Introducción
La cristología pretende contestar a la pregunta por la identidad de la persona de Jesús de Nazaret. Sin embargo, esta pretención está condicionada por la manera de concebir la identidad personal en general. La pregunta teológica requiere una aclaración conceptual previa. El presente ensayo no pretende ir más allá de esta aclaración: su lugar, por lo tanto, es, por así decirlo, una cristología fundamental o transcendental, aunque en un sentido distinto a la “cristología transcendental” de Karl Rahner.
Para llegar a ese fin, se dará un rápido y selecto panorama histórico de la correlación entre concepto de identidad personal y cristología (I). Este panorama permitirá presentar algunos de los problemas que la segunda parte del ensayo intentará resolver para deducir un concepto de identidad personal adecuado para la cristología (II). Sin embargo, esta deducción partirá ante todo de una descripción fenomenológica de la identidad de Jesús, para determinar sus rasgos esenciales: su mediatez (II.1), su orientación retrospectiva (II.2), su dimensión paradójica (II.3). La reflexión se concluirá con una reformulación crítica del concepto de “pre-existencia” como “trans-existencia”. Una apertura (III) integrará la problemática cristológica dentro de la problemática trinitaria de la identidad del “sí” divino.
I. Aclaración crítica previa del concepto de identidad personal
¿A qué me refiero cuando hablo del “concepto de identidad personal adecuado para la cristología”? Más o menos a lo que se llamó, en la Edad Media, “el principio de individuación”1, pero aplicado específicamente al individuo personal: lo que hace que uno sea la persona que uno es y no otra.
La historia del concepto de “persona” en su correlación con la teología trinitaria ha sido bastante profundizada en el último siglo2. En cambio, todavía falta una reflexión de cristología fundamental sobre el concepto de “identidad”.
Hans Urs von Balthasar, en páginas centrales para su propia cristología3, distingue entre 1) el individuo, como diferencia última en la especie; 2) el sujeto espiritual (Geistsubjekt), en que la unicidad individual se refleja en una conciencia; y 3) la persona como “tú” interpelado por el “yo” absoluto, Dios mismo. Me inspiraré de esta distinción para ordenar mi panorama.
1. La identidad del individuo
En su Metafisica4, Aristóteles aborda varias veces el significado del concepto de “identidad” o “ser lo mismo” (tauton). El filósofo establece un vínculo estrecho entre “ser”, “ser uno” y “ser lo mismo”5. Por lo tanto, se puede decir de “mismo” lo que se dice de “ser” y “uno”, o sea “que se dicen en muchos sentidos”6.
Básicamente, Aristóteles distingue entre cosas “mismas por accidente” y “mismas según sí”. Entre las cosas que son esencialmente idénticas,
se dice que son las mismas: 1) aquellas cosas cuya materia es una, ya específica ya numéricamente; y 2) aquellas cosas cuya substancia es una. De este modo, es evidente que la identidad es, en alguna manera, unidad del ser, bien de una pluralidad, bien de algo considerado como una pluralidad, como cuando algo se dice lo mismo que sí mismo7.
El vínculo entre “ser”, “uno” y “lo mismo” es muy importante. Por una parte, el concepto de identidad se refiere al concepto de unidad, que el mismo Aristóteles reformula como indivisibilidad. Definir la identidad de algo o alguien, por lo tanto, es definir cómo esta cosa o esta persona es una. De ahí que, en cristología, la cuestión del modo de la unidad entre los varios aspectos de la personalidad de Jesús sea preponderante.
Por otra parte, el concepto de identidad se refiere al concepto de ser y queda marcado por la determinación de un “sentido primero” del ser como substancia8. La identidad es, en el sentido estricto, identidad de una substancia. Recíprocamente, la substancia es, según Platón9, “siempre lo mismo según la misma perspectiva”. Definir la identidad de una cosa o de una persona consiste, por lo tanto, en distinguir lo substancial en ella, lo que no cambia a través de los cambios. En el caso del “ser viviente”, dice Platón10, este elemento es el “alma”11. El alma no empezó a ser (es a-genēton) ni se detendrá de ser (es “inmortal”). Escapa, pues, a los dos cambios mayores que son el pasaje del no ser al ser, y del ser al no ser. Reviste, a lo largo de su existencia, varias “formas” (eidē), o sea varios “cuerpos”, para los cuales es “principio de movimiento”. En Platón, este principio de movimiento es “lo que se mueve a sí mismo”. Cuando Aristóteles sustituye a este principio autokinēton un “algo que mueve sin ser movido, siendo eterno, substancia y operación actual”12, acaba de definir la identidad como inmutabilidad perfecta.
En esta representación antropológica, la identidad, como permanencia substancial, es asumida por el alma, o su parte más noble, el nous, mientras que el cambio es atribuido al cuerpo. En el modelo cristológico llamado “logos-sarx”, la distinción entre alma y cuerpo es trasladada a la relación entre el Logos divino y la humanidad en Jesús, de suerte que la humanidad de Jesús es una humanidad sin alma13.
El paso conceptual de la identidad como unidad-indivisibilidad al individuo (atomon) es sencillo. El individuo es precisamente el resto indivisible del proceso de subdivisión de los géneros y de las especies por diferencias (sean genéricas, específicas o, precisamente, individuales), descrito por Porfirio en su Introducción a las categorías de Aristóteles14. Boecio, en su pequeño tratado de cristología, aplica las definiciones de Porfirio y define la persona como “substancia individual de naturaleza racional”15. La naturaleza, en cambio, es la “diferencia específica”16. La persona, en cuanto individuo, substantia o hypóstasis (según la equivalencia propuesta por el mismo Boecio) “proporciona un fundamento (subjectum) para los accidentes, para que puedan existir”17. Por lo tanto, la identidad de Cristo se funda en la sustancialidad del “sujeto”, que asume las naturalezas como conjuntos de propiedades específicas. Boecio no se plantea cómo dos diferencias específicas pueden subsistir en un mismo sujeto, cuando, por definición, dos especies ubicadas “bajo” un mismo género se excluyen.
En Oriente, la representación de la persona como hypóstasis es esencialmente la misma. En los capítulos cristológicos de su Fe ortodoxa (46-81), Juan Damasceno recoge la tradición patrística. Una naturaleza no puede existir sino en un sujeto individual. Por lo tanto, “el Verbo de Dios prestó una hypóstasis a la carne”18 y “hizo subsistir en su propia hypóstasis […] una carne dotada de un alma racional e intelectual”19. La identidad de Cristo se funda en la sustancialidad de la hypóstasis, aislada de las propiedades de sus naturalezas. Frente a esta concepción abstracta de la hypóstasis, Juan Damasceno no se plantea en qué sentido la naturaleza divina es “propia” del Verbo y la naturaleza humana es sólo “apropiada” por él, sino con la diferencia entre eternidad y temporalidad.
