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Revista de filosofía

On-line version ISSN 0718-4360

Rev. filos. vol.69  Santiago  2013

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-43602013000100014 

ENSAYOS

FINGIR QUE SE FINGE: LECTURAS DE LA DANZA MÁS ACÁ DEL ESCENARIO

Faking to fake: reading dance from this side of the stage

 

Érika Natalia Molina García

Master Europhilosophie, Universidad Carolina de Praga
osiara@ug.uchile.cl


Resumen: Intentando responder por el cambio que significa la filosofía contemporánea occidental respecto a su pasado, y a través del análisis de nociones tradicionales de movimiento y cuerpo, mostramos el lazo que une dirección, coreografía y las propias expectativas actorales del danzante, a ciertas concepciones muy particulares de verdad y fidelidad, arraigadas en ideas de tiempo y espacio que son desactivadas en la práctica de la danza, sobre todo en sus fases de investigación corporal, donde aparecen más bien danzas insignificantes (Cf. Nancy 2003, p. 219) y espacios vividos, refractarios a las lógicas del espacio objetivo, el escenario y el espectador.

Palabras clave: autobiografía occidental, danza, lugar, cuerpo, movimiento.


Abstract: Trying to answer for the change that represents the contemporary western philosophy regarding its past, and with the analysis of the traditional notions of movement and body, we show the bend that joins choreography, direction and the expectations of the dancer himself, to certain conceptions of true and authenticity, established in some ideas of time and space that are deactivated in the normal practice of dance, especially in his phases of corporal investigation, where appear, most of all, insignificant dances (Cf. Nancy, 2003, p. 219) and lived spaces, refractory to logics of objective space, of the scene and the spectator.

Key words: western autobiography, dance, place, body, movement.


¿Qué es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas imágenes o diversos nombres se unen? (Valéry 1990, p. 188). Este paso solo constituye un paso a condición de que se rechace un cierto pensamiento del sitio y del lugar (la historia entera del occidente y de su metafísica) y de que se baile de otra forma (Derrida 1982, 2).

Queremos comunicar una imagen compleja, que cuestiona no solo la capacidad II de hacerlo sino que la legitimidad del interés en ello, esforzándonos en ser claros especialmente para quienes nunca sintieron la pesadumbre de la imposición ajena (de sus exigencias interpretativas, sus expectativas y sentidos, en los diversos ámbitos) y para aquellos complacidos en corresponderla. Dibujo dicha imagen valiéndome de la danza, porque bailando apareció. Consideremos la danza como arte escénica occidental: en este sentido estrecho se ha desarrollado desde sus formas clásicas hasta las más contemporáneas como en una búsqueda de libertad expresiva. Nuevos movimientos y utilizaciones del espacio, como si en los gestos del ballet clásico y la representación de las grandes obras, con toda su belleza y el placer que reportan a espectadores e intérpretes, quien baila no estuviese más que en cautiverio.

¿Y si pensamos ahora esta insurrección al interior de una disciplina como caso de una rebeldía cultural general, a la escucha de esa impresión común que nos dice que las diversas artes son eco de procesos sociales, a la vez que crítica y medio de los mismos? Entonces, rescatando las condiciones materiales e ideas características, el repertorio particular de técnicas de cada época, nos informaríamos de asuntos cruciales. Se trata del lazo entre el danzante y su tiempo, lazo muy particular, cuya paradoja o doble aspecto no podremos solucionar, e incluso habremos de acentuar. Hablamos de dos lugares comunes: el artista como un loco, desconectado, errante respecto a su contexto, y al mismo tiempo como un lúcido lector del mismo, actor social inevitable y clave.

La danza, ya en esta idea vaga del arte como aspecto siempre presente de una comunidad determinada, sobrepasa sus diversos sentidos estrechos, como entretención social, ejercicio disciplinado de fin meramente ornamental, acompañamiento accidental de la ritualidad del ser humano, o incluso exposición sugestiva de las capacidades biológicamente valorables en diversos seres vivos; sin embargo es necesario precisar el modo de esa presencia constante, para, a partir de ello, saber cómo interrogarla. ¿Cómo analizar, interpretar la rebeldía de la danza? ¿Es la danza, y con ella el arte en general, solo residuo inevitable del humano y su convivencia? ¿Cuál es su valor cuando quien practica esta arte escénica, cuestiona sus órdenes usuales, su burocracia, por así decirlo, su enseñanza y aprendizaje, percibiendo una especie de punto de fuga en el centro de la disciplina, por el cual su significado se escapa, se extiende, huye sin decir adónde va?

