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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.42 Osorno July 2016

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012016000100006 

ARTÍCULO

MOVIMIENTO, ESPACIO Y LENGUAJE EN CIUDAD DE CRISTAL DE PAUL AUSTER

Movement, space and language in Paul Auster’s City of Glass

 

Juan Serey Aguilera*

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso*, Facultad de Filosofía y Educación. Instituto de Filosofía, Viña del Mar, Chile.

Dirección para correspondencia


Resumen

El objetivo de este artículo es mostrar cómo en la novela Ciudad de cristal de Paul Auster tiene lugar una aproximación a lo singular mediante el lenguaje. Sin embargo, esta adecuación entre las palabras y las cosas tiene que sucumbir frente al movimiento y cambio constante de estas últimas, lo que produce que la adecuación perfecta de lo singular y el lenguaje no se pueda llevar a cabo, transformándose el lenguaje en silencio. Creemos que esto se confirma en la actitud de dos de los personajes de esta novela (Peter Stillman padre y el detective Quinn), cuya única alternativa y escapatoria consiste en fundirse con la ciudad, convirtiendo el espacio en una nueva articulación lingüística.

Palabras clave: Movimiento, Misterio, Lenguaje, Ciudad, Espacio.


Abstract

The aim of this article is to show how in Paul Auster’s novel City of Glass, an approach to singularity through language takes place. Nevertheless, this adjustment between words and things fails because of the constant movement and change of things, resulting in failure of the perfect adjustment between the singular and language, turning the language into silence. We think that this is confirmed in the behaviour of two of this novel’s characters (Peter Stillman senior and Quinn the detective), whose only alternative and escape consists of merging with the city, transforming the space into a new linguistic articulation.

Key words: Movement, Mystery, Language, City, Space.


EL MOVIMIENTO

En  Ciudad de cristal  (1985)1, un oscuro escritor de novelas de detectives, Quinn es confundido por una llamada telefónica con el detective privado  Paul Auster. Se le solicitan sus servicios para evitar un crimen. Las primeras líneas de la novela nos cuentan algo de esta llamada:

Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso (event) y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo (the cuestion is the story itself, and whether or not it means something is not  for the story to tell) (Auster, Ciudad, 13).

 

La historia (story)  comienza con un descuido, con lo fortuito y azaroso, con lo que no puede reclamar para sí un significado originario que empuje el resto de la historia. Esta solamente tiene por delante el movimiento, paso a paso, del “suceso y sus consecuencias”, un suceso que no se inscribe en la linealidad de una serie de causas previas, que parece surgir de la nada. Su significado no viene dado de antemano; será la historia misma, su proceso, la que se muestre como poseyendo un significado, es una historia inmanente, sin explicaciones externas. Hay que seguir el curso de la narración para tratar de comprender, sin seguridad de que algo pueda ser comprendido del todo. Esta historia no viene de ninguna parte, no posee un origen que no sea el azar y lo fortuito, no obedece a una necesidad que entregue coherencia y sentido. Es, más bien, movimiento sin un origen perfectamente establecido y de manera solidaria con ello, un movimiento sin una finalidad: no busca cumplir con un propósito. Es una historia que no va hacia ninguna parte, pues no viene de ninguna parte.

Esto lo podemos ver cuando se describe el gusto que tiene Quinn por caminar: “Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas” (Auster, Ciudad, 14). Quinn camina, sin rumbo, sin propósito, en una ciudad, Nueva York, que se presenta como laberinto, como espacio inagotable que siempre

le deja la sensación de estar perdido. Le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no solo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior (14).

 

Perdido dentro de sí mismo, entregado al mundo como un ojo que ve, pero que no vuelve a sí mismo (“Y paso a paso, no encontraba nada excepto a sí mismo. Ni siquiera a sí mismo, sino la sombra de lo que él se convertiría” (Auster, Kafka, 37.  Traducción mía); es eso lo que lo sustrae de la acción de pensar. Pensar es, entonces, volver sobre sí a partir de lo ajeno. En ese sentido, pensar sería reflexionar, el movimiento de flexión, de doblarse sobre y hacía sí mismo, que saliendo de sí vuelve siempre trayendo de vuelta aquello que parecía ser externo. La vuelta a sí mismo sería una interiorización, el completo proceso de esta relación entre lo interno y lo externo, el salir y encontrarse en el afuera que es el adentro de sí. Aquí, en cambio, esto no sucede, hay un vacío interior, algo así como el completo vaciamiento de la subjetividad en el mundo, una intencionalidad sin retorno. No hay reencuentro del sujeto en cada paso, pues estos no aproximan a un estado más estable o que garantizara seguridad y detención: solo encontrará sombras, las sombras de un proceso que continuará, la sombra de su devenir. Esto tiene como consecuencia que la atención, la intencionalidad de la conciencia no logre fijarse largamente en las cosas: “El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo” (Auster, Ciudad, 14).

