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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.145 Bogotá Jan./Apr. 2011

 

RESEÑA

Acosta, María del Rosario (comp.).
Reconocimiento y diferencia. Idealismo alemán y hermenéutica:
un retorno a las fuentes del debate contemporáneo.
Bogotá: Siglo del Hombre Editores /
Universidad de los Andes, 2010. 432 pp.


Con una frecuencia menor que la deseada, las comunidades académicas en ciencias sociales y humanas reciben buenos resultados del trabajo con autores clásicos. Esto se explica por varias razones. En primer lugar, y sobre todo, por la avidez con la que una comunidad se pregunta por las razones de sus logros o por las razones de sus miserias. Los autores clásicos se constituyen, de este modo, en los interlocutores privilegiados del diálogo sobre problemas que inquietan a las ciencias sociales y humanas hoy. Sin embargo, esto último explica sólo las razones de la avidez, más que el buen recibo de algunos textos que vuelven sistemáticamente a lo que han dicho autores clásicos. Hay, como se sabe, malas conversaciones. Hay aquellas que son malas, no por poner en palabras de un autor algo que él no dice, sino más bien por poner en palabras de un autor lo que él no diría jamás; hay también, como se sabe, buenas conversaciones. Esta es otra de las razones que explican el buen recibo de algunos de los textos que vuelven a autores clásicos.

Reconocimiento y diferencia contiene muchas de esas buenas conversaciones. Aun cuando la mayoría de quienes en él escriben buscaron que los autores con los que trabajaron dijeran, quizás, lo que ellos parecen no haber dicho, sí que consiguieron hacerlos hablar con sentido, tal como lo habrían hecho de haber continuado la conversación. Para poder hacer esto, la mayoría de quienes participan en este libro enfrentaron el reto de seguir hablando con los autores que trabajaron, asumiendo con rigor el hecho de que el buen sentido de los conceptos está sujeto al trato cuidadoso que se tiene con ellos. Y ese cuidado requiere, en filosofía, estar atento a las primeras veces que los conceptos fueron usados.

A mi modo de ver, la metáfora "plomería filosófica", de Mary Midgley, expresa bien la disposición que tiene alguien para recuperar el sentido, extraviado en ocasiones, de un término. Quienes hacen filosofía suelen estar motivados, entre otras razones, por la sensación de desamparo que causa el hecho de que el sentido de un término que se considera importante se ha perdido; porque (como dice María del Rosario Acosta en la introducción al libro) se ha banalizado. Andar por las rutas dispuestas por la historia de la filosofía para tejer de nuevo el sentido de un término es comparable al modo como los plomeros tienen que ver con la estructura de una red oculta que conduce el agua hasta los conductos por los que la vemos salir; lo hacen normalmente para encontrar el lugar de donde viene, o para encontrar el lugar donde se produjo el daño. Tanto como el plomero, el filósofo está ocupado en no perder de vista la forma intrincada, pero desentrañable, como a veces se teje el sentido de un conjunto de palabras.

El desdén por su sentido y los sesgos con los que se suele usar un término como el reconocimiento, por ejemplo, pueden convertirlo, muy a pesar del trabajo filosófico, nada más que en un lugar común abaratado y tedioso. Solemos estar poco atentos al modo como esto ocurre; es más, solemos estar poco atentos al hecho de que ocurra, del mismo modo como, andando sobre la superficie de una tubería, solemos estar poco atentos al modo como corre el agua por las paredes de nuestra casa, hasta que, como se dice, "hace agua". Abusando de la metáfora de Midgley, creo poder decir que el término reconocimiento "hizo agua". En el uso cotidiano que hacemos de él, si se quiere, se ven goteras por todas partes. Con más frecuencia de la deseada escuchamos invocaciones al "reconocimiento a la diferencia". Hacemos esto sin atender al hecho de que hay diferencias de las buenas y hay diferencias de las malas; hay diferencias que ofenden, y hay otras sin las que no podríamos vivir decentemente. El otro extremo de esto es el reclamo que exige garantizar el reconocimiento a todos de los mismos derechos, sin antes respondernos a la pregunta acerca de qué tipo de necesidades satisface la garantía uniforme y plana de estos derechos. Esto tiene una consecuencia, grave, a mi modo de ver: si permitimos que las palabras sean trilladas una y otra vez, si permitimos que se haga un uso fatigante de ellas, estaremos hipotecando su sentido al desdén por la realidad y a los sesgos ideológicos. Me parece que los términos reconocimiento y diferencia son, en muchos de los artículos que los contienen, la expresión de este modo de estar atento a que la palabra reconocimiento no se sume a tantos otros que ya conforman la red descompuesta y oxidada de conceptos con contenido moral.