Hablamos de la experiencia de búsqueda de quien pierde el sentido de su actividad, de sus costumbres; de un seguimiento casi ciego -o al menos con visibilidad muy difusa y corta, como si con niebla- a una práctica que solía contentarnos y que un día no nos satisfizo más. Atendiendo esto es que tendremos que no solo interrogar a la danza, sino que también, a nosotros mismos. Tras la vehemencia de un primer momento de disconformidad y rebeldía, por ejemplo ante las imposiciones de un coreógrafo, de un estilo o tradición dancística. ¿Qué propondremos, acaso suprimir todo rol directivo? Aun encontrando aquello que teóricamente justifica nuestra insubordinación, hemos de insistir en esa pregunta: ¿Qué pretendemos al criticar? ¿Qué expectativas no fueron satisfechas y cuál es su origen? Ahora, describamos, al menos someramente cómo fue el camino que apareció a la siga de la danza. Si hacemos todo correctamente, al final de este ensayo (en el que ustedes seguirán los pasos de baile que yo por mi parte hago y sigo), esta última frase deberá parecemos redundante.

 

El desprecio

A decir verdad debe de ocurrir que soy la víctima de una ilusión: nace una conciencia sobre un fondo de fatiga y toma la forma de deseo. Este deseo, naturalmente, propone un objeto; pero este objeto no existe más que como correlativo de cierta conciencia afectiva: no es ni bebida, ni sueño, ni nada real, y todo el esfuerzo para definirlo por naturaleza tiene que acabar en un fracaso. (...) En una palabra, el deseo es un esfuerzo ciego para poseer en el plano representativo lo que ya me ha sido dado en el plano afectivo (Sartre 1964, p. 99).

Intentemos volver al momento en que aparece el descontento con lo que bailamos. A pesar de que hemos escogido partir con un paseo alrededor de todo el escenario, mencionando el fantasma sociocultural que nos posee durante dicha insatisfacción, el problema, en un primer momento muy concreto es con quien sea que habla a través de este medio no verbal. ¿Quién se comunica? Ciertamente no, al menos primeramente, el bailarín, sino que el director, el profesor, el coreógrafo, el escritor de la obra o incluso el compositor de la música. De pronto, mientras bailamos esperando expresarnos, nos hallamos siendo instrumentos, voces para otras bocas, brazos y ojos virtuales de otros cuerpos reales y sus deseos. Acabamos de salir de nuestro ensimismamiento, de esa especie de autismo que caracteriza al bailarín, jugando con toda seriedad y convencimiento a ignorar al público y al itinerario que ha sido fijado de antemano para sus saltos. Aparecen hilos en nuestras manos, nos sentimos como títeres.

Comprendemos que incluso cuando nos incitaban a realizar una frase según nuestra propia espontaneidad, o de manera 'orgánica', no hemos estado sino al servicio de un final premeditado. Entonces, casi inmediatamente, en frente nuestro, donde no había nada más que el resplandor brillante de las luces, aparecen butacas y espectadores; si uno de ellos estornuda, tropieza o actúa de cualquier manera inesperada, no seremos capaces de obviarlo; nuestros horizontes de expectativa ya se han extendido hacia ellos, los han envuelto férreamente en un segundo, y aunque nos piquemos los ojos, no los dejarán ir: ya han ingresado a nuestro mundo. Estos espectadores viven a través de nosotros también, y ciertamente cada uno de ellos deforma en su recepción -si bien quizás no de modo absoluto, sí gravemente todo- lo que se ha querido decir, aunque al menos ninguno de ellos ha pretendido o tenido oportunidad de modelarnos.

En este teatro, donde todos participamos como un coro, coordinados, con un rol que contentos o tristes asumimos, hay voces que sin tener que hablar siquiera, cantan más fuerte, y cuyas verdades prevalecen, sin que nadie concientice el entramado de beneplácitos de que se sirven para ello. Hablamos de esa parte de la performance que no es manifiestamente simulada, y que por tanto todos asumimos a veces como realidad. Esto quedará más claro si revisamos algunas de esas verdades en las cuales a juicio de algunos filósofos contemporáneos los bailarines occidentales hemos tendido a caer, evidentemente sin pretender agotar estas cuestiones enormes, que acaso apenas seremos capaces de rozar: la del cuerpo y la del movimiento.

El lugar de nuestro cuerpo, desde hace tanto tiempo (Derrida 2008, p. 17)1, no es el importante, sino muy por el contrario y mucho antes del dualismo cristiano o moderno, es el desconocido, cuya existencia apenas se sospecha; reservorio donde se esconde lo incómodo, lo denegado; ese que se vuelve irrelevante en relación con el lugar de las cosas. La ubicación de las cosas y no la de nuestros cuerpos, determinará la verdad (cf. Aristóteles 2007, p. 271), no como valor de un enunciado sino que como existencias concretas donde se combinan propiedades abstraídas de las mismas (esto es, categorías inteligibles) gracias a la súper aguda mirada de quien jamás mira el suelo de su propia ubicación. Si el azul está unido al cielo, que el cielo es azul será verdad. Es el amanecer de la topología occidental, y los bailarines salen al escenario con su coreografía bastante aprendida: coreografía de cuellos tiesos.

