Publicado

2018-01-01

Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica

Deification of the Market, Liberal Theodicy A Non-Eurocentric Response

DOI:

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n166.56059

Palabras clave:

F. Hayek, G. W. F. Hegel, G. Leibniz, liberalismo, mercado, neoliberalismo. (es)
F. Hayek, G. W. F. Hegel, G. Leibniz, liberalism, market, neoliberalism. (en)

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Autores/as

  • Jorge Polo Blanco Escuela Superior Politécnica del Litoral

Se examinan los supuestos del liberalismo económico (en sus versiones más puras y extremas), a través de los cuales este divinizó el mercado y lo convirtió en una instancia
totalizadora exenta de toda crítica. El neoliberalismo ha hecho del mercado un locus donde el ser y el deber ser se reconcilian en perfecta unidad. De esta manera, el mercado deviene en el único y verdadero sujeto del razonar: solo él piensa y todos sus movimientos son contenidos de lo racional. Al comparar la obra de Friedrich von Hayek con la de Hegel y Leibniz, se ve que estos autores comparten una misma estructura de pensamiento que, en última instancia, nos remite al ámbito de la teodicea.

The article examines the assumptions that led economic liberalism (in its purest and most extreme forms) to deify the market and transform it into a totality exempted
from any type of criticism. Neoliberalism has turned the market into a locus in which is and ought are reconciled into a perfect unity. Thus, the market becomes the sole,
true subject of reasoning: only it thinks and all of its movements are contents of the rational. The comparison of Friedrich von Hayek’s work with that of Hegel and Leibniz
shows that these authors share the same structure of thought, which ultimately leads us to the sphere of theodicy.

Recibido: 15 de febrero de 2016; Aceptado: 1 de junio de 2016

RESUMEN

Se examinan los supuestos del liberalismo económico (en sus versiones más puras y extremas), a través de los cuales este divinizó el mercado y lo convirtió en una instancia totalizadora exenta de toda crítica. El neoliberalismo ha hecho del mercado un locus donde el ser y el deber ser se reconcilian en perfecta unidad. De esta manera, el mercado deviene en el único y verdadero sujeto del razonar: solo él piensa y todos sus movimientos son contenidos de lo racional. Al comparar la obra de Friedrich von Hayek con la de Hegel y Leibniz, se ve que estos autores comparten una misma estructura de pensamiento que, en última instancia, nos remite al ámbito de la teodicea.

Palabras clave:

F. Hayek, G. W. F. Hegel, G. Leibniz, liberalismo, mercado, neoliberalismo.

ABSTRACT

The article examines the assumptions that led economic liberalism (in its purest and most extreme forms) to deify the market and transform it into a totality exempted from any type of criticism. Neoliberalism has turned the market into a locus in which is and ought are reconciled into a perfect unity. Thus, the market becomes the sole, true subject of reasoning: only it thinks and all of its movements are contents of the rational. The comparison of Friedrich von Hayek's work with that of Hegel and Leibniz shows that these authors share the same structure of thought, which ultimately leads us to the sphere of theodicy.

Keywords:

F. Hayek, G. W. F. Hegel, G. Leibniz, liberalism, market, neoliberalism..

Divinización del mercado y humillación de la razón humana

Friedrich August von Hayek, el gran teórico de la Escuela austríaca, impartió una conferencia muy significativa cuando fue galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1974, en la que postuló la norma de la humildad de la razón humana; debíamos reconocer unos "límites infranqueables" en nuestra propia capacidad de conocer (cf. Hayek 1976 31). Esa norma, como ahora veremos, era de carácter epistemológico y también moral. Para Hayek, aquella humildad solo podía extraviarse a través de un pecado: el orgullo. ¿Y cómo se sustanciaba esa terrible e ignominiosa caída en el orgullo?

Hayek entendía que aquel sujeto que desde su razón finita pretende juzgar o contravenir los resultados de una racionalidad superior e ilimitada (a saber, los resultados arrojados por la espontaneidad de un sistema de libre mercado), renuncia a la humildad moral y cognoscitiva que todo hombre sensato debe mostrar ante la dinámica inescrutable de un mercado totalizador. Por lo tanto, lo decisivo, en esta estructura de pensamiento, es la relación entre la finitud y la totalidad, adscrita a los procesos derivados del juego mercantil.

Franz J. Hinkelammert, uno de los exponentes más brillantes y su-gerentes de la teología de la liberación, de origen alemán pero afincado en Costa Rica, lo ha expresado muy certeramente:

El hombre solamente se puede callar, reconocer y adorar. El orgulloso no reconoce el milagro. Aparece entonces la virtud central y la clave de la ética neoliberal, derivada de su marco categorial de interpretación del mundo: la humildad. Donde hay orgullo del utopista, que se lanza en pos de la justicia social y en contra del mercado, allí falta humildad frente al milagro, que solamente los corazones sencillos reconocen. (2002 162)

Ningún individuo, pero tampoco ninguna asamblea nacional cuya legitimad democrática emane de la soberanía popular, puede osar contravenir los resultados económicos y sociales derivados del funcionamiento de un sistema de libre mercado.

El programa neoliberal, que será analizado en este artículo desde su estructura intelectual, estaría operando sobre la base de un principio normativo fundamentado en la siguiente premisa: toda realidad humana debe ser progresivamente succionada por la reproducción del capital. Según lo expuesto hasta este punto, puede afirmarse que el neoliberalismo es un modo de organización social que se sostiene en una estructura cognoscitiva y moral que predica la humilde virtud de dejarse mercantilizar sin cortapisas ni resistencias.

Humildad, según Hayek, es dejar que arrase el capital con el hombre y con la naturaleza. Orgullo e hibris es, en cambio, defender al hombre y a la naturaleza de la amenaza que el capital desenfrenado está preparando contra ellos. Esta moral de la humildad y del orgullo desemboca en una verdadera mística del mercado, del dinero y del capital. Mediante esta mística se construye toda una visión de la realidad, que sustituye la realidad inmediata por las relaciones mercantiles. La realidad concreta aparece como un subproducto de las relaciones mercantiles, y el hombre es lo que las relaciones mercantiles hacen de él. (Hinkelammert 2002 163)

En un modelo semejante, la textura antropológica de la vida comunitaria y el entorno natural aparecen atravesados y prácticamente reconfigurados por la lógica mercantil. De esta manera, los hombres y las mujeres, como ante un sortilegio inexorable, no pueden sino acatar tal proceso como advenido desde unas instancias incognoscibles que nadie está en condiciones de descifrar. La racionalidad mercantil se expande de manera casi mística, inabordable e incontenible (cf Echeverría 2011), y solo un incauto repleto de fatuidad y orgullo, según Hayek, puede abandonar la quieta humildad que tal acontecimiento exige.

Estaríamos, pues, ante una razón totalizadora. En esa medida, solo el mercado coordina, solo él dirige, impone, organiza y distribuye; solo él determina y sabe. En definitiva, según Hayek, solamente el mercado está facultado para establecer los límites de lo que ha de considerase racional. Cualquier intento de intervenir en ese despliegue totalizador, emanado del funcionamiento de los mercados, habría de ser considerado una fatal arrogancia, tal como reza el título de la obra de Hayek. ¿Por qué? Porque intervenir (corregir, regular o reglamentar) significaría la imposición de unos criterios o normas (otras "razones") sobre el despliegue absoluto del mercado capitalista, y ello equivaldría a que un "agente arrogante" (como podría ser un parlamento o una asamblea nacional) pretendiera algo tan insólito como decirle o indicarle al mercado lo que tiene que hacer o dejar de hacer. Según este punto de vista, no hay ni debe haber un exterior al mercado, puesto que él debe constituir la totalidad pensante. La lógica de la reproducción ampliada del capital y la sociedad cada vez más mercantilizada que ella produce aparecen como la facticidad plena de la razón. Entonces, la racionalidad ocurre en el mercado, porque el mercado es la mismísima razón desplegándose y operando.

