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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.25 Osorno Dec. 2007

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012007000200006 

 

ALPHA N° 25 Diciembre 2007 (87-100)

ARTICULO

 

ARTE EN LA ZONA DE HISTÉRESIS: QUEBRADA. LAS CORDILLERAS EN ANDAS DE GUADALUPE SANTA CRUZ

 

Art in the Zone of Hysteresis: Quebrada. Las cordilleras en andas, by Guadalupe Santa Cruz

Cecilia Ojeda*
Northern Arizona University*, Department of Modern Languages, USA.

Dirección para correspondencia


RESUMEN

Este libro de Guadalupe Santa Cruz plantea el problema del desmedrado estatus del arte en un horizonte cultural dominado por la industria del entretenimiento. De este reconocimiento y del diseño vanguardista del libro en sí –concebido como un puente entre el arte y la vida, o como un instrumento de conocimiento privilegiado de lo real– surge una tensión característica del arte contemporáneo. Dicha tensión ha sido definida como el punto de histéresis de la obra artística en la que ésta tiende a conservar una propiedad en ausencia del estímulo que la ha generado, tensión artística que se examina en este ensayo.

Palabras clave: Massmedia, poéticas de vanguardia.


ABSTRACT

Quebrada. Las cordilleras en andas examines the issue of the artwork’s diminished status within a landscape dominated by the entertainment industry. From this knowledge and the vanguard design of the book itself –as an instrument of the real–arises a tension that is characteristic of contemporary art. This tension has been compared to the point of hysteresis of an element, in which like a magnetic material it, the work of art, preserves one of its properties in the absence of its stimulus. This essay examines how this tension is produced in the work by Guadalupe Santa Cruz.

Key words: Massmedia, vanguardist poetics.


Hace cincuenta y tres años Pablo Neruda creó en “Oda al libro I” de la colección Odas elementales (1954) una imagen poética del Océano Pacífico tocando noche a noche “los pies, los muslos/ las costillas calcáreas” (284) de un Chile largo y longitudinal. Para Neruda, en esos años, era posible pensar Chile unívocamente en regiones representables como un cuerpo humano entero, de pies a cabeza. Las imágenes llenas de esperanza del poema coincidían con el temple de ánimo de un hablante poético al que le era factible imaginarse que, cerrando un libro, podía vincularse directamente con la vida. Neruda, como dijo Fernando Alegría, “quiso cambiar, enjuiciar, unir” (14) el mundo en el que vivió, a través de su poesía y de sus acciones; el artista salía al encuentro de una realidad a la que ardientemente deseaba contribuir a cambiar. La oda nerudiana, como tantos de sus poemas, se hacía eco del proyecto vanguardista que postuló una visión utópica de lo que Gianni Vattimo llama la muerte del arte, es decir, la disolución de su existir separado de la vida. En la oda, el hablante poético lleno de fe y entusiasmo expresaba ese deseo por abandonar la tarea literaria y tomar contacto con aquéllos con los que siempre fue solidario

Libro, tú no has podido
empapelarme,
no me llenaste
de tipografía,
de impresiones celestes,
no pudiste
encuadernar mis ojos,
salgo de ti a poblar las arboledas
con la ronca familia de mi canto,
a trabajar metales encendidos
o a comer carne asada
junto al fuego en los montes (284-86)1.


En el libro Quebrada. Las cordilleras en andas (2006) Guadalupe Santa Cruz desarrolla un recorrido textual y visual de las quebradas, las pampas, ríos y terrazas del Norte Grande y Chico que propone otro imaginario del país. Aunque dicho recorrido se sustenta en un deseo similar al de Neruda –suprimir la distancia entre el arte y la vida– lo acumulado históricamente desde 1954 ha alterado las esperanzas del artista de conectarse con la realidad para modificarla. La posibilidad de que dicho contacto transforme o tenga un impacto emancipador sobre el panorama sociopolítico ha sido abolida.

Al presente, ya en el siglo XXI y años tras la publicación de “Oda al libro I,” la situación del arte y del artista ha cambiado en forma radical y el cuestionamiento planteado en Quebrada. Las cordilleras en andas resulta impostergable y forzoso. Guadalupe Santa Cruz prefigura una visión distinta de la nación, desde el título mismo de Quebrada, en su disposición textual y visual fragmentada, indicativa de la distancia que ha recorrido la relación arte, vida y política desde 1954 al presente. Dicha relación aparece en la obra a través de alusiones a las experiencias acumuladas desde fines de la década de los 60 –la breve utopía socialista-marxista, el golpe militar, la dictadura, la imposición, transición y consolidación del neoliberalismo– hasta ahora. La construcción y diseño general de Quebrada refleja los cambios artístico-culturales sucedidos desde la época de la vanguardia hasta el presente. Lo acontecido desde entonces es resumido certeramente en el este juicio demoledor de José Luis Brea (1996), aplicable al panorama cultural global, del que Chile ya no puede desvincularse

La cultura, en su forma actual, ha perdido su potencia para cumplir alguna función simbólica; su capacidad para organizar el espacio de la representación. La cultura, en su forma actual, se ha convertido en un apéndice banal e inocuo de la industria del entretenimiento –y su capacidad de fundación o transformación de los mundos de vida ha sido plenamente absorbida y reconvertida en mera eficacia legitimadora de los estados de cosas existentes (125).

