La indigencia de la realidad
Juzgar la realidad exterior como insuficiente. Cuestionar la legitimidad del llamado “mundo objetivo”. Conciencia de una fractura. Disidencia. Desde el romanticismo en adelante, la creación poética se desarrollará en gran parte impulsada por una experiencia de profunda insatisfacción y escepticismo: hacia la razón, hacia la mentalidad ilustrada. A juicio de Alfredo de Paz, el elemento que unifica el movimiento romántico por toda Europa lo constituye, precisamente, “la condena radical de cualquier racionalismo, la glorificación de la intuición, del sentimiento y de la pasión [...] como únicas fuerzas redentoras de un mundo cuya norma era la mediocridad” (50). Para el sujeto romántico, la realidad circundante está determinada por el imperio de la razón y, en consecuencia, está condenada a una estrechez que suscitará a la vez su disconformidad y su deseo, su malestar y su nostalgia. Esta disposición anímica, en la que el mundo exterior se ha convertido en un territorio contrario a las ambiciones del espíritu(1), será uno de los rasgos centrales del contexto en el que se producirá el desarrollo de las vanguardias, más de un siglo después. Por cierto, los poetas franceses de la segunda mitad del siglo XIX jugaron un rol fundamental para que se produjese dicha continuidad. En palabras de Anna Balakian:
La más consciente realización de esta crisis espiritual causada por el progreso científico se manifestó en la obra breve y violenta de Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. […] Dotado de inclinaciones místicas, él habría deseado vivir en un mundo que hubiese podido modelar con sus propias manos. El suyo habría sido un mundo de milagros, metamorfosis y revelaciones. En cambio, tuvo la desgracia de vivir en una época que estaba barriendo con los milagros y reemplazándolos por las inquebrantables leyes físicas (108).
Esta oscilación entre la desazón y la ambición existenciales que Balakian señala como rasgo distintivo de Lautréamont, puede distinguirse en toda la corriente simbolista. Basta recordar la obra de Baudelaire y, en particular, la confrontación sistemática entre “Spleen” e “Ideal” que marca el desarrollo de Las flores del mal. Se trata de una visión que, por un lado, desprecia la realidad exterior y, por otro, redime su propia impotencia mediante el deseo de una experiencia superlativa e inasible. Así lo evidencia el siguiente comentario de Hugo Friedrich: “en Baudelaire los dos polos, es decir, el del mal satánico y el del ideal vacuo, sirven para mantener despierta aquella excitación que hace posible la huida del mundo de la trivialidad. […] Lo desconcertante de la modernidad baudeleriana es que está atormentada hasta la neurosis por el impulso de huir de la realidad, pero por otra parte se siente incapaz de crear una trascendencia con contenido preciso y lógico” (64).
La tensión entre la mediocridad que se le adjudica al mundo exterior y el anhelo urgente y ciego de trascendencia, constituye, igualmente, uno de los motores de la obra de Rimbaud. Javier del Prado señala que la característica rebeldía del poeta francés hunde sus raíces en “la imposible concordancia entre realidad y deseo, en la toma de conciencia de que la vida que vivimos es una insuficiencia: por eso la verdadera vida está ausente” (66). En esta misma línea, Albert Beguin sostiene: “si Rimbaud rechaza lejos de sí todo lo que pertenece al mundo terrestre, es porque a su vez se orienta hacia un paraíso vislumbrado al cual siente pertenecer […] Hay que recobrar a cualquier precio los métodos que nos permitan ser dueños del mundo o perdernos en la inmensidad cósmica […] En un intenso abandono a las sensaciones, es donde Rimbaud busca el éxtasis que le permita llegar a la contemplación de la eternidad” (466).
Como se puede deducir de los ejemplos anteriores, la idea de que la realidad exterior se había adelgazado sustancialmente, convirtiéndose en un territorio desencantado, carente de profundidad y de misterio, germinó con fuerza más que suficiente durante el siglo XIX, para convertirse, al despuntar el siglo siguiente, en una de las piedras angulares de las poéticas vanguardistas. En el surrealismo esto se percibe con singular claridad. En su análisis del primer manifiesto de André Breton, el poeta y crítico Juan Eduardo Cirlot subraya esta apreciación:
El tono (del Manifiesto) es altanero y desdeñoso. Comienza por una declaración contra la vida, considerándola esencialmente como insuficiencia; hace un inventario de los pobres motivos de felicidad cotidiana, de las conquistas de la razón y de la miseria del destino humano. Salva de esta visión pesimista la independencia de la infancia y señala cómo las imperiosas necesidades prácticas conspiran para destruir implacablemente los poderes de esas etapas ensoñadoras de la vida. Abominando el positivismo y el realismo, llega Breton a defender el “derecho a la locura” contra la general sumisión a los principios de la lógica, del sentido común, de la coherencia de lo habitual (128).