Es el cambio de las cosas, el cambio del mundo el que impide que la atención se fije, pues este “permanece eternamente posible” (Auster, Kafka, 37. Traducción mía). El mundo al ser posible es puro movimiento, y la detención que nos permita identificar las cosas como tal o cual se revelaría como ilusión. Las cosas se rehúsan a ser fijadas, se rehúsan a ser diferenciadas las unas de las otras A pesar del esfuerzo de la atención, las cosas escapan a su acción, no pueden  ser fijadas como cosas distintas las unas de otras, como objetos singulares, con rasgos, características que permitiesen dar con su identidad. Cuando en lo móvil y mudable se puede encontrar lo permanente, es cuando puede haber conocimiento de las cosas. Buena parte de la tradición filosófica se ha basado en ello. En cambio aquí: “El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese” (Auster, Ciudad, 14). Aquí podemos ver lo paradójico de este movimiento: del cambio constante e imparable de las cosas y lugares ocurre que tanto las cosas y los lugares se hacen indistinguibles. Al no haber un instante de detención y fijación, se hacen  indiferentes entre sí. En otras palabras, su extrema distinción las hace iguales entre sí, idénticas en su indistinción. Esto nos hace sostener que Ciudad de cristal intenta ser la escritura de esta paradoja. Lo importante aquí es el movimiento, seguir en movimiento, ponerse en movimiento, perseguir el movimiento de cosas y lugares. Si las cosas están en movimiento, Ciudad de cristal tendría por tarea narrar aquel movimiento, una y otra vez, tanto como sea posible, a cada instante. Esta estructura paradójica no solamente tiene lugar en los textos que analizamos, sino que también, en un nivel más profundo, la pone en movimiento. En este contexto tenemos que reconocer ciertas dificultades de interpretación al acercarnos a Ciudad de cristal, ya que forzados por la indistinción  con que Auster utiliza los términos libro y novela, creemos que en este contexto ambos designan algo muy similar: una red de significación progresiva y exhaustiva que culmina en la inteligibilidad de lo narrado. Hay libro y hay novela solo cuando la plenitud del significado se encuentra presente y es accesible y asimilable. Como una novela o libro de misterio que  ha cerrado su circunferencia, ha garantizado y asegurado su horizonte y posibilidades de comprensión. Sin embargo, la indistinción con que Auster utiliza estos términos tampoco puede limitar el alcance de nuestra interpretación, por ello sostenemos con más precisión que Ciudad de cristal es una novela detectivesca que supera sus propios márgenes, al verse devorada desde dentro por las paradojas planteadas por el  libro que está por nacer en ella, el libro imposible de Stillman-padre. Pues Ciudad de cristal es una novela  que se escribe sobre el nacimiento de un libro, como veremos más adelante. Esto  apunta a mostrar cómo Ciudad de cristal es una novela que pretende dejar de ser lo que era, cuestión que se acopla muy bien con su movimiento interno, pues no existe en ella la posibilidad de despliegue último de su significado, que la convierte en texto, en posibilidad de articulación lingüística en cuanto espacio.

EL MISTERIO

Dentro del proceso del desarrollo de la novela, encontramos una pista, una indicación para el lector, una suerte de puesta en aviso de cómo enfrentar una novela de misterio como la que se está narrando-contando-escribiendo-desarrollando. Cuando leemos acerca del gusto de Quinn por las novelas de misterio nos encontramos con lo siguiente:

Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado (Auster, Ciudad,19).

 

Si seguimos al pie de la letra esta observación acerca de las novelas de misterio, o si la ampliamos a toda novela en general, nos encontramos frente a una tarea pasmosa: toda palabra, por pequeña que sea, será significativa o podrá serlo, cada hecho, cosa, descripción, exclamación, expresión, etc., estará conectado, vinculado, mediado y tendrá su lugar propio en el desarrollo de la historia cuando lleguemos al desenlace final. Un libro repleto de secretos y contradicciones, temibles palabras que nos llevan a pensar en lo incalculable e inabarcable que tal libro puede ser, incluso cuando llegamos a su desenlace. Tal vez lo que diferencia a una novela de misterio normal, o abiertamente mala es que tiene un desenlace, un gesto significativo donde cada pieza ocupa su lugar, donde cada palabra ocupa su puesto en la cadena de significaciones, donde cada pista nos lleva a la disipación del no saber, donde el secreto se convierte en certeza. Esta novela de misterio apunta a otra cosa: a su falta de completitud.

Paso a paso, seguimos pues, en movimiento. El centro del libro se desplaza hacia delante. El centro está en todas partes. Tal vez el libro no se puede cerrar. La circunferencia no se puede cerrar, pues ¿cómo saber que este libro ha terminado? Tal vez el misterio sigue acechando. Si trazar la circunferencia es imposible, tal vez  sí es posible trazar una espiral que recoja sus momentos, que asuma y recorra cada fragmento, cada pequeña palabra, cada pista y que en este proceso de lectura y re-lectura se vaya re-escribiendo sin posibilidad de cierre. Sería una tarea paradójica, pues recogería sus momentos, sin esperar un sentido global para todos ellos.  Como bien sugiere William Lavender: “el punto es que Ciudad de cristal, sugiere, alegóricamente, un sistema  paradójico, autorreferencial y  complejo de génesis” (224. Traducción mía). En otras palabras, a cada paso nos encontramos con un nuevo inicio2, guiado por la paradoja en la que hay que mantenerse.

