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Teología y vida

Print version ISSN 0049-3449

Teol. vida vol.52 no.3 Santiago  2011

http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492011000200007 

Teología y Vida, Vol. LII (2011), 479-501

ESTUDIOS

 

Ontología e historia en el pensamiento de Joseph Ratzinger

 

Rodrigo Polanco F., Pbro.

PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE FACULTAD DE TEOLOGÍA


Resumen: El texto estudia la relación entre historia y ontología, a partir del pensamiento eclesiológico de J. Ratzinger. El acontecimiento pascual-pneumatológico ha hecho presente lo escatológico en la historia, es una escatología, en un cierto sentido, ya realizada y, por lo tanto, históricamente verificable. Escatología significa, en este caso, «Dios con nosotros», esto es, «recapitulación de todas las cosas en Cristo» (Ef 1, 10), koinonía sacramental en la Iglesia. La centralidad pneumatológica y escatológica de Cristo se perpetúa eclesialmente al concebir a la Iglesia como sacramento de unidad. Es Cristo perpetuado sacramentalmente en la Iglesia. Ella es pueblo y casa de Dios, lugar en donde los hombres participan del servicio de Cristo a la humanidad, porque allí —de manera cultual y existencial, en la liturgia y en la caritas— aprenden a ser una ofrenda permanente conforme al Logos, al ser «uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28).

Palabras clave: Ontología, historia, unidad, Iglesia, sacramento escatología, Cuerpo de Cristo, acontecimiento


Abstract: The text explores the relationship between history and ontology based on the ecclesiological thought of J. Ratzinger. The pneumatological Easter event has made eschatology present in history; this is an eschatology that in a certain sense is already realized, and therefore, historically verifiable. Eschatology means, in this case, "God with us," that is, "recapitulation of all things in Christ" (Eph 1.10), sacramental koinonia in the Church. The pneumatological centrality and eschatology of Christ is perpetuated ecclesiastically by conceiving the Church as the sacrament of unity. Christ is sacramentally perpetuated in the Church. The Church is the people and house of God, the place where men participate in Christ's service to humanity, because there, in a cultual and existential way, in the liturgy and in the caritas, they learn to be a permanent offering in accordance with Logos, to be "one in Jesus Christ" (Gal 3.28).

Keywords: Ontology, history, unity, Church, sacrament, eschatology, Body of Christ, event


Joseph Ratzinger tuvo ocasión de reflexionar sobre el tiempo ya en sus trabajos de doctorado (Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche, 1951)1 y habilitación (Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura, 1955)2, en donde «su pensamiento aparece marcado por una dimensión escatológica que proviene de una apropiación original y crítica del concepto de tiempo e historia de San Agustín»3.

Lo afirma, en la madurez de su vida4, recordando sus años de estudio: Dice que, frente al vaticinio de Joaquín de Fiore acerca de la llegada de la tercera edad —edad del Espíritu—, edad que coincidía precisamente con las fechas en que había vivido san Francisco de Asís, en donde se había podido experimentar un «pueblo de Dios, pobre y humilde, que no necesita una estructura temporal», adelanto de lo que será una realidad para toda la Iglesia, San Buenaventura se encontraba con que «la revelación se concebía como un proceso histórico progresivo que había entrado en una nueva fase»5. En consecuencia, la revelación entraba en directa relación con la interpretación de la propia historia. No es el caso aquí ahondar cómo Buenaventura respondió a la amenaza Joaquinita abandonando «el esquema septenario (y tradicionalmente patrístico) de San Agustín (que ponía a Cristo como centro pero no como fin de la historia) y adoptando una modalidad ternaria del tiempo, basada en Joaquín, modificando agus-tinianamente su núcleo: El carácter definitivo (esencial y final) de Cristo para la interpretación del historia»6; sino rescatar las lecciones que Joseph Ratzinger encontró en la lectura de Buenaventura y su interpretación de Agustín. Son dos.

La primera se formula como una pregunta: Si la revelación es cosa ya acontecida y acabada (cuando murió la generación apostólica), ¿no estamos condenados a vivir del pasado? La respuesta se encuentra en «la relación de Cristo y el Espíritu Santo según el Evangelio de San Juan: La palabra de la Revelación histórica es definitiva, pero también inagotable, y permite seguir profundizando en ella»7. El Espíritu actúa siempre como intérprete de Cristo haciendo a su palabra permanentemente actual y nueva. No hay que esperar otra edad del Espíritu. Toda edad es del Espíritu y toda edad es de Cristo, porque «la edad de Cristo es la edad del Espíritu»8. «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26)... «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). El Espíritu enseña... recordando... hasta alcanzar la verdad completa9.

La segunda lección tiene que ver con la escatología y la utopía. «Al hombre le resulta difícil esperar solo en el más allá, o en un nuevo mundo después de que acabe este. El hombre necesita una promesa en la historia». San Buenaventura reaccionó contra la utopía Joaquinita que engañaba al hombre. J. Ratzinger criticará también toda utopía moderna, planteando una verdadera escatología en la historia, «en donde Dios se acercará de nuevo a nosotros en medio de este mundo»10.

Estas ideas lo acompañarán durante todo su trabajo teológico posterior, y las irá perfilando paulatinamente.

1.       Ontología e historia: Fe y factum historicum

J. Ratzinger sostiene que la catolicidad es una forma estructural de la fe y, por lo tanto, un principio formal del cristianismo11. El viejo problema del ser y del tiempo aflora aquí como catolicidad: «Qué es lo que, al desaparecer el ayer, también hoy sigue siendo constitutivo»12¿Existe una identidad reconocible a través de los tiempos en el ser humano, existe una verdad que permanece tal en la historia por ser precisamente verdadera? La pregunta hermenéutica es en realidad una pregunta ontológica «que se interroga sobre la unidad de la verdad en la diversidad de sus manifestaciones históricas»13.

La oposición entre historia y metafísica o entre historia de la salvación y teología de inspiración metafísica es, en realidad, una discusión sobre el nexo entre la fe y la historia. Es una discusión sobre «la vinculación de la fe al factum historicum de la acción salvífica de Dios en Jesucristo y en toda la historia de la alianza de Dios con los hombres, cuyo gran "sí" es el mismo Cristo»14. La respuesta a esta interrogante no se resuelve con una concentración en la Palabra —en el kerigma— por sobre los acontecimientos históricos, en donde el auténtico acontecimiento histórico sería la propia existencia auténtica, pero en donde los mismos acontecimientos históricos —el mundo— terminan siendo realmente insignificantes. Tampoco puede ser suficiente el tratar las realidades salvífica con independencia de su lugar y tiempo. La historia no es simplemente el espacio de la explicación, de lo accidental15. La respuesta se debe buscar en lo que podríamos denominar la esencia del cristianismo.

