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Alpha (Osorno)

On-line version ISSN 0718-2201

Alpha  no.45 Osorno Dec. 2017

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22012017000200105 

ARTÍCULO

VOCES DEL BOSQUE: ENTREVERO DE SERES HUMANOS Y ÁRBOLES EN LA EMERGENCIA DE UNA NUEVA COMUNIDAD MORAL EN LA CORDILLERA DEL SUR DE CHILE

Voices from the forest: Disputes among human beings and trees in the emergence of a new moral community in the south Chilean mountain range

Juan Carlos Skewes Vodanovic* 

Lorenzo Palma Morales** 

Debbie Guerra Maldonado*** 

*Universidad Alberto Hurtado, Almirante Barroso 10, Santiago (Chile), jskewes@uahurtado.cl

**Universidad Austral de Chile, Campus Isla Teja, Valdivia (Chile), lorenzopalma.morales@gmail.com

***Universidad Austral de Chile, Campus Isla Teja, Valdivia (Chile), dguerra@uach.cl

Resumen:

Las cambiantes relaciones entre seres humanos y árboles en los relatos de los habitantes cordilleranos del sur de Chile invitan a revisar los límites de la comunidad moral para incluir en ella a los seres con que se convive y de los que se depende. La presencia de prácticas mapuches cordilleranas de largo aliento junto con las transformaciones experimentadas por las poblaciones madereras y los relatos de las personas que explotaron los árboles nativos se encarnan en conversaciones que invitan a reformular el vínculo con la naturaleza, tomando como referencia la pluralidad de experiencias locales. Estas voces cordilleranas convergen con aquellas orientaciones filosóficas que reconocen al ser humano como parte y no como centro de un entramado vital de mayores y más complejas dimensiones, a la vez que, en un sentido práctico, con la urgencia de generar respuestas que resguarden la naturaleza y que garanticen la inclusión social y la convivencia intercultural.

Palabras clave: comunidad moral; bosque; mapuche; pueblos madereros; materialismo vital

Abstract:

The changing relations between human and trees open opportunities in the narratives of the south Andean residents to expand the moral duties towards those beings upon whom humans depend and with whom they live. The existence of long lasting Mapuche cultural practices in the mountainous areas along with the transformations of timber towns and the narratives of people who exploited the native trees in those territories prompt a reshaping of the link with nature by means of the creation of moral duties based upon the diversity of local experiences. Such an alternative coincides with those philosophical orientations that recognize humans as part and not as the center of a vital patchwork. At the same time, it relates to the need of alternatives to preserve nature while guaranteeing social inclusion and intercultural coexistence.

Key words: moral community; forest; mapuche; timber towns; vital materialism

Introducción

Los relatos y narraciones de residentes cordilleranos del sur invitan a expandir los límites de la moral hasta abarcar a los seres no humanos coincidiendo con otras voces que desde la literatura y la filosofía aspiran a un concepto amplio e inclusivo de comunidad, respondiendo, a la vez, a la encrucijada planteada por una sociedad que ha fundado su desarrollo en la destrucción de la naturaleza. La experiencia práctica de quienes han crecido entreverados entre los bosques y las industrias madereras se traduce en narraciones que buscan conciliar su propio bienestar con el de la sanación de un territorio herido por “la apropiación y el uso económicamente autodestructivos, por parte del capital, de la fuerza de trabajo, la infraestructura… y la naturaleza externa o ambiente” (O’Connor, 2001, p. 14). Estas narraciones entrañan un profundo sentido moral al reconocer un parentesco entre la experiencia humana y la de los demás seres de la naturaleza, derivando de ello obligaciones hacia los árboles y las especies que otrora fueran devastadas. El reparo que estos relatos sugieren es una nueva relación entre seres humanos y no humanos, esto es, una nueva ontología en la que se desdibuja el papel protagónico que la modernidad asigna al ser humano en el mundo. Más que especular acerca de las nuevas formas que esta ontología debiese adoptar, en lo que sigue interesa destacar temas que en cierto modo han sido narrados por comunidades que plantean alternativas a aquellas visiones hegemónicas definitorias de los regímenes discursivos que gobiernan la relación con la naturaleza en el contexto de una sociedad capitalista (Escobar y Restrepo, 2010).

En el concierto de la pluralidad de actores que concurren a la constitución de las sociedades contemporáneas hay grupos que, pese a haberse inmiscuido parcialmente en los procesos de una economía extractivista -esto es, en la explotación intensiva de los recursos naturales sin procesamiento destinados a la exportación (Portillos, 2014, p. 15)-, no han abandonado del todo su enmarañamiento con la naturaleza, reconociendo con ella múltiples relaciones que de sobra exceden los mezquinos marcos del utilitarismo económico (Escobar, 1999). A diferencia de las grandes multinacionales extractivistas, estas poblaciones no abandonan sus territorios, debiendo adaptarse individual y colectivamente a los nuevos escenarios. En particular se corresponden con comunidades indígenas que transitan entre las arenas del mercado y las de la naturaleza de las que son parte y con colectividades rurales cuya experiencia histórica las lleva a reconsiderar sus formas de vincularse con su medio.

El bosque templado lluvioso en el sur de Chile es un poderoso actor en la vida regional que concurre de modo significativo a la explicación de las diversas orientaciones que adopta la comunidad regional en distintos períodos históricos. Situado en el sur de Chile y parte de Argentina, entre los 35º y 48º S, corresponde a la Ecorregión del Bosque Lluvioso Valdiviano que ha sido incluida entre los ecosistemas más amenazados del mundo por la Iniciativa Global 200 del World Wildlife Fund (WWF) (Dudley y Stolton, 2013) y por el Banco Mundial (Dinerstein, 1996).

Sea que fuera como objeto de la explotación forestal que dio paso a la primera asonada colonizadora de las cordilleras en la región de estudio (Skewes, et al, 2012), sea que se constituyera en soporte de un ideario socialista en la formación de un proletariado forestal (Rivas, 2006), sea que su belleza escénica convoque a empresas turísticas y a estudios detallados acerca de los visitantes y sus preferencias (Servicio Nacional de Turismo), no cabe duda que el bosque lluvioso templado ha sido un protagonista de envergadura en los procesos regionales. Ello invita a reconsiderar el papel que le cabe en el destino de los seres humanos, matizando el excesivo protagonismo que a estos últimos concedieran la filosofía y las ciencias sociales.

La pluralidad de formas en que se han articulado estos bosques en formaciones paisajísticas características se corresponde con la noción de regímenes de naturaleza, esto es, los resultados “de articulaciones discursivas con acoplamientos biológicos, sociales y culturales” (Escobar, 1999, p. 284). La noción, empero, es muy amplia como para avanzar en el registro de los tejidos más íntimos por medio de los que intersticialmente se orquestan las síntesis a que cada comunidad accede en sus esfuerzos por conciliar las tensiones provocadas por la presión global y las posibilidades de conciliarlas con las orientaciones de vida que dan sentido a la realidad local. Esas síntesis se logran por medio de ejercicios prácticos mediante los que se eslabonan los seres humanos y los demás seres del medio, lo que se viabiliza mediante una plasticidad ontológica que posibilita el tránsito entre los diversos regímenes de naturaleza coexistentes en un mismo territorio.