Para esto habrá que adoptar  la actitud detectivesca (que también deviene en paradoja), de un “ojo privado” o la de un “yo privado”. La primera expresión es la traducción de private eye que en el argot describe a un detective privado; la segunda es la traducción del sonido de la palabra eye en inglés, que suena exactamente como “I”, “yo” en inglés:

El detective es quien mira, quien escucha, quien se mueve por ese embrollo de objetos y sucesos en busca del pensamiento, la idea que una todo y le dé sentido. En efecto, el escritor y el detective son intercambiables. El lector ve el mundo a través de los ojos del detective, experimentando la proliferación de sus detalles como si fueran nuevos. Ha despertado a las cosas que le rodean, como si estas pudieran hablarle, como si, debido a la atención que les presta ahora, empezaran a tener un sentido distinto del simple hecho de su existencia. Detective privado. El término tenía un triple sentido para Quinn. No solo era la letra “i”, inicial de “investigador”, era “I”, con mayúscula, el diminuto capullo de vida enterrado en el cuerpo del yo que respira. Al mismo tiempo era también el ojo físico del escritor, el ojo del hombre que mira el mundo desde sí mismo y exige que el mundo se le revele. Desde hacía cinco años Quinn vivía presa de este juego de palabras (Auster, Ciudad, 19).

 

El detective-lector se encuentra en un proceso de dotación de sentido a aquello que acontece, de búsqueda del pensamiento vivo que se revele por medio de las cosas y en ellas. Estas abandonan su carácter inmediato, su mero carácter existente, ahora son signos por ser leídos. En este contexto, el yo, el “I” es moderno, es cartesiano, pero de una modernidad que se consume a sí misma, es la historia del yo en su reencuentro con el mundo, en su descubrirse a sí mismo simultáneamente con el mundo, pero, como hemos visto más arriba, esto no llega a su final como el despliegue cristalino del yo consigo mismo, pues su narración deviene un libro que sigue abierto, lo que lleva a que el yo se abandone a sí mismo, en dos sentidos no contradictorios: se entrega al mundo, y al mismo tiempo deja de considerarse como la instancia del sentido. Lo que queda es la apertura de su narración.

EL LENGUAJE

Daniel Quinn, el detective, el ojo privado, el private I, es encargado de buscar  al padre de Peter Stillman, quien gracias a un macabro experimento encerró a su hijo durante años para conocer los efectos del aislamiento en el desarrollo lingüístico. Sin influencia alguna del medio exterior, Peter Stillman tendría que haber podido  permanecer en inescrutable silencio o hablar una lengua. ¿Cuál sería esta? Una lengua original, originaria, primigenia, a-histórica, a-temporal:

El padre hablaba de Dios. Quería saber si Dios tenía lenguaje. No me pregunte qué significa esto. Solo se lo cuento porque sé las palabras. El padre pensaba que un niño podría hablar si no veía a nadie. Pero ¿dónde había un niño? Ah. Ahora empieza usted a comprender. No tenía que comprarlo. Por supuesto, Peter sabía algunas palabras de persona. Eso no se podía remediar. Pero el padre pensó que quizá Peter las olvidaría. Al cabo de algún tiempo. Por eso había tanto bum, bum, bum. Cada vez que Peter decía una palabra, su padre lanzaba un bum. Al fin Peter aprendió a no decir nada (Auster, Ciudad, 34)3.

 

Estaríamos lidiando en este caso con un lenguaje innato, que en condiciones ideales podría aparecer sin mácula ni huella alguna que correspondiera a una transmisión ajena. La pretensión de Peter Stillman consistía en que su experimento proporcionaría no solo la estructura estable del lenguaje, sino también su contenido, cuya riqueza no tendría que provenir de la experiencia. El contenido de aquel lenguaje expresaría la primigenia relación entre palabra y cosa, entre significado y significante. Pero las declaraciones de Stillman hijo nos hacen  sospechar que este experimento fue un fracaso, pues: “Ahora Peter puede hablar como las personas. Pero todavía tiene las otras palabras en su cabeza. Son el lenguaje de Dios, y nadie más puede decirlas. No se pueden traducir. Por eso Peter vive tan cerca de Dios. Por eso es un poeta famoso” (Auster, Ciudad, 34). Ha accedido al lenguaje de Dios, o al menos a parte de él, pero no puede proferir las palabras, pues se han convertido en un lenguaje privado. Esto por dos razones complementarias entre sí: no  pueden ser traducidas (llevadas a otro idioma comunicable), y además, porque no pueden ser dichas por nadie más (de nuevo, son incomunicables, parte de una experiencia de cercanía absoluta con la fuente y origen del lenguaje).

Creemos que para revertir este fracaso Stillman padre toma otro camino para lograr una solución al problema de rearticular la relación entre palabras y cosas. Este esfuerzo es el de una re-construcción a partir de las cosas mismas, que podrían mostrar su nombre verdadero a un ojo bien preparado. Del primer encuentro entre Stillman padre y Quinn podremos desprender varias cosas que ayudarán a sostener nuestra hipótesis. Cuando comienza su conversación, Stillman hace notar a su perseguidor la plasticidad de su nombre, pues rima con diversas palabras:

—Hmmm. Muy interesante. Veo muchas posibilidades en esta palabra, este Quinn, esta... quintaesencia... del equívoco. Latín, por ejemplo. Y tilín. Y plin. Y maletín. Hmmm. Rima con sinfín. Por no hablar de confín. Hmmm. Muy interesante. Y festín. Y violín. Y patín. Y botín. Y sillín. Y parlanchín. Y espadachín. Hmmm. Sí, muy interesante. Me gusta su nombre enormemente, señor Quinn. Vuela en muchas direcciones a la vez (Auster, Ciudad, 99).

