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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.42 Osorno July 2016

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012016000100004 

ARTÍCULO

DISEÑO DEL PERSONAJE FEMENINO EN LA NARRATIVA CUBANA DEL SIGLO XIX: APROXIMACIONES

Designing female characters in Nineteenth Century Cuban narrative: some notes

 

Ronald Antonio Ramírez Castellanos*

Universidad de Oriente*, Santiago de Cuba (Cuba)

Dirección para correspondencia


Resumen

En el presente trabajo se efectúa un acercamiento a la narrativa cubana del período decimonónico por medio del diseño de sus personajes femeninos. Se atiende a las particularidades de la caracterización prosopográfica y etopéyica de la imago mujer, y se realiza una tentativa de tipologización, de acuerdo con los diversos matices conformadores de nuestros modelos femeninos ficcionales. En este propósito se privilegian aquellas obras y autores más importantes del período.

Palabras clave: Narrativa cubana, Siglo XIX, Personajes femeninos, Tipologización, Obras, Autores.


Abstract

In this paper, an approach to the Cuban narrative of nineteenth-century period is carried out through the design of their female characters. The paper discusses the particularities of an ethopoeic characterization of imago women. It also attempts to realize a tentative typologization, based on the various nuances of forming our fictional female models. For this purpose, the works and major authors of the period are discussed.

Key words: Cuban narrative, Nineteenth century, Female characters, Typologizing, Works, Authors.


En su ensayo La novela cubana en el siglo XIX el investigador cubano Roberto Friol (1980) expone que el tema de la mujer-ángel constituye uno de los pilares fundamentales en los que se erige la narrativa decimonónica insular, surgida tardíamente en 1837. El hecho que los prototipos ficcionales femeninos no solo protagonizaran la inmensa mayoría de novelas, noveletas o cuentos del período, sino que sus nombres indicaran, además, el título de dichas obras, resulta el primer elemento importante a destacar en torno al interés de los narradores fundacionales, tanto de uno y otro sexo, por los asuntos acerca de la mujer. Culpa, en parte, de la contagiosa fiebre romántica de la literatura foránea procedente del viejo continente, que nuestros inspirados escritores imitaron a ultranza.

Pero la acotación prosopográfica alusiva a la naturaleza etérea y angelical del arquetipo femenino, señalada por Friol en su estudio, resulta generalizadora en su conceptualización, sobre todo si se tiene en cuenta que, desde el período fundacional del género, algunos autores aportaron personajes significativos que ya se apartan de los patrones femeninos secularizados por el romanticismo europeo. En esta óptica, en el presente ensayo intentaré, en alguna medida, introducir nuevas reflexiones que, a mi juicio, pueden ser esenciales para el estudio de las variantes exegéticas en el diseño del personaje femenino en la prosa imaginativa cultivada en Cuba durante el siglo XIX, atendiendo a dos aspectos fundamentales: 1) La caracterización prosopográfica de la imago mujer, teniendo en cuenta el criterio de Friol, pero particularizando los momentos de ruptura con el modelo de mujer-ángel; 2) una tentativa de tipologización, más de acuerdo con los diversos matices conformadores de los modelos femeninos ficcionales y sus caracterizaciones etopéyicas. Esto permitirá transparentar, a su vez, las coordenadas ideoestéticas del constructo mitopoético en el diseño de la imago mujer en la narrativa cubana decimonónica.

Es necesario advertir que para este propósito pretendo privilegiar aquellas obras y autores más importantes del período. El límite de espacio concedido a este ensayo no admite mayor profundización al respecto. Sirva entonces como un estudio preliminar convidativo para reflexionar y propiciar nuevas investigaciones respecto de esta temática que considero no del todo agotada.

DE LO ANGELICAL A LO TERRENAL: LA "CRIOLLIZACIÓN" DEL ARQUETIPO FEMENINO

Durante el período del primer romanticismo en la literatura cubana del siglo XIX (1820-1844), la correspondencia del diseño del personaje femenino con el ideal virginal mariano constituyó la característica más notoria en las obras de la narrativa insular consideradas “menores” por la historiografía literaria cubana. Los códigos socioculturales impuestos por el régimen colonialista español y la moral cristiana acuñaron un discurso literario romántico que, de acuerdo con Mirta Yáñez, modeló una imago femenina ficcional de diversos matices psicológicos, pero siempre frágil, pura, sufrida, espiritual, destinada al amor, a la servidumbre sexual y doméstica (133).

A mi juicio, su iridiscente belleza angelical estuvo asociada, primero que todo, al código topológico nacional. El culto a la naturaleza, en tanto forma de exaltación del sentimiento poético y la espiritualidad, opuestos a la razón y al cosmopolitismo, fue uno de los postulados esenciales del movimiento romántico en todas sus variantes de manifestación. Unido a esto, la mujer como tema literario estableció un vínculo indisoluble con el topos al que los autores, en su mayoría masculinos, le atribuyeron rasgos semánticos femeninos. Asimismo, es notable en esta relación un profundo basamento mitopoético. Lo angelical, significante de la divinización del arquetipo femenino de arcaica ascendencia mariana, tanto en la lírica como en la narrativa decimonónicas, parte de esta simbiosis mujer-naturaleza en el discurso androcéntrico ficcional que perduró en muchas obras de la etapa.