La Edad Media retoma la cuestión de la identidad bajo la problemática del “principio de individuación”. ¿Cómo se diferencian los individuos dentro de su especie, si todos tienen las mismas propiedades comunes a la especie? La mayoría de los escolásticos siguen la solución aristotélica de la individuación por la materia:
Sócrates es otro que su padre por la materia, que es otra, pero idéntico a él por la forma, pues la forma es indivisible20.
No es necesario explicar por qué esta solución no es adecuada para pensar la identidad cristológica.
Juan Duns Escoto se opone a esta teoría21. Según él, la diferencia individual no viene ni de la materia, ni de la forma, puesto que ambas son comunes a varios individuos, sino de una “entidad de la singularidad”22, “una entidad positiva que determina esencialmente la naturaleza” común a todos los individuos de una misma especie “para producir la singularidad”23.
Una tercera solución, expuesta por primera vez por Porfirio, reaparecerá en la Edad Moderna. Según Porfirio, el individuo se diferencia de los otros individuos por ser el punto de coincidencia singular de propiedades comunes a determinadas clases de individuos.
“Individuo” se dice de Sócrates, este blanco, este hijo de Sofronisco que viene […]. “Individuo” se dice de estas cosas, porque cada una es compuesta de propiedades cuya reunión (athroisma) no ocurrirá jamás idéntica en otra cosa24.
En Porfirio, la reunión de propiedades produce el individuo por su agregación a la definición de la naturaleza común a todos los individuos de la especie. En el marco del empirismo moderno, David Hume niega que exista una substancia en que “se supone que las calidades particulares son inherentes”. Sólo queda entonces la “colección de ideas simples, unidas por nuestra imaginación”25. La identidad personal, el self, “sólo es un manojo (bundle) o colección de diversas percepciones”26.
2. La identidad del sujeto espiritual
En la definición de Boecio, la persona, como especificación del individuo con la determinación de racionalidad, ocupaba la última rama del árbol de Porfirio. René Descartes da la vuelta a todo el sistema y coloca el individuo racional al principio de todo conocimiento:
Conocí que yo era una substancia cuya esencia o naturaleza entera no es otra cosa que pensar27.
Descartes todavía designa el individuo racional como substantia, pero el sentido de substantia se transforma. La substancia ya no es lo que permanece bajo las propiedades para hacerles existir. Ya no es sujeto en el sentido de un “sustrato”. La substancia, en cuanto racional, es lo que acompaña todo pensar. Es sujeto en el sentido de una “conciencia”28.
El idealismo trascendental inaugurado por Immanuel Kant se da por tarea, a partir de Johann Gottlieb Fichte29, la descripción del sujeto que piensa como principio del saber absoluto. La descripción más famosa es la de la Fenomenología del Espíritu (1807) de Georg Wilhelm Friedrich Hegel. El Sistema del idealismo trascendental (1800) de Friedrich Wilhelm Joseph Schelling30 proporciona una síntesis más breve y de lectura más accesible, que tuvo mucha influencia en una obra importante para la cristología, la Vida de Jesús de David Friedrich Strauss31.
El punto de partida de Descartes era la res cogitans. Suspendidas todas las certidumbres acerca de la existencia real de los objetos pensados por esta res cogitans, el único objeto que le queda es ella misma – el propio sujeto del pensar. Aquí aparece un nuevo sentido de la identidad: la coincidencia del objeto con el sujeto. Esta identidad es propia del sujeto espiritual, que es esencialmente un sí mismo pensado, una “autoconciencia” (Selbst-bewusst-sein). Ningún otro sujeto (“tú”, “él”, etc.) que el sujeto que coincide con sí mismo tiene acceso a este sí, con lo cual, este sí no es otro que el “yo mismo”.
Por el acto de la autoconciencia ha de surgir en nosotros un concepto y éste no es otro que el del Yo. Al convertirme en objeto para mí por medio de la autoconciencia, se origina para mí el concepto del Yo, y, a la inversa, el concepto del Yo sólo es el concepto del devenir sí mismo objeto (Selbstobjektwerdens)32
De esta concepción del sujeto-Yo como resultado de un acto cuyo agente es el mismo, se deduce que su identidad no proviene de determinaciones extrínsecas. El yo se auto-produce. Es creador de sí mismo. De ahí que el concepto clave del idealismo trascendental sea “la libertad”33.
La mayor ventaja de la definición del sujeto espiritual como autoconciencia es la superación de las aporías acerca de su identidad. Ya no hace falta recurrir a modelos complejos de unión entre elementos antagónicos, como la “unión hipostática” de las dos naturalezas divina y humana. La identidad del sujeto ya existe en el sujeto como su actuar propio: “El yo no es nada más que aspiración a ser igual a sí mismo”34.
El problema, como lo nota Balthasar, es, en el proceso, “la pérdida, sufrida como por descuido, del individuo como persona”35, hasta su último avatar en el colectivismo marxista-soviético. De hecho, la persona, en cuanto Yo individual y empírico, se contrapone, como su limitación, al Yo absoluto e infinito, identificado con “lo divino”, concebido entonces como “lo impersonal”36. El marco teológico es explícitamente panteísta: “Entonces, Dios es realmente todo en todo, el panteísmo es verdadero”37. La consecuencia para la cristología es que Jesús ya no es un individuo singular, sino una presentación del ideal (Schelling) o de la idea (Hegel) de la unidad entre lo infinito y lo finito, recogida “en la conciencia general”38.
3. La identidad de la persona
En varios pasajes de su Sistema del idealismo trascendental, Schelling confiesa que, si bien su “sistema” explica la necesidad de una “limitación” del Yo infinito en un Yo finito, la “determinación” de esta limitación, la “individualidad” en sí, “es lo inconcebible e inexplicable de la filosofía”39. Søren Kierkegaard fundará su crítica del idealismo en esta intuición de la irreductibilidad de lo que él llama “el individuo” (den Enkelte) al “espécimen”40 (Exemplar). La persona no se puede reducir, ni a al resultado de la división última dentro de una clase, o sea, a la “individualización”, ni al momento intermedio de la auto-posición de sí del sujeto absoluto. Por consiguiente, la identidad personal debe interpretarse también a partir de la irreductibilidad como carácter propio de la persona.
Al principio del siglo xx, se dio otro giro de largo alcance en la comprensión de la identidad personal, en la corriente filosófica llamada “personalismo”41. La identidad personal ya no se piensa como suma de propiedades, permanencia en el tiempo y el espacio o autoconciencia, sino como ser-en-relación. El concepto de la persona como relación subsistente había sido propuesto por Tomás de Aquino, pero sólo para las personas divinas42. Ahora se extendía a las personas humanas y, recíprocamente, desembocaba en nuevas propuestas teológicas, tanto en el campo de la teología trinitaria como en el de la cristología.
Martin Buber declara: “En el principio es la relación”43. “La conciencia de Yo” no es el fenómeno primitivo. “El Yo emerge, como elemento singular, de la descomposición de la experiencia primitiva”44 del “Yo-Tú”. De ahí resulta que “el hombre se torna un Yo a través del Tú”45.
La cristología de Hans Urs von Balthasar46 retoma el “principio dialogal”47 del personalismo. El paso del individuo al sujeto individual no basta para responder a la pregunta “¿Quién soy?”.
