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Cinta de moebio

On-line version ISSN 0717-554X

Cinta moebio  no.73 Santiago Mar. 2022

http://dx.doi.org/10.4067/s0717-554x2022000100001 

Artículos

Ortega, la historia y la sociología de la filosofía

Ortega, the history, and the sociology of philosophy

1Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Granada, Granada, España

Resumen:

El presente trabajo analiza las aportaciones de Ortega a la sociología de la filosofía. Se comienza explicando las circunstancias históricas en las que escribió nuestro autor. Posteriormente se presentan sus innovaciones, poniéndolas en relación con problemas tratados por Althusser, Skinner, Collins o Bourdieu. Así se propone que Ortega produce innovaciones en la concepción de las carreras en filosofía, en cómo las ideas de articulan en contextos locales, en la visión de la temporalidad de la filosofía y en la visión crítica de la escolástica.

Palabras clave: sociología de la filosofía; carreras filosóficas; temporalidad; crítica escolástica

Abstract:

This paper analyzes Ortega's contributions to the sociology of philosophy. It begins by explaining the historical circumstances in which our author wrote. Subsequently, his innovations are presented in relation to problems dealt with by Althusser, Skinner, Collins, or Bourdieu. Thus, it is proposed that Ortega produces innovations in the conception of careers in philosophy, in how ideas are articulated in local contexts, in the vision of the temporality of philosophy and in the critical vision of scholasticism.

Keywords: sociology of philosophy; philosophical careers; temporality; critique of scholasticism

Introducción

En el presente artículo me propongo mostrar qué nos enseña Ortega y Gasset sobre la historia de la filosofía. Y ello principalmente a partir de un conjunto de trabajos escritos durante los años 40 del siglo XX. Entre ellos La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, aunque también convocaré otros textos en los que se desarrollan ideas coherentes con las expuestas en la mentada obra. Para lo cual, en primer lugar, realizaré una breve introducción sobre dos ejes que estructuran las tesis de Ortega sobre la historia de la filosofía y propondré una interpretación de qué hizo a Ortega llegar a formulaciones muy próximas a las de autores muy posteriores dedicados a la historia crítica de las ideas, la sociología de la filosofía e incluso al marxismo. A continuación, expondré la crítica de Ortega al escolasticismo en historia de las ideas. Comenzaré explicando el análisis de las carreras en filosofía para, ulteriormente, explicar cómo la teoría de las generaciones de Ortega formula un original examen acerca de cómo se articulan la historia de las ideas y las situaciones locales. Seguidamente, abordaré la crítica a la actitud escolástica en filosofía, dependiente del análisis orteguiano de la recepción sin contexto. Para terminar, especificaré que la escolástica ignora tanto el contexto del pensamiento como el espacio social amplio de la creación filosófica.

A lo largo de mi exposición intercalaré comparaciones entre las perspectivas de Ortega y la de autores muy lejanos de él, como Louis Althusser, Quentin Skinner, Pierre Bourdieu o Randall Collins. No pretendo señalar que Ortega fuese un predecesor, lo cual solo sería un ejemplo de lo que Skinner llama “mitología de la prolepsis” (Skinner 1969:22), consistente en realizar asignaciones retrospectivas de sentido a un conjunto de producciones teóricas separadas. Ortega llega a sus tesis a partir de una doble coyuntura, que expondré enseguida. Lo importante y sorprendente es que, en tal coyuntura, Ortega produce conceptos valiosísimos para una historia sociológica de la filosofía.

Una cuestión más sobre este punto. La sociología de la filosofía existe fundamentalmente agrupada en torno a varios programas de investigación que tienen puntos en común y diferencias. Entre ellos cabe incluir a la escuela de Pierre Bourdieu, a las obras de Randall Collins, Dieter Heinrich o Martin Kusch. Los trabajos de Louis Althusser o los de Quentin Skinner no pueden incluirse dentro de este universo. Sin embargo, proponen tesis que son importantes para cualquier historia sociológica del pensamiento. Por ejemplo, Althusser con una noción compleja de temporalidad, mientras que Skinner promueve una crítica devastadora de la mitología del texto autosuficiente. En Ortega encontramos formulaciones perfectamente aquilatadas de tales perspectivas, igual que útiles de enfrentamiento con la historia basada en el comentario de textos que se compadecen bien con tesis centrales en las perspectivas de Bourdieu o de Collins. Tal vez proceda llamar sociofilosofía a esta perspectiva, siguiendo una indicación de Martin Kusch (Psychologism), en la medida en que no se trata de diluir lo filosófico en lo social, sino de mostrar cómo los elementos sociales actúan dentro de la filosofía y nos permiten comprenderla mejor: en cómo se delimita el oficio de filósofo, cómo se conjugan la experiencia del pasado con la del presente en la lectura o cómo falsifica la experiencia teórica la experiencia global del pensamiento. En cualquier caso, este debate acerca de la denominación desborda este artículo y resolverlo no lo considero urgente. Actuaré como si los términos historia sociológica de la filosofía, sociofilosofía o sociología de la filosofía designaran una actividad de conocimiento social de la filosofía que enriquece profundamente a la disciplina.

Al leer a Ortega en este marco, propongo una recepción activa de este aspecto de su obra, lo cual hago con el máximo escrúpulo, intentado no alterar a la misma. Al final de este artículo, si he conseguido mi objetivo, tendremos cuatro herramientas básicas para practicar la sociología del conocimiento en filosofía. Ortega, en tanto filósofo preocupado por las ciencias humanas, sabe introducir perspectivas centrales de estas en el estudio de la filosofía; y en cuanto pensador original, aporta herramientas de reflexión que aparecerán en otros contextos y otros pensadores que se enfrentaban a problemas similares.

