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Veritas

On-line version ISSN 0718-9273

Veritas  no.48 Valparaíso Apr. 2021

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-92732021000100103 

Sección Filosofía

Reconocimiento e identidad de género

Recognition and gender identity

Luis Mariano de la Maza1* 

* Pontificia Universidad Católica de Chile (Chile) sdel4@puc.cl

Resumen

A partir de la inclusión del término “género” en el ordenamiento jurídico de diversos países, incluido Chile, se expone la génesis desarrollo de dicho término y se da a conocer la posición de la Iglesia Católica sobre el mismo. En tercer lugar, se examinan algunas de las principales formas de la teoría contemporánea del reconocimiento con vistas a su posible contribución a la reflexión sobre el sentido y los alcances de las teorías de género, en diálogo con la posición de la iglesia al respecto.

Palabras clave: género; feminismo; identidad; Iglesia; reconocimiento; sexualidad; cultura

Abstract

In view of the inclusión of the term “gender” in the legal system of several countries, including Chile, the genesis and development of said term is exposed and the position of the Catholic Church on it is disclosed. Third, some of the main forms of contemporary recognition theory are examined with a view to theirpossible contribution to reflection on the meaning and scope of gender theories, in dialogue with the position of the Church in this regard.

Key words :  gender; feminism; identity; Church; recognition; sexuality; culture

Introducción

La adopción del término “género” en la Conferencia Mundial de la Naciones Unidas sobre la Mujer celebrada en Beijing en 1995 fue un primer impulso para que varios países (Malta, Argentina, Dinamarca, España, Uruguay, Irlanda, Bolivia, México, Colombia, entre otros) introdujeran el término en sus ordenaciones jurídicas2. El año 2018 se promulgó en Chile la Ley N° 21.120, que reconoce y da protección al derecho a la identidad de género, definida así: “.. .se entenderá como identidad de género la convicción personal e interna de ser hombre o mujer, tal como la persona se percibe a sí misma, la cual puede corresponder o no con el sexo y nombre verificado en el acta de inscripción de nacimiento” (art. 1°). El artículo 5° de esta ley establece como criterio de aplicación, el principio de no discriminación arbitraria: “Los órganos del Estado garantizarán que, en el ejercicio del derecho a la identidad de género, ninguna persona sea afectada por distinciones, exclusiones o restricciones que carezcan de justificación razonable, en los términos del artículo 2° de la Ley 20.609, que establece medidas contra la discriminación”.

La discusión sobre esta ley en Chile puso en evidencia la dificultad que tiene para muchos comprender el sentido y los alcances del concepto de género, su vínculo con la identidad de las personas y los problemas de lo que se ha denominado “ideología de género”.

Como lo ha señalado la historiadora inglesa Joan Scott, la conceptualización teórica del género tiene dos dimensiones principales: 1) el género como elemento constitutivo de las relaciones sociales, basado en la diferenciación entre los sexos, y 2) el género como forma primaria de significar y articular el poder (Scott, 2008: 65-68). Según Scott, el primer aspecto implica cuatro elementos interrelacionados: en primer lugar, los símbolos que evocan múltiples y a menudo contradictorias representaciones, por ejemplo, sobre la mujer; en segundo lugar, los conceptos que pretenden interpretar normativamente dichos símbolos en ámbitos tales como la religión, la educación, las ciencias, el derecho y la política; en tercer lugar, el uso del concepto de género para explicar relaciones de parentesco, pero también otras formas de organización social, como el trabajo, la educación y la política; y en cuarto lugar -que es el que nos ocupará principalmente en esta presentación- el aspecto relacionado con la identidad subjetiva.

En este artículo se procura contribuir al debate teórico y al discernimiento acerca del alcance y los límites de la teoría de género, sin restringirlo el concepto a una categoría de análisis empírico o descriptivo de las relaciones sociales, sino que ampliándolo a una reflexión antropológico- ética y filosófico-social basada en las teorías contemporáneas sobre el reconocimiento, que pueden aportar muchas luces a esta reflexión. También se espera aportar a una clarificación de la ideología de género, en el sentido que ha sido criticada por el Magisterio de la Iglesia3, y a una reflexión filosófico-teológica y social que pueda recoger y aportar lo que puede tener de verdadero y humanizador una perspectiva de género bien entendida.

La exposición se dividirá en tres partes: 1) Génesis y desarrollo de las teorías de género, 2) La Iglesia Católica y las teorías de género, 3) El aporte de las teorías del reconocimiento. Termina con una conclusión personal, que en ningún caso pretende dar por cerrado el tema, sino más bien abrir perspectivas para seguir pensando.