Allí donde Dios dice a un sujeto espiritual quién es éste para él, el Dios fiel y veraz, y donde en el mismo movimiento le dice para qué existe (pues le adjudica una misión acreditada por Dios), allí se puede decir de un sujeto espiritual que es persona48.
La identidad de Jesús se determina por su relación con Dios, en cuanto Hijo del Padre enviado al mundo. Esta relación trasciende las dos naturalezas. Jesús es Hijo de Dios tanto en su naturaleza humana como en su naturaleza divina. De hecho, en su naturaleza divina, esta identidad se funda en su procesión eterna, puesto que la relación de filiación constituye la segunda persona de la Trinidad49. En su naturaleza humana, la identidad de Jesús como Hijo de Dios se funda en su misión temporal, en la medida en que, singularmente en el caso de Jesús, la persona se identifica sin resto con la misión recibida de Dios50. Ahora bien, “la missio del Hijo es la forma económica de su eterna processio del Padre”51. Por lo tanto, se salvaguarda la identidad personal a través de las discontinuidades mayores que son la encarnación, la muerte y la resurrección, sin necesidad de suponer una substancia permaneciendo la misma a través de estos varios estados.
II. Hacia un concepto de identidad personal adecuado para la cristología
Tengo que confesar que la propuesta de Balthasar sigue siendo, para mí, la base de mi precomprensión del concepto de persona en general, como bipolaridad entre “ser-por-sí” (identidad del sujeto espiritual) y “ser-en-relación” (identidad relacional o personal propiamente dicho)52. La persona es la substancia individual que se refleja en sí mismo como sujeto espiritual y recibe su determinación última de su relación con el otro absoluto, Dios. Fundando a la persona en Dios mismo, la concepción balthasariana parece particularmente adecuada para la cristología, cuya tarea principal consiste justamente en aclarar la relación de Jesús de Nazaret con Dios.
Sin embargo, incluso Balthasar parte de un concepto general de identidad personal, para aplicarlo luego a la persona de Jesús, con el riesgo de ocultar un dato presente en todos los testimonios que se conservan acerca de Jesús, y que el mismo Balthasar coloca en el centro de su cristología, o sea, la singularidad “impensable” de Jesús53.
Por esta razón, me parece necesaria una aproximación al concepto de identidad personal que ponga entre paréntesis toda preconcepción y parta del mismo Jesús. Sólo así podrá el objeto final de la búsqueda determinar la forma conceptual en qué él quiere ser comprendido.
Ahora bien, la crítica histórica de los dos últimos siglos demostró que un acceso directo a Jesús de Nazaret no existe. Todo lo que se puede conocer de él está trasmitido por testigos que impusieron interpretaciones casi indisociables de sus testimonios. Al fin y al cabo, Rudolf Bultmann declaró rotundamente, hace casi un siglo, “en mi opinión, ya no podemos saber nada, casi, de la vida y la personalidad de Jesús”54. Sin embargo, aquí no se trata del qué sino del cómo de la cristología. No se trata de entrar en el debate de la “búsqueda por el Jesús histórico”, ni de contestar directamente a la pregunta cristológica. En lugar de deplorar la imposibilidad de disociar el objeto estudiado de las interpretaciones dadas por los que lo observan, hay que partir de este fenómeno: Jesús, percibido e interpretado como una persona. La metodología más adecuada para hacerlo consiste en suspender el juicio sobre las varias interpretaciones de este fenómeno, y observar qué concepto de identidad personal hace posibles estas interpretaciones. La fenomenología inaugurada por Edmund Husserl, cuando invita a regresar a “la cosa misma”55, no pretende llegar a la cosa en sí, en el sentido del noúmeno kantiano, opuesta a su apariencia engañosa56, sino a la cosa que se da a conocer al sujeto en sus intuiciones, el fenómeno, opuesta a las especulaciones sin fundamento real57. De todos modos, en la teología, el observador no tiene acceso al objeto estudiado, Dios, en sí, sino sólo tal como él se da a conocer en una aparición, o revelación, y en la medida que esta revelación, para ser recibida, necesita una interpretación proporcionada por la fe.
Además, reclamar un acceso “directo” a la identidad de Jesús reposa ya en algún o otro prejuicio acerca del concepto de identidad personal: sea que se la considere determinada por las circunstancias históricas, lamentablemente deformadas por las interpretaciones que rigen los documentos conservados; sea que se la considere determinada por su autoconciencia y, en este caso, objeto de conocimiento exclusivo y incomunicable del “yo”.
Estas reflexiones preliminares ya proporcionan algunas pautas para la búsqueda de un concepto de identidad personal adecuado para la cristología. Para que no sea una especulación sin apoyo en la realidad, debe partir de la persona misma de Jesús; pero al mismo tiempo, debe reconocer que se accede a Jesús sólo de manera mediata. Como lo mostraré en un primer apartado, la dimensión mediata del acceso a Jesús recae también sobre su identidad personal. Se hablará de una identidad mediata. Un segundo apartado presentará otra dimensión importante de la identidad de Jesús expresada en las interpretaciones trasmitidas en el Nuevo Testamento: su dimensión retrospectiva. Este elemento conducirá a tratar de un problema clave: el problema de la temporalidad. Una aclaración crítica acerca del concepto tradicional de “pre-existencia” permitirá concluir en el umbral de la teología trinitaria.
1. Una identidad mediata
El concepto vulgar de identidad vincula dos cosas entre sí, y califica la segunda como “la misma” que la primera. Ahora bien, “mismo” es una palabra ambigua, como lo demuestran los análisis de Aristóteles presentados más arriba, y, más recientemente, entre otros, la propuesta de Paul Ricoeur58 de distinguir entre dos especies de identidad, la “mismidad”, que implica una “permanencia en el tiempo”, y la “ipseidad”, o “mantenimiento de sí” a pesar de los cambios en el tiempo.
¿Es la persona de Jesús de Nazaret descrita por los documentos trasmitidos en el Nuevo Testamento “idéntica” a la persona de Jesús de Nazaret que existió en tiempos de Tiberio? A esta pregunta, la crítica histórica responde diciendo que estos documentos no presentan directamente al Jesús “histórico” sino una interpretación teológica que la oculta59.
Ahora bien, en el contexto del método fenomenológico, las interpretaciones teológicas de la identidad de Jesús se revelan, no como pantallas que ocultan al Jesús real, sino como aproximaciones a un fenómeno que, como lo explicaré en la ultima sección de este ensayo, da más que lo que aparece en él. Además, el hecho de que se acceda a Jesús mediante las interpretaciones de los que le conocieron coincide con un elemento convergente en estas interpretaciones: Jesús dejó su identidad abierta a la interpretación de los demás.