El contexto de una obra

Ordenaré el contexto relevante para comprender a Ortega en dos planos. Primero expondré el contexto teórico y en segundo lugar señalaré qué, en el momento de redacción de su obra, hacía acuciante diferenciar y defender una manera específica de historiar la filosofía. Ortega, durante los años 40, se encuentra sometido a una doble tensión: una procedente de las exigencias de su proyecto filosófico, ya muy maduro, y otra derivada del modelo de filosofía, basado en el comentario de textos descontextualizado, que la filosofía promovida por el régimen franquista instauró en la universidad española.

Bosquejo el primer plano. La vinculación del pensamiento y la experiencia social resulta básica en el programa de Ortega y forma parte de su perspectivismo filosófico. El pensamiento se encuentra siempre dentro de una perspectiva determinada por su época específica. Y no existe modo de salir de esta. Ortega considera que una visión de la realidad sin perspectiva es un sueño galileano y newtoniano consistente en ocupar el lugar de Dios. En 1923, y dentro de la obra El tema de nuestro tiempo, escribía: “El individuo, para conquistar el máximum posible de verdad, no deberá, como durante centurias se le ha predicado, suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo, que solía llamarse ‘visión de las cosas sub specie aeternitatis’. El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperativo unipersonal que representa su individualidad” (Ortega y Gasset 2005:647).

Bourdieu suele utilizar la idea de una perspectiva de todas las perspectivas, lugar que según él ocuparía el Dios de Leibniz y que puede servir como heurística sociológica del espacio social en su conjunto (Pinto. Une perspective leibnizienne en sociologie). Ortega rechaza ese presupuesto como referente posible de la investigación. La perspectiva siempre se encuentra indexada en un momento histórico específico. Cobra su sentido más general en una concepción de la existencia como obligación ineludible de ser uno mismo, y ello en conexión central con su circunstancia (Gutiérrez. La ética vocacional, heroica, deportiva e ilustrada de Ortega y Gasset para tiempos de desorientación, parte II). Por lo demás, este programa filosófico exige inevitablemente una historia de las ideas realizada de una manera peculiar. En términos de Skinner, cabe descartar la idea de “text itself should form the self-sufficient object of inquiry and understanding” (Skinner 1969:5), lo cual depende siempre de la tesis de que las ideas en sí mismas no se encuentran afectadas por el tiempo. Oponerse a lo cual exige la colaboración permanente de la historia y la filosofía.

En esa colaboración Ortega asigna un papel específico a la filosofía. Corresponde a esta última aclarar cuál es la concepción de la vida humana que se encuentra en la base de todo trabajo histórico. Muy resumidamente, Ortega considera que vivir es enfrentarse a una circunstancia formada por un sistema de interpretaciones recibidas sobre la realidad (que configuran un conjunto de ideas dominantes), así como de posibilidades de carácter tecnológico. Dentro de ese conjunto, el sujeto debe actuar asumiendo alguna de las posibilidades que se le ofrecen. En sus acciones actualiza una visión del mundo, dentro de la cual elige, y esa elección configura su propio drama. Así, toda existencia supone un cambio: este puede ser dentro del mundo existente o empezar el cambio de un mundo por otro (Ortega. En torno a Galileo). Más adelante volveré sobre esta importante distinción.

Resulta fácil concebir que este programa de trabajo tenga efectos en la manera de historiar, entre otros dominios, la filosofía. De él se derivan varias premisas. En primer lugar, clarificar la circunstancia (trabazón de ideas y técnicas) en la que piensa un autor. En segundo lugar, debe datarse la pervivencia del mundo y su estabilidad o cambio; y dado que ese mundo es un conjunto complejo, debemos interrogarnos por las diversas actividades que lo constituyen y sus permanencias. Estas ideas se encuentran inscritas en el programa teórico de Ortega. Quiero subrayar algo sobre el modo en que ese programa supone una cierta concepción del oficio de filósofo. Este se encuentra en íntima comunidad con el desarrollo de la ciencia histórica en general o, como dirá más adelante, con las humanidades o ciencias humanas. De hecho, en la que se considera su obra sociológica (El hombre y la gente), Ortega habla de ciencias de las humanidades. Hablar de la filosofía de Ortega, sin más, me resulta incorrecto pues, como acabo de mostrar resumidamente, el propio autor elige una hibridación de su trabajo filosófico. Como han aclarado importantes estudios, la profesión de filósofo se encuentra sometida a constantes debates acerca de su ámbito de competencia (Fabiani. Qu’est-ce qu’un philosophe français?). Esto hace que, durante todo el siglo XX, aparezca un debate acerca de si alguien merece el título de filósofo o es alguien que pertenece a otra disciplina (Kusch. Psychologism). Ortega acompañó a su tiempo en ese debate que aún es el nuestro en buena medida (Dogan. The hybridization of social science knowledge).

Sirva como ejemplo un trabajo inédito de 1946 (Prólogo a Introducción a las Ciencias del Espíritu de Wilhelm Dilthey), donde Ortega se refiere a Dilthey y al problema de cómo se conjugan la historia y la filosofía. No se trata de que la primera demande ayuda a la segunda para que ésta le imprima sentido a los hechos. Es fácil de ver que tal paradigma supone que primero estarán los hechos y luego, sin que se alteren estos, la filosofía los puede encajar dándoles sentido. Pero los hechos y el sentido se hallan siempre unidos. El filósofo y el historiador se encuentran convocados por un principio de razón sin el cual no sabría qué hechos seleccionar ni cómo hilarlos en una narración. La historia no tiene sentido sin fundamentación de los hechos, sin filosofía; más la filosofía tampoco puede delimitarse sin oficio histórico.