La plasticidad ontológica responde a orientaciones valóricas cuya naturaleza es semiótica pero cuyo ejercicio se resuelve en el quehacer práctico de la vida cotidiana, lo que explica en buena parte las diversas formas como se articulan los modos de ensamblar el paisaje en un mismo territorio. Subyace en este ejercicio, como se intenta demostrar en lo que sigue, una moral que, para algunas comunidades, trasciende la esfera de los seres humanos para incluir en ella a los demás seres constitutivos del paisaje, seres a los que se reconoce su protagonismo. Las comunidades locales, por medio de las voces de quienes vivieron o han conocido por relatos el pasado de explotación de sus localidades, invita a una redefinición de la posición de la especie en su relación con los demás seres, coincidiendo en parte con aquellas tradiciones del pensamiento ecológico que postulan el biocentrismo como su marco de referencia, donde los organismos pasan a “representar estructuras efímeras en un continuo flujo de energía” (Rozzi, 1997, p. 84).

A partir de ejemplos tomados de los relatos y narraciones de residentes cordilleranos de las comunidades mapuches y madereras en la sección norte de la comuna de Panguipulli se procura ilustrar tendencias cuyo desarrollo pudieran llevar a replantear los términos de un regimen de naturaleza hasta ahora dominado por un capitalismo extractivista que se ha reorientado desde la explotación maderera, durante el siglo veinte, hacia la generación de energía eléctrica y el turismo en el siglo veintiuno. La discusión se inicia con una revisión teórica acerca de las nociones de comunidad moral y práctica que se proponen como un punto de referencia conceptual para el análisis. Tras una breve revisión de la metodología empleada para el estudio, se profundiza, por una parte, en los aprendizajes habidos en el mundo mapuche, tomando como referencia y a modo de ejemplo el relato de un residente antiguo acerca de su relación con una familia de araucarias. Por otra parte, se analizan las transformaciones de las comunidades madereras en la situación actual, profundizando en su readecuamiento moral mediante la narración de algunos antiguos leñadores y, en particular, la de una mujer que, tras retornar a su tierra, recrea el bosque a partir de su relación con las abejas de las que depende.

Se concluye destacando la importancia que los relatos de las experiencias locales tienen para nutrir nuevas formas de vincular la naturaleza y la cultura y del potencial que estas entrañan para una reorganización político-territorial en la planificación regional en la perspectiva de responder al desafío de preservar la naturaleza en un contexto de convivencialidad entre seres humanos y no humanos.

El bosque como comunidad moral

Una comunidad moral corresponde a un grupo de seres que comparten ciertas características y cuyos miembros son o se consideran a sí mismos unidos por la observación de ciertas reglas de conducta en virtud de sus afinidades recíprocas. Estas reglas crean obligaciones y se derivan de lo que los seres que constituyen la comunidad moral tienen en común y de las que son capaces de reconocer en los otros y actuar en consecuencia (Fox, 1986, p. 38). La comunidad moral, en este sentido, se establece a partir de imágenes que orientan la conducta, de modo que solo puede hacerse parte del cálculo moral aquello con lo que, habiendo sido percibido, se establece algún tipo de relación empática. En tal sentido, la percepción no es un proceso moral o políticamente neutro: sus contornos definen los límites de la comunidad moral a la que sirven de referencia.

La semiosis y la moral, como plantea Eduardo Kohn, son impensables por separado pues ambas dependen de lo simbólico. Lo natural y lo cultural no pueden, desde esta perspectiva, separarse: el tránsito humano se da por una síntesis ecopolítica que organiza -mediada por los sentidos- los paisajes de maneras siempre particulares y políticamente intencionadas. Las diversas especies operan sobre la base de señales cuyo reconocimiento les permite entrelazarse. La maduración de los frutos, la floración de las distintas especies o el crecimiento de los árboles son señales que sirven de orientación tanto a las comunidades humanas como a las demás especies. Las formaciones boscosas son complejos sistemas en los que distintos organismos se posicionan recíprocamente en función de esas señales: la presencia, por ejemplo, de organismos amenazantes hace que los árboles exuden compuestos que, al ser detectados tempranamente por sus congéneres, les permitan desarrollar los anticuerpos necesarios para defenderse1. El canto de algunos pájaros sirve para señalar al resto de la comunidad biótica la presencia amenazante de los seres humanos. Así, los procesos de la naturaleza representan formas de comunicación que no son tan distintas de las creadas culturalmente y que no siempre encuentran representación en los cálculos morales de las comunidades humanas involucradas.

El entrelazamiento de seres humanos y árboles está mediado por una relación dialéctica que ha tendido a ser abordada más a partir de la intelección humana que de la agencia de los demás organismos vivos. La noción de que la naturaleza es socialmente construida tendió a distorsionar una relación en la que si bien hay mucha historia humana no la hay menos de la naturaleza. Reconocer los fenómenos naturales como vibrantes, al modo como lo hace Jane Bennett, es asumir a cabalidad que parte del comportamiento humano responde a comunicaciones que manan del medio. Pablo Neruda (1974) escribe: “Me entra por las narices hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del boldo… El ciprés de las Guaitecas intercepta mi paso”. A diferencia de un pensamiento antropocéntrico, el poeta reconoce el trazado que moldea y transforma al ser humano: actúa en el mundo en relación con y propulsado por otros organismos.

El comportamiento de los seres humanos y el de los demás seres vivos es plástico y polimorfo. Los organismos, al igual que las personas son, en palabras de Anthony Giddens (1986), perpetradores de acontecimientos. La noción de práctica cultural permite engarzar las acciones reflexivas con el mundo del que son parte. Los seres humanos deliberan, interpretan, manipulan, acatan o disienten con relación a los mandatos culturales, pero no menor es la disidencia de los seres no humanos cuyas trayectorias interactúan con las de sus contrapartes humanas (Bennett, 2010). Estas interacciones dan lugar a realidades emergentes que suelen escapar de la predictibilidad del acontecer cotidiano (Sahlins, 1985). De aquí que, habiéndose abierto espacio para la comprensión procesual de la existencia social de los seres humanos, es aún preciso incorporar a las otras especies que concurren en la historia y transformaciones de los paisajes.

El materialismo vital asume que las cosas tienen una vida y una historia propia con la que se entrevera la vida humana (Marx, 2005; Miller, 2008). La acción humana es solo viable por este entrevero: sus derroteros dependen de una ecología política en la que la agencia lo es de seres humanos y no humanos a la vez (Bennett, 2010; Braidotti, 2010). Las cosas no solo existen sino que viven entre seres humanos. “Necesitamos”, plantea Bennett (2010, p. xvi, traducción nuestra), “cultivar un poco de antropomorfismo”, con el fin de comprender el comportamiento de la naturaleza y también para comprender los procesos humanos. El mundo se presenta como una virtualidad siempre abierta de relaciones posibles, las que se orquestan de modo contingente y disponible para ser ensambladas de un modo diverso (Latour, 2001). Los paisajes que de ello resultan no son política, ecológica, económica, cultural o psicológicamente neutros y responden a las fuerzas que han logrado hegemonizar las historias en ellos disputadas (Ahmed, 2010; Escobar, 1999).