La “esencial insuficiencia” que se le atribuye a la realidad objetiva no solo movilizará las búsquedas metafísicas del surrealismo sino que, en un marco más amplio, puede ser considerada como el detonante de uno de los procesos artísticos más importantes ocurridos a fines del siglo XIX y principios del XX, a saber, la consagración de la autonomía de la obra de arte, el descrédito y abolición de la obligación mimética. Pues ¿qué valor tendría emplear la palabra poética para expresar una realidad mediocre? Si la realidad circundante es concebida como insuficiente, ¿por qué la poesía y el arte en general tendrían que guardarle algún tipo de lealtad? ¿por qué tendrían que reconocer en ella la verdad o la belleza? Frente a una realidad empobrecida por “el Estado, el orden público y sus coacciones, el bienestar establecido, el curso convencional del amor y de las familias, el cristianismo, la moral” (Raymond, 30), el poeta elige dirigir su mirada fuera de las coordenadas del mundo que lo rodea. Ahí podrá presenciar la eclosión de inéditas imágenes e intuiciones. Más aún, podrá ser su artífice. Empieza, con esta aspiración, un proceso creciente y sistemático de experimentación poética: la búsqueda de realidades no objetivas conlleva una “voluntad de ruptura, disonancia y distorsión de los modelos literarios establecidos” (Verani, 30).
Belleza natural, belleza artística
La independencia de la poesía promueve el tránsito desde la “realidad natural” a una “realidad artística”, desde el mundo objetivo a una realidad configurada y sostenida por el lenguaje. “El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir” (Huidobro, Obra poética, 1297) sostiene Huidobro, expresando certeramente este significativo giro(2). Pero ¿qué diferencia percibimos, concretamente, entre ambos mundos?, ¿qué se obtiene -qué acontece- en este tránsito desde una realidad a otra?
Llegado este punto, es útil recurrir a una formulación efectuada ya no en el plano de la literatura o de la filosofía sino del arte. Sobra decir que durante las primeras décadas del siglo XX las vanguardias desarrollaron sus planteamientos acerca de poesía y pintura de forma prácticamente simultánea, tornándose muchas veces indiscernibles los límites entre uno y otro ámbito: lenguaje verbal y lenguaje pictórico respondían a las mismas motivaciones y directrices. El mejor ejemplo de ello lo constituye el cubismo: la estética de los cuadros de Picasso y Gris fue asimilada por Guillaume Apollinaire y transformada en práctica literaria, en poética. Multiplicidad de perspectivas, simultaneidad, yuxtaposición de imágenes, fragmentación de la forma, todas estas nociones extraídas del ámbito visual encontraron una exacta y profusa aplicación en la vanguardia literaria cubista que se desarrolló entre los años 1915 y 1920, teniendo como principales exponentes al ya citado Apollinaire, Reverdy y la obra temprana de Vicente Huidobro.
Dicho lo anterior, me interesa introducir los planteamientos de Piet Mondrian respecto del abstraccionismo, pues considero que estos ofrecen un sustento teórico especialmente apropiado para profundizar en la distinción entre “realidad natural” y “realidad artística” y, consecuentemente, en las razones que impulsan al artista a trasgredir los códigos de representación.
Mondrian parte de una concepción de mundo basada en la distinción de una dimensión material y otra espiritual. De acuerdo con su planteamiento, la dimensión material corresponde a la realidad tal como esta se nos presenta: la realidad de las apariencias, inmediatamente visible y perceptible por los sentidos. Esta primera dimensión de lo existente se encuentra sometida a la temporalidad, al espacio y a la subjetividad de nuestras percepciones, y por lo mismo tiene carácter perecedero y relativo. Y sobre todo tiene un carácter “individual”: en la naturaleza vemos las cosas aisladamente, vemos formas limitadas en sí mismas, desvinculadas las unas de las otras. Por esta razón, la naturaleza tiene para Mondrian un carácter trágico, pues en ella las cosas se nos presentan desgarradas del todo, separadas de su vínculo primordial con el mundo.