Según esta perspectiva, el sistema de mercado se convierte en una instancia totalizadora, de manera que la única razón que prevalece es la razón misma de su despliegue. Al menos, este es el ideal regulativo por el que suspiraron y todavía suspiran los apologetas del liberalismo económico más extremo, sumergidos por completo en una "ideología del mercado total" (Hinkelammert 2002 175). Así pues, cualquier racionalidad distinta a esta es o ha de ser anulada, deslegitimada e imposibilitada. En tal sentido, no puede haber una razón extrínseca a la racionalidad del mercado capitalista, y esta tiene que empezar a ocupar todo el espacio de la historia, esto es, todo el espacio de lo real. Así pues, el funcionamiento del mercado resulta ser una racionalidad que aspira a identificarse con todo, que aspira a ser el todo. Desde un punto de vista ontológico y normativo, la realidad y el mercado se terminan identificando en una especie de simbiosis. He aquí el juego, de tremendas consecuencias, en el que el mundo está embarcado desde hace cuatro décadas.

Propondré en este escrito que en el interior de las construcciones teóricas del liberalismo económico extremo podemos descubrir un dispositivo-teodicea. ¿Por qué podemos hablar de teodicea en un contexto semejante? Porque esa es precisamente la rama de la metafísica -dentro de la tradición filosófica occidental- que se ocupa de conciliar la idea de Dios con la existencia del mal en el mundo, es decir, que trata de justificar a Dios ante la presencia lacerante de un mundo repleto de dolores y atestado de injusticias. En ese sentido, constructos teóricos como el de Hayek, o los de cualquier otro exponente del liberalismo económico radical, operan igual que la teodicea y ponen en juego una misma estructura lógica. Trataremos de mostrar, en lo que sigue, la plausibilidad de estas afirmaciones.

Evidentemente, la teodicea mercantil es defendida y argumentada de una forma técnica. Según Hayek, únicamente el mercado es capaz de procesar y poner en juego la ingente masa de información que sería imprescindible conocer para producir el resultado histórico-social más óptimo y justo:

En un orden tan extenso que la aprehensión de sus detalles supera ampliamente la capacidad de comprensión y control de una sola mente, nadie está en condiciones de establecer el nivel de ingresos que a cada sujeto debe corresponder, ni tampoco es posible abordar dicha cuestión desde la óptica de algún específico módulo de justicia o criterio previamente consensuado. (1990 126)

Ninguna razón finita -humana, valdría decir- es capaz de movilizar la totalidad de las determinaciones que operan en el campo de lo real. Es por ello que el mercado supera ampliamente la limitada y finita capacidad de raciocinio de una subjetividad cualquiera. Solo el sistema de mercado es capaz de abarcar, movilizar e integrar todas las determinaciones de lo real dentro de sí. Por esta razón, solo él sabe producir lo racional. Fredric Jameson, en ese sentido, entendía este proceso como un "confortante reemplazo de la divinidad" (323).

Es importante destacar el pensamiento de hombres como Franz Hinkelammert, a quien ya nos hemos referido, ya que precisamente ellos han reflexionado, desde premisas cristianas y emancipadoras, sobre la peligrosa perversión de un concepto de mercado en cuanto que instancia indubitable e incuestionable de la que proceden todos los valores humanos:

Si la justicia consiste en el respeto a los resultados del mercado, ya no se pueden criticar los resultados del mercado en nombre de la justicia. Son tautológicamente justos. Sin embargo, eficiencia significa desde este punto de vista que la justicia es lo que resulta del mercado: por tanto, lo que resulta de aquellas relaciones sociales de producción, para las cuales pretendidamente no hay alternativa. No solamente la justicia, sino todos los valores son reducidos tautológicamente a lo que es el resultado del mercado. ¡Mercado mundial, Juicio Final! (Hinkelammert 2001 33)

Se trata de la instauración de un nuevo fundamento absoluto, el mercado capitalista, que tendría que escribirse siempre con inicial mayúscula para expresar de forma patente la adoración que, según los teóricos liberales, se le debería profesar en todo momento (cf Assmann 1997).

Hayek, quien se movía en las coordenadas de cierto evolucionismo histórico, concebía que ningún producto de la civilización humana había sido fruto de decisiones consientes. Según esta interpretación, nuestros patrones axiológicos y las instituciones en las que vivimos no son consecuencia de determinadas decisiones intencionales, sino que surgen de un proceso de autoorganización evolutivo e inconsciente. En efecto, lo que este proceso histórico produce no es el resultado del concurso consciente de la razón finita de los individuos humanos, ya que la espontaneidad de las fuerzas históricas en evolución va decantando la fisonomía de los elementos que moldean la organización social en todas sus dimensiones. De modo que el resultado de tal evolución, imponderable para los hombres singulares, no puede ser adjetivado como justo o injusto.

El imposible intento de hacer justa una realidad cuyos resultados son por naturaleza independientes de lo que alguien haya hecho e incluso sido capaz de prever, conculca, en definitiva, el correcto funcionamiento del propio proceso ordenador [...]. Tales demandas de justicia son sencillamente incompatibles con cualquier proceso natural de carácter evolutivo; incompatibilidad que afecta no solo a lo que en el pasado haya acontecido, sino también a lo que en cada momento suceda. Porque es indudable que el funcionamiento de tal tipo de proceso no se detiene jamás [...]. No puede dicha evolución estar sometida en ningún momento a lo que las gentes puedan considerar sea más oportuno [...]. La evolución no puede ser justa [...]. En realidad, insistir en que todo cambio futuro sea justo equivale a paralizar la evolución. Esta impulsa a la humanidad tan solo en la medida en que se van produciendo situaciones no propiciadas por nadie y que, en consecuencia, no cabe prever ni valorar sobre la base de cualquier principio moral. (Hayek 1990 128)

Para Hayek, los hombres concretos de carne y hueso son enteramente inconscientes de ese gran proceso evolutivo, con respecto al cual son solo sujetos pasivos, porque los productos de tal devenir están más allá de su comprensión, de su intención, de su criterio moral y de su pequeña racionalidad. Hayek entendía que tratar de proyectar o construir una "ética social" distinta a lo que la espontaneidad histórica ha producido es, sencillamente, un error (cf 1990 129). Las tesis hayekianas, en ese sentido, albergan un carácter ciertamente hegeliano, puesto que su modelo teórico sostiene que la espontaneidad evolutiva de la historia es la que realmente piensa.