Me limito, en lo que sigue, a trazar los rasgos generales de este trabajo. No voy a reseñar cada uno de los artículos; son quince, y si lo hago sólo estaría repitiendo sin mucho sentido lo que el lector puede encontrar en ellos. Sobre la marcha formularé objeciones a la forma como se hace el trabajo de plomería filosófica en algunos de los artículos; quizás porque el "plomero", por lo que creo haber entendido, perdió de vista alguna fisura, o porque la tarea que se impuso no fue la de un plomero, sino la de un pintor.

Cuatro de los artículos de este libro (el de Jimena Hurtado sobre Rousseau, el de Carlos Rendón sobre Fichte, el de Carlos Ramírez sobre Fichte y Schelling, y el de Sergio Muñoz sobre Kierkegaard) son las expresiones más claras de una forma de seguir el diálogo con los autores sobre los que hablan; esto es, de llevarlos, desde lo que dejaron en sus libros, y a través de una suerte de diálogo imaginado con ellos, a decir lo que ellos no dijeron pero que bien podrían haber dicho. Esto que ni Rousseau, ni Fichte, ni Schelling, ni Kierkegaard parecen haber dicho explícitamente, desentraña el sentido del concepto de reconocimiento en uno de sus aspectos más difíciles de entender: su aspecto normativo, es decir, su modo de servir como una idea regulativa en sociedades complejas y plurales de facto. La activación racional de la piedad en Rousseau, el derecho en Fichte, una suerte de misticismo metafísico en Schelling y el autoconocimiento en Kierkegaard constituirían, según se dice en estos cuatro textos, las condiciones de posibilidad de que algo que aún no es pueda, en efecto, llegar a serlo. Sin embargo, en el tratamiento que se hace de estos cuatro autores y en el diálogo que se establece con ellos en el libro no pude ver con claridad cuál es la relación entre la forma como necesitamos los seres humanos ser reconocidos y la forma como debe ser promovido el reconocimiento, desde el punto de vista de esos cuatro autores. Si bien se afirma en los artículos que los seres humanos nos debemos reconocimiento, que este ha de ser recíproco y que su falta nos hace daño; si bien se afirma, incluso, en forma de diagnóstico (Rousseau y Kierkegaard) que hay épocas en la historia en las que la falta de reconocimiento se deja ver por todas partes, no se establece, sin embargo, una relación directa entre el reconocimiento como un principio moral y el conjunto de necesidades que quedarían satisfechas con su ejercicio. No se deja ver, por lo tanto, como sí lo hacen muy bien Hegel y sus intérpretes, de qué maneras concretas la falta de reconocimiento afecta nuestro modo de ser vulnerables.