A su vez, conformó una belleza polícroma cuyo patrón modélico referencial fue la mujer blanca europea. No obstante, a pesar de las notables convergencias, vale destacar que en textos narrativos fundacionales de la literatura cubana son apreciables algunas rupturas con este estereotipo importado, muestra de la intencionalidad autoral encaminada a expresar, aunque de forma aún incipiente, el sentido identitario en el ejercicio escritural de la isla.

La tendencia en los autores cubanos del siglo XIX a significar la belleza autóctona del topos nacional, vinculada de forma simbólica al secular arquetipo virginal femenino, derivó en lo que denomino una praxis ontológica de “criollización” de la imago mujer, iniciada, precisamente, por Ramón de Palma (1812-1868)1 con su  obra “Matanzas y Yumurí” (1837).2 En este relato encontramos a la bella india Guarina, “más linda que el cielo de Cuba en una noche sin luna” (141), modelo femenino ficcional que se aparta de los patrones de la mujer europea, precisamente por no ser blanca. Con esto, Palma se adelanta a Cirilo Villaverde (1812-1894), el autor más importante del siglo XIX cubano, pues Guarina es, a mi modo de ver, el primer intento de contextualización de la belleza femenina angelical ligada al código topológico nacional. Si esto no bastase, un año después, con “El cólera en La Habana”, Palma ofrece otra ruptura con el canon estético importado. El personaje protagónico de este relato, Angélica, aunque de belleza “aérea” y divinizada, según se explica en su descripción “(…) [n]o era blanca como las tibias hijas del norte, porque el sol de los trópicos había derramado algunos leves tintes en aquel cutis tan terso y delicado (…)” (El cólera, 50). A diferencia de las cuatro narraciones publicadas en la Miscelánea de útil y agradable recreo por el emblemático autor de Cecilia Valdés, en la obra de Palma es perceptible una enfática exaltación de la belleza femenina vinculada a lo autóctono, a la “cubanía”, justamente en una época en que aún no estaban cimentadas las bases de la identidad nacional: “(…) las hijas de este suelo tienen una cierta blandura de ademanes, una flexibilidad en sus miembros y actitudes, debidos tal vez a la voluptuosidad del clima, que las distingue mucho de las otras mujeres de otras tierras (…)” (Palma, El cólera, 53). Aunque las señales resultan todavía incipientes, estos antecedentes permiten afirmar que en el discurso narrativo insular, desde su propia gestación, ya son visibles las marcas de la estrecha relación entre cultura e identidad, y que durante todo el siglo XIX la praxis escritural de los narradores cubanos legará al desarrollo del género novelístico. En este sentido, el constructo ficcional del personaje femenino en la obra desempeñará un papel importante en la consolidación de los valores identitarios, notables en el discurso estético literario colonial. Léase detenidamente en el mencionado texto de Palma: el calificativo de “cubana” se lo pone su autor sin titubear, con todas las letras.

El otro salto agigantado lo realiza Villaverde en 1843 con su relato La peineta calada. Aquí se advierte un modelo de personaje femenino que escapa a los patrones tradicionales de ficcionalización de la imago mujer. Dicho sea de paso, contrasta significativamente con Celeste, protagonista de Dos Amores, novela publicada por este autor en ese mismo año, y caracterizada como una “angelical criatura” de “celestial belleza”. En “La peineta calada”, con el personaje de Dolores, la belleza en la mujer villaverdiana, polícroma y acentuada en sus rasgos físicos, adquiere una connotación ideoestética que apunta hacia una definitiva ruptura con los patrones secularizados que sirvieron de inspiración al autor en su primera etapa de creación literaria. A partir de aquí, Villaverde orientará las bases para el diseño de personajes femeninos cada vez más complejos, polémicos y con mayor fuerza psicológica, aun regidos por la exégesis romántica folletinesca al uso, pero más cercanos, desde el punto de vista etopéyico y prosopográfico, al tipo de la mujer criolla habanera. En el caso de la mencionada Dolores puede notarse que: “Toda su hermosura exterior estaba en sus ojos grandes (…) Fuera de esto, no había morbidez en su cuello, hombros, brazos y manos, ni mucho menos gracia (…) no tenía necesidad de las prendas exteriores que admira la generosidad; bastábale la belleza de su alma (…)” (Villaverde, La joven, 533-534). La misma fórmula de caracterización será repetida por este autor en otra de sus obras menores, La tejedora de sombreros de yarey, escrita y publicada entre 1844 y 1845.