Una identidad abierta a la interpretación de los demás
En el Evangelio de Marcos, Jesús mismo nunca declina su identidad. Siempre deja que sea determinada por los demás. Basta recordar la pregunta que Marcos pone al centro de su Evangelio: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?” (Mc 8, 29). La respuesta dada por Simón Pedro, identificando a Jesús como “el Cristo”, puede ser correcta, pero Jesús no la valida. Más precisamente: Jesús no deja que el que responde comunique su respuesta a otros (cf. Mc 1, 25.34.44 etc.). Éste podría ser el sentido del famoso “secreto mesiánico”: dejar suspendida la respuesta a la pregunta acerca de la identidad de Jesús para que cada uno pueda volver a hacer, para su propia cuenta, la operación de identificar a Jesús, de dar a Jesús una identidad. Así, la identidad abierta de Jesús es una identidad que “intriga”60 al otro a quien Jesús aparece, que no se impone a él, pero, entregándose a él, le invita a comprometerse.
Unas de las consecuencias de la elección, por parte de Marcos, de la forma narrativa expresa perfectamente esta dimensión de apertura. La manifestación de la identidad de Jesús para el lector es mediatizada por los otros personajes, que son tantos “puntos de vista”, para expresar facetas y percepciones distintas, acerca de Jesús.
Por supuesto, el autor puede delegar al narrador o a determinados personajes la presentación de su propia tesis sobre la identidad de Jesús. Pero justamente, Marcos no quiso hacerlo61. En la ausencia de una validación por parte de Jesús, la valoración de la respuesta de Simón Pedro a la pregunta cristológica depende del crédito que le da el lector. Ahora bien, la valoración de Pedro en cuanto personaje es equívoca. Por una parte, el lector lo puede considerar como portavoz oficial del cristianismo, puesto que Jesús lo instituye primero de los “apóstoles” (Mc 3, 16). Por otra parte, poco después de su respuesta, Pedro es presentado como el que tiene pensamientos demasiado humanos y no divinos (8, 33). Incluso su proclamación cristológica no se ve acreditada por Jesús, que reacciona con una orden enérgica de “no hablar acerca de él” (8, 30). La respuesta final a la pregunta cristológica: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios” (15, 39), tampoco se puede considerar como una declaración unívoca, fijando la identidad de Jesús, puesto que lejos de ser dada por un personaje autorizado, emana de un extranjero, testigo de una muerte humillante. La impresión general con que el lector cierra el libro de Marcos es de una perplejidad simbolizada por el silencio y el miedo de las mujeres mirróforas (16, 8). En fin, el lector, tal como los personajes del relato, está llamado a dar su propia respuesta a la pregunta cristológica.
Una identidad para los demás
Ahora bien, esta identidad entregada a los demás corresponde perfectamente a otro rasgo de Jesús presentado en las interpretaciones del Nuevo Testamento: su ser para los demás. Este rasgo fue subrayado por Dietrich Bonhoeffer62 y Karl Barth63, y varios autores de la segunda mitad del siglo xx lo designan con el neologismo de “pro-existencia”64.
Marcos describe a Jesús disponible a todo encuentro, atento a las necesidades de cada uno, no teniendo ni tiempo ni lugar para estar a solas con sí mismo. Declaraciones con el verbo “venir” (Mc 2, 17; 10, 45; Mt 5, 17; 10, 34-35; 11, 19; Jn 9, 39; 10, 10; 12, 46-47) expresan el carácter dinámico de su identidad, determinada por una finalidad que no le concierne a él mismo sino a los demás.
Pablo interpreta la muerte de Cristo como muerte “a favor” de los hombres (hyper, Rm 5, 6-8; 14, 15; 1 Co 15, 3; 2 Co 5, 15.21 etc.). Este ser para los demás incluso puede hacerse un ser en el lugar de los demás (anti, Mc 10, 45): Cristo “se vacía” (Flp 2, 7), renuncia a su identidad propia, a favor de los hombres, en una operación de intercambio (ver por ejemplo 2 Co 8, 9; Ga 4, 4-5).
La entrega de sí a los demás (paradidonai, ver Mc 9, 31) culmina en el gesto de la última cena, donde Jesús, representado metonímicamente por su cuerpo y su sangre, se identifica con el ser entregado en don a los demás, representado por el pan y el vino ofrecidos a sus discípulos, y por la muerte violenta en la cruz. “Este es mi cuerpo […] Esta es mi sangre […] derramada por muchos” (Mc 14, 22.24; cf. 1 Co 11, 24-25).
Una identidad desde el Padre
Si Jesús tiene una identidad determinada por su orientación hacia los demás, es porque la recibe de otro como una misión: según las palabras de Karl Barth, Jesús es “el hombre para Dios”65, en el sentido de que, para él, ser hombre coincide con cumplir una función dada por Dios66. Esta idea fundamenta la cristología en clave de misión de Hans Urs von Balthasar67.
En una misión, una persona, el mandante, “envía” a otra persona, el mandatario, de tal modo que todo lo que diga o haga el mandatario sea atribuido al mandante. Por lo tanto, el mandatario no se presenta a sí mismo, sino que representa al mandante. “No presentarse a sí mismo” significa: el presentante no corresponde a lo presentado. No hay identidad. Esta falta de identidad es paradójica. Por un lado, el enviado, en cuanto representando a otro, suspende su identidad. En el caso absoluto, el enviado no tiene identidad: es pura presentación del no presente, visibilidad del invisible. “El que me recibe, no me recibe a mí sino al que me ha enviado” (Mc 9, 37). Mejor dicho, no es que en lugar de una identidad propia, el enviado tenga la identidad de otro, sino que su identidad propia consiste en representar la identidad de otro, en estar dispuesto a “cumplir la voluntad” del otro (Hb 10, 7 = Sal 39, 8-9 LXX), en ser dispuesto por la voluntad del otro. Pero, por otro lado, el mandante ausente, renunciando a presentarse a sí mismo, deja que el mandatario se presente en su lugar y “se lo ha dado todo en su mano” (Jn 3, 35).
El Evangelio de Juan adopta explícitamente una ontología de la misión para presentar la identidad de Cristo (Jn 3, 17.34; 4, 34; 5, 23-24 etc.). Esto explica la paradoja de que en el cuarto Evangelio abundan al mismo tiempo fórmulas de supresión de sí a favor del Padre y fórmulas de afirmación de sí: “Sabréis que Yo soy y que no hago nada por propia iniciativa” (Jn 8, 27)68.
Ahora bien, la identidad que consiste en disponerse a hacer la voluntad del Padre es una identidad dinámica. Jesús progresa en esta identidad. De hecho, la forma narrativa de los Evangelios69 destaca la estructura progresiva de despliegue de la identidad de Jesús en el desarrollo cronológico de su existencia mortal, y una correspondiente progresión en el conocimiento de esta identidad por parte de los personajes de relato y de sus lectores. Esta doble progresión no es lineal sino que sigue la “estructura inestable de concordancia discordante” característica de una trama narrativa, “entre la dispersión episódica del relato y el poder de unificación desplegado por el acto configurador que es la poiēsis misma”70. En el caso de Jesús de Nazaret, esta estructura llega a su nivel más alto de tensión. La muerte, en cuanto máxima solución de continuidad en el hilo existencial, es integrada en el proceso de identificación: “Aun siendo Hijo, de lo que padeció aprendió la obediencia” (Hb 5, 8).