Esto último, que, me parece, se echa de menos en Rousseau, Schelling, Fichte y Kierkegaard, es explícito en los trabajos de Miguel Gualdrón y María del Rosario Acosta, en sus respectivos diálogos con Hegel. Estos artículos dejan ver claramente cómo Hegel es imprescindible en el trabajo de plomería filosófica sobre el concepto de reconocimiento. Sólo cuando -como lo creen Hegel y estos dos lectores suyos- el reconocimiento sea el concepto nodal en una red de otros conceptos, puede este ser entendido. Sólo, digo, cuando esos otros conceptos (como la piedad, los derechos o el respeto) sirvan al propósito marginal de darle contenido al concepto de reconocimiento y no pretenden sustituirlo, sabemos bien qué falta en un ser humano cuando sus relaciones con los otros no están mediadas por él. Como diría Axel Honneth, sólo en la medida en que sepamos reconocer las consecuencias del desprecio, sabremos también qué es lo que se exige cuando se exige reconocimiento. En el tratamiento de estos dos lectores de Hegel con el concepto de reconocimiento se vuelve a aquello que, a mi manera de ver, es el derecho de las cosas: antes de ser prescrito, el concepto de reconocimiento (o en su defecto, el desprecio) ha de ser descrito. Como quiera que los seres humanos, según esto, seamos de un modo tal que sin el reconocimiento dejemos de ser aquello que somos (no aquello que quisiéramos ser o aquello que tendríamos derecho a ser), los términos en los que debe ser entendido dicho concepto no pueden ser solamente normativos.

El artículo de María del Rosario Acosta (sobre confesión y perdón en Hegel), que, como lo veo, tan decididamente atiende a esta manera de tratar el concepto de reconocimiento, incluye en el diálogo con Hegel una perspectiva que, según la autora, "no es común" en los trabajos sobre el tema. Esta perspectiva es la del perdón. "El perdón -dice María del Rosario Acosta- es la figura más acabada del mutuo reconocimiento" (158); aun cuando inconclusa, la figura del perdón describe de la mejor manera, según ella, la instancia ineludible de la reciprocidad. El perdón, sin embargo, es descrito en este texto teniendo en cuenta solamente la perspectiva de quien lo solicita, y no la perspectiva de quien lo concede. Debo decir que, para entender de qué modo enriquece la figura del perdón el concepto de reconocimiento en Hegel, la autora, o el propio Hegel, tendrían que habernos dicho algo más sobre la forma como un ofendido pasa por el proceso que lleva a conceder el perdón, y no tanto sobre la forma como quien solicita el perdón se mira a sí mismo en el ofendido.

Los dos artículos que contiene el libro sobre Heidegger y el reconocimiento (de Margarita Cepeda y de Lauren Freeman) tienen una de las características que yo identifico como otra de las razones para el buen recibo de este libro. No hay duda de que en estos dos trabajos los intérpretes de Heidegger hacen decir al autor lo que él no dice. Pero no sólo hacen esto: Freeman y Cepeda consiguen que entendamos algunos aspectos del pensamiento de Heidegger, a pesar de los pocos esfuerzos que hizo el propio autor para comunicarse. Es más, estos dos intérpretes de Heidegger consiguen convencer a sus lectores de que él, en efecto, dijo lo que muchas veces negó explícitamente haber sugerido: esto es, que su propuesta filosófica comportaba una dimensión moral. En este sentido, las "reconsideraciones" que hace Lauren Freeman de Hegel, à la Heidegger, contienen todavía un diálogo con el autor. Quizás, de haber seguido la conversación, Freeman habría conseguido convencer a Heidegger (y con buenas razones) de que su concepto de cuidado tiene una innegable impronta moral. Por su parte, la lectura que hace Margarita Cepeda del concepto de angustia, de la mano de la figura hegeliana del siervo, ya no es, como yo la veo, un diálogo, sino mucho más que eso. Esta lectura es una expresión de la actitud que ella misma describe: con Heidegger, e innegablemente a su favor, Margarita Cepeda hace en su artículo un despliegue de lo que describe como "el puro reconocer" (205).

El paso al concepto de reconocimiento, tal como pudo haber sido entendido por Gadamer, presupone para Carlos B. Gutiérrez y para Luis Eduardo Gama una importante distancia en relación con Hegel. Estos dos autores consiguen mostrar que las características del reconocimiento no son descritas adecuadamente, si el reconocimiento representa solamente un estadio en la formación de la autoconciencia. Esto significa que el otro del reconocimiento, en los términos en que el concepto ha sido descrito por Hegel, no es más que un trozo de uno mismo. El otro de la experiencia hermenéutica, en cambio, tiene más sus propios rasgos, que, como bien lo muestran los autores, son aquellos trazados por su propia voz, por su vulnerabilidad y, sobre todo, por la conciencia de sus propios límites.

