Introducción
Si bien el nacimiento virginal de Jesús no es el eje fundamental de la fe cristiana, constituye sin embargo, como ha señalado Philip. W. Crannell, “una de sus piedras angulares” (1932: 362). Más allá de las innumerables discusiones que se han suscitado a lo largo de los siglos acerca de este acontecimiento1, lo cierto es que se estableció, casi desde el inicio mismo del cristianismo, como uno de los pilares del dogma: “La doctrina del nacimiento virginal de Cristo fue universalmente aceptado como parte de la Fe cristiana en el segundo siglo d.C.” (Wilkinson, 1964: 164). El propio Wilkinson, además, explica qué debe entenderse por nacimiento virginal del Salvador: “Por la expresión el naámiento virginal de Cristo entendemos la doctrina según la cual Jesucristo nació de la Virgen María sin requerir la intervención biológica normal de un ser humano masculino” (1964: 160; el subrayado es de Wilkinson)2. Las dos referencias bíblicas más importantes en relación al nacimiento de Jesús se encuentran en los Evangelios de Mateo y Lucas.3 En el caso de Mateo, además, se menciona el célebre pasaje de Isaías 7:11. Dada la importancia de estos versículos nos permitimos citarlos in extenso:
El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando María su madre desposada con José, antes que se juntasen, se halló que en su vientre [en gastri] había conce bido del Espíritu Santo [ek pneumatos hagiou] [...] Y he aquí el ángel del Señor le apareció [a José] en un sueño, diciendo: José hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es [gennethen ekpneumatos estin hagiou]. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús; porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto aconteció para que se cumpliese lo que fue dicho del Señor, por el profeta que dijo: He aquí una virgen [heparthenos] concebirá en su vientre [en gastri] y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emmanuel, que interpretado es: Dios con nosotros. (Mateo 1:18-23)4
En el Evangelio de Lucas, el ángel Gabriel se le presenta a María y le anuncia:
Y he aquí, concebirás en tu vientre [en gastn], y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. [...] Entonces María dijo al ángel: ¿Cómo será esto? pues no conozco varón. Y respondiendo el ángel le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti \pneuma hagion epeleusetai epi se], y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también lo Santo que de ti nacerá [to gennomenon hagion], será llamado el Hijo de Dios [Huios Theou]. (Lucas 1:31-35)
Como puede observarse, el vientre (gaster o koilia)5 de María se con vierte en el lugar simbólico en el que el Verbo se hace carne. Allí, en las profundidades del vientre, particularmente en el útero, la divinidad se une (sin confusión ni mezcla, pero sobre todo sin separación) con la humanidad6, el espíritu santo se une con la carne humana. La importancia simbólica del vientre de María, entendido como locus coniunctionis, es decir como el lugar en el que lo divino se une o conjuga con lo humano, queda de mostrada pocos versículos después. En efecto, luego del anuncio del ángel Gabriel, María visita a su prima Isabel; ésta, al verla, exclama las palabras que, tiempo después, pasarán a formar parte del Avemaria: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre [ho karpos tes koilias sou]” (Lucas 1: 42)7. El vientre, por cierto, en tanto locus coniunctionis, es digno de ser bendecido; en él y a través de él, Dios entra en la historia humana.
Ahora bien, en este artículo quisiéramos mostrar que los relatos del nacimiento virginal de Cristo se han constituido a partir de una oblitera ción decisiva. La exaltación del vientre/útero de María ha sido directamente proporcional a la supresión de la placenta. Por esta razón, a lo largo de la tradición cristiana existen innumerables referencias al vientre de la Virgen, tanto en la Biblia como en los tratados de los Padres de la Iglesia, pero muy pocas -casi ninguna, al menos que nosotros sepamos- a la placenta. La placenta de María ha sido obliterada o excluida por el dogma cristológico. Dale Moody, por ejemplo, ha sostenido que el nacimiento de Jesús ha dejado de lado, en cierto sentido, el problema de la concepción: “el nacimiento de Jesús ha hecho olvidar la idea crucial de la concepción” (1953: 454); o también: “la concepción milagrosa de nuestro Señor es el punto, el punto cruáaP (1953: 457; el subrayado es de Moody). John Wil- kinson también ha indicado que el punto problemático se encuentra en la concepción: “Según su sentido teológico, la expresión [el nacimiento virginal de Cristo] mienta la concepción que precede al nacimiento más que al nacimiento mismo. El nacimiento, hasta dónde sabemos, fue normal, pero la concepción fue milagrosa” (1964: 160). El énfasis que se ha puesto en el nacimiento de Cristo, y el olvido consecuente del problema de la concepción, se explica en su sentido profundo por la dificultad ineludible que suponía abordar el problema de la placenta. Lo cual no significa que los Padres y teólogos no se hayan cuestionado acerca de la concepción milagrosa del Hijo de Dios. Muy por el contrario: cientos de textos han sido escritos sobre este problema a lo largo de la historia cristológica. Sin embargo, en casi todos los casos, las explicaciones han prescindido de la placenta. Las discusiones, en términos generales, han girado en torno a la posibilidad milagrosa de que la divinidad pudiera concebirse y gestarse en un vientre humano, pero nunca se han abordado las consecuencias de ta maño acontecimiento en relación a la placenta. Esta obliteración, por cierto, no es causal y obedece a diversas razones (teológicas, políticas, cul turales, etc.). En este artículo nos proponemos ofrecer una explicación de los motivos filosóficos y teológicos que han fundamentado una cristología ba sada en la exaltación del vientre en detrimento de la placenta.