Ya con esta pequeña anotación al baile matinal de la filosofía podemos percibir en qué sentido en la cita inicial, Derrida mentaba la posibilidad de un paso nuevo solo a condición de rechazar cierto pensamiento del lugar. Si el lugar es el efecto del foco de la mirada fija que ilumina un momento delante suyo, en el mundo de las cosas, como tomando una fotografía instantánea sin movimiento, sin vida, y que establece de ese modo una presencia delante de sí, la heterogeneidad de los movimientos posibles se reducirá paulatinamente al punto de no admitir más que prender o apagar la luz, esto quiere decir, saliendo un poco de la metáfora, que a ojos de Derrida, resulta al menos comprensible, sino necesario, que un pensamiento como el aristotélico donde el lugar no es solo la forma en cuanto límite o recipiente, ni solo el contenido o el "entre" que es llenado por la materia, sino que la totalidad del ente particular, que quiere ser inmóvil (Aristóteles 1995, p. 240), degenere en siglos de violenta imposición, disfrazada de búsqueda, de una verdad única, clave en la metafísica dicotómica de la presencia. Evidentemente, Aristóteles sirve aquí solo como caso y paradigma de cierta etapa de la autobiografía o cultura occidental que Derrida identifica como activa en él mismo y que espera afectar o transfigurar de alguna manera, y no haremos el burdo intento de reducir toda la tradición al estagirita, ni de culparlo de todo lo desde ahí ha devenido.

Aristóteles se ve en la necesidad de declarar al lugar como totalidad del ente, ya sea de una manzana o un río, inmóvil, pues es el punto de referencia fijo que exige pensar al movimiento, en tanto que se inicia desde un punto y termina en otro, al menos en el caso de las sustancias susceptibles de corrupción. El movimiento es ya en esta etapa de Occidente el concepto fundamental para representar la realidad, y el lugar su principal esclarecedor. Si el lugar fuese móvil, no solo se generaría lógicamente la infinitud que tanto desagrada a Aristóteles -en tanto que tendría que ser movido-, sino que imposibilitaría la definición de las cosas, inapresables si su movimiento no cesa al menos virtualmente, y trastocaría todo su pensamiento del espacio, y por ende, del tiempo.

Esta idea de lugar sería, por decirlo así, la protoforma de la metafísica de la presencia, dando pie no solo a la idea de sustancia, sino que a la de unidad fija y desconectada, total y autosuficiente; es decir, a la esencia y la mismidad. Se trata de un aislamiento monádico que aun con todos los enriquecimientos posibles, ya iniciados en el mismo Aristóteles, por ejemplo, con las sustancias que tienen el principio de su movimiento en sí mismas, o con la distinción firme entre inmovilidad y reposo (cf. Aristóteles 1995, p. 309), no permitirá pensar el espacio más que como ese punto en que se fija la mirada sin importar que diversos cuerpos se sustituyan unos a otros sobre él, como ese locus que evidencia su existencia precisamente en el hecho de que puede hospedar distintos cuerpos. El lugar será entonces ese punto fijo contiguo a innumerables otros puntos como él, que acaba por espacializar la idea de movimiento y de tiempo como medida de éste, según lo anterior y lo posterior: pirueta de la idea, como diría Valéry, que une las ideas de lugar, esencia y hogar, dando paso a la rebeldía inquieta de nuestro tiempo contra ese árbol de nociones.

Evidentemente, si asumimos la tesis derridiana del devenir occidental como una sola gran danza donde con nuestros pequeños bailes colaboramos en la conformación de un gran sujeto autobiográfico, podríamos enumerar sin fin gestos determinantes en esa historia. Es en este sentido que el nuevo estilo filosófico, la nueva orientación autobiográfica, para Derrida implica una desconstrucción de la topología occidental, y para Nancy, una desconstrucción del cristianismo (Nancy 2003, p. 90), pero así mismo, a mi juicio, implicaría una desconstrucción del judaísmo, y más allá de los imaginarios bíblicos, al menos de todas las coreografías más relevantes en este espectáculo. Es por esto que lo importante aquí no es desactivar por fragmentos a ese gran bailarín occidental-tradicional (proceso en el cual inevitablemente se reducen todos los graves conflictos al interior de la misma tradición, en virtud de que finalmente en su conjunto no hicieron más que afirmar, afinar y equipar la misma metafísica), sino ser capaces de apreciar un cambio en la cadencia y la amplitud del movimiento, que se destaca de entre las pasos anteriores, y poder advertir que es ese nuevo estilo el que nos permite cuestionar no solo al coreógrafo, al espectador, sino que a nosotros mismos en cuanto muchas veces representar la comedia con la mayor verosimilitud posible se vuelve nuestro mayor anhelo.

