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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.60 no.147 Bogotá Sept./Dec. 2011

 

RESEÑA

Collins, Francis S.
¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, 5a ed. Madrid: Temas de Hoy, 2009. 317 pp.


Un mes después del comienzo del nuevo milenio se anunció en la radio, los noticieros y los periódicos más importantes del mundo, uno de los proyectos más ambiciosos de la mente humana: la elaboración del primer borrador del genoma humano, que ordenaba y clasificaba el mapa genético; algo así como el primer libro de instrucciones sobre este ser tan complejo. El proyecto inició como una idea incipiente en los años ochenta. Francis Collins, una autoridad en genética, asumió su dirección en la década de los noventa y, junto con un grupo destacado de científicos, entregó maravillosos resultados en los años 2000 y 2005.

Cómo habla Dios -un escrito que apareció en español por primera vez en el 2008, y que para diciembre de 2009 contó su quinta edición-, relata algunos aspectos de esa travesía llevada a cabo en las ciencias biológicas. Su objetivo principal no es tanto informarnos de los desarrollos espectaculares de la genética, como exponer ante el público una reflexión sobre las relaciones existentes entre la ciencia y la fe. Desde este punto de vista, el autor no duda en agradecer a Dios por los resultados obtenidos en el desarrollo de su investigación, pues piensa que la visión científica del mundo no tiene por qué reñir con la experiencia de la fe.

¿En qué consiste esta armonía? ¿Cómo ha llegado Francis Collins a ser al mismo tiempo un científico riguroso y un hombre de fe? ¿Tiene algo nuevo que decir respecto a las relaciones entre ciencia y fe? En esta época moderna de singulares desarrollos en cosmología, genoma humano, neurología y en una particular compresión de la evolución, ¿existe aún la posibilidad de encontrar una armonía satisfactoria entre la concepción científica y espiritual del mundo? ¿Nos habla Dios a través del lenguaje de la ciencia? Collins apuesta por la tradicional comprensión racional de la fe, por la complementariedad entre los principios de esa fe y de la ciencia. ¿Puede la mente abrazar ambos reinos sin caer en la tentación de separarlos? ¿Es posible enriquecer e iluminar la existencia humana a partir de dicha complementariedad?

La primera parte del libro, "El abismo entre la ciencia y la fe", refiere algunos acontecimientos centrales de la vida del autor: su camino intelectual y las circunstancias, dificultades y vivencias que motivaron el entendimiento y la aceptación de su fe religiosa. Hijo de librepensadores, fue educado de un modo superficial en asuntos de fe; los primeros años de enseñanza estuvieron bajo la tutoría de su madre. A la edad de catorce años, nos dice Collins, empezó a vislumbrarse su entusiasmo por la química; pocos años después, tras su graduación universitaria, y motivado por los famosos en ciencia física de la época (Albert Einstein, Niels Böhr, Werner Heisenberg y Paul Dirac, por mencionar algunos), inició su doctorado en Físico-química en la Universidad de Yale. Convencido de que todo en el universo se podía explicar con ecuaciones y principios de física, al descubrir en la biografía de Albert Einstein que no creía en Yahvé, el dios de los judíos, reforzó su idea de que ningún científico serio podría sostener la posibilidad de la existencia de Dios sin cometer alguna clase de suicidio intelectual. Dos años más tarde, desilusionado de su carrera como físico, decidió inscribirse en un curso de bioquímica e indagar en las ciencias de la vida. Para su sorpresa, este campo le ofreció nuevo material y descubrimientos que lo dejaron maravillado: los principios del ADN, el ARN y la revelación del código genético le brindaron la posibilidad de sumergirse en la investigación y de aplicar ese conocimiento para beneficio de la humanidad. Con este deseo, y poco antes de terminar su doctorado, fue aceptado en la Universidad de Carolina del Norte para iniciar allí la carrera de Medicina. Llegado al camino del que sería su horizonte científico, nos dice, "adoraba el estímulo intelectual, el reto ético, el elemento humano y la sorprendente complejidad de su cuerpo" (26). Esta nueva trayectoria le permitió entrar en contacto con pacientes enfermos y agonizantes, a quienes cuidaba. La relación sincera e íntima que entabló con algunos de ellos, le dio la posibilidad de observar la tenacidad y paz con la que sus pacientes enfrentaban su enfermedad apoyados en la fe religiosa. ¿Era esta fe algo más que una muleta psicológica?

