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Teología y vida

Print version ISSN 0049-3449On-line version ISSN 0717-6295

Teol. vida vol.42 n.1-2 Santiago  2001

http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492001000100008 

Claudio Pierantoni
Docente de la Facultad de Teología
Pontificia Universidad Católica de Chile

Las mediaciones de la salvación en San Agustín

Para guiarnos en un tema tan rico y complejo como el de las mediaciones de la salvación en San Agustín, puede ser útil volver a leer algunas líneas de las Confesiones.

Al empezar su obra maestra, inmediatamente después de haber pintado con dramática evidencia la triste condición del hombre, creatura caída, que anda arrastrando dondequiera que vaya su condición mortal, fruto de su soberbia y del consiguiente conflicto con Dios, Agustín resalta la iniciativa de Dios mismo que, a pesar de todo eso, impulsa su creatura, para que se deleite en alabarle,

"…porque nos hiciste para Ti, e inquieto está nuestro corazón, hasta que descanse en Ti" (1). 

Se entrecruzan, en esta famosa expresión, el impulso de la naturaleza humana hacia Dios, y el de la gracia. El hombre está hecho por Dios, para Dios, es decir, en su propia estructura natural, como creatura no puede encontrar su fin completo si no es en Dios. Se podría decir, por lo tanto, que la primera "mediación" para la salvación (que en definitiva no es otra cosa que la unión con Dios) está inscrita, para Agustín, en el mismo código genético del ser humano. El hombre prelapsario tiene un impulso natural hacia Dios. Después del pecado, el hombre conserva en cierto modo este impulso, pero no alcanza a realizarlo, orientándose efectivamente hacia el bien. Según las dramáticas expresiones paulinas, tan determinantes para la experiencia personal y para toda la teología de Agustín: "Mi proceder no lo comprendo: pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. (…) Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero" (Rom 7, 15.18b-19).

Para remediar esto, Dios interviene en la interioridad misma del hombre, excitándolo, impulsándolo. ¿Y cómo? Dándole el gusto de alabarle. Esta es la acción de la gracia: en la alabanza regalada, que es restaurado diálogo con Dios, se encuentra la base de todo buen obrar, de todo caminar hacia la patria celestial.

A este punto, el lector de Agustín podría inclinarse a pensar que la acción de Dios para con el hombre tenga bien escasa necesidad de mediaciones: el hombre peca por soberbia poniéndose en conflicto con Dios, Dios mismo repara la situación dándole –con una intervención directa sobre su interioridad– un renovado y más perfecto impulso hacia Él.

Parecida tendencia a interpretar a Agustín desde este punto de vista puramente "interior", como es sabido, no es puramente hipotética, sino que ha tenido y todavía tiene partidarios. El itinerario de Agustín se puede describir, y a menudo ha sido descrito, como un puro itinerario hacia la interioridad. Esta descripción se basa desde luego en elementos importantes y auténticos de la experiencia espiritual agustiniana. Sin embargo, la imagen de un Agustín que se mueve en el terreno de la pura interioridad es inequívocamente desmentida, como gravemente unilateral, ya por las líneas siguientes del primer capítulo de las Confesiones, que pasamos a leer, porque son muy significativas para el tema de las mediaciones:

"Dame, Señor, a conocer y entender qué es primero, si invocarte o alabarte, o si es antes conocerte que invocarte. Mas ¿quién habrá que te invoque si antes no te conoce? Porque, no conociéndote, fácilmente podrá invocar una cosa por otra. ¿Acaso, más bien, no habrás de ser invocado para ser conocido? Pero, y cómo invocarán a aquel en quien no han creído? Y cómo creerán si no se les predica? (Rom 10, 14). Ciertamente, alabarán al Señor los que lo buscan (Sal 21, 21) porque los que lo buscan lo hallan (cf. Luc 11, 10), y los que lo hallan, lo alabarán.

Que yo, Señor, te busque invocándote, y te invoque creyendo en ti, pues me has sido predicado. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que Tú me diste e inspiraste por la humanidad de tu Hijo y el ministerio de tu predicador."

Como se ve, en un estilo sintético pero a la vez problemático, que es sumamente original, pero que a la vez delata la profunda influencia de San Pablo, Agustín pasa en reseña aquí todas las principales mediaciones de la salvación cristiana. Nosotros conduciremos nuestro análisis precisamente guiándonos por los verbos, que en este pasaje indican otras tantas mediaciones de salvación: conocer y entender, invocar, creer, predicar y, al final, la humanidad del Hijo. Agustín pone estos verbos en orden inverso con relación a su orden natural o causal. La causa principal que hace posible el regreso a Dios es naturalmente la encarnación del Hijo: a esta sigue la predicación que permite la fe, que a su vez origina la invocación, que es el medio primario de buscar a Dios. La invocación es lo que permite conocer a Dios, es decir, hallarlo. Sin embargo, la sucesión causal de dichas etapas no siempre es tan lineal como la acabamos de presentar: los distintos elementos a menudo se pueden entrecruzar en la vida real, y Agustín es muy consciente de eso. Es más: cada una de las etapas se repite muchas veces en la vida del hombre, si camina hacia el bien, en un nivel más alto. Se va creciendo en cada uno de estos aspectos: alcanzar un mayor grado de conocimiento de Dios aumenta nuestra fe, lo que a su vez origina una invocación más perfecta, que produce un aumento del conocimiento de Dios. Se trata en suma de un movimiento en forma de espiral que progresa hacia arriba.

Agustín vivió muy intensamente cada una de dichas etapas o mediaciones en el camino de la salvación. Cada una representó para él un problema y un desafío, para cada una hizo un aporte significativo, en algunos casos hasta decisivo, para las sucesivas generaciones cristianas. Vamos ahora a examinarlas, en la medida de lo posible, en el orden en que se presentan en las Confesiones.

1) CONOCER Y ENTENDER

El acto del conocer puede tener distintos sentidos en el uso agustiniano; se parte del conocimiento puramente intelectual para llegar al perfecto conocimiento de Dios a través de la caridad. En esta última etapa, conocer y amar se identifican. Pero ¿en las etapas anteriores? Somos deudores a Agustín de algunas reflexiones clave para entender la relación entre Dios y el conocimiento humano, reflexiones determinantes para todo el pensamiento occidental.

El conocimiento intelectual puro, en cuanto tal, se pone por un lado fuera, mejor dicho tiene un cierto grado de independencia de la dinámica predicación-fe-invocación que hemos visto. Sin embargo, por otro lado, le influye profundamente. Veamos en qué sentido.

Después de la decepción del maniqueísmo, Agustín pasó por una fase escéptica:

"Dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos" (2).

Los "académicos", es decir, los representantes de la "Nueva academia" platónica, cuya fase de desarrollo más importante se sitúa a mitad del siglo II antes de Cristo y cuyo exponente más famoso fue Carnéades, profesaba una forma de escepticismo que no podemos examinar aquí en su complejidad. Lo que nos interesa para nuestro tema es el impulso que a partir de la crítica antiacadémica permitió a Agustín plantear claramente el papel de la razón humana en la búsqueda de Dios.

En Milán, como es sabido, Agustín conoció, a través del ambiente cristiano culto de la capital, a Plotino y a Porfirio, es decir, el neoplatonismo. Metafísico agudo, a pesar de haber leído poco a Platón directamente, Agustín descubrió rápidamente, en la elaborada reflexión de sus lejanos discípulos, el núcleo esencial y el verdadero centro de gravedad de la filosofía platónica. Esto es: el análisis gnoseológico, es decir, la reflexión sobre el proceso del conocimiento humano.