La dimensión espiritual presenta características muy distintas. En primer lugar, esta no se manifiesta directamente. Lo espiritual, sostiene Mondrian, está contenido en la realidad natural y al mismo tiempo velado por las formas naturales, de modo que es necesario trascender el aspecto inmediato de las cosas para llegar a su aprehensión. Por otra parte, la dimensión espiritual no se encuentra sometida a los accidentes de la apariencia. En oposición al carácter caprichoso y caótico de lo natural, lo espiritual tiene un carácter armónico, eterno, necesario. Y por sobre todo, un carácter “universal”: lo espiritual es lo que subyacentemente comunica y une a todas las cosas entre sí.
De esta manera, el objeto último del arte consistirá para Mondrian en superar la emoción trágica que suscita la realidad material. Esta es la razón más poderosa que lo impulsa a elaborar los fundamentos de un nuevo arte, liberado de la obligación mimética. El arte mimético, el arte realista cuyo objeto es el dato “natural” proveniente del exterior, permanece en la esfera trágica. Por eso el artista abstracto desatiende la belleza natural: esta es una belleza dolorosa, una belleza que mantiene activa la experiencia de la fractura.
Los planteamientos de Mondrian añaden una nueva perspectiva para entender el porqué de la “insuficiencia” de la realidad, de la “mediocridad” y del carácter “empobrecido” que autores como Breton, Baudelaire, Lautréamont le adjudican al mundo objetivo. Tales percepciones, en último término, se explican por el hecho de que la realidad visible nos presenta solo el rostro externo-individual de las cosas; en ella, las cosas se muestran escindidas, despojadas de su universalidad. Por tanto, el nuevo arte promovido por Mondrian tendrá como objeto ya no la belleza natural-visible sino la artística, una belleza emancipada de la “indigencia”, cuyo propósito apuntará a expresar la vibración de lo universal que subyace tras las formas individuales-aparentes. El siguiente fragmento de su texto Realidad natural, realidad abstracta( 3 ) resume estas consideraciones: “La forma natural caprichosa no puede suscitar en nosotros esa gran paz a la cual aspiramos interiormente [...] Liberados del apego a lo exterior podemos sobrepasar lo trágico y contemplar conscientemente, en todas las cosas, el reposo de lo universal” (Realidad natural, 23-24).
Las ideas de Mondrian responden a una sensibilidad transversal, propia de su época, y en consecuencia profundamente arraigada en el programa literario de las vanguardias. En este sentido, basta recordar las Meditaciones estéticas( 4 ) de Apollinaire, donde el poeta francés declara que “la verosimilitud ya no tiene ninguna importancia, porque el artista lo sacrifica todo a las verdades, a las necesidades de una naturaleza superior que él supone sin descubrirla” (17).
Pues bien, la autonomía del arte parece encontrar aquí su causa más honda. El pintor y el poeta se liberan de la realidad natural para acceder a una experiencia de orden metafísico: la intuición de lo “Uno primordial”, en términos nietzscheanos; la restauración -siempre momentánea, evanescente- de la “unidad perdida”, según el vocabulario de los románticos; Apollinaire, a su vez, lo plantea en términos espirituales, similares a los que emplea Mondrian: “El arte actual -sostiene-, sin ser emanación directa de creencias religiosas determinadas, presenta sin embargo varios rasgos del gran arte, es decir del Arte Religioso” (22).(5)
Anular la limitación de lo individual.
Mondrian plantea la necesidad de liberar el objeto de su individualidad, vale decir, de todas las irregularidades, contornos y gestos de su forma natural-exterior, como una manera de “despejar el camino” hacia su dimensión interna. Para ello, la principal operación del lenguaje pictórico tradicional consiste en eliminar toda curvatura o cerrazón de la línea, “tensándola” o “estirándola” hasta convertirla en línea recta. De acuerdo con la percepción de Mondrian, la línea curva o angulosa señala la existencia de un contorno, de una cierta forma que busca diferenciarse y afirmar su individualidad, mientras que la “extensión” de la línea recta señala la supresión de toda forma diferenciada, transformándose en expresión de la ausencia de límites y disolución de lo individual. “Lo universal -sostiene Mondrian- se expresa en la línea por lo recto y en la relación por lo equilibrado” (La nueva imagen, 24)(6). Por tanto, “si la extensión es lo fundamental, entonces tiene que ser también lo fundamental en la imagen [...] Hay que anular la limitación de lo individual en la imagen, pues solo entonces la extensión se expresa con toda su pureza” (39).
