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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.57 no.68 Ciudad de México may. 2012

 

Reseñas bibliográficas

 

Carlos Pereyra, Filosofía, historia y política. Ensayos filosóficos 1974-1988

 

Nora Rabotnikof

 

Compilación de Gustavo Ortiz-Millán y Corina Yturbe, Fondo de Cultura Económica/Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, México, 2010, 648 pp.

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México. norarm@servidor.unam.mx

 

La presentación de un libro cuyo autor no está ya entre nosotros (para responder a las críticas, para aclarar, para debatir) impone un cierto sesgo reverencial a este tipo de rituales.1 Por ello, y asumiendo el riesgo de sonar irreverente, quisiera comenzar mi comentario relatando un chiste. Lo hago no tanto para distender solemnidades, sino porque tal vez pueda servir para encuadrar mi reflexión. Mi primera justificación es que es un chiste que le escuché a Pereyra hace muchos años por primera vez, y que volví a escucharle varias veces, y que en todas esas ocasiones Pereyra reía al contarlo. El chiste dice más o menos así:

Érase una vez un país oriental donde imperaba el socialismo real (cuando éste todavía era real). En una reunión del Politburó del Partido Comunista, el camarada Tigre, secretario general del Partido, anuncia la consigna que guiará la práctica y la estrategia de la presente etapa de construcción de la sociedad comunista. Con voz sonora e imperativa pronuncia: "Camaradas, tengamos en alto nuestra divisa: dos más dos son seis." Desde el fondo del recinto, el camarada Lobo, quien ya había mostrado tendencias revisionistas, se planta firme y pronuncia las palabras que sellarán su futuro: "Perdón, camarada, pero dos más dos son cuatro." El camarada Lobo es tachado de renegado, revisionista y traidor y es enviado a un largo exilio a una zona muy fría del país. Pasan cuarenta años, muere el camarada Tigre, se produce el deshielo y la liberalización, y el Politburó se reúne para revisar la línea del periodo anterior y diseñar la estrategia política para la nueva etapa. El camarada Ciervo, que ahora remplaza en el cargo de Secretario General al camarada Tigre, es el encargado de anunciar el viraje renovador que ha aireado al partido. "Camaradas —dice—, después de un largo periodo de tinieblas, y luego de una profunda revisión de nuestros errores, hago pública la línea política para esta etapa." Y orgullosamente anuncia: "Camaradas, dos más dos son cinco." Desde el fondo del salón se escucha la voz titubeante del camarada Lobo, quien, ya anciano, ha sido liberado y rehabilitado después de cuarenta años. Otra vez, el camarada Lobo protesta: "Perdón, camarada, pero dos más dos siguen siendo cuatro." Esta vez no hay represalias ni represiones. El camarada Lobo es llevado gentilmente aparte y allí el camarada Ciervo y todo el Politburó aclaran la situación: "Camarada Lobo —le dicen—, todos sabemos que dos más dos son cuatro; pero ¿usted no se da cuenta del enorme avance que supone para nosotros pasar de pensar que dos más dos son seis a creer que dos más dos son cinco?"

Esta broma podría considerarse un chiste anticomunista más, de esos que se pusieron tan en boga dentro y fuera del ámbito de los socialismos reales. Tiene dos partes: la del exilio en Siberia, en cualquier Siberia, que remite al totalitarismo, a la imposibilidad de discusión abierta, a la ausencia de libertad de expresión, etc.; pero la otra parte, la del gran avance entre lo que nosotros pensábamos antes y lo que pensamos ahora, encierra una amarga ironía que tal vez sólo sea auténticamente inteligible para aquellos que, con independencia de los contextos geográficos y políticos, alguna vez compartieron una experiencia. Y creo que era esto lo que le causaba gracia a Pereyra.