Al respecto, algunos textos del propio Hegel encajan en cierto modo con algunos escritos de Adam Smith, quien postula la figura de una "mano invisible" para explicar cómo, en un cuerpo social donde los individuos actúan cada uno por su cuenta y según sus propios intereses, se obtienen resultados colectivos no perseguidos conscientemente, como si un orden superior hubiera surgido de manera no intencional, a partir de esa masa de individuos que actúan cada uno según sus preferencias finitas y determinadas (cf Smith 323). Hayek los llamaba procesos de "orden espontáneo" (1990 33). Es de suma importancia comprobar cómo Hegel argumentaba exactamente de la misma forma que Adam Smith:

Esta inmensa masa de voluntades, intereses y actividades es los instrumentos y medios del espíritu universal, para cumplir su fin, elevarlo a la conciencia y realizarlo. Y este fin consiste solo en hallarse, en realizarse a sí mismo y contemplarse como realidad. Ahora bien, esto de que las vidas de los individuos y de sus pueblos, al buscar y satisfacer sus propios fines, sean a la vez el medio y el instrumento de algo superior y más amplio, de algo que ellas no saben y que realizan inconscientes, esto es lo que podría ser puesto en cuestión [...]. Pero ya he explicado esto desde el principio y he expresado nuestro supuesto o creencia de que la razón rige el mundo y, por tanto, ha regido y rige también la historia universal [...]. Dicho nexo implica que, en la historia universal y mediante las acciones de los hombres, surge algo más que lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más de lo que ellos saben y quieren inmediatamente. Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni en su intención. (2011 84)

Evidentemente, no queremos proponer una equivalencia trivial entre las categorías de "mano invisible" y "astucia o ardid de la razón" (Hegel 2004 97). Pero parece que tanto en Smith como en Hegel la acción concreta de los hombres finitos produce algo que, sin embargo, rebasa su comprensión y su intención, como si tales hombres fueran meros momentos de la realización de una instancia superior o simples existencias contingentes, cuya presencia no tuviera más sentido que el de ser medios para el acontecer de una razón que los desborda en su infinito despliegue. Esta perspectiva podría conducir a que se creyera que estos hombres finitos son simples rehenes o instrumentos de la historia o del mercado.

Teodicea liberal. Solo el mercado razona

En este apartado intentaremos relacionar dos estructuras de pensamiento: a saber, la filosofía hegeliana de la historia y el neoliberalismo. Para empezar a vislumbrar el sentido de tal relación, lo primero que debemos entender es que, para Hegel, "las meras particularidades de los individuos son lo más lejano al objeto pertinente de la historia" (1997 568). En efecto, la movilización de la historia no tiene en cuenta en sus finalidades verdaderas toda la panoplia de vivencias particulares, que no existen para sí, sino únicamente como meros instrumentos al servicio del gran movimiento del espíritu racional que va encarnándose en el suceder total del tiempo histórico. Sobre este punto es preciso señalar que desde luego no es algo baladí que la vida de los hombres, en la vivencia de su finitud existencial, no alcance nunca la categoría de ser para sí. En términos de Fernández: "todo el prodigio 'lógico' de la filosofía hegeliana se juega en el alumbramiento de esta categoría: el ser para sí" (81).

Para Hegel, solo la razón infinita es un absoluto ser para sí, esto es, un ser idéntico a sí mismo en su ser otro. Los hombres concretos, por el contrario, aherrojados en la estrechez de su limitada contingencia, no pueden encarnar la figura del ser para sí, ya que siempre se hallan fuera de sí. En contraste, solo la historia puede encarnar esa infinitud propia de lo absoluto, de lo que no tiene alteridad, de lo que no sale de sí en su ser otro; de modo que solo ella encarna la infinita razón que se despliega hacia sí misma sin salir nunca de sí. En definitiva, solo la historia es el verdadero ser para sí. Pero entonces los hombres y las mujeres concretas no tienen verdadera existencia más que como seres para la historia. Al respecto, dice Fernández: "este prodigioso dispositivo es, como sabemos, una eficacísima maquinaria asimiladora de toda exterioridad" (180). La razón infinita encarnada en la historia no admite un lo otro de sí que la circunde, que la limite. Así pues, la racionalidad de la historia no encuentra límite o alteridad, es decir, la eterna razón desplegándose en el suceder del tiempo -o mejor, la infinita razón hecha historia- no halla un afuera capaz de limitarla.

¿Por qué el neoliberalismo conlleva una estructura lógica de estirpe hegeliana análoga a la que acabamos de explicar? Es verdad que el propio Hayek (1979) escribió críticas explícitas contra el filósofo prusiano, pero, más allá de eso, lo que resulta perceptible en el desarrollo de sus postulados es que solo el mercado encarna la figura del ser para sí.

Donde Hegel escribía "historia", el liberalismo económico dice "mercado". ¿Por qué podemos hacer semejante afirmación? Porque la racionalidad omnipresente del mercado tampoco admite, en el límite normativo del pensamiento neoliberal, lo otro de sí; porque él ocupa el lugar de la totalidad, porque él es el todo. No hay (no debería haber) exterioridad posible respecto al desencadenamiento del omnipotente mercado. Este es una razón infinita y, por lo tanto, es la divinidad misma.

El mercado es el todo, es razón infinita. El mercado, en suma, también representa un genuino ser para sí. Esta categoría lógica, que Hegel empleó para construir su filosofía de la historia, reaparece en la médula del pensamiento neoliberal. ¿Quién, pues, puede poner en cuestión lo que Dios hace y produce? ¿Quién puede pretender juzgar y condenar lo que el mercado hace y produce? ¿Acaso un hombre de entendimiento finito o una asamblea de hombres contingentes y nimios pueden atreverse a decir que lo que Dios ha hecho es injusto e irracional? Si el mercado es la racionalidad misma, la infinitud de la razón, ¿cómo pretender situarse afuera suyo y desde allí juzgarlo?

Dentro de la teoría neoliberal el dispositivo hegeliano operaría a toda máquina, ya que el mercado totalizador envuelve dentro de sí todas las determinaciones de lo real y es la encarnación viva de lo racional, la encarnación operativa de la divinidad. El mercado es ese locus donde el ser y el deber ser se reconcilian para siempre en perfecta unidad, y es el único verdadero sujeto del razonar; solo el mercado piensa y todos sus movimientos son contenidos de lo racional. Dios, entendido como infinita razón inmanente y fáctica, no está fuera del mundo, asevera la voz hegeliana. De igual modo, ese Dios (que es la infinita razón) no está fuera del mercado, sostiene la voz del neoliberalismo.

Por ello, todos los sacrificios -toda la explotación, toda la inequidad excluyente, todos los desastres naturales, todas las crueldades, miserias e injusticias que el funcionamiento de mercado pueda producir- no son tales; o lo son, pero solo desde el punto de vista ridículamente contingente de un sujeto que, de manera arrogante, cree poder juzgar, sobre la base de su finito entendimiento, los efectos inescrutables e imponderables de un mercado divinizado. Escuchemos el reproche de Hegel a quienes pretenden juzgar el despliegue del mundo y de la historia universal:

Cabe, sin duda, representarse, respecto de las cosas particulares, que muchas son injustas en el mundo. Habría, pues, mucho que censurar en los detalles de los fenómenos. Pero no se trata aquí de lo particular empírico, que está entregado al acaso y ahora no nos importa. Nada tampoco es más fácil que censurar, sentando plaza de sabio. Esta censura subjetiva, que solo se refiere al individuo y a sus defectos, sin conocer en él la razón universal, es fácil y puede fanfarronear y pavonearse grandemente, ya que acredita de buena intención hacia el bien de la comunidad y da la apariencia de buen corazón. Más fácil es descubrir en los individuos, en los Estados y en la marcha del mundo los defectos, que el verdadero contenido; pues la censura negativa nos coloca en posición elegante y permite un gesto de superioridad sobre las cosas, sin haber penetrado en ellas, esto es, sin haberlas comprendido, sin haber comprendido lo que tienen de positivo. (2004 77)

Hemos escuchado la voz hegeliana en este largo párrafo para poner de manifiesto qué podría ser la teodicea en el caso del pensamiento neoliberal. Para Hegel, ninguna razón finita puede contradecir o sobreponerse al "punto de vista de la historia", pues solo la historia es la razón misma. La historia es la razón infinita en movimiento. Todo lo real es racional, todo lo racional es real, esa es la consiga hegeliana, y, en efecto, solo un arrogante fanfarrón puede pretender tener más razón que la historia. Pero, como decíamos más arriba, donde el filósofo alemán decía "historia", los neoliberales injertaron la voz "mercado"; entonces obtenemos la conclusión de que solo un arrogante fanfarrón puede pretender tener más razón que el mercado.

