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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.21 Osorno Dec. 2005

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012005000100007 

 

ALPHA Nº 21 - 2005 (103-120) Diciembre 2005

ARTICULO

FRANCISCO SEGOVIA: UNA POESÍA DE LA INMINENCIA

Francisco Segovia: a poetry of the imminence

Juan Pascual Gay
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, México.

Dirección para correspondencia


RESUMEN:

Este artículo quiere dar cuenta del lenguaje de la evidencia que emplea el autor. Se trata de dar cuenta del papel de testigo que tiene como poeta y la complicidad que necesita del lector que, a su vez, es testigo de la realidad que el poeta presenta. En este sentido, trato de establecer los recursos que privilegian la vista y que vuelve a esta poesía un fiel ejemplo del lenguaje de la evidencia.

Palabras claves: Ojo, presencia, evidencia, realidad


ABSTRACT:

This article wants to realize the language of the evidence that the author employs; the article wants to realize the role of witness that has as a poet and the complicity the reader needs which, at the same time, is a witness of the reality that the poet presents. In this sense, I try to establish the resources that privilege the view and that convert this poetry into a faithful example of the language of the evidence.

Key words: eye, presence, evidence, reality


Francisco Segovia es un poeta ya no tan joven, pero cada vez más poeta. Nacido en 1958, en la Ciudad de México, pertenece a la generación que en una entrevista Juan Domingo Argüelles, siendo él mismo uno de sus integrantes, la denomina “generación del 50” (en línea). Argüelles detalla algunas características de esta poesía que, en alguna medida, le convienen a Francisco Segovia:

Actualmente en la poesía mexicana, y no sé en qué nivel en la de otros países, existe esta disyuntiva entre escribir con emoción y dar más importancia al sentimiento, o privilegiar la idea, el pensamiento. A últimas fechas la inspiración, o eso que llamamos inspiración, ha caído en un desprestigio absoluto; la gente piensa que la poesía emocionada es hasta cierto punto una afectación, y se hace una poesía intelectual que se queda en la superficie de la palabra, que no va más allá (…) En ese sentido, la poesía hecha con puras imágenes, con puras ideas y con puros sonidos, forma parte de una tendencia que no pienso que llegue al lector como la poesía de las emociones, y para mí una poesía que no contenga emoción es una poesía destinada al olvido (en línea).

 

 

 

 

 

Lo cierto es que Francisco Segovia lleva tiempo publicando y cultivando todo tipo de géneros literarios: poesía, relatos, cuentos, estudios y ensayos sobre el quehacer literario y cultural, etc.1 pero acaso su irrupción definitiva en el panorama poético mexicano se deba, sobre todo, a dos poemarios publicados prácticamente de manera consecutiva: El aire habitado, Editorial Pre-textos (1995) y Rellano, Ediciones el Ermitaño, (1998). Estos dos libros, separados en el tiempo, obedecen, sin embargo, a un mismo propósito, a una misma poética:

Creo que ambos forman una sola cosa, o que al menos uno es el tintero del otro (uno halla siempre en el otro algo de lo que se “dejó”). Lo son, pues, mutuamente, y no sólo el segundo respecto del primero, porque ambos se ordenan por ambientes o por temas, no por fechas, de modo que en Rellano hay poemas más nuevos, pero también más viejos, que los de El aire habitado.. (Segovia, en línea)

 

 


El mismo Segovia confiesa que este volver –una y otra vez– sobre los mismos temas, las mismas formas y los mismos poemas; este añadir a los poemarios, nuevos poemarios, lo sitúa en una tradición poética reconocida y reconocible:

No sé si ver en esto un coletazo de la generación del 27, una tara que heredo de los que engordaron durante años un mismo libro –el Cántico de Jorge Guillén, La realidad y el deseo de Luis Cernuda… Pero en todo caso sé que me une a ellos –como a otros muchos– una obsesión moderna: el libro. El libro como uni-verso, como concentración, como santuario de la intimidad (acaso el último), pudoroso –y hasta repudiador a veces– frente a la pura diversión y el ruido aturdidor. (en línea).


 

 

 

Francisco Segovia se sitúa en el centro de una tradición: se trata de la tradición romántica. Este centro literario, intelectual, cultural, no sólo tiene como consecuencia la asunción del arte por parte de la vida, hasta el punto de que la obra literaria no deja de ser una bitácora de la vida del autor; sino que es fácilmente rastreable, como lo es en todo el arte romántico, esavinculación del poeta con su experiencia como hombre. Segovia, como muchos otros escritores y artistas de tradición romántica, está fuertemente vinculado con sus vivencias. Sus temas poéticos, sus inquietudes intelectuales, surgen de la experiencia inmediata. Francisco Segovia poetiza el roce cotidiano con la vida. Luego veremos las consecuencias de todo esto en su poesía.