Por supuesto, es inevitable recordar que el tipo de reflexiones y afirmaciones que están en juego en la reflexión filosófica, en el quehacer de la historia y en la discusión política no tienen ni la claridad ni la distinción ni las certezas de las verdades matemáticas. Por eso la alegoría tiene alcance limitado. Pero detrás de esta distancia irónica y de este humor amargo hay algo que podría servir para comparar esa salutación del avance para nosotros, con el desarrollo de la tradición marxista de pensamiento. Con las aventuras del entonces llamado materialismo histórico, con el socialismo como práctica política y con lo que se llamó el marxismo académico occidental. Todo esto conduce a tratar de contar cuál es mi lectura hoy de la obra de Pereyra.

Porque, visto más de cerca, ese avance para nosotros se puede leer de varias maneras. Como una especie de confianza progresista ingenua, que privilegia siempre el punto de vista del nosotros; en este caso, el de nosotros que compartimos una tradición o una pertenencia política o una etiqueta. Se puede leer también como un larguísimo viaje hacia el sentido común o hacia el buen sentido por parte de quienes reconocen haber estado enceguecidos por la neblina ideológica. Pero se puede leer también como un ejercicio de reflexividad, como una forma de asumir la propia historia. Es obvio que siempre se piensa, o que se pensaba, mejor dicho, en el horizonte de una determinada tradición. Pero no siempre se es consciente de ello y no siempre se tiene en cuenta la historia de esa propia tradición. Al menos no como esfuerzo por clarificar los conceptos, las estrategias argumentales y los valores que funcionan como trasfondo de nuestra práctica intelectual.

Yo diría que el marxismo como tradición, o como corriente de pensamiento que animaba una práctica política, estuvo desde su nacimiento atravesado y motorizado por polémicas que, repito, no giraban en torno a dos más dos son cuatro, sino a cuestiones que se delimitaban como relevantes en distintos momentos: materialismo o idealismo; determinismo o agencia; estructura y acción; legalidad o espontaneidad; relación entre estructura y superestructura; Estado, sociedad y economía, cuestiones que conformaron el canon, pero un canon siempre debatido. Y esta sucesión de polémicas y debates, casi todos ubicados en un escenario de enfrentamiento ideológico-político fechado, heredó a las generaciones siguientes cuestiones que fueron independizándose de sus lugares de enunciación y de sus contextos de origen (lo cual no está mal), pero que a veces parecían obligar a que cada generación creyera que empezaba de nuevo o, mejor dicho, a que cada generación tuviera que hacer algo que representaba, como en el chiste, un gran avance... pero para nosotros.

La reflexión de Pereyra, sobre todo la de la última etapa de su vida, se inserta en un contexto particularmente intenso de revisión interna. Pereyra discutía hacia adentro y hacia fuera del universo autodenominado marxista, y podríamos decir que con más virulencia hacia adentro. Tal vez por el carácter rudimentario del marxismo mexicano. Tal vez porque uno discute siempre con el que está más cerca. Y discutía, yo no lo recordaba, reconstruyendo los debates más importantes de esa tradición, desnudando sus fallas, denunciando sus falacias con una lógica implacable y, al mismo tiempo, entablando un debate informado con los filósofos de las ciencias, sociólogos, filósofos políticos, que estaban más allá del cerco de la exclusión sectaria. Pero, simultáneamente hacia fuera, desplegaba como herramienta crítica, sin encandilamientos fáciles, lo que él consideraba lo mejor de su tradición y también de sus crisis. Por ejemplo, en una discusión con lo que se denominó marxismo analítico, Pereyra imputa a esta vertiente académica la falla de "desplazar la problemática epistemológica del materialismo histórico y sólo recuperar el lado más frágil del discurso marxiano, estimulando la vertiente economicista, de suyo tan acentuada" (p. 645). Imposible dejar de asociar esta acusación con una advertencia de no repetir viejos errores o de no empezar de cero en cada momento o de no festejar ciertas recurrencias teóricas como grandes avances para nosotros.