Tras aclarar la visión híbrida de la filosofía en Ortega, toca explicar el segundo elemento importante en el contexto de su obra. Tras la victoria de Franco en la Guerra Civil Española, el pensamiento de Ortega se encuentra sometido a un escrutinio violentamente crítico. Pese a que Ortega dio un apoyo (públicamente discreto) al bando vencedor, el filósofo no se reintegró en su cátedra de filosofía de la Universidad Central de Madrid, existiendo una presión procedente de las más altas instancias educativas del Estado fascista para que Ortega fuese sustituido por el dominico ultraderechista Santiago Ramírez, exponente del neoescolasticismo tomista. En esta demanda de sustitución actuaban al menos dos fuerzas importantes. Una era la sospecha ideológica respecto de Ortega, a quien se creía responsable del régimen republicano derrotado. Otra, muy importante, es la crítica del modelo de filosofía que representaba, el cual se consideraba demasiado “historicista” y enemigo de la ontología. Sírvanos para mostrarlo las observaciones de Ángel González Álvarez (El tema de Dios en la filosofía existencial), filósofo tomista que sucedería a Ortega en la Cátedra de Metafísica de la Universidad de Madrid. Para este el filósofo es un estudioso de teorías, las cuales no se ven afectadas por las realidades históricas en las que nacen y se reciben. La circunstancia de la filosofía, por tanto, se encuentra exclusivamente constituida por un conjunto de escuelas teóricas. En segundo lugar, las teorías deben organizarse en sistemas, lo que justifica comprimirlas en el conjunto de supuestos que las organizan. Una teoría debe estar despersonalizada. En tercer lugar, como se muestra leyendo al escritor jesuita Joaquín Iriarte (La ruta mental de Ortega), un panfletista antiorteguiano, el catolicismo filosófico dominante (dentro de las instituciones franquistas) consideraba que la vía de Ortega supone un abandono de la filosofía y una integración en las ciencias humanas.

Puede verse que estos ataques tenían componentes políticos, pero también filosóficos, los cuales se localizan, ciertamente con menos ofuscación, entre personas próximas a Ortega. Debido a estos componentes híbridos, se cuestiona que lo que hace Ortega sea filosofía o, más bien, sea una filosofía lograda. La filosofía hibridada del pensador madrileño, vinculada con las ciencias históricas, resultó insoportable a quienes consideran que el trabajo filosófico consiste en estudiar teorías sin analizar en serio cuánto de ellas depende de circunstancias históricas.

La discusión sobre cómo analizar de la filosofía se encontraba pues ante una acuciante coyuntura. Existen razones sociopolíticas, y no solo intelectuales, por las que el campo de fuerzas que rodea a Ortega le exige enfrentarse a una manera de concebir la historia de la filosofía que él llama escolástica. En las instituciones filosóficas de la España franquista la escolástica procedía de la rehabilitación del comentario sobre los clásicos, señaladamente por los pertenecientes a la tradición tomista. En la correspondencia con su discípulo Julián Marías, Ortega le insiste en que su visión de la escolástica sobrepasa con mucho la filosofía medieval. En una carta del 21 de marzo de 1946, Ortega escribe: “Estoy cada vez más contra la Escolástica: comprenderá que no por razones de contenido sino fundamentales, es decir previas y que se resumen en una generalización urgente del fenómeno Escolástica. En esta generalización, la de los curas medievales, no es más que un caso particular junto al inmediato de los árabes y junto a otra porción de fenómenos en la historia de la filosofía. Ya verá. Y ahora ¡Agárrese! Juliancico: el primer escolástico es Aristóteles. Como ve Vd., manejo ahora cañones de muy otro calibre y de muy otro alcance” (Moreno-Pestaña 2013:151).

Es importante guardar el alcance de la posición de Ortega. Ciertamente, cabe encontrar en la obra referencias dirigidas contra el tomismo reinante en el franquismo. Así, por ejemplo, Ortega (La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva) retrata la metodología filosófica de los géneros y las especies, típica del aristotelismo filosófico medieval, como “comunista” y quien lee no tiene dificultad para comprenderlo: el trabajo de encaje de la especie en el género sacrifica la individualidad de los escogidos, actuando así de manera epistemológicamente “totalitaria”. Ortega remitía así el franquismo a su enemigo comunista y lo agrupaba, sin duda con irónica malicia filosófica, como especies de un mismo género: la tosquedad filosófica y política. Pero Ortega quiere ir más allá. Criticando a la escolástica, se dirige a una manera de concebir el trabajo filosófico que sobrepasa a sus oponentes tomistas.

Debemos pensar todo ello, perdónese la insistencia, en articulación compleja dentro de un proyecto teórico. En la obra En torno a Galileo se reivindicaba como tarea filosófica la de establecer una metodología histórica, algo similar a lo que el científico pisano hizo para la física. Podría decirse que, quizá fuera de los ataques que sufrió en el primer franquismo, Ortega no hubiera llamado escolástica (con las connotaciones que ello conlleva) a una manera de hacer historia de la filosofía, ni disfrutaría con la broma de asaetear a Aristóteles llamándolo comunista. Quizá se hubiera concentrado en las conexiones de la filosofía con otras áreas de la cultura, sin querer subrayar los problemas de una manera de transmitir filosofía. Si se centró en ésta, fue sin duda por el ataque que se le hacía desde las Facultades de Filosofía. Ahora bien, lo que nos propuso son tesis que se encuadraban virtualmente en un programa teórico (coherente con el problema de la hibridación de la ciencia y la filosofía) que recibió de este modo una realización particular. En esa coyuntura tensa entre un programa y un contexto, Ortega nos ofrece ideas cuyo valor sobrepasa el espacio de emergencia de las mismas.