Esa misma tradición romántica le ofrece a Segovia el interés por la imagen y, por tanto, por lo especular; y por el espejo, dado que aquello que llamamos realidad no tiene una sola cara2. No se trata de lo fantástico, como confrontación entre lo culturalmente “normal” y lo “anormal” (Barrenechea.1971:89) que conlleva un replanteamiento de la unicidad de lo real y, al mismo tiempo, una postura lúdica y estética respecto a las experiencias especulares. Más bien, Segovia trata de captar, capturar, concaptar un aspecto de la realidad, ante su desaparición inminente. De ahí la importancia de la observación, de la vista, del ojo en esta poesía. Es clara, por tanto, la vinculación, por ejemplo, con los presupuestos poéticos del romántico Coleridge, para quien la observación es a la meditación “como los ojos, para los cuales (la meditación) ha predeterminado su campo de visión y a los cuales, como órgano suyo, les comunica una potencia microscópica” (Abrahams 1985:207). Es, pues, el valor de la inminencia, ese instante que antecede a la desaparición definitiva de los objetos retratados el que prevalece en este poemario. Como veremos esos objetos son casi siempre efímeros.

La relación que establece Segovia con la imagen poética se debe tanto a su particular manera de relacionarse con el tiempo como con la realidad retratada, y es esa relación la que le permite ver esos objetos, o realidades, de otro modo; un modo vinculado con la desrealización. Ese principio se encuentra, en parte, en el espejo. Escribe Ruggero Pierantoni:

Quizás sea en el espejo donde se realiza, por primera vez, cabal e incompleta, la transición entre realidad y representación. El haber delimitado el campo de la visión significa, por sí solo, investir las imágenes que aparecen de una vida propia limitada y por lo tanto definible. Las imágenes no van más allá de los límites físicos del espejo, se detienen en sus bordes se mueren. Pero cuando transitan a lo largo de la superficie lisa e impenetrable, entonces son más y menos reales que la realidad misma (1984:137).








 

Al respecto, acota David Roas: “Lo fantástico (...) está inscrito permanentemente en la realidad (o en nuestra construcción sociocultural de la realidad), pero a la vez se presenta como un atentado contra esa misma realidad que lo circunscribe” (2001:25). El fantástico literario, como lo llama Olga Pampa en oposición a la categoría epistemológica de “lo fantástico”, se basa en la construcción de mundos alternativos o mundos posibles. La imagen de lo “otro” provoca miedo en Occidente, quizás –apunta Pampa– porque pone en peligro el orden empírico, sobre todo si se verbaliza (1999:18). De ahí que el espejo funcione como un “fenómeno-umbral” (Eco 1988:30) entre mundos paralelos e imaginaciones del fantástico pues constituye un límite de lo “real” que hay que trasponer, como Alicia:

Lo fantástico se alimenta del deseo de rebasar los límites que circunscriben la existencia humana, aunado a la angustia de penetrar en un universo en que el juego de las pulsiones no encuentra las mismas trabas y las mismas regulaciones que hay en la vida real. (Milner 1990:113).


 

 

Estos mundos posibles son los que le interesan a Francisco Segovia, pero también los que proceden de una tradición literaria mexicana que habría que situar en los años sesenta. En la obra de Segovia conviven el sueño, la memoria, la locura y las imágenes especulares. El interés por la imagen comparte, junto con los espejos, el espacio textual con la fotografía y los sueños, que pueden ser también realidades reflejas o paralelas, donde lo importante es la puesta en juego de dos términos: el espejo como eje o como puerta.

El espejo es, efectivamente, un motivo reiterado en lo que he escrito (...) la presencia verbal del espejo creo yo no tiene tanta importancia como el significado que ese “signo” significa. (...) en términos generales, el espejo es la frontera entre dos ámbitos. (...) el raciocinio y el sueño, entre el Yo esencial y el cuerpo como instrumento de translación en el espacio, entre la mente y el mundo, entre la idea y la realidad. Todo espejo es una puerta y lo que importa no es el espejo en sí, sino la idea especular en la que se sustenta la estructura. (...) Me gusta más el espejo de Lewis Carroll. Corresponde más a mi idea de “puerta”. (Glantz 1979: 32-33).









 

Señala Adolfo Castañón que este tipo de literatura pertenece “a una generación mexicana de escritores eminentemente atenta al trabajo de la vida interior” (1993:143), donde ubica a Salvador Elizondo, García Ponce, José Emilio Pacheco, Ibargüengoitia, Inés Arredondo, etc. Estos autores pertenecen a la generación inmediatamente anterior a la de Francisco Segovia y con los que estaba muy familiarizado: sólo hay que recordar que Inés Arredondo y Tomás Segovia son los padres de Francisco Segovia. Juan Domingo Argüelles escribe:

Una de las cosas que digo, y dije en su momento cuando recibí el Premio, es que mi generación, la del 50, e incluso generaciones anteriores, crecimos leyendo a los autores que habían ganado el Aguascalientes y cuyas obras habían aparecido además en Joaquín Mortiz. Estoy pensando en Alejandro Aura, Eduardo Lizalde, Juan Bañuelos, José Emilio Pacheco... (en línea).