1. Génesis y desarrollo de las teorías de género

Entre los precursores de la teoría de género destaca la antropóloga Margaret Mead. En 1935 publicó un estudio clásico sobre tres sociedades de Nueva Guinea, y concluía que las diferencias conductuales y de “temperamento” son creaciones culturales:

[...] muchos, si no todos los rasgos de personalidad, que hemos llamado masculinos o femeninos, van tan poco ligados al sexo como el vestido, los ademanes y la forma de peinarse que una sociedad, en una época determinada, asigna a cada sexo [...] Para explicarlo no pueden aducirse razones de dieta, raza o selección. Nos vemos forzados a concluir que la naturaleza humana resulta casi increíblemente maleable, respondiendo puntualmente y de maneras opuestas a condicionamientos culturales también opuestos. (Mead, 1973: 308)

Posteriormente, el psicólogo y sexólogo neozelandés John Money, investigando el hermafroditismo, introdujo la distinción entre aquellos aspectos que forman parte del sexo biológico y lo que denominó “rol de género”, con el que se refería sobre todo a los comportamientos, preferencias, temas de conversación, etc., que se definen mediante un proceso de aprendizaje social (Money, 1955). Continuando a Money, el psiquiatra Robert Stoller (1968) introduce el concepto de género en el psicoanálisis, y en su libro Sexo y Género y declara como uno de los objetivos de su trabajo confirmar el hecho de que sexo y género no se encuentran en una relación simétrica, sino que pueden seguir caminos completamente independientes.

Cuatro años más tarde, la socióloga inglesa Ann Oakley (1972) introdujo el término en el campo de los estudios feministas con su libro Sexo, Género y Sociedad. De este modo, una vertiente del feminismo anglosajón comenzó a adoptar el término gender para enfrentar la visión reduccionista del ser humano, que había absolutizado la incidencia de la dimensión biológico-natural en la configuración de la identidad sexual, prescindiendo de su componente cultural y de la libertad de la persona, con la que se pretendía legitimar diferentes formas de subordinación de la mujer. A partir de ese momento, los cambios políticos y culturales relacionados con el género fueron fuertemente impulsados por el feminismo.

En una primera etapa, iniciada en las últimas décadas del siglo 19, el feminismo había estado asociado principalmente al movimiento sufragista y, por ende, enfocado en la vida y participación pública de la mujer. Una segunda etapa estuvo marcada por el cambio de mirada desde lo público a lo privado, pues puso de relieve que la discriminación pública tiene su raíz en formas cotidianas y corrientes de desigualdad entre el hombre y la mujer. Al respecto fueron determinantes las reflexiones de Simone de Beauvoir (2005), quien, en su libro El segundo sexo, de 1949, escribió la célebre frase “no se nace mujer, sino que se llega a serlo”. Beauvoir distinguía entre “la mujer” y “lo femenino”. La mujer tiene rasgos semejantes a la hembra animal: nace con determinadas características biológicas y experimenta ciertos cambios a medida que se desarrolla, como la capacidad de engendrar y amamantar. En cambio, lo femenino sería algo inventado por la cultura masculina, que impone un modelo ético y estético sobre la hembra, al que esta se ha sometido por costumbre, pero que es contingente, es decir, no tiene una relación necesaria con el ser de la mujer. Para alcanzar la igualdad entre hombres y mujeres no bastaría con compartir el derecho a votar, sino que se requiere además conferirle a la mujer autonomía en todos los ámbitos posibles, que incluyen la libertad sexual y la independencia económica.

A partir de los años 60, diversas autoras cuestionan el planteamiento que busca la igualdad entre hombres y mujeres, y sostienen, por el con trario, el valor de su diferencia. La filósofa y psicoanalista belga Luce Irigaray llama a elaborar una cultura de lo sexual que respete los dos gé neros, pero critica el término “igualdad”, porque a su juicio implica una comparación y neutralización, que desconoce el valor específico de la femineidad al eliminar la irreductibilidad de la diferencia sexual (Irigaray, 1992).

En 1970 Kate Millet acuñó el término “patriarcado” para referirse al mundo cultural impuesto por el hombre descrito por Beauvoir (Millet, 1995). A su vez, la feminista francesa Monique Wittig, recogiendo la teoría marxista, según la cual hay una división natural del trabajo en la familia, sostuvo que la heterosexualidad tiene una base económica: la mujer no es sino una máquina productora de capital humano, y el hombre se apropia luego del producto de su trabajo. La lucha de los sexos sería, entonces, una variante de la lucha de clases (Wittig, 2006). En ese contexto, Wittig defendió el lesbianismo, no solo como resistencia alternativa al patriarcado, sino contra el heteropatriarcado, es decir contra una sociedad enfocada desde el hombre heterosexual y la mujer bajo su dominio.