La imagen es más bien simple: el bailarín occidental está en el escenario, de pie o no, despreocupado de su cuerpo, observando con pupilas fijas un punto; su visión periférica, audición, tacto y los más diversos aspectos de su vivencia, sin dejar de estar ahí, e incluso logrando algún grado de consciencia (cf. Descartes 2006, pp. 175-177), pierden relevancia hasta la cuasi inexistencia. Lo que ve delante es locus: esencia, verdad, orden, pureza, salud, todo lo cual funda su creencia no solo en la posibilidad, sino que en la necesidad de un mundo causal-natural cerrado en sí (Husserl 1991, p. 62), donde todo acontecer se encuentra determinado de antemano, y de una correlativa autenticidad subjetiva comunicable, que asintótica y casi ridículamente pretenderá compartir y mostrar a otros bailarines que tienen por su parte la mirada fija en otro lugar. Toda idea dimensional es mera construcción imaginaria por yuxtaposición de puntos lumínicos, que es lo único que ve: instantes o estados aislados, que en su contigüidad no quedan sino sentenciados a la desconexión.

Si escucha, reducirá la música o el sonido de los otros a la mera utilidad que le reporten (cf. Cavarero 2003, p. 87), si cierra los ojos no verá la ausencia, ni oirá el llamado que hace la oscuridad turbia del reverso de sus párpados a considerar la existencia de los mismos, ni todo lo que desvalorizó ubicándolo a uno de los extremos de su pensar dicotómico (falsedad, desorden, enfermedad, etc.), ni los infinitos intermedios que sin el menosprecio efectuado de esos polos y la sobrevalorización consecuente de los otros, súbitamente aparecerían. Prefiere tener los ojos abiertos y fijos, aunque se duerma en esa posición. Pero de pronto, comienza moverse, despierta muchas veces, cada vez más, se duerme, dormido sigue bailando, despierta y utiliza las experiencias del sueño para poder moverse aún más; pone la mirada en todos lados, en los otros, en el suelo, en las butacas, al centro de los focos; va detrás del escenario, más allá de él, pretende salir por completo del teatro y se da cuenta de que eso no tiene mucha relevancia, que en todas partes se trata más o menos del mismo baile; pero he aquí que se le ocurre un cambio radical: voltear la mirada, ver más acá de toda visión (Merleau-Ponty 1957, p. 98), y si se nos permite decirlo así abruptamente, más acá de los valores de sujeto/ objeto, consciente/inconsciente, alma/cuerpo (Derrida 1982, 5).

 

Abandonarse

El espacio corporal puede distinguirse del espacio exterior y envolver sus partes, en vez de desplegarlas, porque es la oscuridad necesaria de la sala para la claridad del espectáculo, el fondo de sueño o la reserva vaga de poder sobre los cuales se destacan el gesto y su objetivo, la zona de no-ser ante la cual pueden aparecer seres determinados, figuras y puntos (Merleau-Ponty 1957, p. 108).

En esta segunda parte daremos concreción a lo dicho, aunque no apelando a procesos históricofilosóficos más o menos claros que se juegan en el cambio de baile -por ejemplo, la necesidad imperiosa que surge tras las monstruosidades del siglo XX de que no exista nunca más un sentido dado pretendidamente universal o una nueva esencia que como referencia autorizada lleve a tolerar lo intolerable (Nancy 2003, p. 125)-, sino que analizando algunos ejercicios preparatorios frecuentes en los ensayos de las diversas disciplinas dancísticas, en atención a los cuales podríamos configurar esa añorada nueva danza insignificante (...) en virtud de su propio ritmo (ibíd. p. 219). Pensar en los ensayos nos permitirá visualizar esos momentos previos al de la farsa teatral y la distancia que ahí se establece con las vivencias, en pos de comunicar una verdad, una intención, petrificada en las simplificaciones y lugares comunes que el espectador pudiera manejar, para acceder a experimentaciones corporales en que nos comprometemos enteros, en las que, por ejemplo, buscamos mayor tono muscular o mayor elasticidad, para lograr en consecuencia movimientos determinados en la representación.