 

Francisco Segovia es autor de una poesía evocativa; una poesía auto-reflexiva, pues, el único modo de atrapar esa realidad es en los márgenes del verso. Para Roland Barthes, por ejemplo, la escritura que se refiere a sí misma en una auto-reflexión –y se convierte en protagonista del texto– que conduce a un ensimismamiento metapoético, lo que constituye la cualidad propia de la literatura del siglo XX, en la cual “la escritura absorbe (...) toda la identidad literaria” (1996:86). Xavier Rubert de Ventós (1978) coincide con esta afirmación, ya que considera al arte moderno como el esfuerzo por hacer predominar la “evocación”, sobre la “significación”, al grado de dejar al descubierto su carácter de artificio o ficción.

Fin de fiesta es un poemario publicado inmediatamente antes que El aire habitado y, entre ambos, hay una gran distancia en aquello que algunos llaman “madurez poética”. Fin de fiesta no sólo resulta la antesala de la mejor poesía de Francisco Segovia sino, sobre todo, destaca por dos aspectos que me parecen relevantes para entender el artificio de su poesía: el primero es la importancia que la vista y lo evidente adquieren en el poemario y, por lo mismo, la imagen, lo especular, el retrato; el segundo es la sensibilidad poética con la que se acerca a una realidad, diría, ingenua e inmediata: los retazos de conversaciones, los rastros del festín, los jirones de las minucias que adornan los gestos y ademanes de la noche y la madrugada.

Fin de fiesta consta de veintidós poemas con títulos muy elocuentes y muy a propósito del título general: “Bochorno”, “Colillas”, “Cabo de brandy”, “Vaso”, “Naturaleza muerta”, “Tardor”, “Duérmela”, “Anochecer en el D. F.”, etc.

El poemario está precedido de un epígrafe de Ernst Jünger, que procede de Aproximaciones:

El torbellino hace presentir, en la embriaguez, un tercer principio: detrás del invierno, más que la primavera; detrás de la respiración, más que la vida; detrás de la máscara, más que aquel que se oculta.




 

Los poemas, en su mayoría, guardan un orden estrófico aunque irregular, pues aparecen estrofas de doce, nueve, siete, seis, cinco versos, etc. En cuanto a la medida de los versos, oscila entre 11 y 7 sílabas, aunque la variedad de la medida es amplia. La rima suele ser libre y, cuando la hay, es rima asonante.

Fin de fiesta, desde el punto de vista de la composición, los recursos y los temas, no es un poemario usual. En realidad, el lenguaje poético tiene un uso muy: Francisco Segovia nos ofrece en estos poemas una reescritura de lo ya escrito, en primera instancia, por el lenguaje de la evidencia; reescritura sobre estampas o fotografías o imágenes ofrecidas a sus ojos y retenidas en su memoria. Segovia fija un determinado acontecimiento: un hábito anodino, cotidiano, intranscendente; pero lo capta, lo captura, lo atrapa a través del ojo, y, luego, lo plasma, lo exhibe, lo muestra mediante la mano, esa mano mediante la cual la palabra accede a la página en blanco:

COLILLAS

 

(Suyud es la postura en que hacen sus
oraciones los musulmanes, de cara a La Meca).

 

Se arrugan de espaldas, agachadas,
A montones, las colillas,
Como una colonia de termitas
Bajo la catástrofe del sol.
Suyud de muchedumbres
Que muestran sólo el lomo
Con esa desnudez maciza del muñón.
Muda raza que no tiene
Más rostro que la espalda,
Obscena entre las cenizas,
Como un cuerpo que la lluvia
Deja a medias descubierto en un hoyanco.3

 

El lenguaje de la evidencia, el silencio –que visto constituye nuestro hablar esencial– deja su lugar a una articulación originaria a través de la cual la conciencia del poeta se da una existencia duradera. Segovia establece una complicidad entre el ojo y la mano que explica en estos términos:

La insistencia en que la mano y el ojo no pueden pintar por separado indica que concebimos una suerte de división que, en principio, parece conllevar una contradicción. El talento (la capacidad de cazar “lo pictórico”, de verlo y señalarlo) se supone del lado del ojo, mientras que el oficio que lo coloca frente a los ojos (no sólo llamándonos la atención sobre el hecho artístico o sobre su fuente sino poniéndonos delante de una obra material) se considera atributo de la mano. (1996:18).