Nos atreveríamos a afirmar, a partir de lo dicho hasta ahora, que Hegel llamaba fanfarrones a quienes luego Hayek calificó de arrogantes. El pensador vienés habla de "los peligros que comportan la extrapolación del uso de la razón y la injerencia 'racional' en los órdenes espontáneos" (Hayek 1990 76). Esa injerencia "racional" es la de la razón finita de los hombres, esto es, la de una (insignificante) razón que pretende ejercitarse contra los movimientos de la historia, una (minúscula) razón que aspira a hacerse valer contra los auspicios del mercado. Nótese una cosa en apariencia trivial, pero que resulta decisiva a la hora de calibrar en su justa medida lo que estamos tratando de proponer. En el anterior pasaje Hayek entrecomilla el término "racional", y no lo hace de manera casual, dado que, para este teórico liberal, la verdadera razón no es la de la subjetividad que pretende "tener razón" contra el mercado, sino que reside en lo producido por lo que él llama "órdenes espontáneos", que, allende la intencionalidad finita y subjetiva de los hombres concretos de carne y hueso, se pueden identificar con la espontaneidad del mercado y esta, a su vez, con las fuerzas de la historia.

Hayek, en un artículo publicado en 1945, entendía que la institución del mercado se debía concebir como un gigantesco y complejo mecanismo de coordinación de la información, por el que circulan miríadas de decisiones individuales tomadas por millones de agentes económicos dispersos, sin que intervenga o medie jamás un plan de ordenación consciente (cf 1997). Hayek concebía, en suma, que el mercado libre, a través de la formación de los precios, operaba como una compleja estructura informacional capaz de procesar y movilizar millones de unidades de información fragmentadas y dispersas.

Lo que Hayek estaría queriendo decir es que ninguna mente u órgano laplaciano estaría en capacidad de ordenar de manera consciente, omnicomprensiva e integradora toda la información dispersa en el mercado. Dicha mente conceptualmente pensable no podría ser, en su opinión, realizada empíricamente, pues el conocimiento humano está siempre indefectiblemente circunscrito, es limitado y fragmentario, de lo cual se desprendería que el orden económico más útil, a la hora de distribuir toda la información relevante de la manera más extensa y eficaz, es el que resulta de la espontaneidad de los millones de actores, cuyo comportamiento individual se guía únicamente a través de la señal de los precios que las mercancías van adquiriendo en cada momento. Hayek pensaba, en definitiva, que ningún orden ajeno a la libre espontaneidad del mercado tendría mayor eficacia, porque el orden del mercado, más allá de las ensoñaciones particulares, producirá siempre el mejor de los órdenes sociales posibles (cf. 1997).

¿Qué persona podría esgrimir una razón o un juicio moral contra lo que realmente produce el mercado, que es él mismo el verdadero contenido racional? Tal cosa sería solo una "injerencia" arrogante. "Y así, engreídos en el convencimiento de que el orden existente ha sido creado deliberadamente, y lamentando no haberlo realizado mejor, se aprestan a abordar con decisión la tarea reformista" (Hayek 1990 119). El orden espontáneo por antonomasia es, desde luego, la economía de libre mercado, y este último, como ocurría con la historia en el sistema hegeliano, es la razón infinita. Ningún altanero y ridículo deber ser puede pretender condenarlo o juzgarlo desde alguna inverosímil exterioridad ideal. El punto de vista del mercado es la perspectiva de la infinita razón materializada, y ninguna subjetividad irremediablemente finita puede pretender situarse, con un gesto de superioridad indignada, en una instancia exterior frente a esa totalidad mercantil cuyo contenido y despliegue es siempre indefectiblemente racional.

La verdadera razón no reside ahí, en ese quejumbroso ámbito de particularidades que claman contra supuestas crueldades e injusticias. La verdadera razón está en la totalidad de la historia -diría Hegel- o del mercado -diría un neoliberal de estirpe hayekiana-. Únicamente la totalidad razona de una forma genuina, esto es, poniendo en juego la infinitud. ¿Cómo decir que ahí, en ese minúsculo terruño compuesto de historias contingentes, hay maldad y aberración irracional? ¿Cómo decir que el mercado ha producido dolor e injusticia en un pequeño fragmento de tiempo? No es posible, porque ese fragmento de tiempo aparece sub-sumido en la interioridad del mercado, por lo cual queda racionalizado y justificado, inserto dentro de una superior totalidad que ejerce de infinita razón divina. Porque, efectivamente,

el mundo real es tal como debe ser [...] es que Dios tiene razón siempre; es que la historia universal representa el plan de la Providencia. Dios gobierna el mundo; el contenido de su gobierno, la realización de su plan, es la historia universal [...]. Ante la pura luz de esta idea divina, que no es un mero ideal, desaparece la ilusión de que el mundo sea una loca e insensata cadena de sucesos. (Hegel 2004 78)

La realidad efectiva -vilipendiada, juzgada y condenada por arrogantes justicieros y fanfarrones moralistas- se torna así la obra misma de la divina razón encarnada en el mundo. Entonces, ninguna atrocidad subsiste como tal, porque ahora toda realidad forma parte de una misma idealidad racional absoluta y fácticamente realizada en el despliegue mismo de la historia:

La filosofía no es, por tanto, un consuelo; es algo más, es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y la reconcilia con lo racional, presentándolo como fundado en la idea misma y apto para satisfacer la razón. (Hegel 2004 78)

En la historia o en el mercado lo racional y lo real quedan definitivamente reconciliados.

Algunos ideólogos del liberalismo económico llegaron incluso a postular un final de la historia, entendido como la culminación de un proceso que, a través del tiempo, se había venido abriendo paso en la historia universal, cumpliendo teleológicamente un sentido dirigido hacia el triunfo definitivo del capitalismo (cf Fukuyama 1992). La racionalidad inmanente de la historia, su sentido verdadero, se manifestaba en el despliegue final y consumado del capitalismo liberal, como si el triunfo de este fuese la infinita razón acontecida. Se pretendía haber arribado a un estadio final en el que ya solo habría economía de libre mercado; un mercado que tal vez era comprendido como la quietud culminada de un saber absoluto ya definitivamente desplegado, una eterna reproducción autorreferencial que nunca más saldría de sí misma. Evidentemente, la utilización o apropiación que muchos autores hacen de Hegel, como es el caso de Fukuyama, siempre resulta más o menos sospechosa, parcial o fraudulenta, y no pretendemos juzgar o evaluar la filosofía hegeliana desde la óptica de dicha apropiación, sino más bien intentar comprobar cómo ciertos elementos hegelianos pueden pervivir en tales teorías. En muchas ocasiones, la apelación a Hegel puede ser meramente retórica o superficial, y en absoluto hace justicia a su compleja filosofía. Pero en otros casos, y pensamos en Hayek, la situación es mucho más interesante, ya que la complicidad con la teodicea hegeliana es, a nuestro modo de ver, más profunda y estructural.

Murmurar contra los decretos de la Providencia

Podríamos hacer un experimento teórico no del todo pueril, a la luz de lo que hemos argumentado hasta ahora. Se trata de intentar comprender la lógica profunda de un pasaje de la Théodicée, de G. W. Leibniz, sustituyendo las categorías de "Dios" y "Providencia" por las de mercado" y "racionalidad mercantil". Al hacerlo, obtenemos la sustancia misma del discurso neoliberal.