La experiencia y el diálogo directo y abierto con sus pacientes le condujeron sin remedio a interrogantes religiosos fundamentales. No se trataba simplemente de una cuestión académica entre ciencia y fe que había que resolver, sino de aquello que implicaba su existencia personal, su vida concreta; era hora de tomarse en serio la evidencia a favor o en contra de la fe. Se embarcó, entonces, en el estudio directo de los textos de las grandes religiones del mundo; pero ello, aparte de ser difícil, era poco cautivante, ya que no encontraba bases racionales que sostuvieran esas creencias religiosas.

Fue específicamente el contacto con los escritos de Clive Staples Lewis -conocido autor de las Crónicas de Narnia- el detonante que inclinó la balanza a favor de la fe, al brindarle argumentos que socavaban las bases de lo que Collins consideraba la razón de su ateísmo. ¿Cuál fue el argumento que le llevó a considerar la fe como una opción racional? Lo que atrajo poderosamente su atención, fue aquello que él entendió como "ley moral", idea que está presente a lo largo del libro, y que fue la clave que le ofreció razones poderosas para comprender el significado del universo. Dicha ley se caracteriza porque la comparten todos los seres humanos, con independencia de sus nociones de bien o mal moral, es decir, las personas tienen conciencia del deber, de los valores; los seres humanos no pueden vivir como si las normas "importaran un bledo".

Basándose en el estudio que adelantó Lewis en su libro La abolición del hombre, considera Collins que efectivamente es posible encontrar valores comunes en las culturas, una cierta unanimidad de la razón práctica en el hombre. Este es otro argumento que apoya su idea de la ley moral, de la conducta correcta; pues esta ley no ha podido ser borrada por la filosofía de la posmodernidad, ni por la sociobiología, a la hora de tratar de explicar la actitud "altruista" del ser humano. En efecto, el altruismo presenta un importante desafío a los partidarios de la evolución:

No se puede explicar por el impulso de los ególatras genes individuales de perpetuarse a sí mismos. Muy por el contrario, podría llevar a los humanos a realizar sacrificios que implicarían un gran sufrimiento o lesión personal, incluso la muerte, sin un evidente beneficio. (36)

Si esta ley de la conducta humana no se puede explicar como un producto de la cultura o de la evolución, ¿qué la explica entonces? La respuesta supondría la intervención de un Creador. ¿Sería este un Dios personal o el Dios de Albert Einstein? Es del todo plausible que el argumento que ofrece Collins como iniciativa para considerar la hipótesis de la fe no logre convencer, y menos aún a quien lleva un largo camino en el trasegar por los asuntos filosóficos. Además, porque el autor equipara en una misma reflexión la idea de lo bueno y de lo malo a la de lo correcto y lo incorrecto. Creo, sin embargo, que el argumento de la ley moral no deja de ser interesante, en la medida en que sigue estando presente en el debate contemporáneo, y el hecho de que no logre convencer a muchos, no significa que carezca de sentido. La idea de la ley moral no pretende ofrecer una prueba contundente a favor de la fe, porque si tal prueba fuera posible, la fe perdería su razón de ser, lo mismo que el supuesto de la libertad humana. Pero, siguiendo la línea trazada por Kant, el autor muestra no sólo que la razón no rechaza la idea de Dios, sino que, en cierta forma, "recomienda" la fe en su existencia.

Por otro lado, con independencia del argumento de la ley moral, merece atención la manera en que el autor enfrenta sus conflictos internos y pasa de allí a la consideración de la divinidad y, de esta, a la fe en un Dios personal.

