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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.70 no.176 Bogotá May/Aug. 2021  Epub July 08, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v70n176.04174 

Artículos

LA CLASE VIRTUAL NOTAS PARA UNA FENOMENOLOGÍA DE LA PRESENCIA

THE VIRTUAL CLASSROOM NOTES FOR A PHENOMENOLOGY OF PRESENCE

Ignacio Ávila Cañamares* 

* Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia. iavilac@unal.edu.co


RESUMEN

Este ensayo presenta una reflexión sobre las limitaciones del medio digital para la enseñanza de disciplinas teóricas como la filosofía. Se quiere contrarrestar, hasta cierto punto, el entusiasmo prematuro que despierta la virtualidad en algunos estamentos universitarios. El texto se nutre de mi experiencia pedagógica en la pandemia y traza una mirada fenomenológica sobre lo que implica la pérdida del entorno de la presencia para la enseñanza filosófica. Al reflexionar sobre dicha pérdida, el ensayo también esboza algunas reflexiones dispersas sobre lo que significa aprender y enseñar filosofía.

Palabras clave: enseñanza virtual; entorno de presencia; ojos sin mirada; tiempo deshilvanado; voces sin cuerpo

ABSTRACT

This essay presents a reflection on the limitations of the digital medium for the teaching of theoretical disciplines like philosophy. The aim is to counteract in part the premature enthusiasm that virtuality has awaken in some university circles. The text draws on my pedagogical experience during the pandemic and takes a phenomenological look at what the loss of the environment of presence implies for philosophical teaching. By reflecting on this loss, the essay also outlines some scattered reflections on what it means to learn and teach philosophy.

Keywords: virtual teaching; environment of presence; eyes without a gaze; time unravelled; voices without a body

Preámbulo

Este es un ensayo escrito en tiempos de pandemia. Está, por tanto, atravesado por toda la incertidumbre que rodea a este gran acontecimiento. No pretende alcanzar conclusiones definitivas y cede más bien al impulso de lo tentativo y lo inacabado. Quiere en cierto modo contrarrestar el entusiasmo apresurado de algunos estamentos universitarios ante la educación virtual, pero no busca un veredicto último sobre los alcances y limitaciones del medio digital para la enseñanza de la filosofía. Su propósito es más bien poner en palabras algunos aspectos de mi experiencia pedagógica en las clases virtuales. Más que persuadir al lector, me interesa invitarlo a examinar hasta qué punto sus vivencias en el entorno virtual son similares o distintas a la mías. El tono del ensayo es así un tono fenomenológico en un sentido amplio. Y aunque se nutre de mi experiencia educativa en la clase virtual, su vocación es filosófica. Además de la mirada fenomenológica que intenta brindar, el ensayo ofrece algunas anotaciones dispersas sobre la enseñanza de la filosofía, y se inspira de modo general en las reflexiones sobre el mundo digital de uno de los filósofos que más ha influido en la opinión pública en la actualidad.

Réquiem

Giorgio Agamben (2020) ha escrito recientemente un réquiem por los estudiantes.1 En su opinión, la pandemia ha sido un buen pretexto para imponer el uso generalizado de las tecnologías digitales en el entorno universitario. Con ello -nos dice- muere irrevocablemente una forma de vida: la vida estudiantil. Y es que la universidad es, o debe ser, mucho más que un lugar para la formación profesional. Ella es, ante todo, el nicho donde habita el modo de vida estudiantil. La universidad no se agota en las enseñanzas impartidas en las aulas. La discusión apasionada muchas veces sigue entre los estudiantes más allá de las clases. El diálogo entre ellos hace surgir nuevas ideas que perfilan poco a poco sus identidades, sus modos de pensar, sus formas de estar en el mundo. En el encuentro de la vida estudiantil con frecuencia se forjan también las amistades que nos acompañarán toda la vida. La universidad -y más si se trata de la universidad pública- es además un lugar donde se hace posible el encuentro con la pluralidad humana. La vida universitaria nos permite trascender nuestra limitada esfera social y encontrarnos con otros que son distintos a nosotros, en su proveniencia de otros lugares, en su clase social, su grupo étnico, su género, su orientación sexual, etc.