Centrémonos en un solo aspecto: el abandono. El abandono es preciso durante todo el entrenamiento. Al ingresar al ensayo, apenas existe un momento al comienzo del calentamiento, donde pueden aún reverberar en nuestras cabezas los sonidos de la calle y las tareas pendientes; sin embargo, si ese eco persiste, o emerge súbitamente en la práctica, seremos incapaces de mantener la entrega que exige el mundo de la danza, en donde el tiempo no respeta las espacializaciones del reloj, y el espacio no responde sino a las referencias que constituyen los demás cuerpos en su movimiento y sus ausencias. De este modo, no solo la fluidez de nuestro movimiento depende del abandono como relajación muscular, sino que en tanto abandono de las circunstancias externas, de todas las maneras en que hayamos aprendido o decidido dominar y definir las diversas dimensiones. Nos olvidamos del espacio externo como colección de puntos siempre vigente donde nosotros nos presentamos como la coloración sucesiva de algunos de ellos, para ingresar a un espacio que se constituye cada vez de nuevo, que emerge de situaciones: un espacio relevante, relevado por prácticas particulares y no anterior a ellas. Espacio constituido por hitos significativos, pero de significado variable y perecible, como cada vez que ingresa uno de nuestros compañeros a nuestro campo perceptual; únicamente el espectador que transfiere al sujeto del movimiento su representación objetiva del cuerpo vivo (Merleau-Ponty 1957, p. 113) podrá creer que estos son movimientos hechos en el espacio objetivo y no bailes generados a cada paso en espacio fenoménico.

Este abandono, en todo caso no debe entenderse en contraste con la fuerza, pues de hecho depende de ella ese hacer parecer fácil algo difícil característico de la danza. Será gracias a una regulación fuerte, aprendida por una ejercitación repetitiva y no por un cálculo preciso, que podremos ingresar y salir del suelo rápidamente, sin golpearnos, moldeándonos a los cuerpos que con nosotros interactúan (personas, aire, paredes, piso, etc.). Este abandono resulta más bien contrario al tenso control. No habrá peor error al realizar, por ejemplo, un taconeo muy rápido, que apretar los músculos, concentrando la fuerza sin permitir sus efectos motores, lo cual precisa justamente lo contrario: oponer menos resistencia, para poder direccionarla. De esta experiencia originaria de la necesidad de abandono, en la concretud de una disciplina dancística o del exhausto trote de un maratonista, debiésemos haber aprendido hace tiempo que una actitud rígida y patológicamente segura ante los acontecimientos no podía sino traer problemas. Un análisis detallado de los ensayos es exigido para desentrañar sus rendimientos filosóficos. Pero quedémonos con este solo asunto, pues, por ridículo que parezca, tratándose de una cuestión de actitud, se presenta como el corazón de la crítica contemporánea a la tradición, crítica, en definitiva, al control.

Los nuevos bailarines dicen: Hace falta otro gesto (...) otra relación de la filosofía con su propia presentación (Nancy 2003, p. 40), que consistiría justamente en mantenerse abandonados ante una descontrolada proliferación de verdades, no por incapacidad, resignados, sino que voluntariamente: indecibilidad de sentido, pluralidad de puntualizaciones posibles. Para Derrida, por ejemplo, la autobiografía que se observa paradigmáticamente en René Descartes, que en todo caso se dio antes de él y le prosiguió, la cual para delimitar el acceso al puro "yo soy ", debe suspender o, mejor todavía, dejar de lado, precisamente en cuanto es separable, toda referencia a la vida, a la vida del cuerpo y a la vida animal (Derrida 2008, p. 91), no es más que una posibilidad ante la cual otras pueden erguirse, y habrá que procurar que éstas se desarrollen en el abandono casi histérico ante la indefinición, significancia abierta o insignificancia, que constituiría así el pensamiento más difícil, aquel que debe saberse no pensante (Nancy 2003, p. 216) en sentido tradicional, que ha encontrado casi todos sus conceptos contaminados de una simplificación inaceptable, de una limitación en todos los sentidos, corporales e interpretativos; en definitiva, de un desprecio hermenéutico (Derrida 1982, 2), que ha sobrevalorado unas dimensiones idealizadas tendientes a justificar el conservadurismo y la fidelidad a una verdad única -o bien un mundo referencial trascendente de verdades inteligibles- que puede ser transparentada, reproducida, comunicada, fundándose paradójicamente a la vez en dos imágenes insospechadamente solidarias entre sí: el solipsismo monádico y el comunitarismo fusional.

Con las muchas posibilidades de variar el baile, desde meras inversiones especulares de jerarquía, por ejemplo, bailando con los pies hacia el cielo, con una subversión o superando el falocentrismo con un feminismo acrítico, hasta los cambios más o menos radicales de registro, donde las discontinuidades no dialectizables (Derrida 1982, 2) se hacen presentes a través de giros al margen del escenario, completamente imprevisibles, con y en todos estos casos, no se trata de pretender ser completamente originales, como si nuestra danza fuese absolutamente nueva o si disfrazándonos y pintándonos con dibujos tribales esperáramos bailar de una manera primigenia y pura. Tal como el espectador que superpone sus categorías, simetrías e intenciones al espectáculo que ve en nosotros no es una página en blanco, sino que carga con prejuicios que dosifican su libertad interpretativa, no podemos esperar bailar en el desierto. Por el contrario, lo difícil de mantenerse en el abandono es relacionarse con la herencia y la tradición de tal manera que no nos absorba y encierre en el aburrimiento de una estética de la combinatoria, pero que sin embargo asumamos el peso de los nombres, las palabras y las estructuras del discurso que usamos y que funcionan como tácitas tomas de postura, exorcizándolos en cada decisión, resignificándolos, de modo que ese peso no sea ya gravidez, sino levedad, fortuna y oportunidad en lugar de mísera destinación.