Esta primera parte finaliza con cuestiones filosóficas ampliamente conocidas: ¿es Dios fruto de nuestra fantasía, de nuestras ilusiones y deseos? ¿Qué hay de todo el daño hecho en nombre de la religión? ¿Por qué un Dios amoroso permitiría el sufrimiento en el mundo, o, lo que es lo mismo, por qué es nuestra vida más un valle de lágrimas que un jardín de las delicias? ¿Cómo puede una persona racional creer en los milagros? Lo interesante de estos interrogantes está, no en que el autor los aborde desde una perspectiva original y novedosa, sino en el modo personal como se enfrenta a ellos y los asume.

La segunda parte del libro nos introduce en la reflexión mediante una pregunta inquietante: ¿existe al menos un hecho singular extremadamente improbable e importante en la historia, que los científicos de casi todas las disciplinas concuerden en que no se entiende y que nunca será entendido, y para el que las leyes de la naturaleza se quedan completamente cortas al ofrecer una explicación? ¿Sería eso un milagro? ¿Puede explicarse todo a partir de las leyes de la naturaleza, incluso lo excesivamente improbable?

Los temas que se presentan en esta segunda parte nos informan sobre los desarrollos de la ciencia en tres ámbitos consecutivos: los orígenes del universo, la vida en la tierra y el descubrimiento del genoma humano. En el campo de la física, de la mano de figuras como Einstein, Hubble, Heisenberg, Penzias, Wilson y Hawking la investigación tuvo desarrollos sorprendentes en siglo XX, de modo que, por la vía de la ciencia, se pasó de la cuestión científica a la cuestión filosófica. Un ejemplo de ello es que, gracias a los hallazgos científicos, hoy en día el concepto de materia se sostiene a duras penas, ya que se sabe que los neutrones y protones, que antes se consideraban las partículas fundamentales del núcleo atómico, están hechos de seis tipos de "algo" que los físicos llaman quarks (arriba, abajo, extraño, encanto, fondo y cima). Dichos nombres revelan, además, que los científicos suelen tener un buen sentido del humor.

Estos acercamientos a la comprensión de la materia y los descubrimientos de la física en general, se constituyen en un puente que incentiva la pregunta filosófica: ¿por qué razón la materia se comporta de ese modo? ¿Cuál podría ser la razón de la irrazonable efectividad de las matemáticas en la descripción de la realidad? ¿Cómo empezó todo? A partir de modelos matemáticos y de observaciones empíricas, físicas y cosmológicas se ha llegado a la conclusión de que el universo tuvó su origen en un solo momento, como un punto de energía pura, infinitamente denso y sin dimensiones; a este hecho le dieron el nombre de Big Bang o Gran Explosión. Dicha tesis ha conducido a unas conclusiones que dejan inquietos y perplejos a físicos, filósofos y teólogos por igual. Tales afirmaciones sugieren la necesidad de unas condiciones específicas para que hubiera sido posible el universo, para que se generara nuestro sol y para que el planeta Tierra fuera un lugar hospitalario. Collins relata estas observaciones del siguiente modo:

Si hubiera habido una simetría completa entre la materia y la antimateria, el universo pronto se habría desarrollado hacia una radiación pura, y la gente, los planetas, las estrellas y las galaxias, nunca habrían existido [...]. Si un segundo después del Big Bang la velocidad de expansión hubiera sido menor incluso en un cien mil millonésimo de millonésimo, el universo se hubiera vuelto a colapsar antes de que hubiera podido alcanzar su tamaño actual. Por otro lado, si la velocidad de expansión hubiera sido mayor incluso en una millonésima parte, las estrellas y los planetas no se hubieran podido formar [...]. Si la atracción nuclear fuerte que mantiene juntos a protones y neutrones hubiera sido incluso ligeramente más débil, solamente se hubiera formado hidrógeno en el universo. Si la atracción nuclear fuerte hubiera sido ligeramente más fuerte, todo el hidrógeno se habría convertido en helio, y por lo tanto los hornos de fusión de las estrellas y su capacidad de generar elementos pesados nunca hubieran nacido. Parece que la fuerza nuclear está ajustada justo lo suficiente para que se forme carbono, que es crítico para las formas de vida en la Tierra. Si la atracción hubiera sido ligeramente más fuerte, todo el carbono se hubiera convertido en oxígeno. (83-84)