Las carreras en filosofía y la actividad filosófica

Fue en un curso impartido en 1933-1934 donde Ortega esboza la filosofía desde una idea específica de carrera, ensayando precisar esta sociológicamente. Las notas de este curso muestran un Ortega en la cumbre de su reputación y que ya emplea un abordaje sociológico como eje de un programa que denomina de razón vital. Hacer filosofía depende, por un lado, de un sistema de posibilidades establecido en la realidad. La carrera depende de un proceso organizado según un conjunto de vidas imaginadas transmitidas por nuestro entorno social: cada profesión tiene una manera de acceso, unas convenciones típicas de ejercicio y un valor social más o menos reconocido. El deseo filosófico, señala Ortega con ecos evidentes de Simmel, se conforma de acuerdo con un sistema de ocupaciones crecientemente más complejo donde se presenta el espíritu objetivado (Gil Villegas. Los profetas y el mesías). Una ocupación, también la del estudiante de filosofía, nos proyecta una serie de modelos dentro de un espacio de instituciones con sus puestos docentes, libros de definición del saber, prestigio, etc. Evidentemente, esto produce una distancia histórica entre cómo cada formación social propone profesionalizar al sujeto que ejerce la actividad filosófica.

Por otro lado, y junto a ese capital cultural institucionalizado, Ortega (Principios de metafísica según la razón vital) encuentra una necesidad de hacer metafísica que él considera “auténtica” y que caracteriza a los grandes creadores, o más modestamente a quienes desean ir más allá de la simple sumisión a los productos objetivados del espíritu. La sociedad necesita metafísica debido a que la coordinación por medio de especialistas no resuelve las dificultades con las que se enfrenta el sujeto en su existencia cotidiana. Y eso no puede satisfacerlo ningún sistema de instituciones filosóficas: forma parte de una necesidad de los sujetos. Cualquier estudiante de filosofía se encuentra con “metafísicas” ya hechas, pero también, de manera ineludible, con la necesidad de darle sentido a su acción en el mundo, o lo que es lo mismo, de crear, utilizando las herramientas disponibles, un relato sobre su experiencia que no se reduce al comentario del pasado acumulado.

Más allá de la cuestión de la necesidad íntima de la metafísica, Ortega pergeña un modelo sociológico de la filosofía. Las instituciones de la filosofía (autores consagrados, manuales, resúmenes de las teorías, comentarios de los textos…) proporcionan un contorno histórico para hacer filosofía. Esta, sin embargo, no se reduce a esto, sino a lo que Randall Collins (The sociology of philosophies) llamó un proceso de abstracción y reflexividad. En ese proceso los sujetos sobrepasan los esquemas filosóficos establecidos para concentrarse en procesos de autoconciencia intelectual progresivamente refinados. Las ciencias, por su parte, tienden a estar en un nivel de abstracción estable y se preocupan por acumular conocimientos dentro de un campo determinado. La filosofía, por el contrario, va precisando los fundamentos sobre los que se ejerce la actividad humana (científica, política o de otro tipo), o reelaborando las propias herramientas intelectuales. El modo en que Collins analiza el proceso de abstracción y reflexividad, y la diferencia entre filosofía y ciencia, se concilia bien con ideas de Ortega acerca de los procederes diversos de las ciencias y la filosofía (La razón histórica): “Las ciencias partiendo de sus principios marchan hacia adelante conquistando nuevos territorios de problemas. […] Pero la filosofía camina de otra manera. No acepta como dados y buenos principios ningunos. Su preocupación nativa consiste precisamente en asegurar la solidez de los principios. Por eso no se fía de ninguna opinión recibida, establecida” (Ortega y Gasset 2009:487).

Según Collins los procesos de abstracción y reflexividad involucran a los sujetos como parte de una red intergeneracional. Dado el progresivo incremento de densidad en esa red, los sujetos necesitan dialogar con puntos de vista más variados. La abstracción es la única manera de mantener la pertenencia común y es en esa abstracción donde se genera la individualidad. Ortega interpreta este proceso en términos de una necesidad íntima, resultado de una vinculación auténtica con la reflexión sobre el mundo, y no solo como compromiso con las opciones existentes. No aclara si es una especie de necesidad universal, aunque más tarde en su obra Ortega (La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva) asume que esa necesidad de sentido no tiene por qué satisfacerse por medio de la filosofía: “No solo no hay philosophia perennis, sino que el filosofar mismo no perenniza. Nació un buen día y desaparecerá otro” (Ortega y Gasset 2009:1116).

La noción de carrera forma parte de la sociología del trabajo. Utilizándola Ortega nos ofrece un interesante bosquejo de una sociología de la carrera filosófica, diferente según los contextos. La importancia de una perspectiva como la suya es que ayuda a situar las biografías dentro de un espacio social de posibilidades, de necesidades íntimas y de modos socialmente hegemónicos de producir una profesión. Un filósofo no se construye en la conexión entre un sujeto y un universo de ideas. En términos de Bourdieu eso es tan absurdo como “tratar de dar razón de un trayecto en el metro sin tener en cuenta la estructura de la red, es decir la matriz de las relaciones objetivas entre las diferentes estaciones” (Bourdieu 1986:71). El proceso de ser filósofo pasa por fases socialmente definidas y simbólicamente valiosas, como las estaciones del metro hasta llegar a un destino. Jean-Claude Passeron (Biographies, flux, itinéraires, trajectoires) criticó esta imagen de Bourdieu porque la red de metro es demasiado estable (mientras que las fases de las carreras cambian más a menudo) y los vehículos que llevan a los sujetos tienen diferentes prestigios y recogen grupos sociales diversos. Al insistir en que las carreras tienen distinto reconocimiento y funciones según las épocas, Ortega invita a pensar con rigor la historicidad de la filosofía, a la vez dentro de instituciones cambiantes y dentro una historia común de reflexión acerca de los principios últimos, lo cual está muy próximo de lo que Collins llama procesos de abstracción y reflexividad.