 

Sin embargo, dirá más adelante el poeta, la diferencia más relevante entre la mano y el ojo es que “la mano que forma parte de una tradición aprende, cosa que no ocurre en el caso del ojo” (1996:19). Claro. La es mano la que representa la conciencia y no el ojo. El ojo encarna la inconsciencia porque la mirada no sólo no aparece nunca frente a uno mismo como un aprendizaje, sino porque no es producto de una labor que se extienda en el tiempo. El ojo no sabe lo que hace, pero sí la mano: la que sabe definitivamente es la mano. El poeta es un artesano de la palabra pues trabaja, en este contexto, con su mano. Otra cosa es que la materia poética proceda o no del mundo visible, de la experiencia vivida, de la imaginación creadora, etc. Pero en el caso de Segovia, su quehacer poético en este libro procede directamente de aquello que su mirada inmediata le ofrece en cuanto poeta.

Otro buen ejemplo es el poema “Naturaleza muerta”, precedido de un epígrafe de Ramón López Velarde (“como una erótica ficha de dominó”):

Desvertebrada sierra
En la llanura de la mesa, enana.
Montón de los peñones que dieron con sus huesos
En un juego abandonado: fichas
Ya sin la coyunta de las reglas,
Sin dominó, sin médula, sin suerte,
Enfiladas o dejadas al desgaire, echadas
Al cochambre, a medio hacerse
En la cazuela, como un trozo de espinazo ya sin caldo
Sobre el que se enfría la grasa. (18).

Aquí, el sujeto poético se sitúa frente a aquello que ve con la cercanía que le proporciona su condición de testigo, de observador. El testigo que ve y que, por estar presente en ese momento puntual e irrepetible, advierte y muestra el acontecimiento al que asiste. De ahí, en parte, el uso de imágenes sensuales no sólo porque remiten a los sentidos sino, también, por otros recursos que intensifican las sensaciones transmitidas: “Se arrugan de espaldas, agachadas,/ a montones, las colillas” (12): versos en los que tanto la enumeración como la aliteración abundan en la idea de multitud silenciosa. En “echadas al cochambre” (12), la aliteración que remite fonéticamente el arrumbamiento. Las imágenes poéticas acortan la distancia entre el sujeto y el objeto; entre el yo que escribe y el lector. De ahí, también, el empleo de deícticos espaciales y temporales que frecuentemente sitúan en la inmediatez espacial el acontecimiento que señalan los que remiten al “aquí” y al “ahora”). Por ejemplo, en estos versos del poema “Bochorno” –que inaugura el poemario– el adverbio “ya” tiene un doble sentido espacial y temporal:

Las marañas se alacian. Ya no hay broza
Que tense la aspereza de sus púas.
Los insectos no trazan sus rayas ajetreadas.
Nada zumba, ya no hay aire.
(“Bochorno”, 11).
(…)
Todo huele. No hay a dónde
Sacar el alma. Ya no hay aire.
(“Bochorno”, 11).
Hoy no chupan nada las esponjas,
No anda el ruido por sus ámbitos,
Nada llena el pulmón…
(“Domingo”, 17).

Pero la proximidad también se expresa mediante el empleo de demostrativos que acercan al sujeto poético, también al lector, la realidad poetizada:

Este calor que atonta flores,
Esta hinchazón de la intemperie.
(“Bochorno”, 11).
Otra vez este turbio deleite a la deriva
(…)
Otra vez esta marea.
(“Segunda sobremesa”, 34).

El testigo es obviamente un ser visual. Es él quien ha presenciado algo, y todo testigo verdadero es testigo presencial. Segovia nos da a entender que lo decisivo es que el testigo vea por haber estado presente. O sea, por haber coincidido con ese espectáculo o acontecimiento. Por eso, el testigo puede llegar al lugar de la cita desde el dolor, porque su palabra , en primera instancia, entra en el silencio, como en el poema “Alborada”:

El silencio vuelve lentamente,
Como un polvo que se asienta.
Pero no hay remedio
Que cierre los labios
Desgarrados de la herida
O restañe su violento escalofrío:
Raya el alba en su rebaba. (22).

Después, la palabra del testigo reconstruye los hechos a los que ha asistido mediante el lenguaje de la evidencia (anterior al lenguaje articulado). Un lenguaje que no dice nada, que no expresa nada, sino que muestra y señala. Un lenguaje firmemente encarnado en un ámbito de la realidad que reconstruye ese acontecimiento o espectáculo que ha presenciado y al que sólo más tarde, una vez reconstruido, puede ceder a la palabra articulada. En este sentido, también, el lenguaje de Francisco Segovia es un lenguaje silencioso. Se trata de un lenguaje evidente, visual. Escribe el propio poeta:

A esto me refiero cuando digo que las preguntas-lombriz tienen sentido: siempre afirman la existencia de “algo” que –dentro o fuera de la filosofía, no importa– no podemos sino reconocer y celebrar en su propia evidencia, que es a su vez un misterio. Si la filosofía prefiere lanzarse por la vertiente de la evidencia, y no acentúa el misterio sino como límite último (como frontera donde su pensamiento raya en franca teología), la poesía en cambio hace de él casi siempre su punto de partida y su primera exclamación: su “canto genesíaco” (sic). No le importa tanto responder a las preguntas sobre las posibilidades, las condiciones o el sentido de la existencia, como mostrarla; y mostrarla, justamente, en su sentido. Así, el mero hecho de que exista la poesía muestra que la existencia tiene sentido, y lo muestra en su propia gratuidad. Es verdad que la poesía podría no existir, y que no por ello la experiencia perdería su sentido, pero eso no equivale a decir que la poesía sea neutra o indiferente. Por eso no he dicho que la poesía sea el sentido de la existencia sino la muestra de ese sentido. (2002:51).

 

 

 

 

 

 

 

Palabras de Segovia en las que resuena el eco de estas otras de María Zambrano:

Hoy poesía y pensamiento se nos aparecen como dos formas insuficientes; y se nos antojan dos mitades del hombre: el filósofo y el poeta. No se encuentra el hombre entero en la filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía. En la poesía encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro, don, hallazgo por gracia. La filosofía busca, requerimiento guiado por un método. (2002:13).

 

 

 


Entre estas dos formas de la palabra, parece que la historia ha mostrado el triunfo de la forma del pensamiento y lo ha hecho, casi desde el principio; decidiéndose, entonces, la condenación de la poesía e inaugurándose en occidente la vida azarosa y como al margen de la ley de la poesía. Un caminar por estrechos senderos; un andar errabundo y a ratos extraviado, mostrando su locura creciente, su maldición.

En ocasiones (como acabo de decir, es natural) parece que algunos poemas de Fin de fiesta obedecen a cierta desesperación que nace de la frustración o, más precisamente, del dolor. Por ejemplo, el poema “No lo mires”:

Píntalo, hiérelo después y quéjate
Del sol que te esconde en las mañanas,
De los amigos que te espanta, del amor
Que no te tienen. Y dale,
Finalmente, algún reposo:
También él se apartaría de ti con gusto. (25).

Pero Francisco Segovia parece decirnos que una poesía desesperada es, hasta cierto punto, un contrasentido, porque– sostiene– ser poeta es tan sólo eso: creer. Posiblemente, esta poesía es un creer demasiado solo, demasiado puro. La desesperación brota del desengaño del mundo, pero el poeta no se desengaña nunca del mundo por la sencilla razón de que no cree en él.

Es claro que –en este poemario– Segovia apela al carácter evocador y convocador de la poesía, baste el ejemplo anterior del poema “Colillas”. En este sentido, el poema está cerca de la plegaria que nace de la necesidad de esperanza o, más propiamente, de esperanzarse. ¿Cómo busca el poeta el poder convocador de la poesía? Lo busca a partir de la rima o de la repetición, pues, encuentra en ella una voz oracular que quiere hallar el misterio de lo dictado, distanciándose, así, de lo que no depende de su propia subjetividad: de que sea él mismo quien escribe sus versos. Las rimas y las repeticiones son algo así como vestigios de una lengua sagrada.

Segovia, a lo largo del poemario que aquí analizo, recurre a la repetición, pero, no es en la variación, sino en la repetición donde encuentra el gusto:

Toda la noche, a media oscuridad, de mala gana,
(…)
Toda la noche forcejeando en su equilibrio,
(…)
Toda la noche alargando las mejillas,
(…)
Toda la noche alzándose la falda con las manos,
(…)
Toda la noche ahogándose en su aliento
("Expiación", 14-15).

Como una miel que se adelgaza a fuego lento,
Como una nota de oboe que llena su sordina.
("Domingo", 17).

Sólo el gallo no sale poco a poco…
(…)
Se despierta el gallo atosigadamente…
(…)
Sólo el gallo se despierta manoteando.
("El gallo", 26-27).

Otra vez este turbio deleite a la deriva…
(…)
Otra vez esta marea…
(…)
Otra vez sobre la mesa…
(“ Segunda sobremesa", 34-35).

En el gusto y, sobre todo, en la repetición paralelística encuentra Segovia la verdad poética. La repetición de una palabra, de su uso anafórico (como acabamos de ver) es un recurso frecuente en Fin de fiesta. Muestra la adquisición de ese contenido en el ámbito del sentido, mientras que en el ámbito de la significación permanece inalterable: un recurso del lenguaje de la evidencia. Se trata, claro, de un sustrato originario del hecho poético traspasado de lenguaje en el umbral del conjuro mágico, teñido de esa revelación de un contenido que, si bien pertenece a un más allá, sólo ocurre en el más acá del poema. Además, en el poemario, la anáfora refuerza la presencia de la inmediata realidad poetizada.