Esta tentativa —que tiene en la modernidad notables realizaciones: Harnack, Feuerbach, Guardini, González de Cardedal— en la antigüedad se llamaba regla de la fe, entendida como respuesta eclesial a la pregunta por la forma católica de la exégesis de la Escritura. El Concilio de Calcedonia, con el que alcanzó una primera madurez la reflexión cristológica, descubre ese centro en la afirmación: El hombre Jesús es Dios (Cf. DH 300-303). Vemos aquí en el es «una afirmación ontológica convertida en el centro de lo cristiano»16. Pero esto no ha significado para Calcedonia una negación de la comprensión histórica del cristianismo17. «El "es" de Calcedonia incluye en sí un acontecimiento: La encarnación de Dios». Que el verbo se ha hecho carne, presupone la doble semejanza: «Consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad» (DH 301) y «la metafísica teológica en él expresada como fundamento de su posibilidad». El consubstancial de Calcedonia es una explicación de σάρξ ἐγένετο, interpretación antidoceta «que pretende garantizar su alcance en la historia universal»18.

Pero Calcedonia no quiere innovar, sino simplemente explicar la fórmula neotestamentaria: Jesús es el Cristo. Nuevamente nos encontramos frente a una fórmula que habla de un acontecimiento: La unción de Jesús realizada —en su plenitud19— en el momento de la resurrección: «Sepa, pues, con certeza todo Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hech 2, 36); «Jesucristo Señor nuestro, descendiente de David según la carne, pero constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1, 4). La resurrección «se presenta como la exaltación de Jesús sobre todos los poderes de este mundo... y como su entronización en el reino escatológico de Dios, a cuyo encuentro salía la esperanza de la antigua alianza». La afirmación «no está aquí, ha resucitado, como había anunciado» (Mt 28, 6) se puede considerar la «experiencia originaria sobre la que se fundamenta toda la fe cristiana» y desde la cual debe determinarse «la estructura de la fe y de la teología»20. Pero la resurrección, ¿es un acontecimiento histórico? ¿O es un acontecimiento que trasciende toda la historia?21.

Si toda teología ha de ser, de acuerdo a lo afirmado, teología de la resurrección, entonces su afirmación fundamental es que el poder de Dios ha vencido al poder de la muerte, «auténtica constante de la historia», y le ha dado una esperanza contra toda esperanza (Rom 4, 17-18), completamente nueva e inexigible. Esto significa que el Evangelio que anunciamos —precisamente por su carácter de evangelio— es que «el reino de Dios ha llegado» (Mc 1, 15), que ha entrado en acción el verdadero Señor del mundo: Dios. De aquí se desprende una importante constatación: Si admitimos que Dios se ha adelantado a nuestra acción, si «el prae de la acción de Dios y la fe en la actio Dei precede a cualquier otro tipo de afirmaciones, entonces queda bien en claro el primado de la historia sobre la metafísica, sobre toda teología de la esencia y del ser»22. La Biblia nos presenta un Dios al cual le es esencial la referencia y la acción. Creación y revelación —afirmaciones fundamentales de la Sagrada Escritura— hablan de acción y relación. «Y si la revelación llega a su plenitud en la resurrección, se confirma una vez más que él no es simplemente el atemporal, sino el dominador del tiempo, cuyo ser solo nos es accesible a través de su hacer». Esta precedencia de la acción de Dios significa, al mismo tiempo, que el mensaje de la resurrección no es un anuncio meramente existencial23, «por la simple razón de que implica el primado de lo que "es en sí" sobre lo que "es para mí"». Dios ha actuado, y eso es esencialmente anterior a cualquier reconocimiento de mi pecado y la búsqueda de su misericordia, como igualmente a mi propia existencia. «El prae de la acción de Dios significa, en fin, también la anticipación de la actio sobre el verbum, de la realidad sobre el mensaje. Dicho de otra forma: La profundidad de la realidad del acontecimiento de la revelación es más honda que la del acontecimiento de la proclamación, que intenta expresar en palabras humanas la acción de Dios»24.

La resurrección es acción de Dios, pero es acción escatológica de Dios. ¿Qué significa, en rigor, que la acción de Dios sea escatológica? Israel esperaba la resurrección de los muertos para el final de la historia. Como εσχατον —en un sentido literal—, como acción última de Dios, en donde, con ella misma se traspasaba ya el marco de la historia. En ese contexto la resurrección no puede ya ser una realidad histórica en el mismo sentido en que lo es la crucifixión. De hecho no ha sido descrita en los evangelios a partir de una narración propiamente tal. Es un acontecimiento «superador de la historia»25. Pero al mismo tiempo, «roza la historia, esto es, que este muerto ya no está muerto, sino que él mismo, en cuanto tal, en su individualidad y singularidad, está vivo y vive para siempre. Esto quiere decir que este acontecimiento está esencialmente por encima de la historia, pero, al mismo tiempo, que está fundamentado y anclado en ella»26. La fe cristiana en la resurrección de Jesús pone la escatología en el seno de la historia. Creer en la resurrección de Cristo es entonces «creer en la historicidad de la acción escatológica de Dios»27.

«La resurrección, en cuanto acción escatológica de Dios, tiene también un carácter cósmico», es decir, «tiene una referencia necesaria al futuro», es «una promesa que abarca la totalidad del cosmos»28. Esto significa que la cristología trata del futuro del hombre, pero de un futuro que solo puede realizarse como futuro de toda la humanidad. Es lo que GS 22 nos dice: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8, 11)... [El cristiano] asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado por la esperanza, a la resurrección. Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de solo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual... Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu: Abba!, ¡Padre!».

Pero por otra parte, este mismo hecho de que la situación escatoló-gica cristiana acontezca ya dentro de la historia implica una aporía: A pesar de la resurrección de Cristo —acontecimiento escatológico—, a ojos profanos nada ha cambiado en el mundo, no se ha modificado la situación presente. Y sin embargo, precisamente esta situación aporética es la «que encauza al hombre por encima de todas sus circunstancias hacia su verdadera autenticidad». La resurrección de Cristo no se agota en su en sí, «sino que está referida al centro mismo de la existencia humana». Este aspecto existencial —que se da «dentro de su carácter cósmico y escatológico»29— concentra en un punto toda la historia de la salvación, en cuanto que toda historia es, en cierto sentido, historia del éxodo, historia de liberación, historia de la salida de sí mismo. «Antes de la fiesta de la Pascua, Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre. Él, que había amado a los suyos que estaban el mundo, los amó hasta el final (εἰς τέλος ήγάπησεν αὐτούς)» (Jn 13, 1). «El amor radical se convierte en éxodo total de sí mismo, salida de sí hacia el otro, hasta llegar a la entrega radical sí a la muerte». «La teología de la resurrección condensa en sí toda la historia de la salvación y la concentra sobre su sentido existencial, de modo que la convierte en teología de la existencia en el sentido literal de la palabra: Teología del ex-sistere, de aquel éxodo del hombre desde sí mismo solo a través del cual puede llegar a encontrarse»30.