Como dos hitos ilustrativos –sin duda no los únicos– situados en los extremos opuestos en lo que respecta al entendimiento de las posibilidades emancipadoras de la relación arte/vida estarían la oda nerudiana y el libro de Santa Cruz. Mi decisión de yuxtaponer ambas obras, sin detenerme más de lo debido en el poema, se basa en el reconocimiento de la forma puntual en que ellas ilustran la amplia cuestión de la crisis de los grandes relatos, del fin de la historia, y la noción misma de representación en el arte y en la política.

Santa Cruz explora una cuestión fundamental en Quebrada: la pérdida de la capacidad del arte de ofrecernos nuevos mapas cognitivos con los cuales representarnos nuestra relación con la nación. En medio de la irrefutable “desrealización” y simulacro de lo real en sociedades tecnologizadas y globalizadas de forma cada vez más delirante, la escritora toma distancia. Se trata de distanciarse de los espacios públicos, donde la política ha sido desplazada, por lo que Beatriz Sarlo llama “la estética del advertising” (1994: 225). Una estética trivial formada por simulacros cuyo poder seductivo sobre el imaginario colectivo es enorme pues consigue “compacta(r) la sociedad proyectando la imagen de una escena cultural unificada, un lugar común donde las oposiciones (que podrían transformarse en conflicto) se disuelven en el poliglotismo” (228).2

Por medio de la deconstrucción del imaginario visual de la nación y de una estructura híbrida que combina lo literario y lo plástico, la obra de Santa Cruz explora el estado de la cultura actual. Una cultura, que sin importar el lugar, se caracteriza por su “estado de barbarie” (Brea, 160), de permanente conflicto, de indiferencia social, profunda apatía, insolidaridad. La de/reconstrucción del imaginario visual-cultural se realiza por una (o varias) pasajeras jornada tras jornada en un viaje largo y zigzagueante que insta a revisar coordenadas geo-políticas para entender lo que el paisaje muestra y oculta a la vez. Las asajeras-narradoras develan realidades apartadas del delirio del consumo urbano. Ellas toman distancia de la ciudad y se acercan a quienes viven en las quebradas desviándose, también, del único camino longitudinal de la nación. Esa desviación literal y figurativa resulta ser el requisito necesario para acceder a otras perspectivas de mundo. El suyo es un desplazamiento deliberadamente descarriado, con incursiones transversales por rincones apartados del territorio nacional como la finca de Chañaral, Pichasca, la quebrada del Salado, Ayquina, Canto del Agua, Churrumata, Chiu-Chiu, Lasana, la quebrada del Loa, de Tarapacá, de Codpa, San José de los Choros Bajos. Así, el libro nos concita a mirar el territorio de lado, para imaginarlo de otra forma, de este a oeste y de oeste a este, de forma revirada.

Se cruzan cuerpos en las quebradas, ventoleras inversas
que descolocan, chiflones y cauces, abismos horizontales.
La promesa de otras rutas.
Casi todas las quebradas del país producen a su largo en-
crucijadas. No hay país sino un paraje en cada hendidura. (“Las Quebradas”)3.

Si bien Quebrada carece de un argumento lineal que sea resumible, es decir que, a diferencia de obras anteriores de Santa Cruz, no es una novela,4 su tema, discursivo y visual, es precisamente la crisis de la representación estética y política en una nación globalizada, mercantilizada y massmediatizada cual lo es Chile en el presente. Este había sido el tema general de El contagio, de 1997, novela que se proponía “desmitificar la imagen oficial de la nación. . . mediante la figura metonímica hospital-nación” (2004:146).

Quebrada, nos dice Eugenio Dittborn, es un libro “Ni etnográfico ni arqueológico,/ ni libro de arte ni relato de algún testigo,/ ni diario de viaje o ficción novelesca:/ el libro de Guadalupe Santa Cruz se alimenta,/ sin embargo, de todo aquello/ de lo que se separa.”

