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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.61 no.150 Bogotá Sept./Dec. 2012

 

Respuesta al comentario de Jorge Aurelio Díaz.
"Restrepo, Carlos Enrique. ‘La superación teológica de la metafísica'",
Ideas y valores
LX/147 (2011): 275-277.


Agradeciendo al profesor Jorge Aurelio Díaz por la generosa lectura de mi artículo y la invitación al diálogo, comienzo por señalar la imposibilidad de agotar en estas pocas palabras cuestiones tan fundamentales. El artículo en cuestión sintetiza los desarrollos que pude exponer con mayor amplitud en el libro La remoción del ser. La superación teológica de la metafísica (Bogotá: Editorial San Pablo, 2012). Bajo el influjo teórico de Jean-Luc Marion, tanto el libro como el ensayo referidos retoman la prolongada discusión relativa a las relaciones entre filosofía y teología, por lo general litigiosas y polémicas. Ciertamente, ni siquiera en la Edad Media -denominación demasiado genérica, y por ello susceptible de error- podemos pretender que haya habido entre ambas una reconciliación feliz; salvo que esta quede garantizada allí donde una logre establecer sobre la otra (y para disgusto de la mitad restante) una relación de sometimiento formulada en la alternativa Philosophia ancilla Theologiæ, o bien en su contrario.

En rigor, el litigio se remonta a los escritos neotestamentarios, en los que claramente se advierte la oposición de dos tipos de logos: el uno propio de la "sabiduría del mundo", en el que se funda la "ciencia buscada" de los griegos; el otro, el logos de la cruz que predica la salvación por Cristo crucificado, del cual se burlaban los filósofos en el areópago de Atenas (Hech. 17, 16-34) y cuyo modo es la resolución del kerigma (I Cor. 1, 18-25). La historia reiteradamente cruzada de estas herencias -desde la patrística hasta la escolástica, y aun en el filosofar posterior- afecta tanto a la teología como a la disciplina filosófica que le es más cercana: la metafísica; a tal punto que ambas llegan a compartir muchas de las categorías y procedimientos nacidos de su hibridación, e incluso errores que hoy es preciso rectificar, como lo es la identidad de sus "objetos trascendentales" (Dios y el Ser) bajo la marca onto-teo-lógica de la metafísica.

En vista de tan prolongadas herencias, nada resulta tan cuestionable como pretender demarcar entre filosofía y teología una frontera precisa, como si bastara con adoptar una posición sobrentendida, prejuiciosa y fácil, en un asunto sobre el cual corren más de dos mil años de discusión. En lugar de ello, más promisorio resulta el horizonte de su encuentro abierto, dondequiera que sea posible establecer entre una y otra zonas de distensión, como la que hoy por hoy ofrecen los autores y obras representativos del llamado "giro teológico" de la fenomenología.

Por escandaloso que este "giro" pueda parecer, el panorama reciente de la fenomenología ha demostrado su fecundidad, sólo posible mientras el diálogo no se interrumpa, al reclamar de nuevo las prerrogativas unilaterales, ya sea de la razón, ya de la fe. En esa medida, no hay de qué preocuparse ni por qué sonar las alarmas -a la manera de Ockham o a la de Barth-, para advertir en el discurso fenomenológico contemporáneo una "proximidad excesiva" entre filosofía y teología, y reincidir así en el propósito de "diferenciar ambos campos con mayor claridad" (276). Tal diferenciación sólo mantendría el diálogo en lo que ha sido por mucho tiempo, a saber: un "diálogo de sordos", en el que quedan mutilados no sólo los saberes en cuestión, limitándose a sus manidas recriminaciones recíprocas, sino también la existencia humana, escindida como se halla en Occidente por la querella entre la "ciudad de Dios" y la "ciudad de los hombres", bajo la cual han sido censuradas las posibilidades de la trascendencia y deslegitimado inquietudes que la razón humana "no puede rechazar, por ser planteadas por la naturaleza misma de la razón" (KrV A VII), a la vez que filosóficamente se ha caricaturizado -como hace Heidegger- la elección fundamental de vida cristiana, considerándola un modo de existencia creyente que no pertenece a la esencia del "ser-ahí" y que, más bien, usurpa e impide la analítica fenomenológica del Dasein (Ser y tiempo §10 2).