De este modo parece que podemos llegar a una primera armonización entre historia de la salvación y escatología, a condición de que lleguemos a su fundamento último. La acción de Dios en su objetivo ser en sí misma, no es, sin embargo, algo desconectado del hombre, sino que «es la verdadera fórmula de la existencia humana», «que tiene su "en sí misma" fuera de sí», en el hombre. «Tampoco es un pasado vacío», sino «que es presente para los hombres porque le precede siempre y sigue siendo siempre y al mismo tiempo su promesa y su futuro». Pero todo esto exige necesariamente aquel es ontológico en toda su realidad. «Jesús es el Cristo, Dios es hombre y el futuro del hombre es, pues, ahora, un ser uno con Dios y, por ello, un ser uno con la humanidad, que llegará a ser el hombre único y definitivo en la múltiple unidad que crea el éxodo del amor. Dios "es" hombre: Esta es la única fórmula que contiene plenamente la total seriedad de la realidad pascual»31.

De modo que para J. Ratzinger la ontología implica la acción de Dios en la historia. Acción verdadera y real, que influye en nuestra existencia, precisamente por ser acción verdadera y escatológica de Dios. Ontología e historia se necesitan mutuamente. No pueden ser pensadas una sin la otra, ni de manera contrapuesta. Con esto ha resuelto armónicamente la tensión ser y tiempo.

2.      Yo colectivo de la fe y ontología de la libertad

Volvamos a la afirmación inicial acerca de la catolicidad como principio formal del cristianismo. El nexo entre la fe y la historia no solo remite al factum historicum, sino igualmente, al sujeto de la fe. El credo Niceno-Constantinopolitano comienza con la formulación en plural: Πιστεύομεν-Credimus (DH 125; 150), y así la gran mayoría de las confesiones estructuradas de origen oriental32. Esto refleja una ley fundamental del cristianismo: «El "nosotros", con las estructuras consiguientes, pertenece por principio a la religión cristiana»33. Nunca un creyente está solo: Recibe la fe de otros, la vive con otros y la expresa a otros. «El acto de adhesión al Dios que se revela en Cristo es siempre también unión con aquellos que han sido ya llamados. El acto teológico es siempre, como tal, un acto eclesial, al que le corresponde una estructura social». La iniciación cristiana, en su carácter sacramental y eclesial, es, por eso mismo, en su realidad más concreta, socialización, comunión y participación en la comunidad de los creyentes, la cual antecede a la adhesión de la fe de cada uno de sus miembros. Es constituirse en un nosotros «que trasciende al simple yo»34.

Este sujeto colectivo tiene su fundamento en que Jesús mismo, cuando convoca a los discípulos, los llama como grupo estable, es decir, como Doce, como colegio (Cf. LG 19). Y esto, a su vez, está vinculado al Pueblo de Dios veterotestamentario, con el cual Dios había creado una historia comunitaria, tratando a Israel, precisamente en cuanto pueblo. «Al "designar a Doce", Jesús se confesaba como el nuevo Jacob, que ponía ahora el fundamento del nuevo Israel, del nuevo pueblo de Dios»35. Esta es la razón por la que la comunidad apostólica se comprendió como ἑκκλησία —qa-hal—, es decir, como la «asamblea del pueblo», en la cual participaban todos los miembros del pueblo; que «se reúne para "escuchar el anuncio de Dios y darle su asentimiento" (O. Linton)»36en una asamblea cultual. «La realización de Israel se cumple en la escucha común de la palabra de Dios, de la que este pueblo recibe su ser pueblo»37. La comunidad cristiana se reúne también en la asamblea de culto, pero, junto con escuchar la palabra de Dios, comen el pan único, que los hace un solo cuerpo (1Cor 10, 16s), un solo espíritu (1Cor 12, 13), lo que les da una unidad más profunda: Los constituye en el cuerpo de Cristo. Si bien la palabra ἑκκλησία recoge el concepto veterotestamentario de «pueblo de Dios», con todo, comprende a la Iglesia, más precisamente, como cuerpo de Cristo que vive del cuerpo y la palabra del Señor resucitado, lo que significa «estar insertos en un solo cuerpo, de manera que forman una "persona única"»38. Dejemos por un momento este talante eclesial —sobre el cual retornaremos en un momento más— y volvamos todavía al sujeto comunitario de la fe.

Es claro que «la base más profunda de este "nosotros" cristiano es que Dios mismo es un "nosotros"... es unidad en la relación trinitaria del yo-tú-nosotros, de modo que el ser-nosotros, como estructura divina del ser, anticipa todo nosotros en el mundo, y cualquier semejanza con Dios se encuentra siempre referida, por principio, a este "nosotros" divino»39. Esta es entonces la razón de la unidad de la fe, tanto en su objeto —ya que es uno, en cuanto es trinidad y actúa como trinidad—; como en su sujeto: «La fe trinitaria es communio»40. En efecto, si Dios no es soledad, sino salida total de sí, esto significa que «el fundamento del ser es communio»41. Por eso, creer en Cristo significa hacerse communio. El yo de las fórmulas de fe es siempre un yo colectivo —por más que en el contexto de las preguntas bautismales sea necesario responder en singular—, «el yo de la Iglesia creyente al que pertenecen todos los "yo" particulares en cuanto creyentes». El credo supone «el paso del yo privado al yo eclesial... En la forma de sujeto el credo presupone ya estructuralmente el yo de la Iglesia»42.

Hemos encontrado así una segunda respuesta a la pregunta hermenéutica con la que comenzábamos nuestro estudio: «Este sujeto transtemporal, la communio Ecclesiae, es la mediación entre ser y tiempo»43. Basándose en la interpretación de San Agustín que concibe la memoria como mediación entre ser y tiempo, J. Ratzinger afirma que «Dios es la memoria por antonomasia, es decir, el ser que lo contiene todo, pero en el que el ser está contenido como tiempo. La fe cristiana abarca, en razón de su misma esencia, el acto del pensamiento; de este modo, fundamenta la unidad de la historia y la unidad del hombre desde Dios. O, por mejor decir, puede fundamentar la unidad de la historia porque Dios le ha dado memoria. Por consiguiente, la memoria Ecclesiae, la memoria de la Iglesia, la Iglesia como memoria es el lugar de toda fe». Importante conclusión. Significa, en términos prácticos, que la Iglesia, a pesar de sus fallos, resiste el tiempo como espacio común de la fe. La fe no es un catálogo de afirmaciones, sino una unidad cohesionada a partir de su realidad como sujeto único. «El sujeto es el punto de unidad de los contenidos»44. Así la verdad no puede disolverse en tiempo.