Aunque el gesto utópico de Neruda, de salir al encuentro de la vida con una conciencia clara de lo que ella debía ser, parezca hoy ingenuo, el libro de Santa Cruz manifiesta un reconocimiento de que ese salir al encuentro de lo real es ejercer una prerrogativa a la que como artista no puede renunciar, como un “compromiso que nos niega el derecho a sentirnos cómodos en el (tiempo) que habitamos” (Brea, 160). Cada elemento del libro, incluyendo su “arquitectura” y diseño total, expone el problema del deteriorado estatus del arte, de su pérdida de potencia en la relación arte/vida, apuntando sostenidamente a su propia certidumbre de tal detrimento. Quebrada viene a constituir un ejemplo de una obra que se autoposiciona en lo que José Luis Brea llama “el punto de histéresis” (163) del arte actual. Es una obra que se construye desde la necesidad de no renunciar a ese derecho del artista de imaginar un mundo mejor –derecho del que las vanguardias heroicas nunca dudaron–, pero cuya forma y diseño revelan la certeza de su propia potencia perdida y de la carencia de vías para recuperar esa potencia. Quebrada es, pues, una obra inscrita por la histéresis, la tendencia de un material (la obra artística, en este caso) a conservar una de sus propiedades, en ausencia del estímulo que la ha generado, y del auto-conocimiento de esa carencia.5

La propiedad que Quebrada conserva, característica de las poéticas vanguardistas, es la de entenderse como representación “de un mundo alter-nativo en el cual el orden existente es revelado en su injusticia e inautenticidad” (Vattimo, 63). Lo que pone a esta obra en el punto de histéresis es que esa manera de entenderse entra en tensión con su “intuición definitiva de que la distancia que separa arte de vida es ya sólo una distancia estratégica, una distancia cero que conviene pensar, pero resulta imposible situar” (Brea, 163). El estímulo ausente es el que respaldaba la esperanza del hablante nerudiano: la fe –sincera hace cincuenta años– en la capacidad del arte para modificar el mundo. La deliberada autocolocación de la obra de Santa Cruz, y de artistas como Ken Lum, Bruce Nauman, José Maldonado6

Los parajes semidesérticos, los pueblos semiabandonados, las quebradas, predios e hitos contienen encima y debajo de su superficie relatos recónditos, huellas de memorias que no han sido borradas del todo, pero que tampoco están en ningún relato oficial. Las narradoras exponen dichos relatos como un modo de iluminar la iniquidad de lo real. La aspereza del terreno recorrido refleja las duras vidas de gente que “podía pisar los espinos de los cactos sin sentirlo porque tenía una callosidad en los pies que le hacía de zapatos” (“Quebrada del río Hurtado”). La claridad con la que surge este saber no interferido por los ruidos ni por la basura mediática que satura la ciudad, esclarece no sólo la realidad del Norte, sino la de toda una nación.

Santa Cruz opta por el marco escénico del Norte para situar su discurso, y crear complejos planteamientos sobre la relación arte/vida. ¿Por qué el Norte? Las razones están sugeridas en el libro. Se indica así en uno de los fragmentos

El Norte no es la pampa y la pampa no es el desierto, sin embargo lo desértico del Norte es su escritura entornada, no fatiga ni agrede como el libro de las ciudades que fuerzan a contradecirlas, páginas y páginas por responder, hojas y hojas, capítulos enteros de anotaciones al margen (“La matriz”).

El Norte de Chile es una de las regiones más despobladas de la nación. Los pueblitos y caseríos –poblados o abandonados– no consiguen dominar el inmenso espacio geográfico en que se encuentran. A diferencia de las ciudades donde la globalización capitalista ha hecho que el paisaje (y el pasado) prác-ticamente desaparezcan, los lugares recorridos por las narradoras parecen sustraerse a dicha norma. El Norte es entonces superficie en donde aún parecen quedar espacios en blanco entre las huellas y marcas –la escritura– allí ins-critas por la historia. La escritura entreabierta de las grafías del Norte, parece aún dejar espacio para grabar otras historias, distintas de las que ha producido la escritura urbana, en tanto dispositivo de legitimación de la retórica mercantilizante.7

Las pasajeras-narradoras contemplan la topografía del paisaje en busca de un espacio de circulaciones libres, o de circulaciones alternativas a las del espa-cio urbano. Lo que encuentran allí son presencias fantasmagóricas de los des-echos y cicatrices dejadas por los grandes relatos de la modernidad.