La universidad es el espacio donde algunas personas, quizá por primera vez, sienten que la libertad humana es posible.

Todo esto es lo que, según Agamben (2020), está en riesgo de perderse con la digitalización universitaria. La vida estudiantil -como toda forma de vida- está anclada a un nicho en el que crece y se alimenta. Sin nicho, las formas de vida desaparecen. El entorno digital no es, en sentido estricto, un entorno. No se habita ni se comparte. Allí no cabe la presencia corporal con su voz, su gesto, su mirada. Y sin presencia corporal no hay un encuentro genuino con los demás. No florece una comunidad. El entorno digital es, a lo sumo, un entorno poblado de fantasmas. De ahí que Agamben vea en la digitalización progresiva de lo humano una "barbarie tecnológica" que cancela "la vida de cada experiencia de los sentidos" y ocasiona la "pérdida de la mirada, permanentemente aprisionada en una pantalla espectral".

Ignoro si el réquiem de Agamben por los estudiantes es prematuro o tardío. No sé cuál será el destino de la universidad una vez que cese la pandemia. Pero alguien podría pensar que, incluso si con la digitalización muere la vida estudiantil, la universidad como tal no desaparecerá. En su texto, Agamben no se ocupa de las transformaciones pedagógicas que traen consigo las tecnologías digitales en el ámbito de la clase propiamente dicha. Alguien podría pensar entonces que si las clases pueden migrar sin pérdida al medio digital, la universidad podrá de hecho expandirse y fortalecerse. Ahora podrá llegar a las regiones más apartadas sin que sus estudiantes tengan que dejar sus lugares de origen. Será más barata, más universal, más dinámica, y -gracias a la gamefication del videojuego- también más entretenida. La universidad digital se presenta así como un espacio democrático y una puerta inmejorable para la inclusión social y el acceso a la educación. La pandemia, en este sentido, constituye la oportunidad perfecta para ampliar y fortalecer un tipo de universidad virtual que, si bien ya existía desde antes, ocupaba un lugar de periferia en la educación superior. Difícilmente -nos dirá, entusiasmado, alguien que piense de esta forma- tendremos una ocasión mejor para superar por fin las inercias que nos atan al pasado. Es verdad que quizá no todas las áreas del conocimiento puedan migrar por completo a lo virtual. Algunas, por sus componentes prácticos, pueden requerir -acaso de modo parcial- un entorno de presencia. Pero seguramente las disciplinas más teóricas -las que se practican lejos del taller y el laboratorio- podrán enseñarse sin problemas en el medio digital. Aquí estarán la literatura, la historia, la filosofía, las matemáticas, las porciones más teóricas de las ciencias naturales, y otras rarezas. Visto así, el réquiem de Agamben no será más que el lamento nostálgico de quien se ha quedado irremediablemente rezagado del presente. Podrá perecer la vida estudiantil tal como la hemos conocido, pero la universidad seguirá adelante, renovada y con más fuerza. También los alfareros desaparecieron hace tiempo.

En estas notas quiero reflexionar acerca de lo que se pierde en el medio digital para la enseñanza de las disciplinas teóricas. Mi aproximación es, en cierto sentido, la contracara de la de Agamben. Quiero explorar el ámbito de las clases mismas que él deja de lado en su escrito. El entusiasmo frente a la universidad virtual depende, en buena medida, de que las clases no sufran un empobrecimiento sustantivo al migrar al medio digital. El supuesto es justamente que, en lo que se refiere a las clases como tales, la vida estudiantil no perece por la virtualización. Serán otros los que se ocupen de contarnos todo lo que se gana con las clases virtuales. Y será el lector quien haga el balance final, ponderando las ganancias y las pérdidas. Lo mío, por lo pronto, es la carencia. Me ocupo únicamente de la enseñanza de la filosofía, pero creo que algo parecido vale para otras disciplinas de talante similar. Mi reflexión se nutre de mi experiencia, abrupta e inesperada, como profesor universitario de filosofía en tiempos de pandemia, y mi foco de atención es básicamente el pregrado. Sólo cuento una pequeña parte de la historia. La otra parte -la más interesante y compleja- habrán de contarla los estudiantes con su propia voz. Serán ellos, en su gran mayoría nativos digitales, quienes nos cuenten si las clases virtuales les han brindado una experiencia genuina de aprendizaje y si el medio digital ha colmado sus expectativas de vivir a plenitud una vida estudiantil universitaria.