Se dice que la poesía, también el arte, busca la verdad y la belleza; pero en Fin de fiesta belleza y verdad son más bien topes, es decir, terminan, cierran todo, todo lo concluyen. Cierran, o sea, desesperan porque apenas son tropezadas por el yo poético, diríase que mueren, que dejan de ser, dejándonos, por lo tanto, con las manos vacías.

Pero esta poesía, no es, como podría parecer, una religión, sino una fe, y a la fe no hay cuerpo alguno que pueda detenerla. La fe renuncia a la verdad, pero no la niega, como hace la fantasía, la ilusión, la ficción. La fe, la palabra poética, no quiere alimentarse de la mentira; ella quiere siempre lo verdadero, pero no como un fin, sino como un tránsito. Esa fe propia del testigo que piensa que, siendo importante lo que ha visto o presenciado o escuchado, más importante es darlo a conocer; transmitir aquello que en su momento fue una presencia y que, en el momento de dar fe de esa presencia, resulta una creencia. Pero, entonces, ya no es el yo de Francisco Segovia. Si el poeta da fe de la presencia, es decir, da testimonio –según Segovia– se tratará de “un Yo que se habla a sí mismo para conformar un alter ego, un “otro yo”.. No es Yo y, sin embargo, es “el de la voz” (…) Yo, pero sólo a condición de que su voz sea “la otra voz”” (2002:128). El empleo de la segunda persona es recurrente en Fin de fiesta. En efecto, la segunda persona del singular ayuda a entender de qué manera la voz de uno se convierte en la voz de otro. La mirada de quien escribe va y vuelve, como frente a un espejo, y consume el tiempo; pero, en ambos casos, la imagen se nos presenta de un solo golpe: es la imagen de la presencia, el lenguaje de la evidencia. Pero quien da fe, pide siempre que otro dé fe de su fe, que –en el caso de esta poesía– es el lector:

No lo mires. Dale a morder tierra.
Sumérgelo en la pila de las hojas enlodadas.
Dale a mirar tu espalda con vergüenza…
("No lo mires", 24-25).

Duérmela, vélala, no la dejes
Despertar. Si te asusta su tibieza,
Acércale la cara y mira
Si su vaho te empaña la mirada.
("Duermevela", 33).


Si no te viene a cuento, ni lo intentes,
Por más que se te dé gratuitamente.
("Si no te viene a cuento", 36).

Dice Ramón Gaya que “la poesía no es una religión, sino una fe, pero el poeta no es nunca un sacerdote, sino un creyente” (2003:32). Por eso, declara Francisco Segovia que: “En eso la voz del poeta es igual a la voz de “el de la voz”: no es pertinente, mientras habla, preguntar si va a cobrar o no por lo que dice. Lo importante, por lo menos hasta ese punto, es que dé su testimonio, que dé su fe..” (2002:60). Develar la realidad, encontrarle un sentido, expresar al hombre, son, sin duda alguna, verdades de la poesía, pero huelen demasiado a problema, a cuestión, a ciencia, es decir, a encierro. La poesía no es nunca un problema, sino un destino; por eso se arrima tanto a la ignorancia abierta y huye del saber cerrado. Pero que la poesía sea una ignorancia abierta no quiere decir que no muestre un universo, ni siquiera que no nos muestre el universo; y lo hace, en ocasiones, de manera muy directa. Por ejemplo, como en estos versos que escribe Pedro Garfias, mediante una antropomorfización de la naturaleza: “La montaña medita / la estrella repica / el árbol sonríe” (1992:36). La poesía puede ser una ignorancia completa, pero pone de manifiesto el universo, aunque sea sólo bajo la forma de una experiencia, como en este otro poema de Segovia:

Cíclope de los sedientos, vaso
Que dejó el furor abandonado
Después de fatigar su prisa,
¿no mojaste tú también en este vino
el único labio de tu boca?
("Vaso", 16).

“El arte es destino”, escribe Ramón Gaya (2002:24), y el mismo Pedro Garfias poetiza “Destino que me acechas” (1992:42). Y, el arte– como destino que es–no lo podemos construir, ni siquiera hacerlo sino escucharlo y cumplirlo. Por eso, en parte, parece destacable la actitud de Segovia como testigo. En Fin de fiesta, el yo poético escucha y cumplimenta su visión: es fiel a su destino. Segovia se acerca a la realidad pero no para transformarla, sino para dar fe de su presencia y, al mismo tiempo, salvarla a través de la palabra poética.

Unos versos que me parecen ejemplares a propósito de lo que acabo de afirmar, se encuentran en “Sombras I. Almadraba”:

Los faros echan peces a la borda, escualos
Que boquean en silencio sobre el puente
Y al soltar el aire se relajan
Como el pulpo que ya escurría en las amuras
Y alguien mete en la cubeta… (20).