1. El vientre y la placenta
En los Evangelios encontramos dos relatos, o más bien dos genealogías, acerca del nacimiento de Jesús. Por un lado, el linaje humano: Jesús desciende de David (ek spermatos David); por el otro, el linaje divino: Jesús es concebido por el Espíritu Santo (ek pneumatos hagiou). John W. Miller sostiene que el nacimiento virginal de Jesús no se encontraba originariamente en los Evangelios, sino que fue una interpolación posterior a partir del intento llevado adelante por Ignacio de Antioquía para unificar las dos grandes interpretaciones del nacimiento de Cristo: por un lado, quienes se basaban preferentemente en Pablo y consideraban a Jesús ekpneumatos hagiou; por otro lado, quienes se basaban en Mateo y consideraban a Jesús ek spermatos David. La epístola a los Efesios de Ignacio, en este punto, resulta decisiva: en ella el Hijo de Dios y el Hijo del hombre coinciden sin resto: “Bajo la divina dispensación Jesucristo nuestro Señor fue concebido por María de la semilla de David y del Espíritu de Dios” (citado en Miller, 2008: 122). Según Miller, la teología de Ignacio puede explicarse como el intento más extremo por sintetizar o unificar estas dos interpretaciones del nacimiento de Cristo, es decir por mostrar que el Salvador “desciende por un lado de la semilla de David y por el otro del Espíritu Santo” (2008: 122)8.
No nos interesa analizar aquí la validez o invalidez de la hipótesis de Miller, pero sí rescatar dos cuestiones esenciales: 1) el nacimiento virginal es el acontecimiento en el que lo divino (ekpneumatos hagiou) se une o entra en comunión con lo humano (ek spermatos David); 2) el vientre de María es el locus en el que tal comunión se lleva a cabo.
El dispositivo del nacimiento virginal, en este sentido, tiene como ob jetivo prioritario asegurar la conjunción de lo divino y lo humano. Philip Crannell, por ejemplo, en su artículo “The Supernatural Birth of (the) Christ”, sostiene: “el nacimiento virginal proporciona una unión suficientemente completa y una identificación de lo divino y lo humano. Es la explicación más fácil y comprensible de la llegada al mundo del Hijo” (1932: 361)8 9. Interesa notar, como adelantamos, que ambos registros, humano y divino, encuentran su ocasión de comunión o convergencia en el vientre de María. El devenir carne del Verbo se produce en el vientre. Pero en tanto pertenece a María, el vientre corresponde siempre a la parte hu mana. En Tertuliano, por ejemplo, un autor preocupado por demostrar la realidad humana de la carne de Cristo, el vientre (volva) es sinónimo de humanidad, es lo que prueba, contra Marción, Valentino y los docetistas en general, que Cristo asumió una naturaleza carnal.
Si el Espíritu de Dios [dei spiritus] descendió en el vientre [descendit in vulvam] sin la intención de participar en la carne del vientre [de vulva carnem], ¿por qué descendió en el vientre? Porque podría haber sido hecho de carne espiritual fuera del útero con más facilidad que dentro de él. No había ningún propó sito para dirigirse a un lugar del cual no se tomaría nada. Pero no fue casual que descendiera en el vientre. Por lo tanto, recibió algo de él. (De carne Christi 19.5)10
El caso de Tertuliano es interesante porque, como veremos en breve, hace referencia al cordón umbilical pero, en vez de conferirle a la placenta un estatus independiente e irreductible a la madre y al hijo, la identifica con los restos del vientre de María11. En primer lugar, Tertuliano cita algunos salmos de David y especifica, a partir de ellos, la importancia del útero de la Virgen para la gestación del Salvador. Uno de los salmos reza: “Porque eres tú quien me ha arrancado del útero de mi madre [avulsisti me ex utero matris meae]” (De carne Christi 20.4). Luego de lo cual argumenta:
¿Qué cosa se puede arrancar sino lo que se adhiere [quod inhaeret], lo que está plantado en profundidad [quod infixum], lo que está estrechamente ligado [quod innexum] a la cosa de la cual, al arrancarlo, se lo aparta? Si no estaba adherido al útero materno [adhaesit utero], ¿cómo puede haber sido arrancado? [...] ¿De qué modo, además, podía adherir, si, en el momento de salir del útero, no hubiese estado aún ligado a su matriz de origen a través del cordón umbilical [nervum umbilicarem], que era como la raíz que lo vinculaba al vientre [adnexus origini vulvae]? Cuando un cuerpo está unido a otro cuerpo, a él extraño [quidextraneum extranerS], la unión [adglutinatur] es tan íntima que los dos cuerpos forman, por así decir, una misma carne y las mismas vísceras [concarnatur et convisceratur]: a tal punto que, cuando un cuerpo es arrancado, lleva con sí los restos [sequelam] del cuerpo al cual estaba unido, que son como una prolongación de la unidad interrumpida [abruptae unitatis], y un vínculo de su mutua relación. (De carne Christi 20.5)