El nombre tiene, pues, la posibilidad de dar lugar a cambios, a diversas palabras, cuya relación no tendría por qué ser unitaria, pues “vuela en muchas direcciones a la vez”: eso quiere decir que es una suerte de intersección de múltiples palabras. De esta naturaleza de las palabras las personas parecen no haberse percatado, según Stillman:

—La mayoría de la gente no presta atención a esas cosas. Creen que las palabras son como piedras, como grandes objetos inamovibles sin vida, como mónadas que nunca cambian.
—Las piedras cambian. El viento y el agua pueden desgastarlas. Pueden erosionarse. Pueden machacarse. Pueden convertirse en pedazos, en grava, en polvo.
—Exactamente. Enseguida he sabido que era usted un hombre con sentido común, señor Quinn. Si usted supiera cuántas personas me han interpretado mal. Mi trabajo ha sufrido a causa de ello. Ha sufrido terriblemente (Auster, Ciudad, 99).

 

A lo que hay que prestar atención entonces es al cambio de las palabras, a su devenir, a su movilidad. Quinn responde desde la perspectiva de las cosas, sugiere que estas también cambian, ampliando, entregando la contraparte que permita soportar el paralelismo del cambio tanto de las palabras y las cosas. De manera sutil ingresa a un orden que Stillman no había mencionado aún: el orden de las cosas. Estas últimas también se encuentran sometidas al cambio, lo que parece una constatación obvia, pero que trae importantes consecuencias de acuerdo con Stillman. Si las cosas cambian, si las palabras han de adaptarse a ese cambio, habría que buscar trabajosamente el ajuste entre ambas, la adecuación; en caso contrario, lo que nos quedaría es la fragmentación del mundo. Prosigue Stillman:

—Verá, el mundo está fragmentado, señor. Y mi tarea es volver a unir los pedazos.
—Menuda tarea se ha echado usted encima.
—Me doy cuenta de ello. Pero únicamente estoy buscando el principio (principle). Eso está al alcance de un solo hombre. Si logro poner los cimientos, otras manos podrán hacer el trabajo de restauración. Lo importante es la premisa, el primer paso teórico. Desgraciadamente, no hay nadie más que pueda hacer eso (Auster, Ciudad, 100).


El principio ejerce el mando, el control, a lo largo del proceso de reconstrucción del lenguaje, es aquello que no se queda atrás una vez iniciado un proceso, sino que aparece en sus diversas transformaciones a lo largo del proceso entero. Es así como ejerce su dominio, haciendo efectiva su preeminencia respecto del decir en particular, otorgándole así una razón de ser al lenguaje. Si fuera posible descubrir aquel principio gran parte de la tarea de Stillman podría darse por concluida, pues Stillman busca “la premisa de la premisa” (Auster, Ciudad, 101), como bien sugiere Quinn. Ahora, ¿sobre qué pista nos pone esto?  En primer lugar nos indica que Stillman está pensando en la necesidad que acompaña a cada premisa para que pueda conducir a la siguiente, en un encadenamiento de verdades. En segundo lugar, tal necesidad ha de tener un nombre, el logos, que como unidad permite que la totalidad del decir pueda ser articulado de manera coherente, pues el logos es la palabra, es aquello que permite que haya discurso, que de una premisa se siga la otra sin saltos, sin hiatos, que la conexión de lo dicho no se pierda. Heidegger ya nos recordaba, leyendo a Heráclito, que  logos proviene de légein, que tiene el carácter de unidad,  reunión y desocultamiento de lo presente: “Légein   es legen (poner). Legen (poner) es dejar-reunido-estar-delante a lo que-está-presente-en yuxtaposición” (Legen ist: in sich gesammeltes vorliegen-Lassen des beisammen-Anwesenden) (Heidegger, 183). En este mismo sentido prosigue Heidegger: “El legein originario (ursprüngliche), el legen (poner), se despliega pronto como decir y hablar, y lo hace de un modo que prevalece en todo lo desocultado como decir y hablar (in einer alles Unverborgene durchwaltenden Weise als das Sagen und Reden)” (183). Es esta conjunción la que busca Stillman mientras reconstruye la unidad del decir sobre el mundo. Decimos re-construir, porque Stillman supone que tal unidad se ha perdido, que esa unidad ya estuvo alguna vez aquí, y que fijando nuestra atención a los minúsculos detalles podríamos reencontrarla. Para ello habrá que inventar un nuevo lenguaje:

— ¿Nuevo lenguaje?
— Sí. Un lenguaje que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podían expresarlas. Pero poco a poco estas cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas. No se han adaptado a la nueva realidad. De ahí que cada vez que intentamos hablar de lo que vemos, hablemos falsamente, distorsionando la cosa misma que tratamos de representar. Esto ha hecho que todo sea confusión y desorden. Pero las palabras, como usted comprende, son susceptibles de cambio. El problema es cómo demostrarlo. Por eso trabajo ahora con los medios más simples, tan simples que hasta un niño pueda comprender lo que digo. Considere una palabra que remite a una cosa: “paraguas”, por ejemplo. Cuando digo la palabra “paraguas”, usted ve el objeto en su mente. Ve una especie de bastón con radios metálicos plegables en la parte superior que forman una armadura para una tela impermeable, la cual, una vez abierta, le protegerá de la lluvia. Este último detalle es importante. Un paraguas no solo es una cosa, es una cosa que cumple una  función, en otras palabras, expresa la voluntad del hombre. Cuando uno se para a pensar en ello, todos los objetos son semejantes al paraguas, en el sentido de que cumplen una función. Ahora, mi pregunta es la siguiente: ¿qué sucede cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Sigue siendo la misma cosa o se ha convertido en otra? Cuando arrancas la tela del paraguas, ¿el paraguas sigue siendo un paraguas? Abres los radios, te los pones sobre la cabeza, caminas bajo la lluvia, y te empapas. ¿Es posible continuar llamando a ese objeto un paraguas? (Auster, Ciudad, 101-102).