Las generaciones y el campo

Carrera es un concepto destinado a delimitar cómo la biografía se regula a partir de las instituciones. Este concepto debe conectarse con aquel desde el que Ortega quiso organizar su sociología. Ortega utiliza el concepto de generación en dos sentidos, los cuales no siempre quedan claros a sus lectores. Clarificarlos ayuda a comprender la afirmación, presente en La idea de principio en Leibniz, de que “nada humano está fuera de un campo de fuerzas”. La situación histórica es, en efecto, un “campo de fuerzas en que las fuerzas intelectuales son predominantes”. Y en nota a pie nos aclara: “Por supuesto, no solo intelectuales, pero ahora solo estas nos interesan” (Ortega y Gasset 2009:949-950).

La generación ayuda a comprender, es su primer sentido, el lugar de un sujeto en las diferentes fases de una biografía. Ortega especifica que un individuo se encuentra en un espacio de juego donde conviven dos generaciones: una generación dominante y otra ascendente. Además de ellas se encuentran en la historia dos generaciones más jóvenes y una generación mayor que carecen de tener influencia histórica. En total son cinco generaciones. Históricamente activas y con influencia, solo dos. Ahora bien, esa acepción siendo importante, no es la principal para estudiar lo que llama “lugares históricos” (Ortega y Gasset 2009:950) del pensamiento. Como señalé antes, las generaciones pueden influir radicalmente en el mundo en el que viven o pueden simplemente habitar un mundo introduciendo cambios menores. Los lugares históricos se corresponden con las generaciones que cambian el mundo, porque ellas vertebran una temporalidad muy amplia, que ocupa una amplia sucesión de generaciones en las que se desenvuelven biografías. Estas generaciones que cambian el mundo ayudan a conceptualizar una cadena intergeneracional de transmisión de usos intelectuales y sociales. De este modo, Ortega alcanza la idea del presente como un conjunto complejo de temporalidades.

¿Y cómo se forja ese “lugar histórico”? Aquí la precisión del tiempo de calendario se vuelve compleja. Un descubrimiento nuevo debe conocerse y popularizarse. En el primer concepto de generación, las fases de una biografía se ordenan según las edades de la vida. Por supuesto, dependiendo de la situación histórica, la vejez y la juventud comprenderán “zonas de edades” diferentes. La edad también es una construcción social. En el segundo concepto, la formación de ese lugar histórico es aún más compleja de comprender y solo puede captarse a través de una investigación precisa de cómo las obras adquieren un espacio de radiación suficiente que les sirve para marcar una época.

Ortega presenta el ejemplo de la obra Philosophiæ naturalis principia mathematica de Isaac Newton. La fecha de publicación es 1687 pero ese dato, nos explica Ortega, sirve de muy poco. Hace falta comprender cómo la obra se convirtió en “hecho colectivo”, y para ello las obras deben dejar de ser “opiniones personales” para convertirse en “usos”. Para averiguar cómo se generan esos usos debemos antes delimitar bien cuáles eran las comunidades intelectualmente conectadas. Una vez establecidas estas redes puede encontrarse el acontecimiento que convierte a la física de Newton en referente ineludible del pensamiento moderno. Será en 1738 con la publicación por parte de Voltaire de los Éléments de la philosophie de Newton. En 1750, explica Ortega, Kant tiene veintiséis años y, por tanto, está dejando la juventud y entrando en la historia como parte de una generación ascendente. Será él quien saque las consecuencias filosóficas de Newton.

Se ha visto que, primero, deben delimitarse lugares históricos, después, hay que establecer las cadenas intergeneracionales de transmisión intelectual y para ello necesitamos comprender cuándo un acontecimiento intelectual se extiende hasta conformar una evidencia colectiva. Esta manera de investigar es absolutamente incompatible con una práctica de la historia de la filosofía muy expandida, tanto en el tiempo de Ortega como en el nuestro. Las siguientes palabras resumen bien la enorme carga polémica de las ideas de nuestro filósofo: “La operación que llamamos ‘leer un libro’ no queda cumplida cuando hemos entendido lo que nos parece haber querido decir el autor. Hace falta sobre esto entender lo que el autor ha dicho sin quererlo decir, y además, y por último, entender lo que, queriendo o sin querer, con su obra y cada línea de ella ha hecho. Porque un libro, una frase, son acciones –voluntarias o involuntarias-. Esta es la auténtica realidad de un escrito, y no la idea de él que tenía su autor. Es menester de una vez liberarse de lo que podríamos llamar el ‘psicologismo filológico’” (Ortega y Gasset 2009:1050).

Afuera, lugares y extrañamiento en filosofía

Permítaseme detenerme para repasar tres elementos de la constelación con la que Ortega nos pide examinar la filosofía. En primer lugar, Ortega señala la vinculación de la filosofía respecto de la ciencia. La filosofía siempre busca fundamentar alguna otra disciplina y, a menudo, se trata de ciencias, aunque no siempre. A veces esa vinculación produce un conocimiento auténtico, mientras que en ocasiones genera una suerte de superfetación discursiva que impide la marcha efectiva de la ciencia. Esta relación de la filosofía con las ciencias fue el objeto central de la epistemología de Louis Althusser (Philosophie et philosophie spontanée des savants). La descripción del filósofo francés puede incluirse con mínimos ajustes en el programa de Ortega. Por un lado, Althusser detecta que la filosofía actúa sobre la visión espontánea que los científicos tienen de su quehacer, y que no siempre se corresponde bien con su quehacer efectivo. Existen, nos dice Althusser, filosofías espontáneas de los científicos y estas pueden ser una simple colonización filosófica ajena al proceder concreto de las ciencias: forman parte de filosofías que se han transmitido a los científicos acerca qué hacen en su labor. Althusser admite, lo cual lo acerca a Ortega, que la filosofía también se vincula con otras prácticas sociales que no son las ciencias.