Voces sin cuerpo

En En el enjambre, Byung-Chul Han escribe:

La parte verbal de la comunicación es muy escasa. El núcleo de la comunicación está constituido por las formas no verbales, tales como los gestos, la expresión de la cara, el lenguaje corporal. Esas formas confieren a la comunicación su carácter táctil. (2014 42)

El carácter táctil no refiere, para Han, al contacto corporal, sino que remite más bien a la participación de todos los sentidos en la percepción humana. "El medio digital -concluye unas líneas más adelante- despoja la comunicación de su carácter táctil y corporal" (ibd.). No toda comunicación humana requiere la riqueza sensorial que señala Han. A veces basta con la estrechez de la parte verbal. El call center es un buen ejemplo. La persona que nos llama a ofrecernos algo no observa nuestra expresión facial de fastidio por su irrupción inoportuna. A nosotros también se nos escapa su rostro agobiado por largas horas de trabajo y desplantes. La del call center es, por esencia, una comunicación despersonalizada. Es el espacio de lo impersonal. Allí no importa quiénes hablan. Son mutuamente reemplazables. No se gesta un encuentro. A veces las empresas incluso exigen a sus empleados que adopten un tono robótico -el tono de la compañía- en su retahíla sin respiro. La cuestión es entonces si el medio digital, al despojar a la comunicación de su carácter táctil, permite todavía una educación donde cabe el encuentro personal o si más bien la hunde en la impersonalidad.

En el medio digital mis estudiantes son voces sin cuerpo. Sus rostros, sus gestos, su expresión corporal están para mí perdidos. También lo están para los demás asistentes a la clase. Su propia voz cuando hablan está empobrecida. La voz no es el mero registro sonoro de las palabras. Ella tiene su carácter táctil vinculado al gesto y la expresión del rostro. Sin su conexión con el cuerpo, las voces de mis estudiantes son entonces voces espectrales, tanto para mí como para ellos. Tales voces, sin embargo, comunican algo. No son simples ruidos. Transmiten la escasa parte verbal de la que habla Han y, en ocasiones, incluso dejan entrever alguna emoción. En todo caso, al ser voces sin cuerpo, la clase transcurre en buena parte en el vacío. Voy a oscuras y doy palos de ciego. Ando desorientado. No sé realmente si estoy siendo escuchado y con frecuencia siento que estoy hablando solo. Eso me perturba y me distrae. Pierdo la concentración y tengo que luchar por mantener el hilo de lo que digo. A veces me invade incluso una profunda necesidad de callar, como le pasa a quien de repente descubre que hace el ridículo, pero me fuerzo a seguir adelante. Y lo hago a tientas, sin saber realmente si los estudiantes captan lo que estoy tratando de decir. Preguntarles no me da una respuesta completa. Incluso si algunos me dicen que sí no es fácil saber si esa respuesta es representativa de los demás. En la clase presencial siempre hay alguien que permanece en silencio, pero que revela mucho con su rostro. Me hace falta ver la expresión de confusión, el semblante de que todo está claro, la mirada que refleja perplejidad, el gesto de quien no está de acuerdo o tiene algo por decir y no se anima. Me hace falta, en suma, la continua retroalimentación que siempre nos brinda el cuerpo de los demás. La presencia corporal nunca es silenciosa. La presencia digital, en cambio, es una ausencia latente. No sé si parar o seguir. Decido intentarlo de nuevo. Pero ahora no sé si la nueva explicación es irrelevante y me estoy deteniendo en exceso en un punto que ya está claro. O tal vez esté yendo demasiado rápido. Les pregunto entonces si me entienden. Hay un silencio insondable y espeso. Algunos estudiantes responden que sí, en el chat. A veces me queda la duda de si lo dicen por compasión al ver mis vanos esfuerzos. Otras veces siento que lo logré, pero no sé si es simplemente que he logrado explicarme algo a mí mismo.