Desde la década de 1970 el movimiento feminista criticó el modelo explicativo, según el cual el orden social de género se deriva del orden biológico, y dos décadas más tarde no solo se cuestionó la determinación del género por el cuerpo, sino también el supuesto de que se pueda distinguir entre sexo biológico y género social. La teórica feminista italiana Teresa de Lauretis acuñó en 1990 el término “teoría queer” (De Lauretis, 2010) para significar la condición teatral de las identidades sexuales, es decir, a la concepción según la cual el significado cultural de lo “femenino” o lo “masculino” se debe a la repetición constante de cierto tipo de acciones dramáticas (vestimenta, modos de hablar y actuar, etc.) que terminan por convertir al sujeto en femenino o masculino. Un importante desarrollo de esta idea se encuentra en El género en disputa de la norteamericana Judith Butler. Según Butler, la femineidad o masculinidad no se explican por una estructura natural previa, sino que, por el contrario, la estructura binaria de “hombre” y “mujer” es producida por la reiteración de actos “con estilo” femenino o masculino, es decir por una performance. Eso crearía la ilusión de una naturaleza binaria que no existe. En este sentido dice:

La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o, de lo contrario, está limitado por él. Cuando la condición construida del género se teoriza como algo completamente independiente del sexo, el género mismo pasa a ser un artificio ambiguo, con el resultado de que hombre y masculino pueden significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y mujer y femenino tanto uno de hombre como uno de mujer. (Butler, 2007: 54)

En la huella de Nietzsche y Foucault, Butler sostiene que los sujetos se constituyen mediante el lenguaje, por lo que no existiría un sujeto anterior al discurso o a la narración. Además, afirma que hablar de una identidad o de un género femenino es engañoso, pues raramente las mujeres de distintas clases, etnias y religiones tienen los mismos intereses y preocupaciones. Aunque no considera posible eludir una perspectiva de género para combatir las discriminaciones o exclusiones, propone enfrentarlas mediante recursos lingüísticos deconstructivos como la ironía o la parodia, mediante los cuales se introduce una subversión del orden y las jerarquías establecidas

Apoyándose en la noción de identidad performativa, Butler entiende lo social como un ámbito de interrelaciones precarias que no permiten determinar una estabilidad de fondo. Se pasa entonces, de una categoría de género como constructo sociocultural a la fluidez de género, en la que el género se presenta como ámbito de expresión subjetiva que podría seguir mutando en el tiempo, y en la que la dimensión corporal del sexo sería una materia secundaria y disponible (Puleo, 1992).

Un enfoque crítico a la teoría queer sobre el género se encuentra en el libro de la filósofa francesa Bérénice Levet, Teoría de género o el mundo soñado de los ángeles. Levet reprocha a Simone de Beauvoir el haber propiciado la teoría de Butler, pues ésta no habría hecho otra cosa que extremar el camino iniciado por la existencialista francesa. Después de desligar el género construido del sexo biológico no quedaría sino asumir que al género no le queda ninguna atadura y podría desplegarse a voluntad del sujeto (Levet, 2018: 17s., 75-87). Por otra parte, Levet acepta que se aprende a ser hombres y mujeres. Pero se opone a la idea de que la identidad sexual tenga un carácter puramente performativo, y que, por lo tanto, se piense a la persona como un ser originalmente indiferenciado: “en el hombre, naturaleza y cultura, lo dado y la libertad, se entrelazan. Hay que mantenerlos juntos: se nace mujer y se deviene mujer” (Levet, 2018: 160). Según Levet, el enfoque de género propiciaría un empobrecimiento de las relaciones entre hombre y mujeres, y con ello la pérdida de experiencias humanas fundamentales, como las descritas especialmente por la fenomenología del cuerpo y la naturaleza, a la que el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty dedicó los últimos años en el College de France (Levet, 2018: 156-161). En este sentido, considera que la fenomenología del cuerpo aporta más a la comprensión del género que las discusiones científicas4.

2. La Iglesia Católica y las teorías de género

Los últimos tres pontífices, y diversas congregaciones romanas y conferencias episcopales del mundo, han subrayado en el último tiempo la necesidad de discernir acerca del verdadero sentido de la sexualidad humana frente a lo que consideran concepciones ideológicas que niegan que el ser humano posea una naturaleza predada por su condición corpórea, y afirman que es él mismo quien se la debe crear. Una mirada simplificadora y superficial sostiene que la Iglesia Católica rechaza toda forma de referencia al género, pues la identifica sin más con la “ideología de género”. Efectivamente existen claras advertencias del Magisterio reciente respecto de una ideología que “niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer”, pues “presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia. En su Exhortación Apostólica Amoris laetitia, el Papa Francisco afirma que esta ideología

... lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer [...] No hay que ignorar que ‘el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural del sexo (gender), se pueden distinguir pero no separar’. (2016: n° 56)

Pero a la vez el Papa reconoce una auténtica perspectiva de género, es decir, un modo de aproximarse a la realidad social, que considera relevante la categoría “género”. En la misma Amoris laetitia se lee:

Tampoco se puede ignorar que, en la configuración del propio modo de ser, femenino o masculino, no confluyen sólo factores biológicos o genéticos, sino múltiples elementos que tienen que ver con el temperamento, la historia familiar, la cultura, las experiencias vividas, la formación recibida, las influencias de amigos, familiares y personas admiradas, y otras circunstancias concretas, que exigen un esfuerzo de adaptación. Es verdad que no podemos separar lo que es masculino y femenino de la obra creada por Dios, que es anterior a todas nuestras decisiones y experiencias, donde hay elementos biológicos que es imposible ignorar. Pero también es verdad que lo masculino y lo femenino no son algo rígido. (2016: n° 286)

