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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.129 Bogotá Dec. 2005

 

Matt Ridley. ¿Qué nos hace humanos? Trad. Teresa Carretero e Irene Cifuentes. Bogotá: Taurus, 2004. 336 p.

 

Matt Ridley: WHAT MAKES US HUMANS?

 

Maximiliano Martínez

Universidad Nacional de Colombia

naturalmax@hotmail.com


En el último siglo el debate acerca de si es la naturaleza (nature) o el entorno (nurture) el aspecto más importante en la conformación de la estructura y funcionamiento de la mente humana, ha dado un giro importante gracias al aporte de la teoría de la evolución y a los enormes avances en genética. Antes de Darwin, la doctrina imperante sostenía que la mente humana es una tabula rasa, libre de contenido, la cual va siendo moldeada a través de la experiencia y las impresiones del entorno. Según Tomás de Aquino, no hay nada en el intelecto que no haya pasado previamente por los sentidos. Esta perspectiva fue reforzada por las teorías de los empiristas británicos, y desde entonces se convirtió en ortodoxia para muchos teóricos de las ciencias sociales. Sin embargo, el descubrimiento de la teoría de la evolución en el siglo XIX, y su síntesis posterior con la genética mendeliana en el siglo XX, han permitido un replanteamiento radical acerca de la visión de la mente como una tabula rasa: al parecer la mente humana viene predeterminada en muchos aspectos de su estructura y funcionamiento por aspectos genético-evolutivos. Los genes producen mentes con habilidades cognitivas específicas para responder de manera determinada a ciertos estímulos y situaciones del entorno. Y el funcionamiento actual de estos genes obedece principalmente a la historia evolutiva de la especie. Dadas estas circunstancias, cualquier teoría seria con respecto al debate debe tener en cuenta la importancia de las dos visiones, evitando cualquier radicalismo ingenuo.

Precisamente, un intento de conciliación para el debate es el que expone Matt Ridley en su más reciente libro Qué nos hace humanos. Es cierto que el ánimo divulgativo de algunos autores es víctima de desprestigio, sobre todo en algunos ambientes académicos, por su aparente falta de rigurosidad. Sin embargo, esta crítica es hasta cierto punto injusta, pues para ser un divulgador serio se necesita de un auténtico rigor argumentativo, de una onerosa bibliografía multidisciplinar, y de una escritura amena y sencilla. Ridley es ya un veterano divulgando ciencia. Entre sus libros más conocidos están los exitosos: Los orígenes de la virtud y Genoma, que muestran su don para este tipo de literatura. Es precisamente esta larga experiencia de investigación y escritura la que le permite en esta ocasión abordar con acierto la polémica pregunta acerca de si es la naturaleza o el ambiente la que determina nuestro comportamiento. No es un secreto que Ridley viene de la tradición anglosajona, que atribuye un papel privilegiado a las ciencias biológicas en la explicación de los múltiples aspectos humanos. Pero esto no impide que el autor examine y resalte la importancia de la cultura en tales explicaciones, situándose en un punto medio entre los deterministas biológicos y los deterministas ambientales. En sus propias palabras: “Mi argumento es que ahora es posible plantear una nueva solución al debate entre la herencia y el medio ambiente, porque sabemos más sobre los genes. Sabemos, por ejemplo, que las percepciones del cerebro hacen que se ‘enciendan’ o se ‘apaguen’ los genes. En otras palabras, la experiencia afecta los genes. Así, los genes están, en cierto sentido, a merced del ambiente”.
Ridley aporta evidencia que apoya la idea de que los genes son creados para ser receptivos y vulnerables en extremo a la experiencia, es decir, que se caracterizan por su plasticidad ante los estímulos del entorno. En concreto, con respecto a la formación del cerebro, Ridley afirma que, si bien las conexiones cerebrales viene predeterminadas genéticamente, éstas se perfeccionan y reacomodan de manera permanente gracias a la experiencia recibida del entorno durante el desarrollo del individuo (168-72). Esta afirmación, y las pruebas para apoyarla, terminan siendo una obviedad en teoría evolutiva: es una buena estrategia de supervivencia tener unos genes que conformen una mente lo más plástica posible, dado un entorno variable y poco predecible. Así, los genes no son simplemente la receta de instrucciones mediante la cual se edifican cuerpos y cerebros. Permanecen activos o desactivan sus conexiones según los requerimientos del ambiente/experiencia.