La búsqueda y registro de huellas y relatos marginados en las páginas del libro inscriben en éste el primero de dos elementos que lo ubican en la zona de histéresis: la conservación del deseo característico de las vanguardias de proponerse “como modelos de conocimiento privilegiado de lo real” (Vattimo 50) por una parte, y, por otra, de entenderse como instrumento de “supresión de los límites de lo estético en la dirección de una dimensión metafísica o histórico-política” (Vattimo, 51). El conocimiento privilegiado de lo real va surgiendo a medida que las narradoras se encuentran con habitantes de quebradas y pueblos que sacan a relucir historias cuyas huellas no han logrado borrarse de los lugares donde ocurrieron. Estas historias constituyen un segundo tipo de fragmentos narrativos que llevan por nombre el de los lugares geográficos donde residen los nortinos. Lo escrito sobre la “Quebrada del Río Hurtado” corresponde a lo testimoniado por Manuel López; la “Quebrada de los Choros” referida por Vilma Aguirre Campusano; la “Quebrada del Carrizal” por Juvenal Santibáñez, la “Quebrada del Chañaral” por Domingo Pérez Zepeda.
A diferencia de los espacios urbanos donde impera la dictadura del progreso y del consumo y en donde se ha blanqueado el pasado, cada una de las quebradas recorridas guarda la memoria de ese pasado, por la presencia en ellas de ruinas, de objetos antiguos reusados, de desechos que encuentran nuevos usos distintos a los que originalmente poseían. Escuchando a los habitantes de las quebradas del Norte rememorar un pasado que no encuentra cabida en las páginas de la historia oficial de la nación, la escritura de las pasajeras hace legibles las huellas que funcionan como grafías en la superficie del paisaje y del libro. Ello consolida el estatus de la obra como instrumento de conocimiento de lo real. Huellas como la del escorial de quebrada del Carrizal compuesta por ladrillos refractarios grabados por las mujeres de Lota y vueltos a marcar en Glasgow, Escocia, hace más de cien años. Ladrillos que hoy son pedazos quebrados de lo que fuera una fundición inglesa, desaparecida.

En el escorial de hoy Juvenal hace acopio de los ladrillos refractarios que conformaron los altos hornos de la Fundición a principios del mil ochocientos, los vende en sacos y amontona otros para su hermana detrás del muro de pircas del predio que les pertenece. La hermana enferma pavimenta con los ladrillos la entrada, más allá y más acá de la pirca (“Quebrada del Carrizal”).

El escorial de ladrillos, alrededor del cual giran las vidas de Juvenal y de su hermana, es una ruina, una huella fantasmagórica de una de las manifestaciones del gran relato del progreso y del desarrollo. Huellas infligidas a la superficie del Norte, a la topografía nortina que permanecen en ella atestiguando el destino de esos grandes relatos. Tras estos encuentros, las pasajeras “leen” lo que el Norte les expone, llenando los vacíos de esa lectura con lo expresado por los nortinos. Dichos relatos tienen como característica común una inmediatez indicativa de cómo la actualidad ha sido determinada y, concretamente, prefigurada por las ideologías sociopolíticas del pasado. Las mujeres de Calama, “no cesan de ser historia, saben que todo lo vivido lo es, que ella (la historia) les pertenece, y que las palabras son para quedarse” (“Calama”). Ellas saben “dibujar un mapa de su memoria,” pues conservan en la memoria hechos como la marcha de dieciséis kilómetros de “los hombres con bototos y las mujeres sólo con zapatos,” (“Calama”) para solidarizar con los calameños cesantes. En Churrumata, lugar semideshabitado tras haber sido enterrado por “la torta y la turba de las compañías mineras” (“La memoria”), la gente tampoco olvida ni abandona su poblado. Sus habitantes desplazados, los churrumatinos, regresan y “pueblan de otro modo, viven aquí y allá” (“La memoria”), pues Churrumata es un lugar que no es museo de sitio, sino una ruina de depredaciones.

Este aspecto del libro evidencia su condición de partícipe de las poéticas vanguardistas, en la expresión de su conocimiento privilegiado de lo real. Lo real es, aquí, lo que se encuentra y se descubre en los parajes nortinos. Pero, hay un segundo real que se adscribe al mismo impulso: el contraste entre lo visto y escuchado por las pasajeras en el Norte y las realidades urbanas de la nación.

En Quebrada se recorren espacios alejados de las urbes tecnologizadas, mercantilizadas donde los massmedia crean “la ilusión de una cultura común que uniría a actores cuyo poder simbólico es bien diferente” (Sarlo, 228). Ilusión perniciosa, por cuanto asegura una cohesión cultural blanda y banal, cuya fuerza consiste en el poder de desactivar cualquier gesto de resistencia o de crítica.8
Embarcarse en esa tarea, revela un claro reconocimiento de lo que Brea identifica como el proyecto más urgente del artista: resistir el poder del orden hegemónico para desactivar la fuerza crítica de expresiones artísticas contestatarias.

El viaje de las pasajeras parece no tener ni origen ni destino. Esa misma carencia les permite detenerse y “desviarse” con libertad de un ritmo temporal que burla los horarios de los relojes, los calendarios, la televisión, los cronómetros. El ritmo y la velocidad de su desplazamiento están dados por el paisaje y lo que hay en él. La vastedad del espacio en que se mueven sugiere el ritmo de sus jornadas, pues la velocidad de movimiento es determinada por la distancia de los hitos a los que se llega, por la distancia entre las personas a las que se conoce (distancias enormes). El ritmo geográfico y humano del recorrido viene pues, de adentro, del interés y la imaginación individual y, también, de las características reales del terreno. El suyo se convierte en un ritmo distinto y desobediente de la velocidad apremiante del mercado que configura el entorno urbano por excelencia de Santiago. El del viaje de las pasajeras es un ritmo de resistencia, que pretende escaparse de la cadena inapelable de significados que domina la ciudad. A diferencia de lo que ocurre en las urbes como Santiago y similares, el tiempo no se comprime; no se acelera ni acorta, lo que determina la imposibilidad de ignorar las cuestiones éticas de la realidad enfrentada.