El Documento de la Congregación para la Educación Católica: “Varón y mujer los creó”, del 2 de febrero de 2019, aunque también advierte sobre el peligro de un uso ideológico de la categoría de género, especialmente en el ámbito educativo, no excluye ni demoniza dicha categoría, sino que invita al diálogo y ofrece criterios de reflexión al respecto, tal como queda expresado en el subtítulo del documento: “Para una vía de diálogo sobre la cuestión del gender en la educación ”. Por una parte, subraya que “la visión antropológica cristiana ve en la sexualidad un elemento básico de la personalidad, un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los demás, de sentir, de expresar y de vivir el amor humano” (n° 4), rechazando, por tanto, la concepción que “niega la diferencia y la reciprocidad natural de hombre y de mujer”, que “presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia (n° 2). Pero, por otra parte, sostiene claramente que “es necesario tener presente la diferencia entre la ideología del gender y las diferentes investigaciones sobre el gender llevadas a cabo por las ciencias humanas”, y, siguiendo la orientación del Papa Francisco, reconoce que “no faltan las investigaciones sobre el gender que buscan de profundizar adecuadamente el modo en el cual se vive en diferentes culturas la diferencia sexual entre hombre y mujer”, y que, en relación con estas investigaciones, “es posible abrirse a escuchar, razonar y proponer” (n° 6). Consecuentemente, el documento llama a los educadores católicos a tener “una preparación adecuada sobre el contenido de los diferentes aspectos de la cuestión del gended”, y a informarse “sobre las leyes vigentes y las propuestas que se están discutiendo en sus propios países con la ayuda de personas calificadas de manera equilibrada y en nombre del diálogo” (n° 49).

En este espíritu, se han multiplicado recientemente estudios complejos y diferenciados que reconocen los distintos aspectos que están rela cionados con el género, como lo social, político, económico, cultural y religioso, todos los cuales tienen efectos sobre la sexualidad masculina y femenina, y cuyo adecuado tratamiento requiere un enfoque transdiciplinario. En el terreno de la teología son dignos de mención los trabajos reunidos en el libro colectivo Gender studieren. Lernptogesse für Theologie uind Kirche, editado en Alemania por Margit Eckholt (2018). En ese y otros textos semejantes queda de manifiesto no solo la conveniencia, sino la necesidad de recurrir a la categoría de género, especialmente en vista a los debates sobre el carácter singular e irrepetible de las persona, pues ella permite evitar fijaciones esencialistas sobre la naturaleza humana e interpretaciones demasiado estrechas de la historia de la creación y espe cíficamente del sentido del ser humano como imagen de Dios, que obs curecen el sentido corporal de la libertad y la responsabilidad que esa historia contiene, tanto para hombres como para mujeres (Azcuy, 2005, citada en Eckholt, 2018: 222s.)

De muchas maneras queda en evidencia que grupos conservadores presentan una imagen única y estereotipada sobre el género, como si no respondiera más que a una visión ideológica que persigue deliberadamente disolver las estructuras familiares y diluir las enseñanzas de la Iglesia sobre la condición humana. Por temor a que se les mueva el piso de convicciones adquiridas sin suficiente estudio ni discernimiento crítico, sobre las que fundan las seguridades que sienten continuamente amenazadas por los cambios culturales, no toman en cuenta la fundamental dimensión de la justicia y de los derechos humanos que está asociada al concepto de género. Pasan por alto o relativizan las formas históricas de discriminación de las mujeres, la marginación social, desprecio y maltrato de homosexuales y personas transgénero. Para el creyente católico, el reconocimiento de la dignidad de las personas proporciona una clave de interpretación que permite abordar la cuestión del género desde un punto de vista que contribuya a superar enfoques reduccionistas. Para ello puede encontrar apoyo en las teorías filosófica del reconocimiento.

3. El aporte de las teorías del reconocimiento

En la segunda mitad del siglo XX surgieron diversos proyectos de filosofía social que retomaron, actualizaron y desarrollaron el concepto de reconocimiento, basado principalmente, pero no exclusivamente en la filosofía de Hegel (De la Maza, 2010). Lo que tienen en común la mayoría de estos desarrollos es que en ellos el reconocimiento se presenta 1) como un proceso por el cual el ser humano alcanza su identidad en tanto que individuo diferente y autónomo respecto de otros individuos a la vez que miembro de comunidades particulares y de la humanidad universal, y 2) como un criterio de evaluación normativa de la convivencia humana y de la justicia de las instituciones sociales.

Charles Taylor y Axel Honneth, dos de los teóricos contemporáneos del reconocimiento más destacados, sostienen que ser reconocido por otro sujeto es una condición necesaria para alcanzar una subjetividad plena y sin distorsiones. Para Taylor, filósofo canadiense,

... nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo, también, por el falso reconocimiento de otros, y así, un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o degradante o despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la falta de reconocimiento pueden causar daño, pueden ser una forma de opresión que subyugue a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido. (Taylor, 2009: 53)

Debido a ello, Taylor sostiene que el reconocimiento es una necesidad humana vital, que implica cuidado, valoración y respeto. El ser humano requiere desde un comienzo tanto del cuidado afectivo como de la estima social y el respeto a su dignidad, para poder crecer como persona y ejercer activamente la ciudadanía.