Frente al escepticismo de la "Nueva academia", Agustín juzgó que Plotino hubiese hecho revivir el espíritu más genuino del platonismo, que consiste en el descubrimiento de la realidad inteligible como algo objetivo, que tiene existencia y consistencia autónoma. Al percibir el intelecto del hombre las ideas (sobre todo: la Belleza, el Bien), no puede no reconocerles una realidad eterna y estable, siempre idéntica a sí misma. Sin entrar en la discusión aristotélica sobre la existencia autónoma de los universales, Agustín se fija en el punto central: la validez universal y eterna de las "verdades de la dialéctica", es decir, de los procedimientos lógicos, es el argumento clave que opone al escepticismo de Carnéades en el Contra Academicos. La filosofía podía discutir ad infinitum sobre la quaestio "si hay un solo mundo o más de uno" o "si el mundo es eterno o tendrá un fin", pero las afirmaciones de la lógica según la cual "o hay un solo mundo o más de uno" y "o el mundo es eterno o tendrá fin" son indiscutiblemente verdaderas, y tienen una validez que no depende de nada externo. Pero Agustín va más allá, da un paso adelante, profundizando, al mismo tiempo que la simplifica, la intuición clave de la metafísica platónica: el pensamiento humano, aun antes de percibir ideas como "bien" y "bello" o el principio de no contradicción, se percibe a sí mismo, y esta es para el hombre la primera fuente de verdad indiscutible. De la primera verdad, sale inmediatamente la segunda: pienso, luego existo (3). De estas primeras dos verdades, existir y pensar, deriva inmediatamente una tercera: el mismo movimiento del pensamiento, que se pone a investigar, demuestra que poseo una voluntad. En otras palabras, nuestra voluntad es, a la par del pensamiento, una realidad que nosotros percibimos inmediatamente, sin intermediarios. Esse, nosse, velle, son por lo tanto tres realidades que pertenecen indiscutiblemente al hombre.

Se trata del primer escalón hacia la demostración de la existencia de Dios. Una vez demostrado que él mismo existe, Agustín vuelve a considerar, en el De libero arbitrio, el proceso intelectivo del hombre. La percepción de las verdades inteligibles como eternas y siempre idénticas a sí mismas constituye para él el camino más efectivo y más corto para la demostración de la existencia de Dios, el cual posee exactamente las mismas características de eternidad y estabilidad (4). Es el funcionamiento mismo del intelecto humano, en definitiva, la prueba más evidente de algo que escapa completamente a las características y a las leyes del mundo natural, algo que tiene características que la mente humana espontáneamente considera superiores, por lo tanto algo "sobrenatural". Esta realidad se identifica con Dios. La fuerza de la prueba agustiniana reside en el hecho de no estar expuesta a ningún factor externo al pensamiento mismo, y por lo tanto a ninguna posibilidad de error (5). Tal como lo habían hecho el platonismo "medio" y "nuevo", Agustín pone la intuición gnoseológica de Platón al servicio de la teología, pero, despojándola de muchos elementos secundarios, y mirando a lo esencial, la transforma en una verdadera philosophia perennis.

Este es, en pocas palabras, el núcleo de lo que Agustín nos indica a propósito de la mediación que la pura razón humana nos puede ofrecer en orientarnos hacia Dios: no es mucho, pero se trata de una base segura (6).

La reflexión sobre las verdades inmediatamente percibidas por el intelecto humano, esse, nosse, velle, impulsa además Agustín, como es sabido, a pensar el camino hacia la comprensión de la Trinidad no solo en forma puramente intelectual, sino que a través de la concreta psicología del hombre. Lo que es la articulación trinitaria, el hombre lo puede experimentar, aunque en una pálida imagen, en su concreta vida interior. Entonces no solo la mente humana en su aspecto lógico-deductivo, sino que también la experiencia humana propiamente psicológica se vuelve una mediación esencial en el camino hacia Dios.

La mediación de la salvación a través del conocimiento constituye también, paralelamente, un aspecto importantísimo de la mediación del Verbo. Es en Él, en efecto, en el Logos eternamente engendrado por Dios, que residen todos los objetos y las verdades inteligibles que nuestro intelecto percibe. De hecho, puesto que no podemos sacar las eternas verdades del intelecto a partir del mundo material, ni tampoco, siendo eternas e inalterables, pueden ser producto de la mente humana, que es mudable y limitada en el tiempo, es legítimo concluir que solo el mismo Logos de Dios nos las puede comunicar y enseñar. Por eso –señala Agustín– Jesús dice: "No llaméis a nadie maestro en la tierra. Uno solo es vuestro maestro, el Cristo". Poco después de la conversión, dos años antes de ser ordenado presbítero, Agustín dedicó una importante obra, el De magistro, justamente a demostrar que nadie puede ser maestro de nadie en esta tierra, puesto que las palabras humanas solo pueden sugerir, o indicar, pero no comunicar contenidos: la percepción de los objetos solo puede verificarse por experiencia directa, ya sea exterior (objetos que nos provienen del mundo físico) o interior (objetos que nos provienen del mundo inteligible, que no es otra cosa sino el Logos de Dios). Con respecto a este planteamiento, se ha formulado contra Agustín la acusación de sostener una forma de ontologismo, es decir, la confusión –de origen platónico– entre conocimiento místico y conocimiento intelectual: al ver en nuestra mente las ideas presentes en el mundo inteligible, que es el Logos, nosotros percibiríamos directamente al mismo Logos, que es Dios. Sin poder entrar aquí en una discusión detallada, señalamos un importante texto del De Trinitate, donde Agustín menciona el famoso símil del sello y de la imagen impresa en la cera (7). La idea eterna, el inteligible presente en el Logos, es el sello, que se imprime en nuestra mente como en la cera, así que lo que nosotros podemos percibir no es directamente el Logos, sino que una visión indirecta o una imagen de las ideas que Él contiene. Como en la mayoría de los casos, Agustín supo sacar provecho de lo bueno, evitando aquí también la trampa que le tendía la doctrina platónica. En general en este tema, a pesar de los textos agustinianos que inevitablemente tienen una ascendencia platónica (plotiniana), es a mi parecer una opinión un tanto superficial la de quienes han atribuido al doctor gratiae tamaña confusión entre el plano de la naturaleza y el de la gracia.

Para concluir con este aspecto, señalamos que tiene un interés especial en tanto que es el único en que el Logos, en cuanto tal, tiene un papel mediador. Sin embargo, como veremos más abajo, este papel se concilia con la afirmación fundamental de que el único mediador es el hombre Cristo Jesús, según I Tim 2, 5.

2) INVOCAR

"Invocare". Esta palabra nos lleva al centro mismo del problema de la mediación, y en general de la relación entre Dios y el hombre. La paradoja que encierra la "invocación" de Dios es fuertemente resaltada por Agustín en los capítulos 2 y 3 del primer libro de las Confesiones. ¿Qué quiere decir "invocar" a Dios? "In-vocare" quiere decir "llamar a", o "llamar dentro": llamamos a Dios para que venga "dentro de nosotros". Pero ¿cómo, si Dios, que nos crea y sostiene nuestra existencia en cada momento, ya está dentro de nosotros? Dios está presente, insiste Agustín, no solamente en cada ser humano, sino que en cada punto de la creación sensible. Y no está presente por partes, sino que todo entero en todas partes: ubique totus. Dios es inmanente en su creación. De nuevo, podría parecer que no haya lugar a mediaciones: si Dios está todo entero en cada parte de su creación, ¿qué necesidad tienen las creaturas de mediaciones que lo conduzcan a Él? Sin embargo, la hay. "Ningún lugar" –sigue Agustín– "lo abarca del todo". Dios es el absolutamente trascendente.