La clase continúa. El tiempo transcurre. Ahora no sé si debo hacer una pausa y dar un espacio a la distensión. En el entorno de la presencia, la postura corporal refleja el cansancio, y la mirada distraída indica que se ha perdido la atención o que el tema ha dejado de interesar. Pero ahora no sé ni siquiera si los estudiantes siguen allí, frente a sus pantallas. A estas alturas, quizá mi voz para ellos tan sólo sea un ruido de fondo, un estímulo tenue en la red de estímulos digitales que atrapa su atención. Acaso compita en este momento, sin saberlo y en franca desigualdad de condiciones, con algún entretenido video de YouTube. Puede ser incluso que se hayan ido y que ahora nadie se oculte tras los círculos que se ven en mi pantalla con la letra inicial de sus nombres. A menos que minimicen la ventana en la que aparezco, los estudiantes ven mi rostro en su pantalla. Pero, pensándolo bien, para ellos mi voz también es una voz empobrecida que tiende a convertirse en un zumbido. Está ligada a mi rostro, pero carece de cuerpo. Su carácter táctil está menguado. Luce desorientada por la falta de retroalimentación corporal y quizá se perciba en ella la ansiedad de quien no sabe si habla para los demás o tan sólo para sí mismo. Por fortuna, algunos estudiantes se animan por momentos a participar en la sesión. Al igual que yo, no disponen de claves corporales. Les falta la mirada y el gesto de sus otros compañeros. Sus intervenciones se dan un poco en el vacío. Es posible que se sientan algo confundidos. A fin de cuentas, aparte de lo que les revele mi rostro y tal vez otras intervenciones verbales de sus compañeros, no saben cómo ha sido recibida su participación por los demás. En el entorno de la presencia, hay una compleja capa de comunicación corporal entre los estudiantes donde el gesto cómplice, el ceño fruncido o la expresión sorprendida nutren sus intervenciones. Ahora esta capa está ausente. Con todo, quizá el medio virtual sirva a quienes sufren de timidez. La voz sin cuerpo y el chat permiten el ocultamiento por el que tanto claman los tímidos. Otorgan cierto anonimato, a pesar de que veamos sus nombres. También permiten a los tímidos evadir ese rostro o esa expresión de algún compañero que tanto los cohíbe. En mi vida estudiantil tuve que luchar a fondo contra la timidez. Nunca la vencí, pero me pregunto si el formato virtual me habría ayudado o si simplemente habría sido una forma de postergación.

El medio digital invita poco al diálogo y a la reflexión conjunta. Las intervenciones de los estudiantes suelen ser aisladas y es difícil que se concatenen entre sí. Acaso por la ausencia corporal de los demás compañeros, sus intervenciones parecen dirigirse solo al profesor y tienden a apagarse pronto. Si enseñar filosofía es un modo de enseñar a estar perplejos, se requiere más que el lenguaje verbal con el que transmitimos conceptos y preguntas. La filosofía exige de nosotros la voz entera. En la clase virtual nos aferramos, sin embargo, a esa delgada capa verbal a la que alude Han. Es nuestro único recurso y algo logramos avanzar. Quizá nos falte aprender a escuchar mejor y quizá esta sea la ocasión de hacerlo. Quizá debamos aprender a discernir en la tesitura de la voz de quien habla, en su tono y sus sutiles modulaciones, la dimensión táctil que nos revelaba antes la presencia corporal. En todo caso, siempre quedará el mutismo impenetrable de quien permanece oculto tras su pantalla y al callar tampoco nos deja descifrar su silencio. Al no estar el bajo continuo que da la presencia corporal, la clase pierde ritmo. En el medio digital su forma es arrítmica. El ritmo siempre lo dan las voces, los gestos, las miradas, los cuerpos. El ritmo -lo saben bien los percusionistas- es ante todo pulsación corporal. La clase finaliza. Todos quedamos exhaustos, con un cansancio casi cartesiano.

Ojos sin mirada

A limitaciones tecnológicas soluciones tecnológicas. A la voz podemos darle cuerpo. Es sólo cuestión de encender la cámara. Con la cámara activada, todos tenemos rostro y revelamos nuestros gestos. Ahora la voz está por fin encarnada. Es el momento de preguntarnos entonces por la mirada en el medio virtual.