En la esfera de las relaciones personales, la identidad se forma, según Taylor, en relación con “otros significativos”, es decir, personas que para el individuo son particularmente importantes, como ocurre en las relaciones amorosas. En la esfera de las políticas públicas distingue entre política universalista y política de la diferencia. La política universalista surge del tránsito desde el honor de algunos privilegiados hacia la dignidad de todos los hombres y se basa en el principio del respeto igualitario de todos los ciudadanos. En cambio, la política de la diferencia procura contrarrestar el desconocimiento o la discriminación de formas particulares de vida humana. Taylor considera que no hay que optar por una de las políticas con exclusión de la otra. Tan legítimo es defender la existencia de normas universales e invariantes relacionadas con los derechos humanos como asegurar la supervivencia y la identidad de grupos minoritarios, aunque hubiera que pagar el precio de relativizar determinadas formas de igualdad jurídica.

Al igual que Taylor, el filósofo alemán Axel Honneth considera que las relaciones de reconocimiento constituyen una condición necesaria e imprescindible para asegurar la formación de la identidad personal y una relación positiva con esta misma identidad en el marco de las relaciones sociales (Honneth, 1997). Honneth propone una visión tripolar, que tiene en cuenta tres esferas de reconocimiento o espacios de interacción ligados a instituciones históricamente cambiantes, que distingue en base a la filosofía temprana de Hegel: las esferas del amor, el derecho y la solidaridad o valoración social. La primera esfera es prejurídica, se encarna en el matrimonio y la familia e involucra una amplia gama de relaciones afectivas, tales como las relaciones eróticas, amistosas y familiares, en que los sujetos se reconocen como mutuamente necesitadas y apoyadas, pero aprenden a liberarse de una dependencia excesiva o de la fusión emocional mediante el desarrollo de la confianza de que, aun en la ausencia física del otro, permanece un vínculo invisible. La segunda esfera es el reconocimiento basado en el derecho, que pone en juego el respeto universal a la dignidad humana y la consiguiente igualdad de las personas ante la ley. Su objetivo es la identificación de cada persona como sujeto libre y la aceptación de un ordenamiento jurídico igualmente vinculante para todos. La tercera esfera presupone un horizonte vital de valores compartidos, a la luz de los cuales cada persona es valorada por su aporte a la vida en común. De esta manera, Honneth considera que se puede conectar el concepto del reconocimiento con la experiencia de la justicia, mostrando el camino de superación de las injusticias que se cometen en cada una de estas esferas: al abuso o la violación sexual, la denegación de derechos y la deshonra y humillación sociales respectivamente (Fraser & Honneth, 2006: cap. II).

Una posición diferente plantea Nancy Fraser. A su juicio, el recono cimiento no debe ser concebido como una cuestión de autorrealización, sino como una cuestión de status social, en la que identifica como único principio normativo la “paridad de participación”, en el sentido de una participación en pie de igualdad, que no implica necesariamente una igualdad numérica. Sostiene que

...es injusto que a algunos individuos y grupos se les niegue el estatus de interlocutores plenos en la interacción social como consecuencia solo de unos patrones institucionalizados de valor cultural, en cuya elaboración no han participado en pie de igualdad y que menosprecian sus características distintivas o las características distintivas que se les adjudican. (Fraser & Honneth, 2006: 36)

Fraser considera que las reivindicaciones de justicia social deben complementar dos enfoques que tienden a considerarse como excluyentes. Uno de ellos lucha por la igualdad a través de nuevos procesos económicos de redistribución, el otro por el reconocimiento de las identidades como camino para la igualdad social.

Para Fraser, ni la redistribución, ni el reconocimiento por separado bastan para superar la desigualdad y la injusticia en la actualidad. Por eso intenta hacer un análisis de estos dos aspectos y proponer una salida para resolver la desigualdad de la mano de estas dos teorías aplicadas en conjunto. En este sentido, está de acuerdo con la crítica realizada por Iris Marion Young a la hegemonía del paradigma redistributivo que había imperado en la reflexión filosófica sobre la justicia, y según el cual el principio moral supremo era la imparcialidad, tal como la había descrito John Rawls. Según Young, los nuevos movimientos sociales no responden al criterio de la distribución igualitaria, sino que se enfrentan a formas de dominación opresiva, que se expresan en explotación, marginación, imperialismo cultural y violencia. A su juicio, el paradigma redistributivo ignora formas específicas de injusticia y subordinación social. Por ello propone una política de la diferencia, que intenta asegurar la participación e inclusión de los grupos subordinados en las instituciones sociales y políticas (Young, 2000).