 

Esta cita permite dos aproximaciones: la primera nos recuerda al problema ya manifestado por el joven Hölderlin en su ensayo Juicio y ser (1962). En este nos hace ver a partir de la etimología de la palabra juicio (Ur-teil)  que esta nos remite a una partición originaria, una Ur-Teilung; es decir, que las cosas y el mundo en general se encuentran escindidos desde su inicio, pues los enunciados sobre el mundo siempre recurren a la estructura de sujeto y predicado,  siendo el primero lo singular y el segundo, lo universal. Esta partición hace que la manera en que nos relacionamos lingüísticamente con las cosas ya esté contaminada por esta carencia de unidad; por esto Hölderlin sugiere que hay que buscar la unidad que subyace a esta partición, es decir, que antes de la partición  hay ya una unidad fundamental primordial, que habría que re-construir. Tarea del idealismo alemán será dar contenido a esta unidad, ya sea mediante la autoposición del sujeto a lo Fichte, o con la generación especulativa de contenido que supere las formas judicativas y que desemboque finalmente en el silogismo especulativo, conexión y concatenación necesaria de la articulación lingüística del mundo. Por ello, refiriéndose al juicio en general, nos dice que las cosas no son lo que deberían ser en la  realidad efectiva (Wirklichkeit) que se deja expresar por medio de la estructura judicativa. Las cosas pueden aparecer en unidad con lo que deben ser (en términos de Stillman: con lo que deben significar). Con todo, es la realidad efectiva la que no da la talla: “Pero es la verdad de ella que está quebrada en sí, en su deber ser y su ser (gebrochen ist in ihr Sollen und ihr Sein); este es el juicio absoluto acerca de toda realidad (dies ist das absolute Urteil über alle Wirklichkeit)” (Hegel, Ciencia, 355). Es por ello que Hegel afirmará que “todas las cosas son un juicio” (Hegel, Enciclopedia, 253). Stillman, sin saberlo, se encuentra en el curso de un problema de larga data, pero su aproximación es mucho más dramática: las palabras no cambian con la velocidad que cambian las cosas, lo que  podemos ver en el caso del paraguas. Su presentación, bastante ingenua, de cómo la palabra paraguas se nos viene a la mente a partir del conjunto de notas constitutivas que hacen ser a un paraguas lo que es, ya muestra que esta representación mental es muy dura, poco flexible respecto de una realidad que cambia. Si el paraguas se rompe, ya no es un paraguas. Si  no cumple su función, esto quiere decir que una de las notas que lo constituían como tal ha dejado de aparecer frente a nosotros. Tarea del intelecto será lidiar con este cambio y cambiar la palabra que antes designaba al objeto paraguas. Para Stillman no basta con utilizar un adjetivo, ni siquiera insinúa que podamos utilizar esta vía, pues no podríamos decir “paraguas malogrado”, ya que de acuerdo con su interpretación, lo que ha dejado de existir es el paraguas mismo. Hay que buscar, pues, otra palabra, una palabra que se ajuste de tal manera que pueda expresar ese paraguas, ahí delante, que ha dejado de ser lo que era, un paraguas. Stillman es antiesencialista,  pues al cambiar la cosa, cambiaría al mismo tiempo su denominación, no habría algo fijo, estable de ella que pudiera universalizarse. La tarea de Stillman  suyo es el poner el nombre adecuado a las cosas en el lugar donde las cosas están rotas, Nueva York:

— Mi trabajo es muy sencillo. He venido a Nueva York porque es el más desolado de los lugares, el más abyecto. La decrepitud está en todas partes, el desorden es universal. Basta con abrir los ojos para verlo. La gente rota, las cosas rotas, los pensamientos rotos. Toda la ciudad es un montón de basura. Se adapta admirablemente a mi propósito. Encuentro en las calles una fuente incesante de material, un almacén inagotable de cosas destrozadas. Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. Tengo ya cientos de muestras, desde lo desportillado a lo machacado, desde lo abollado a lo aplastado, desde lo pulverizado a lo putrefacto.
— ¿Y qué hace usted con esas cosas?
— Les pongo nombre.
— ¿Nombre?
— Invento palabras nuevas que correspondan a las cosas.
— Ah. Ya entiendo. Pero ¿cómo lo decide? ¿Cómo sabe si ha encontrado la palabra adecuada?
— Nunca me equivoco. Es una función de mi genio.
— ¿Podría usted darme un ejemplo?
— ¿De una de mis palabras?
— Sí.
— Lo siento, pero eso es imposible. Es mi secreto. Compréndalo. Una vez que se publique mi libro, usted y el resto del mundo lo sabrán. Pero por ahora tengo que callármelo (Auster, Ciudad, 103).