Para salvar estos abismos, tal vez sea la hora de adoptar un punto de vista diferente al "conflicto de las facultades", el cual no permite ir más allá de posturas irreconciliables y estériles. Semejante tentativa teórica tiene, claro está, sus consecuencias prácticas, sobre todo a la hora de enfrentar el estado de relativa postración al que han sido confinados ambos saberes en las universidades actuales, gobernadas por intereses extracognitivos, y dejadas a merced de los vaivenes propios de las decisiones políticas. Semejante entorno de crisis, que abarca sin reparos tanto al Estado eclesiástico como al Estado laico, acompasado por la creciente incertidumbre a la que se precipita el "proyecto" occidental de humanidad, debería alentar una operación de desmontaje de las barreras disciplinares, cualesquiera que sean, para restablecer en primerísimo lugar el puro interés por la verdad en el que comulgan por igual la filosofía y la teología, el cual han profesado desde siempre, al ocupar por ello mismo el lugar eminente entre y ante los demás saberes.

Por lo demás, dicha tentativa exige de los filósofos otra actitud que la de las palabras altisonantes, cuyo destino paradójico es asemejarse a las maneras sacerdotales declaradamente dogmáticas. La filosofía, cuando es auténtica, es más modesta, en la medida en que asume positivamente su carencia de certezas, con excepción de la única a la que se confía sin condición ni reservas: la de la libertad en el pensamiento. La teología, por su parte, reconoce en primer lugar lo milagroso de la existencia en el misterio de Dios, de lo cual le viene connaturalmente su propio límite: el de sujetarse al Hecho de la revelación. Para retomar la fórmula del padre Carlos Arboleda Mora (Universidad Pontificia Bolivariana), lo que la primera propone como posibilidad, la segunda lo da como efectividad y realización. De ello, claro está, se desprenden sus diferencias, lo que no impide su apremiante diálogo, hecho posible por la comunión de sus fines. Curiosamente, en el mismo sentido se ha pronunciado el más filósofo de los teólogos recientes, el Papa Benedicto XVI, en el texto de la conferencia de la Universidad de La Sapienza en Roma (2008), donde, en un gesto inusitado, afrentoso y grotesco, le eran cerradas a la teología las puertas de la Universidad. Cito en extenso, no por ser esta la última palabra en el debate, aunque sí la más reciente, y en la que fácilmente se advierte la misma disposición de apertura:

Teología y filosofía forman una peculiar pareja gemelar, en la que ninguna de las dos puede quedar totalmente separada de la otra, si bien cada una debe conservar su propia misión e identidad [...]; deben relacionarse entre sí "sin confusión y sin separación". "Sin confusión" significa que cada una de ellas debe conservar su identidad propia. La filosofía debe seguir siendo realmente una investigación de la razón en su propia libertad y responsabilidad; debe ver sus límites y, precisamente en ellos, también su grandeza y amplitud. La teología debe seguir abrevándose en un tesoro de conocimiento no inventado por ella, que siempre la supera y que, como nunca puede agotarse del todo mediante la reflexión, precisamente por ello activa una y otra vez el pensamiento. Junto a [la primera consigna] "sin confusión", también permanece vigente "sin separación": la filosofía no vuelve a empezar cada vez desde el punto cero del sujeto que piensa de manera aislada, sino que se mantiene en el gran diálogo de la sabiduría histórica que, crítica y dócil al mismo tiempo, sigue acogiendo y desarrollando; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones y en especial la fe cristiana han recibido y dado a la Humanidad como señal del camino.


Con gratitud,

CARLOS ENRIQUE RESTREPO
Universidad de Antioquia, Colombia
carlosenriquerestrepo@hotmail.com