Es en este contexto en el que la pregunta acerca de la moral requiere alguna revisión. Es posible, pues, preguntarse, como lo hace Bennett (2010, p. 21, traducción nuestra): “¿De qué modo la comprensión de la agencia como una confederación de elementos humanos y no humanos cambia nuestras nociones establecidas de responsabilidad moral y de obligación política?”. ¿Cuál es la responsabilidad que pesa sobre los agentes cuando la vida de otros seres se compromete en sus decisiones? La pregunta puede replantearse, al modo como lo escribe Kohn (2003): ¿cuánta muerte se hace necesaria para lograr el florecimiento de la vida? Esta es la cuestión moral.

Un derrotero posible en la búsqueda de respuestas consiste en interrogar a la naturaleza, la que puede constituirse en modelo, como lo sugiere David Haskell (2012). Sin embargo, hay en este planteamiento una sobresimplificación de lo que se llama naturaleza, una esencialización de un fenómeno cuya variabilidad, fluidez y complejidad son ininteligibles. El propio autor vuelve a problematizar su pregunta planteando a qué naturaleza debiera emularse, a qué aspecto o dimensión de ella. Una exploración complementaria cabría formularse en cuanto a las prácticas culturales en las formas de constituir naturaleza. Nuevamente la interrogante exige precisar a qué cultura o aspecto de ella cabría referirse.

El materialismo vital provee de un marco de referencia para comprender los procesos metabólicos que se dan entre seres humanos y no humanos. Al así hacerlo, la noción misma de agencia queda en entredicho. En efecto, la dualidad agente/acción, tal cual aparece en Ortner (1984), supone una cierta esencia o intención radicada en el sujeto, lo que no es necesariamente extrapolable a las demás cosas del mundo. Bennett (XVI, traducción nuestra) enfatiza la agencia de las fuerzas no humanas con el fin de contrarrestar el efecto narcisista del pensamiento y lenguaje humanos. Lo ‘material’ no se opone a lo ideal, sino que expresa el efecto relacional permanente engendrado por agencias múltiples que no cesan de recrearse bajo formas siempre cambiantes, despojándose el concepto de sus connotaciones de sustancialidad. Dicho en términos de Ingold (2011b), en el hacerse es donde se constituyen los procesos vitales. El problema, subraya Ingold (2011a, p. 97, traducción nuestra), radica en el incómodo esfuerzo de aplicar un sentido de causalidad allí donde este no es pertinente, de aplicarlo allí donde prima el siendo y el creciendo. “La teoría que se requiere, en consecuencia, es la de la vida y no la de la acción, teoría que confiere a la materia su debida participación en el continuo llegar a ser del mundo”.

Independientemente de las dificultades que plantea la búsqueda de orientaciones para encarar las preguntas morales, las prácticas de los organismos vivos -humanos o no- son un referente cuya historicidad los revela como igualmente significativos o aún más que las reflexiones filosóficas que acompañan este tipo de indagaciones. La tarea que sigue importa considerar al bosque y a los seres humanos en sus relaciones prácticas encarnadas en las palabras, en su resiliencia y en su capacidad de generar vida, y con ello constituirles en marco para una futura reflexión. La búsqueda, naturalmente, se concentra en aquellos relatos que mejor dan cuenta de las posibilidades y contradicciones que las poblaciones locales han experimentado al reconocerse implícitamente como parte de paisaje.

Consideraciones metodológicas

Las conversaciones ocurren en la zona cordillerana de la actual región de Los Ríos en Chile y, más específicamente, en la comuna de Panguipulli. Incluyen a diversas personas de las localidades de Coñaripe, Traitraico, El Diuco, Liquiñe, entre otras. Dominada por la presencia de formaciones boscosas, donde prevalecen los renovales con alguna presencia del tipo forestal coihue-raulí-tepa (Nothofagus dombeyi, Nothofagus alpina, Laureliopsis philippiana), en el área de estudio coexisten -no sin dificultad- dos tradiciones: la mapuche, desplazada hacia los cerros y laderas, y la maderera (chilena), hegemónica en los valles y en las proximidades de los lagos Calafquén y Panguipulli.

Para los fines del estudio se desplegaron diversas estrategias que consultan formas colaborativas de indagación con las comunidades locales. Las entrevistas en profundidad permitieron conocer “sus significados, perspectivas y definiciones, modos en los que… ven la realidad o qué clasifican y experimentan su mundo” (Canales, 2006, p. 254). Asimismo, el equipo de investigación se involucró en diversas actividades, en un ambiente familiar logrando profundizar en “el sentido de sus propósitos y verbalizaciones” (Guber, 2012, p. 89). De especial significado para los propósitos de este artículo fue la reunión: “Conversando sobre Árboles y Bosques” (Coñaripe, diciembre de 2014), una instancia abierta donde participaron cuarenta y una personas (de amplio rango de edad y género), interesadas en compartir experiencias, conocimientos y prácticas asociadas a los árboles y el bosque en relación con sus experiencias y contexto local. A ello se suman entrevistas en profundidad a miembros de las comunidades indígenas de Traitraico Alto, Kulán y Tralahuapi, a antiguos trabajadores forestales de Coñaripe, a cultores de la música folclórica chilena en la zona de El Diuco, y a los actuales integrantes del Comité de Agua Potable Rural de la localidad de Coñaripe. Este grupo de interlocutores, sumado a la visita a sus predios, proporciona una imagen de las implicancias morales que se establecen en la relación con el bosque nativo y las comunidades humanas que se hacen parte de él.

Presencias boscosas en la vida humana

Dos araucarias (Araucaria araucana) sobresalen en el camino de acceso a la casa de Luciano Ñancolipi. Emplazada en la parte alta de Traitraico, bordeando los 1100 msnm, dominadora del valle, la casa celeste se encuentra rodeada de dos huertas. A una veintena de metros en altura se encuentra la cima del cerro y hacia abajo, en sus laderas, la presencia boscosa donde se multiplican los coihues. Dos araucarias convocan la atención de los visitantes: no es tierra donde abunden estos árboles cuyo hábitat se ubica en el Parque Nacional de Villarrica, metros más arriba. En el predio de Luciano Ñancolipi son, no obstante, el portal de entrada.

¿Cómo se abren paso las araucarias para reproducirse en esta tierra que les resulta acogedora? La respuesta está en el relato que acerca de su origen proporciona Luciano, nacido y criado en este territorio, cuyos sesenta y cinco años no se alcanzan a reflejar en su apariencia:

Nosotros con mi abuelita antiguamente íbamos a piñonear mucho, porque ese era el primer alimento que tenía la gente mapuche del volcán ... Yo, como niño chico [tenía doce años, eran los comienzos de los setenta], me … gustaban tanto los arbolitos chicos, los pinitos chicos éstos. Entonces, en vez de estos pinitos chicos, yo pensé: “¿Y si llevara unas matitas para tener yo en mi casa yo también?”. “Y, ¿qué no sería lindo?”, le dije a mi abuelita. Y me dijo: “Bueno si usted quiere llevar, llévelo. Pero, en primer lugar, sáquele permiso a los newenes [fuerzas o energías] aquí para que le den fuerza y para que prendan tus pinitos”. Ya, ese lo hice, y de ahí arranqué el primer pinito, con un palito, porque andaba trayendo machete. Lo saqué en la arenita, con cuidado, que no se corten las raíces. El otro lo hice igual, al final los cuatro los hice igual, y agarré cuatro. Ahí le dije yo: “¿Llevaré más?”. “No, lleve cuatro no más”, me dijo, “Melí [cuatro] no más”, me dijo “Meli”.