 

Stillman no solo pone nombres, sino que los inventa; crucial distinción pues el mero poner un nombre supone que ya existe una provisión más o menos acabada de palabras disponibles para representar las cosas. Esto iría contra los supuestos de la investigación de Stillman, pues estas palabras estarían cristalizadas, petrificadas, serían muy poco flexibles para expresar una cambiante realidad. Stillman pone el nombre una vez que ha inventado la palabra. Esta invención es muy singular, pues se adapta perfectamente a lo que la cosa necesita para ser nombrada, no corre el riesgo de hacer caer las cosas en una abstracción (en ese caso, ¿qué tendría  que ver “el paraguas” con este paraguas roto, que exige otra denominación?), sino que lleva al máximo la singularidad de las palabras. Cada cosa sería en este nuevo escenario la representante de su palabra única y específica de cada objeto, no intercambiable con otra, la determinación más exhaustiva de aquella cosa y de su cambio. Stillman es un nomotetes, un inventor de palabras, aquel legislador que da nombre a las cosas, descrito por Platón en su diálogo Cratilo, donde de acuerdo  a Sócrates, el nombrar, como actividad, posee su propia naturaleza por lo que “Según esto ¿hay que denominar a las cosas según la manera natural de nombrarlas, de que se nombren ellas, y con qué medio; mas no del modo que nosotros queramos, si hemos de concordar con lo ya dicho? ¿Y siendo así tendremos éxito y nombraremos; y no, si de otra manera?” (Platón, 182). Las cosas se nombran por su naturaleza, es decir, a cada cosa le corresponde un nombre  que no puede ser arbitrario o convencional, pues su nombre viene ajustado por la manera en que el legislador, nomotetes, observa la idea que corresponde a cada cosa (Platón, 186).

Este legislador posee un arte especial, que impide que cualquiera pueda ejercerlo, cosa que afirma Sócrates y que corrobora su interlocutor, Hermógenes.

Sócrates: ¿te parece que todo varón es legislador o quien posea tal arte?
Hermógenes: El que lo posea.
Sócrates: así que, Hermógenes, no es cosa de todo varón el imponer nombres, sino de un cierto artífice nominador; y este tal, parece, es el legislador: el artífice más raro de nacer entre los nombres (Platón, 184-185).

 

Respecto de lo que sostiene Cratilo, seguidor de Heráclito, que los nombres corresponden a la naturaleza de las cosas, Sócrates está de acuerdo, pero con matices importantes: “Y dice Cratilo verdad al decir que los nombres les son naturales a las cosas, y que no todos son artífices de nombres, sino solamente aquel que ponga su mirada en el nombre apropiado, naturalmente, a cada cosa, y que pueda imponer el eidos del mismo en las letras y sílabas” (Platón, 187). Lo que distancia a Sócrates de Cratilo es que este último no pensará en introducir el eidos de las cosas para poder nombrarlas, para él la naturaleza del nombre de las cosas corresponde al carácter cambiante de estas. Así es como piensa Stillman también, él es un nomotetes, un legislador de nombres, pero no a la manera platónica, pues lo suyo es, podemos verlo ya, un sutil antiplatonismo, para cada cosa por pequeña e insignificante que parezca  corresponde un nombre por naturaleza, pero he aquí la contradicción máxima: poner un nombre es también fijar, detener. Hasta su nombre nos dice eso: él es Stillman, un “hombre detenido, sin vida, mero papel” (Lavender, 230. Traducción mía), el hombre estático que pone nombres a las cosas que cambian.

Cada cosa tendría que poseer un único nombre que dé cuenta de su estado actual y tendría que poseer otro nombre cuando aquel estado cambie. Aunque si llevamos la hipótesis del cambio hasta el extremo, tendríamos que aceptar que cada cosa tendría que tener un nombre distinto según vaya cambiando, un nombre que enunciara el cambio de cada cosa.

Volvamos a Platón, quien, anticipándose a esto, hace decir a Sócrates:

Si, pues, hay manera de aprender, perfectamente, mediante los nombres las cosas, y la hay de aprenderlas a ellas por ellas mismas, ¿cuál sería el más bello y declarador aprendizaje: aprender de la misma imagen, caso de que lo sea buena, y aprender a la vez la verdad de la que es imagen? ¿O partiendo de la verdad, aprenderla a ella y aprender si su imagen ha sido convenientemente elaborada?
Cratilo: Me parece necesario partir de la verdad (Platón, 247).


He aquí el giro, el cambio de punto de vista para enfrentar el problema de los nombres y las cosas: apelar a la verdad de las cosas, y no fijarse en los nombres, sino como derivaciones, como imágenes secundarias de lo que de verdad es: “las cosas mismas” (248). Prosigue Sócrates:

Además: pongamos atención en que no nos engañen todos esos nombres tendenciosos, en el caso de que, en realidad, sus impositores los impusieron pensando en que todo y siempre está en movimiento y flujo, porque, me parece que así lo pensaron. Mas, ¿y si, por un azar, no fuera así, sino que fueran ellos mismos quienes caídos en un remolino, van y vienen y, arrastrándonos, nos precipitan en él? Porque atiende Cratilo, a uno de mis frecuentes ensueños: ¿afirmaremos, sí o no, que hay algo que es lo bello mismo y lo Bueno mismo, y parecidamente algo uno para  cada uno de los entes? (Platón, 248).

 

Sócrates es reacio a aceptar el eterno flujo y devenir de las cosas, si aceptara esto tendría que claudicar frente a la pretensión de conocer. El conocer solo tiene lugar en el ámbito de lo fijo y estable. Si lo bello mismo cambiara, ya no podríamos denominarlo de aquella manera, tendríamos que buscar otra forma de denominarlo. La mismidad de algo, su estabilidad más íntima, su idea, eidos, aquello que se da a ver como lo verdadero de las cosas mismas, no puede ni debe cambiar (248). De esta manera, si lo “mismo” cambiara  constantemente “no sería conocido por nadie. Al aproximarse un futuro conocedor se haría diferente y diverso, de manera que no se conocería ya ni qué tal es ni como se ha. Pero no hay por cierto conocimiento alguno que conozca, si lo conocido no está siendo de alguna manera” (249).