Atendiendo a esta tesis principal, el libro termina siendo una larga y valiosa recopilación de estudios y datos que pretenden mostrar la influencia del entorno en los genes, principalmente sobre aquellos encargados de forjar la cognición humana. Ridley hace un recuento histórico para mostrar cómo las teorías a favor del entorno ocuparon lugares privilegiados durante el siglo XX, para recopilar después y articular una serie de trabajos en diversas áreas, con los cuales mostrar cómo las teorías innatistas no extremas han ido recuperando terreno a la hora de explicar la mente humana. Según el autor, estamos predispuestos naturalmente en muchas de nuestras costumbres, preferencias, miedos y conductas, pero el entorno incide directamente en tales predisposiciones permitiendo un acomodamiento retroalimentativo entre naturaleza y cultura, entre determinismo y libre albedrío: “No habría aprendizaje sin una capacidad innata para aprender. El innatismo no podría expresarse sin la experiencia. La verdad de cada uno de los conceptos no prueba la falsedad de ningún otro” (311). Así, el gran acierto de Ridley es relacionar de manera positiva los dos términos de la dicotomía naturaleza/ambiente, mostrando (aunque no siempre de manera clara) una mutua co-determinación. Para lograr este resultado se apoya en sus amplios conocimientos en genética y neurociencias, y los relaciona de manera consistente con trabajos pertinentes de otras disciplinas como la psicología, la sociología, la antropología, la primatología, la lingüística y la biología evolucionista, entre otras. Esto le permite hacer un bien documentado examen de fenómenos bastante polémicos como la homosexualidad, la causa de la esquizofrenia, el racismo y el machismo, así como explicar la adquisición de ciertas habilidades o rasgos como el lenguaje, el aprendizaje, la intencionalidad o la sexualidad.

Una de las partes más interesantes del libro resulta ser, a mi modo de ver, el capítulo que dedica al caso de los gemelos, en donde el autor hace un recuento de los estudios más importantes al respecto. Es clara la pertinencia de los estudios acerca de las diferencias que a lo largo de su vida pueden llegar a tener un par de gemelos, sean éstos monozigóticos (nacidos del mismo zigoto y por esta razón genéticamente idénticos) o dizigóticos (nacidos de diferentes zigotos): si los individuos de una pareja de gemelos monozigóticos, criados de manera separada, presentan grandes diferencias cognitivas y conductuales a lo largo de su vida, ello resultaría ser una prueba de la poca incidencia de los genes en la formación de la personalidad de un individuo. Sin embargo, los datos que presenta Ridley muestran algo asombroso: los gemelos monozigóticos que son criados en la misma familia presentan una correlación de personalidad del 80%, mientras que los dizigóticos presentan sólo un 43% (100). Aunque esto supondría un gran apoyo para la tesis que da mayor importancia a los genes en la determinación conductual, Ridley presenta de inmediato algunos estudios que privilegian el entorno. Al parecer, el desarrollo y grado de inteligencia que adquiere cada gemelo depende principalmente del ambiente en que se desarrolle. De esta manera, no es fácil discernir el papel real jugado por cada uno de los factores en la cognición humana, aunque sí es claro que ambos factores resultan igualmente importantes a la hora de moldear la conducta (108-9).

Otro punto digno de mención es la respuesta que da Ridley al problema de la similitud genética con nuestros parientes más cercanos evolutivamente: los chimpancés. Si el código genético humano tiene sólo 30.000 genes y no 100.000. como se suponía, y si la diferencia genética entre humanos y chimpancés va del 3% al 5%, entonces son muy pocos los genes de diferencia como para atribuirles exclusivamente a ellos las notables diferencias fenotípicas y conductuales existentes entre las dos especies. Para responder a esto, Ridley hecha mano de los genes Hox, cuya fama es reciente. El papel de estos genes es codificar unas proteínas llamadas ‘factores de trascripción’, cuya misión es activar o desactivar otros genes. Así, los genes Hox pueden influir sobre el tiempo de desarrollo de los diversos órganos durante la ontogenia de un individuo, pues activan o desactivan los genes encargados de edificar dichos órganos. De esta forma, aunque tenemos sólo el 5% de diferencia genética con los chimpancés, la diferencia fenotípica y conductual final entre humanos y chimpancés puede deberse a que los genes Hox, que son los mismos en las dos especies, pueden causar períodos disímiles de desarrollo en los diferentes órganos de los individuos de cada una de las especies. Esto produciría una diferencia ostensible en el producto final. Así, a partir de mínimas diferencias genéticas es posible producir grandes cambios fenotípicos y conductuales: incluso puede crearse una nueva especie sin cambiar ningún gen. Un punto importante señalado por Ridley es que precisamente el entorno puede influir en el funcionamiento y expresión de los genes Hox (42-49).

Ridley examina también el debate (muy en boga hoy en día) acerca de si la mente es modular, y qué tanto lo sea. Según Fodor, un módulo cognitivo se define como un sistema innato, de dominio específico, autónomo y de funcionamiento algorítmico. Es decir, un módulo mental es un sistema cerebral que se activa únicamente con ciertos estímulos del entorno (inputs), y arroja una respuesta previamente determinada a tales situaciones (output). Se supone que estos módulos fueron implantados por la selección natural en nuestros cerebros para responder a presiones selectivas, principalmente aquellas que enfrentaron nuestros ancestros cazadores-recolectores. Luego de un breve recuento de la discusión entre psicólogos evolucionistas partidarios de una modularidad masiva, como Pinker, Cosmides y Tooby, y críticos como Fodor, el autor se declara partidario de una modularidad más bien moderada, proponiendo módulos de tipo plástico altamente receptivos a la experiencia y al entorno (77-81).

El poder de convencimiento de los argumentos presentados por Ridley viene quedar a juicio de cada lector. Será éste quien decida qué tan provechoso y convincente resulte ser el depositar toda nuestra confianza en los avances de la ciencia, y solucionar así el debate. Lo que sí es cierto es que el libro de Ridley, una autoridad en el tema de la incidencia de la naturaleza en la psicología humana, resulta ser un claro ejemplo de dicha confianza.

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