Sin embargo, esta progresión no debe ser necesariamente interpretada en un sentido adopcionista, como si la identidad orientada hacia la voluntad del Padre sucediera a una primera identidad puramente determinada por las condiciones históricas. No se trata de una substitución de identidades, sino más bien de la identificación de la una con la otra. En el tiempo, Jesús progresa hacia la identidad cristológica, tal como, analógicamente, en la eternidad, él procede hacia la identidad filial determinada por el Padre.
Ahora bien, esta determinación de su identidad personal por el Padre es posible, sólo porque el Hijo se entrega con una infinita ausencia de determinación propia. La meditación de la dimensión mediata de la identidad personal de Jesús de Nazaret lleva, por lo tanto, a descubrir que, si bien la identidad personal en los hombres es una determinación maxima de la naturaleza común, la identidad de Jesús es una infinita ausencia de determinación, una posibilidad absoluta de ser determinado por Dios para los hombres.
2. Identidad retrospectiva
Si Jesús progresa hacia su identidad personal, ¿cuál es el momento decisivo de este progreso? Las interpretaciones diversas del Nuevo Testamento convergen para decir que la determinación de la identidad personal de Jesús por parte de Dios tuvo su punto culminante en su resurrección. Por lo tanto, la identidad de Jesús es una identidad desde la Resurrección.
Identidad desde la Resurrección
De hecho, Pablo71 proclama que “el que vino al ser según la carne a partir de la descendencia de David, fue definido (oristhentos) como Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad, a partir de una resurrección de entre los muertos” (Rm 1, 3-4; cf. Flp 2, 9; Hch 2, 36; 1 Tm 3, 16). Si bien, ya “durante los días de su vida mortal” (Hb 5, 7), “Jesús el Nazoreo fue acreditado por Dios con milagros, prodigios y signos” (Hch 2, 22), él logró su identidad decisiva cuando recibió de Dios la vida que supera la limitación de la muerte. A partir de su resurrección, Jesús no tiene otro origen que Dios mismo. Esto es ser verdaderamente Hijo de Dios: “no haber nacido de sangre […] sino haber nacido de Dios” (Jn 1, 13). Por eso dice Pablo que ya no conoce la identidad de Jesús desde su existencia histórica previa a su resurrección, “Cristo según la carne”, pero desde la posibilidad que abre su resurrección para una “nueva creación” (2 Co 5, 16-17).
Sin embargo, esta identificación final de Jesús como Cristo e Hijo de Dios elevado al nivel ontológico de “Señor” tiene una validez retrospectiva. Esto explica la decisión de Wolfhart Pannenberg de empezar su tratado de cristología por la Resurrección72. La identidad final de Jesús ilumina toda su existencia mortal y revela su estructura “proléptica”.
Esta idea se expresa de diversas maneras en la forma narrativa de los Evangelios. Por un lado, el narrador alude al acontecimiento de la resurrección futura como acontecimiento que dará sentido a algo que no se entiende en su momento (ver Mc 9, 9-10; 9, 32; Jn 2, 22; 7, 39). Porotro lado, ciertas escenas son verdaderas anticipaciones de la Resurrección. En la Transfiguración, Jesús “cambia de figura” (metemorphōthē, Mc 9, 2). Aquí no se trata del mero cambio de la aparencia superficial revestida por un sujeto siempre idéntico a sí mismo. La “figura” es lo que permite de identificar a alguien. Tambien los vestidos blancos resplandecientes (Mc 9, 3) sirven, en la estrategia narrativa de Marcos, para permitir una nueva identificación. En cuanto elemento típico de los personajes celestes descritos en los relatos apocalípticos (Dn 7, 9; 10, 5-6; 1 Henoc, 14, 20 [gr.]; 46, 1 [etiop.]; 71, 1 [etiop.]), ellos evocan en particular la figura escatológica del “Hijo del Hombre” (Mc 13, 26; 14, 62). De hecho, el comentario que sigue el acontecimiento apunta hacia la futura “resurrección del Hijo del hombre” (Mc 9, 9). La proclamación por parte de Dios de la identidad de Jesús como su Hijo (9, 7) se da, por lo tanto, en un contexto de anticipación de la Resurrección, donde Jesús se identificará plenamente como “Hijo de Dios” e “Hijo del Hombre”. Asimismo, los siete “signos” del Evangelio de Juan son anticipaciones de la “glorificación” del Hijo del hombre que tendrá lugar en la “hora” de su elevación en la cruz (ver Jn 2, 11; 12, 23.28).
Identidad escatológica
Que la identidad de Jesús se decida en su resurrección significa que, durante su existencia mortal, su identidad le venía del futuro. Esta determinación contradice la concepción vulgar de la identidad, donde el hombre se considera determinado sobre todo por su pasado, su genealogía, su educación, su nacionalidad y su cultura.
Ahora bien, como lo demostró Balthasar73, la muerte y resurrección de Jesús coincidieron, para él, con el horizonte escatológico y el cumplimiento final de su identidad. Los evangelistas expresaron esta interpretación escatológica de la resurrección en las declaraciones prolépticas que siempre la atribuyen al “Hijo del hombre”, la figura escatológica que “será vista viniendo en las nubes” (Mc 13, 26 = Dn 7, 13). Esto significa que, para Jesús, recibir su identidad desde su resurrección futura es recibir una identidad escatológica.
En cambio, para los que siguen viviendo en la temporalidad mundana, aun después de la resurrección de Jesús, el horizonte escatológico de donde le viene su identidad todavía está en el futuro. Jesús sigue siendo “el que viene”, tal como lo esperaba Juan Bautista (Mt 11, 3; cf. Mc 1, 7). En su primera carta conservada, Pablo recuerda a los Tesalonicenses que ellos “esperan el Hijo <de Dios>, <viniendo> de los cielos, el que <Dios> resucitó de entre los muertos, Jesús, el que nos libra de la cólera que viene” (1 Ts 1, 10). La identidad de Jesús presentada por toda la carta es la de una persona que, a partir de su muerte y resurrección (1 Ts 4, 14; 5, 10), es objeto de “esperanza” (1 Ts 1, 3), hasta su “venida” escatológica (parousia, 1 Ts 2, 19; 3, 13; 4, 15; 5, 23). Asimismo, la cena del Señor no es sólo “memoria” del pasado, sino que orienta hacia el futuro: con ella, “anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1 Co 11, 26).
Recibiendo, durante su existencia mortal, su identidad desde el futuro escatológico, Jesús no podía disponer de ella como el hombre dispone de la memoria de su “yo” pasado para identificarlo, en su conciencia, con su “yo” presente. De hecho, en las declaraciones acerca de la futura muerte y resurrección del Hijo del hombre, Jesús habla en tercera persona, como si él no pudiera todavía identificarse completamente, en cuanto “yo”, con este “él”. “Jesús no se identifica inmediatamente con el Hijo del hombre: será éste sólo cuando habrá totalmente cumplido la misión que Dios le entregó”74. Esto confirma que la identidad de Jesús, en cuanto mediata, no reposa principalmente en la autoconciencia, como ocurre en el concepto idealista del sujeto espiritual, sino en la correlación entre una apertura receptiva y una determinación no disponible.