Un Dios sabio y todopoderoso, que cuida de todos y no desprecia un cabello de nuestra cabeza, nos debe inspirar confianza sin límites; pues, si nosotros fuésemos capaces de comprenderlo, veríamos que no es posible desear algo mejor, para nosotros y para todos en general, que lo que él tiene decretado. Y esto es, justamente, como si al hombre se le dijera: cumple con tu deber, y muéstrate contento con lo que suceda, no solo porque no podemos oponernos a los decretos de la Providencia o a la naturaleza de las cosas (esto bastaría para permanecer tranquilos, no para estar contentos), sino porque tenemos que habérnoslas con un buen amo. (Leibniz 1920 8)

Este pasaje, escrito a propósito de las doctrinas estoicas, es asumido y desarrollado por Leibniz a lo largo de todo su tratado. En efecto, Dios produjo en su infinita omnisciencia el mejor de los mundos posibles (cf Leibniz 1920 103). ¿En qué medida puede servirnos este sistema teórico a la hora de mostrar el secreto último del pensamiento neoliberal?

La perspectiva racionalista leibniciana, nos atrevemos a sugerir, puede comprenderse como si se tratara de un "óptimo de Pareto cósmico".1 En efecto, el universo de Leibniz aparece como un exquisito equilibrio, en el que Dios ha distribuido todos y cada uno de los pormenores del mundo para que no pueda mejorarse ningún aspecto de este sin que a su vez empeore algún otro. Esto es, Dios ha calibrado la mejor combinación posible en el orden de todas las cosas, y con ello ha alcanzado, por su omnisciencia, la máxima eficacia ontológica concebible. Las dosis de bondad y maldad (morales, físicas y metafísicas) no podrían haberse combinado mejor. El cosmos leibniciano se halla en un estado absolutamente óptimo, metafísicamente inmejorable.

Si, desde nuestra particularidad subjetiva, pensamos con arrogancia que Dios podría haber hecho mejor el cosmos, entonces se nos hacen patentes múltiples males. De modo que estaremos emitiendo tal juicio (objetivamente erróneo) por el hecho de vivir radicalmente instalados en la finitud. Solo el punto de vista de la infinitud, que es el de Dios -y el del mercado, no lo olvidemos-, ha podido manejar todos y cada uno de los puntos de vista posibles, con lo cual produjo el mejor orden cósmico posible y concebible. "Pues, a más de que dichas quejas carecen de fundamento, es murmurar contra los decretos de la Providencia" (Leibniz 1920 106). Todas nuestras objeciones contra las supuestas imperfecciones del orden del mundo son meras apariencias que se nos representan de tal modo a causa de nuestra irremediable finitud. Como es bien sabido, esta misma estructura de pensamiento es la que Hegel introduciría ulteriormente en el terreno de la historia.

Pues si nosotros fuésemos capaces de comprender la armonía del universo, veríamos que lo que censuramos está dentro del plan más digno de ser elegido; en una palabra, no solamente creeríamos, sino que veríamos que lo que Dios ha hecho es lo mejor. (Leibniz 1920 65)

Los juicios y apreciaciones que se empeñan en poner de manifiesto las presuntas imperfecciones y aberraciones en el orden del mundo tienen su origen, según Leibniz, en la finitud de nuestro conocimiento -finitud que no alcanza a aprehender la armonía inmejorable que preside el orden del mundo-. De manera análoga, Hayek apela a la radical imperfección de nuestro conocimiento para explicarnos que las perversiones y aberraciones que aparentemente se derivan del orden del mercado sólo son tales desde el punto de vista de la finitud, toda vez que desde el punto de vista de la totalidad jamás podrá existir un orden mejor que el derivado de la racionalidad espontánea y autosuficiente del mercado. Así pues, solo una recalcitrante arrogancia puede permitirse el lujo de juzgar el orden del mundo, en el caso de Leibniz, o el orden del mercado, en el caso de Hayek, porque la finitud nunca puede jugar a la infinitud, y solo Dios y el mercado (instancias totalizadoras) han producido un orden absolutamente óptimo, ligando sistemáticamente todas y cada una de las infinitas particularidades y atendiendo a una infinidad -para nosotros inmanejable e inaprehensible- de consideraciones, cuyo resultado los ha hecho "decretar" que no era oportuno impedir la concurrencia de ciertos males que, en realidad, solo lo son desde el sesgado y limitado punto de vista de la finitud.

Desde luego, esta teodicea (neo) liberal es una estructura de pensamiento que, llevada al terreno de la praxis histórica, conlleva una serie de estrategias y programas políticos bien definidos. Pero debe hacerse notar que, en la base de su desarrollo, tales programas albergan una "mística del mercado total", como señala Hinkelammert (cf 1989 11). No se debe olvidar, por lo demás, que esa divinización de las "leyes del mercado" tiene importantes antecedentes en la tradición intelectual del liberalismo económico. Si nos retrotraemos ahora al siglo XIX y acudimos, por ejemplo, al pensamiento económico de Edmund Burke, podremos encontrar en su obra fórmulas providenciales, en la medida en que el orden mercantil y las leyes que lo componen son comprendidas como leyes divinas que en ningún caso han de ser contravenidas o interferidas, por más compasión que puedan despertarnos las aparentes víctimas de dicho orden. En Thoughts and Details on Scarcity, Burke señala que el deber de todo buen Gobierno es el siguiente:

Resistirse valientemente a la misma idea, especulativa o práctica, de que está dentro de la competencia del Gobierno, como tal, o aun de los ricos, como tales, proporcionar a los pobres las cosas necesarias que la Divina Providencia ha querido negarles por un momento. Nosotros debemos darnos cuenta de que no es violando las leyes del comercio, que son las leyes de la naturaleza y, por ende, las leyes de Dios, como podemos esperar atenuar el disgusto divino para eliminar cualquier calamidad que suframos o que nos amenace. (Burke 81; Macpherson 90)

Si en Burke la justificación del laissez-faire se aproxima sustancialmente a las lindes de la teodicea, en el sentido de que el orden de la sociedad de mercado está ensamblado por una legalidad divina, la conclusión inmediata será que las administraciones públicas no deben intervenir en los asuntos económicos; esto es, la administración no debe legislar sobre esas "divinas leyes del comercio". En ese mismo sentido, Tocqueville consideraba necesario difundir entre las clases populares algunas de las nociones más elementales y evidentes de la economía política, para que comprendieran, entre otras cosas, que las leyes económicas que determinan los salarios son la expresión ineluctable y espontánea del orden natural de la sociedad. Un orden, por lo demás, sancionado por la divinidad e investido de una naturaleza tal, que lo hace inexpugnable a todo intento reformista o revolucionario que tratara vanamente de subvertir dicha legalidad (cf. Tocqueville 1951 241).