El niño Luciano es el puente que las araucarias encuentran para colonizar un nuevo territorio. Y lo hacen mediante la cosmovisión mapuche. El número cuatro no parece arbitrario. La abuela establece una restricción que pone coto a la ambición desmedida fijando ese como el límite de araucarias para sacar del bosque. Pero el número cuatro está también asociado al origen del pueblo mapuche representado en las figuras de dos parejas: una adulta y otra joven. La obtención de los cuatro arbolitos no es una labor extractiva, es el desprendimiento de seres vivientes trasladados desde sus comarcas y, por lo mismo, no pueden ser llevados sin antes obtener el permiso de los newenes.

Luciano repite la oración en mapuzungun y la traduce: “Yo te voy a llevar, son cuatro pinitos, te voy a llevar, usted dame el alimento, el alimento para nosotros, vamos a ir juntos ahora y allá lo voy a plantar y algún día usted va a estar verde o yo voy a morir primero, no sé quién, y van a quedar ustedes, entonces allá para que les esté dando alimento”. La oración proclama una alianza que une a árboles y seres humanos quienes en adelante vivirán juntos nutriendo los primeros a las generaciones futuras. Y como si fuera poco, no solo se limita a proveer de alimento a las nuevas generaciones sino que es el punto de partida para que Luciano pueda ver y sentir al árbol que le evoca recuerdos de su niñez, que le permite mantener vivo el recuerdo y relatos de sus antepasados, describir la naturaleza donde ha vivido, elicitando una cosmovisión muy disímil de la inmediatez y demandas propias de la modernidad: recién pasadas las tres décadas la araucaria deja caer sus primeros frutos. Su alimento es el resultado de una larga vida.

Las manos de Luciano recorren la mitad del tronco, midiendo así la edad de estos árboles que ya comienzan a ser pellines, árboles que en los relatos siempre se describen como enormes y que hoy son difíciles de encontrar y cuya perdurabilidad en el territorio es atribuible a las dificultades de acceso para las explotaciones madereras. Más de cuarenta años han pasado desde que los trajera del bosque y ya son pellines, esto es, árboles adultos. La maduración del individuo es la de su pulpa. Es el corazón del árbol lo que en definitiva madura. Antes fueron hualles, individuos juveniles de una vida aún incierta. Establecidos ya, sedimentan la experiencia del tiempo, constituyéndose en soporte de las demás formas de vida que se entremezclan merced de su existencia.

Mediante el relato de Luciano se trasunta el mandato de la araucaria que de él se ha valido para asegurar su propia propagación. Una hilera de individuos a ras de suelo, junto con una de las huertas de la casa, dan cuenta de los piñones que Luciano ha ido sembrando y cuyo destino es el de volver al bosque. Él las comprende por su genealogía, de modo análogo a como la botánica las entendería (Simard, 9), constituyéndose cada grupo.

Y, estas araucarias ¿son macho o hembra?, se le pregunta. Esta es hembra. La que está allá abajo es, ese es macho. Si tiene que tener macho esto. Sin macho no produce, si no está no produce. Arriba hay unos pinos, hay varias hembras, y ¿sabe lo que dan? Dan vano no más, porque el macho está muy lejos, y el macho da coquitos y si, hay unos pinos grandes así, si hay una hembra cerquita y al lado está el macho. ¡Oh, tremendos piñones dan! Así son.

La pareja de araucarias sobrevivientes junto a la casa son las progenitoras de los brotes que, a ras de suelo y protegidos por el cerco de madera de la huerta del hogar esperan crecer para retornar al bosque del que fuera traída su madre. La voluntad humana no busca razones, en este caso, para entrelazarse con la de los árboles.

Luciano ha plantado también coihuecillos (renuevo de coihue), sin esperar nada a cambio, tan solo como cuidador del bosque y sus especies. “Ese compone una familia ese bosquecito, y voy a buscar ahí, y como que voy a buscar ahí y vengo a plantar acá, como que no les gustan nada, porque no son nada de la misma familia”. No es fácil para estos árboles crecer junto a familias ajenas.

Los canelos (Drimys winteri), explica, uno puede decir: ‘este canelo, todos son canelos’ y sabe que tiene una diferencia, traje canelitos de Chihuaico, tiene la hoja un poquito más larga. Ahí prendieron, ahí están prendidos, ahí los junté. Y ahí arriba, más o menos a cuatro kilómetros, ahí fui a buscar una matita. La hoja es siempre diferente porque no son de la misma familia. Y traje de Coñaripe otro, el que traje primero, ese prendió, y esos son mayores, y en los otros, ahí no más están, porque no son familia.

Y así, los demás vecinos reconocen parentesco entre las especies: el huahuan o tepa, por ejemplo, “es como pariente del coihue. Con el laurel (Laurelia sempervirens) son primos hermanos. Crece junto a él, al mañío (Podocarpus spp.) y a la tepa, pero rara vez con el lingue (Persea lingue). Las palmillas (Lophosoria quadripinnata) son ‘como parientes de los helechos’”.

Los árboles se familiarizan con los cerros y van constituyendo espacios de vida en común. De aquí el sentimiento de dolor que se marca en el rostro de Gaudencio frente a un coihue huacho que su vecino dejara tras la tala del resto, en el sector de Kulan, camino hacia Liquiñe. “Hay árboles que son afuerinos como el maitén (Maytenus boaria), que aunque lo hay, no es de aquí”. Sin embargo, se le reconoce como chileno, a diferencia de las especies exóticas (eucaliptos [Eucalyptus], en particular), que no se las quiere en el territorio.

Las casas en los sectores mapuches de Coñaripe y Liquiñe se emplazan entre árboles y huertas de las que se hacen parte. Si antiguamente las gallinas dormían en las ratoneras de las rukas, hoy lo hacen en ramas de árboles y sobre las piezas que sirven de bodega. Así como los árboles se familiarizan con los cerros, las viviendas se familiarizan con los árboles y van constituyendo enclaves vivientes en un medio donde por muchas décadas se destruyó el bosque. Hay una continuidad entre el poblamiento humano y la propagación de las demás especies. El modelo de familia arbórea lo es también el de la familia humana como lo son la maduración de hombres y mujeres y la de los árboles convertidos en pellines. Para unos y otros estos son los hitos cuyo anclaje permite solventar los viajes de las semillas y las nuevas generaciones en un sentido u otro. Acomodados entre sí por diversos grados de fraternidad y sororidad, las comunidades arbóreas y humanas constituyen referentes para el mutuo acomodo de lo que en las trayectorias occidentales se mantiene separado.