Según el modelo de status de Nancy Fraser, el reconocimiento erróneo “surge cuando las instituciones estructuran la interacción de acuerdo con normas culturales que impiden la participación de personas o grupos en pie de igualdad” (Fraser & Honneth, 2006: 36). La norma de la paridad participativa ofrece, a juicio de Fraser, la ventaja de que permite evaluar desde un punto de vista deontológico las reivindicaciones de reconocimiento sin necesidad de evaluación ética de las prácticas culturales o religiosas en cuestión, es decir, sin asumir el juicio de que las relaciones homosexuales, por ejemplo, son éticamente valiosas. Añade que la aplicación de esta norma debe ser dialógica y discursiva, a través de procesos democráticos de debate público, en los que sus participantes tienen que discutir acerca de la existencia o no de patrones culturales institucionalizados que impidan la paridad de participación y acaso las alternativas que se propongan la promueven, sin producir o agravar otras disparidades.

Tanto Fraser como Taylor y Honneth procuran equilibrar el reconocimiento de lo que distingue a individuos y grupos y el reconocimiento de la humanidad común, reivindicando derechos igualitarios a la vez que defendiendo el respeto a las diferencias. Están de acuerdo en un concepto de justicia basado en el principio de igual dignidad de las personas, a las que se reconoce autonomía y los mismos derechos. También subrayan el hecho de que los conflictos sociales han adquirido una nueva dimensión cultural debido al relieve que ha alcanzado la cuestión de la identidad personal y grupal, que ha desplazado a las clases sociales como articuladoras del descontento y los conflictos contemporáneos.

Pero por otra parte tienen importantes desacuerdos. Fraser se guía, como Young, por el juego político y la agitación que producen en la vida pública las víctimas de las injusticias, mientras que Honneth plantea exigencias de objetividad para que la reflexión filosófica no se vea capturada por meras contingencias sociales. Honneth advierte sobre el peligro de que se escojan de entre la variedad de conflictos actuales sólo aquellos que logren tener visibilidad pública, e incluso que se ignoren, entre estos, los que, en nombre de la identidad, busquen excluir o discriminar a otras personas o grupos (Fraser & Honneth, 2006: 93-97). Para Honneth es importante disponer de una teoría que pueda examinar críticamente la realidad, y que permita identificar objetivamente la conexión entre la negación del reconocimiento y la injusticia, incluso allí donde no se ha traducido en demandas de movimientos sociales.

Paul Ricoeur examina el concepto del reconocimiento sobre una base más amplia que la de los conflictos sociales (De la Maza, 2010: 86-91). En Caminos del reconoámiento constata la polisemia del concepto de reconocimiento, que se concentra, a su juicio en torno a tres ideas matrices: reconocer es, en primer lugar, identificar un objeto, lugar o persona, sin confundirla con otras. En segundo lugar, Ricoeur distingue “el reconocimiento de sí”, el darse a conocer a sí mismo como agente capaz de ciertas realizaciones y de asumir la responsabilidad de los actos propios, tanto individuales como colectivos. Finalmente, el reconocimiento se refiere a las relaciones con el otro y los otros, y en particular a las formas de superación de las desigualdades y asimetrías entre los individuos y grupos (Ricoeur, 2004).

En este contexto, Ricoeur distingue la identidad sustancial inmutable de la cosa considerada como la misma en la diversidad de sus manifestaciones, a la que designa como identidad idem, de la identidad en el cambio temporal, a la que asigna el nombre de ipseidad, tomado del latín ipse. Esta distinción se encuentra en correspondencia con la que designan palabras como samenes y sefhood en inglés o Gleichheit y Selbstheit en alemán (Ri- coeur, 1996: 109). Según Ricoeur, la identidad personal se constituye en la tensión entre mismidad y alteridad. El yo se mantiene a lo largo del tiempo, pero no solo como una entidad inmutable, sino que experimentando constantes alteraciones. El reconocimiento se hace cargo tanto del idem como del ipse y los pone en relación con la memoria, que acentúa principalmente la mismidad, y con el cumplimiento de la promesa, en la que predomina el aspecto de la ipseidad. Así entendida, la identidad personal es susceptible de ser narrada como la trama histórica de una vida.

Este modelo del reconocimiento asociado a la identidad narrativa puede encontrarse con los planteamientos sobre la identidad de género en la medida que permite comprenderla como un proceso en el que interviene un factor performativo que se ejecuta por medio de la suma de distintos actos de los que se sirve un sujeto para desarrollar su sexualidad, y que conllevan la puesta en escena de roles y pautas culturalmente asignados a lo masculino o lo femenino. Así, por ejemplo, Judith Butler propone lo que denomina “una caracterización posthegeliana del reconocimiento que procura establecer una base social para dar cuenta de sí mismo” (Butler, 2009: 34). Desde este punto de vista, el otro y el yo se relacionan en su singularidad única e insustituible. Lo que los une sería justamente el carácter singular que los diferencia. Quien trata de dar cuenta de sí mismo haciéndose reconocible y comprensible puede hacerlo mediante una narración de su vida. Sin embargo, el hecho de ser corporal implica estar privado de un recuerdo completo de la propia vida, lo que confiere una inevitable opacidad a la conciencia de sí mismo. Por lo tanto, según Butler, el reconocimiento solo puede ser dado y recibido a condición de experimentar un descentramiento debido al fracaso de lograr la autoidentidad. Se planta entonces la pregunta acaso el no ser transparente para sí mismo es un impedimento para realizar actos éticos y responsables. Butler lo niega, pues considera que experimentar los límites del reconocimiento y del conocer mismo genera una disposición a la humildad y la generosidad: “necesitaré ser perdonado por lo que no puedo conocer del todo, y me veré en la obligación similar de ofrecer perdón a otros, que también están constituidos con una opacidad parcial hacia sí mismos” (Butler, 2009: 63).