Los desplazamientos de los viajeros devienen en un conocimiento espacial interiorizado, que no es información desplegada sobre un plano sino información que guía sin estar geográficamente dibujada y que les sirve para reorientarse hacia otras quebradas. Aunque el entorno espacial inmediato es el paisaje nortino, sus referencias esporádicas a la ciudad hablan de la proyección de estos nuevos mapas cognitivos sobre el espacio urbano distante. Dicho espacio urbano se cierne de modo fantasmático sobre la conciencia y la escritura de las pasajeras, instándonos a contrastar ambos.

Como se dijo anteriormente, este impulso de conocimiento privilegiado de lo real se yuxtapone a otro con el que entra en tensión situando la obra en la zona de histéresis del arte contemporáneo. Nos corresponde examinar el elemento que produce esa tensión: la propia certeza de que el estímulo que provocó ese impulso ha desaparecido.

En Quebrada. Las cordilleras en andas, el deseo de forjar formas alternativas y dignas de relación con el mundo se revela como una tarea política, pero el hecho de que este deseo se combine con la plena certidumbre de su pérdida de potencia produce una tensión que no se resuelve. Cuando el hablante de “Oda al libro I” apostrofaba con emoción al libro pidiéndole “ déjame andar por los caminos/ con polvo en los zapatos/ y sin mitología” (286), lo hacía convencido de que más allá del libro encontraría una realidad forjada en parte al menos por su propio lenguaje. La actitud del hablante poético manifestaba una convicción profunda en la eficacia de los lenguajes para modificar el mundo, dando por supuesta la unidad de lenguaje y mundo bajo la garantía del sujeto poético, el hablante cuya palabra garantizaba esa unidad. El poema no ocupaba una zona de histéresis por su fe en el poder del arte para modificar la realidad, alentado (estimulado) por una convicción innegable: de que el sujeto portador de esas convicciones podía garantizar el engarce entre lenguaje y mundo.

Pero en Quebrada, la imposibilidad de sostener dicha fe se evidencia no sólo en la disolución de una narradora en muchas “pasajeras” distanciadas y desviadas, sino por medio de los 63 fotograbados realizados con técnica mixta de las quebradas del Norte. Estos fotograbados contribuyen a comunicar desde otro ángulo la problemática que el libro enfrenta de principio a fin: la pérdida de la capacidad del arte de ofrecernos formas alternativas de apropiación de la realidad, la postración creada por el cínico destino actual de la soñada disolución de la disociación entre el arte y la vida. Los fotograbados y los textos titulados “La matriz” son los que despliegan la certidumbre de que ha desaparecido el impulso que animó el arte de la vanguardia.

Las imágenes de Quebrada, como ha señalado Eugenio Dittborn, no se proponen figurar las quebradas ni las cordilleras, pues, “los fotograbados son, ellos mismos, desérticos y transversales como las quebradas y cordilleras.”9 Los fotograbados, trazas borrosas que capturan superficies desgastadas, conforman un relato visual en el que se condensa la idea de la complejidad de las superficies tanto físicas como psíquicas del Norte. Las imágenes casi monocromáticas cincelan espacios geográficos extensos y fragmentos diminutos de objetos desde distancias que van desde una gran lejanía hasta la extrema cercanía.

Los fotograbados resultan del meticuloso y arduo proceso de grabar que se sustenta, a su vez, de las miradas de las pasajeras sobre el paisaje. La dinámica de retroalimentación que se establece entre la narración y la grabación da paso a una tercera serie de seis fragmentos titulados “La matriz,” que se distinguen de los demás porque en ellos se hace resaltar la materialidad del proceso de la creación artística que constituye la otra mitad del libro, la mitad que pone en evidencia su certeza del “desfallecimiento de la palabra poética” (Vattimo, 63). Las grafías se sustentan en las fotos para transformarse en foto-grabados, un producto híbrido que combina dos procesos de creación. La conjunción de ambos procesos y el reconocimiento desolador sobre el arte y la representación es el tema de los seis fragmentos.

Las narradoras se transforman en grabadoras enfocadas en su matriz, o plancha de grabado, en la que, como en un útero coloidal, gestan por el tacto, y la presión de las manos, signos y huellas táctiles. Dichas marcas y signos constituyen una especie de prelenguaje, grafías que en su modo de gestación instituyen las condiciones de su uso, explorando modos de emparejar las palabras y las cosas. El modo de gestación y regestación de estos significantes añade otra forma de desobediencia a las anteriores (salida del tiempo mercantil, desviación de la longitudinalidad, desborde las fronteras geopolíticas, miradas reviradas para crear mapas cognitivos alternos, abandono de la ciudad). Las grabadoras trabajan con significantes que más que sonidos, fonemas, o huellas sonoras de las palabras, están concebidos como huellas táctiles de las mismas. Las grabadoras sustraen estos significantes táctiles del ruido ensordecedor y delirante de los lenguajes fútiles y triviales que la estética del advertising genera en los espacios de la ciudad. Las grafías creadas por las grabadoras, por contraste, parecen no portar sonidos, sino el mismo silencio que domina los vastos espacios del Norte. Lo que las grafías portan es su propia materialidad, la espesura tangible de sus contornos.