Desventuras madereras

La contraparte de la vida de los bosques es la vida de las maderas. Coñaripe y los otros pueblos madereros son recordados por sus habitantes por la pila de aserrín que se asentaba en su centro. “Todo eso era el aserrín que estaba botado aquí en Coñaripe. Cuando tenga la oportunidad de ir a Neltume, vaya. Y ojalá que haiga viento, y se va a la cancha, una cancha de fútbol que hay, por el lado izquierdo mirando hacia la cordillera y ahí va a ver que todavía hay aserrín”, sugiere Omar, un viejo trabajador de la madera.

“El año treinta”, recuerda el actual presidente del Comité de Agua Potable Rural de Coñaripe, David, “llegó la empresa de ferrocarril del Estado. Llegó con algo de diez aserraderos a trozar los troncos de pellín [roble o coyán, Nothofagus obliqua] y de madera noble como el coihue para los durmientes de las líneas ferroviarias. Entonces ahí construyeron alrededor de cuarenta y cinco casas. Pintaron de negro con alquitrán los techos de las casas”2.

La memoria local es una de conquista y sometimiento del bosque, donde incluso los árboles fueron vendidos por cuadras y donde enviaban a cortar y cortar árboles que nunca alcanzaron a sacar de su lecho de muerte. Los madereros, obreros formados al alero de los aserraderos y en las rutas de penetración al monte, marcando la huella de los caminos que hoy transitan autos con turistas en su interior, cultivaron los valores de una cultura masculina en que la demostración de fuerza y resistencia se constituían en sus ejes principales. Así se refleja en el diálogo de dos hermanos, Carlos y Jacqueline:

Carlos: Antes… nosotros ya nos poníamos hombrecitos y teníamos que ir a trabajar al monte, a hacer leña, a hacer trozos, todas esas cosas. Jacqueline: Hacían los durmientes, donde hacían las líneas del tren, todo eso se hacía acá. Carlos: Porque mi papá tenía un aserradero con locomóvil, era grande. Yo tenía 12 años, era un cabrito no más, Y me enseñó a trabajar como maestro palanquero. Maestro palanquero es el que trabaja con las sierras, grandes, todas. Yo me hice maestro y famoso ¡ah! Era uno de los tosquitos para trabajar en el aserradero, trabajaba con catorce viejos en el aserradero y salían así en la tarde [cansados, hombros abajo]. Jacqueline: Antes sí, a los 10 años ya eran unos madereros viejos, mi papi siempre se acuerda: “Yo tenía 9, 10 años y trabajaba con dos yuntas de bueyes y sacaba madera del cerro”. Y mi viejo ahora tiene casi 76 años o más va a tener.

Remontar el camino que une el pueblo de Coñaripe con el Parque Nacional de Villarrica con un extrabajador maderero es adentrarse en una arqueología que comienza a ser reclamada por el bosque. Omar maneja su vieja camioneta LUV a gran velocidad, mientras indica el camino que cientos de veces tuvo que recorrer como niño y joven. A bordo le acompañan unos etnógrafos que intentan, a gritos y nerviosos, mantener la conversación

Omar: Trelehueno, kilómetro cuatro. [Treinta kilómetros se cuentan hacia arriba, hasta el Parque Nacional]. Aquí está la escuela básica… Aquí todas estas bajadas, cuando [salía] en bicicleta las subía con todas los [útiles escolares] en la mano ... Estos cerros se quemaron todos una vez, esto, todo esto se quemó. Este puente aquí es un puente de madera del mismo río que llega a Coñaripe, ese es el que pasa por la captación, este es, donde está la captación de agua. Ese mismo es, Tralco es. Aquí tiene la colmena David, el presidente del Comité de Agua. Este sector se llama La Chépica, acá. Aquí las aguas corren al revés. ¿No ve que aquí vamos, venimos subiendo y tenemos que seguir subiendo para allá, pero las aguas de aquí corren para allá? Cualquiera que fuera para Argentina pensaría que ya estamos en Argentina ya, y toda esa agüita que baja aquí, la mayoría del caudal se van para allá. Ahí caen al [río] Llancahue, hay un saltillo ahí. Aquí se hacía una tremenda laguna en esos años, ahí pasa el agua para allá, allá abajo hay un saltillo y ahí agarra un caudal y sale al Llancahue.

El relato de don Omar es raudo como la conducción misma que lleva atemorizados a sus pasajeros. Se trata de una historia, una arqueología, que, al igual que las aguas recién descritas, se va escribiendo a contracorriente. Hacia arriba, en este caso, es volver a la naturaleza que en el bajo fuera devastada.

Aquí se llama “Los Coihues” ... Una tupición de coihues y hualles [árboles jóvenes], son como un kilómetro y medio más o menos, pero lo han explotado ya … Claro, lo han explotado un poco. Aquí compró un gringo que parceló todo esto. Botó los callejones, no hay ningún callejón. Ahí hay un callejón para adentro, ¿no ve? Y acá hay otro, y así.

Los callejones de los que habla don Omar son los senderos por los que sacaban el material (la madera) desde los cerros. También eran las rutas y senderos de leñadores y yuntas de bueyes que bosquejaban el perpetuo avance de un capitalismo extractivo, perpetuo aunque rítmico, pues las temporadas invernales detenían la marcha de las sierras. Paradojalmente, son senderos que se oscurecen y desaparecen bajo la égida de un nuevo capitalismo, de nuevos sistemas de propiedad, que han convertido la naturaleza en mercancía para el goce. Los nuevos estilos de vida comienzan a agruparse en las laderas de los cerros permitiendo a la vegetación nativa reverdecer.

Esto fue todo corrida volcánica, no sé cuántos años atrás, miles de años, porque al lado había una lava negra que, la misma que hay en Chaitén [se refiere a la explosión del volcán de ese nombre ocurrida en el sur austral del país el 2011]. Esto está todo aparcelado, pura gente de afuera, compró parcela de media hectárea acá. El gringo lo aparceló y lo vendió.

En el nuevo contexto, lo que fuera asentamiento y población se transforma en recurso turístico. Participando de la complicidad con que las corridas volcánicas participan de la vida contemporánea, las aguas temperadas por la materia ígnea se convierte en atractivo para paseantes,

Aquí ya estamos cerca de las termas Vergara. Se llama Catricheo este sector. Aquí, todo esto, hasta aquí teníamos una puebla nosotros, después de que murió el papá cuando iba a tener documentación, nunca [nos dieron el terreno].

La relación con la naturaleza, donde los residentes del siglo veintiuno, convocados algunos más por el ocio y el placer que confiere el contacto con la naturaleza y otros por los servicios que es menester proporcionar a los primeros, en nada se asemeja a la vivida por los colonos madereros para quienes la violencia parece no solo haber sido una norma sino que, como se advierte más adelante, en una fuente de mitologías atemorizantes.

Aquí está la bajada, la subida de Catricheo, muy famosa esta. ¡Ohhh! ¡Qué llorábamos en esta subida! Ahí se nos salía un ojo de agua, ahí quedamos patinando. Vuelta para atrás, hambreaos, con ganas de llegar al pueblo y sin poder subir, buscando bueyes. Esta vuelta se llama la vuelta del Descabezado, aquí. Salió un hombre totalmente desnudo, sin cabeza, fumándose un cigarro y con las manos en los bolsillos.