Ese es un lugar de la filosofía: la relación con su afuera (ya sean las ciencias u otras disciplinas). Ahora bien, ese lugar exige pensarse con una teoría compleja de las generaciones (en este caso filosóficas) donde se explica la articulación de lo local y lo global. La explicación de cómo Voltaire transforma a Newton en un uso intelectual estable se encuentra muy próxima de la siguiente tesis de Randall Collins (The sociology of philosophies): la práctica filosófica se agrupa alrededor de rituales de discusión que pueden ser tanto las conferencias como “los sistemas públicos de textos”. Estos necesitan cargarse de sentido dentro de encuentros concretos, lo que Collins llama rituales situacionales y Ortega llama usos. El valor de esos textos se fortalece con las discusiones anteriores, y es lo que les permite salir de la situación limitada (aquella, por ejemplo, en la que se encontraba Newton antes de ser popularizado por Voltaire). Si no recibe atención, la idea no entra en las cadenas intergeneracionales de transmisión intelectual.

Esta vinculación entre el afuera de la filosofía y el tiempo complejo de la filosofía nos impedirá caer en lo que hemos leído a Ortega llamar “psicologismo filológico”. Este se produce cuando se juega con los conceptos sin haber reconstruido cuidadosamente las prácticas y las ciencias con las que se vincula la filosofía u olvidando los contextos concretos donde se utilizan los conocimientos filosóficos. Con el psicologismo filológico existen dos problemas en los que es muy fácil caer. En primer lugar, es posible que atribuyamos al texto ideas y referencias que nos son familiares, por ejemplo, de otro texto filosófico. Este, sin embargo, puede que no se encontrase disponible para el autor analizado o, simplemente, está fuera de uso en su contexto intelectual. Nace así lo que Quentin Skinner (Meaning and understanding in the history of ideas) denominó un conjunto mitológico de genealogías intelectuales elaboradas según los criterios del lector. En segundo lugar, podemos considerar que ciertas ideas pertenecen a un universo de pensamiento que no se asemeja en nada a las existentes en el campo de fuerzas donde se movía la obra estudiada.

Ambos problemas derivan del exceso de familiaridad. Ortega era consciente de que, sin un principio de extrañamiento cuasi etnográfico, de puesta en cuestión de nuestras propias certidumbres, no puede abordarse con sentido la historia de la filosofía. Teniendo en mente a Platón y Aristóteles, expuso (Prólogo a Historia de la Filosofía de Émile Bréhier): “La idolatría ejercitada en torno a estos dos príncipes de la filosofía deslumbra las retinas y no permite verlos en su jugosa y precisa historicidad, hasta el punto de ser la faena más urgente que hoy fuera preciso practicar con ellos la de ‘enajenárnoslos’, distanciarlos de nosotros, subrayarlo que tienen de extemporáneos y sobrecogernos bajo la impresión de su lejanía humana, de su exotismo. Solo así cabrá poner en claro cuestiones radicales de su obra que, hasta ahora, tercamente se han resistido a la penetración” (Ortega y Gasset 2006:141).

La escala de escolasticismo

Llegamos ahora a la escolástica y se comprende que esta se basa en una tesis sobre la complejidad del tiempo histórico. Un presente supone la coexistencia de diversos juegos de lenguaje que transitan de manera diversa por la historia. Por tanto, quién es contemporáneo de quién es un problema teórico de primera magnitud. En un ejemplo magnífico, nos explica por qué Homero no entendería a Euclides (Apuntes para un comentario al Banquete de Platón): “Solo quien ‘esté en el secreto’ de que una de las ocupaciones a que el hombre puede entregarse esa, tan rebuscada, que se llama ‘hacer ciencia, teoría’ puede encontrar su sentido a los decires de Euclides. Homero, al ver aquellas figuras de triángulos y polígonos, hubiera creído que ‘allí se trataba’ de conjuraciones mágicas o si no, de juegos para entretener a los chicos, porque ambas situaciones —la que lleva a hacer magia y la que lleva a jugar— sí le eran conocidas” (Ortega y Gasset 2009:731).

Sin embargo, los escolares ingleses (de la época de Ortega) entenderían perfectamente a Euclides, simplemente porque vivían en su tiempo teórico. Y es que, nos recuerda Ortega, no existe la naturaleza humana y para aclarar a qué juegan los hombres necesitamos comprender las “convenciones” o el “supuesto tácito de sus actuaciones u ocupaciones”. Por tanto, la recepción de las ideas exige analizar el tiempo histórico en el que se produjeron y establecer la permanencia de la situación en la que se produjeron: “Decir es una de las cosas que el Hombre hace y brota como comportamiento reactivo ante una situación. Esta situación puede ser instantánea, duradera, permanente en un hombre o constante en el Hombre, en la ‘humanidad’. Humanidad es el nombre de una situación que dura, aproximadamente, hace un millón de años. Si nos representamos estos diversos coeficientes de perduración que tienen las situaciones con el aspecto de áreas, vemos cómo cada situación queda inscrita en otra más amplia que la porta y suscita, salvo la ‘constante’ Humanidad que vale como algo absoluto frente a todas las demás. Forman pues estas áreas o estratos de situación una jerarquía orgánica de modo que las situaciones más transitorias suponen las más estadizas y en ellas se fundan” (Ortega y Gasset 2009:730).

Si no construimos las situaciones históricas, y no establecemos su temporalidad específica, tendemos inevitablemente a los efectos de proyección que denunciaba Skinner. Recogemos el tiempo del pasado, sin comprenderlo, y lo anexionamos a otro. Cuánto dura una situación (intelectual o de otro tipo) requiere una consideración teórica que no se comprende mirando el calendario. Así Ortega explica que ciertas recepciones históricas no son tan erróneas como otras. Por ejemplo, el neokantismo de Marburgo era poco escolástico, entre otras razones porque, después del maestro de Königsberg y de Hegel, el siglo XIX había hecho muy poco en filosofía: los neokantianos estaban, filosóficamente hablando, en la misma situación que Kant. El escolasticismo, por tanto, es cuestión de grados.