El discurso autorreferencial de “La matriz” narra el proceso de re-visión y re-creación táctil de los significantes, de la materialidad de su soporte. Cada una de las matrices discursivas pone de relieve el contacto directo de la mano con las herramientas –el taladro, el ácido nítrico, las aspas abrasivas, la goma abrasiva, la punta seca– y con la plancha en la que se excavan y escarban huellas, surcos y marcas.

Absorta en el trabajo de grabar la primera matriz, una de estas grabadoras señala: “Calco los pies de cabra, las cabrías. . . . Traslado el signo de un soporte a otro para multiplicar el goce de la escritura” (“La matriz”). Los lectores nos convertimos en testigos de un acto creador, que antecede, evoca, y refuerza el acto de escribir, entendiendo cómo el grabar trae su propia ouissance, pues retrotrae el escribir hasta sus orígenes: a la materialidad de la grafía. En la tercera matriz, la narradora-grabadora se observa trabajando la lámina del grabado, y cavila sobre cómo una variedad de roces táctiles –el lijar, el desgastar, el taladrar, el bruñir o raspar– quedan registrados en la plancha metálica sobre la que graba

El paisaje no es la imagen.
El paisaje es el deseo, hoy, de lijar. Del negro atraer blanco, extraer luz y relieve de una zona oscurecida. Precisar que el óxido se abra a la textura que encubre su capa crujiente, que muestre el surco disimulado bajo su taimada protección. Es seguir el movimiento del cuerpo borrador, lanzarse en un desdecir abierto, sin topes, que suprime con gestos arrojados un área entera y arriesga otra vez el blanco, un blanco habitado por espectros anteriores, de intentos que no llegaron a ser. . . Hago uso del taladro y su rueda de aspas abrasivas, desgasto resuelta aunque compasivamente la superficie reservándole al ojo algo ignoto, preparando un espacio para aquel paisaje por venir que puja en mis muñecas (“La matriz”).

En sus cavilaciones se intersectan lo estético y lo político. Lo denotado sobrepasa la referencia directa al proceso entre ella y la lámina del grabado, proyectándose a la zona mayor de la nación. Es así como vamos entendiendo las connotaciones políticas de la reflexión sobre el “blanco habitado por espectros anteriores, de intentos que no llegaron a ser” (“La matriz”), como alusiones a los proyectos y esperanzas de la vanguardia política, que artistas como Neruda se habían atrevido a soñar. Esperanzas blancas cuyos espectros, también blancos, fallecidos, permanecen debajo del imaginario mercantil de la nación. “La matriz,” multiplicada en matrices, nos revela la lucidez de las narradoras-grabadoras respecto a la conexión entre signo y significado, a saber, “la angustiosa necesidad de reconocer su fractura, su insoldabilidad: la distancia que separa a todo signo de su sentido” (Brea, 49). La prueba de dicha fractura, y con ello el conocimiento de la crisis de representación, es el hilo que va uniendo los textos de “La matriz” y los fotograbados.

La punta seca excava la superficie de la plancha de metal. Entendemos que el lijar, bruñir, rasmillar, son operaciones tanto literales como figurativas en el libro. Trabajo de excavaciones múltiples que busca formas no depotenciadas de politizar el arte, de resistir la futilidad a la que el mercado lo ha relegado. Es en la última de las seis matrices donde Santa Cruz evidencia de modo más directo la certidumbre de la fractura entre signo y significado, conocimiento que determina la certeza de su pérdida de potencia. En “La matriz” seis, la grabadora-narradora indica

Es distinto escribir ‘yermo’ a pulir una superficie, con la goma abrasiva, que lleva por nombre yermo. Es otro el placer al bruñir una zona, que el cuerpo sabe, encubre lo que me gusta llamar la luz definitiva de ciertos lugares.
Es distinto escribir yermo a tocar la palabra y dejarse rasmillar por su materia. Las palabras, al igual que la matriz de metal, poseen diversas napas difíciles de distinguir. Un brillo debe ser diferenciado de otro a través de una cierta inclinación del cuerpo y, sobre todo, del ojo (“La matriz”).

Este fragmento explora el límite al que han llegado las posibilidades representativas del escritor, es decir, su certeza de la no transparencia del mundo a la palabra. El exponer dicho límite muestra de forma lacaniana el vacío o ausencia del sentido, lo cual constituye el camino de estrategia de clausura de la representación y consiguiente apertura de un pensamiento desnudo del acontecer, desde el reconocimiento de la precariedad del lenguaje como adecuadamente expresiva de la del mundo.