Se trataría de rechazar y asumir, en una contrariedad que también debiésemos haber ya aprendido de nuestro cuerpo: si extendemos el brazo, mientras nuestra mano baja, nuestro codo asciende; al tirarnos un piquero mientras nuestra cabeza desciende, nuestras vértebras ascienden una a una, hasta que todo el tren inferior que las sigue, llega a la cima, en dinámicas de movimientos correlativa y paulatinamente balanceados a las que nunca somos ajenos. Sin importar si estamos ya bailando de esta manera o no, al menos anida en las esperanzas, los esfuerzos y las tareas de muchos, desprenderse e impugnar las exigencias interpretativas de antaño, obstinadas por mucho tiempo no solo en espectadores y coreógrafos, sino también como un enemigo íntimo, en los bailarines. El nuevo bailarín, actual, semi actual, aún potencial, no importa, aunque en todo caso realizándose de a poco y cada vez más, baila de manera siempre nueva, con toda la atención que ello exige, para no chocar con los demás, sino que encontrarse con ellos, dispuesto a responder por todas sus acciones, en la evidencia relativa de una experiencia que no puede explicar bien, un saber del lugar que no es una pura nada, aunque no podamos traducirlo por una descripción o ni siquiera por el señalamiento mudo de un gesto (Merleau-Ponty 1957, p. 113).

Un lugar como el cuerpo, vetado a su visión cotidiana, que evoca la interacción de sus diversos sentidos, más que la separación y la predominancia de alguno de ellos; un lugar que No es ninguna parte ni la inexistencia del Todo, el secreto es el reparto: secreto abierto, descubierto, exposición obvia de todas partes y que viene a todos, como la dispersión de las estrellas y de los mundos en el mundo, secreto abierto de lo abierto, ofrenda la existencia manifiesta, no manifestada, o el manifiesto de la existencia: la desnudez (Nancy 2003, p. 200). Aunque la desnudez sigue siendo quizás insostenible (Derrida 2008, p. 68).

 

Consideraciones finales

Pero todo misterio es una revelación, toda revelación una verdad, solamente una verdad. (...) podría decírselo así: el mundo es demasiado viejo (...) si su sentido es obvio, allí, sobre el camino, lo es sin brillo, de modo trivial, como el trivium, el cruce de rutas que van en todos los sentidos. ¿Podemos pensar una trivialidad del sentido una cotidianidad, una banalidad, no en cuanto falta de brillo opuesta al destello, sino en tanto la grandeza de la simplicidad en la que el sentido se excede? (Nancy 2003, pp. 39-40).

Para terminar, buscando percibir cómo se traduce concretamente este abandono ante la pluralidad de verdades en la danza como arte escénica, aunque continuaremos abstraídos de las condiciones materiales del espectáculo, de la danza en cuanto se somete como cualquier otro trabajo que queramos usar de sustento a los tiempos e intereses de los espectadores, atenderemos a algunos pasos de baile que sí que han sido llevados a cabo desde hace algún tiempo. ¿En qué relación se encuentra la indefensión voluntaria ante el campo donde las verdades, las pequeñas autobiografías, las pequeñas danzas, sobrevienen continuamente, con las disciplinas dancísticas y en qué medida se integra como un fenómeno constante en ellas? Respondamos de inmediato: me parece bastante evidente que en la medida en que existen verdades variadas, ballet clásico y flamenco fusión, no hay mucho que podamos hacer respecto al campo mismo: el ámbito de proliferación de verdades diversas, y no solo opuestas, está dado. Ahora, respecto a la actitud cognoscitiva ante dicho campo, como hemos visto, puede variar al menos entre el control y un abandono bastante difícil de imaginar. ¿Por qué podríamos esperar que el bailarín de las pupilas fijas que fuimos y somos, con su espíritu aquejado de la manía interrogante (Valéry 1990, p. 180), pueda siquiera figurarse la posibilidad de no cazar, de no devorar, de no fagocitar e integrar en sí mismo ese punto de luz que lo obsesiona?