Para resumir este punto: la diferencia crucial entre Stillman y Platón consiste en que el primero se encuentra entregado a la tarea febril de inventar un nombre que debe cumplir con varios requisitos: a) Debe ser un nombre para cada cosa singular. b) Este nombre debe poder expresar el cambio de cada cosa singular. La consecuencia de ello es que cada nombre debe ser un nombre cambiante, es decir, un nombre que no fije o detenga lingüísticamente las modificaciones de la cosa que nombra, sino que lleve en sí incluso el instante del cambio de ellas. De ello pretende Stillman obtener un conocimiento, su libro servirá para tal propósito.

Para el segundo, en cambio, el nombre es expresión de lo inmóvil y estable que permite que haya conocimiento eidético, el que permite reunir la multiplicidad en un concepto.

Es por ello que, cuando quiere ejemplificar su posición, Stillman recurre a Humpty Dumpty, el huevo de A través del espejo, de Lewis Carroll (1999). Humpty Dumpty es el reemplazante del nomotetes platónico. Así, pues

— Humpty Dumpty: la más pura representación de la condición humana. Escuche atentamente, señor. ¿Qué es un huevo? Es lo que todavía no ha nacido. Una paradoja, ¿no es cierto? Porque ¿cómo puede Humpty Dumpty estar vivo si no ha nacido? Y, sin embargo, está vivo, no se confunda. Lo sabemos porque puede hablar. Más aún, es un filósofo del lenguaje. “Cuando yo uso una palabra, dijo Humpty Dumpty en un tono bastante despectivo, significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. La cuestión es, dijo Alicia, si puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el amo, eso es todo”.
— Lewis Carroll.
— A través del espejo, capítulo seis.
— Interesante.
— Es más que interesante, señor. Es crucial, escuche atentamente y quizá aprenda algo. En su pequeño discurso a Alicia, Humpty Dumpty bosqueja el futuro de las esperanzas humanas y da la pista para nuestra salvación: convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades; Humpty Dumpty fue un profeta, un hombre que dijo verdades para las que el mundo no estaba preparado (Auster, Ciudad, 107).

 

Humpty Dumpty es el amo de las palabras: tanto así que domina adjetivos y verbos (aunque estos últimos son más reacios y orgullosos), pero puede manejarlos de todas maneras: “Algunas tienen su genio..., los verbos sobre todo: son los más orgullosos; con los adjetivos se puede hacer lo que sea, pero con los verbos...; ¡sin embargo, yo puedo manejar todas las palabras!” (Carroll, 252). Alicia, sin entender demasiado a este huevo caído, le hace saber sus inquietudes: supone un gran esfuerzo hacer que una palabra signifique. A esto responde Humpty Dumpty: “Cuando yo hago trabajar a una palabra de esa manera, (…) le doy paga extra” (Carroll, 253). E incluso va más allá, pues es un hermeneuta consumado, intérprete y no solo nomotetes: “puedo explicar todos los poemas que fueron inventados alguna vez, y varios otros que no han sido inventados todavía” (253). Su dominio del lenguaje es completo. Ahora bien, Humpty Dumpty, como sostiene Stillman, es una paradoja, algo que no ha nacido; muy bien, pero no es algo muerto, inerte, es un estado intermedio de un proceso, él mismo es una criatura en devenir, no acabada, en tránsito, traspasando a otro estado: pero en él se concentra esta potencia del lenguaje: el nombrar y el explicar. Ya Platón le hacía reconocer al mismo Cratilo que una de las funciones del lenguaje era explicar y enseñar. Algo similar hace Humpty Dumpty con Alicia: descifra un intrincado poema, lo traduce. Además puede explicar la poesía, incluso la no escrita: “Yo puedo explicar todos los poemas que se han inventado... y muchos de los que no se han inventado aún” (Carroll, 253). Posee el registro completo de los significados. En otras palabras, a pesar de encontrarse en el proceso del cambio, él, un huevo, paradoja viviente, puede concentrar todo cambio posible de las palabras, puede convocarlas y mandar sobre ellas. A eso habría de aspirar incluso el ser humano, esa sería la tarea del género humano.

CIUDAD Y TEXTO

Un buen día, para desgracia de Quinn, Stillman desaparece: “Stillman había desaparecido. El viejo era ahora parte de la ciudad” (Auster, Ciudad, 118). Esta cita nos llevará a la última reflexión sobre esta novela. Prestémosle atención: Stillman se ha convertido en parte de la ciudad, en “un ladrillo en un interminable muro de ladrillos” (118), Stillman por fin se ha fundido con la ciudad, con la ciudad de las cosas rotas. El  legislador de las palabras se ha hecho uno con las cosas que estas palabras designan, ya no es más el simple recolector de objetos, de cosas, de cachivaches, pues  en una suerte de misterioso movimiento, de manera no discursiva, su deambular, sus pasos (recordemos que tanto él como Quinn son asiduos caminantes), se han convertido en el transcurrir de la ciudad. Como bien sostiene  Hazel Smith “caminar es tanto una suerte de performance y una forma de escritura. El caminar se convierte en lo que he llamado previamente  performativo-inscriptivo, usando la definición de Austin de un performativo como un acto ilocucionario que logra lo que dice, mientras lo dice” (46. Traducción mía).