Apertura de la forma cerrada. “Extensión” de lo curvo hasta su transformación en línea recta. Supresión de los contornos individuales para posibilitar, en la representación plástica, la manifestación de lo universal. La elección de estos procedimientos explica la simpatía del pintor holandés hacia la estética cubista. Es posible recordar que esta corriente marca un avance fundamental en la historia de la pintura, precisamente, por provocar una ruptura en la linealidad de la forma y mitigar así la limitación espacial y temporal del objeto. Mondrian interpreta esta operación estética como un primer paso en la búsqueda de universalidad propia del arte moderno. “El cubismo -sostiene- rompió la línea cerrada, el contorno, que actuaba como límite de lo individual” (100).
Pues bien, proyectando lo anterior al plano de la poesía, vemos que el lenguaje nos sitúa, precisamente, en la esfera de las formas individuales. En efecto, el sentimiento trágico al que alude Mondrian es parte constitutiva del lenguaje: en la medida en que creamos conceptos, creamos también fronteras, límites, divisiones en el seno de lo existente. Hablar es experimentar la escisión. Más aún: es provocar la escisión, es hendir el flujo de la realidad con el escalpelo de la expresión conceptual. En consecuencia, una de las mayores preocupaciones de la poesía a partir de las primeras décadas del siglo XX consistirá en superar esta esencial paradoja: ¿cómo escribir sin desgarrar lo nombrado?, ¿sin arrancarlo de su pertenencia a la totalidad? ¿Existe un lenguaje capaz de eludir o morigerar semejante pérdida?, ¿capaz de singularizar la cosa y al mismo tiempo señalar su trascendencia, su integración al flujo superlativo que la precede y envuelve?
Ruptura de la forma en Trilce, Altazor y En la masmédula
Las obras señaladas en el título de este apartado comparten un rasgo distintivo: sobre la base de la radical experimentación verbal que proponen, en cada una de ellas es posible advertir una ambición similar a la del abstraccionismo propuesto por Mondrian. Las tres despliegan un lenguaje que experimenta múltiples conmociones, una de ellas implica una profunda alteración de las formas individuales. Así como la pintura de Mondrian propone “romper” y “extender” las formas cerradas y limitadas de la naturaleza, en distintos momentos de Trilce, Altazor y En la masmédula se observan mecanismos poéticos orientados a “romper” y “extender” la cerrazón semántica del concepto: abrir la palabra, forzar su contorno, disolver las delimitaciones impuestas por la arquitectura del lenguaje. A continuación me propongo explorar cuáles son, concretamente, los mecanismos empleados por Vallejo, Huidobro y Girondo para acometer semejante empresa, a partir de estas palabras -fragmentos de realidad individual- experimentan un proceso de creciente apertura, volcándose hacia un horizonte de continuidad(8). Empezaré con el siguiente fragmento de Trilce:
Este cristal aguarda ser sorbido
en bruto por boca venidera
sin dientes. No desdentada.
Este cristal es pan no venido todavía.
Hiere cuando lo fuerzan
y ya no tiene cariños animales.
Mas si se le apasiona, se melaría
y tomaría la horma de los sustantivos
que se adjetivan de brindarse
Quienes lo ven allí triste individuo
incoloro, lo enviarían por amor,
por pasado y a lo más por futuro:
si él no dase por ninguno de sus costados;
si él espera ser sorbido de golpe
y en cuanto transparencia, por boca venidera
que ya no tendrá dientes.
Este cristal ha pasado de animal,
y márchase ahora a formar las izquierdas,
los nuevos Menos.
Déjenlo solo no más (322).