El desafío que propone Ortega es fundamental. Su teoría del tiempo histórico complejo hace pensar, aunque no exista ninguna influencia plausible, en la crítica althusseriana al expresivismo hegeliano en historia (Althusser. L’objet du capital). El expresivismo consistía en volver contemporánea de sí a cada época histórica. Esa operación, epistemológicamente absurda, funcionaba así: se convertía cada aspecto del mundo dentro de una fecha en algo que marchaba al unísono y donde todo se correspondía con todo.

Pero ¿qué puede querer decir que las situaciones se trasladan a lo largo del tiempo? Ni más ni menos que, como explica el ejemplo de Homero y Euclides, las coordenadas básicas de su situación siguen reiterándose en un entorno donde muchas cosas han cambiado. Entre Kant y Marburgo, Ortega solo encuentra con valor a Hegel y este no modifica del todo la coyuntura específicamente filosófica en la que piensa Kant. Aunque, claro está, entre el final del hegelianismo hacia 1840 y el neokantismo hacia 1870, Ortega apunta que han pasado una enorme cantidad de acontecimientos políticos, industriales, bélicos; sin embargo, no han alterado las coordenadas del ejercicio de la filosofía.

El ejemplo de Ortega es muy poco convincente, entre otras razones porque entre esas fechas la filosofía (por ejemplo, con Marx) ha reflexionado sobre la historia de un modo que envejece a Hegel y no digamos a Kant. Lo importante no es aplaudir los ejemplos de Ortega, sino el programa heurístico que nos proporciona. Gracias a este podemos comprender el problema de la recepción histórica a partir de qué puede repetirse entre dos contextos diferentes, lo cual vuelve a uno susceptible de renovar sus innovaciones teóricas en el otro. Una posibilidad es la clave que nos proporciona Randall Collins: en el comentario de los textos se reitera una misma situación (lo que él llama un ritual de interacción) a lo largo del tiempo. Ese ritual concentra los afectos alrededor de ciertos objetos cuasisacralizados y refuerza la energía de quienes abordan esos objetos: en la escritura, en la lectura, en la conversación, en el debate o en la conferencia.

En fin, Ortega también propone un remedio contra el efecto más relativista del contextualismo. En su biografía de Marx, Michael Heinrich (Karl Marx and the birth of modern society) se quejaba de que ciertos modelos de análisis de las ideas (en concreto, el propuesto por Skinner) nos dejan inermes para explicar la duración de un pensamiento. Efectivamente, Ortega hubiera aplaudido la tesis de Heinrich de que las condiciones básicas de ciertos textos son similares a las nuestras. El problema estriba en precisar en qué y hasta cuándo.

Porque, con su modelo de análisis, Ortega se sitúa más allá de la cuestión acerca de si lo social influye o no en la creación filosófica. En la sociología de Collins o de Bourdieu, según Heidegren y Lungberg (Towards a sociology of philosophy), se considera que la filosofía, cuando se practica centrada en sus propios problemas, no se ve afectada por lo social, quedándose circunscrita al universo teórico, ya sea a los rituales de interacción entre filósofos, ya a su campo autónomo. Pienso que Ortega ofrece un modelo de estudio de gran densidad histórica. El pensamiento se encuentra en un campo de fuerzas y, el que estas sean intelectuales o no, depende de la coyuntura histórica, del grado de institucionalización de la filosofía y de la sedimentación o no de las perspectivas escolásticas. En unas páginas de humor muy ácido, Ortega compara la vida ateniense de debate permanente, en la cual florece Sócrates (“un héroe de la charla, un Hércules del parloteo […], un Aquiles de la verbipotencia”) con los claustros medievales en los que “los viejos frailes maestros, [hacen] disputar, como si fuesen efebos platónicos, a los jóvenes novicios de tonsos cráneos morados” (Ortega y Gasset 2009:1070) y concluye que eran dos contextos donde las ideas, aunque pareciesen idénticas, cobraban un sentido muy diferente. La conclusión es que la comparación necesita trabajar ambos campos de fuerzas para comprender qué significan las ideas y qué se hace con ellas.

Es ese mundo de vida el que hay que discernir y cómo se comunica con su pasado o su presente. Steve Fuller (Prolegomena to a sociology of philosophy) describió el dilema de buena parte la filosofía analítica contemporánea. Su nivel de especialización y de sofisticación es de tal alcance que le resulta difícil ofrecer algo valioso a quienes destinan presupuestos a la investigación, ni a la ciudadanía preocupada por su entorno. En el fondo su situación se parece al espacio autorreferente con el que Ortega retrata a la filosofía medieval, solo que en el caso de la filosofía analítica el encierro no deja filtrarse a los estímulos del entorno socioeconómico, con los que de alguna manera debe discutir. El encierro escolástico, la vida en la teoría, es una forma de política que ignora sus propias condiciones de posibilidad políticas.

Ahora bien, se puede salir de ese mundo de vida. Y aquí el ejemplo procede de Marx y de Engels (La ideología alemana). Las ideas dominantes no se presentan como universales exclusivamente porque ocultan su origen de clase. Pueden hacerlo en parte, y esto es lo básico, porque la clase ascendente intenta incluir en su perspectiva a todas las clases dominadas; en términos de George Herbert Mead, convierte a los dominados en un interlocutor virtual efectivo. Debe, por así decirlo, incluir las situaciones de esas clases dentro de sus propias ideas. En palabras de Ortega podría decirse que el proceso de universalización engloba en ideas comunes a todas las perspectivas sociales. Ese trabajo de universalización siempre es inestable y su permanencia depende de que se capten bien las perspectivas diferentes, cuyo conocimiento siempre conlleva una parte inevitable de ilusión. Desde el punto de vista diacrónico, ese esfuerzo se mantendrá como universal siempre y cuando, diría con Ortega, los cambios de mundo no causen cambios en el mundo.