Con esto nos hemos encontrado con el tema de la tradición, el cual nos permite entrar en una exacta relación con el tiempo45. El hombre vive de la tradición y ella lo constituye propiamente en hombre. Existe una «inseparable conexión entre humanidad e historia... el espíritu humano crea historia y la historia condiciona la existencia humana». Pero lo humano supera el momento —el tiempo— de la existencia, ya que es «memoria fundamentadora, unidad de la fundamental conexión, por encima de los límites de los instantes»46. La relación de todo lo dicho en este punto se puede expresar como sigue: «El espíritu muestra su ser espíritu como memoria, la memoria fundamenta la tradición, la tradición se realiza en la historia, la historia, como cohesión previamente dada del ser humano, posibilita a su vez a este ser humano, que, sin la relación necesariamente transtemporal de la con-humanidad, no puede crecer hasta llegar a sí mismo ni es capaz de expresarse»47. La tradición es lo que permite desbordar el presente hacia el pasado y hacia el futuro. Hacia el pasado, porque lo conserva; pero también hacia el futuro, porque conserva solo aquello que, de alguna manera, anticipa el futuro y se le presenta como necesario para realizar ese futuro que aparece ante sus ojos, precisamente, como tarea. Es decir, allí donde el tiempo se presenta como una unidad, como un todo, acontece la tradición. Por eso la tradición, no solo es constitutiva de la historia, sino también del ser humano. Y esta memoria se convierte en tradición en su exteriorización, es decir, en su participación a otros, lo cual implica que asume una forma de lenguaje como medio y contenido de la misma tradición. «Memoria y lenguaje forman juntos un modelo para la relación entre tiempo y tradición», en donde el lenguaje «cumple su función creadora de unidad esencialmente como dado, como recibido», aunque siempre abierto a las nuevas experiencias de las nuevas generaciones. Por eso hemos afirmado anteriormente que «la tradición solo es posible porque muchos sujetos, cohesionados por una común tradición, constituyen algo así como un sujeto»48.

Si la tradición supone un portador de la tradición como sujeto común y propagador de esa tradición, ese sujeto, en el caso de la tradición de Jesús, es la Iglesia. «Este carácter de sujeto le adviene a la Iglesia en virtud de la identidad del contexto histórico y en virtud del carácter comunitario de las experiencias básicas que la van constituyendo. En consecuencia, ese sujeto es la condición de posibilidad para la participación real en la traditio Iesu que, sin este sujeto, no sería realidad histórica y configuradora de historia, sino solo recuerdo privado»49. Esto es lo que quería decir cuando afirmaba que el Espíritu actúa siempre como intérprete de Cristo haciendo a su palabra permanentemente actual y nueva. De hecho, «Juan utiliza la palabra "recordarse" en tres momentos importantes de su Evangelio (Jn 2, 17; 2, 22; 12, 14s) y nos brinda así la clave para entender lo que en él significa la palabra "memoria"... La memoria permite descubrir el sentido del hecho y solo de esta manera hace que el hecho mismo sea significativo... La resurrección enseña una nueva forma de ver; descubre la relación entre las palabras de los profetas y el destino de Jesús... Se basa en los recuerdos del discípulo que, no obstante, consisten en un recordar juntos en el "nosotros" de la Iglesia. Este recordar es una comprensión guiada por el Espíritu Santo; recordando, el creyente entra en la dimensión profunda de lo sucedido y ve lo que no era visible desde una perspectiva meramente externa... En este recordar de la Iglesia ocurre lo que el Señor había anticipado a los suyos en el Cenáculo: "Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena..." (Jn 16, 13)... Es un ser guiados por el Espíritu Santo, que nos muestra la cohesión de la Escritura, la cohesión entre palabra y realidad, guiándonos así "a la verdad plena"... Pero como el autor piensa y escribe con la memoria de la Iglesia, el "nosotros" al que pertenece está abierto, supera la dimensión personal y en lo más profundo es guiado por el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de la verdad. En este sentido, el Evangelio, por su parte, abre también un camino de comprensión, un camino que permanece siempre unido a esta palabra y que, sin embargo, puede y debe guiar de generación en generación, de manera siempre nueva, hasta las profundidades de la "verdad plena"»50.

Pero debemos nuevamente dejar este aspecto eclesiológico por un momento. Antes hay que preguntarse si toda esta reflexión sobre el nosotros ¿No entraña una disolución del yo y del tú? Todo lo contrario. Implica «su confirmación y fortalecimiento en el sentido de plenitud definitiva». Si miramos la teología del nombre en el Antiguo Testamento, podemos afirmar que «el nombre representa en la Biblia todo aquello que la reflexión ha definido más tarde con el término "persona". A Dios, que tiene un nombre, es decir, que puede llamar y ser llamado, le corresponde el hombre, que en la historia de la revelación ocupa un lugar con su propio nombre y con su responsabilidad expresa». Esto se refuerza y plenifica en el Nuevo Testamento con toda la teología de la llamada y de la respuesta en el seguimiento del discípulo. Dios, en Cristo, no se dirige a un destinatario colectivo, una especie de pueblo sin rostro, un gran individuo, sino que el nuevo pueblo de Dios tiene «una estructura de responsabilidad personal, que se manifiesta en la personalización del acontecimiento cultual»51. Cada uno es llamado por su nombre al y en el bautismo52, la presidencia y la sucesión de las iglesias tiene siempre un nombre concreto. Esto corresponde a la estructura básica de la fe en el Nuevo Testamento. La confesión de fe es martirio. El testimonio, forma central del seguimiento de Cristo, implica necesariamente responder en nombre propio. Toda confesión de fe implica una responsabilidad personal. Pero ¿es posible hablar entonces de un sujeto único, cuando expresamos este irreductible aspecto personal de la confesión de fe? En otros términos, ¿cómo compatibilizar la comunión eclesial con la individualidad de cada creyente?