El poema, en lo inmediato, nos muestra un cristal. Acto seguido nos encontramos con un gesto orientado a extender las formas cerradas que nos presenta el lenguaje objetivo: el cristal aguarda ser “sorbido”. No será observado, tocado, acariciado, quebrado: será sorbido. El cristal adquiere una consistencia improbable: se ha vuelto líquido, flujo, agua. Un par de líneas después nos encontramos con un movimiento similar: el cristal se ha transformado en “pan”, en “alimento futuro”. Luego, en la segunda estrofa, el cristal que es flujo, que es pan se proyecta hacia un nuevo campo semántico, nutriéndose de él: advertimos que en su interior ha poseído “cariños animales”. Ya no los tiene. Sin embargo, alberga en sí la capacidad de apasionarse: “mas si se le apasiona […] tomaría la horma de los sustantivos”. A continuación, el cristal se presenta bajo la forma de un “triste individuo”. Triste individuo “incoloro” que es “transparencia” que ha sido “animal” y que, en definitiva, se encamina hacia un espacio en el que resuena la desintegración y la nada: el cristal se marcha “a formar las izquierdas, los nuevos Menos”. En su apertura, tiende a desaparecer. El desenlace es enigmático: “Déjenlo solo no más”.
La extensión a la que alude Mondrian se ve reflejada en la progresiva apertura semántica experimentada por el objeto. Como se ha visto en este poema, gradualmente el concepto abandona su forma “cerrada” e incorpora parcelas de significado que por consiguiente no le pertenecen: el cristal deviene indistintamente líquido, animal o individuo. Sin embargo, la extensión que el poema pone de manifiesto ostenta una condición ambivalente: en su apertura, lo individual como tal se disgrega, se desvanece, deja de ser asequible, se marcha a “formar los nuevos Menos”. El bosquejo de lo universal nos muestra una imagen en la que el objeto, en un mismo movimiento, se expande y se pierde. La aspiración a lo universal entraña el desvanecimiento de las formas pormenorizadas. El cristal ofrece una verdad última que supone la negación de su identidad objetiva.
Mondrian sostiene que es preciso “anular la limitación de lo individual en la imagen”. Acaso es esto precisamente lo que propone el verso final del poema: “Déjenlo solo no más”. No nombremos el cristal. No lo cobijemos con ninguna palabra. Ya que hacerlo significaría reducirlo a una forma fragmentada y sellada, reinstalarlo en el terreno de lo individual-discontinuo. “Déjenlo solo no más”: preserven su apertura, mantengan viva su transversalidad, su insuperable enajenación(9).
Un ejercicio muy similar se aprecia en Altazor, cuando el lector se enfrenta a las múltiples facetas que ofrece el molino. Este, lejos de permanecer encasillado en los límites de su condición, en la indigencia de su identidad individual, se abre sistemáticamente hacia una gama marcadamente variopinta y extensa de acciones, objetos, atributos, experiencias. Liberado de las restricciones del pensamiento objetivo, liberado del tiempo y de la fragmentación que este impone(10), el molino adquiere la sorpresa del “descubrimiento”, la luz del “nacimiento”, la fuerza del “armamento”, la magia del “ensoñamiento”, la desazón del “aburrimiento”, el silencio del “recogimiento”, la amargura del “enterramiento”, el fulgor del “enamoramiento”… por nombrar solo unos pocos ejemplos. Mediante sucesivas asociaciones que flexibilizan y extienden la anchura de su significado, el molino se vierte hacia campos semánticos impropios o distantes. En ese trayecto, en ese gesto de incesante apertura - “molino del portento”, “molino del lamento”, “molino del firmamento”, “molino del juramento”, “molino del conocimiento”, “molino del endiosamiento”, “molino del encarnizamiento”, “molino del atronamiento”, “molino del anonadamiento”…-, se advierte la superación de la apariencia individual. El molino es, sucesivamente, otro. Cada variación lo enajena y alimenta a la vez, exacerbando su extensión.
El énfasis en las propiedades sonoras de la expresión que se advierte en estos versos, apunta hacia el mismo fin. El vaivén de la repetición, la rima sostenida, la eufonía que acompaña cada transformación del molino, terminan por erosionar los límites objetivos del concepto: el molino, como tal, como entidad “cerrada”, cede ante la cadencia y la intensidad rítmica, se abandona paulatinamente a ellas, incorporando en sí la fluidez y la pluralidad semántica de la forma musical(11).
Es factible precisar que a diferencia de lo que ocurría en el poema de Trilce antes analizado, el bosquejo de lo universal que propone el fragmento de Altazor no implica la disolución de lo individual-objetivo. Dicha forma de existencia no está condenada a desaparecer, como sugería el texto de Vallejo, sino que más bien ha de ser cuestionada y alterada al máximo. El molino, sin dejar de ser tal, sin perderse de vista, experimenta en sí la violencia de la apertura, una apertura que parece tener como horizonte la total transversalidad del objeto: el molino que alberga en sí todos los atributos, que condensa todas las experiencias, que “teje las noches y las mañanas / que hila las nieblas de ultratumba” y cuyo trigo “viene y va / de la tierra al cielo / del cielo al mar” (Huidobro, Altazor, 91) .