La poesía de Segovia parece llegar de lo inmediato, pasar por el hombre, luego desprenderse, deshacerse de él, y seguir. Claro que hay un momento –precisamente su momento de plenitud, de perfección, de realización– en que esta poesía ya no tiene ligaduras con el hombre, mas, no es propiamente que reniegue de él, sino tan sólo que va mucho más allá.

Pero el camino por donde la poesía de Segovia se separa del hombre sigue siendo el camino aquél, la continuación de aquel camino humano. Y, sin embargo, esta poesía no es, no puede ser la expresión del hombre. Si expresara al hombre –dentro de la vida–esta poesía no sería más que un intérprete, un aclarador. La prueba de que la poesía de Segovia no es nunca una intérprete la tenemos en que nos lleva, nos arrastra siempre hacia una oscuridad y una suspensión: la suspensión y la oscuridad de la presencia. Porque lo mejor de esta poesía es la creencia. Antes me he referido al dolor, pero el dolor no es creencia, sino un medio para llegar a una creencia desnuda. La creencia del Yo que en el acto de escritura es otro; pero también la del lector y de los lectores: esa vaga población de testigos potenciales. El poeta le dice a su testigo (su otro Yo), a sus testigos (los lectores) que escuchen su propia voz y le crean, es decir, le tengan fe. La experiencia dolorosa funciona, en ocasiones en la poesía de Segovia, como un sustituto, no de la “experiencia material” como se ha querido ver, sino de la experiencia de vida.

Segovia pierde en el vivir, algo como excitabilidad del espíritu y, por un momento, puede creerse más pobre. Claro que ha perdido sensualidades –la sensibilidad, la espiritualidad, el ansia, la pasión, el sufrimiento– pero perder todo eso lo enriquece. La poesía no es el hombre ni su expresión, sino la continuación del hombre, es decir, su inocencia. El hombre tiende al alma, pero el alma está donde está y es como es; y cuando la sentimos es sólo como una concavidad, como una ignorancia; todo lo que pongamos sobre ella, con la burda intención de hacerla visible, resultará un ropaje falso, de papel. Esto explica el empleo de las palabras desnudas, palabras tal cuales son, que acceden al ámbito de lo poetizado sólo por su relación con las otras palabras en el lugar del poema; de modo tal que, por la expresión de la “presencia”, en Fin de fiesta lo inmediato es presencia y esa presencia la señala el yo poético que es, entonces, su testigo.

Segovia se aferra desesperadamente al romanticismo porque sabe que allí dentro hay algo que lo acoge todo, que lo disculpa todo: la pasión. Y la pasión tiene caos; y el caos pasiones, es decir, suciedades; y lo sucio que tiene conciencia de su propia suciedad no aspira nunca a limpiarse, sino a taparse.

Francisco Segovia ha entendido la lección y no tapa, antes bien rescata y salva la realidad. Por eso escribe que la misión de los poetas es

 

bastante humilde, por más que ellos se jacten de ella: consiste, simplemente, en devolver a los hombres (y al universo, si se quiere) sus propias palabras. Quizá más limpias y libres de polvo y paja, pero siempre devolverlas. Que el pueblo oiga las palabras que él mismo pronuncia; que vea lo expresado lo inaudito en su propia lengua. Esa es la única legitimidad que pueden arrogarse, pues a ellos nadie los elige, ninguna multitud les pide que hagan algo por ella o en su nombre. Lo hacen (…) porque sí, no sé por qué, quizá simplemente porque está bien exclamar que el mundo existe; quizás porque la investidura misma del poeta es de naturaleza generosa aun a pesar de que el poeta mismo, en cuanto persona, puede traicionar esa misma investidura. Con eso quiero decir que uno puede hacerse poeta por las peores razones del mundo y medrar a costa de sus propios versos, pero que, en caso de querer reprochárselo, sería mejor apuntar contra la vanidad de su Yo individual y psicológico que contra su dignidad de poeta. (2002: 64).


 

 

 




 


Los poemas de Fin de fiesta privilegian, ya lo he dicho, la vista. La mirada se acerca a la imagen que luego, el yo poético traduce en palabras que sitúa en el espacio del verso. Podría decirse que esta poesía está cerca de lo que es el bodegón para la pintura: una naturaleza muerta. Pero la poesía de Segovia no presenta una naturaleza muerta, sino más bien estática, suspendida en ese momento, ante la inminencia de su desaparición. Por eso, el poeta emplea recurrentemente el tiempo presente, añadiendo a la inmediatez de lo visto una suspensión de esa acción para siempre, según se observo en los versos siguientes y pongo de relieve mediante cursivas

Nada alivia esta llenazón
De aliento vuelto a respirar bajo las cobijas,
Este calor que atonta flores,
Esta hinchazón de la intemperie.
("Bochorno", 11).

En el pecho muy apenas
Hace cuerpo el aire.
("Domingo", 17).