Cuando en esa matriz nos detenemos a observar el proceso mismo de construcción de los signos y las grafías sobre las láminas de metal, lo que la artista nos muestra es su pérdida irremediable de fe en el poder representativo de la escritura, del lenguaje. Nos convertimos en testigos de una conciencia que sabe que la suya es una escritura extraviada de toda lógica de la representación. Por ello, el texto emerge “como un registro de escrituras explícitas y vo-luntariamente incompletas,... acumulación de inicios de grafía, de arqueo-escrituras, de escrituras en un estado remoto, inconcluido” (Brea, 52). Esas grafías y los borrosos fotograbados que a ellas se conectan son sólo descifrables, entendibles, como metalenguajes. Como lenguajes que interpelan sus propios límites, cuestionando su capacidad de representación.10

El trabajo de procesar las imágenes de las fotografías por medio del grabado con la punta seca, el bruñidor, para aplastar el grano de la aquatinta y borronear una superficie marcada sobre el metal, es esencial para entender el proceso por el cual se va dejando constancia del desfallecimiento de la palabra, del signo poético. La precisión que la fotografía demanda a la mirada y al entendimiento es sometida por las grabadoras a un proceso por medio del cual la nitidez se borronea deliberadamente. Dicho acto porta una fuerte carga sim-bólica, en tanto propone liberarse de la precisión de los límites, favoreciendo el desdibujamiento de las identidades. Pero la certeza sobre el desfallecimiento del lenguaje no le impide a la escritora negarse a sentirse cómoda, en el panorama sociopolítico que la rodea. Esta tensión –el punto de histéresis de la obra– la insta hasta el final a inscribir en la plancha metálica el relato de las injusticias históricas sobre el territorio y sus habitantes.

Junto con la punta seca, la grabadora-escritora utiliza el ácido nítrico para crear los fotograbados, lo cual la enfrenta al desafío de dominar la fuerza corrosiva de éste, pues “Carcome hasta perforar. Su ebullición acelera el desgaste que se concentra en las zonas permeables” (“La matriz”). La violencia de trabajar con el ácido es necesaria, sin embargo, para grabar la imagen que muestra “los farellones vertiginosos que rodean Potrerillos avistados desde la otra ladera de la Quebrada del Salado”, lugar donde “las emanaciones del ácido nítrico” obligaron a desalojar a los habitantes de la ciudadela industrial allí localizada, forzados a abandonar Potrerillos a riesgo de morir envenenados por los efluvios de la industria minera. El grabado de la imagen tiene un objetivo claro: contar la historia que yace debajo de los cortes y marcas de los farellones.11 Repetir el proceso que produjo las marcas, en la escala reducida de la lámina metálica, es un modo de politizar el arte sin tener que recurrir al lenguaje al que, como ya se ha indicado, se le ha perdido la fe. El riesgoso trabajo de grabado con el ácido, cuya incorrecta manipulación dañaría la mano que lo aplica, y la plancha de metal, que es soporte de la imagen, es otro modo de narrar la destrucción que éste ha provocado sobre el Norte y sus habitantes. Pero, pues, la segunda corro-sión del ácido deviene en un fotograbado del libro, ella viene a cumplir un gesto de denuncia y restitución respecto de lo ocurrido en los alrededores de Potrerillos. La grabadora le confiere una dimensión política a su grabado, mues-tra el daño hecho al paisaje y sus habitantes y pone en la superficie de la plancha de metal y de las páginas del libro los resultados del proceso de barrenar las superficies. El ácido con que perfora la plancha de metal cuenta de forma táctil y luego visual el relato con el que se contaminó el lugar que sirve de punto de origen del texto.

La escritora Guadalupe Santa Cruz no soluciona el dilema de la condición desfalleciente de la obra artística en Quebrada, al explorarlo desde múltiples perspectivas, y a través de la hibridez del texto, sin embargo, se nos pone frente a frente a una tensión que sustenta a obras contemporáneas conscientes de la distancia recorrida por la relación arte/vida desde el siglo XX hasta estos comienzos del XXI.

NOTAS

1 Este modo de representación de la nación resultaba absolutamente coherente con el proyecto de la vanguardia utópica, emancipatoria, a la que Neruda se suscribió toda su vida. El mismo Neruda, utópico combatiente socialista-marxista renegaría de esa imagen del país creada en “Oda al libro I,” si constatara cómo ésta fue manipulada para fines completamente otros por enemigos acérrimos del socialismo.

2 Neruda también tomó distancia y vio desde ángulos diferentes la realidad de Chile y de Latinoamérica. Pero en su imaginación primó siempre el ideario utópico de la vanguardia, aquél en el que lo artístico abarcaría a todo sujeto de conocimiento propiciando su emancipación, dirigiéndolo en el proyecto de reapropiarse de la totalidad de su experiencia.