Con El penitente (1844), Villaverde inicia lo que denomino “el descenso” de la mujer-ángel. Es decir, a partir de la publicación de esta obra los personajes femeninos de Villaverde se muestran muy alejados de la secular estética del modelo romántico mariano. El ejemplo de Rosalinda, la protagonista de la noveleta anteriormente mencionada puede corroborar esta afirmación: su nombre, por la significación que entraña, contrasta, a modo de efecto lúdico, con el trazado etopéyico de su singular diseño: “A primera vista cualquiera le habría echado más de veinticinco años (…) pero las desgracias y pasiones tumultuosas que esa joven había experimentado desde temprano, la marchitaron en la edad (…) No era tan bella cual lo pregonaba su nombre…” (595).

Como ya es conocido, el más connotado acierto de Villaverde lo constituye su clásica “Virgencita de Bronce”, la simbólica Cecilia Valdés, la mulata sensual que calza chancletas, al decir de Mirta Yáñez, la “heroína común, [la] heroína corriente” (131). Al analizar la trayectoria y significación del extraordinario modelo ficcional villaverdiano, la analista expresa: “Con el personaje de Cecilia, Villaverde introdujo por primera vez distintos parámetros de juicio y elaboración estética que resultan de interés a la hora de fijar la trayectoria del sujeto femenino en la literatura de nuestro continente (…)” (137-138). Desde este punto de vista, coincide con la crítica literaria al señalar que su credibilidad como personaje, en tanto representación verosímil de la mujer criolla, le atribuye un carácter simbólico estereotipado de la mujer cubana de su tiempo, cuyo diseño no sería superado por ninguna de las representaciones ficcionales sobrevenidas después en el panorama narrativo insular del período decimonónico (139).

No obstante, no pueden desdeñarse otros personajes que, junto a Cecilia, sostienen el proceso de maduración estética que los modelos femeninos protagónicos ostentaron a finales de la etapa: la esclava Sofía, heroína de la novela homónima de Martín Morúa Delgado (1857-1910), publicada en 1891, así como las gemelas Leonela y Clara, protagonistas de Leonela (1893), escrita por Nicolás Heredia (1855-1901).

De modo que si en la lírica, como afirmó Susana Montero (60), el prototipo de la mujer-ángel denotó una marcada opacidad, en la narrativa, evidentemente, ocurrió el mismo proceso. Claro que a diferencia de la poesía, la evolución y esencia del arquetipo femenino en el género novelístico no debe ser justipreciada desde un punto de vista ahistórico; antes bien debe hacerse en correspondencia con los procesos que en el orden social y político propiciaron la consolidación de la conciencia nacional. Por tanto, de una exégesis identitaria en la cultura cubana, de la que el discurso literario fue un modo de expresión de las tendencias y estéticas renovadoras, sobre todo  a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Anticolonialismo, independencia, logos, cultura, nación, literatura, mujer: he aquí las categorías que incitan a nuevas reflexiones indagadoras, desde las más diversas aristas epistemológicas, con el propósito de evaluar, según las obras, autores y las etapas en que surgieron en el horizonte literario cubano, las contribuciones de esta praxis escritural al devenir histórico de la nación. Con sus virtudes y desaciertos estéticos, con sus convergencias y rupturas.

COORDENADAS PRELIMINARES PARA UNA TIPOLOGIZACIÓN DEL PERSONAJE FEMENINO

A mi juicio, para elaborar una tipologización del ideal femenino romántico en la narrativa cubana del siglo XIX es necesario atender a los antecedentes investigativos que aportaron, desde la lírica, dos interesantes valoraciones: Presencia de la mujer en el romanticismo (1949), de Camila Henríquez Ureña y La cara oculta de la identidad nacional (2003), de Susana Montero. Estos estudios, enfocados en el análisis y caracterización de los tipos ficcionales femeninos en la poesía romántica europea y en el discurso lírico cubano-mexicano, respectivamente, contienen propuestas conceptuales que pueden ser adecuadas al registro narrativo insular. Desde esta perspectiva intentaré ofrecer una valoración preliminar que no pretende erigirse en un análisis acabado; antes bien se trata de dar continuidad a estos tópicos en el terreno de la prosa imaginativa, debido a la notable carencia de estudios respecto del tema en la crítica y la historiografía literaria cubanas.

En líneas generales, puede afirmarse que entre los modelos ficcionales se destaca, en primer lugar, el de la ingenua apasionada, clasificación que aplico al personaje femenino presente en textos surgidos en el lapso del romanticismo temprano. La belleza angelical, “aérea”, casi intangible, la pureza, la inocencia y su excesiva devoción al sujeto masculino, constituyen los rasgos más notables de su caracterización ficcional. En este grupo ubico las protagonistas de los primeros relatos de Villaverde “El ave muerta”, “La cueva de Taganana” y “La peña pobre” (excluyo aquí, por motivos que expondré más adelante, a “El perjurio”), publicados en la revista Miscelánea de útil y agradable recreo (1837). Asimismo, a las heroínas de innumerables e intrascendentes narraciones romántico-legendarias que vieron la luz en las publicaciones culturales habaneras entre 1837 y 1850. Estas etéreas criaturas, en su mayoría en roles protagónicos, eran correspondidas por el mancebo gallardo en las historias de tema amoroso. Como nota peculiar estaban predestinadas de manera irremediable al infortunio, pues con la pérdida del ser amado no conseguían sobrevivir, casi siempre condenadas por un destino no menos nefasto que el reservado a sus príncipes criollos.