Lo que muestran estas constantes es que la existencia de nuestro universo es ampliamente improbable, casi infinitesimal. A esta serie de condiciones se la llama en física el principio antropocéntrico, que constituye un fuerte argumento a favor de la idea de que nuestro universo está afianzado para dar vida a los seres humanos y, por supuesto, aunque se ofrecen otras explicaciones, permite postular la intervención de un Creador. ¿Hechos tan extraordinarios como el Big Bang, la vida en la tierra y el posterior descubrimiento del mapa genético corresponden con el sentido del milagro?

En esta misma dirección, el argumento de la complejidad de la vida terrestre y de un diseñador inteligente ha cautivado a gran parte de la humanidad; sin embargo, la revolución, en este último siglo, de los estudios en paleontología, biología molecular y genómica han contribuido al desplazamiento de nuestra creencia en un Dios, pues aunque la naturaleza se ha mostrado indescifrable -todavía lo sigue siendo-, cada vez se van obteniendo nuevas y mejores respuestas. En consecuencia, tienen poco valor para la racionalidad de la fe los argumentos que se inspiran en los agujeros que todavía no han sido llenados por la ciencia. A este respecto nos dice Collins: "Ninguna hipótesis actual se acerca a explicar cómo en el espacio de apenas ciento cincuenta millones de años el ambiente prebiótico que había en la Tierra dio lugar a la vida" (101). No obstante, según se ha dicho, el que no haya por el momento explicaciones satisfactorias, no quiere decir que más adelante no puedan darse desarrollos espectaculares y descubrimientos científicos insospechados. ¿Supone el avance de la ciencia la destrucción del misterio, o una prueba en contra de la fe? El autor considera que la elegancia que se esconde tras la complejidad de la vida es realmente causa de asombro y de fe en Dios. Por ejemplo, la elegancia digital del ADN, los componentes de las cosas vivas, desde el ribosoma que traduce el ARN en proteína, a la metamorfosis de la oruga en mariposa, son elementos estéticamente atractivos, e incluso sublimes. En particular, lo que se quiere hacer ver es que no es posible valerse de la ciencia para desbancar la creencia en Dios, ella no es un peligro para la fe; a su vez, el argumento estético tampoco constituye una prueba fehaciente para tener que aceptar dicha existencia. Pero la manera como está constituida la vida y lo que las ciencias develan ofrecen más bien razones para asombrarse por su belleza y para pensar en la existencia de un Creador.

La segunda parte culmina con un informe detallado de lo que fue el desciframiento de la secuencia del genoma humano, tras un largo y arduo trabajo de científicos comprometidos en distintos países del mundo, y las consecuencias que ello reporta para la humanidad. La comparación entre el ser humano y otros organismos es un punto realmente fascinante de esta sección: al observar el gran tamaño del genoma humano (tres mil cien millones de letras de código de ADN distribuidas a lo largo de 24 cromosomas) surgen varias sorpresas. Baste aquí señalar una de ellas: la secuencia del genoma en otros organismos ha podido mostrar que somos un 99,9% idénticos y que tenemos una secuencia similar, prueba de que somos parte de una misma familia, a la vez que proporciona un poderoso soporte para la teoría de Darwin de que provenimos de un ancestro común. En todo caso, estos sorprendentes resultados de las ciencias biológicas no pueden ignorar que la especie humana es el único organismo que ha secuenciado su propio genoma; de ahí que lo fundamental de dicho contraste no radique en el número de genes o en la articulación de la información genética.

Por otra parte, la comparación entre la secuencia de un ser humano y de un chimpancé, que es idéntica en un 96%, no nos dice lo que significa un ser humano; en otras palabras, la biología por sí sola no puede explicar ciertos atributos del ser humano, como el conocimiento o la libertad; sólo nos dice algo de la forma como funciona. Así, resulta perfectamente factible, al menos para el creyente, que pueda formularse el siguiente interrogante: ¿no ha sido por medio del lenguaje del ADN, el más importante de los textos biológicos, que Dios dictó vida al ser? Es claro que a través de la ciencia se han resuelto cuestiones fascinantes, ¿pero puede ella, de todas maneras, responder a la cuestión de por qué existe la vida o de por qué estamos nosotros aquí?