Algunos filósofos piensan que el rasgo constitutivo de la percepción es que nos sitúa en el entorno. Las cosas aparecen a nuestro alrededor y con ello nos indican el lugar donde estamos nosotros. La percepción es entonces intrínsecamente relacional. Con ella quedamos inmersos en el entorno que habitamos. La percepción es así la síntesis palpitante del perceptor con su entorno. Al estar situado en el entorno, puedo ver a los demás y -a menos que me esconda- los demás también pueden verme a mí. Veo y soy visible al mismo tiempo. Esto hace posible el encuentro de las miradas. Y, a su vez, este encuentro hace posible el diálogo entre seres que comparten el entorno. Con el encuentro de las miradas, la vista adquiere, por así decirlo, su carácter táctil. La pantalla digital, en cambio, no nos sitúa en el mundo que nos aparece en ella. No nos relaciona con los objetos que nos muestra. Sabemos dónde está la pantalla y vemos en ella algunos objetos, pero no sabemos dónde están esos objetos. A diferencia de la percepción, la pantalla digital no nos da inmersión. Nos presenta un mundo desde fuera y no nos deja habitarlo. En esto se parece al cine y la fotografía. Pero el cine y la fotografía tienen el poder de cautivarnos. Hacen el milagro de atraparnos sin dejarnos entrar a su hábitat. La pantalla digital, por el contrario, no seduce. En vez de invitar, nos mantiene a raya, vigilantes. Y, al aparecer nosotros en ella, también hace que nos sintamos vigilados por esas miradas que, como la nuestra, miran desde fuera. La pantalla digital es así más semejante al circuito cerrado de televisión que a la inmersión cinematográfica.

Al no situarnos en el mundo que aparece, la pantalla digital no permite el encuentro de las miradas. Incluso si miro directamente a los ojos de la persona que aparece en mi pantalla y ella mira directamente a mis ojos desde la suya, nuestras miradas no se cruzan. Cada uno ve los ojos del otro. Los ojos de los dos están frente a frente, formando una línea horizontal. Pero son ojos sin mirada. Si desde mi pantalla miro directamente a los ojos de otra persona, ella no lo nota. Mi mirada no le dice nada. Su actitud corporal no cambia. No se alegra ni se cohíbe. No siente la presencia del otro. Y lo mismo me sucede a mí en caso de que ella busque directamente mis ojos. La falta del entorno compartido les quita a nuestras miradas su carácter táctil. Sin el encuentro de las miradas, es difícil lograr una comunicación de tú a tú. Queda recortada la emergencia -como dicen los fenomenólogos- de la segunda persona. Y sin ella, el diálogo no alcanza plenitud. No es casualidad que el espacio por excelencia del diálogo sea siempre la amistad, que es también un lugar privilegiado para la perspectiva de segunda persona. La relación entre estudiantes y docente en el aula no es de amistad. Pero, al menos si se trata de la enseñanza de la filosofía, ha de ser una relación que permita el diálogo. Se requiere confianza mutua. Y se requiere también que las miradas de quienes asisten a la clase puedan encontrarse y comunicarse entre sí.

Al presentarnos el mundo desde fuera y sin dejar que lo habitemos, la pantalla digital nos convierte en observadores en tercera persona. Ya no estamos inmersos en el entorno, sino que somos espectadores externos a él. Este desplazamiento de perspectiva cambia la forma en la que se mira y se es mirado. Ahora no veo y soy visible al mismo tiempo. Puedo ver sin ser visible si apago la cámara. Ver no me expone entonces a ser visto. Y, a la inversa, ser visto no me permite ver, al menos no más allá de lo que me presenta la pantalla. No puedo introducir mis ojos en el entorno de quien me ve. E incluso con la cámara encendida, los otros no logran ver mi mirada. Pueden ver que mis ojos aparecen frontalmente en la pantalla, pero no saben a cuál de los rostros que aparecen en ella estoy dirigiendo mi mirada y, por ende, no saben si los miro directamente a la cara o no. En este sentido, sólo ven mis ojos sin mirada. Como sujeto que mira quedo oculto para ellos. Y ellos para mí. Al sólo ver sus ojos sin mirada también ellos como sujetos están ocultos. Quizá esto explique el aire de extravío y rigidez que trasluce quien aparece ante la cámara. Al aparecer en la pantalla digital, más que sujetos que miran nos convertimos en objetos de escrutinio. Estamos allí sólo para ser vistos por espectadores externos. Sabemos que podemos ser vistos -tal vez en este instante nos vean, tal vez no-, pero no sabemos bien desde dónde nos miran. Tenemos una idea aproximada de la ubicación de la cámara frente a nosotros, pero ella no captura el lugar de la mirada del otro. De ahí que tampoco sepamos bien hacia dónde mirar. La mirada de quien aparece en la pantalla -la mirada de los ojos sin mirada- luce entonces extraviada. El saber que podemos ser vistos desde fuera también nos incita en cierto modo a posar como en las fotografías de las fiestas y celebraciones. Pero esta vez no vemos al fotógrafo. De ahí también nuestra rigidez desconcertada.