Del mismo modo, y conforme al desfase entre el horizonte escatológico de Jesús y el horizonte escatológico de los otros hombres, los creyentes siguen percibiendo la identidad del resucitado como una identidad desde el futuro y, por lo tanto, no disponible a su conocimiento, sino sólo acogida por su fe. Sólo en el instante escatológico se cumplirá para ellos la identificación personal de Jesús, paralelamente a la identificación escatológica de Dios, como lo subraya Wolfhart Pannenberg75. La identificación entre la misión temporal y la persona de Cristo es una “ecuación progresiva”76.
3. Identidad paradójica
En su concepto vulgar, la identidad personal vincula los momentos sucesivos de la existencia, desde el nacimiento hasta la muerte. La identidad personal consiste entonces en la prolongación en el tiempo, desde el pasado hacia el futuro. Si bien la individualidad y la conciencia de Jesús, durante su existencia mortal, poseían probablemente esta identidad como prolongación desde el pasado, su personalidad poseía una identidad que le venía del futuro. Por lo tanto, el concepto cristológico clásico de “pre-existencia” debe ser criticado y correctamente interpretado.
Deconstrucción del concepto de pre-existencia
El término “pre-existencia” no se encuentra en el Nuevo Testamento77, pero sí su concepto, y además en sus documentos más antiguos. La carta de Pablo a los Filipenses incluye un pasaje que muchos exegetas consideran como la reescritura de un sustrato previo78 (Flp 2, 6-11): Cristo, “siendo en forma de Dios […] se vació de sí mismo, tomando forma de siervo”. Este esquema supone – dos movimientos: desde la forma de Dios a la forma de siervo, y desde la “humillación” al nombre encima de todo nombre, — y tres estados sucesivos: 1) una existencia inicial, la “pre-existencia”, 2) una existencia delimitada por nacimiento y muerte, 3) una “post-existencia” escatológica. La finalidad de este esquema parece ser la identificación del estado final de Jesús con su estado inicial79.
Si bien los evangelistas sinópticos no usan el concepto de pre-existencia, el prólogo del Evangelio de Juan habla de una entidad que pasa (egéneto, Jn 1, 14) de un estado inicial, donde es llamada “palabra” (logos, Jn 1, 1), a un segundo estado, donde es llamada “carne” (sarx, Jn 1, 14) y “unigénito” (monogenes, Jn 1, 14). Este segundo estado coincide con la existencia histórica de “Jesucristo” (Jn 1, 17). El resto del Evangelio cuenta la vuelta de este segundo estado al estado inicial: “el Dios unigénito que era en el seno del Padre” (Jn 1, 18) “regresa al Padre” (Jn 16, 28).
Los concilios de Nicea (325) y Éfeso (431) impusieron una interpretación del esquema tripartito en clave de identidad prolongada en el tiempo. Tanto la llamada “cristología del logos-sarx”, como la “cristología del logos-anthrōpos” fundamentaron la identidad de Jesús en un elemento, el logos, responsable de la permanencia substancial a través de los cambios de estado. La discordancia con sí mismo padecida en el estado intermedio es sólo provisoria e imputada a la acogida de un elemento accidental, sōma, sarx, o anthrōpos. Acerca de este punto, la divergencia entre las dos maneras de vincular el elemento substancial y el elemento accidental (“unión según la hypóstasis”80 o “conexión en una única persona”81) es sólo relativa. La arcaica “cristología del pneuma”, partiendo de la misma distinción entre dos elementos, identificaba el elemento substancial con “el hombre” o “la carne”, y el elemento accidental, el pneuma, lo que reducía la prolongación de la identidad a los límites humanos.
Es verosímil la influencia de las figuras de mediación cósmica de la literatura bíblica sapiencial o de las figuras escatológicas de la literatura judía intertestamentaria sobre el concepto cristológico de pre-existencia82. Las figuras de mediación aseguran que Dios, a pesar de intervenir en el mundo, queda más allá del mundo. Por lo tanto, es necesario que existan, junto a Dios, desde el origen del mundo. Del mismo modo, las figuras escatológicas, en cuanto figuras reveladas con anticipación al pueblo de Dios para animar su esperanza en el futuro, se consideran como ya presentes pero todavía ocultas en el cielo. Sin embargo, alegar esta influencia para proponer una interpretación atenuada de la pre-existencia como “pre-destinación antes de los siglos” (1 Co 2, 7; ver Sb 8, 23), o sea, como pre-existencia solamente ideal, y no real, tal como en el caso de aquellas figuras, no remueve el problema mayor, el de una interpretación temporal.
De hecho, si la pre-existencia es un primer segmento temporal de existencia que precede a otro segmento temporal de existencia, Jesús vive un caso de metempsicosis, y su conciencia mortal tendría que contener recuerdos de su existencia previa, tal como el Buda se acuerda, después de su iluminación, de la serie de sus existencias previas, contadas en los Jātakas. Ahora bien, no se encuentra ninguna huella en el Nuevo Testamento de “recuerdo de una existencia pre-natal”83, a menos que se interprete así versículos como: “Lo que he visto junto al Padre, esto es lo que pronuncio” (Jn 8, 38; ver 8, 26.28.40 y 3, 11). Sin embargo, estos versículos se interpretan mejor en el contexto de la cristología de misión. La única manera de explicar la ausencia de “recuerdos pre-natales” sería suponer un muro impermeable entre los contenidos de conciencia de la primera existencia, almacenados en la memoria, y la conciencia actual de Jesús, o incluso entre dos conciencias en Jesús. Por ejemplo, G. O’Collins, a pesar de su postura crítica acerca del concepto de pre-existencia, supone en el único sujeto Cristo dos conciencias correspondiendo a sus dos naturalezas84. Ahora bien, esta hipótesis desconecta demasiado la identidad personal de la autoconciencia85. Si bien se propuso más arriba una desconexión parcial entre la conciencia de Jesús y su identidad personal que, viniéndole desde el futuro, no le es inmediatamente disponible, no se puede, sin embargo, negar que “la conciencia de Jesús participa de la singularidad y de la índole misteriosa de su Persona”86. La distinción entre individuo, sujeto espiritual y persona debe ser considerada como una progresión cumulativa.
Construcción del concepto de trans-existencia
¿Cómo interpretar el concepto de pre-existencia de manera que no caiga bajo las absurdidades que conlleva su comprensión dentro de un marco cronológico?