Sin usar ni un termino técnico de la teología ni de la filosofía, sino que con un lenguaje puramente pictórico y descriptivo, presenta en toda su fuerza el misterio de la inmanencia y de la trascendencia de Dios. Dios está presente en toda la naturaleza –todo lo sostiene, lo llena, lo protege; todo lo crea, lo nutre, lo perfecciona–, sin embargo es un Deus absconditus, "secretísimo y presentísimo" (8): solo Él puede franquear el abismo que lo separa de la creatura. En otras palabras, solo se nos revela y nos salva por la benignidad de su gracia. Et nusquam recedis, et vix redimus ad te, dice con una de sus fórmulas aptas a evidenciar la paradoja: "No te retiras a ninguna parte, pero a duras penas volvemos a ti". (9).

3) CREER

La fe es naturalmente una mediación esencial de salvación. La fe es un don. A partir del De diversis quaestionibus ad Simplicianum, compuesto en 396-397, es decir poco antes de las Confesiones, Agustín rechaza decididamente la doctrina del initium fidei, la doctrina según la cual al menos el momento inicial de la fe es mérito exclusivo del hombre, mientras que la gracia divina interviene en un momento sucesivo. Agustín rechaza este planteamiento sobre la base del testimonio del apóstol Pablo, sobre todo I Cor 4, 7: "¿Qué tienes que no hayas recibido?".

Sin embargo, el ser la fe don de Dios no excluye en absoluto que esté involucrado el libre consentimiento del hombre; y además, no excluye que esté involucrado, aquí también, el papel de la razón. La utilidad del creer en sentido amplio y general, subraya Agustín en el De utilitate credendi –obra compuesta en 391, inmediatamente después de su ordenación presbiteral– es evidente en todos los aspectos de la vida. Si esperáramos que nos fuera rigurosamente demostrado todo lo que normalmente creemos por la confianza que les tenemos a las personas, simplemente no podríamos vivir: no podríamos realizar nada, incluso en los aspectos más sencillos de la vida cotidiana. El mismo argumento se aplica a la fe religiosa: "nemo credit, nisi prius cogitaverit esse credendum", afirma Agustín todavía en una de sus últimas obras (10), y una de aquellas obras, hay que notarlo, en que se se subraya más fuertemente el primato absoluto de la gracia predestinante. Nadie cree, si antes no haya reflexionado que hay que creer. Es decir, la confianza en los autores inspirados de la Biblia y en los representantes de la Iglesia que nos transmiten el mensaje y la doctrina de Cristo tiene, desde un punto de vista humano, un cierto grado de razonabilidad. El principio de autoridad mismo es lo más razonable que hay, dados los límites muy estrechos en que se mueve la mente y la experiencia humana individual. Sin creerle a una autoridad, en este campo, aún más que en otros, no podríamos dar ni un paso solos.

Por esto mismo, la mediación humana más importante para que se genere la fe es la predicación, que vamos ahora a examinar.

4) PREDICAR

"Quomodo credent sine praedicante?". La predicación tiene para Agustín una importancia absolutamente esencial. Se puede detectar en sus primeras obras después de la conversión un cierto grado de insatisfacción por el tipo de predicación que él pudo haber escuchado en sus años juveniles en Africa. En el mismo De utilitate credendi, que acabamos de mencionar, Agustín recuerda, entre los motivos que lo impulsaron a hacerse seguidor de la secta maniquea, el siguiente tipo de propaganda que ellos hacían para atraer a los católicos todavía immaduros como él era:

"¿Qué otra cosa me impulsaba, durante casi nueve años, abandonada la religión que me había sido inculcada por mis padres, a seguir a esos hombres y a escucharlos diligentemente, sino que ellos decían que nosotros [los católicos] estábamos atemorizados por la superstición (superstitione terreri), y que se nos mandaba la fe antes de la razón (fidem nobis ante rationem imperari), ellos en cambio no obligaban a nadie a creer, sin haber antes discutido y explicado la verdad (nisi prius discussa et enodata veritate). ¿Quién no se habría dejado atraer por estas promesas, sobre todo un alma de adolescente ávida de la verdad (adulescentis animus cupidus veri)?" (11).

Aunque lo que se dice aquí de la jerarquía católica es afirmación de sus enemigos, no nos es difícil imaginar que un cierto autoritarismo basado en el miedo, deformación de la verdadera autoridad, debe haber sido un defecto de la predicación que Agustín escuchó en su juventud, y que lo alejó, o no supo atraerlo, a una fe convencida. Lo que es aún más significativo, en el mensaje que Agustín captó de este ambiente, es la contraposición entre la fe y la razón.

De esta amarga experiencia juvenil, Agustín supo extraer dos puntos absolutamente fundamentales en su estrategia como predicador y obispo.

El primero, que el pastor siempre y solo tiene que enseñar, y nunca mandar u obligar. En los cientos de sermones y cartas que se nos han conservado de Agustín, constantemente se observa esta actitud de maestro paciente y humilde, que procediendo con calma y en un lenguaje sencillo y directo sabe explicar los conceptos teológicos más profundos, y la exégesis bíblica más sofisticada de su tiempo hasta al auditorio más sencillo e iletrado. Maestro siempre consciente, en verdad, de que él mismo no puede enseñar nada, sino simplemente sugerir lo que solo el Maestro interior puede verdaderamente transmitir.

El segundo, que el entender no se opone al creer, y por lo tanto la enseñanza debe dirigirse al intelecto no menos que a la aceptación por fe, para que se genere, como lo hemos visto, un "círculo virtuoso": crede ut intelligas, intellige ut credas (12). La fe, que permite la búsqueda, hace sin embargo posible que el intelecto encuentre: y la búsqueda no termina: rursus intellectus eum quem invenit adhuc quaerit (13).

La otra experiencia determinante en la predicación que Agustín recibió fue naturalmente la de Milán, gracias al obispo Ambrosio. La primera característica que él subraya en este pastor, y una de las claves de su éxito para con él, fue la amabilidad con que lo recibió:

Suscepit me paterne ille homo dei et peregrinationem meam satis episcopaliter dilexit. Et eum amare coepi primo quidem non tamquam doctorem veri, quod in ecclesia tua prorsus desperabam, sed tamquam hominem benignum in me (14). 

No es difícil individuar los secretos del éxito de Ambrosio en las palabras subrayadas: su actitud es paternal, benigna, y –lo que me parece lo más importante– su amor se manifiesta no en amar a las buena cualidades de Agustín, sino que en amar su peregrinación: es el hecho de que el joven anda como oveja perdida lo que atrae su cariño.

Sin embargo, eso no es todo. Para atraer a Agustín también fue importante el papel de la retórica. Sigue el mismo capítulo de las Confesiones:

"Lo escuchaba con todo cuidado cuando predicaba al pueblo, no con la intención que debía, sino como queriendo explorar su facundia y (…) quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba. Me deleitaba con la suavidad de sus sermones".

Aun antes de ser atraído por el contenido, Agustín, maestro de retórica y hombre de sensibilidad estética refinada, es atraído por la belleza de los discursos. Es uno de los tantos medios que la gracia divina escoge para salvarlo, aunque él mismo no lo sepa:

"A él [scil. Ambrosio] era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti sabiéndolo" (15).

Agustín reflexionó ampliamente sobre el papel de la retórica en el anuncio del mensaje cristiano, en otra de sus obras capitales: el De doctrina cristiana, donde se analiza en todos sus aspectos lo que nosotros llamaríamos la "mediación de la cultura" para el cristiano.