El Concilio III de Constantinopla (año 681) nos ofrece una respuesta, tal como nos entregó también una correcta interpretación del Concilio de Calcedonia. Este último Concilio había presentado una reflexión ontoló-gica de la encarnación en su clásica fórmula de las dos naturalezas en una persona: «Enseñamos que se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión» (DH 302). Es de sobra conocido que esa ontología —que ya dijimos no excluye una comprensión histórica— desató una larga disputa que en tiempos de Constantinopla III se podría resumir en la pregunta: «¿Qué significa a nivel de praxis y de existencia "una persona en dos naturalezas"? ¿Cómo puede vivir una persona con dos voluntades y doble intelecto?»53. Estas no son preguntas que nacen de una mera curiosidad teorética, sino que se trata de una pregunta existencial y muy concreta para nosotros: Si somos «uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28) y, como bautizados, ha de valer aquello otro de San Pablo: «Ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí» (Gál 2, 20), ¿Cómo no entender en ello la disolución de la propia individualidad (=libertad)?

Constantinopla III se encontró frente a dos respuestas tan inaceptables como porfiadas en la historia del dogma cristiano: O no existe voluntad humana, o ambas voluntades existen completamente separadas. La respuesta del Concilio dice así: «Predicamos en Él dos voluntades naturales o quereres y dos operaciones naturales... su voluntad humana sigue a su voluntad divina, sin oponérsele ni combatirla, antes bien, enteramente sometido a ella... también dos operaciones naturales... , esto es, una operación divina y otra operación humana, según con toda claridad dice el predicador divino León: Obra, en efecto, una y otra forma con comunicación de la otra lo que es propio de ella (ἑνεργεἶ γαρἑκάτέρα μορφὴ μετά τἦς θατέρου κοινωνίας őπερ ἵδιον ἒσχηκε)... puesto que en una sola hipóstasis se reconoce la natural diferencia por querer y obrar, con comunicación de la otra (μετά τἦς θατέρου κοινωνίας), cada naturaleza lo suyo propio» (DH 556-558). Con esto el Concilio afirma que «la unión ontológica de dos capacidades de voluntad que permanecen independientes en la unidad de la persona significa, en el plano de la existencia, comunión (κοινωνία) de dos voluntades. Con esta interpretación de la unión como comunión, el Concilio desarrolla una ontología de la libertad. Las dos "voluntades" están unidas de tal forma que pueden unirse voluntad y voluntad en un sí conjunto a un valor común». Con otras palabras, si bien en el ámbito ontológico persisten dos realidades independientes, existencialmente viene a ser una única voluntad. Es el fundamento, por otro lado, de la communicatio idiomatum. El Concilio no ha hecho sino aplicar a la cristología el modelo trinitario de la diferencia analógica: «La más alta unidad que existe —la unidad de Dios— no es una unidad de lo indivisible y de lo indistinguible, sino una unidad a la manera de la comunión, unidad que el amor es y crea»54. El Hijo, en su kénosis (Fil 2, 8), se ha hecho obediente hasta el extremo (Jn 13, 1; Jn 6, 38), a partir de lo cual, su voluntad humana ha llegado a ser una con su voluntad divina en el sí único a la voluntad del Padre, en la única forma de existencia que es la total dependencia y filiación eterna con respecto al Padre. Es la perfecta comunión entre ser humano y divino. Allí es donde está aconteciendo el reino de Dios en toda su verdad.

Esta comunión Dios hombre, que se ha realizado en Cristo, se ha hecho comunicable a través del misterio pascual. En la medida en que participemos del acontecimiento pascual, participamos de este sujeto único que es el Cristo Total, en una comunión de libertades. El bautismo y la eucaristía son nuestra participación en la muerte y resurrección de Cristo, y por eso, son lo que constituyen a la Iglesia como cuerpo de Cristo55. «Y, sin embargo, la relación personal que aquí surge no es igual que las relaciones puramente interhumanas... Hablar con Dios no significa dirigirse a un enfrente cualquiera que permanece frente a mí como otro tú; este hablar brota del fundamento de mi propio ser, sin el que el yo no sería nada. Y este fundamento de mi ser se identifica con el fundamento del ser en sí». Lo impresionante «es que este fundamento absoluto es al mismo tiempo relación»56. Por eso que la confesión primera de la fe no es una simple frase neutra, sino una verdadera oración, una invocación personal: Creo en ti Señor, confío en ti Señor, Padre nuestro.... El fundamento es relación, el sujeto es uno y único, y sin embargo, cada uno se dirige a Dios como desde su propia libertad sabiéndose un sujeto único.

Nuestro autor ha dado un nuevo paso. La ontología en la historia tiene su fundamento en Dios entendido como relación. Es decir, Dios es el fundamento de nuestro ser, pero al mismo tiempo se nos revela estableciendo una relación de amor con nosotros. De tal manera que, desde la comunión, pueden existir los hombre en Dios, con una comunión de libertades. Aquí ha encontrado la resolución a la tensión uno o múltiple.

3.       El sacramento como unidad de naturaleza e historia

Lo que hemos dicho acerca de la escatología en la historia y de la ontología de la libertad en la comprensión de la fe como communio, se resuelve, finalmente, en una concepción sacramental de la Iglesia y de la humanidad. ¿Qué significa esto? «El sacramento, como forma básica de la liturgia cristiana, abarca palabra y materia, es decir, da a la religión una dimensión cósmica y una dimensión histórica, nos asigna el cosmos y la historia como lugar de nuestro encuentro con Dios»57. Esta relación entre palabra y elemento material, que tiene su origen más remoto en la misma creación por acción de la palabra de Dios y en la historia como lugar del llamado de Dios, encuentra su fundamento último y su profundización definitiva en la Palabra hecha carne (Jn 1, 14). El Redentor es el mediador de la creación (Col 1, 15-20). La teología sacramental es, en definitiva, una confesión cristológica y antropológica. Se podría decir, una cristología concentrada. Revisémoslo con más atención.