Para complementar las ideas anteriores, resulta útil analizar el poema “Tantan yo” de En la masmédula, el que condensa y profundiza los mecanismos expresivos que ya hemos visto en las otras dos obras. Dice el texto:
Con mi yo
y mil un yo
y un yo
con mi yo en mí
[…]
yo abismillo
yo dédalo
posyo del mico ancestro semirefluido en vilo ya lívido de
líbido
yo tantan yo
panyo
yo ralo
yo voz mito
pulpo yo en mudo nudo de saca y pon gozón en don más don
tras don
yo vamp
yo maramente
[…]
yo gong
gong yo sin son (450).
Vale la pena detenerse en el gesto que transmite el lenguaje. En él nuevamente se advierte un afán por subrayar la naturaleza mudable del objeto, su proliferación en una suerte de espiral que tiende a anular toda noción de fijeza, toda fuerza estabilizadora. Ya los dos primeros versos lo anuncian explícitamente: “con mi yo / y mil un yo”. El yo se amplifica, se libera de su condición unívoca para asumir disímiles formas a lo largo del poema: “yo abismillo”, “yo dédalo”, “yo voz”, “pulpo yo”… Volvemos, pues, a la idea de extensión: la cerrazón de la forma individual cede una y otra vez, con lo que el yo participa de múltiples identidades que en definitiva lo convierten en una entidad transversal: “panyo”, yo total, yo exento de toda fragmentación. Tal como señala Saúl Yurkievich, en este poema Girondo lleva el yo a su extremo, “lo radicaliza, lo colma, lo satura, lo magnífica o denigra hasta el último grado, hasta tornarlo universal” (Fundadores, 213).
Llaman la atención las formas finales que asume el yo: “vamp”, “maramente”, “gong”. La “saturación” y la “amplificación”(12) que sacuden al yo y que promueven su apertura superlativa desembocan en expresiones abstractas, ajenas a toda cartografía verbal. La vibración de lo universal, como se desprende del poema, exige rutas expresivas inéditas. Esta solo puede ser pensada mediante configuraciones intelectuales liberadas de todo condicionamiento, de todo contenido impuesto por el lenguaje práctico, cuya base es la fragmentación y la existencia de demarcaciones semánticas firmemente establecidas. Así, en el límite donde el yo radicaliza su extensión, donde se encuentra a la vez con el todo y con la pérdida, con la exuberancia y con el vacío: “panyo”, “yo ralo”, ahí, en ese punto decisivo, el poema da un giro fundamental, enfrentando al lector a lo que Paz denomina interiorización de la visión poética, vale decir, la representación puramente subjetiva, la vivencia irrepetible que tiene lugar en la profundidad de la conciencia. “Yo vamp”, “yo maramente”, “yo gong”: como se puede apreciar en la secuencia final del poema, el bosquejo de lo universal ha de asumir una forma expresiva rigurosamente íntima, determinada por una resonancia interna antes que por cualquier consideración de orden objetivo.
Imprevisibles rutas de la belleza
Se ha visto que existen analogías que nos permiten relacionar los recursos expresivos empleados en Trilce, Altazor y En la masmédula con ciertos procedimientos de la pintura abstracta. El denominador común es el deseo de suprimir las formas individuales de la realidad objetiva, romper la estructura cerrada con que se nos presenta en primera instancia el objeto y, consecuentemente, crear una imagen capaz de representar la intuición de lo universal, la superación de la indigencia. En su intento por lograr esto, diversos pintores que desarrollaron su obra en las primeras décadas del siglo XX accedieron a formas expresivas radicalmente distintas entre sí. Mondrian, Kandinsky, Malévich… cada uno de ellos desarrolló su forma particular de bosquejar lo universal. Mondrian lo hizo utilizando colores puros y elaborando formas equilibradas y austeras(13). Kandinsky, por el contrario, eligió un derrotero formal cuyo rasgo central es la exuberancia de la línea y el color, la vibración, el estallido de múltiples combinaciones expresivas(14). Malévich a su vez desembocó en la supresión de toda forma, relación y color, como lo manifiesta su “Cuadrado blanco sobre fondo blanco”(15).