Es preciso prestar atención a los términos empleados por Tertuliano: el feto del Redentor se encuentra adherido (inhaesum), implantado (infixum) y ligado (innexum) al útero de María. Todas estas cualidades, inherentes a toda gestación humana, se cifran en última instancia en la acción de aglutinar o unir (adglutinare o simplementeglutinare). Descubrimos entonces que el objetivo del nacimiento virginal es el de aglutinar lo divino y lo humano, es decir producir unaglutinatio, una unión o sutura entre ambos registros12. Tertuliano considera que el cordón umbilical (nervum umbilicaris) es una prueba de la íntima unión (glutinatio) que mantiene el feto con la madre. El cordón es como una raíz que conecta al feto con el vientre de la madre. A pesar de la asombrosa y precisa descripción de Tertuliano, la placenta queda relegada a un trasfondo opaco. Sólo se dice de ella que es un resto (sequela) de la madre, una suerte de desprendimiento del útero. Creemos que esta identificación de la placenta con la madre, esta reducción de la placenta al útero materno, no responde meramente al poco conocimiento ginecológico y biológico que existía en la época. Nuestra tesis es que por detrás de esta razón obvia se ocultaba un peligro mucho mayor y eminentemente teológico. A diferencia del útero y del vientre, que representaban la condición mediadora de Cristo, es decir el locus en el cual se efectuaba la unión de lo divino y lo humano, del Verbo y la carne, del arquetipo y la copia (Cristo como eikon Theou, como imagen consubstanáal al Padre)13, la placenta representaba una instancia intermedia pero irreductible a ambos términos. Ni humana ni divina, ni materna ni completamente fetal, la placenta ponía en cuestión el dogma de la encarnación y, más allá, la teología cristiana en su totalidad. Si el útero hacía posible el trabajo aglutinante de sutura efectuado por Cristo, la placenta, en cambio, realizaba un movimiento contrario de dehiscencia y de apertura de ambos registros metafísicos.14 Al útero como locus coniunctionis se le opone la placenta como locus disiunctionis. En tanto irreductible a María y al Espíritu Santo, la condición de la placenta es eminentemente neutra (ne-uter. ni/ni). No pertenece a lo específicamente humano porque todos los mamíferos producen placentas; tampoco a lo divino, porque su realidad no pertenece exclusivamente al dominio puro y etéreo de la espiritualidad. El óvulo es propiedad de la madre, de María; el espermatozoide, del espíritu santo, de la divinidad. Philip Crannell, basándose en las Escrituras, sostiene que el Espíritu Santo aportó la parte masculina, es decir el esperma, mientras que María la parte femenina, el óvulo:
Debemos entender que el nacimiento virginal supone que el ser terrenal de nuestro Señor fue el producto de una intervención directa de la divinidad realizando la función, y mucho más que la función, del elemento masculino usual. Esta es la enseñanza indudable de las Escrituras. (1932: 349)
Pero si esto es así, la placenta debería haber poseído una naturaleza divina, eminentemente espiritual, puesto que son los genes masculinos los que la forman15. Se corría entonces el riesgo de que otro dios, menor quizás y definitivamente inhumano, compitiera con el Salvador. La concepción antigua de la placenta, en efecto, la consideraba una suerte de doble o alter ego del feto (una sombra, un fantasma, un espíritu o un demonio). Por eso mismo es preciso examinar rápidamente esta concepción pagana para comprender el peligro que representaba la placenta al interior de la cristología incipiente. A eso nos dedicaremos en el próximo apartado.
2. El gemelo fantasmático de Cristo
En diversas culturas de la Antigüedad, la placenta era venerada como un segundo yo o un doble de la persona. Foster de Witt, en un notable ensayo, sostiene que en diversas sociedades primitivas “la placenta era reconocida como un segundo niño, el doble” (1959: 235). Esta concepción animista afirmaba, en efecto, que la placenta era una suerte de gemelo de la persona y que la relación entre ambos habitantes intrauterinos no resultaba interrumpida con el corte del cordón umbilical, sino que se prolongaba durante toda la vida. Como explica J. R. Davidson: “El factor operante en estas creencias era la concepción de que la placenta seguía unida durante toda la vida al niño con el cual había compartido el vientre materno” (1985: 75). Por tal razón, se la enterraba con sumo cuidado en un lugar específico para garantizar que no fuese comida por bestias salvajes. Los testimonios recogidos por Lucien Lévy-Bruhl en Le surnaturel et la nature dans la mentalitéprimitive resultan, en esta perspectiva, esclarecedores. El corte del cordón y el entierro de la placenta, correlativos al nacimiento del niño o niña, implicaba el tránsito a la vida de este último y el tránsito a la muerte de la placenta. Sin embargo, la placenta, lejos de desaparecer, subsistía como un espíritu o un fantasma, es decir como la sombra de un difunto.
Llega a este mundo con el recién nacido, del que es una suerte de gemelo. Pero hay más. Pasa pronto al mundo donde viven los muertos; en otros términos, deviene rápidamente un “espíritu”. Bajo esta forma, acompaña y protege, hasta el fin de sus días, al niño que continúa viviendo sobre la tierra. Además, se identifica, sin confundirse, con él. (Lévy-Bruhl, 1931: 250)
En la medida en que el cordón y la placenta nacen junto con el niño o la niña, aunque sólo para morir y continuar viviendo como espíritus o fantasmas, explica Lévy-Bruhl, “se debe cuidar de su disposición, preocuparse por su bienestar, aportarles a veces ofrendas, etc.” (1931: 252). Esta concepción antigua de la placenta como doble o alter ego fantasmático de la persona viviente posee un nexo indudable con la noción de psyche o ei- dolon que, según Erwin Rohde, caracterizaba al mundo homérico (Rohde, 1908: 1-36). En ambos casos, designa una suerte de Doppelganger -subsistente más que existente- del hombre vivo. En ambos casos, además, los sueños representan la ocasión idónea para su encuentro y su comunión.
