. E., 1994.

Williams, Raymond. El campo y la ciudad. Trad. Alcira Bixio. Buenos Aires: Paidos, 2001.

Correspondencia a:

Casilla 567, Valdivia (Chile)
changuitad@gmail.com

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