El mercado de trabajo, como cualquier otro mercado, está gobernado por ciertas leyes automáticas e independientes que no deben ser intervenidas por regulaciones estatales o municipales. No hay ninguna justicia a la que apelar, más allá de ese "orden natural de las cosas" que emerge a partir del libre funcionamiento de los mercados autónomos; no puede concebirse, dentro de esta teodicea mercantil, ningún criterio que pueda impugnar los resultados producidos por dicho funcionamiento, nada que pueda justificar una interferencia exógena en el mecanismo del mercado, ni siquiera en el mercado laboral. Escuchemos de nuevo a Burke:

Pero, ¿qué sucede si el precio de contratación del trabajador está por debajo del nivel de subsistencia necesario y la calamidad de los tiempos es tan grande que surge la amenaza del hambre? ¿Debe abandonarse al pobre trabajador al duro corazón y la garra del egoísmo mezquino, apoyado por la espada de la ley [...]? En este caso, mi opinión es la siguiente. Cuando un hombre no puede reclamar nada de acuerdo con las reglas del comercio y los principios de la justicia, sale de este ámbito y pasa a la jurisdicción de la misericordia. En este campo, el magistrado no tiene absolutamente nada que hacer: su interferencia es una violación de la propiedad, que es su obligación proteger. (Burke 79; Macpherson 88)

En este pasaje podemos palpar una perfecta síntesis de toda la filosofía del laissez-faire, destilada en su más radical pureza y a la altura del año 1795, cuando los mercados de mano de obra enteramente libres todavía no habían hecho plenamente su aparición.

Es larga la tradición liberal que sostiene que no cabe ninguna discrepancia moral que pretenda someter a juicio crítico los resultados arrojados por el mercado (cf Ovejero 1994). El mismo Hayek aseveraba que solo podían considerarse justos los resultados de los procesos libremente determinados por un mercado que no fuera perturbado y permaneciera intocado:

En la sociedad moderna, el más inmediato efecto del intento de realizar la "justicia social" es impedir que el inversor se beneficie de los frutos de su esfuerzo capitalizador. Se trata, evidentemente, de la aplicación de un principio intrínsecamente incompatible con un mundo civilizado, dado que este debe precisamente su alta tasa de productividad al hecho de que los ingresos individuales se encuentren muy irregularmente distribuidos; porque solo así logra el mercado orientar los recursos productivos hacia aquellos menesteres que garantizan la obtención del máximo producto global. (2005 48)

Pretender establecer una distribución de renta ajena al funcionamiento mismo del mercado, en nombre de una supuesta justicia social asentada en criterios distintos a los producidos por dicho mecanismo, supone un atavismo gregario que dificulta el despliegue de la civilización; este es el contundente corolario hayekiano. Hinkelammert, con su lenguaje descarnado, explica que esa relación con el mercado es puramente sacrificial:

Por tanto, el honor de Dios es la destrucción de los pobres, de los movimientos populares y de toda reivindicación del derecho a la vida de todos. Aparece así un Dios que devora a los pobres, un Dios que no es más que la personificación trascendentalizada de las leyes del mercado, un Dios que pide sacrificios, no misericordia. La divinización del mercado crea un Dios-dinero; in God we trust. (1989 59)

Se trata, en definitiva, de un fervor casi religioso que otorga a las fuerzas del mercado la capacidad ínsita de conducir a la humanidad hacia un reino de auténtica libertad y, en ese beatífico trayecto, no puede haber ningún elemento censurable.

El liberal Harold B. Acton, en The Moral of Markets, advertía que en un mercado competitivo la distribución de ingresos, rentas y oportunidades es un efecto que no puede ser evaluado desde ninguna norma extrínseca de justicia distributiva:

Nadie ha decretado que así tiene que suceder: son consecuencias no planificadas de la historia [...]. La riqueza es el resultado de toda suerte de negociaciones particulares, aquiescencias, resistencias, expectativas y casualidades [...]. Lo que se obtiene por esta vía, ¿es justo o injusto? Creo que, tal como de ordinario se plantea, la cuestión es confusa [...]. ¿Qué significa que un sistema de relaciones sociales y económicas es injusto? Que si alguien tiene que hacer deliberadamente la distribución, no se atiene a lo establecido. Pero lo que simplemente sucede no puede ser justo o injusto. No es injusto que un hombre bueno muera en accidente y que un hombre malo viva felizmente mucho tiempo. (2002 101)

Pero lo importante aquí, y Acton no podría entenderlo desde sus presupuestos teóricos, es que "lo que simplemente sucede", dentro de un orden social organizado institucionalmente por sistemas de libre mercado, es en realidad una formación histórica atravesada por relaciones asimétricas de poder y por una distribución desigual de la propiedad, que llega a conferir a unos la capacidad y la fuerza suficientes para someter y pulverizar a los otros (cf Wood 2000).

No cabe contradecir la lógica de los mercados, nos enseña la tradición del liberalismo económico, pues solo de ella nace la auténtica libertad. Ludwig von Mises, el otro gran representante de la Escuela austríaca, lo aseveraba sin ambages: "No hay más libertad que la engendrada por la economía de mercado" (1986 434). Solo las leyes del mercado pueden producirla. "No debe reaccionar jamás frente a ellas. La institución del mercado es societas perfecta, es sociedad total. En cuanto estructura, simplemente da libertad. Haga lo que haga el hombre, si lo hace dentro de esta estructura, está bien hecho" (Hinkelammert 1989 35). Desde luego, constata Hinkelammert con ironía, si el mercado es la estructura salvífica por antonomasia, inmediatamente se deducirá de tal premisa la existencia de otra estructura inherentemente perversa:

Como el mercado, a priori, nunca es culpable de nada, el Estado es transformado míticamente en el culpable de todo. En esta visión, el Estado se transforma en un monstruo que está en todo, fuera de nosotros y dentro de nosotros, la gran tentación humana a la perdición. (1989 36)

Pero hemos de tener en esta cuestión mucho cuidado, porque el Estado demonizado no es cualquiera. En efecto, el neoliberalismo no fue partidario de rehabilitar los viejos esquemas del laissez-faire clásico, pues prefería decididamente un Estado fuerte -y, si fuese necesario, políticamente dictatorial- que garantizase la libertad empresarial, antes que un Gobierno políticamente democrático que decidiese intervenir legislativamente sobre la libertad de mercado y la libertad de comercio (cf Laval y Dardot 185).

Una tensión conflictiva se ha evidenciado históricamente entre la democracia política y el sistema de mercado autorregulado (cf. Polo Blanco 2015). En efecto, cuando dicho sistema amplía irrestrictamente su extensión, se producen fenómenos parejos de pérdida de democracia e, inversamente, cuando las clases populares y trabajadoras hacen valer su capacidad de controlar y direccionar el poder político, se establecen cortapisas institucionales y legislativas al libre despliegue del sistema de libre mercado. Esa pugna entre la institucionalidad democrática y la economía de mercado ha atravesado diversas etapas, hasta llegar a la gran contrarrevolución neoliberal de los años setenta del siglo XX. El propio Hayek, como es bien sabido, prestó decididamente su apoyo y su conocimiento al gobierno dictatorial de Pinochet, con lo que dio su beneplácito a la combinación perfecta de un Estado autoritario en el ámbito de las libertades políticas, civiles y sindicales, y, a su vez, muy liberal en lo económico. El Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza, envió sistemáticamente personal cualificado para confeccionar los ajustes y los planes de choque del programa neoliberal implementado durante la dictadura chilena (cf Klein 2012).

Desde los cenáculos del liberalismo económico y del anarcocapitalismo se propugna un "Estado mínimo" (cf Nozick 1988), despojado de toda función social, pero, en todo caso, suficientemente armado como para garantizar coactivamente la seguridad de la economía privada. Porque la economía de libre mercado ha requerido, en el pasado (para su emergencia) y en el presente (para su supervivencia), de fuertes dosis de intervención gubernamental y poder policial, con el fin de proteger el orden liberal de las acechanzas de eso que Hayek denominaba, con espanto indisimulado, "democracia ilimitada" (2010 91). Porque el liberalismo económico llevado al extremo emerge como una figura eminentemente demofóbica, ya que un liberal consecuente quiere hacer prevalecer la libertad económica contra la regulación de cualquier forma de poder político, aunque este sea un poder democrático y popular. El propio Friedman así lo corroboraba, cuando aseguró de manera tajante que "la libertad económica es un fin en sí mismo" (1966 21). Sin duda, el paso al límite de esto lo hallamos en ese fascismo financiero desplegado en los primeros compases del siglo XXI, un desmesurado poder global ante el cual incluso los Estados nacionales pierden su poder y su soberanía (cf Polo Blanco 2014).