La pintura nos ha enseñado de forma bastante tangible que la representación de lo universal excede todo consenso. En el plano de la poesía podemos ver algo similar. Vallejo, Huidobro y Girondo comparten la aspiración de superar la limitación de lo individual, de “introducir, en el interior de un mundo fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es capaz” (Bataille, 23), pero a la vez cada uno de ellos elige una ruta expresiva particular. De esta manera, lo universal se nos presenta, por ejemplo, bajo el signo de una superlativa pluralidad: el molino en su intento de abrazar todos los ámbitos de la experiencia, todas las parcelas de lo real, “las noches y las mañanas”, “el cielo y la tierra”. En este caso, lo universal se erige a partir del reconocimiento de la naturaleza radicalmente proteica del objeto. Metamorfosis, ductilidad, apertura: tales son los trazos que conforman su bosquejo. Otro poema, en cambio, nos mostró que lo universal se configura a partir de la disolución de las formas pormenorizadas: el cristal que en su expansión se “marcha a formar las izquierdas, los nuevos Menos”, recluyéndose en una soledad innominable. El objeto se redime e inmola a la vez. Se orienta hacia lo universal en la medida en que se desintegra. De igual manera, vemos en el último texto analizado que lo universal nos empuja fuera del lenguaje: el yo que es panyo, que es posyo, y cuya naturaleza última se resuelve en una secuencia de formas abstractas, inasignables para el discurso establecido: vamp, maramente, gong. Sería difícil encontrar un ejemplo que ilustre de mejor manera que este la idea rimbaudiana de la “invención de lo desconocido”: la intuición visionaria exige romper las fronteras de la palabra, perforar la trama verbal y dejar testimonio de esa experiencia en el poema(16). El resultado no puede ser otro sino el de una forma expresiva nunca vista, modelada por el estremecimiento de una intuición personalísima(17). Como señala Herbert Read, “It becomes necessary to violate words, to do violence to such elements […] We are clear at the cost of being superficial and inexact. The poet, more exactingly, seeks absolute precision of language and thought, and the exigencies of this precision demand that he should exceed the limits of customary expression, and therefore invent” (96-98).
Por cierto, no tendría sentido jerarquizar de acuerdo con un criterio de verdad o de exactitud las formas expresivas a las que llegan los autores que hemos estudiado. Como señala Werner Hofmann en su análisis acerca de los fundamentos del arte moderno, “todas las formas son, en sí mismas, equivalentes. Porque cada artista ha de optar por la forma adecuada para él, en principio no puede existir una ‘cuestión’ de la forma. El criterio decisivo no es la forma sino la necesidad interna que obliga, por así decirlo, a elegirla” (272). La multiplicidad de trasgresiones y variantes expresivas que han surgido a partir de la necesidad a que alude la cita, no disimula la existencia de un claro hilo conductor: la poesía persigue la unión, aspira a la continuidad. En términos de Bataille: “La poesía lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo: a la indistinción, a la confusión de objetos distintos. Nos conduce hacia la eternidad” (30).
Epílogo
El sustrato lógico-racional del lenguaje promueve la segmentación de lo existente en categorías estancas, subrayando la separación de los objetos, la distinción rigurosa entre “lo uno” y “lo otro”. Octavio Paz lo expresa certeramente cuando afirma que el mundo occidental se define por la formulación “esto o aquello”, a diferencia de otras culturas que privilegian la noción “esto y aquello”, o, más aún, “esto es aquello”(18), lo que pone de manifiesto la primacía de la fragmentación -la parcelación semántica- en nuestros procesos de aprehensión de lo real. De esta manera, el lenguaje establecido proyecta a nuestro alrededor una realidad compuesta por entidades individuales y discontinuas, impulsándonos a ver cada objeto cerrado en sí mismo, ajeno a imbricaciones, a puntos de fusión, a señales de unidad o vinculación con el conjunto de lo existente. El estudio nos mostró que diversos procesos verbales (asociaciones insólitas, saturación y amplificación semántica, creación de formas abstractas, combinaciones eufónicas) presentes en Trilce, Altazor y En la masmédula, pretenden revertir ese condicionamiento fundamental. Aunque disímiles, los ejemplos analizados se desplegaron en función de una meta común: afirmar las nociones de participación, apertura, unidad; develar la continuidad profunda, suprimida por los mecanismos delimitadores del lenguaje convencional. Su lectura nos exhorta a reivindicar esa exuberancia.