Agustín declara que no es su intención ofrecer con esta obra un manual de retórica, que el lector puede aprender en las instituciones adecuadas: sin embargo, enfatiza al máximo la utilidad de la elocuencia para el predicador cristiano. Vale la pena leer el texto:

"Ya que con la retórica se sostienen argumentos tanto verdaderos como falsos, ¿quién se atreverá a decir que contra la mentira los defensores de la verdad tienen que quedarse completamente desarmados? ¿Por qué los que intentan persuadir lo falso saben capturar con sus exordios a los que escuchan haciéndolos atentos y ablandándolos, mientras que estos no? ¿Por qué aquellos saben exponer la mentira con brevedad, claridad, verosimilitud, mientras que estos exponen la verdad en forma tal que el que escucha se aburre, no llega a entender y no queda convencido? ¿Por qué aquellos logran con argumentos engañosos contrastar la verdad y afirmar la falsedad, mientras que estos no son capaces ni de defender la verdad ni de refutar la mentira? ¿Por qué aquellos con sus palabras saben mover e impulsar al error las almas de los que escuchan, provocando en ellos temor, tristeza, alegría, y exortándolos con el máximo empeño, mientras que estos defensores de la verdad dormitan perezosos y apáticos? ¿Quién puede ser tan insensato como para pensar así? En suma, ya que la capacidad de hablar es en sí neutral, y es muy eficaz para sostener argumentos tanto buenos como malos, ¿por qué el hombre bueno no debería ponerse en condición, gracias a esta disciplina, de pelear por la verdad?" (16). 

Con esta acumulación de interrogativas, típica de su retórica, Agustín le da un tirón de orejas a más de un predicador, teólogo o filósofo antiguo y moderno (quizás más moderno que antiguo).

Comentemos las dos distintas series de características que hemos evidenciado con la cursiva. La primera –breviter, aperte, verisimiliter– es típica del estilo sencillo o tenue, que es el estilo típico de la enseñanza, el docere. Tal como lo hacía el maestro pagano tradicional, ya fuera de retórica o de filosofía, así también el maestro cristiano, en el momento de enseñar los contenidos de la fe debe usar un estilo sencillo y claro, sin demasiados adornos ni demasiado énfasis. De igual manera, tal como el orador pagano buscaba persuadir el auditorio en tribunal o en el Senado, para inclinarlo a una decisión, así también, en el momento de la predicación propiamente tal, objeto del orador cristiano es impulsar a la acción, a traducir la enseñanza en práctica de vida: para eso es necesario el estilo elevado o sublime, que efectivamente esté en condición de mover los sentimientos: moventes impellentesque dicendo terreant, contristent, exhilarent, exhortentur ardentes.

Sin embargo, Agustín le agrega a esta utilización del esquema tradicional una precisión de gran interés. Los rétores paganos al hablar en los tribunales solían utilizar un estilo tenue al discutir causas civiles de importancia puramente económica, mientras que el estilo elevado se requería por las causas de mayor peso, como los delitos de sangre, o las decisiones políticas. Para el cristiano, enfatiza Agustín, lo que cuenta no es tanto la situación en su aspecto exterior, sino que el peso moral que puede tener para la persona: el orador cristiano podría por lo tanto incurrir en un grave error al comentar en estilo tenue o sencillo la frase de Jesús: "Todo aquel que dé tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser mi discípulo, no perderá su recompensa" (Mat 10, 42). Comenta Agustín:

"¿Acaso no me ha pasado una vez que, mientras hablaba al pueblo sobre este tema, y Dios me asistió para que hablara en tono adecuado, saltó de esa agua fresca, por decirlo así, una llama tal que encendiera hasta los corazones fríos, impulsándolos a hacer obras de misericordia con la esperanza de la misericordia celestial?" (17).

Agustín tiene siempre presente el objetivo clave de la elocuencia cristiana, que no puede ser otra cosa que la salvación:

"Estamos tratando de la elocuencia del que queremos que nos enseñe aquellas verdades por las cuales nos liberamos de los males eternos y adquirimos los bienes eternos: dondequiera que se traten estos temas, son importantes" (18). 

Por eso mismo, Agustín aporta otra variación de peso al esquema tradicional, que también incluía un tercer estilo, el intermedio o temperado: era el estilo de la comedia y del discurso hecho para entretención. Su objetivo era el puro delectare. Agustín no excluye la importancia de la delectatio en la oratoria cristiana, pero nunca como fin en sí mismo, sino que siempre y cuando sirva para la utilidad, es decir, de nuevo, se ponga al servicio de la enseñanza y de la persuasión. Así también la delectatio, con tal que se use correctamente, es una mediación de salvación, y no la menos importante: a través de ella "se obtiene a menudo un asentimiento más rápido, y un efecto más duradero" (19).

Hasta aquí la mediación de la retórica en su aspecto formal, lo que los antiguos llamaban el proferre, la forma de exponer. Pero antes que eso, y naturalmente aún más importante, es el invenire, es decir, el buscar los contenidos de la exposición. Los antiguos –por ejemplo Cicerón– individuaban la base de la inventio en una sólida cultura, tanto jurídica como literaria y filosófica. El cristiano encuentra naturalmente la base de todos los contenidos a expresar, en la Sagrada Escritura. Es esencial, por lo tanto, entre las mediaciones de la salvación, el tema de la exégesis bíblica: la Biblia representa para el cristiano un patrimonio amplísimo de enseñanzas, pero a la vez una ocasión casi infinita de divergencias. Si las definiciones dogmáticas ya en tiempos de Agustín están en condición de darle un notable grado de unidad a la Iglesia, los distintos criterios de exégesis bíblica permiten todavía divergencias no indiferentes de interpretación. Agustín tuvo aguda conciencia de este problema.

Recordaremos que su primer contacto con la Biblia fue completamente negativo. La sencillez del texto bíblico y sobre todo sus "carencias estéticas", juzgadas del punto de vista de la literatura pagana que le era familiar, impidieron a su orgullo penetrar en este peculiar edificio, sublime en su interior pero caracterizado por una "entrada baja", que le requería doblar la cabeza al entrar (20). 

Es muy notable que, junto con su orgullo, fue precisamente la falta de un tipo de introducción e interpretación bíblica adecuada a su edad y a su nivel cultural, lo que en este momento –tenía diecinueve años– lo empujó a buscar algo más satisfactorio con los maniqueos.

Los maniqueos, por su parte, dedicaban casi todo su esfuerzo exegético a presentar en una luz negativa el Yahvé del Antiguo Testamento, el creador del mundo sensible. Para lograr ese objetivo, recurrían a una interpretación exageradamente literal de muchos pasajes, en primer lugar, naturalmente, los textos cruciales del Génesis (21). Durante muchos años Agustín simplemente no sospechó que pudiera darse una interpretación distinta. Recién en Milán, al escuchar al obispo Ambrosio, se enteró de la posibilidad de interpretar esos textos "espiritualmente", es decir, alegóricamente. Ambrosio no hacía otra cosa que poner a disposición de su auditorio los frutos de la exégesis griega, desde Orígenes hasta Basilio. Es realmente notable que una persona del nivel cultural de Agustín tuviera que esperar tanto tiempo antes de entrar en contacto con principios exegéticos elaborados en el mundo cristiano desde hacía ya ciento cincuenta años. Sin embargo, una vez establecido el contacto, Agustín no se limitó a repetir e imitar, lo que había sido el trabajo, por lo demás de valor inestimable, de San Ambrosio. Agustín en cambio dedicó una reflexión original a todos los problemas de hermenéutica que se referían a la Biblia. Siguió dedicando una atención especial a los primeros capítulos del Génesis, cuyo comentario emprendió nada menos que cinco veces, explotando todos los recursos tanto de la exégesis literal como de la alegórica, así como también de la filosofía y de la ciencia de su tiempo. Y si dedicó sus primeras fuerzas como teólogo a demostrar la debilidad metafísica del sistema maniqueo, así dedicó su primer empeño intensivo como exégeta, a demostrar su inconsistencia desde el punto de vista exegético (22).

Documentos de la aguda conciencia que él tiene del problema exegético, son dos de las fundamentales obras ya mencionadas: el De doctrina christiana y las Confesiones. Siendo el primero, como dijimos, un verdadero manual de cultura cristiana, y siendo la Biblia la base de toda cultura cristiana, la exégesis no podía no ser el tema central de la obra. La Biblia es ciertamente un medio de salvación, pero a su vez necesita ser mediado. Nadie como Agustín es consciente de la insuficiencia y ambigüedad del lenguaje humano. Pero a la vez, nadie está más convencido de la riqueza inagotable de la palabra inspirada.