Antes de llegar al parque, la camioneta se detiene donde se encuentra abandonado el último aserradero. Se amontonan los macizos trozos que no satisficieron la voracidad empresarial y que fueron dejados a la vera del camino. Es el último estrato altitudinal hasta el que llegó la industria extractiva. Cientos de metros cúbicos de madera gris se conservan allí y, en el centro, una construcción ligera de madera cubierta con algunos espinos que sirve de alojamiento a lagartijas. Omar no alcanza a entender tanto desperdicio, pone en marcha la camioneta y busca sosiego entre las araucarias que, a un par de kilómetros y a unos metros de mayor altitud, se protegen de la acción humana merced a la declaratoria de Parque Nacional en 1940.

Y aunque no tan amenazadas por la motosierra, las araucarias siguen siendo objeto de asedio: sus frutos convocan no solo a las comunidades mapuches circundantes pero a una creciente población chilena que llega en camioneta a cosechar frutos que tal vez no hayan sido concebidos para ella.

Este es el cerro Los Venados, ahí se recolectan piñones, ahí hay una araucaria, ¿no ve? Estos son un par de pinos que hay aquí a la entrada, pero ¡cargadores! Mire ahí tiene otro, ese. Donde vamos, nos vamos a, ahí está, hay otro no ve, vamos a ir arriba después, de arriba para acá nos vamos a venir. Este es el mismo estero Auspicio. Este ahora en la tarde empieza a salir oscuro, empieza a botar ceniza. Mire, puras araucarias. Mire para el otro lado. Mire, ahí están las cabezas de piñón, al otro año vamos a tener piñón, mire.

La distinción entre pueblo y monte se establece como la frontera chilena. El pueblo materializa los ideales de un Estado victorioso que ha hecho suyos los territorios indígenas. La precaria institucionalidad occidental se instala en el valle dispuesta no solo para atraer a los mapuches sino para forzarles a abandonar sus antiguas costumbres. Son dos escuelas, una misión eclesial, dos almacenes (“uno se llamaba Ringler y el otro Santa Ana”), y un lanchón, el Anchimallén, que trasladaba los durmientes. Curiosamente la embarcación fue bautizada con el nombre de un ser cuya presencia resulta maligna para la población mapuche. Para quienes han sido testigos de la historia del pueblo y que la han contemplado desde el campo prevaleció por muchos años la incómoda sensación de estar frente a un grupo de invasores, según nos confidencia Pedro, que, siendo chileno, nunca se integró al pueblo. Sin embargo, en la medida en que él ha interactuado más con ellos, cree advertir lo dañada que la conciencia de esta población se encuentra.

Reconversiones de un nuevo tipo

Entre algunos de los antiguos madereros hay sentimientos de culpa, de una culpa que comienza un lento proceso de reparación y cuyos primeros frutos ya se advierten en las transformaciones del territorio. “Yo desciendo de un papá que él siempre trabajó en la madera”, señala Temístocles, un vecino de Coñaripe, hoy dedicado al negocio de los áridos. “Él tenía aserradero. Entonces somos responsables de casi todo el bosque que está en el suelo. Porque yo desciendo de esa generación. Mi papá a nosotros nos crió aserrando madera, en ese trabajo”. “[Ahora me digo] soy culpable de todo este bosque que está en el suelo, pero era lo que se podía hacer antes”.

Los albores del siglo veintiuno cambian la disposición de las personas hacia la naturaleza. Sea por el efecto de la devastación de los recursos madereros sea por la reorientación inducida por la economía global, los sistemas valóricos e ideológicos comienzan a redefinir las disposiciones perceptuales. En el caso de Coñaripe y Liquiñe, el auge del turismo y del uso recreativo y, no pocas veces, extractivo de termas, ríos y playas, sumados a las visiones ambientalistas, comienzan a dislocar los fundamentos de la tradición maderera. Se produce una inflexión que incide directamente en la percepción y posicionamiento de las hijas e hijos de una industria que cae en estima frente a la opinión pública. Esta inflexión tiene connotaciones morales y, en una forma renovada, comienza a hablar el bosque mediante nuevos agentes del pueblo.

El relato de Claudia, una de las residentes de Coñaripe en el Seminario: “Conversando con Árboles” da cuenta de la obstinación del bosque por recuperar el terreno perdido. Dice: “Nosotros tenemos un hualle en la casa y le cortamos hace tiempo, lo cortamos el año 76. Hoy esas raíces están por todos lados como si tú levantaras [el suelo]. Y. ¿sabe que ahora dio todo el brote? Así es que ahora lo voy a dejar”. “Si porque quiere vivir”, se le sugiere. “Porque es planta nativa pues”. Y uno de los asistentes agrega: “Si pues, si no quiere morir hay que dejarla que viva”.

Respecto de los árboles exóticos se ha asumido una distancia que no solo es funcional sino que estética, como lo atestigua el diálogo registrado en uno de los grupos de discusión del seminario respecto de la presencia del eucalipto:

-A mí me gustaría que este arbolito saliera de nuestro, de donde estamos nosotros.

-¿Aunque sirve para todas estas cuestiones [usos médicos]?

- Claro, aunque sirva, porque yo lo veo de feo aspecto.

-Y está secando el agua.

-Claro, porque si yo tengo un bosquecito bonito, estos se me pasan por encima del bosque porque crecen demasiado rápido.

-Y ahogan los árboles nativos.

-Y se ven feos.

-Y, otra, a mí me da como depresión.

-Aumenta la depresión al verlos.

-Claro, los veo feo.

Aunque, comentan que “la culpa no es del árbol, la culpa es de las grandes empresas”.

Dos han sido los principales modos por los que el bosque ha logrado, al modo de las araucarias de Luciano, reingresar a los territorios que le fueran arrebatados: la protección de las aguas y la producción de miel. El Comité de Agua (creado en 1978) adquirió a mediados del 2000 el predio indígena de cuyo arroyo Tralco -tributario del río Llancahue, nacido del volcán Mocho Quetrupillán- se surtía a la comunidad y que hoy abastece a todos los residentes de Coñaripe: mil doscientos arranques en total. “La única solución para el agua potable es comprar el terreno, hacer un parque, plantar, recuperar la naturaleza para recuperar el agua”, fue el argumento que usaron los gestores de la idea y se dieron el 2005 a la tarea de plantar veinte mil coihues y otras especies nativas que incrementan el caudal del que la comunidad depende. Ambas actividades, la provisión de agua potable y la producción de miel, están marcadas por el utilitarismo que caracteriza a toda empresa occidental, no obstando que, a través suyo, algunas de las especies arbóreas aspiren a un cierto renacimiento: el coihue y el ulmo (Eucryphia cordifolia) son las que, en este caso, se benefician.