Dentro de esta concepción animista que las culturas primitivas tenían de la placenta, el caso de Egipto ocupa un lugar destacado. Como señala E. Croft Long: “Los egipcios antiguos creían en la dualidad de almas, una de las cuales habitaba en el individuo y la otra en la placenta” (1963: 239). En el Antiguo Egipto se creía que la placenta era la encarnación del alma externa en contraposición al alma corpórea, y que además contenía una parte del alma del niño, la cual sólo se liberaba si era tratada bien. El punto más alto de esta creencia concernía a la placenta del Faraón: “la placenta real - explica Foster de Witt- era transportada como un símbolo ante el Faraón, práctica que continuó hasta el tiempo de los Tolomeos (aprox. 325-45 a.C.)” (1959: 351). Resulta ilustrativo, en este sentido, el reverso de la famosa paleta de Narmer descubierta en 1898 por James Quibell y Green en el templo de Horus de Hieracómpolis (Nejen), actualmente de positada en el Museo Egipcio de El Cairo16.
C. G. Seligmann y Margaret A. Murray han demostrado que el estan darte llevado por el cuarto hombre contando de la derecha representa la placenta real: “el estandarte sobre la paleta y el cetro de Narmer representa la placenta” (1911: 171). Tanto por la morfología como por el color y el tamaño, es indudable que el objeto transportado por el hombre imberbe -los otros tres, cuyos estandartes son animales, tienen barba- es una placenta con su cordón umbilical. Esta procesión, que para nosotros puede resultar sorprendente, se explicaba perfectamente en función de las creencias del Antiguo Egipto: “en ciertas ocasiones -sostienen Murray y Seligmann- el cordón umbilical, representando la placenta, era transportado por un alto oficial, y también la placenta era considerada un gemelo del rey” (1911: 169).
Ahora bien, interesa notar, como ha mostrado Foster de Witt, que “en el Antiguo Testamento perdura la concepción animista de la placenta entendida como recipiente del alma del rey” (1959: 361). Y si bien es cierto que en todo el Antiguo Testamento encontramos una sola referencia directa a la placenta, cuando una madre se come los desechos del parto en tiempo de asedio (Deuteronomio 28:57), existe no obstante una referencia indirecta en 1 Samuel 25:29, tal como han mostrado Sir James Frazer y Margaret Murray. Se trata de las palabras que le dirige Abigail a David: “Bien que alguien se haya levantado a perseguirte y atentar contra tu vida, con todo, el alma de mi señor será ligada en el fajo de los que viven con Jehová tu Dios, y Él arrojará el alma de tus enemigos como de en medio de la palma de una honda”. Según explica Frazer en el segundo volumen de su discutido Folklore in the Old Testament, las palabras pronunciadas por Abigail hacen referencia indirectamente a la creencia según la cual las almas de los vivos podían ser amarradas por seguridad en un fajo o haz de hojas, y que, por el contrario, cuando se trataba de las almas de los enemigos, el fajo podía ser desatado y las almas diluidas en el viento. Estas costumbres de los pueblos primitivos, al igual que la adivinación, la necromancia o la idolatría, son duramente condenadas por la religión hebrea. Sin embargo, justamente por eso, Frazer afirma que no era para nada des conocida por los autores veterotestamentarios:
Los hebreos aparentemente retenían desde tiempos antiguos la concepción del alma como algo separable que puede ser extraído del cuerpo del ser humano durante su vida, ya sea a través del arte maligno de las brujas, ya sea por un acto voluntario de la propia persona, a fin de depositarla por mayor o menor tiempo en un lugar seguro. (1919: 513)
Margaret Murray, por su parte, ha demostrado con gran contundencia que el “fajo de vida” de 1 Samuel 25:29 hace referencia a la costumbre egipcia de envolver la placenta real en un atado sagrado que resultaba determinante para la salud y el destino del rey17. Si esto es así, si el culto a la placenta, frecuente en diversas culturas de la Antigüedad, no era desconocido por los hebreos, es más que factible que tampoco haya sido desconocido por los autores neotestamentarios y por los Padres apologéticos.18 Comenzamos a comprender así el peligro que se escondía en la figura de la placenta en relación a Cristo, sobre todo si se tiene en cuenta la influencia egipcia. En efecto, como ha mostrado Michael Rice, la placenta no era sólo un doble o un alter ego del Faraón, sino que además el Faraón ocupaba el mismo lugar mediador entre los dioses y los hombres que Cristo.
En tanto gemelo, [la placenta] coexistía eternamente con el rey de tal manera que el rey mismo era, en el instante de su nacimiento, dos entidades indivisibles [...] El rey era el nexo entre el mundo de los dioses y el mundo de los hombres, existiendo igualmente y eternamente en ambos. Todos sus títulos eran duales; él era, en este sentido, su propio gemelo. (Rice, 2004: 108-109)
Reconocer la placenta de Cristo, a la luz de estas costumbres paganas, hubiese significado admitir que el Salvador tenía un gemelo o un doble, una suerte de alter ego fantasmático19. A diferencia del vientre o del útero, la placenta poseía una carga indudablemente peligrosa para los pilares cristológicos. Por eso el nacimiento virginal de Cristo exalta el vientre de María a la vez que, en un mismo movimiento, prescinde de la placenta. Y cuando es mencionada, como en el caso de Tertuliano, se le quita todo rasgo semi o seudo-divino, reduciéndola a un mero resto (sequela) humano. La posibilidad de introducir una dualidad en Cristo, un gemelo o doble, era ciertamente aberrante. La tradición cristológica, sin embargo, conoce este alter ego del Redentor: su nombre es antichristos. El vientre es a Cristo lo que la placenta es al Anticristo. De tal modo que, si el vientre funciona como locus coniunctionis, la placenta lo hace como locus disiunctionis. Cristo, en tanto mediador, es el sym-bolon, quien mantiene acoplados o aglutinados el mundo divino y el mundo humano; el Anticristo, en cambio, es el diabolon, quien separa los reinos, al modo de una dehiscencia, sin identificarse con ninguno de ellos20. El lugar que resta, una vez abiertas las paredes cuya contigüidad sin fisura asegura - o pretende asegurar - la unión hipostática de la naturaleza divina con la naturaleza humana, el lugar irreductible a cualquiera de las dos naturalezas, tanto a la divinidad del Espíritu Santo cuanto a la humanidad de la Virgen Madre, es la placenta.