Es especialmente notable que Agustín, a pesar del entusiasmo por el descubrimiento de la exégesis alegórica, siguió profundizando también en el tema de la importancia de una exégesis "literal", pero aclarando con el máximo énfasis que la búsqueda del sentido literal es busqeda del sensus auctoris, del sentido querido por el autor sagrado, que naturalmente es libre de expresarse mediante imágenes, metáforas, símbolos (23). Decidir si el autor sagrado le da un sentido literal a sus palabras o las usa como símbolos, se identifica en sustancia con el moderno procedimiento de identificación del "género literario". Naturalmente ya Orígenes había dedicado amplia reflexión a ese tema, y había valorado la importancia de los conocimientos históricos, literarios y lingüísticos para una buena interpretación; sin embargo, la exégesis alejandrina en general se muestra más expuesta a la tentación de admitir, en la interpretación de muchos pasajes, la ausencia de un sentido literal satisfactorio (lo que se llamó defectus litterae), y a afirmar por lo tanto la necesidad de una interpretación muchas veces exclusivamente espiritual. Agustín es bastante más cauto a este propósito. Un ejemplo muy significativo es la interpretación literal, en Agustín, de la poligamia de los patriarcas (24).

En cuanto al valorar las contribuciones de las ciencias auxiliares a la exégesis, Agustín, si por falta de tiempo no se pudo dedicar, como los alejandrinos, a estudiar hebreo ni a producir ediciones críticas (25), por otro lado en su manual puso gran énfasis en recomendar esos estudios a los cristianos que se lo podían permitir, tanto clérigos como laicos.

En cuanto a la interpretación alegórica, Agustín distingue dos posibilidades: una más "objetiva", sometida a precisas reglas, otra más personal.

Para establecer reglas objetivas, peso determinante tuvieron para Agustín el libro de hermenéutica del donatista Ticonio, que se encuentra sintetizado en el De doctrina christiana (26). Veremos solo la primera, que es la más importante, y suena así: de Domino et corpore eius. Todo lo que en la Biblia se dice del hombre individualmente, se puede aplicar al cuerpo entero, que es la Iglesia, y al Cristo, que es su Cabeza: e inversamente, todo lo que se dice del Cristo, también se puede aplicar al cuerpo, que es la Iglesia, e individualmente a cada uno de los que lo componen. Hacen excepción, naturalmente, los textos que hablan del demonio o de hombres manifiestamente malos; en este caso vale la misma regla, pero de signo opuesto: de diabolo et corpore eius. La gran importancia de esta regla reside naturalmente en su inmediato alcance eclesiológico. Detrás de la mediación bíblica, por importante que sea, está una mediación más profunda todavía, que es la mediación de la Iglesia.

Queda por examinar el otro aspecto de la exégesis alegórica, que podríamos llamar más "personal". A pesar de su insistencia profundamente científica sobre las reglas de interpretación, Agustín no disminuye naturalmente la importancia de la que nosotros llamaríamos, en el sentido moderno, una exégesis espiritual. Desde este punto de vista él recalca, no menos de Orígenes, la infinita riqueza de significados que puede nacer del contacto entre el lector y el texto. Hay en las Confesiones una página muy característica al propósito. En el libro XII, comentando espiritualmente los primeros versículos del Génesis, afirma Agustín:

"Si entonces fuera yo Moisés, (…) hubiera querido que me hubiese sido dada tal facultad de hablar y tal manera de disponer mis palabras, que aquellos que no pueden todavía comprender cómo Dios crea, no rehusasen mis palabras como superiores a sus fuerzas, y los que ya lo pueden hallasen que en cualquier sentencia verdadera que viniesen a dar con el pensamiento no estaba excluida de estas breves palabras de tu siervo; y, finalmente, que si otro viese otra cosa distinta en la luz de la verdad, ni aun esta misma dejase de ser comprendida en dichas palabras. Porque así como la fuente en un lugar reducido es más abundante, y surte de agua a muchos arroyuelos, que la esparcen por más anchos espacios, que cualquiera de los arroyuelos que a través de muchos espacios locales deriva de la misma fuente, así la narración de tu dispensador, que ha de aprovechar a muchos predicadores, de un pequeño número de palabras mana copiosos raudales de líquida verdad, de las que cada cual saca para sí la verdad que puede, esto este, aquello aquel" (27).

Resulta de nuevo evidente, en estas palabras, el papel del Logos mediador, aquí presentado como la Verdad. En la teoría exegética alejandrina había sido ya valorada al máximo la inspiración sobrenatural, tanto del Logos como del Espíritu Santo, que debe asistir al intérprete de la Escritura, tal como asistió a sus autores. Aporte original de Agustín es en cambio la valoración máxima de la razón humana, también en el campo de la exégesis bíblica. Si el Logos divino es Verdad y Razón, la razón humana solo funciona porque es iluminada por su Luz. La misma razón es por lo tanto, de alguna manera, "sobrenatural" o más precisamente, como lo hemos visto en el párrafo anterior, puerta inmediata hacia lo sobrenatural.

Se suele normalmente repetir que según Agustín el criterio último para la interpretación de la Biblia es la gemina caritas, el doble amor, de Dios y del prójimo. El criterio es presentado en el De doctrina christiana, y es ciertamente un elemento esencial de su doctrina exegética. Sin embargo, para entenderlo del todo, siempre hay que tener presente que, río arriba, este criterio se deduce de la Escritura misma por medio de la razón. Para terminar, hay que tener presente que en la lectura de la Biblia, por muy importantes que sean los criterios hermenéuticos, estos siempre están subordinados a la mediación de la Iglesia, que transmite el mensaje de Cristo, y prolonga su acción.

5) LA MEDIACION ECLESIOLOGICA

Totum culmen auctoritatis lumenque rationis in illo uno salutari nomine atque in una eius ecclesia recreando et reformando humano generi constitutum est.

"Todo entero el culmen de la autoridad y la luz de la razón han sido puestos en este único nombre saludable [de Cristo], y en la única Iglesia de Él, para recrear y reformar al género humano" (28). 

No solamente los criterios hermenéuticos son relativos, sino que la misma Biblia es relativa y depende de la autoridad de la Iglesia. Al creer en la Biblia no creemos simplemente en un libro, en un objeto, sino que, primeramente, en la comunidad que nos lo entrega. Comunidad fundada por Cristo, no solamente como conjunto y sucesión de hombres para repetir unas palabras y unos gestos, sino para constituir sobrenaturalmente un cuerpo, cuya vida es la vida misma de Cristo, cuyas palabras y gestos son directamente referibles al mismo Hombre-Dios. Agustín, siempre atento lector del epistolario paulino, no solo subraya constantemente la maternidad de la Iglesia como esposa del Cristo, sino que pone el máximo enfasis en la doctrina del Christus totus, basada en I Corintios, Colosenses y Efesios. La relación entre Cristo e Iglesia es tan estrecha, que de alguna manera llega a ser identificación: la Iglesia compone, junto con el Cristo "individual", el Cristo total. Así que, lo repetimos, de alguna manera llega a ser Cristo. Ya hemos mencionado la sistematicidad con la que Agustín aplica esta doctrina al campo de la exégesis bíblica. Aquí subrayamos la expresión "lumen rationis", que en este contexto tiene, a mi modo de ver, una importancia especial. Al examinar el papel mediador del Dios Logos como "Luz de la mente" en las obras agustinianas, el lector podría pensar que este papel no tiene relación con la mediación de la encarnación, sino que solo se refiere al Logos en cuanto tal: ahora bien, el texto de esta epístola nos muestra lo contrario. Incluso un papel que parece tan característico y exclusivo del Logos en su naturaleza divina, Agustín lo refiere con perfecta coherencia también al Logos encarnado, y por lo tanto a la Iglesia. La facultad racional del hombre, que aparentemente no tiene una relación con Cristo y la Iglesia, sin embargo, de alguna manera está sometida, como todo, a tal mediación, en coherencia con I Tim 2, 5: "uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús". Este es el motivo profundo por el cual la razón individual debe inclinarse y reconocer eventualmente su error frente a la autoridad de la Iglesia. Esta es, de hecho, la mediadora de la Razón divina, la única que puede realmente iluminar: el culmen auctoritatis es precisamente justificado y sostenido por el lumen rationis.