Entonces, no es que haya  un significado aparte de las cosas, sino que la espacialidad, el espacio se convierte en texto, en signo. De ahora en adelante todas las cosas (que ya no están en el espacio, sino que son el espacio) son relevantes. Como en una novela de misterio. Esto trae consigo la desorientación. Quinn sufre las consecuencias de ello: “Ahora Quinn estaba perdido. No tenía nada, no sabía nada, sabía que no sabía nada. No solo estaba como al principio, estaba antes del principio, tan lejos del principio que era peor que cualquier final que pudiera imaginar” (Auster, Ciudad, 133). Está en ninguna parte, es la  pura exterioridad de la historia (story) respecto de sí misma, pues se encuentra en ese centro móvil que mencionábamos hace poco, aquel centro que está en todas partes. Se ha convertido en el  testigo, que se esfuerza por datar, y escribir acerca de lo que sucede, de lo que ha sucedido, del devenir espacio del lenguaje. Una pista de eso es el significado que pudo extraer de los paseos de Stillman, cuando, siguiendo cada uno de sus pasos y transcribiendo el recorrido de ellos, da con el mensaje  que Stillman estaba enviando: “la torre de babel” (95), el lugar paradójico del lenguaje unitario y de su multiplicidad y dispersión. Si Stillman está tratando de recuperar el orden perdido de las cosas, si intenta volver a unificarlas, podríamos decir, sin exagerar, que el lenguaje por él anhelado es el de Dios antes  de la dispersión de Babel, antes de la fractura. Llevemos un poco más lejos esta afirmación y preguntémonos ¿en que lengua Stillman da nombres a las cosas? No podría ser ninguna lengua humana, pues estas solo son productos de la fractura. Aquella lengua es un secreto, por ello cuando Quinn le pide un ejemplo,  Stillman elude la cuestión  y le dice que se trata de un secreto, que espere a que su libro vea la luz. Pero tal libro, a final de cuentas, resulta ser la ciudad, con la cual Stillman se ha fundido al saltar de un puente y morir (Auster, Ciudad, 155).

Quinn finalmente se da cuenta que “no podría romper su relación con el caso” (141). Él se convierte en el narrador que tiene que escribir todo en su cuaderno rojo, se convierte en un vigilante de tiempo completo, acechando cada posible paso del desaparecido Stillman, llegando al punto de pensar en dormir 30 o 40 segundos para no perder noticia, para no perder detalle (146). Esta adecuación completa entre el personaje investigado y el relato que hace de él el investigador tiene dos consecuencias: si todo es relevante la persecución tiene que ser exhaustiva, sin pausa y, además, siempre habrá algo que se echará en falta: Quinn no podrá saber nunca lo que contiene el libro de Stillman, el secreto que tendría que revelarse cuando aquel libro se publique. Esto tampoco lo  sabremos nosotros, ya que la muerte de Stillman, nos lo impedirá. Quinn continúa con la investigación, con la escritura, sin el cuaderno rojo, fusionándose con la ciudad, desapareciendo en ella. Tal vez comprendió que “el cuaderno rojo es solo la mitad de la historia, como cualquier lector sensible entenderá” (Auster, Ciudad, 167), tal vez comprendió que la escritura todavía lo distanciaba de lo escrito, que la única opción era hacerse parte de la ciudad, como un ladrillo en un interminable muro de ladrillos.

NOTAS

1 Los textos citados de Ciudad de cristal corresponden a la traducción de Maribel de Juan citada en la bibliografía.

2 Es lo que sugiere Lavender respecto del personaje de Stillman (padre): “Un personaje, Stillman (padre), regresa una y otra vez, pero es una persona completamente diferente en cada ocasión, no teniendo memoria de lo que le ha pasado previamente en la historia” (220. Traducción mía).

3 El problema parte desde aquí: “Los dioses han desaparecido y no se puede pretender recuperar el Logos divino”  (Auster,  Dupin, 78. Traducción mía).

OBRAS CITADAS

Auster, Paul.  “Ciudad de cristal” (1985). En: La trilogía de Nueva York. Trad. Maribel de Juan. Barcelona: Seix Barral, 2012.

-------- Pages for Kafka. European Judaism: A Journal for the New Europe (1974): 36-37.

-------- The Cruel Geography of Jacques Dupin’s Poetry Books Abroad (1973):  76-78.

Carroll, Lewis.  Alicia en el país de las maravillas/A través del espejo, edición anotada, edición de Martin Gardner, traducción de Francisco Torres Oliver, Madrid: Akal Ediciones, 1999.

Hegel, G.W.F. Ciencia de la lógica, traducción de Augusta y Rodolfo Mondolfo. Buenos Aires: Ediciones Solar, 1982.

-------- Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, traducción de Ramón Valls Plana. Madrid: Alianza Editorial,  1999.

Heidegger, Martin. Conferencias y artículos. Barcelona: Serbal, 1994.

Hölderlin, Friedrich. Urteil und Sein, Sämtliche Werke, Band 4, Stuttgart, (1962): 226-227.

Lavender, William. The Novel of Critical Engagement: Paul Auster’s “City of Glass”. Contemporary Literature (1993): 219-239.

Platón.  Obras Completas, Tomo VI, Traducción, prólogo, notas y clave hermenéutica de Juan David García Bacca. Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1982.

Smith, Hazel. A Labyrinth of Endless Steps: Fiction Making, Interactive Narrativity, and the Poetics of Space in Paul Auster’s “City of Glass”. Australasian Journal of American Studies (2002): 33-51.

 

Correspondencia a:

Avda. El Bosque, 1290, Viña del Mar (Chile)
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