Precisamente porque él, igual que todos nosotros, aprendió a bailar mirando a los demás, y aunque ese lugar, su lugar, su propiedad, podría conducirlo a la desconexión total, a una ceguera por exceso de visión, por intensidad y obsesión, hubo innumerables momentos en los que contempló, admiró, adoró y envidió las piruetas ajenas. Prima ballerina del bolshoi o cuequero del matadero, o incluso quien improvisa en un duelo de break dance, todos han sido educados en una técnica que no solo los adiestró, encauzó o limitó, sino que en primer lugar los informó sobre movimientos que no podían realizar, posibilidades excesivas, elasticidades y fortalezas inverosímiles hasta que consiguieron replicarlas, o bien permanecieron como tales. Posibilidades excesivas e inútiles, diría Valéry, y sin embargo, con ellas conformamos justamente nuestras utilidades, necesidades y realidades. Vemos demasiadas cosas, entendemos demasiadas cosas con las que no hacemos nada ni nada podemos hacer (Valéry 1990, p. 174). Se ve, sin embargo, cuán útil resulta todo aquello que no parece útil, llevándonos más allá o más acá de donde estamos asentados. Los múltiples giros completos sobre la punta de los dedos, los saltos mortales, las coordinaciones casi exactas entre muchas personas, las sonrisas a ninguna parte, sin mencionar los nuevos recursos que se abren con la videodanza, donde no es raro que se pueda bailar por el cielo, o escuchar el corazón del bailarín.

En estos gestos y también en los más cotidianos, existe una enseñanza directa, una imposición, pero también lo sugerido, lo latente, lo que debemos extraer con dificultad, bailando nosotros, siguiendo una forma inejecutable, no porque sea perfecta, sino porque es otra, nunca misma, nunca fija, en contraste con la forma-límite que identificó Husserl como matriz de la idealización que articula toda la historia de la ciencia filosófica, y que, sin embargo, siendo una perfección final, encontrándose lejos, inalcanzable, no apresa a dicho autor ni a quien busca llegar a ella, ya que se trata de una forma respecto a la cual solo cabe aproximarse.

Precisamente de este modo es cómo me parece que el abandono al espectáculo del espectáculo, o dicho de una manera más comprensible, al espectáculo de ese teatro en que pululaban, jugaban y competían las diversas autenticidades, está a la base de todos los estilos de danza, de la danza como más que un arte, o justamente solo como arte, como acción, como poesía general de la acción de los seres vivos (Valéry 1990, pp. 187-188) que en su convivencia se informan mutuamente de lo que creen ser, pero también de lo que no son y lo que pueden ser, constituyendo mutuamente un horizonte utópico siempre disponible, o al menos hasta que la manía controladora nos coma el ceso, nos corte los pies. Así, tal como veíamos que el baile matinal daba como paradójico resultado un danzante solitario, completamente aislado y ciego a los demás bailarines, incapaz de comunicarse con ellos más que a través de una trascendencia que fundara una comunidad fusional, quizás podamos aventurar que el resultado también paradójico del nuevo baile sea una compañía, una conciencia de/con los demás, basada no en su semejanza con nosotros, sino que en su diferencia insuperable. Si esto fuese así, si lográsemos resistir la solidificación de nuestra mismidad ante los otros, podríamos concebir la superación más acá que como el tránsito de una esencia o verdad impuesta a otra: como autosuperación constante, nunca consumada.

Una confianza llega, entra aire en los pulmones y dan ganas de bailar más rápido sintiendo a otros que sí han sido reenviados a sí mismos, al sí mismo que no se da desde la heterogeneidad de los demás: unos angustiados, dando giros incansables con sus cuellos, intentando desesperadamente trocar la dirección de su mirada (fenomenólogos, les llaman); otros avergonzados, desnudándose y vistiéndose sucesivamente, corriendo a ocultarse y a mostrarse, confesando los pecados de confesar, de pretender tener un testimonio más valorable que otro. Otros, eufóricos, palpan fuertemente la piel de los demás, como si recién les descubrieran y los hubiesen echado tanto de menos, pero todos desentumeciendo el cuerpo, el movimiento, el sentido, todos esos nombres usados para apelar la base que se sustrae. Dan pasos que se siguen, se cuestionan a sí mismos, ese yo o ahí tan infausto a veces, ya que ciertamente cada uno lleva en sí mismo la garantía de su absoluto estar ahí (Husserl 1962, p. 105) (die Bürgschaft seines absoluten Daseins), pero hay que ver si vemos en ello la rúbrica de la fijeza o no. Autobiografía o filosofía contemporánea, seguimiento a sí que no debería describir la representación inmóvil de un autorretrato sino ponerme más bien sobre la pista de una carrera que deja sin aliento, una cinética o una cinegética, la cinematografía de una persecución, de una cacería en donde se persigue a ese animal que luego estoy si(gui)endo (Derrida 2008, p. 9).