3. ¿Trasplante, cáncer o parásito?
Por curioso que parezca, si consideramos el nacimiento virginal de Cristo desde una perspectiva biológica actual, descubrimos que el riesgo que representa la placenta para la teología es igualmente -o acaso aún más- considerable. No deja de ser llamativo, además, que la placenta sea el órgano encargado de mediar entre el feto y la madre. En este sentido, Y. W. Loke ha podido sostener, en un texto notable, que “ningún otro órgano en el cuerpo es capaz de desarrollar este tipo de función dual” (2013: 7); o también, para citar a Michael Power, que la placenta funciona “como el órgano central de un sistema bidireccional” (2005: 29)21. La placenta extrae nutrientes y oxígeno de la sangre materna y la envía al feto, a la vez que transporta desechos y dióxido de carbono en sentido contrario. Pero el punto más interesante es que la placenta es de algún modo ajena tanto al feto, con el cual comparte sin embargo la misma carga genética, cuanto a la madre, a la cual se adhiere hasta penetrar en sus vasos sanguíneos. En este sentido, “este órgano intrigante y misterioso” (Parolini, 2016: ix) es externo e irreductible tanto al feto cuanto a la madre: “la placenta pasa toda su vida fuera del bebé pero dentro de otro individuo, la madre, a cuyo útero está íntimamente ligada” (Loke, 2013: 5). La placenta funciona así como una membrana bidireccional: por un lado, se adhiere a la pared del útero materno conocida como desidua; por otro, se conecta con el feto a través del cordón umbilical. Según Loke, la placenta ocupa una suerte de tierra de nadie entre la madre y el feto:
el bebé no está adherido a la pared uterina, a pesar de ocupar mucho es pacio dentro del útero. [...] Es la placenta la que conecta al bebé con la madre en el lugar de la implantación [.] La placenta se ubica entremedio [in between]. La naturaleza es sabia al disponer a la placenta fuera del bebé. En el útero, la placenta ocupa una posición a medio camino entre [midway between] el bebé y la madre, en una suerte de tierra de nadie [no-mans land]. (2013: 6)
Una vez que el espermatozoide fecunda al óvulo se forma el blasto- cito, el cual se divide a su vez en dos conjuntos de células: embrionales y extra-embrionales. Las células embrionales, agrupadas en el centro, se convertirán en el feto propiamente dicho; las extra-embrionales formarán la placenta. El primer paso de este segundo grupo de células consiste en formar una capa o película conocida como trofoblasto a fin de rodear el núcleo central donde se constituirá el embrión. Es interesante notar que aproximadamente el 80 por ciento de las células formadas son extra-embrionales, lo cual demuestra que la creación de la placenta es aún más fundamental que la del embrión. A partir de esta separación celular, la placenta prosigue y organiza su propio programa de desarrollo, con total independencia del embrión (Loke, 2013: 9). Las células embrionales y las extraembrionales, a pesar de provenir del mismo óvulo fecundado, poseen características y funciones diferentes.
Como hemos visto, tanto el espermatozoide como el óvulo son nece sarios para la formación de la placenta y del embrión. Por tal razón, el fenómeno conocido como partenogénesis, es decir la forma de reproducción basada en el desarrollo de células sexuales femeninas no fecundadas, es imposible en los mamíferos. No deja de ser curioso que Loke mencione como un ejemplo de partenogénesis el nacimiento virginal de Cristo (al cual denomina, erróneamente, inmaculada concepción):
El ejemplo citado con más frecuencia como la excepción a la regla es la inmaculada concepción de la Virgen María, porque ella misma confesó, “¿cómo puede ser si no he estado con ningún hombre?”. Además, Jesús es varón y resulta difícil explicar cómo podría haber surgido de una concepción partenogenética ya que los óvulos sólo tienen el cromosoma X femenino. (2013: 10)
Sin embargo, John Wilkinson sostiene que el nacimiento virginal debe ser disociado “por completo del fenómeno considerado como partenogénesis” (1964: 160). ¿Por qué? Philip Crannell, en un pasaje ya citado, lo explica a la perfección: “nuestro Señor fue el producto de una intervención directa de la divinidad realizando la función, y mucho más que la función, del elemento masculino usual” (1932: 349). De tal manera que el elemento masculino fue aportado por el Espíritu Santo. Pero si esto es así, la placenta habría debido poseer una naturaleza divina, eminentemente espiritual, puesto que su composición genética proviene del aporte masculino. La realidad carnal -por no decir sórdida- de la placenta, sin embargo, demuestra su materialidad. ¿Dónde ubicar entonces a este órgano enigmático? ¿Bajo qué categoría teológica subsumirlo? ¿Qué región de la onto- teología le haría justicia? El dominio humano no, porque la placenta no posee conciencia ni razón (aspectos distintivos, para la tradición metafísica, de lo humano) y porque también los animales (mamíferos) requieren de la placenta; el dominio divino tampoco, porque su naturaleza no posee la inmaterialidad del espíritu, y si la posee, como en el caso del doble o el yo invisible de las culturas antiguas, está más vinculada a lo que podríamos llamar una “baja divinidad” o un “animismo menor” que a la trascendencia intangible del Dios bíblico. Como indica Loke, la placenta subsiste en una no man’s land que no sólo es la tierra de nadie, sino también -y de manera fundamental- la tierra de no-man, de lo no-humano. Esta topología an-humana, sin embargo, no debe ser confundida con el Dios-Padre de las Escrituras. Así como es una no man’s land,, es también una no God’s land. Ni humana ni divina, la placenta es la cifra del mundo de las imágenes. De allí su vínculo con los sueños y la muerte. Como lapsyche, el eidolon o el phantasma de los tiempos homéricos, la placenta es el locus específico en el que proliferan las imágenes, irreductibles a las grandes polaridades de la onto- teo-logía: lo sensible y lo inteligible, la materia y el espíritu, lo visible y lo invisible, etc.22.