En la cazuela, como un trozo de espinazo ya sin caldo
Sobre el que se enfría la grasa.
("Naturaleza muerta", 18).

Los faros echan sombras, atarrayas
Contra el muro, hiedras que se agarran
Del salitre inútilmente…
("Sombras I" 20).

Una moto rasga el duro silencio de la noche,
Avanza entrecortadamente, a trompicones,
Como las grietas en los muros,
Empuja con trabajos
El punzón de su abrelatas.
Y pasa
("Alborada", 22).

Como algo que tragó arena antes de ahogarse
Y se deseca al borde de la cama
Como aguamala.
("Medias", 23).

La mirada es la que aprehende las sensaciones que despiertan los poemas para luego articularlas en lenguaje. De este modo, el poeta es un testigo puesto que el uso del presente da fe de aquello a lo que asiste. La palabra poética de Francisco Segovia, en este poemario, deja de ser un medio, un mediador, un intermediario. Se torna inmediatez pero no por lo que dice, sino por lo que ofrece, pues, la imagen poética se ofrece al ojo, no al oído, ni al intelecto. El ojo reconoce el perfil de la imagen de esta poesía que tiene en su sencillez –en su simplicidad– lo que tiene de poética.

Estos poemas no se leen. Se ven. Se miran, si es posible decir esto. Y si no fuese posible ¿cómo se diría? ¿cómo decir que esta poesía se ve antes que se lee y se ve porque lo que se lee ha sido expuesto por una mano? El ojo antes que la mano es la que ha escrito estos versos, aunque la mirada conceda a la mano ese privilegio. En la simplicidad de las imágenes poéticas reside la emoción de esta poesía que nace de la simplicidad que le proporciona al lector captar una realidad como si fuera la primera vez que asiste a esa misma realidad. Es el misterio de una primera vez precedida, paradójicamente, de una secuencia infinita. En la sencillez de lo inmediato, por anodino y cotidiano, captamos la ingenuidad, la inocencia, la pureza de aquello que todavía no está manchado; de aquello que ya no mancharemos porque ha quedado a resguardo en el lugar del verso y, por eso, el verso es un lugar de mansedumbre porque siempre podremos rescatar la emoción que suscita ese poema y esa imagen. Y rescatar esa emoción, una y otra vez, es contemplarla. Si contemplamos la imagen poética en el espacio del verso es porque respetamos el carácter convocador de esa poesía. El verso evoca no sólo la situación o esa parte de la realidad poetizada; sino que también convoca todas esas situaciones en que, ese mismo hecho común y corriente, ha sido manchado; es decir, no ha sido preservado de la suciedad por el arte, por la poesía sino que se ha dejado manchar. Fin de fiesta rescata esa realidad a punto de mancharse pero salvada a través de la palabra que, entonces, se reconoce en su poeticidad. Entonces, esta imagen poética se salva porque no muestra la consecuencia final de determinada acción, es decir, el destino final de esa realidad; o, dicho de otro modo, se trata de una violenta inconclusión. Preservar esas realidades, esas presencias, de su destino final es lo que le devuelve la dignidad a la poética de Francisco Segovia.

En suma, Segovia parece postular que la poesía tiene que ser vencida y la realidad, salvada. La obra tiene que ser vencida porque no es más que la expresión y el poeta no aspira a la expresión, sino al silencio. Por eso, también, esta poesía no cuenta, ni narra, ni relata. Tampoco describe, ni se exhibe, ni se expone. La poesía de Segovia, fiel a ese lenguaje de la evidencia, muestra. Pero ¿qué busca el ojo de este poeta? Seguramente, como he tratado de argumentar, lo que busca es un vestigio, una huella, una cicatriz impalpable de la memoria que ha quedado impresa para siempre sobre el cuerpo palpable del papel.

 

NOTAS

1 Entre sus libros de poesía cabe destacar, además de los mencionados, Dos extremos (1977), Alquimia de la luz (1979), El error (1980), Nao (1992); entre sus contribuciones al ensayo, Figuraciones (1988), Retrato hablado (1996), Sobrescribir (2002), Invitación al mito (2001) y el conjunto de relatos agrupados bajo el nombre Conferencia de vampiros (1987).

2 Para conocer un estudio exhaustivo y profundo sobre lo especular en la tradición mexicana, véase el artículo de Elba Margarita Sánchez Rolón, “El espejo y lo `otro`: algunos cuentos de Salvador Elizondo”, de próxima aparición en la revista Valenciana: Universidad de Guanajuato.

3 Francisco Segovia. 1994. Fin de Fiesta. México: Editorial Vuelta / Ediciones Heliópolis. 12. Citaremos por esta edición.

 

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Correspondencia a:

Ex Convento de Valenciana S/N
Valenciana CP 36240
Guanajuato, México
jpascual_3@hotmail.com

 

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