El tipo de la romántica sentimental, el más frecuente de los modelos femeninos ficcionales, mantiene puntos de contacto con la anterior en cuanto a modos de actuación y rasgos prosopográficos. No obstante, debe resaltarse que la ruptura con los parámetros de belleza angelicales tradicionales hacen la diferencia entre una y otra: la romántica está más cercana a los patrones de la criolla insular, de ahí que a los ojos del lector resulte de mayor interés y consistencia psicológica. De cualquier manera, un hilo fatalista une a ambas: el sufrimiento y la condena al fracaso. En este sentido, su enlace amoroso aparece dictaminado por los convencionalismos morales de la época, secularizados por la férrea educación doméstica y religiosa que circunscribe los roles de actuación de la mujer al entorno hogareño, en donde su consagración al matrimonio y posteriormente a la maternidad se vislumbran como las únicas alternativas posibles en sus proyectos de vida. Paulina, protagonista de “La joven de la flecha de oro” (1840), de Cirilo Villaverde y Carlota, en Sab (1841), de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), indicadas para esta clasificación, se distinguen, no obstante, por su postura contestataria y cuestionadora a estos valores dogmáticos impuestos por el poder hegemónico masculino.

La pérdida del ser amado representa el fatum más amargo que particulariza a la romántica. Así ocurre con Camila en Los misterios de La Habana (1879), del desconocido Pedroso de Arriaza, y con el personaje de Luisa en Una feria de la Caridad en 183… (1841) de José Ramón de Betancourt (1813-1875). En este orden, el escritor Francisco Calcagno (1827-1903), en su obra Las Lazo (1893), introduce el tema de la violencia sexual en la mujer, víctima de un trágico destino que condena a Mina, la protagonista, a ejercer la prostitución, subyugada por los antivalores morales que simboliza su contraparte masculina, representante de la aristocracia criolla. Con esto Calcagno no solo quebranta el ideal romántico de su personaje, sino que también imprime al texto una dosis de denuncia social que visibiliza cómo la mujer era considerada, por su naturaleza biológica, objeto rudimentario de la solicitud erótica del hombre.

En otras situaciones, la romántica-sentimental es una mística sufrida como la Francisca de la novela Misterios de Cuba (1892), del santiaguero Francisco Ortiz (¿-1907); o bien una feliz apasionada (Celeste de Dos Amores [1843]), que luego de vencer muchos obstáculos en la materialización de su enlace amoroso, resurge al final de la historia como una clásica heroína. En La hija del verdugo (1860), una novela olvidada de Luisa Pérez de Zambrana (1835-1922), el personaje femenino protagónico expresa una acentuada educación religiosa. Su naturaleza endeble le permite aceptar el sufrimiento como un mandato divino, lo que acusa un rezago evidente de la anterior ingenua-apasionada. No obstante, a diferencia de los trágicos finales reservados a estas últimas, su correspondencia amorosa con el sujeto masculino augura de antemano un desenlace afortunado a la trama, al estilo de un cuento de hadas. El trasnochado idealismo, la inocencia y las lecturas de novelas folletinescas nutren a estas románticas soñadoras que anhelan con inusitado fervor la llegada del gallardo y gentil mancebo que las conducirá al tálamo nupcial. El caso típico de Clara, la hermana gemela de Leonela en la novela homónima de Nicolás Heredia, sustenta la intencionalidad estética en los narradores cubanos de perpetuar en sus modelos femeninos ficcionales la imagen de la mujer sedimentada por el discurso patriarcal de la época. Angélica, protagonista de “El cólera en La Habana (1838), de Ramón de Palma; Carmela y Natalia, personajes de los textos Carmela (1887) y Últimas páginas (1891), respectivamente, de Ramón Meza (1861-1911); y Sofía, de Morúa Delgado, por solo mencionar algunos, son también ejemplos importantes que integran una extensa relatoría de románticas-sentimentales que nutren el universo ficcional novelístico cubano.

La mujer masculinizada, por otra parte, constituyó una excepción muy rara. La más reconocida por la historiografía y la crítica literarias fue Isabel Ilincheta en Cecilia Valdés (1882). A este personaje su autor le confiere un aire varonil y le añade a su caracterización física una sombra de bigote, algo insólito para un personaje del período. La investigadora Adis Barrio señala que con Isabel Ilincheta se produce una ruptura importante con los moldes femeninos en la narrativa cubana del siglo XIX (478). Sin embargo, esta rareza de mujer masculinizada, hasta donde he podido investigar, ya estuvo presente mucho antes en la narrativa insular con el personaje de Úrsula, protagonista de la obra homónima (1846) de Virginia Felicia Auber de Noya (1825-1897). De esta forma es descrita por su autora:

(…) manejaba un corcel como el mas esperto ginete, porque desde niña habia aprendido á despreciar el temor, á hacerse superior á la pueril timidez de su sexo. Su talle vigoroso aunque elegante se habia desarrollado en varoniles ejercicios, su pie ágil y seguro la habia conducido á la cima de las mas escarpadas rocas y habia nadado en los estanques con la cabellera estendida y la frente coronada de yerbas marinas, semejante a las Nereidas de la fábula… Era Úrsula una de esas bellezas graves y severas que admiran mas bien que atraen á primera vista (35).3

 

Precisamente esas características tornan a Úrsula desdichada y sufrida, imposibilitada de alcanzar la correspondencia amorosa por parte del hombre anhelado.  El ya mencionado Francisco Calcagno también aporta un personaje de esta naturaleza aunque no precisamente en rol protagónico, en su noveleta Las Lazo. Se trata de Catalina Picón o Catana Lazo: “(…) de un trigueño tan sospechoso (…) con un bozo rayano en bigote, que representaba unos treinta y cinco. En esta todo era hombre (…) arpía por naturaleza e instinto (…) parecía haber dicho con desenfado: ‘Soy fea y nada espero del mundo. ¡Guerra al mundo!’” (15 16). A lo anterior se añade que en 1892 Francisco Ortiz había concebido a su Teresona, coprotagonista de Misterios de Cuba, un modelo de alternativa belleza en las letras decimonónicas en Cuba, a juzgar por su apariencia física:

(…) mujer de grande estatura, gruesa, facciones abultadas, pero no desagradables, y tostada sin duda alguna por los rigores del sol, de fuertes músculos y recias piernas (…) ojos grandes y penetrantes, de mirada altiva, confiada sin duda en sus propias fuerzas, desafiaba los rigores de la intemperie. Parecía una de esas matronas de la antigüedad, descendiente de la familia de los Hércules, guardando la puerta de las fieras (…) Pero (…) examinando despacio la tersura de su rostro, su fresca aunque basta belleza (sic) y el rápido movimiento de sus brazos al desnudo, su edad no debía pasar de veinte y cinco años (185, cursivas del original).

 

No puede olvidarse que Leonela, hermana gemela de Clara, con su romanticismo solapado, expresa la estampa de una rudeza femenina pocas veces empleada en la caracterización de nuestras mujeres ficcionales. Por otra parte, con Enriqueta Faber. Ensayo de novela histórica (1894), del cubano-mexicano Andrés Clemente Vázquez (1844-1901), se aborda la vida del personaje histórico homónimo, que vistió de hombre y como tal vivió gran parte de su vida. Al revelarse la farsa y los móviles que la condujeron a tal conducta, fue enjuiciada en Santiago de Cuba y más tarde deportada a La Habana. Este personaje histórico fue el único que trascendió al plano literario con matices que, a mi juicio, conforman el modelo femenino masculinizado más importante de la etapa en la narrativa de la isla.

En otro sentido, algunos de los personajes citados (Enriqueta, Carmela, Angélica, Celeste, Sofía, Leonela, Úrsula, la clásica Cecilia y otras) adquieren notoria relevancia en el discurso narrativo ficcional que las eleva a la categoría de heroína. Muchas de ellas destinadas al fracaso; muy pocas, como la Celeste de Dos Amores o Francisca, en Misterios de Cuba, consiguen alcanzar su felicidad tras excesivos infortunios. No puedo dejar de mencionar, además, al modelo de la negra esclava, concebido sin grandes rasgos sobresalientes en el discurso narrativo ficcional.  Por su condición social de mujer marginada, la esclava por lo general aparece vinculada al desempeño doméstico en las casas señoriales y plantaciones azucareras, o bien como  receptáculo en los rituales de iniciación sexual del joven blanco, propenso a las prácticas de amancebamiento. La narrativa de tema antiesclavista, en este sentido, aportó personajes notorios como aquellos que dan título al relato de Félix Tanco Bosmeniel (1797-1871), Petrona y Rosalía (1925);4 texto que acerca su exégesis ficcional al realismo costumbrista decimonono, con visos, sin cortapisas, de cruda denuncia social. El tipo de la mulata, en tanto, también circunscrita a planos secundarios, resulta muchas veces intrascendente. Por supuesto, no es necesario insistir que el caso de Cecilia Valdés fue una excepción de la regla.

Al igual que en la lírica, el diseño ficcional de la imago femenina en la narrativa estuvo vinculado al ideal de mujer joven. De acuerdo con Montero (85), aquellas que rebasaban los límites que imponía la edad para acceder al matrimonio, generalmente hasta los treinta años, con la inevitable pérdida del rol reproductivo, eran consideradas descartables para el cabal desempeño de esta actividad social a la que estaban destinadas por su naturaleza biológica, ética, estética, moral, sexual y espiritual, según el discurso androcéntrico colonial.