Hasta aquí todo es relativamente claro. Los problemas de la eclesiología, naturalmente, empiezan al presentarse el enigma de siempre: la "esposa sin mancha, santa e inmaculada", está llena de pecadores. La paradoja "Iglesia Santa-hombres pecadores" tenía ya en tiempos de Agustín una larga tradición de controversias, sobre todo en Occidente y específicamente en Africa. Presente ya en tiempos de Tertuliano, se había presentado con dramática evidencia después de la persecución de Decio en 250 y aún más en la gran persecución dioclecianea en la primera década del siglo IV. En este contexto, habían cobrado fuerza corrientes rigoristas que negaban el reingreso a la Iglesia de los que habían "caído" (lapsi) o "traicionado" (29). En varios centros del mundo cristiano (Roma, Alejandría) esta situación llevó incluso a la constitución de comunidades cismáticas. En Africa, el cisma de los donatistas fue de particular gravedad: una vez empezado, en los años 311-12, duró más de ciento veinte años. En 391, cuando Agustín fue ordenado presbítero, la iglesia donatista se encontraba en el culmen de su prosperidad.

Contra los donatistas, que pretendían vincular la validez de los sacramentos a la santidad del ministro, Agustín sostuvo con rigurosa coherencia la docrina de la validez objetiva de los sacramentos, independientemente de la indignidad del ministro. La mediación del ministro, por la doctrina del Christus totus, es mediación directa de Cristo. Incluso cuando el ministro esté separado de la Iglesia por un cisma, la Iglesia sigue siendo la esposa que "engendra por su útero como también por el útero de las ancilas, ex eisdem sacramentis tamquam ex viri sui semine" (30). De ahí el primer aspecto, esencial, de la Iglesia como comunidad basada en sacramentos válidos e indelebles (31), por lo tanto visible y reconocible. Sin embargo, aunque la validez y la santidad del bautismo no dependan de los méritos ni del que administra ni del que recibe el sacramento, el sacramento mismo no tiene nada de automático, sino que es útil a los que lo utilizan bien para la salvación: bene utentibus ad salutem (32). La absoluta gratuidad de la gracia, de ninguna manera excluye la mediación de la voluntad humana.

En general, Agustín se nos muestra dolorosamente consciente, no menos que sus adversarios donatistas, de la presencia de fieles y de ministros indignos e hipócritas. La conciencia de eso se refleja en otro aspecto característico de su eclesiología. El se pregunta: ¿son estas personas, que visiblemente pertenecen a la Iglesia, realmente miembros de la Iglesia? A pesar de su argumento antidonatista a favor de realidad de la Iglesia visible, la respuesta tiende a ser negativa: los "malos" –concepto que incluye en la visión agustiniana, constantemente orientada hacia la escatología, a todos los futuros reprobados– no están en la Iglesia realmente, sino que solo aparentemente. Entre los muchos testimonios de esta tendencia elegimos un texto del De doctrina cristiana, precisamente una de las reglas del (¡donatista!) Ticonio, que Agustín se apropió:

Secunda est ‘de Domini corpore bipertito’, quod quidem non ita debuit appellare - non enim re vera Domini corpus est quod cum illo non erit in aeternum - sed dicendum fuit: (…) ‘de corpore vero atque simulato’, (…) quia non solum in aeternum, verum etiam nunc hypocritae non cum illo dicendi sunt, quamvis in eius esse videantur ecclesia.

"La segunda (regla) es ‘del cuerpo bipartito del Señor’, el cual por cierto no debiera haberse llamado así –de hecho no es realmente cuerpo del Señor el que no estará eternamente con El– sino que debiera haberse dicho: ‘del cuerpo del Señor verdadero y simulado’, ya que no solo en la eternidad, sino que tampoco ahora hay que decir que los hipócritas estén con Él, a pesar de que aparentemente estén en su Iglesia" (33).

Hay que subrayar que Agustín tiene constantemente presente el planteamiento de escatología realizada que es típico del corpus joánico, y en especial su clarísima aplicación a la vida de la Iglesia, que hace I Juan 2, 19: "Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros: si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros".

Agustín no ha olvidado aquí su doctrina de la Iglesia visible: pocas líneas después, en el mismo capítulo, habla de la unidad que la Escritura atribuye a este corpus permixtum, a causa della communio sacramentorum. Los comentadores generalmente clasifican este texto de "oscuro", por la inconciliabilidad lógica de las dos posturas. La posición más extrema es la de Harnack, que clasifica la eclesiología agustiniana en general como un "cúmulo de contradicciones" (34). Ahora, yo creo que no es posible negar que en esta doctrina hay una evidente paradoja. Pero ¿es Agustín el responsable de esta paradoja, o es el mismo misterio de la Iglesia que se escapa a los esquemas lógicos humanos, como todos los misterios de nuestra fe? Con su penetración dogmática, Agustín de alguna manera intuye que hay que dejar intactos los términos aparentemente contrapuestos, sin intentar una completa racionalización humana. Es cierto, sin embargo, que Agustín no presenta el problema explícitamente en su aspecto paradojal, tal como lo hace, por ejemplo, en la dialéctica entre gracia y libre albedrío: por lo tanto, más de un lector puede quedarse con la impresión de que Agustín caiga inconscientemente en una contradicción. Pero en último término, la paradoja eclesiológica no deriva de otra cosa sino de la misma paradoja de la gracia: la mediación de la Iglesia en orden a la salvación es visible, objetiva, absolutamente gratuita, independiente de los méritos, por ser justamente la gracia sacramental lo que hace posibles los méritos humanos. Sin embargo, esta mediación no llega a tener ningún resultado sin la mediación de la buena voluntad humana, la cual a su vez –aquí está precisamente la paradoja– de la gracia proviene. Es más, a esta paradoja se suma otra: si por un lado los confines de la Iglesia "real" son, de alguna manera, más estrechos que los de la Iglesia "visible", por otro, también son más amplios. Comentando la primera carta de Juan, Agustín se centra en la expresión famosa: "Deus caritas est", y desarrolla agudamente la argumentación inversa a la del autor sagrado. La resumimos en pocas palabras: así como miente quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, de la misma manera mentiría quien dijera que ama a su hermano y no ama a Dios. Quien ama al hermano "ama el amor", argumenta Agustín en su manera característica, y como "Dios es amor", quien ama al hermano ama a Dios, aunque no lo sepa, o incluso lo niegue (35). La caridad es, para Agustín como para Juan, la verdadera y suma mediación, y la doctrina eclesiológica no puede olvidarlo.

6) UNUS MEDIATOR DEI ET HOMINUM, HOMO CHRISTUS LESUS (I TIM 2,5)

El descubrimiento de la Encarnación fue, para Agustín, el descubrimiento de la humildad. La lectura de los "libros de los platónicos" le había regalado nueva luz para la comprensión de la Trinidad. En estos libros había leído, "no con las mismas palabras, pero sí básicamente los mismos conceptos, apoyados en muchas razones" que concernían la eterna presencia del Logos junto al Padre, y su papel mediador en la creación, que él leía en Juan I, 1-3. Y, referido al alma del hombre, leyó también en los platónicos que ella "da testimonio de la luz, pero no es la luz, sino que el Verbo Dios es la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Juan I, 4)".