Pero ¿qué es, después de todo, la placenta? “La placenta humana es muchas cosas diferentes en un solo órgano que desafía la clasificación bio lógica convencional. ¿Es un trasplante, un cáncer, un parásito? Tiene ca racterísticas de todas estas cosas” (Loke, 2013: 223). La placenta es el abismo entre Dios y el hombre, entre la carne y el espíritu (en su sentido bíblico): el pliegue intermedio, pero irreductible, entre el esperma del Es píritu Santo y el óvulo de María; en verdad es la dehiscencia al interior del pliegue. Si en Cristo, en el embrión, la divinidad (espiritual) del Padre se une con la humanidad (carnal) de la madre, en la placenta se desunen, y lo que resta en ese espacio an-antrópico y a-teológico es la imagen, el fantasma: ho antichristos. ¿Por qué el Anticristo es el nombre “propio” de la placenta? Porque no es lo otro de Cristo -sabemos, de hecho, que la relación entre la placenta y el feto es esencial- sino su otro /ado23; no es el antagonista radical y maligno sino su otro yo o, mejor aún, el otro lado del yo, el otro lado que ya no es un yo24. Es un trasplante, un cáncer y un parásito.
4. Plegaria para un órgano dormido
El individualismo burgués de la época moderna, según la tesis de Peter Sloterdijk, es el resultado ineluctable de una “desvalorización radical de la placenta” (1998: 386). Y si bien a lo largo de la historia existen varios momentos de “nihilismo placentario [plazentaler Nihilismus]” (1998: 391), es recién en el siglo XVIII que el destierro de la placenta del imaginario social alcanza su punto crítico: “Sería fácil demostrar que el individualismo moderno sólo pudo entrar en su fase álgida cuando en la segunda mitad del siglo XVIII comenzó la general excomunión clínica y cultural de la pla centa” (1998: 388). Además de esta excomunión moderna de la placenta, Sloterdijk señala que la medicina helenista impulsó también, aunque en menor medida, un desencanto del fenómeno placentario.
Para referirse a la placenta y al embrión sin caer en los presupuestos propios de la tradición occidental, Sloterdijk utiliza los términos “con” y “también” respectivamente: “al órgano con el que el presujeto flota en su cueva comunicándose [...] le llamaremos el ‘con’ [das Mit]” (1998: 360); al feto, por su parte, “debería llamársele el ‘también’ [das Auch], ya que esa identidad fetal sólo se produce por la vuelta del con, que es-ahí, al aquí, que es ‘también aquí’ [auch-hier]” (1998: 360). La excomunión clínica y cultural de la placenta propia del mundo burgués, ya anunciada en cierto sentido por la medicina helenista, implica un olvido de este espacio bipolar intra uterino conformado por la estructura con-también. Lo que Sloterdijk no dice, pero que nosotros creemos decisivo, es que el nacimiento del Redentor representa un caso paradigmático de este proceso de desvalorización radical de la placenta. El nacimiento virginal de Cristo es el dispositivo elaborado por la teología cristiana para conjurar la placenta y, con ella, toda forma de dualidad o polaridad anímica. Pero por eso mismo, la ekklesia, entendida como comunidad de fieles, se construyó a partir del nexo (de la glutinatio) entre lo divino y lo humano propiciado por Cristo en el vientre de María. Esta comunidad eclesiástica, para constituirse, se vio forzada a suprimir la placenta, el doble o el gemelo inasimilable, la sombra irreductible: el Anticristo. ¿Por qué inasimilable e irreductible? Porque no es ni persona ni sujeto, ni substancia ni objeto y, por ende, no pertenece al dominio de la presencia: “Por lo que se refiere al con, según su cualidad de presente, no es ni persona ni sujeto, sino un ello viviente y vivificante, que se mantiene ahí-en-la-proximidad” (Sloterdijk, 1998: 360).