Las sociedades de mercado, cuya dramática irrupción marcó el devenir de la modernidad europea, generaron una forma de vida, una imagen del mundo y una autocomprensión del ser mismo del hombre. Porque, como bien supo detectar Karl Polanyi (1994), lo que teníamos delante no era solo un sistema económico, no nos enfrentábamos meramente a un determinado modo de producción; por el contrario, se trataba también de una visión del mundo que penetró en casi todas las fibras de la trama vital humana. La perspectiva economicista, que hoy es el punto de vista dominante a la hora de abordar casi todos los asuntos humanos, acabó ensamblándose en una suerte de unidad coherente y omnicomprensiva; con ello dio lugar a una visión del mundo vertebrada en todos sus marcos intelectuales y morales por rasgos productivistas y utilitaristas, pues "la mentalidad mercantil contenía nada menos que la semilla de una cultura completa" (Polanyi 82). Esta mentalidad se filtró hasta el tuétano de la civilización europea y la atravesó por completo. Si bien es cierto que en el periodo de posguerra hubo un reflujo en la influencia de esa mentalidad de mercado, pues fue el momento de las políticas keynesianas que intervinieron en el mercado a la par que construían un Estado social fuerte, en los años setenta la ideología del mercado total reapareció con renovada furia (cf Harvey 2007).

Una vez se tornó hegemónica esa cosmovisión, quien se resistía a la totalización del mercado era inmediatamente demonizado. "Para que el mercado pueda garantizar todas esas bondades, tiene que destruir todos los obstáculos que encuentra en el camino hacia su totalización. Tiene que destruir a todos los enemigos que lo puedan desafiar" (Hinkelammert 1989 13). La ortodoxia del fundamentalismo de mercado, desde luego, ha sido defendida de manera mesiánica por sus partidarios y, finalmente, conquistó los imaginarios de las élites de los países centrales y periféricos, e incluso de las clases populares de dichas naciones. Pero no debemos olvidar, empero, que en el contexto latinoamericano ese trayecto hacia lo que pretendía ser el reino del mercado totalizador se ejecutó sin escatimar recursos destinados a financiar golpes de Estado, intervenciones militares, "guerras antisubversivas" y otros métodos sustancialmente terroristas (cf Hinkelammert 1989 12).

Una réplica latinoamericana

En 1950, el economista argentino Raúl Prebisch había puesto en juego el exitoso modelo teórico basado en la distinción centro-periferia, explicando que las asimetrías estructurales del sistema económico mundial ponían a los países latinoamericanos en una posición bastante dependiente con respecto a las potencias "centrales". Sin desarrollo tecnológico propio y obligados a cumplir el papel de meros suministradores de materias primas -al asumir modelos escasamente diversificados y puramente extractivistas que apenas producían valor añadido-, estos países permanecían anclados en una posición absolutamente subalterna dentro de la economía-mundo capitalista (cf Prebisch 1962). Dicha situación, reproducida y sostenida secularmente (cf Furtado 1973), fue perfectamente diagnosticada por los teóricos latinoamericanos situados en la órbita de la teoría de la dependencia, cuyos aportes todavía son imprescindibles para comprender la realidad histórica de estas naciones (cf Dos Santos 1978).

En América Latina han germinado discursos capaces de enfrentar con fuerza la hegemonía aplastante del neoliberalismo. En consonancia con ello, han surgido prácticas políticas capaces de quebrar la lógica de la teodicea neoliberal. Un buen ejemplo de ello es la noción de "buen vivir", que irrumpió recientemente en el vocabulario político de algunos países latinoamericanos que experimentaron importantes procesos de transformación social en la primera década del siglo XXI. Dicha noción cobró una relevancia notable a través del reconocimiento obtenido en las asambleas constituyentes de Ecuador (sumak kawsay, en quichua) y Bolivia (suma qamaña, en aymara), aprobadas entre el 2008 y el 2009 (cf Vega 2014).

Estas nociones, traducidas al castellano como "buen vivir" o "vida buena", hacen referencia a ciertos elementos sociales y axiológicos anclados en los modos de vida armónicos que existieron y todavía subsisten en las relaciones comunitarias de los pueblos indígenas, cuyas cosmovisiones y valores tienen raíces milenarias (cf Medina 2001). Al vincularse con esos modos de vida y con esas visiones del mundo, ciertos discursos políticos emancipadores empezaron a fraguarse y se cristalizaron como un pensamiento alternativo al desarrollismo capitalista. No se debe perder de vista que "el buen vivir no se limita a las condiciones económicas, políticas, socioculturales y ambientales, sino que también involucra y pone en consideración condiciones epistémicas" (Walsh 230), puesto que "pretende poner en práctica y asumir con seriedad filosofías de vida que rompen radicalmente con el marco filosófico-político que orienta el Estado y la sociedad neoliberal" (ibd.). Es verdad que estos nuevos discursos transformadores, que quisieron romper la extenuante preeminencia del paradigma neoliberal, estaban compuestos de muchos y diversos elementos sociopolíticos. Pero, sin duda, las nociones de sumak kawsay y suma qamaña otorgaron una savia nueva y potente a los discursos contra-hegemónicos alumbrados en la región (cf Hidalgo, Arias y Ávila 2014).

El escritor ecuatoriano Alberto Acosta, al ponderar la importancia epistémica y política del buen vivir, señalaba que dicha noción surgió en "la periferia social de la periferia mundial" (61). Este dato es muy relevante. Semejante concepción, en efecto, surge al calor de las luchas populares y, en especial, de las luchas indígenas. Esta fue una nueva visión que quiso ser, antes que un mero reconocimiento constitucional, una nueva forma de vida que supusiera en el largo plazo una alternativa a los conceptos de "desarrollo" y "progreso" hasta ese momento vigentes en casi todas las naciones de América Latina. Una nueva visión, en definitiva, que quiso construirse desde "la visión de los marginados de la historia" (Acosta 62). Esto último, sin duda, sintonizaba vivamente con las propuestas de la "filosofía de la liberación" de Enrique Dussel (1985) o Juan Carlos Scannone (1990). Pero también con el potente discurso de la teología de la liberación, vertebrado en torno a la "opción preferencial por los pobres" (Ellacuría 2012).

Frente a la economía ortodoxa, fosilizada y estandarizada en los planes de estudio de las academias centrales y periféricas, tal vez otro universo teórico podría construirse a partir de los saberes que proceden del sumak kawsay, como señala el economista ecuatoriano Pablo Dávalos:

Pero quizá se podría proponer como posibilidad hermenéutica, y también analítica, la episteme de los pueblos andinos que consta en su propuesta del sumak kawsay: la vida plena. Se trata de una noción que ha sido propuesta desde los movimientos sociales y que busca contrarrestar los efectos de la globalización neoliberal, proponiendo otra manera de comprender la economía, la sociedad y la riqueza. (2011b 40)

Sumak kawsay, en cuanto que alternativa epistémica, que estaría en capacidad de ser traducida en un nuevo horizonte de políticas públicas, podría haber surgido con fuerza en ese mundo ajeno a las lógicas socioeconómicas eurocéntricas, porque en el universo simbólico del buen vivir pueden hallarse núcleos axiológicos capaces de movilizar una racionalidad social distinta a la de las sociedades de mercado.