Sed quia ‘Verbum caro factum est et habitavit in nobis’, non ibi legi.

"Pero que ‘el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros’ (Jn I,14), no lo leí allí".

En la Enarratio sobre el Salmo 101, el pobre que ora es identificado desde el principio con Cristo: en un crescendo admirable, Agustín representa gradualmente el descensus del Verbo, desde su gloria a la diestra del Padre hasta la humildad del nacimiento humano; pero en este nacimiento mucho hay todavía bonito y resplandeciente (partus virginalis, Magi, stella, Reges). Todavía le queda al Hombre-Dios un largo camino de humillación, hasta la ignominia de la cruz. Y esto es precisamente lo que salva: la cruz. La teología "culta" hasta este momento, sobre todo la de inspiración platonizante, de la cual Agustín es claramente heredero, había de alguna manera limitado esta centralidad de la cruz en la mediación salvadora de Cristo. Se había ciertamente puesto en luz el papel mediador del Logos, como lo hace Orígenes, en toda la historia de la Creación y de la Salvación; también se había puesto el acento, con Orígenes y muchos otros, sobre la centralidad de la Encarnación en la mediación salvadora; y que la cruz es momento fundamental de este evento, no pudo escapar a ningún lector (católico) del Nuevo Testamento. Sin embargo, no me atrevería a hablar propiamente de una centralidad de la cruz en ninguno de los teólogos anteriores a Agustín: me refiero específicamente, lo repito, a la teología caracterizada por una fuerte elaboración cultural y filosófica (36).

La centralidad de la cruz en la teología agustiniana es especialmente testimoniada, a mi manera de ver, por estar presente en pleno comentario a los primeros versículos de Juan. Aquí –se trata de la segunda homilía sobre el Evangelio de Juan– Agustín vuelve a recordar que ya "los filósofos" habían llegado a entender que "por medio del Verbo de Dios han sido hechas todas las cosas". Pero en vez de contraponerle simplemente, a la visión platónica, el mensaje de Juan I, 14 ("el Verbo se hizo carne"), Agustín elige contraponerle directamente el mensaje de la cruz: lo que es tanto más notable, porque no se trata de eso en el texto comentado:

"Ellos (los filósofos) pudieron ver, pero lo vieron de lejos (37). No quisieron aferrarse a la humildad de Cristo, es decir, a aquella nave que podía conducirlos al puerto vislumbrado. La cruz les pareció a sus ojos despreciable. Tienes que pasar el mar ¿y desprecias la nave? ¡O soberbia sabiduría! Te burlas del Cristo crucificado, y es Él al que viste de lejos: ‘En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios’. Pero ¿por qué fue crucificado? Porque te era necesario el madero de su humildad. Te habías inflado de soberbia, y habías sido echado lejos de la patria: el camino había sido interrumpido por las olas de este siglo, y no hay otra manera de cruzarlo y alcanzar la patria, sino que dejarte llevar por el madero. ¡Ingrato! Te burlas del que vino a llevarte al otro lado. Él mismo se hizo camino, camino a través del mar. Por eso quiso caminar sobre el mar, para mostrarte que el camino es a través del mar. Pero tú, que no puedes caminar sobre el mar, déjate llevar por este navío: ¡cree en el Crucificado y podrás llegar!" (38). 

La humillación de la cruz de Cristo, fuente de la salvación, es querida y predestinada por Dios desde toda la eternidad; sin embargo, no puede producirse sin involucrar la voluntad humana, y primariamente la voluntad humana de Cristo. En toda la segunda mitad del siglo IV, en el Oriente, los doctores católicos que habían refutado la doctrina de Apolinar de Laodicea, que negaba el alma humana de Cristo, habían insistido sobre el hecho de que Él, para salvarnos, necesitaba ser un hombre completo, con cuerpo y alma: pero nadie había relevado con suficiente claridad el papel determinante, en el evento de la redención, de la voluntad humana de Cristo, que recibió su definición dogmática recién en el Concilio ecuménico de 680. Agustín, en cambio, lo subraya con la máxima evidencia, en un sermón pronunciado poco después de 410:

"Mira a tu Señor, mira a tu Cabeza, mira al modelo de tu vida: presta atención a tu redentor, a tu pastor: ‘Padre, si es posible, que pase de mi esta copa’. Así muestra su voluntad humana, e inmediatamente la convierte doblegándola a la obediencia: "Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres" (39).

La gratia Christi, fuente de toda mediación para la salvación, promana del acto de obediencia de su voluntad humana, afirma Agustín partiendo de San Pablo (Rom 5, 19), pero subrayando explícitamente que se trata de la obediencia de su voluntad humana, contrastando así la forma quizás más sutil y peligrosa de docetismo que haya amenazado el dogma cristológico en la antigüedad. De la obediencia humana de Cristo viene el perdón de Dios y la posibilidad misma de nuestra renovada obediencia humana.

Al mismo tiempo, toda la experiencia humana de Cristo, con su obediencia mediadora, es el ejemplo por excelencia de la predestinación divina, como lo afirma Agustín en una página importantísima del De praedestinatione sanctorum:

Praeclarissimum lumen praedestinationis et gratiae ipse Salvator ipse Mediator Dei et hominum, homo Christus Iesus (I Tim 2, 5) (40).

La misma gracia concedida al hombre Jesús desde toda la eternidad para que llevara a cabo perfectamente su misión salvadora, es la fuente donde se origina la gracia que se difunde en todos los miembros de su Cuerpo:

Ea gratia fit ab initio fidei suae homo quicumque christianus, qua gratia homo ille ab initio suo factus est Christus; de ipso Spiritu et hic renatus, de quo est ille natus; eodem Spiritu fit in nobis remissio peccatorum, quo Spiritu factum est ut nullum haberet ille peccatum (41). 

No hay por lo tanto realmente, en Dios, acceptio personarum, privilegios personales, porque una e idéntica para todos es la corriente de gracia que vivifica y anima al Cuerpo entero, aunque aparezca en medidas distintas en los distintos individuos, secundum uniuscuiusque mensuram. La gracia que se manifiesta con más fuerza y evidencia en algunos, santifica en realidad a todo el Cuerpo.

Sin embargo, la gracia predestinante –el amor de Dios– sabe servirse misteriosamente también del pecado del hombre para su mediación salvadora, como lo atestiguan los Evangelios, las Cartas paulinas, los Hechos de los Apóstoles: Convenerunt…Herodes et Pilatus et populus Israel facere quanta manus tua et consilium praedestinavit fieri (Act. Apost. 4, 27-28).

Dios no quiere el pecado de Herodes, ni de Pilato, ni de los judíos; sin embargo, cada una de sus acciones, en los más pequeños detalles, es parte del plan que lleva a la salvación. Los malvados están libres de pecar: pero el efecto de sus acciones no será sino la realización de la perfecta voluntad de "Dios, que divide las tinieblas y las ordena" (42).

Agustín, como hemos visto, es teólogo que no teme la paradoja. Y la paradoja que resulta, a mi parecer, no solo de la penetrante argumentación del De praedestinatione sanctorum, sino que de toda la reflexión agustiniana sobre la gracia, es la siguiente: en último análisis, toda acción humana, en el plan perfecto de Dios, funciona como mediación hacia la salvación: la acción de Cristo y de todos los santos que por gracia eligen el camino de la caridad, y la de los malvados con sus obras contrarias a la voluntad de Dios. Ambas contribuyen a la realización de la voluntad de Dios, es decir, a la salvación de los que se salvan. El Apóstol Pablo lo había expresado en una frase, con que se abre su impresionante síntesis de la doctrina de la predestinación: "Todo coopera al bien de los que aman al Señor".

Scimus autem quoniam diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum, iis, quod secundum propositum vocati sunt sancti. (Rom 8, 28).