Si efectivamente el concepto de pre-existencia se dedujo de la Resurrección como inicio de una existencia escatológica, la comprensión correcta de ésta depende de la comprensión correcta de aquella. Los documentos del Nuevo Testamento dan evidencia de que la resurrección de Jesús no fue percibida como una reanimación ni, entonces, como una prolongación de la vida de Jesús después de una discordancia superada. La existencia del resucitado es otra existencia que la existencia mortal de Jesús. Por eso notan Lucas y Juan que los discípulos tuvieron dificultades en reconocerle (Lc 24, 16; Jn 20, 14; 21, 4). Tal como en la Transfiguración, Jesús resucitado cambia de forma de existencia. Esta existencia, por lo tanto, no se puede calificar sin más de post-existencia. Se sitúa en otro nivel ontológico, expresado por la “exaltación” a la forma de existencia propia de Dios, con “gloria” y “señorío” absoluto. Desde ahí se deduce que esta existencia trascendente no se relaciona a la existencia mortal de manera cronológica.
La pre-existencia debe interpretarse de la misma manera. No está cronológicamente relacionada a la existencia mortal de Jesús. No se trata de prolongar la existencia mortal de Jesús, esta vez en dirección del pasado87. Se trata de llevar a cabo la identificación de Jesús con su existencia escatológica de tal modo que el “venir desde el futuro” de su identidad durante su existencia mortal sea ahora comprendida como un “venir desde un más allá del tiempo”. Por lo tanto, G. O’Collins propone sustituir a “pre-existencia” el neologismo “trans-existencia”88.
En este contexto, como lo nota Robert W. Jenson89, el “era” de Jn 1, 1 debe ser interpretado a partir de la fórmula paradójica de Jn 8, 58, donde un hecho al presente, “yo soy”, precede (“antes que”) un hecho pasado, “Abraham fue”. Igualmente, el esquema tripartito de Flp 2 no describe tres segmentos cronológicos en la existencia de Jesús. Expresa más bien cómo la identidad de Jesús desborda las limitaciones históricas.
Esta dimensión trascendente de la identidad de Jesús encuentra su marco interpretativo más relevante en la analogía de la misión. Formulaciones como Ga 4, 4-5 apuntan claramente, no a un segmento cronológico previo al envío –una época en que el mandatario todavía no estuviera contratado por el mandante para su misión– sino al origen de la misión. Cuando Pablo afirma: “Dios envió a su Hijo” (Ga 4, 4), él interpreta la existencia de Jesús, gracias a su final, como una misión, y una misión cuyo origen está más allá del “mundo” y sus “elementos” (Ga 4, 3).
Finalmente, la identidad de Jesús se revela como una identidad paradójica, puesto que, en vez de resultar de la coincidencia entre dos términos iguales, resulta de la coincidencia entre dos términos absolutamente desiguales90: las limitaciones mundanas propias a toda existencia humana y la infinidad existencial propia al ser trascendente de Dios. Si Jesús, en cuanto individuo de la especie humana, es definido, entre otros, por su origen biológico, su “descendencia de David” (Rm 1, 3), su “venida al ser a partir de una mujer” (Ga 4, 4), en cuanto persona, es definido por su origen “desde la substancia del Padre”91.
Aquí es donde se puede dar un valor de anticipación cristológica a las figuras bíblicas de mediación entre la trascendencia de Dios y la inmanencia mundana, como el Espíritu de Dios, su Sabiduría o su Palabra, y finalmente, a la recuperación de la figura filosófica del logos. Aquí también es donde se puede recuperar la interpretación idealista de la persona de Jesús de Nazaret como identidad de lo infinito con lo finito: “que lo verdaderamente infinito llegase a lo finito”92. La coincidencia entre lo infinitamente opuesto, lo trascendente y lo inmanente, en cuanto coincidencia, produce una identidad que, en cuanto coincidencia entre opuestos, es paradójica.
Cristo no es otro que Jesús
Una descripción fenomenológica de la dimensión paradójica de la identidad de Jesús tendría como punto de partida la siguiente constatación: los que se cruzan con Jesús “quedan asombrados” (explēssesthai, Mc 1, 22; thambeisthai, Mc 1, 27; existasthai, Mc 2, 12; phobeisthai, Mc 4, 41; thaumazesthai, Mc 5, 20 etc.). Algo les escapa: “¿Qué es esto?” (Mc 1, 27); “¿Quién es éste?” (Mc 4, 41); “¿De dónde le viene esto?” (Mc 6, 2).
Los observadores perciben que Jesús es más que lo que aparece. Pero para ser percibido, este “más” debe darse dentro de lo que aparece. Aquí está la paradoja: al mismo tiempo, lo que se da de Jesús no coincide con (es más que) lo que aparece de él, y coincide con (se da dentro de) lo que aparece. Lo que no coincide es la “trans-existencia”, pero esta trans-existencia se da en la existencia mortal.
De hecho, de la crítica de la interpretación cronológica de la pre-existencia resulta que la identidad personal de Jesús no se da “antes” ni “después”, o sea, “fuera de” la existencia mortal de Jesús. No queda apoyada en un elemento substancial (hypóstasis) prolongándose “antes”, “detrás” y “después” de la existencia mortal de Jesús, un Logos alternativamente “fuera de la carne” (Logos asarkos) y “encarnado” (ensarkos). Concebir un “Logos fuera de la carne” (Logos asarkos93) es tan absurdo como concebir Dios antes de crear el mundo: Dios, eternamente, se determinó a crear el mundo. Dios, eternamente, es Dios en relación con los hombres94. Dios, eternamente, engendró a su Hijo. Dios, eternamente, envió a su Hijo a compartir la existencia de los hombres, y esto, no en un sentido sólo ideal de una predestinación, sino en un sentido real.
Aquí es donde se recupera la intuición de Balthasar: la identidad personal de Jesús es, ni más ni menos, la identidad del Hijo de Dios en cuanto ésta se recibe exclusivamente del Padre, o sea, en cuanto ésta consiste en originarse exclusivamente del Padre. En palabras de Robert W. Jenson: “Jesús es el Hijo / Logos de Dios en relación con el Padre, y no por una relación con una realidad coordinada, ‘el Hijo / Logos ”95. Y recíprocamente, “la segunda identidad de Dios es directamente la persona humana de los Evangelios, en cuanto es el que está orientado hacia el Padre (stands to the Father) en la relación de ser eternamente engendrado por él”96.
III. Conclusión
Al momento de concluir, es preciso recordar la finalidad que se daba en este trabajo. Sólo se pretendía aclarar el concepto de identidad personal que se debía usar para poder plantear la pregunta: “¿Quién es Jesús de Nazaret?” Es cierto que, en el proceso, fue necesario anticipar algunos elementos de respuesta a esta pregunta, pero suspendiendo el juicio acerca de su veracidad. Las formulaciones de este trabajo siempre deben ser tomadas en el sentido: “En el caso de que fuera verdad que Jesús es N, entonces, hay que entender de tal manera que él sea el que es.”
El concepto de identidad personal al que se llega coincide con el requisito enunciado al principio: respeta la singularidad del objeto para el cual se usará hasta tal punto que escapa en muchas dimensiones a los conceptos comunes de identidad personal. Jesús trasciende la manera de ser sí mismo de la persona humana, porque sólo así es posible pensar que, en él, lo trascendente coincide con lo inmanente.