Dos críticas a la escolástica: Bourdieu y Ortega

Existe otra dimensión de la práctica escolástica que conviene destacar. Las recepciones deshistorizadas típicas de la escolástica “son una ocupación con soluciones a problemas que no han sido vistos ni sufridos” (Ortega y Gasset 2009:1118). Al contrario, una buena lectura exige aprehender el tipo de práctica que supone la teoría, pues esta es una manera de vivir muy particular. Gracias a esa comprensión de la teoría se observa la limitación de quienes solo leen desde esa “región mínima” de la existencia (Ortega y Gasset 2009:1107). Por tanto, la lectura filosófica exige comprender las conductas que se encuentran a la base de las ideas, muchas de ellas inconscientes y en estado latente. Todo lo contrario de lo que hace la escolástica: “Ahora bien, una filosofía nos aparece primero como un puro sistema de ideomas, ajenos al tiempo y al espacio, con el carácter de dichos por un alguien anónimo que no es nadie, sino mero sistema abstracto del decir. Así es como suelen estudiar las filosofías lo que por inocencia se ha llamado Historia de la Filosofía” (Ortega y Gasset 2009:1106).

Hablando del tipo de situación que genera la teoría, Ortega plantea problemas a los que se enfrentaría Pierre Bourdieu (Méditations pascaliennes) en su estudio del punto de vista escolástico en filosofía. La escolástica supone un tipo de ingravidez social resultado de la manera en que, gracias a su posición en la división social del trabajo, los intelectuales se alejan de las urgencias cotidianas, y entran en un tipo de urgencia muy particular: la de considerar al resto de los actores como sujeto sin más apremio que la producción de ideas. De ese modo, se desconocen dos dimensiones de la experiencia. Primeramente, dice Bourdieu, la representada por el tipo de urgencia que supone la escolástica, donde la tarea es producir teoría desarraigada de la realidad. En ese sentido, al intelectual le resulta opaca su propia práctica. En segundo lugar, el sujeto se representa a los demás autores como filósofos situados en la misma posición que él: los textos son canonizados y se les elimina toda su densidad histórica, concluye Bourdieu.

No se sabría subrayar suficientemente las sorprendentes concomitancias entre Ortega y Bourdieu. Ortega considera que la división del trabajo tiene consecuencias epistémicas notables en filosofía. Por una parte, tiende a producir una necesidad social que impulsa la vida exclusivamente teórica (Prólogo a Introducción a las Ciencias del Espíritu de Wilhelm Dilthey): “La sociedad necesita, por lo visto, que un tanto por ciento de sus miembros reciban ciertas dosis de opiniones metafísicas, como necesita que sean vacunados” (Ortega y Gasset 2009:71). Por otra, esa mirada tiende a atribuirle idéntica realidad a las producciones culturales ajenas. La forma de vida presente distorsiona las ideas que se interpretan. Ese es, insiste Ortega, el alcance de la escolástica: “Llamo ‘escolasticismo’ a toda filosofía recibida y llamo recibida a toda filosofía que pertenece a un círculo cultural distinto y distante –en el espacio social o en el tiempo histórico de aquel en que es aprendida y adoptada” (Ortega y Gasset 2009:1066).

La solución no es otra que comprender el tipo de vida que es la teoría (en términos de Ortega), o la liberación escolástica de las necesidades (de acuerdo con el sociólogo francés), y cómo ésta se manifiesta en los diversos espacios históricos. Al no hacerlo, para decirlo en este caso con Skinner, se tiende a alisar la actividad del pensamiento y a considerar que este siempre se desarrolla de manera sistemática y sin contradicciones, como si las coacciones de la creación intelectual fueran las mismas que las de la elaboración de manuales acerca de doctrinas suficientemente recortadas para que funcione un orden entre ellas. Efectivamente, como en la cita de Ortega referida antes, pensar es sufrir ante palabras y significados que nos desbordan y que no siempre pueden incorporarse sin enormes desarreglos intelectuales. Pero no siempre el pensamiento consigue apropiarse los significados con coherencia. No existe otra conclusión posible que la construcción teórica del campo de fuerzas en el que cobra sentido lo que se dice y se hace cuando se practica la filosofía.

Conclusión

Ortega nos propone importantes conceptos para realizar otra historia de la filosófica y de las ideas. De acuerdo con la presentación que he realizado, comienza con un concepto de carrera capaz de dar cuenta de los prestigios sociales de la filosofía y de los rasgos distintivos que caracterizan a esta como proyecto de crítica permanente de los fundamentos. Posteriormente, Ortega nos ayuda a vincular la historia global de las ideas con las situaciones particulares. Lejos de conformarse con ello, nos indica que cada situación tiene un índice específico de temporalidad, lo cual nos ayuda a comprender qué puede pervivir y qué no más allá de su contexto inmediato. En fin, es entonces cuando el concepto de escolástica, en tanto recepción sin historia, cobra todo su sentido: una recepción que no está advertida de cuánto del pasado intelectual corresponde aún a nuestro presente o forma parte de un contexto extraño, contexto que solo al precio de la deformación hacemos familiar. En cuanto pensador que reflexionaba sobre la historia, Ortega tenía entre sus posibilidades pensar sobre estas cuestiones. Debido a la persecución que el franquismo desarrolló contra su modelo filosófico, se encontró obligado a precisarlas. La calidad de sus contribuciones teóricas sirve de ejemplo acerca de cómo lo social y la creación individual se retroalimentan y fortalecen, y de cómo la sociología ayuda a comprender mejor la filosofía.

Referencias bibliográficas

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Received: September 29, 2021; Accepted: January 04, 2022

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