En conclusión, esperamos haber mostrado en estas páginas que el doctor gratiae no solo merecería con igual razón el título de doctor ecclesiae, sino que la constante afirmación del primato de la gracia (primato de Dios) y de la caridad (primato de la interioridad) no le impide mantenerse sumamente sensible y atento a toda la cadena de mediaciones "visibles", humanas e históricas, en orden a la salvación eterna.

RESUMEN

En la teología agustiniana se evidencia al mismo tiempo la importancia, en el camino de la salvación, tanto de las mediaciones internas a la voluntad y a la conciencia del hombre (doctrina de la gracia, primato de la caridad), como también de las mediaciones externas, como la predicación, la hermenéutica bíblica, los sacramentos y la Iglesia visible. Se aprecia en Agustín el constante esfuerzo por mantener el difícil y dialéctico equilibrio, esencial en el mensaje bíblico, entre el diálogo interior e invisible de Dios con la creatura humana y la compleja cadena de mediaciones sensibles que el mismo Dios dispone para la salvación del hombre. Desde el punto de vista de la interioridad, el trabajo se centra sobre todo en la importancia de la razón humana como camino para aproximarse a Dios (interpretación de Juan 1, 1 y Rom 1, 20); desde el punto de vista de la salvación en la historia del hombre, se evidencia la potencia omnicomprensiva del plan divino, que dispone y ordena toda acción humana (incluso el pecado) al fin de la salvación de los elegidos (Rom 8, 28).

ABSTRACT

Augustinian theology shows the importance, in the path to salvation, of the internal mediations of Man’s conscience and will (doctrine of grace, primacy of charity) and external mediations such as preaching, biblical hermeneutics, the sacraments and the visible Church. One can appreciate Augustine’s constant effort to keep the difficult and dialectical balance, essential in the biblical message, between God’s inner and invisible dialogue with the creature, and the complex chain of sensible mediations which God Himself sets for the salvation of Man. From the interior standpoint, the work focuses mainly on human reason as a way to approach God (interpretation of John 1, 1 and Rom 1, 20). From the standpoint of salvation in human history Augustine shows the all inclusive power of the divine plan, which arranges every human action (even sin) to the end of the salvation of the chosen ones (Rom 8, 28).

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(1) Tu excitas, ut laudare te delectet, quia fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te (Conf. I, 1, 1).

(2) Conf. 5, 14, 24.

(3) Más precisamente, Agustín lo expresa en una fórmula que se puede resumir así: Si fallor, sum. (De libero arbitrio II, 3, 7). En la sustancia, el razonamiento equivale al "cogito ergo sum". Los estudiosos de Descartes se han preguntado si hay aquí una dependencia de Agustín, y no han estado en condición de demostrarla filológicamente. Quizás sean suficientes dos observaciones al propósito. La primera: en el Prólogo de sus Meditationes metafisicae, Descartes afirma que nada de lo que dice es nuevo; lo escribe simplemente porque los hombres fácilmente olvidan, y necesitan que se les recuerden las cosas importantes. La segunda: más allá (o más acá) de la filología, ¿es posible imaginar seriamente que un personaje del calibre de Descartes desconociera los fundamentos de la filosofía de Agustín?

(4) Se puede leer la demostración completa de esto en el De libero arbitrio, libro II, sobre todo capítulos 8-15.

(5) Todo el Contra Academicos y el segundo libro del De libero arbitrio son fieles aplicaciones de la intuición platónica según la cual, "de lo inteligible se da ciencia, de lo sensible sólo opinión".

(6) Certa, quamvis adhuc tenuissima forma cognitionis attingimus (De lib. arb. II,15).

(7) De Trinitate XIV, 15, 21.

(8) Ibidem.

(9) Conf. VIII, 3, 8.

(10) De praedestinatione sanctorum II, 5.

(11) De utilitate credendi I,2.

(12) Cf. Sermo 118,1. In Iohannis Ev. Tract. 29,7,6. La fe, según Agustín, precede la razón en la búsqueda. Sin embargo, este mismo precepto es un precepto razonable: por lo tanto la razón de alguna manera también precede la fe (Cf. Epist. 120,1).

(13) De Trinitate 15,2.

(14) Conf. V,13,23. "Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente, y se encariñó, como conviene a un verdadero obispo, por mi peregrinaje. Yo comencé a amarlo, al principio no ciertamente como a un doctor de la verdad, la que no tenía esperanza de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo."

El texto no es fácil de traducir, sobre todo en su primera parte, donde nos alejamos de la traducción de A. C. Vega (que por lo demás sigue siendo la mejor traducción al castellano). Traduce Vega: "se interesó mucho por mi viaje como obispo". De hecho, "se interesó mucho" no traduce dilexit; "mi viaje" no traduce peregrinationem, que se refiere más bien a su peregrinación espiritual; y "como obispo" no transmite nada de la sabrosa expresión satis episcopaliter, por otro lado imposible de traducir literalmente. Se trata de un ejemplo aleccionador de cómo hasta un excelente traductor puede, ocasionalmente, hacer perder completamente tanto el sentido como el sabor de una frase. Quizás sea obvio, pero conviene repetirlo: no hay que fiarse nunca de las traducciones.

(15) Ibidem.

(16) De doctrina christiana IV,2,3.

(17) Ibid. IV,18,37.

(18) Ibidem.

(19) Ibid., IV,25,55.

(20) Conf. III, 5, 9.

(21) Se trata de los primeros capítulos, Gen 1-11, pero también de las historias de los patriarcas, cuya poligamia representó un problema constante de la exégesis patrística.

(22) Vale la pena insistir sobre el hecho que Agustín no se conformó con refutar la exégesis literalista maniquea solo con las armas de la interpretación alegórica (De Genesi contra Manichaeos ): combatiéndolos en su propio terreno, dedicó también una obra de capital importancia a la exégesis literal de ese texto: el De Genesi ad litteram.

(23) De doctrina christiana III, 5, 9.

(24) Conf. III,7,12. Se encuentra en este texto una penetrante reflexión sobre el doble aspecto de la moral, que por un lado depende de la ley de Dios, rectísima, inmutable, absoluta; pero por otro, justamente por el variar de las circunstancias históricas, puede y debe necesariamente variar en algunos aspectos (aunque no en los más fundamentales) en su su aplicación práctica.

(25) Con la notable excepción del libro de los Salmos, objeto de interés muy especial para Agustín, y a la vez texto de transmisión textual y traducción muy difíciles. De los Salmos Agustín produjo una atenta revisión crítica, dentro de lo que le permitían, naturalmente, los límites de su preparación filológica.

(26) Libro III, 30-37.

(27) Conf. XII, 26,36; 26,37.

(28) Epistula CXVIII,5.

(29) La palabras traditor, traditio, propiamente se referían a la entrega de los libros sagrados ordenada por la policía.

(30) De baptismo I, 10. Cf. Gen 16,1.

(31) Agustín es el primero que usa el término caracter en la teología sacramental: aunque no le agregue el adjetivo indelebilis, la idea está claramente presente.

(32) Cf. Contra Cresconium IV,16.

(33) De doctrina christiana III,32,45.

(34) Dogmengeschichte III 152-154.

(35) In Iohannis Epistulam Tractatus 9,10.

(36) Excluyo por lo tanto de una tal evaluación personajes como Ignacio de Antioquía o textos como las Actas de los mártires, donde la centralidad de la cruz es evidente, pero es alcanzada por intuición mística directa, prescindiendo completamente, o casi completamente, de la elaboración cultural.

(37) Es decir: vieron al Verbo solo en su condición divina.

(38) Tractatus in Iohannis Evangelium II,4.

(39) Sermo 296.

(40) De praedestinatione sanctorum 15,30.

(41) Ibidem 15,31.

(42) Ibidem 16,33.

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