El inevitable recurso a Honneth en este libro se cumple en el texto de Theodore George. Este lector de Honneth se une a la invitación a la hermenéutica propuesta por Gutiérrez y por Gama, esta vez para hacer caer en cuenta a Honneth de que el pensamiento de Gadamer contiene importantes posibilidades políticas. Bien vistas, dice George, las experiencias de proximidad contempladas en Verdad y método pasan necesariamente por un componente sin el cual la política pierde vitalidad. Este componente contiene todas las características de la figura de la phronesis, tal como fue entendida por Aristóteles.

Tanto Gadamer como Derrida encuentran que el lenguaje constituye la forma como se construyen la ética y la política. En efecto, en el primero de los casos, según Carlos Andrés Manrique, para construir, para acercar, y en el segundo, en cambio, para trazar límites; límites infranqueables (no provisionales como en Gadamer). Derrida, según esto, le atribuye fuerza política a la distancia ostensible e infinita que se impone con el lenguaje. La discusión que construye Manrique entre Gadamer y Derrida está mediada por el concepto de buena voluntad de Kant. Aunque en ciertos lugares del artículo la intervención de Kant enriquece el diálogo, no es fácil ver cuál sea la relación de la lectura que hace Derrida del concepto de buena voluntad con la lectura radical que hace él también del imperativo categórico.

Más que en Gadamer, en Arendt parece evidente que, si se ha de hablar en términos de reconocimiento para describir relaciones entre personas, los límites (que están por todas partes) no pueden ser pasados por alto. Es más, como bien lo muestra Laura Quintana, si hay algo que caracteriza lo que nos une mientras creemos que nos estamos reconociendo, no son tanto los límites, como diría Gadamer, es algo más contundente y complejo: la contingencia. Descuidar este hecho es no saber qué hay más allá de uno mismo, es, en últimas, no estar del lado de lo moral. Teniendo en cuenta lo dicho por Quintana en su texto, me atrevo a añadir lo siguiente: para Arendt, el hecho de que los seres humanos estemos enterados de la contingencia es anterior, moralmente anterior, a la figura del reconocimiento, del mismo modo como es anterior a cualquier instancia normativa. La figura del reconocimiento y lo que se diga sobre ella son entonces subsidiarios de ese "estar al tanto de la contingencia".

Pasando por una reflexión acerca del lugar de la violencia en el derecho, Christoph Menke deja ver una paradoja en dos formas clásicas, e incontrovertibles, de entender la relación entre el derecho y la violencia: dada su relación con la violencia, el derecho, por una parte, está legitimado y, por otra, no constituye nada más que otra forma de hacer violencia. La lectura de este lúcido texto, sin embargo, no deja ver una buena razón para su inclusión en un estudio sobre Reconocimiento y diferencia. Quizás no todo pueda valer como un aspecto del reconocimiento.

El último de los artículos de este trabajo es un aterrizaje, debo llamarlo forzoso, del concepto de reconocimiento a un trozo de la realidad colombiana. El uso que hace de él su autor, Rodolfo Arango, es indistinto, y aplica por momentos a la necesidad que tenemos todos de ser portadores de derechos y, por lo tanto, al hecho de que ellos obviamente deben ser concedidos. Por momentos, ese uso aplica, sin embargo, también de manera indistinta, a la situación de un conjunto de víctimas del secuestro, por una parte, y a la situación de un conjunto de combatientes guerrilleros presos, por otra. El propósito de presentar su defensa de un acuerdo humanitario para la paz en Colombia lleva a Rodolfo Arango hasta establecer analogías entre los derechos de las minorías raciales y culturales, los derechos de los excombatientes encarcelados y los derechos de las víctimas del secuestro. Creo que este manejo de las analogías no está bien legitimado cuando de plomería filosófica se trata.


ÁNGELA URIBE BOTERO
Universidad Nacional de Colombia
auribeb@unal.edu.co

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