Lo característico del sacramento es que materia y palabra se aúnan: Materia implica «la inclusión del cosmos en la religión» y palabra, a su vez, significa «la inserción del cosmos en la historia». La relación con Dios surge de la historia común del hombre con Dios. Pero del hombre «en el seno de la comunidad de los que creyeron antes que él y le presentaron a Dios como una realidad dada de su historia»58. Asimismo esta dimensión histórica muestra su dimensión transtemporal en el hecho que puede unificar pasado y futuro en el presente. Esta unidad materia-palabra —o cosmos-historia— se puede ver reflejada —bíblicamente— también en el concepto de Adán, utilizado, tanto para referirse, en general, a la colectividad humana (cf. Job 14, 1), como a Cristo, en cuanto segundo Adán (Rom 5, 12-21) que sustituye al primero. Con ello se «ha percibido la unidad del ser-Adán, la unidad que radica en la condición de criatura y en la idea creadora de Dios, que nunca cesa de actuar». Todos somos Adán (Gén 1-3), plasmados por las manos del Padre (cf. Ireneo, AH IV, 20, 1). La condición de criatura está indicando una libertad creadora y, por lo tanto, incluye «la temporalidad del ser positivamente como la manera en que se realiza la historia como esencialidad y no como mera accidentalidad, pero de tal modo que el tiempo tiene su unidad en el Creator Spiritus y es, a pesar de la secuencia de cosas sucesivas, continuidad del ser»59. Este segundo Adán —Verbo hecho carne—, además, no es una figura muerta en el pasado, sino una fuerza operante en el presente y una promesa para el futuro. Es «Jesucristo, el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb 13, 8). Este es el auténtico punto de partida de la cristología: La fe en la resurrección de los muertos del que estuvo crucificado «en tiempos de Poncio Pilatos» (DH 150) y que vendrá de nuevo. La fe cristiana está orientada, tanto hacia adelante, como hacia atrás, de manera que las palabras fe y esperanza pueden incluso ser intercambiables (cf. 1Pe 3, 15). Por todo ello «el proceso de lo cristiano no ha terminado con el acontecimiento original aun cuando este siempre sea su norma decisiva y constante... se podría decir que con él ha comenzado, pero todavía no ha llegado a su fin el proceso de la encarnación, de la apropiación de lo humano por lo divino aparecido en Cristo... el primer encuentro de la humanidad con Jesús de Nazaret se continúa mientras haya humanidad. Solo en la prolongación de este encuentro pueden desarrollarse todas las posibilidades en él contenidas; por lo mismo, siguen siendo posibilidades de encuentro y contribuyen así a su historia progresiva»60.

Esta «teología de la unidad» es de raigambre fuertemente patrística. Para los Padres de la Iglesia «la "unidad" no es un tema más, sino el Leitmotiv de todo», en cuanto es la respuesta al pecado, entendido como división61: «Al mismo tiempo que Cristo era hombre, ocurría también algo con toda la humanidad, con la naturaleza humana como tal. Después de la encarnación, la humanidad es, en todos los seres humanos, una unidad única»62: el Cristo total. «La existencia de Jesucristo y su misión ha producido una nueva dinámica en la humanidad toda, la dinámica del paso de la multitud de unidades dispersas a la unidad en Jesucristo, en la unidad de Dios. Y la Iglesia es, en cierto modo, no otra, sino esa misma dinámica; es ese camino de regreso de la humanidad hacia la unidad de Dios. Ella es propiamente lo que es luego de ese paso»63. Ella es regreso a la unidad, a partir de la dispersión, es nueva humanidad, a partir de la ruptura. Y esa dinámica tiene un carácter sacramental-caritativo. Es el sacramento, la eucaristía como sacramento de la unidad, junto con la caridad, lo que produce la verdadera fraternidad humana64.

Por ello a la Iglesia, a aquella comunidad histórica de creyentes, en donde está presente y actuando Cristo resucitado, se la comprendió en la primera reflexión patrística como misterio-sacramento. Era la forma de decir κοινωνία-communio-unidad. La noción de sacramento estaba asociada a la idea de unidad. Cipriano nos decía: «La Iglesia es el indisoluble sacramento de la unidad» (Carta 69, 6). Sin embargo, el sacramento por antonomasia y del cual depende todo otro sacramento es siempre Cristo: «El sacramento de Dios no es nada ni nadie, sino Cristo» (S. Agustín, Carta 187, 11). Es claro que esta reflexión presenta una visión comunitaria de lo cristiano: Todos los hombres deben llegar a ser uno en Cristo (Gál 3, 28). Si la esencia del pecado es la descomposición, el aislamiento, la esencia de la salvación es la unión y la unificación. Ser cristiano es encontrarse en camino de unidad universal y total, es decir, católica (cf. LG 13). El contenido de la salvación es la unión con Dios entendida como participación de su vida (cf. LG 2), pero la consecuencia de esa unión y participación es la unidad o comunión de los hombres entre sí65. Es fácil comprender entonces por qué el Concilio Vaticano II, que buscaba una vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas, haya definido a la Iglesia «en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Porque si «Cristo es la luz de los pueblos», esa claridad de Cristo «resplandece sobre el rostro de la Iglesia» (LG 1). Cuando entendemos por luz su noción joánica: luz es fuerza de vida divina que se identifica con la gloria de Dios, es decir, con Dios mismo (Jn 1, 4.9; 8, 12).

No es el momento de profundizar en todas las consecuencias eclesiales que aquí se nos ofrecen. Solo unas palabras en torno a la salus in compendio que este concepto de Iglesia implica66. Pablo, siguiendo el pensamiento nuclear de Cristo, comprendió y explicó esta salvación —entendida como unidad— al llamar a la Iglesia «cuerpo de Cristo» y, a los cristianos, «miembros de Cristo» (1Cor 6, 12-20; 10, 14-22; 12, 12-31; Rom 12, 4-8). A esta denominación confluyen tres motivos principales. El motivo nupcial (especialmente en 1Cor 6, 12-20). «A la manera como según Gén 2, 24 hombre y mujer se convierten en "una sola carne"... así Cristo y el cristiano forman juntos "un solo pneuma", es decir, una nueva existencia espiritual única»67. Al utilizar la imagen veterotestamentaria de la esposa (cf. Oseas 1-3) para referirse a la Iglesia (2Cor 11, 2; Ef 5, 22-33), imagen que indicaba la relación de Dios con su Pueblo, entiende a la nueva comunidad de creyentes como el nuevo pueblo de Dios. Pero con una novedad sustancial: «La Iglesia es "pueblo" porque es una sola cosa con Cristo, porque está unida a él de un modo real».

El segundo motivo es el del «primer padre» (Rom 5; 1Cor 15; Gál 3). «Aquí se designa a Cristo como primer padre, al aparecer como nuevo Adán o como descendencia única de Abraham». Para el pensamiento judío, el primer padre no es un padre común «sino que constituye la unidad interna de todos, los lleva a todos dentro de sí». «Todos estábamos realmente en Adán», una especie de ser colectivo o personalidad corporativa. Este es el sentido de designar a Jesús como nuevo Adán: Todo nosotros, el pueblo descendiente de él «somos juntamente con él un hombre nuevo y único»68. La consecuencia teológica es clara: los cristianos son verdaderamente el pueblo de Dios renovado, pero lo son porque forman un solo hombre nuevo con Cristo o, lo que ya hemos dicho, son pueblo de Dios porque son cuerpo de Cristo.