En otro aspecto, el diseño de los personajes femeninos advierte una correspondencia semántica alusiva a los mitos dualistas (Ivanov 319), que parte desde la propia conformación de los atributos etopéyicos y prosopográficos, distintivos de los diferentes patrones de belleza de la imago mujer. Hago referencia a la ambivalente connotación basada en la oposición que las cadenas lexemáticas angelical versus satánico, divino versus profano establecen; estéticas equivalentes a la sacralización y desacralización del arquetipo virginal mariano.

Esta praxis ontológica del culto a la mujer no es propia del romanticismo, procede de la concepción filosófica que del ideal femenino se gestó en el pensamiento y el discurso hegemónicos, más tarde proyectados desde lo individual del logos patriarcal al imaginario colectivo. Lo anterior  incentivó, por un lado, un modelo de mujer a imitar y ponderar, cuyas cualidades más notorias constituían la virginidad (símbolo de pureza), la fragilidad y pasividad femeninas, así como su sometimiento al varón dominante en el espacio doméstico. Por otro, diseñó un estereotipo satanizado que el discurso eclesiástico exorcizaría como las desnaturalizadas hijas de la Eva pecadora. Ambos cultos, devenidos en mitos culturales todavía presentes en el espectro culturológico universal, alcanzan una notoria proyección ideológica, matizada por las directrices exegéticas de la praxis escritural del movimiento romántico.

Este ambivalente recurso mitopoético fue filtrado, además, por las voces heterodiegéticas de determinados narradores en sus estéticas ficcionales, que ponderaron el tipo de la mujer sensual y fatídica. A mi juicio, he aquí al más interesante de los modelos femeninos en la narrativa cubana fundacional y el único de los anteriores mencionados que ha trascendido a la actualidad. Sus roles de tentación-dominación ejercidos en la acción dramática proyectan una influencia nociva para el sujeto masculino, de ahí la denominación característica de mujer fatal. Con Ramón de Palma, en Matanzas y Yumurí, surge primero como española e innominada. En esta versión criolla del famoso rapto de la Helena griega, un libidinoso behique no pudo sustraerse a la irresistible belleza de la mujer blanca sin nombre y, al raptarla, provoca la venganza de los españoles contra los indígenas. Con Una Pascua en San Marcos (1838) luego fue criolla –ahora sí–, pero adúltera, llamada Rosa Mirabal. En Villaverde, el sutil destello de lo fatídico ya se observa en su personaje Vicenta del El ave muerta, la primera de sus místicas protagonistas, demasiado etérea y endiosada:

(…) aquellos ojos negrísimos de un mirar misterioso (…) ¡Misteriosa virgen! ¡Hechicera beldad…! ¿Qué importa el mundo, sus glorias, sus grandezas, en comparación de la dicha del que obtuvo una mirada furtiva de sus ojos? ¿Quién que estrechó su talle esbelto habrá de desear mayor felicidad sobre la tierra…? ¿Quién oyó el acento de los ángeles, quién poseyó aquel corazón de fuego en cuyo delito se abrasara, quién apuró hasta las heces la copa del placer, y de repente viose traspasado de la espada del dolor, mientras la sangre se vaciaba gota a gota de sus venas…? (La joven, 27-28)

 

Detalle importante: a la sensualidad demoníaca de las mujeres fatales Villaverde le añade el calificativo de “perjura”. El retrato de Laura, protagonista de El perjurio (1837), resulta una especie de “incomprensible condición humana” para la psiquis de un narrador-personaje obcecado por el complejo de Otelo. Es preciso hacer énfasis en que, de la antinómica relación entre el Bien y el Mal, el más prolífico autor del siglo XIX cubano hace de sus personajes femeninos una compleja amalgama de neuróticas seductoras, capaces de despertar la pasión más desenfrenada, pero también la animadversión en el sujeto masculino. En La joven de la flecha de oro, por ejemplo, el personaje de don Simón expresa lo siguiente: “No hay cosa que más me desagrade ni me turbe que la risa de la mujer. La mujer es el animal más maligno y taimado de la tierra. Repase usted que ellas no lloran sino cuando pueden y quieren alcanzar algo; que no se ríen sino cuando quieren burlarse de uno” (233). Casualmente esta misma risa es la que inspirará a Jesús Castellanos en uno de sus relatos (La risa), muchísimos años después, en 1906, ya a inicios del siglo XX republicano, aportándole a la narrativa insular una Matilde irreverente y manipuladora de hombres, hechizados por su influjo encantador. Pero eso es, claro está, otra historia.

Por lo pronto, quiero destacar que en la etapa que nos ocupa el tipo de mujer sensual e irresistible surgió ficcionalmente anegada en sangre. Es cierto que en Matanzas y Yumurí lo fatídico del personaje innominado no es intencional; que en El perjurio la “perversión” de Laura es producto de la febril obcecación del protagonista masculino que comete el crimen. Pero la génesis de esta enloquecedora seducción-perversión de las mujeres ficcionales, catalizadoras de suicidios y asesinatos a pistoletazos estridentes y escalofriantes cuchilladas, están ahí, en esos dos relatos. En adelante, no habrá más absolución de culpa para las sensuales y fatídicas. Caerán sus atuendos de románticas-sentimentales y sus verdaderos rostros quedarán al desnudo: mujeres vengativas, calculadoras, homicidas, dispuestas a cobrar nuevas víctimas.