Es cierto que estos bailes son asintóticos, casi absurdos, perpetuos, pero asumen que fingir que existe una sola verdad, que automáticamente los inscribiera en una inocencia cruel (ibíd. p. 155), en una especie de demencia esencialista que permitiría atropellar las interpretaciones y vidas ajenas sin entrar en el registro de lo bueno o lo malo, sería pretender degradar su danza a mera danzidad, nombre lacaniano para el bailar o pseudo engaño, fingimiento de primer grado, del animal en la seducción, la caza o la lucha (Derrida 2008, p. 153), sería mentir, y sería así hacer gala de su posibilidad de mentir, es decir, de su imposibilidad de 'creer' absoluta y sinceramente, en una sola verdad. Un demente es inimputable precisamente porque presumimos que no accede al ámbito donde podemos suponer que ha pensado, sopesado las consecuencias de sus actos. El demente no puede mentir o testimoniar, solo ocultar o ser fiel, en un fingimiento de primer grado que exige solo tener una verdad que esconder, una esencia absoluta, como si el tiempo vivido no existiera, sin inicio y sin fin; sin embargo mentir, supone poder fingir que se finge, supone un fingimiento de segundo grado (Derrida 2008, p. 153)2 que nos delata como conscientes de nuestra inscripción en el sentido, es decir, en la apertura donde desfilan las diversas danzas. Este poder es el mismo tanto en el engañar como en el descubrir, en el confesar una mentira o lo que creemos es verdad, asumiendo hasta las más graves consecuencias; es lo que determina nuestra supuesta riqueza de mundo3, tan valorada por el bailarín occidental, y sin embargo negada, pues se trata de nuestra facultad no solo de pertenecer a un mundo, sino que más bien de dudarlo, de fragmentarlo, de romperlo como un vidrio para seguir mirando nuestro rostro solo en uno de sus pedazos, de luego mirarnos en otro, de mover nuestros paréntesis aquí y allá, de acercar o alejar la cámara, conformando infinitos mundos nuevos.

Evidentemente, existen grados de la conciencia de teatro, de la conciencia de danza, por decirlo de alguna manera, es decir de la certidumbre, o correlativamente, de la desconfianza; grados del sumergirse en el juego, en vistas a lo cual nunca deberíamos olvidar que podemos mentir y decir la verdad, podemos ser buenos y malos, porque no existe una esencia estática e inmutable; podemos bailar con las pupilas fij as en un punto, porque en algún momento se movieron hasta ese punto; podemos fingir nuestra verdad diciéndola y necesariamente siempre debemos mentir sobre que mentimos; podemos alejar a los demás de nuestro suelo común indicándoselos, diciéndoles que es común, y esto de buena o de mala fe. En este sentido es que por ahora ya es tiempo de dejar de tematizar la danza y bailar un rato, pues también con el sentido hay que tener el tacto de no tocarlo demasiado. Tener el sentido o el tacto: la misma cosa (Nancy 2003, p. 104).

 

NOTAS

1 hace tanto tiempo, fórmula recurrente en el texto de Derrida El animal que luego estoy si(gui)endo, que mienta al menos nuestros 2 000 años de régimen bíblico, e incluso mucho más. Podríamos decir, desde el momento impreciso en el cual la autobiografía humana comenzó a inscribirse en los cuños pervivientes hasta hoy.

2 Con esto no suscribo la máquina antropológica lacaniana criticada por Derrida, sino muy por el contrario. La danzidad o el fingimiento de primer grado no puede ser más que metodológicamente imaginado, sin poder atribuirse con certeza a los animales, locos, ni menos a personas en supuesto sano juicio.

3 En relación con la pobreza de mundo decretada por Heidegger para los animales, según la cual no mueren sino que meramente terminan, no tienen tiempo sino que un 'cierto' tiempo, etc. Para una amplia crítica al respecto, ver Nancy 2003, p. 89.

 

Referencias bibliográficas

Aristóteles (1995), Física. Madrid: Gredos.

_____(2007), Metafísica. Madrid: Espasa Calpe.

Cavarero, Adriana (2003), A piú voci. Milán: Feltrinelli.

Derrida, Jacques (1982), Coreografías. Entrevista a Jacques Derrida por Christie McDonald. Traducción de Felipe Kong aún no publicada. El año indicado corresponde a la publicación original en inglés en Diacritics, Vol. 12, The Johns Hopkins University Press, pp. 66-76, y el numeral, a la intervención de Derrida.

_____(2008), El animal que luego estoy si(gui)endo. Madrid: Trotta.

Descartes, René (2006), Discurso del Método. Meditaciones Metafísicas. Madrid: Espasa Calpe.

Husserl, Edmund (1962), Ideas relativas a una fenomenología pura y a una filosofía fenomenológica. México D. F.: FCE.

_____ (1991), La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Barcelona: Crítica.

Merleau-Ponty, Maurice (1957), Fenomenología de la percepción. México D. F.: F. C. E.

Nancy, Jean-Luc (2003), El sentido del mundo. Buenos Aires: La marca editora.

Sartre, Jean-Paul (1964), Lo imaginario. Buenos Aires: Losada.

Valéry, Paul (1990), Teoría poética y estética. Madrid: Visor.

 

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