La constricción utilitarista, no obstante, lleva a una inesperada resurgencia del bosque en el contexto cordillerano. Ana, cuya miel es conocida por visitantes y vecinos de la parte alta de Coñaripe, encarna una naciente historia de entrelazamiento entre las personas, la naturaleza y otros seres del mundo en un contexto de una economía neoliberal. Después de haber migrado tempranamente a la ciudad de Santiago y volver 35 años después a su tierra, comienza a rehacer su mundo. “Empecé [con la miel] más que nada por necesidad”, dice esta mujer nieta de colonos suizos y frances. En la ciudad había trabajado en casas particulares como asesora del hogar; “después hice cursos de enfermería, de peluquería, saqué carné de manejar, siempre estuve haciendo algo”. En Coñaripe tenía poco espacio, “¿Qué más puedo tener?”, se preguntó a sí misma. “Vacas no podía porque tenía media hectárea y... así que empecé como con un cajoncito [de abejas], después otro cajoncito, hasta que llegué a tener 70 cajones”.

Las abejas encontraron en la media hectárea de Ana abundante alimento. Tenemos el tineo [o palo santo, Wienmannia trichosperma], tenemos el arrayán [Luma apiculata], tenemos el matico [o palguín, Buddleja globosa], tenemos un montón de la florcita nativa de acá. El matico les encanta a las abejas. Es un coquito naranjo que dan. Sí, el matico está lleno de abejas. Yo tengo varios. Yo he trasplantado y he hecho varios, porque me encanta la flor del matico, es bonita, aparte que tiene que ser muy sana la flor del matico. Tengo pichapicha [o patagua de Valdivia, Myrceugenia planipes], tengo muchas, muchas nativas. Y ahora está floreciendo el ulmo, ¿se dieron cuenta? Está precioso, señala a sus interlocutores.

Subyace a la narración una historia de reacomodos a los que concurren Ana, sus abejas y los árboles, y en ese proceso el bosque se rehace de modos inesperados. “He plantado ulmo, mucho. Avellano [Gevuina avellana], porque la miel de avellana es súper rica. He plantado la flor del chilco [Fuchsia magellanica]. Mucho chilco porque aparte que me gusta el árbol, es muy bonito, igual le gusta a las abejas. Todo lo que significa que yo pueda trasplantar o plantar, lo planto”. La convergencia virtuosa de los gustos de Ana y de los de sus abejas invita a pensar acerca de las dimensiones que no siempre se consideran en el estudio de la regeneración de los bosques. Doña Ana planta pensando no solo en las abejas sino que también

para que no se pierda, porque veo que por ejemplo el matico no hay como antes, cuando yo era chica había, todas partes había matico, ahora ya no hay y... y se da muy fácil. Yo he plantado varios arbolitos y están lindos, están preciosos. Así que... también planté una mata que voy a tener que sacar, pero me gusta porque florece temprano de... ¿cómo se llama esta cosa tan bonita que es pa todos lados hay, que florece como en... que está siempre en las aguas? Que son unos árboles grandes que dan una flor amarilla, pero mucha flor amarilla. …El aromo (Acacia farnesiana), que igual me gusta mucho. Planté uno y ya me creció demasiado. Pero no es de la zona, pero igual es bonito, igual me gusta mucho. A las abejas les gusta. Lo que pasa es que es muy buen polen. El arrayán, que es mucho. Yo tengo un arrayán aquí afuera de mi puerta y florece dos veces y cuando está florecido, usted sale pa afuera y parece que hubiera un panal ahí. ¡Un montón de abejas! Muchas.

Doña Ana coloca sus colmenas entremedio del bosque. “Las abejas nunca van a comer al ladito de las colmenas, siempre como retiradas. Diez metros, quince metros y si no, más lejos. Pero yo he visto, por ejemplo al lado de los ulmos, que están la abejitas comiendo”

Otros árboles se asocian a la tarea para fines diversos. Doña Ana usa la tepa para proteger a las abejas de la peste, en este caso, de la varroa, un ácaro parásito de la abeja tanto en su estado larval como adulto. “Yo la uso en el ahumador la tepa porque es muy fuerte entonces con el humo, es bueno para la varroa. Pero la tepa no da flores; o sea da, pero la flor así como que no he visto una abeja en la flor de la tepa, la verdad”.

Las abejas ayudan al bosque y a los árboles a florecer, según doña Ana. “Uno nota lo bonito, por ejemplo, yo en el verano, cuando empiezan a florecer los cerezos, las manzanas, todo. Este año fue una cosa maravillosa, yo creo que es obra de las abejas”. No es de extrañarse que entre la mujer y sus abejas se establezca una relación amorosa. “Yo amo a las abejas, a mí me encantan, voy a mirar todos los días a la piquera, voy a ver cómo traen el polen”, dice. Y la relación se revela en actos que adquieren connotaciones mágicas. Cuenta la interlocutora que:

Ayer pasó un turista y me preguntaba si la miel que yo producía era de acá. Sí, le dije yo, mire ahí tengo mis abejas, vamos a verlas. Y había una abeja, ¿qué digo yo? Fue obra de Dios, se paró aquí en mi mano y estaba toda amarilla, amarilla así como que andaba trayendo toda... estaba toda envuelta con... una cosa amarillita como polen. Y se paró y yo decía: Miren. La señora no lo podía creer, las abejas cuando se paran, es para picar. Pero ella se paró en mi mano y yo se la mostraba a la señora y la señora decía: ‘¡Oh, qué maravilla!’ ‘Mire’, le decía yo, ‘mire cómo está de polen’.

El trabajo cotidiano de doña Ana es parte de una nueva e inesperada regeneración del paisaje boscoso. Los gustos de las abejas, los suyos propios, las característiscas y propiedades de los árboles, sin descontar las preferencias de los turistas, y el conocimiento que en lo cotidiano se va generando, dan como resultado enmarañamientos por los que se hacen solidarios seres de naturaleza diversa: personas, árboles e insectos.

Hacia una moral boscosa

El retrotraer a los árboles a una conversación acerca de la moral y el intentar identificar las prácticas vinculantes desplegadas por los seres humanos en relación con ellos permite avanzar en respuestas que, sin caer en visiones esencialistas, enfatizan componentes relacionales y procesuales de una moral inclusiva. Las experiencias de los habitantes de las localidades de la sección norte de la comuna de Panguipulli sugieren la emergencia, aún incipiente, de una nueva moral que no solo incluye a los árboles como parte de las obligaciones de los seres humanos sino que, además, reconoce algún grado de agencia en los demás seres de la naturaleza. La emergencia de esta nueva moral tiene raíces tanto utilitarias como no utilitarias. Para los descendientes del poblamiento chileno, las responsabilidades establecidas con la naturaleza se fundan en los beneficios que de ella se puedan obtener: agua, ingresos monetarios. Para la tradición más antigua, la mapuche, no se puede hablar de este tipo de emergencia, puesto que la moral es fruto de una larga convivencia con el bosque donde la sociabilidad con los árboles y demás especies formaba parte de la condición misma de la vida. Sin embargo, la relación con la naturaleza de las nuevas generaciones no siempre se condice con los mandatos ancestrales. De modo análogo, los nuevos colonos comienzan a generar prácticas que contradicen a las de sus predecesores. El reposicionamiento humano en el paisaje aparece aún como una posibilidad y, en este sentido, la formación de una moral boscosa es más desafío que realidad.