En la narrativa decimonónica cubana existe una puñalada famosa: la que provoca Cecilia Valdés. Cirilo Villaverde, desbordado en su obra emblemática, lega el más imantado de los paradigmas femeninos ficcionales, pues su mulata no fue construida solo a partir de la relación belleza-infortunio, sino asociada también a lo fatídico y a lo místico. Recuérdese que a Leonardo Gamboa: “(…) le movía una pasión desaforada (…) que le inspiraba la imagen hechicera de la joven cuya ruina había decidido en los recesos más oscuros de su corazón solaz” (Villaverde, Cecilia, 473). En esta línea de pensamiento, nótese cómo la “Virgencita de Bronce”, ante la mirada del sujeto masculino, ejerce un influjo seductor que remeda una suerte de esfinge edípica y, con esto, el eje de la causalidad en la diégesis anticipa al lector el efecto nocivo de su impronta simbólica: “¿Quién es bastante fuerte para resistírsele? [dice Leonardo Gamboa] ¿Quién puede acercársele sin quemarse? ¿Quién al verla no más no siente hervirle la sangre en las venas? ¿Quién la oye decir te quiero y no se le trastorna el cerebro cual si bebiera vino?” (309). La escena con el personaje de Cantalapiedra en las calles, en medio de la noche, denota la maestría del escritor cuando resalta, mediante la técnica del claroscuro, un marcado eje de oposición binaria (belleza-tinieblas, luz-oscuridad) vinculado, a su vez, a la irresistible sensualidad de la mujer. Cuando Cantalapiedra la detiene y pide que se reconozca:

[h]izo Cecilia lo que le dijeron, quizás para verse libre de aquel impertinente, descubriendo casi todo el busto con solo dejar caer la manta sobre los hombros. En ese tiempo, Cantalapiedra atizó el cigarro puro que fumaba y produjo mayor claridad de la que reinaba en torno, puesto que no había faroles por allí, y las estrellas no alumbraban bastante: —¡Ah –exclamó el comisario (…)– ¿Habrá quien no se muera de amor por ti? ¡Maldito de Dios y de los hombres el que no te adore de rodillas como a los santos del cielo! (Villaverde, Cecilia, 275).

 

Blanco, mestizo o mulato: es la mezcla del varón llamado Dionisio, Pimienta, Cantalapiedra o Leonardo Gamboa, doblegado a los pies de la criolla Virgencita que coquetea y desdeña al mísero emancipado, pero solo perseguirá al único que podrá favorecerla en sus propósitos de ascender en la escala social. Porque ella, la más famosa de las mujeres ficcionales cubanas, es también una Cenicienta amulatada que sueña con carruajes, una vida colmada de riquezas y vestir túnicos de seda como las señoras blancas. Pero lo fatídico en la sensualidad de Cecilia no está marcado por la perversión demoníaca de una mentalidad subyugadora; ella es, ciertamente, una diosilla angelical  (recuérdese su primera versión en el cuento de 1839), con mezcla de diablilla huracanada. Y en esta mixtura ficcional no existen términos medios que sopesen su conducta. Es una ingenua que sabe subyugar, enloquecer, atraer con su mejor arma, la misma que la condena al sufrimiento porque Cecilia es –no se olvide– representativa de un sector social que no podía aspirar a la alcurnia nobiliaria prometida por el desenfrenado heredero de Casa Gamboa. De este modo, la mulata se sabe doblemente traicionada. Primero, por el blanco que nunca la desposará porque sobre ambos pesa el estigma racial, la sanción moral y el vínculo consanguíneo de hermanos, aun cuando la pasión incestuosa parezca consumada. Segundo, por la misma belleza criolla de su mulatez, el híbrido maldecido del siglo XIX cubano. El desenlace de su venganza es harto conocido y mucho se ha hablado acerca de ello, inútil redundar en detalles. No obstante, lo significativo del hecho es que la mujer fatal en el devenir histórico de las letras insulares cobra una nueva víctima, pero todavía usando a terceros.

A diferencia de Cecilia, el personaje protagónico de Lucía Jerez o Amistad funesta (1882) de José Martí (1853-1895) es, literalmente, de armas tomar. Con ella, la belleza femenina no alcanza el erotismo torbellinesco de la anterior clásica de clásicas porque su autor ha apostado por una caracterización psicológica más compleja que a ratos se torna indescifrable en el discurso narrativo. Es por esto que lo fatalista en Lucía adquiere una dimensión asustadora, construida mediante imágenes simbólicas semejantes a planos discontinuos, como en una vasta secuencia en slow motion que a los ojos del lector no augura nada bueno. Me atrevo a decir que hay mucho más en Lucía que un tormentoso desajuste emocional motivado por celos desmedidos. Lo demás, son puntos suspensivos.