En la tercera parte se profundiza en las cuestiones relativas al entendimiento entre la ciencia y la fe, relación que por cierto es más bien problemática, en particular en Estados Unidos. Un representante de esta hostilidad es el destacado evolucionista Richard Dawkins, para quien la aceptación de la evolución en biología implica la negación de la teología. Tras revisar cuatro de los argumentos principales que se encuentran en la obra de Dawkins (El gen egoísta, El relojero ciego, Ascenso a Monte improbable y el Capellán del Diablo), Collins concluye que es imposible valerse de la ciencia, en particular de la teoría de la evolución o de los descubrimientos en genética, para refutar las religiones monoteístas o para fundamentar una opción decididamente atea. Del mismo modo, señala las dificultades que puede acarrear la idea de un creacionismo mal comprendido, o sin la coherencia suficiente para sustentarse desde el punto de vista de la ciencia, así como de la problematicidad que entraña la reciente teoría del Diseño Inteligente (DI), al no poder sostenerse científicamente, ni ofrecer argumentos que sean evaluables empíricamente. Además, desde la perspectiva teológica, el DI presenta fallos sustanciales para la racionalidad de la fe, al introducir a Dios en los espacios en blanco que la ciencia no ha escrito todavía.

¿Puede darse, a pesar de la hostilidad, un entendimiento razonable entre la ciencia y la fe? Para acercarse a esta armonía habría que tener en cuenta varias consideraciones. En primer lugar, la evidencia de la ley moral -señalada en la primera parte del libro- posibilita el entendimiento de los seres humanos y la práctica del altruismo. Argumento al que Collins le otorga una centralidad determinante. En segundo lugar, los hallazgos de la ciencia y la elegancia de la evidencia científica que se esconde en las constitución de los organismos son una ocasión para el asombro y ofrecen razones positivas que alientan la racionalidad de la fe y propician el diálogo sincero y abierto con el saber científico, dando a entender con ello que la fe es una experiencia que también ofrece razones, al igual que lo hace la ciencia. En tercer lugar, y a partir de lo que Collins llama "la evolución teísta" (que descansa en un conjunto de postulados lógicamente consistente), es plausible afirmar que:

Dios, quien no está limitado ni por el espacio ni por el tiempo, creó el universo y estableció las leyes naturales que lo gobiernan. Al tratar de poblar con seres vivos este universo que de otro modo sería estéril, Dios eligió el elegante mecanismo de la evolución para crear microbios, plantas y animales de toda clase. Lo más notable es que Dios eligió intencionalmente el mismo mecanismo para dar lugar a criaturas especiales, dotadas de inteligencia, conocimiento del bien y del mal, libre albedrío y un deseo de buscar amistad con él. (215)

Es claro que no se trata de una demostración enfática de la realidad de esta presencia, sino de una postura defendible, en tanto que no podemos juzgar como algo irracional o carente de sentido la inclusión de un Dios que pone en marcha el universo a través de un proceso evolutivo. Sin embargo, esta perspectiva teísta de la evolución debe enfrentar cuestionamientos serios, tales como: ¿por qué Dios se ha valido de un proceso cruel e ineficiente como la evolución para dar vida al ser? ¿Cómo afirmar que el universo ha sido pensado para que existan seres inteligentes y que no son simplemente el resultado del azar? En efecto, el estado de cosas actual ha podido ser fruto de la casualidad, tal como lo aseguran muchos biólogos, lo que daría a entender un descuido por parte del Creador y nos llevaría a pensar que quizás el universo no tenga un sentido, como el que la religión pretende atribuirle. Estas y otras cuestiones se abordan de un modo sucinto en el texto, y buscan, por supuesto, mostrar que el Dios de la Biblia es también el Dios del genoma y de las leyes que configuran el universo. De modo metafórico, lo expresaba Annie Dillard al preguntar: "¿cuál es la diferencia entre una catedral y un laboratorio de física? ¿No están ambos diciendo: ¡Hola!?" (47).