Que la concepción tradicional de la unión entre dos “naturalezas” no logre expresar cabalmente la identidad de Jesús, lo demuestra la oscilación histórica entre disyunción y confusión97. Ya se ha acusado muchas veces a la cristología del concilio de Calcedonia su falta de dimensión dinámica98. Las dificultades de la cristología de las dos naturalezas resultan de que, en ella, se intenta definir la identidad de Jesús a partir de una unión entre elementos, sin tener en cuenta la desproporción infinita entre estos elementos. Ahora bien, la identidad se debe pensar, no como una unión que resuelve esta desproporción, sino como una coincidencia que mantiene la desproporción, una identificación paradójica.
Además, llegar a un concepto singular de identidad personal para la cristología permite una conexión perfecta con la teología trinitaria, donde el concepto de identidad personal también sólo puede ser analógico. Si, en el caso de la persona humana, y, en cierta medida, de Jesús, la identidad personal asume la identidad individual y la identidad de la conciencia, no puede ser el caso de la persona divina. La persona divina no es un individuo en el sentido de la última subdivisión de un género, puesto que Dios no es un género. La persona divina tampoco es un individuo en el sentido de la materialización de una forma, puesto que Dios no es material. El único principio de distinción en Dios es la relación de origen99, fundamento de la identidad personal. En la persona divina, entonces, la identidad personal tiene lugar de identidad individual. La persona divina es una persona no individual100. En cuanto a la identidad de la conciencia, si bien es difícil concebir una persona divina que sea persona sin ser sujeto espiritual, tanto Karl Barth como Karl Rahner rechazaron la idea que haya más de un sujeto en Dios101. Esta postura no parece compatible con una cristología del envío, donde, para que el Hijo acepte de no presentarse a sí mismo sino de representar al Padre, hacen falta dos “sí”.
Ahora bien, esta definición de la persona divina como relacional y no individual se predica analógicamente a cada una de las tres personas102. El caso de la persona del Hijo es complejo. El Hijo, por su identificación como Jesús de Nazaret, sí tendría una identidad individual, a la diferencia del Padre y del Espíritu Santo, puesto que asume las determinaciones biológicas y culturales que constituyen la identidad individual de Jesús. Y, cualquiera que sea la respuesta a la pregunta por el número de conciencias y de sujetos divinos en la Trinidad, el Hijo, siempre por su identificación como Jesús de Nazaret, también tendría una identidad de conciencia, puesto que asume los contenidos de conciencia que constituyen la identidad de Jesús en cuanto sujeto espiritual.
Si esto es correcto, habría que corregir lo que se dijo más arriba acerca de una “infinita ausencia de determinación propia” como contenido de la identidad de la persona del Hijo. Conforme a esta idea, la identidad personal del Hijo es eternamente determinada por la decisión de ser sí mismo, no a partir de sí mismo sino a partir de la determinación dada por el Padre. Pero la identificación del Hijo con Jesús impide concebir esta identidad personal como reducción de sí a una función asignada por Dios, como alienación de sí por la obediencia al Padre, o como un puro vacío, como en la interpretación radical de la kénōsis de Flp 2 por parte de Balthasar, que le lleva a hablar de la “falta de sí (Selbstlosigkeit) de las personas divinas como puras relaciones en la vida intradivina del amor”103. La identidad personal de Jesús no es vacía, puesto que asume toda la serie de propiedades de su identidad individual y toda la serie de contenidos de conciencia de su identidad de sujeto espiritual.
Esta última corrección es confirmada por una perspectiva fenomenológica. El Padre no podría reflejarse en su Hijo como en su imagen si el Hijo fuese pura trasparencia, tal como un rayo de luz no puede ser reflejado por un objeto si no le opone ninguna opacidad. No se trata de llegar a decir que Dios necesitaba la opacidad de una existencia mundana para reflejarse en su Hijo. Sin embargo, sí se podría decir que el Hijo no puede ser pura apertura libre a la determinación del Padre sin el correlato de una determinación concreta. No puede ser el enviado del Padre sin un contenido concreto del envío, y esta determinación y este contenido eternamente incluyen la humanidad de Dios.
Del mismo modo, si, como lo afirma Balthasar, el Hijo de Dios es “persona arquetípica” (urbildliche), y las personas humanas “reciben de él su identidad personal”104, una interpretación de esta identidad como pura función asignada por Dios presentaría el peligro de reducir la persona al rol que juega en la sociedad, bien sea la sociedad de los hijos del reino que viene. La persona, entonces, no existe “por sí mismo”. Desaparece la dignidad de la persona humana según la cual nadie jamás puede ser sólo un medio sin ser un fin en sí. Asimismo, una interpretación de la identidad filial como pura obediencia al Padre podría llevar a una moral y una espiritualidad infantilizantes. Un hombre que, adulto, siguiera dependiendo de sus padres para todos los aspectos de su vida, lo consideraríamos como candidato privilegiado para una psicoterapia. Finalmente, la identidad filial no se puede interpretar como una eliminación de todo sí propio, en un progreso más allá de las determinaciones materiales (“individuo”) e inteligibles (“yo”) hacia el único “sí” divino. Dios mismo quiere la pluralidad de los individuos105 y busca sujetos espirituales para poder “hablar cara a cara como un hombre con su amigo” (Ex 33, 11).
Nota subsidiaria: a propósito de unvordenklichen Hans Urs von Balthasar
Si bien Balthasar, en el marco de la singularidad de Cristo, repite que es imposible “pensarla exhaustivamente” (unausdenkbar), muchos intérpretes del gran teólogo asignan también a esta temática la palabra unvordenklich, que tendría, en Balthasar, el sentido de “lo que no se puede concebir antes que ocurra”. Se lee, por ejemplo, en la traducción castellana de la trilogía, que la identidad entre el “yo” de Jesús y su envío en misión por parte del Padre es “algo im-prepensable”106, o que el amor que existe entre el Padre y el Hijo es algo “de antemano impensable”107.
Ahora bien, de una lectura sistématica de los pasajes en que Balthasar emplea la palabra unvordenklich resulta que el teólogo le da el sentido, no de “lo que no se puede pensar antes de…”, sino de “lo antes de que no se puede pensar algo”, lo que la edición francesa tradujo correctamente con immémorial, y que la edición castellana también propone en la mayoría de los casos108. El propio Balthasar apunta hacia este significado cuando glosa el adjetivo con “antes de la fundación del mundo”109 (Ef 1, 4), o con von jeher110 (“desde siempre”)111. Además, este es el sentido común de la palabra alemana: sehr weit zurückliegend112.
En conclusión, cuando Balthasar emplea unvordenklich en el contexto cristológico, subraya que no se puede concebir, ni se dio realmente un tiempo en que Jesús no identifica su “yo” con la misión recibida del Padre. En el contexto trinitario, subraya, igualmente, que no se puede concebir, ni se dio realmente un tiempo en que el Padre no haya engendrado al Hijo.
Que, en cambio, Balthasar no use unvordenklich con el sentido de que “no se podía pensar una realidad antes que se diera” no significa, sin embargo, que no exprese, de otras maneras, este concepto. Pero esto es otro problema.