La noción de sumak kawsay nos permite comprender que el mercado debe estar al servicio de los seres humanos y no al revés. Los mercados no son el mejor mecanismo para llegar a una vida en plenitud, porque aquello que hace que los seres humanos se realicen como tales no tiene nada que ver con el mercado, ni con la maximización de preferencias, ni con el consumo, ni con la riqueza monetaria. Todos estos aspectos pueden ser medios pero jamás fines. La verdadera historia humana, aquella que a la larga cuenta, no se escribe desde el mercado, ni desde la lógica racional de la eficiencia mercantil y del consumo. (Dávalos 2011b 41)

El homo oeconomicus occidental y moderno, desde esa posición de exterioridad, aparecería descentrado, relativizado y desnaturalizado. Recordemos que el universo social prescrito por la teoría económica ortodoxa dibuja un escenario de comportamientos estratégicos competitivos, individualistas y maximizadores, en los cuales el lazo comunitario es débil o meramente instrumental. Este escenario, en buena medida, llegó a consumarse en la facticidad histórica de las modernas sociedades de mercado.

Para el sumak kawsay, en cambio, los seres humanos solamente pueden tener una vida en plenitud a condición de que se reconozcan en los otros. La realización humana no es en contra de los demás sino con los demás. No se puede rivalizar con los demás cuando se depende de los demás [...]. No se puede pensar en una realización humana y personal sin la sociedad. Esto significa que para alcanzar esa vida plena es necesario abandonar el comportamiento estratégico individualista. (Dávalos 2011b 42)

El discurso alternativo que emana del sumak kawsay quiere construir una visión distinta de lo que significa el verdadero desarrollo social y humano, e invita a escapar del corsé ideológico que nos encapsula en los estrechos límites del desarrollismo y el productivismo. Quizás en esas comunidades indígenas, empeñadas en practicar formas de sociabilidad basadas en la reciprocidad y el respeto a la naturaleza, podamos encontrar el embrión de otra forma de organizar e institucionalizar nuestra economía (cf Temple 1995).

Como indicaba el sociólogo y filósofo portugués Boaventura de Sousa Santos, la injusticia social y el dominio neocolonial son fenómenos atravesados (y quizá posibilitados) por una radical "injusticia cognitiva" (36). Por ello, este autor insiste en la posibilidad de explorar filosofías, universos simbólicos y visiones del mundo no occidentales que puedan erigirse como plataforma o sustento de procesos políticos contra-hegemónicos y contra-culturales. Las alternativas a la hegemonía neoliberal, en suma, pueden provenir de lugares desacostumbrados, una vez hemos puesto al descubierto "la calle ciega en la que la tradición crítica occidento-céntrica parece estar atrapada" (id. 11). La imaginación política de signo emancipador tendrá que beber en otras fuentes hasta ahora marginadas y obliteradas. Para lo cual, bien es cierto, también debe considerare esa "colonialidad del poder" que penetra toda la gramática social y permea todos los códigos culturales en los países periféricos de la economía-mundo capitalista (cf. Quijano 2000).

El sumak kawsay, en ese sentido, permite atacar de raíz los fundamentos del paradigma liberal. Su sola presencia y sus formas de vida, situadas fuera de la racionalidad capitalista, ponen en cuestión el núcleo ideológico del discurso económico dominante: la perennidad ahistórica de la lógica económica basada en el individualismo competitivo y en la maximización permanente del propio interés. Es por eso que el sumak kawsay, anclado en los saberes y en las prácticas culturales de estos pueblos, puede ser un locus epistémico desde el cual se pueda deconstruir todo el armazón conceptual (e ideológico) del discurso económico ortodoxo.

Ante la presencia de la alteridad radical, los supuestos de base de la economía moderna no son pertinentes. En las comunidades indígenas no existen individuos que maximizan su comportamiento en función de su egoísmo estratégico. Ese mismo principio de racionalidad estratégica que calcula el mayor beneficio posible de recursos escasos, no tiene ni sentido ni pertinencia en el mundo andino, ni en ningún otro estructurado desde las instituciones ancestrales. (Dávalos 2011a 28)

Por ello, el encuentro con el sumak kawsay posibilita pensar otro tipo de subjetividades, más allá del homo oeconomicus. Por lo mismo, puede también erigirse como un horizonte de sentido que al menos permita imaginar alternativas a la modernización capitalista.

A modo de conclusión

En el mundo (Leibniz), en la historia (Hegel) y en el mercado (Hayek), lo racional y lo real quedan definitivamente reconciliados: esa es la operación lógica que hemos creído descubrir. Nadie puede tener más razón que Dios cuando crea el mundo, nadie puede tener más razón que la historia cuando se despliega en el tiempo y nadie puede tener más razón que el mercado cuando produce sus resultados. Con esta operación, por lo tanto, quedaría decretada la impotencia de la razón humana. Dios, la historia y el mercado son instancias totalizadoras, encarnaciones de la infinitud. Entonces, ninguna subjetividad puede osar contravenir los resultados arrojados por estas instancias. Por lo tanto, un constructo teórico de tal naturaleza funciona, en el caso del pensamiento neoliberal, como perfecto discurso de legitimación de un orden social estructurado por las lógicas económicas de ese sistema que, en última instancia, pretende someter el mundo humano y el mundo natural a una intensa y completa mercantilización.

Pero también hemos podido comprobar cómo en América Latina han germinado discursos capaces de enfrentar la hegemonía aplastante de esa visión del mundo y, de igual modo, cómo han surgido prácticas políticas capaces de quebrar esa lógica aplastante y totalizadora.

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Polo Blanco, J. “Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica.” Ideas y Valores 67.166 (2018): 49-74.
Polo Blanco, J. (2018). Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica. Ideas y Valores, 67 (166), 49-74.
Jorge Polo Blanco. “Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica.” Ideas y Valores 67, n.° 166 (2018): 49-74.
Se denomina óptimo de Pareto a aquel punto de equilibrio económico en el que ninguno de los agentes involucrados puede mejorar su situación sin reducir, necesariamente y al mismo tiempo, el bienestar de cualquier otro agente.

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Polo Blanco, J. «Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica». Ideas y Valores, vol. 67, n.º 166, enero de 2018, pp. 49-74, doi:10.15446/ideasyvalores.v67n166.56059.

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Polo Blanco, J. 2018. Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica. Ideas y Valores. 67, 166 (ene. 2018), 49–74. DOI:https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n166.56059.

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Polo Blanco, J. (2018). Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica. Ideas y Valores, 67(166), 49–74. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n166.56059

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POLO BLANCO, J. Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica. Ideas y Valores, [S. l.], v. 67, n. 166, p. 49–74, 2018. DOI: 10.15446/ideasyvalores.v67n166.56059. Disponível em: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/56059. Acesso em: 27 abr. 2024.

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Polo Blanco, Jorge. 2018. «Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica». Ideas Y Valores 67 (166):49-74. https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n166.56059.

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Polo Blanco, Jorge. «Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica». Ideas y Valores 67, no. 166 (enero 1, 2018): 49–74. Accedido abril 27, 2024. https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/56059.

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Polo Blanco J. Divinización del mercado, teodicea liberal. Una respuesta no eurocéntrica. Ideas Valores [Internet]. 1 de enero de 2018 [citado 27 de abril de 2024];67(166):49-74. Disponible en: https://revistas.unal.edu.co/index.php/idval/article/view/56059

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