Proponer a Dios como principio de todas las cosas o como respuesta a preguntas que la ciencia nunca pretendió abordar (¿cómo llegó aquí el universo?, ¿cuál es su sentido?, ¿cuál es el significado de la vida?, ¿hay algo después la muerte?) no nos dice nada del Dios personal que se ocupa de nosotros, del universo en general, y del cual nos hablan las religiones monoteístas. El autor se detiene en este punto para introducir la reflexión acerca de la experiencia de la fe a la que él ha accedido tras una vivencia y decisión personal. Las razones que ofrece el conocimiento racional y los hallazgos de la ciencia alientan la fe religiosa, pero es la comunión personal con esa presencia amorosa la que le otorga verdadero sentido. En efecto, para quien cree, la ciencia se convierte en una oportunidad para el asombro; para el no creyente, la ciencia podría ser un motivo que inspire su opción por la fe. En últimas, la visión científica del mundo y la religiosa pueden coexistir en una misma persona y estimular su propia vida.

El libro culmina con una serie de apreciaciones inquietantes en torno a los dilemas bioéticos planteados por los desarrollos de la genética y a los pronósticos prometedores que dicha ciencia nos puede otorgar para la prevención o curación de enfermedades como el cáncer, la diabetes, el alzheimer, las enfermedades cardiacas, la esquizofrenia, la fibrosis quística y muchas otras dolencias que experimenta el ser humano. Se incluye un análisis sugerente en relación con las implicaciones que el material hereditario pudiera tener en la conducta humana, el ejercicio de la inteligencia y en temas tan polémicos como la homosexualidad.

Llegados a este punto, habría que decir que hay varios motivos por los cuales valdría la pena leer el libro: si bien no ofrece argumentos propiamente originales respecto a los problemas de la fe religiosa o la existencia de un Creador, es un escrito lleno de vivacidad, en el que se expone la experiencia personal mediante la cual un científico respetable ha llegado a abrazar la fe religiosa como una opción vital que complementa su trabajo de investigador riguroso. La búsqueda de la armonía entre la concepción espiritual y científica del mundo es una iniciativa interesante y prometedora; ambos pilares pueden muy bien enriquecerse y fortalecerse mutuamente, y llevar a la especie humana a mayores niveles de comprensión.

El escrito no dispone de una argumentación que renueve el debate filosófico, pero cumple con el objetivo de estimular el planteamiento de preguntas centrales, como aquellas que indagan por la existencia de una presencia amorosa que se ocupa de nosotros, o aquella otra que interroga por los cimientos de nuestra indiferencia religiosa, ateísmo o agnosticismo. Es un texto inquisitivo, que pone al lector ante la tarea de tomarse la cuestión en serio. También es una narración de carácter divulgativo, que nos informa sobre los adelantos de la genética en ciencias biológicas y las implicaciones que ello puede tener para la fe, la ética y el bienestar de los seres humanos. Tanto el creyente, el cultivador de la filosofía, el teólogo o el científico son llamados a estar al tanto, por igual, de los nuevos y recientes hallazgos científicos, como de la problematicidad de los asuntos filosóficos y teológicos. Con ello se evitaría correr el riesgo de poner en ridículo la racionalidad de la fe al atacar hechos científicos que se desconocen en su totalidad, ver en la ciencia un enemigo innecesario, de modo que ésta considere la fe como una postura caduca, irracional o sin sentido.

¿Es, finalmente, la armonía entre la concepción espiritual y científica del mundo una necesidad, o es tan sólo el deseo de ciertos científicos legos en materia de filosofía y teología? ¿Puede la reflexión y los hallazgos del científico propiciar el diálogo con el filósofo y el teólogo, o se trata de dos áreas del saber que han de caminar por su propia parcela con el pretexto de evitar confusión? ¿No es posible acaso que esta comprensión nos haga un poco más sabios?


ARMANDO ROJAS C.
Universidad Católica de Colombia
arojas@ucatolica.edu.co

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