No deja de ser llamativo que conservemos, pese a todo, el estigma o la cicatriz de esa convivencia o comunidad prenatal: el ombligo. Por eso Sloterdijk puede afirmar que para pensar la placenta y restituirle sus derechos obliterados, debemos “primero descifrar el jeroglífico del ombligo [die Hieroglyphe den Nabel]” (1998: 395). El corte del cordón es, en este sen tido, el acontecimiento fundamental que marca la entrada del sujeto en lo simbólico, es decir la entrada en el sujeto25. El corte del cordón en la Modernidad, lejos de simbolizar, como en las culturas primitivas, la muerte de la placenta y su consecuente vidapost-mortem, marca la condición autosuficiente y hermética del sujeto burgués normal. Sin embargo, el ombligo nos recuerda que en un tiempo nuestra vida dependió literalmente de un otro, de un “órgano-ángel [Organ-Engel]” (1998: 362), una “sombra nutricia y hermano anónimo” (1998: 360); nos recuerda, en suma, que no existiríamos si no hubiese sido por “ese misérrimo fantasma de la ópera de las entrañas” (1998: 362).
No sorprenderá que los Evangelios hagan referencia a la circuncisión de Cristo, al corte del prepucio, pero no al corte del cordón26. A diferencia del praeputium, que representa la Ley judía, el símbolo de la alianza, es decir de la unión de Dios y los hombres, el umbilicus representa la condición incompleta o la apertura que ninguna persona, ni humana ni divina, puede suturar. El umbilicus, de algún modo, es la marca de la imposibilidad de lo divino y lo humano27. No es casual que Luce Irigaray contraponga el cordón umbilical a la figura del falo: “¿El falo erigiéndose en el lugar que antes ocupaba el cordón umbilical?” (1994: 37)28. Y también: “Y cuando se le da apellido a la criatura, éste ya viene a ocupar el lugar de la señal más irre ductible del nacimiento, el ombligo. El apellido e incluso ya el nombre de pila siempre se hallan desfasados respecto al más irreductible rastro de identidad: la cicatriz del corte del cordón” (1994: 37). En el caso de Cristo, es sintomático que el nombre Jesús le es consignado, no con el corte del cordón, sino con la circuncisión. En este sentido, la circuncisión viene a clausurar u obliterar el corte del cordón: “En el lugar que ocupaba el cordón, aparecería el pene que une, da vida, abreva, alimenta y recentra al cuerpo recordando, en la eyaculación y la detumescencia, la efusión y la cicatriz original que marcan el paso de la vida intrauterina al nacimiento, para el hombre y para la mujer” (1994: 40).
El umbilicus es la llaga que se abre entre lo divino y lo humano, entre lo invisible y lo visible o entre el espíritu y la materia. La cristología, desde su inicio, supone una alienaáón fundamental: en el vientre de María, el feto del Salvador dependió de un alius extraño y extranjero, un elemento inasimilable en la economía de la salvación. El doble de Cristo, el otro de Cristo, el otro lado de Cristo, el alios Christos, el alien, el Cristo extranjero: nombres todos del anti-Cristo. No obstante, se trata de una alienación diversa a la hegeliana (o marxista). No es que el uno devenga dos ni que el uno y el dos se reconcilien en el tres. Más bien habría que decir que feto y placenta son las dos caras o los dos polos de una estructura diádica sin resolución; al extremo, el uno, el feto-Cristo, depende del dos, de la pla- centa-Anticristo. A la economía soteriológica del dogma se le opone la “economía placentaria” (Irigaray, 1993: 37-44)29.
La preeminencia ontológica del prepucio, presente en los relatos de la natividad de Jesús, hunde sus raíces en la cultura hebrea. No es casual que en el Antiguo Egipto la placenta gozara de mayor jerarquía que el prepucio y que el corte del cordón fuese considerado más determinante para la vida del individuo que la circuncisión: “Ninguna otra parte de la anatomía real parece haber gozado del mismo cuidado y reverencia que la placenta. Ni siquiera al prepucio real le fue acordado un honor comparable. Además, la circuncisión no parece haber sido una práctica frecuente en los tiempos antiguos” (Rice, 2004: 108).
Conclusión
El nacimiento virginal de Cristo se ha constituido en su forma dog mática a partir de la obliteración de la placenta. El vientre, y más concre tamente el útero, de María, en este sentido, ha sido el locus simbólico de la encarnación, es decir el lugar en el que lo divino, el Espíritu Santo, ha podido unirse o aglutinarse con lo humano. Para poder salvaguardar esta coniunctio o glutinatio, sin embargo, la cristología se vio obligada a excomulgar la placenta de los relatos sobre el nacimiento del Salvador. Las men ciones a ella son ciertamente exiguas e indirectas si se las compara con las que se refieren al vientre de la Virgen. Hemos mostrado que la razón profunda de esta exclusión no es casual, sino que obedece a motivos eminentemente teológicos y a concepciones antiguas vinculadas a lo sagrado y sobrenatural. Como hemos indicado, las culturas primitivas consideraban a la placenta un doble o un gemelo de la persona, razón por la cual se la veneraba y temía. Lejos de ser desechada en el momento del nacimiento, la placenta era enterrada en un lugar apropiado, a veces colgada de un árbol, para que el doble fantasmático o el alma invisible acompañase y cuidase al recién nacido durante toda su vida. El nacimiento del niño o niña, así, implicaba la muerte de la placenta pero, por eso mismo, el inicio de su vida post-mortem, de su subsistencia fantasmática.