Conclusiones

Más allá de lo que los estudios científicos establecen sobre las peculiaridades de las diferentes etapas del desarrollo biológico, psicológico y social, la relación con la propia corporalidad e identidad sexual están presentes a lo largo de la vida de las personas, puesto que en todas las situaciones vitales se manifiesta algo acerca de la relación con el propio cuerpo: la aceptación, el rechazo o la indiferencia en relación con la propia corporalidad, constituyen un aspecto esencial del asentimiento como aceptación de sí mismo.

Las teorías contemporáneas del reconocimiento aportan elementos para una fundamentación filosófica integradora que permiten clarificar los supuestos implícitos en la reflexión acerca de la identidad de género, relacionados sobre todo con los conceptos de identidad, género y subjetividad, que ayudan a superar malentendidos y el peligro de su ideologización, y pueden contribuir a un diálogo fructífero con la antropología cristiana y la enseñanza social de la Iglesia.

Aunque no se refieran preferentemente a la cuestión de la identidad de género, estas teorías muestran la necesidad de abordar también esta identidad de una manera que no se reduzca a la mirada de un universalismo moral, puesto que entonces no aparecen adecuadamente consideradas las formas reiteradas de desprecio, discriminación y abuso contra individuos o grupos que no están en correspondencia con los estándares de normalidad culturalmente imperantes. Todo ser humano posee una dignidad fundamental en la que se basan sus derechos universales, pero por eso mismo ninguna persona pierde su dignidad de tal por tener una condición que la diferencia de otras. En estricto rigor, lo que cualifica a las personas como tales son justamente los rasgos peculiares que las hacen únicas e irrepetibles. Mal podría ser entonces las diferencias un factor de descalificación o menosprecio.

Como enseña la filosofía de Hegel (2010) y los teóricos del reconocimiento que se inspiran en ella, lo universal y lo particular, o dicho de otro modo, la identidad y la diferencia, no son términos excluyentes entre los cuales haya que optar por uno en desmedro del otro. Todo individuo humano, es decir toda persona, es una síntesis de la universalidad de la especie y particularidad de cada cual. Esto vale también desde la perspectiva del género, en el que se entreveran aspectos biológicos, psicológicos y sociales compartidos y particularidades que hacen de cada ser humano un sujeto único.

Una adecuada comprensión del género y de la identidad personal asociada al género no debe ser reductiva. A partir del reconocimiento del ser humano como ser corporal y espiritual se integran sin ruptura la dimensión natural y biológica con los aspectos culturales que dependen esencialmente de la libertad humana. Las personas sólo pueden ser reconocidas como sujetos que tienen a la vez diferencia sexual y diferencia de género. Los educadores se enfrentan al dilema de acoger y respetar las diferencias de niños y jóvenes sin que ello implique diluir o relativizar radicalmente las identidades compartidas que constituyen la base sustantiva de una formación humanista universal.

De fundamental importancia para una adecuada comprensión del sentido de la identidad de género es la reflexión filosófica sobre el lenguaje y la narración, y su contribución a la cultura en tanto que proceso de humanización. Así, por ejemplo, se sacan conclusiones muy distintas para la discusión sobre el género desde un enfoque estructuralista o sincrónica del lenguaje que las que se sacan de un enfoque pragmático que tiene más en cuenta los contextos y las prácticas sociales históricamente cambiantes (Fraser, 2015). Las teorías de género y las teorías del reconocimiento se entrecruzan y pueden iluminarse a la vez que corregirse mutuamente en torno a un estudio profundo de estos temas.

Ahora bien, la justificación de las reivindicaciones o luchas por el reconocimiento denegado no debe basarse únicamente en “la voz de la calle”, sino que requiere de algún grado de objetividad teórica, y por lo tanto debe tener una base filosófica, como la teoría del reconocimiento, y un sustento en estudios empíricos proporcionados especialmente por las ciencias sociales, pero también en la información que entregan la biología y la psicología sobre las distintas etapas del desarrollo de la vida humana y la preponderancia en cada uno de ellos de determinados aspectos naturales o culturales. En este sentido, no parece posible conceder a la vez, por ejemplo, la fluidez e indeterminación de género del planteamiento queer con la tesis del activismo gay, según la cual se nace con una determinada orientación sexual, que no es posible cambiar.