El tercer motivo responde al modo como se realiza la unidad con Cristo: es un modo cultual. Ya no somos, en cierto modo,procedencia de Adán, sino que somos, por el contrario, «injertados en la realidad espiritual de Cristo (cf. Rom 11, 16-19)» y «somos transformados en un nuevo organismo, en un nuevo cuerpo». Es un nuevo nacimiento que se realiza por el bautismo (Rom 6, 1-11; 1Cor 12, 13a). «Y como el nacimiento del nuevo Adán se realizó en la cruz, con la muerte del Adán viejo, así, este nuevo nacimiento nuestro solo puede acontecer uniéndonos con la muerte en cruz de Cristo, única puerta por donde el nuevo Adán se abre paso en este mundo»69: «Por medio del bautismo fuimos, pues, sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos mediante la portentosa actuación del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4). Con esto queda descrito el origen de la Iglesia: el individuo es arrancado de su aislamiento e injertado en la unidad de Cristo. Pero la nueva existencia es permanencia histórica unida a su Señor. Esa permanencia, que es la realización de la Iglesia en su mismo ser, se realiza por la eucaristía. «El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aun siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (1Cor 10, 16-17). Pablo no habla de ser un cuerpo, sino de ser el cuerpo de Cristo. Al comer todos al Pan-Cristo, que es numéricamente uno, todos nos hacemos parte de ese único Cristo70.

Esta teología supone «la interpretación paulina de la muerte de Cristo en la cruz con categorías cultuales»71. La ejecución de un hombre aparece descrita como liturgia cósmica: «Pues Dios exhibió a Jesús como instrumento de propiciación a través de su propia sangre, para recibir el perdón [todos nosotros pecadores] mediante la fe» (Rom 3, 25). Pero esta interpretación era posible «porque Jesús mismo en la Última Cena había asumido y consumado previamente su muerte, y la había transformado desde dentro en un acontecimiento de entrega y de amor»72: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío... Esta copa es la alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros» (Lc 22, 19-20). La entrega voluntaria de Jesús, para Pablo, como para toda la tradición cristiana posterior, no es una disolución del culto, sino su realización cósmica definitiva, como ha expuesto luego la Carta a los Hebreos. «Cristo glorifica a Dios entregándose él mismo e introduciendo al ser humano en la propia naturaleza de Dios»73. Así la cruz se ha convertido en la síntesis del tema de la reconciliación y de la alianza. Por eso la eucaristía tiene una estrecha vinculación con la propia existencia: la existencia humana debe identificarse con la entrega de Cristo, una entrega que es ofrecimiento de sí mismo «como un sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Tal debe ser vuestro culto espiritual (τὴν λογικὴν λατρείαν ύμὦν) —nos dice Pablo—» (Rom 12, 1). Este culto λογικός es el culto conforme al Logos, el Hijo de Dios hecho carne, que nos hace uno consigo mismo en el bautismo y la eucaristía. Cuando nosotros nos hacemos ofrenda permanente nos hacemos conformes al Logos. Esto implica la existencia corporal completa e incorporada en la comunión de amor con Dios y con toda la humanidad, que de un modo solo conocido por Dios, se asocia a este misterio pascual a través del Espíritu del Resucitado (cf. GS 22)74.

Esta Iglesia, pueblo de Dios en Cristo, sacramento de unidad porque comunidad cultual, existe porque Jesús de Nazaret, el Cristo, «no quiso quedarse solo, sino que creó un "cuerpo". "Cuerpo de Cristo" significa precisamente participación de los hombres en el servicio de Cristo»75. Solo Cristo es el Salvador, pero no está solo, participa de su ser al hombre. «El hombre se salva al cooperar a la salvación de los otros. Uno se salva siempre, por decirlo así, para los otros y, en este sentido, se salva también por los otros». Si hemos dicho que Cristo se caracteriza por vivir y morir a favor de, si la vida cristiana consiste en ser uno con Cristo, no queda otra forma de vida que la entrega por los demás, la proexistencia cristiana, el paso del ser para sí al ser unos para los otros. Por eso la Iglesia se entiende siempre como para todos, si bien ahora no con todos —ni tal vez nunca en este mundo—, «su esencia es más bien representar, a la imitación del único que tomó sobre sus hombros la humanidad entera»76. Esto es lo que significa salus in compendio, unidad entre naturaleza e historia, sacramento de salvación, escatología en la historia, en donde se salva la ontología y la libertad de la existencia, porque el ser del hombre es κοινωνία, y se relaciona con el mundo, con los hombres y con Dios a partir de la κοινωνία.

Esta comprensión sacramental de la Iglesia y de la humanidad ha posibilitado a J. Ratzinger entender de manera adecuada la relación entre comunión e institución, en el sentido de cuerpo y espíritu. Una vez más, no se contraponen sino que se enriquecen mutuamente desde una polaridad siempre en tensión, desde una perspectiva fuertemente pneumatológica.

4.      Conclusión

J. Ratzinger toma de San Agustín la centralidad de Cristo en el tiempo y la historia, pero, a la luz de la interpretación Bonaventuriana de Agustín —pasando por Joaquín de Fiore— modifica esa centralidad, afirmando el carácter definitivo, es decir, esencial y final de Cristo en el transcurso de la historia, al afirmar su carácter pneumatológico: El Espíritu Santo es el Espíritu del Resucitado. Esto hace de la historia un lugar donde ya acontece lo escatológico, porque «sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre todo mortal» (Hech 2, 17). Es entonces una escatología, en un cierto sentido, ya realizada y, por lo tanto, históricamente verificable. Escatología significará entonces, para nuestro autor, «Dios con nosotros», esto es, «recapitulación de todas las cosas en Cristo» (Ef 1, 10), κοινωνία sacramental en la Iglesia. La centralidad pneumatológica y escatológica de Cristo se perpetúa eclesialmente al concebir a la Iglesia como sacramento de unidad. Es la revelación escatológica, es decir, universal y definitiva, que se traspasa al modo histórico como una forma —una estructura concreta de ser y existir que unifica y traspasa todo— en la continuidad del tiempo77. Es Cristo perpetuado sacramentalmente en la Iglesia. Ella es pueblo y casa de Dios, lugar en donde los hombres participan del servicio de Cristo a la humanidad, porque allí —de manera cultual y existencial, en la liturgia y en la caritas— aprenden a ser una ofrenda permanente conforme al Logos, al ser «uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28).

El carácter interior del tiempo como memoria, gracias a la libertad que esto conlleva, hace al hombre históricamente responsable del mundo en la esperanza; pero a la vez, esa historia no es identificable con una mera utopía intramundana, sino que se ha abierto ya a la escatología, como es posible de comprobar y vivir en la communio de la fe, en cuanto vida para el mundo, abierta a la humanidad total y en camino a Dios, cuando «todos los justos, desde Adán, "desde el justo Abel hasta el último elegido", se reunirán con el Padre en la Iglesia universal» (LG 2).