3 Las citas correspondientes a Quebrada carecen de número de páginas, ya que el libro no las tiene.

4 Santa Cruz, novelista, traductora, grabadora, artista visual y docente universitaria, ha publicado hasta el momento las novelas Salir (La balsa) (1989), Cita capital (1992), El contagio (1997), Los conversos (2001) y Plasma (2006).

5 Una de varias formas de definir el concepto de histéresis, que proviene de la física y de la química, es la de un fenómeno que se produce cuando al magnetizar un ferromagneto, por ejemplo, éste mantiene la señal magnética tras retirar el campo magnético que la ha incluido (Wikipedia). http://es.wikipedia.org/wiki/Hist%C3%A9resis).

6 Tres artistas visuales-plásticos contemporáneos. Ken Lum, autor de la obra Sin título (1988), Bruce Nauman creador de Mi nombre leído a mil kilómetros por hora (1985) y José Maldonado cuya obra La ilegibilidad de la lectura apareció en 1993 (citados en Brea, 52-53-54). entre otros, en este punto de histéresis expone su “estado de neutralización, de caída total de la energía global del sistema (artístico)... que tendría entonces en sí mismo su máximo reposo” (Brea, 162-3).

7 La escritora se refiere a Quebrada en su ensayo inédito “Promiscuidad feliz con el patrimonio” (2005) en el que comenta: “El mismo retiro respecto de la capital y de su centralismo redobla la sensación de abandono en que se encuentran tanto habitantes como sitios patrimoniales nortinos. La perspectiva que es mía, es cierto, corresponde a un trabajo realizado en las quebradas nortinas, más apartadas aún, con un énfasis manifiesto en ahondar en lo transversal de este país, es decir, a contramano de la carretera Panamericana que une de modo vertical territorios tan dispares, lo que refuerza el monolitismo nacional hegemonizado por las culturas y los valores de Chile Central” (1).

8 Esta realización une el pensamiento de Santa Cruz, Sarlo y José Luis Brea quien señala al respecto: “Una lógica cuyo enorme potencial de absorción desactiva cualquier gesto de resistencia, cualquier tensión crítica, convirtiendo toda la retórica vanguardista de la autonegación en justamente eso, una mera retórica, una falsa apariencia requerida por el juego de los intereses creados, la falsa apariencia del choque y la novedad” (Brea, 5-9).

9 La misma obra de Dittborn, adscrita al movimiento artístico denominado "La avanzada", convierte "el espacio fotográfico (en) traza borrosa, precaria, que muestra la imagen descolorida y gastada de un joven junto a un número serial, o aun en 'Fosa Común' (1977), una colección de fotografías que instala el imperativo del duelo" (Avelar 225).

10 José Luis Brea explica que, entre otras, los “ready-made” de Duchamp y la pintura de Cy Twombly son obras cuyo contenido ilegible sería síntoma del “abandono irreversible de la ilusión que el lenguaje podría dominar al mundo, de que podía pensarse que hay un dispositivo –a saber, la Razón– que garantiza que lenguaje y mundo se corresponden” (52).

11 El área circundante a la fundición de Potrerillos ha sido declarada zona saturada por partículas tóxicas e irrespirables. En la actualidad no reside población al interior de dicha zona.

BIBLIOGRAFÍA

ALEGRÍA, Fernando. Literatura y revolución. México: F.C.E., 1971.

AVELAR, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2000.

BREA, José Luis. Un ruido secreto. El arte en la era póstuma de la cultura. Murcia: Mestizo, 1996.

DITTBORN, Eugenio . http://www.guadalupesantacruz.cl/Las%20cordilleras%20en%20andas.html Consultada el 15 de abril 2007.

NERUDA, Pablo. Selected Poems. A Bilingual Edition. Ed. Nathaniel Tarn. Boston: Houghton Mifflin, 1990.

OJEDA, Cecilia y G. García-Corrales. Imaginarios de la decepción en las novelas chilenas de los 90. Lewiston: Edwin Mellen Press, 2004.

SANTA Cruz, Guadalupe. Quebrada. Las cordilleras en Andas. Santiago de Chile: Francisco Zegers, 2006.

------- “La ciudad archipiélago”. Texto publicado en el catálogo de la exposición colectiva “Intervenciones de Utilidad Pública”. Hospital del Salvador Santiago de Chile, 2002.

------- “Promiscuidad feliz en el patrimonio”. Texto incluido en el ciclo “Habitar el patrimonio”. Escuela de Arquitectura, Universidad Central. Santiago de Chile, 2005.

SARLO, Beatriz. “Basuras culturales, simulacros políticos”, en Posmodernidad en la periferia. Enfoques latinoamericanos de la nueva teoría cultural. Eds. Hermann Herlinghaus y Monika Walter. Berlin: Langer, 1994. 223- 232.

VATTIMO, Gianni. El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna. Barcelona: Gedisa, S.A., 1997.

Correspondencia a:

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