Por otro lado, en su discutido artículo sobre el concepto de democracia, Pereyra parte no sólo, o no tanto, del desprecio por la cuestión democrática en la tradición socialista (la suya), sino también de los supuestos antidemocráticos del liberalismo original. Es decir, parte de reconocer que ninguno de los dos, ni el socialismo ni el liberalismo, puede adjudicarse legítimamente el monopolio de la cuestión democrática. Aquí, su propio esquema teórico althusseriano lleva a Pereyra a señalar que "en ambas tradiciones funciona una especie de obstáculo epistemológico, que supone pensar que o bien la posición dentro de la estructura social o bien los intereses particulares, derivados de la clase, determinan por sí solos" lo que hoy llamaríamos las preferencias políticas de los actores. Si hay un supuesto común entre socialismo y liberalismo, y éste tiene que ver con la determinación de lo político por los intereses materiales directos, y si la democracia es un concepto estrictamente político que remite al tipo de relación entre gobernantes y gobernados, entonces se gana poco encandilándose con el liberalismo, abjurando del socialismo en nombre de la democracia o reproduciendo ese llamado obstáculo epistemológico que parece remitir a la dificultad para pensar lo político.

Obstáculo epistemológico: la dicotomía entre ciencia e ideología es un fantasma que recorre el texto, más allá de la reivindicación althusseriana de los aparatos ideológicos del Estado y más allá del descubrimiento de la construcción de hegemonía. Cuando discute la proposición "los hombres hacen la historia", y en lo que parecería un anticipo de lo que hoy se conoce como historia intelectual, Pereyra dice: "Esa proposición nace, pues, en el interior de una polémica ideológica y su validez, decisiva en ese debate como factor de oposición a los planteamientos providencialistas y teológicos sobre la historia, desaparece en el momento mismo en que es superada tal polémica." Y agrega: "Ello ocurre siempre con todas las proposiciones teóricas que, careciendo de fundamentación científica, dependen en su validez del enfrentamiento ideológico circunstancial" (pp. 122-123). En otras palabras, parece decirnos que no podemos ampararnos en una afirmación contextual polémica de Marx, ligada a un debate político con el providencialismo y la teología, porque ella no se funda en una aproximación científica, sino en una pugna ideológica. En cambio, otra vez en el trabajo sobre el concepto de democracia, la afirmación de que la democracia es siempre política, formal, representativa y pluralista es una proposición científica o que siempre deriva de la lógica del concepto. Sin duda, nadie hace historia intelectual de sí mismo en el momento en el que escribe, pero Pereyra parece afirmar que la democracia es siempre política, formal, representativa y plural, no porque esté discutiendo con un participacionismo ingenuo o con quienes afirman que la verdadera democracia es social o con las democracias llamadas populares, sino que es así porque la dinámica misma del concepto así lo indica. Dicen los íntimos que alguna vez Pereyra reconoció su talante positivista. Por supuesto, aunque todos le pongamos fecha a nuestros textos, en realidad son otros, veinte años después o más, quienes pueden ubicar esos textos en una historia intelectual.

Por eso, cuando los compiladores de este libro insisten en que se trata de textos fechados, están precavidamente anticipando una posible acusación de anacronismo. Y ello es inevitable. Si tomamos El sujeto de la historia como una discusión de teoría de la historia, podríamos decir que hoy en ese espacio intelectual se discuten otras cosas, que quedó atrás la discusión entre causalidad y teleología, explicación funcional y explicación intencional, o entre comprender y explicar, y que hoy los tiros van por otro lado, por los problemas de representación o los límites de la representación historiográfica, por la relación entre historiografía y ficción, el pantextualismo, las narrativas, etc. Uno podría pensar, y con razón, que El sujeto de la historia se tendría que valorar desde una historia de la historiografía o una metahistoria. Pero si bien releyendo el libro no podemos dejar de notar ese desplazamiento en los ejes del debate, tampoco se puede dejar de echar en falta, pero por contraste con la discusión actual, el tipo de la reconstrucción conceptual y de encuadre teórico que realiza Pereyra en el primer artículo, que le da nombre al libro. Porque se trata de un ejercicio muy serio y riguroso de filosofía de la historia como ciencia, y allí necesidad y libertad, explicación por leyes y explicación por modelos, generalización y eficacia explicativa, se revisan, desde Marx, pasando por Kautsky, Bernstein —dentro del campo marxista— hasta Popper, Hempel y compañía. A veces uno añoraría este tipo de ejercicio, aceptando los nuevos temas, ante tanta liquidación posmoderna o ante cierta frivolidad de la teoría de la historia contemporánea. Porque descubrimos que hoy la pregunta por el porqué (por qué ocurrieron ciertos acontecimientos, por qué los hombres actuaron como actuaron), que recorre como hilo conductor su reflexión sobre la historia, también ha pasado de moda. Cito otra vez a Pereyra:

En ausencia de un modelo teórico la investigación tendría delante una masa caótica de acontecimientos de diversa índole a partir de la cual [...] el relato de lo sucedido no constituiría en ningún sentido una explicación propiamente tal y los hechos aparecerían como un encadenamiento contingente cuyas conexiones internas podrían ser fijadas con toda arbitrariedad. (p. 337)

Seguramente, hoy alguien podría encontrar en estas palabras un resabio involuntario de determinismo histórico, o lo formularía en términos de un terror a la contingencia. No sé si esto era así, pero en un momento como el nuestro, en que el gran logro del cultivo de la historia en México parece ser el descubrimiento de la naturaleza humana y no broncínea de los héroes, o de los actores, es decir, el descubrimiento de que los héroes que nos dieron patria estaban hechos de carne y hueso y tenían debilidades, pasiones y pecados como cualquiera de nosotros, es plausible pensar que ese anhelo obsesivo de inteligibilidad histórica que se muestra en estas páginas, esa tozudez en aplicar la vieja distinción entre explicación y valoración, resulta cuando menos ejemplar.

Creo que no podemos dejar de extrañar (y ello porque me parece que ya no es una práctica habitual en la academia mexicana) esa vocación analítica que no supone ni trivialidad temática ni extrañamiento de los problemas más urgentes de la escena contemporánea. Esa vocación que le impedía caer en retóricas fáciles o cursis. Yo extraño también, y quizá esto sea una nostalgia imposible, ese modelo de intelectual. Porque la difícil combinación entre rigor analítico y compromiso político, entre competencia para el debate académico serio y la pretensión siempre presente de incidir en la escena pública más amplia y, como pretendí mostrar, esa forma de articular el reconocimiento de la pertenencia a una postura teórica y la capacidad para tomar distancia crítica, sin conversiones vergonzantes y sin oportunismos teóricos, fue y sigue siendo, quizá hoy más, una posición difícil, un lugar sin amparos. No sé si Pereyra habría resistido la seductora tentación de los medios, si hubiera aceptado la oportunidad de transformarse en un formador de opinión o en un experto en el análisis político. Sospecho que su estilo no habría ayudado, sus análisis eran demasiado rigurosos y su escritura, aunque de una claridad meridiana, demasiado compleja como para transformarse fácilmente en cliché o en mensaje de Twitter.

Hemos viajado del Sujeto (con mayúscula) a los actores, de las estructuras a las instituciones (a veces, con un retorno sinuoso vía el descubrimiento de los poderes fácticos), de la sociedad civil al Estado, en viaje redondo, del socialismo a la democracia, en ocasiones vía socialdemocracia y en otros en un viaje sin escalas. Hemos pasado de un nacionalismo sin referencias universales a un pensamiento global sin nación y sin referentes populares. Hemos pasado de los grandes relatos a las microhistorias, y de discutir si los hombres hacen la historia a resignarnos a no entender por qué la hicieron como la hicieron. Tal vez política y teóricamente estamos en el dos más dos son cinco, pero, como en el chiste, eso no significa ningún avance y menos cuando ni siquiera está claro quién es ese nosotros que podría celebrar el avance.

Por eso, entre otras cosas, es bueno que hoy aparezca este libro. Aunque más no sea para recordar, o para los más jóvenes conocer, una época y una forma de pensar y de escribir sobre política, historia y filosofía que hoy no es moneda corriente ni en el debate académico ni, por supuesto, en el espacio público. Una forma de escribir y de pensar política, historia y filosofía que combinaba de manera difícil pero, a mi modo de ver, lograda, razón y pasión, análisis y voluntad de transformación.

 

NOTA

1 Texto leído en la presentación del libro el 4 de noviembre de 2010, en la Librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica.

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