 

Notas

1      No existe edición en castellano.

2      La teología de la historia de San Buenaventura (Madrid 2004).

3      J. Söchting, «San Agustín y el joven Ratzinger. Una recepción crítica del concepto agustiniano de tiempo e historia»: Ponencia leída en el VIII Seminario de Estudios Patrísticos (Pontificia Universidad Católica de Chile, (Santiago 2010) 1. No ha sido publicada.

4      Cf. J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica ante el nuevo milenio. Una conversación con Peter Seewald (Madrid 1997) 66-69.

5      J. Ratzinger, La sal de la tierra, 68.

6      J. Söchting, «San Agustín y el joven Ratzinger», 2.

7      J. Ratzinger, La sal de la tierra, 68s.

8      J. Ratzinger, La sal de la tierra, 69.

9      Lo mismo descubre A. Meis en Tomás de Aquino, frente al mismo fenómeno Joaqui-nita, a partir de Jn 7, 39: «Este texto bíblico no se debe comprender, según la convicción de Tomás, de otro modo que como el envío del Espíritu Santo y el comienzo del tiempo del Espíritu, es decir, "statim glorificato Christo in resurrectione et ascensione" (STh I-II q. 106 a. 4). Pues precisamente por eso se abrió el nuevo camino por Cristo... Según esto el Encarnado es la "consummatio gratiae" (STh I q. 73 a. 1 ad. 1), cuya humanidad es causa mediadora de la santificación... El tiempo del Espíritu por eso está sostenido de modo histórico por la estrecha relación con el mediador de salvación y con la "ad usum huius gratiae"(STh I-II q. 106 a. 1c) "quae pertinent ad manifestandum divinitatem et humanitatem Christi" (STh I-II q. 106 a. 1c)» (A. Meis, «Historia y teología en Tomás de Aquino: Acercamiento desde STh I-II q. 106». Presentación hecha en el Seminario de Profesores Facultad de Teología 2010.

10      J. Ratzinger, La sal de la tierra, 69.

11      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental (Barcelona 1985) 10s.

12      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 15.

13      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 18.

14      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 206.

15      Cf. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 208-216.

16      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 217.

17      Cf. S. Fernández, «El impacto de la historia de Jesús en la sistemática de Calcedonia», en: Teología y Vida 52/3 (2011) 407-431. Afirma S. Fernández: «El texto de Calcedonia no dice "constituido" por dos naturalezas, sino "reconocido" en dos naturalezas, porque ellas no solo son, sino que se manifiestan en la historia de Jesús; o mejor: dado que se manifiestan sabemos que son» (pág. 424).

18      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 217.

19      Digo «en su plenitud» porque, la interpretación patrística clásica ve esa unción en la encarnación, frente a la gnosis que la descubría en el bautismo de Jesús. Sin embargo la respuesta más ajustada al contexto bíblico es precisamente la resurrección. Cf. J.

Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 218.

20      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 219.

21      Es importante notar que, antes de responder a esta pregunta, nuestro autor afirma: «Aunque aquí se confirma una vez más la nula viabilidad de las esperanzas puestas en una exégesis totalmente libre de presupuestos, allí donde lo que está en juego es lo definitivo y auténtico, me parece posible de todas formas extraer en la última sección de estas reflexiones, y a partir del punto central al que hemos llegado, algunas directrices sobre el problema del camino de la teología entre historia de la salvación y metafísica, entre historia salvífica y escatología» (J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 220).

22      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 220.

23      Al modo de Lutero y luego de toda la interpretación existencial del cristianismo.

24      J. Ratzinger, Teoría de de los principios teológicos, 221.

25      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 222.

26      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 222s.

27      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 223.

28      J. Ratzinger, Teoría los principios teológicos, 223.

29      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 225.

30      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 226.

31      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 226.

32      Cf. DH 40-55.

33      J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología (Madrid 1987) 36. En estas ideas, el autor se reconoce deudor de: H. Mühlen, Una mysticapersona. Die Kirche als das Mysterium der heilsgeschichtlichen Identitat des Heiligen Geistes in Christus und den Christen. Eine Person in vielen Personen (Paderborn 1964); H. De Lubac, Catholicisme. Les aspects sociaux du dogme (Paris 1938).

34      J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, 36.

35      Cf. J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios. Esquemas para una Eclesiología (Barcelona 1972) 90.

36      Cf. J. Ratzinger, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, 1990, 27.

37      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 110.

38      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 122. Cf. también pág. 111.

39      J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, 37.

40      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 24.

41      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 24, citando a H. de Lubac, Lafoi chrétienne. Essai sur la structure du Symbole des Apotres (Paris 21970) 14.

42      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 24.

43      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 24.

44      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 25.

45      No podemos entrar en el tema en toda su complejidad. Cf. A. Toutin, «Tradición e historia en Congar. Desafío y oportunidades para una renovación en la transmisión de la fe», en: Teología y Vida 52/3 (2011) 503-526.

46      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 100.

47      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 100s.

48      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 102. Se pueden ver algunas reflexiones sobre la relación tiempo y persona en J. Silva, «Algunos rasgos de la ontología de la historia propuesta por Bernhard Welte y sus desafíos para la teología», en: Teología y Vida 52/3 (2011) 527-553.

49      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 117.

50      J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración (Santiago 2007) 275-279.

51      J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, 39.

52      Por eso es plenamente comprensible también la formulación en singular del credo en casi todas las confesiones de fe occidentales, que nacen normalmente en contexto bautismal. Cf. DH 10-36.

53      J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe. La Iglesia como comunión (Madrid 2004) 84.

54      J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 85.

55      Cf. J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 86.

56      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 85.

57      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 33.

58      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 32.

59      J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 192.

60      J. Ratzinger, Teología e historia. Notas sobre El dinamismo histórico de la fe (Salamanca 1970) 107s.

61      J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg 2005) 31.

62      J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen, 32.

63      J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen, 34.

64      J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen, 36s.

65      Cf. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, 52-57.

66      Cf. Ireneo, AH III, 18, 1: «Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de los hombres y nos dio la salvación en compendio».

67      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 93.

68      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios 94.

69      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 95.

70      Cf. estas ideas más ampliamente desarrolladas en J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 95-127.

71      J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 99.

72      J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 100.

73      J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 101.

74      Cf. J. Ratzinger, Convocados en el camino de la fe, 119-122.

75      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 396.

76      J. Ratzinger, El nuevo Pueblo de Dios, 397s.

77      Cf. H. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica. 1. La percepción de la forma (Madrid 1985) 4. 605-607.

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