La experiencia local sumada a la de otros pueblos documentados por la etnografía invita a avanzar en una senda en que se privilegie -más que nociones genéricas como paz, armonía o felicidad- el sentido de conexión e interrelación entre comunidades y con la naturaleza; en una conciencia y apertura a un mundo que trascienda el dominio corporal y la vida cotidiana, y en la compasión y empatía hacia los demás seres. Son justamente algunos de estos atributos los que mejor caracterizan los acomodos entre las comunidades mapuches cordilleranas y las formaciones boscosas de las que son parte, proveyendo por lo mismo de modelos de vinculación con la naturaleza que merecen consideración en formas alternativas de planificación regional. También comienzan a advertirse indicios de esta nueva actitud en la población chilena cuya vida depende del territorio.

Las nuevas formas de integrar seres humanos, árboles y demás especies suponen un nuevo contrato entre organismos y personas, contrato que se puede dar en un marco prospectivo de convivencialidad y de buen vivir (Illich, 1973; Rozzi, Anderson, et al., 2010; Farah y Vasapollo, 2011). Para ello, sin embargo, es menester reconocer el carácter plural y diverso de la vida, donde los seres humanos no son sino uno de los muchos protagonistas que, por medio de sus prácticas creativas e innovadoras, moldean los ámbitos de los que son parte constitutiva. Visto así, el tiempo presente es fruto de una multiplicidad de seres que procuran realizarse mediante relaciones multidimensionales y que por las formas asimétricas, excluyentes y pauperizantes que asume merece ser transformado. Las posibilidades de cambio radican, según se desprende de la experiencia de algunos habitantes mapuches cordilleranos, del reconocimiento de que los poderes de la naturaleza radican tanto en los seres humanos como en los no humanos y que sus direcciones más inclusivas se logran cuando se integran e interactúan las diversas maneras de saber y de actuar. La naturaleza, se asume, es plena de valores intrínsecos que pueden ser descubiertos tanto como pueden ser creados con el fin de habitar el mundo a partir del acomodo mutuo de los seres.

Esta comprensión invita a identificar prácticas culturales que, por sus vínculos simbióticos con especies vegetales o animales del bosque, son críticas para la continuidad de la convivencia entre los seres humanos y el bosque nativo, discerniéndolas de aquellas de carácter predatorio. Del mismo modo, estas concepciones permiten visualizar formas de gestión y manejo fundadas en el ensamblaje de elementos, las que procuran generar alineamientos entre los objetivos perseguidos y la multiplicidad de agentes que concurren en la intervención en la conservación (Murray Li, 2007).

Al desplazar el foco de la indagación antropológica hacia los árboles y demás especies que constituyen el bosque, dejando en el trasfondo de la mirada a los seres humanos, se logra evidenciar con mayor nitidez el carácter de mutua infiltración de los diversos componentes del paisaje y las prácticas culturales que a ellos se asocian, aun en un contexto adverso a las formaciones boscosas. Los remanentes de bosques son testigos especulares de procesos históricos de largo alcance y su presencia puede ser interpretada no solo como pérdida sino que, también, de un modo prospectivo en términos del valor que ellos encarnan en cuanto patrimonios amenazados y de modelos de interrelación entre los organismos y las personas.

El fenómeno social es parte de un engranaje del que participan otras especies, y, dependiendo de las relaciones que entre ellas se establecen, dan lugar a situaciones históricas que pueden ser más o menos lesivas a la condición humana como parte del mundo (Bennett, 2010; Ingold, 2011a). La lección de las araucarias aquí revisada proporciona una fórmula que asegura, por una parte, la persistencia de la vegetación y, por la otra, el buen vivir. Otro tanto ocurre con la regeneración del bosque a partir de la crianza de abejas.

Perspectivas

El estudio de los relatos acerca de la relación entre los seres humanos y los bosques ha estado marcado por el sesgo antropocéntrico que ha privilegiado el significado utilitario que las formaciones boscosas tienen para los seres humanos. Estos sesgos han sobredimensionado las prácticas culturales por sobre las actividades desarrolladas por otros seres no humanos. Estos derroteros arriesgan omitir el papel del bosque en la existencia social humana. La experiencia de algunos residentes mapuches de la cordillera del sur de Chile, tributarios de tradiciones de largo aliento, abre una posibilidad de revisar la orientación prevalente e indagar acerca de la conjunción de la cultura, el bosque y demás especies y sus impactos recíprocos, preguntándose acerca de cómo se transforma el bosque en cultura y la cultura en bosque. Esta experiencia invita a estudiar más en detalle los diversos acomodos entre humanos y no humanos, reconociendo, como lo hace la literatura contemporánea, el protagonismo que unos y otros tienen en los procesos que los co-constituyen (Ingold, 2011b).

La pregunta actual concierne a las formas de integrar a los seres humanos y demás especies, de modo que su convivencia asegure su mutua continuidad. Una comprensión antropológica del entramado vital que se establece entre las comunidades humanas y las diversas especies del bosque nativo provee un marco socialmente pertinente y culturalmente relevante para la comprensión de estos procesos y, eventualmente, para sugerir la formulación de políticas orientadas a la preservación del bosque nativo y de las comunidades que han contribuido a su protección.

Se revierte en esta mirada la prioridad que Occidente establece de la forma respecto del proceso de la vida, que no es la revelación de algo preexistente sino que es el proceso mismo por el que se genera y se mantiene la forma (Ingold, 1993). Las formaciones boscosas invitan a reposicionar los conceptos básicos acerca del bienestar humano y la conservación de la naturaleza (Berlund y Anderson, 2003; Rozzi, Armesto, et al., 2012). Frente sea a la visión modernizante que termina por desarraigar los elementos de su ambiente para convertirlos en recursos para la economía, sea por desarraigar a los seres humanos para la protección de la naturaleza, se acentúa la necesidad de entender y articular otras formas la relación entre los seres humanos y la naturaleza. Ello importa recuperar la reflexión de Aldo Leopold que, en 1949, invitaba a inaugurar una ética de la tierra donde el ser humano troca su papel de conquistador al de simple ciudadano de la tierra y donde la tierra pase a ser un organismo colectivo y no un esclavo de la voluntad humana (Norton, 1988).

Las voces del bosque reclaman un camino diferente al conocido, uno donde los seres humanos se afilian a trayectorias de las que son tributarios. Un bosque constitutivo de una comunidad moral que no es exclusiva ni excluyente; que está abierta, que es cambiante y donde fluye de la corresponsabilidad de múltiples agentes. Es lo que nos sugieren las conversaciones cordilleranas del bosque lluvioso templado en el sur de Chile.

NOTA

Este artículo se nutre de los resultados del Proyecto Fondecyt F-1140598: “Antropología del bosque”. Se agradece a las personas aquí citadas, quienes consintieron en conversar con nosotros y dejar registro grabado de sus testimonios, particularmente a Anaisa Catricheo, Claudia Vergara, Luciano Ñancolipe, Omar Vergara y Temístocles Vergara. También quisiéramos honrar la memoria de don Gaudencio Catrilef, quien falleciera a los pocos meses de nuestra entrevista.

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1Para una visión general, ver Simard (2015, p. 9).

2Una interesante descripción del pueblo de Coñaripe puede encontrarse en la novela Pueblo de Techos Negros, del escritor Jorge Inostroza, publicado en 1970 en Barcelona por la editorial Anaya.

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