Aprecio en esta obra gérmenes de la ulterior novelística psicológica que a inicios del siglo XX alcanzará su apogeo en Miguel de Carrión, pues el modo en que Martí crea a su personaje, hasta donde he comprobado, es el más inescrutable de los esbozados por los autores en todo el período colonial cubano. Aquella escena deliciosa frente al espejo, con un sabor a la madrastra de Blancanieves, es el detonante irreversible del pistoletazo a Sol, su contraparte en la trama, que hará de esta mujer fatal una homicida que anega su camino en sangre con sus propias manos. De esta forma, ella es la primera entre las demoníacas ficcionales que se reviste del ropaje de asesina, con todas las letras, bautizada nada más y nada menos que por la pluma del Apóstol de la Independencia de Cuba.

Un comentario final lo merece Carmela, de Ramón Meza, anteriormente citada. Su belleza sensual y sus argucias causaron el suicidio de su contraparte en la diégesis, el chino Cipriano Assam. Coincido con Salvador Bueno cuando plantea que justamente con ella el personaje femenino en la narrativa cubana adquiere un desdoblamiento inusitado, raras veces visto (13). Abandonada por su amado Joaquín, al considerarla de inferior raza, Carmela se transforma en una mujer calculadora, vengativa, y acepta el cortejo de un comerciante emigrante, sabiendo que con su belleza –la mejor arma de las mujeres fatales– podrá manipularlo a su antojo. Sin embargo, el fracaso de Carmela es el mismo de casi todas las heroínas del siglo XIX, condenadas al sufrimiento. ¿Especie de sadismo generalizado en nuestros narradores? Puede ser, pero ya se sabe que es culpa de la fiebre romántica. El atroz asesinato que apagó la risa de la Matilde de Jesús Castellanos, cometido por Eduardo Pons en 1906 a puro pistoletazo, parecía la venganza de los protagonistas masculinos contra la tiranía de las Cecilias, Lucías, Carmelas y cuantas innominadas, perjuras, sensuales y fatídicas poblaron el universo novelístico decimonónico en Cuba. Sin embargo, eso no fue suficiente: el disparo certero del chino suicida que escapa así a la ignominia, no impidió la senda abierta desde el propio 1837, que tornó a los personajes femeninos de la narrativa cubana del siglo XIX mucho más atractivos e interesantes, a pesar de todo.

NOTAS

1 En todos los casos se ha identificado la fecha de nacimiento y muerte del autor. Cuando alguno de estos datos no ha sido posible consignarlos, pues no se registra en la bibliografía especializada, se ha colocado un signo de interrogación.

2 En el texto, el año que se indica de las obras citadas, salvo que se especifique lo contrario, corresponde a la primera edición publicada.

3 Se ha respetado la ortografía de la época.

4 Aunque circuló como manuscrito en 1838, se consigna aquí su fecha de publicación en la revista Cuba Contemporánea de La Habana.

OBRAS CITADAS

Auber de Noya, Virginia. Úrsula. Habana: Imprenta del Gobierno por S.M, 1846.

Barrio, Adis. “La narrativa entre 1868 y 1898. Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde”. Historia de la Literatura Cubana. T1, La Colonia. Desde sus orígenes hasta 1898. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2003: 475-482.

Bueno, Salvador. “Prólogo. Carmela: novela de Ramón Meza”. Carmela, La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1978: 7-14.

Calcagno, Francisco. Mina o Las Lazo. Ciudad de La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1980.

Clemente Vázquez, Andrés. Enriqueta Faber. Ensayo de una novela histórica. Habana: Imprenta y papelería “La Universal” de Ruiz y Hermano, 1894.

Friol, Roberto. “La novela en Cuba en el siglo XIX”. Revolución, Letras, Arte. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1980: 412-440.

Ivanov, V.V. “Mitos dualistas”. Árbol del mundo. Diccionario de imágenes, símbolos y términos mitológicos, Casa de las Américas/UNEAC, 2002.

Henríquez Ureña, Camila. Estudios y conferencias. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1982.

Heredia, Nicolás. Leonela. La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1977.

Montero, Susana: La cara oculta de la identidad nacional. Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2003.

Morúa Delgado, Martín. Sofía, La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1977.

Ortiz, Francisco. Misterios de Cuba, 2 tomos, Santiago de Cuba: Imprenta Juan E. Ravelo, 1892.

Palma, Ramón de. “Matanzas y Yumurí”. Cuentos cubanos del siglo XIX. Selección y prólogo de Salvador Bueno. La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1975: 135-147.

-------- “El cólera en La Habana”. Noveletas cubanas. Siglo XIX. Volumen I, La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1974: 47-100.

Villaverde, Cirilo. Cecilia Valdés. 1892. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2000.

-------- La joven de la flecha de oro y otros relatos. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1984.

Yáñez,  Mirta. Cubanas a capítulo. Santiago de Cuba: Editorial Oriente, 2000.

 

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