Se advertirá el peligro que representaba una concepción semejante para la cristología dogmática. Enfatizar el rol de la placenta, por otro lado necesario para la consecución de un nacimiento exitoso, a la luz de estas creencias paganas, conocidas además por los hebreos y los autores neotestamentarios, abría la puerta a la posibilidad de que el Redentor poseyese un doble o un gemelo, un otro extraño e irreductible. Ante este riesgo, la maniobra implementada por la teología consistió en reducir la placenta a su costado humano, identificándola simplemente con un resto o secuela del vientre de la Virgen. De ocupar un lugar intermedio entre la trascendencia divina y la inmanencia humana, la placenta fue desplazada al polo material de los desechos postparto.
Nosotros, por el contrario, hemos querido avanzar en este camino obturado por la cristología dogmática. Así como el vientre es el símbolo de la coniunctio metafísica, la placenta lo es de la disiunctio. Hemos identificado, además, a este otro de Cristo o, más bien, a este otro lado de Cristo, a este gemelo o doble, con el Anticristo. De tal manera que el Anticristo no designa para nosotros el rival humano y el mero antagonista del Salvador sino su costado fantasmático, su doble que es el mismo Cristo, pero el mismo en tanto otro. Siendo irreductible tanto al feto cuanto a la madre, la placenta, entendida como Anticristo, es ajena a la materia y al espíritu, a lo divino y a lo humano. En este sentido, no designa meramente el órgano indispensable para la vida del feto sino la cifra o el símbolo del reino de las imágenes. ¿Por qué? Porque las imágenes, y consecuentemente la ima ginación, han ocupado el lugar intermedio entre las grandes polaridades de la onto-teo-logía: lo sensible y lo inteligible, la materia y el espíritu, el alma y el cuerpo, etc.30. Pero mientras que Cristo, en tanto eikon Theou, ha funcionado como mediador, como locus comunctioms, es decir como puente entre Dios y los hombres, el Anticristo, en tanto phantasma Theou, ha funcionado como locus disiunctionis, es decir como dehiscencia y disyunción31.
La placenta, por eso mismo, no designa ni el reino humano ni el reino divino, sino el espacio neutro que se abre entremedio.
La historia de la pintura, como se sabe, está repleta de alusiones al nacimiento virginal de Cristo. El motivo Madonna con niño, en este sentido, es harto frecuente y constituye una de las imágenes icónicas de la cristiandad. La mayor parte de estas obras destacan la relación madre-hijo y la consecuente humanidad del Redentor. Frente a esta tradición canónica, quisiéramos mencionar, como corolario de nuestro recorrido, la obra One Flesh (1985) de la artista inglesa Helen Chadwick32. Esta obra -que, según aclara Leila McKellar, efectúa una verdadera “disrupción de las categorías binarias” (2007: 204)- se basa en la iconografía religiosa tradicional, pero sólo para subvertirla por completo. En efecto, en primer lugar, no se trata de un niño sino de una niña; en segundo lugar, la mano derecha de la madre está apuntando a los genitales de la recién nacida; en tercer lugar, la mano izquierda sostiene unas tijeras con las que se dispone a cortar el cor dón umbilical; en cuarto y último lugar, por encima de la madre (y de la niña) flota, a la manera de un halo o aura, la placenta. Según explica McKellar: “La subversión de Chadwick se vuelve evidente en el halo dorado sobre las figuras, que a una inspección más minuciosa revela ser una pla centa” (2007: 203). Madre, niña y placenta constituyen una suerte de “trinidad biológica” (citado en Herles, 1997). Lo que nos interesa de esta obra, en función del tema que hemos desarrollado en este artículo, es el lugar determinante que ocupa la placenta en relación al imaginario vinculado al nacimiento virginal. Chadwick muestra la condición irreductible de la placenta: externa al feto o a la niña y externa también a la madre. El corte del cordón, y no la circuncisión, marca aquí el desdoblamiento de la vida neonatal: por un lado, la niña propiamente dicha (Cristo en el caso de la teología dogmática); por el otro, el gemelo o el alter ego representado por la placenta. Pero si bien la cristología dogmática se ha encargado de eliminar casi por completo la figura de la placenta (o al menos de reducirla a su dimensión humana, demasiado humana), la obra de Chadwick la restituye a su lugar esencial. Ahora, desde su altura soberana, la placenta nos dice que la niña no es una subjetividad autónoma y absolutamente hermética, sino “una subjetividad dividida o desdoblada” (McKellar, 2007: 207). La placenta instaura un espacio intermedio e irreductible entre las polaridades binarias de la metafísica (y en ese sentido se identifica con el dominio de las imágenes, más precisamente con los phantasmata) que es el locus específico del Anticristo, tal como nosotros lo entendemos: “Como el órgano que conduce nutrientes de la madre al niño, la placenta [es decir, el Anti cristo] existe en el límite donde uno termina y el otro comienza” (2007: 205-206). Alienación originaria: Cristo, como mago Dei y a la vez como mago hominis, es decir como mediador y nexo conjuntivo, ha convivido desde el inicio con un otro irreductible, el Anticristo, phantasma Dei y a la vezphantasma hominis, un alius que sin duda es un alien, un Cristo-alien que los hombres, a partir de la Modernidad burguesa, parecen haber olvidado pero que vuelven a recordar, sin embargo, cada vez que se miran el ombligo. Esta expresión, “mirarse el ombligo”, que en su uso coloquial significa la conciencia egoísta de pensar sólo en uno mismo, mienta, en su sentido teológico profundo, la extroversión del yo, la conciencia de que el yo está necesariamente fracturado, escindido y desdoblado en un otro fantasmático y espectral. En el caso de Cristo, este otro se llama Anticristo: el doble o gemelo placentario.