De la constatación fáctica de que hay personas en las que no se identifica su determinación biológico-sexual con su identidad de género, no se sigue lógicamente que deba promoverse políticamente la existencia de varias opciones de género. Ello constituiría una “falacia de género” (Faúndez, 2017). Pero, por otra parte, la constatación de este fenómeno tampoco legitima que a esas personas o grupos de personas se les deba discriminar y denegar el derecho a realizar su vida afectiva y a participar en condiciones de paridad en la vida social y política.

De todo lo dicho es posible concluir que no existe solamente una mirada ideológica, sino también una comprensión del género que respeta tanto lo que las personas han recibido en su constitución corporal, sexuada, como también la dimensión sociocultural y la libertad de la que depende el carácter único de cada persona. Esta comprensión constituye un valioso aporte para la mejor comprensión del ser humano integral, que siempre es mucho más que lo que cualquier sistema de pensamiento puede abarcar.

Agradecimientos

Este artículo es producto de una investigación financiada con beca C de ICALA (Intercambio Cultural Alemán-Latinoamericano).

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2Ese mismo año, el Instituto de Formación e Investigación Internacional de Naciones Unidas para el Avance y la Capacitación de las Mujeres (INSTRAW) sostenía que: “Adoptar una perspectiva de género es.distinguir entre lo que es natural y biológico y lo que es una construcción social y cultural, y, en el proceso, renegociar los límites entre lo natural —y de ahí relativamente inflexible— y lo social —y de ahí relativamente transformable—” (Gender Concepts in Development Planning: Basic Approach. Santo Domingo, 1995, 11). El Comité sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), que vigila la Convención de la Naciones Unidas sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer, explicitó la diferencia entre el sexo biológico y el género, asociando este último a la identidad personal: “El término ‘sexo’ se refiere aquí a las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer. El término género’ se refiere a las identidades, las funciones y los atributos construidos socialmente de la mujer y el hombre y al significado social y cultural que la sociedad atribuye a esas diferencias biológicas, lo que da lugar a relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres y a la distribución de facultades y derechos en favor del hombre y en detrimento de la mujer (CEDAW, 2010, párrafo 5 de su Recomendación General 28).

3El término “ideología” se entiende aquí en el sentido de una mirada distorsionadora y reduccionista sobre la realidad, sin desconocer que, en otro contexto, puede entenderse como un término positivo desde el punto de vista de su función de integración social y articulación política. Ver, al respecto, Ricoeur, 2002: 279-360.

4En lo que respecta a la ciencia, no parecen existir todavía respuestas definitivas o concluyentes sobre la diferencia sexual y su relación con el género. Por una parte, la Declaración del 21 de marzo de 2016 del Colegio de Pediatras de Estados Unidos, establece: “Todos nacemos con un sexo biológico. El género (la conciencia y sentimiento de uno mismo como hombre o mujer) es un concepto sociológico y psicológico, no un concepto biológico objetivo. Nadie nace con conciencia de sí mismo como hombre o mujer; esta conciencia se desarrolla con el tiempo y, como todos los procesos de desarrollo, puede desviarse a consecuencia de las percepciones subjetivas del niño, de sus relaciones y de sus experiencias adversas desde la infancia. Quienes se identifican como ‘sintiéndose del sexo opuesto’ o como ‘algo intermedio’ no conforman un tercer sexo. Siguen siendo hombres biológicos o mujeres biológicas” (n° 2). “La creencia de una persona de que él o ella es algo que no es constituye, en el mejor de los casos, un signo de pensamiento confuso. Cuando un niño biológicamente sano cree que es una niña, o una niña biológicamente sana cree que es un niño, existe un problema psicológico objetivo en la mente, no en el cuerpo, y debe ser tratado como tal. Estos niños padecen disforia de género. La ‘disforia de género’, antes denominada trastorno de identi dad de género, es un trastorno mental así reconocido en la más reciente edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-V). Las teorías psicodinámicas y de aprendizaje social sobre la disforia de género o trastorno de identidad de género nunca han sido refutadas” (n° 3). Pero, por otra parte, hay estudios, como los de la bióloga norteamericana Anne Fausto-Sterling (2006) sobre estados intersexuales, es decir que presentan conjuntamente caracteres sexuales masculinos y femeninos, concluyen rechazando la dualidad masculino/femenino y la diferenciación dicotómica, según la cual el sexo hace referencia a la fisiología y la anatomía, y el género a las conductas sociales. Sostiene que el “sexo” no es una categoría puramente física, y que la complejidad de los cuerpos es demasiada como para encajarla en sólo dos diferencias sexuales.

1Doctor en Filosofía por la Ruhr-Universitat Bochum, Alemania. Actualmente es profesor titular en el Instituto de Filosofía de la PUC. Entre sus publicaciones destacan los libros Knoten und Bund. Zum Verhdltnis von Logik, Geschichte und Religion in Hegels Phdnomenologie des Geistes (1998); Lógica, Metafísica, Fenomenología. La Fenomenología del Espíritu de Hegel como introducción a la Filosofía especulativa (2004); y coeditor de Realidad humana e ideal de humanidad. Perspectivas antropológico-éticas (2013).

Received: March 02, 2020; Accepted: October 30, 2020

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