Si muchos encendemos la cámara al mismo tiempo, nuestras pantallas se llenan de recuadros, cada uno enmarcando un rostro. Nuestra mirada enclaustrada desde antes en la pantalla puede ahora recorrer los rostros. Pero la atención es errática. Va de un recuadro a otro dando brincos. No se puede atender con una mirada profunda. La atención no puede desplegarse, y se pierde por eso la vivencia del continuo temporal que explora un continuo espacial. La pluralidad de rostros en la pantalla sólo permite una atención fragmentada, saltarina. El espacio mismo está, de hecho, fragmentado en una multitud de espacios inconexos que sólo podemos observar muy parcialmente desde fuera. El entorno de la presencia es también un entorno de lo que está oculto a nuestra mirada, pero es explorable. Puedo ver la cara trasera de los objetos que me rodean si hago los movimientos pertinentes o si ellos cambian su orientación respecto a mí. La fragmentación del espacio que nos trae la pantalla digital rompe también el carácter explorable de lo que allí se nos muestra. Su horizonte de exploración se achica drásticamente. Allí no puedo realizar movimientos exploratorios para ver las caras ocultas de los objetos, y sólo soy un observador pasivo que está a la merced de que la propia orientación de los objetos o el ángulo de lo que muestra la pantalla varíe. En el entorno de la presencia, la percepción trae consigo la posibilidad de la interacción, y lo hace por el hecho de que nos sitúa en el espacio mismo de lo que percibimos. El medio virtual no anula enteramente la interacción, pero sí la restringe de varias formas al fragmentar el espacio y no dejarnos habitarlo. La educación virtual debe entonces acomodarse a las restricciones que trae consigo esa fragmentación espacial. Si a la enseñanza de la filosofía le bastara tan solo la delgada capa verbal de la comunicación, quizá no habría pérdida al llevarla al medio virtual. Al fin y al cabo, el registro sonoro permanece en este medio sin sufrir mayores transformaciones. Pero si la enseñanza de la filosofía es de tal riqueza comunicativa que exige además el espacio común y el encuentro de las miradas, entonces al migrarla al medio digital estaremos cercenando también su carácter tangible.

Con todo, la cámara encendida es de una inmensa ayuda en la clase virtual. Aligera la ansiedad que antes nos producía la sola voz sin cuerpo y nos deja captar algo del semblante y el gesto de los demás. Con ello nos devuelve algo de la retroalimentación corporal que antes estaba perdida. La cámara encendida también favorece en cierto modo la concentración. Quien está frente a la cámara ya no puede irse ni entregarse con descaro a la distracción. Debe mantener la compostura frente a sus observadores externos y si se distrae debe hacerlo con cierto disimulo. A su vez, quien habla ante la cámara observa ahora que hay una presencia que lo escucha. Siente algo de la compañía que hace posible que la educación filosófica sea a su manera un encuentro personal. La clase transcurre entonces de esa forma. Avanza a su modo, aunque no lo haga en la plenitud de la segunda persona.

Tiempo deshilvanado

La sesión de la clase queda grabada para que los participantes la vean cuando quieran. Dejando de lado que esto pueda usarse como mecanismo de control, contar con la grabación de la sesión trae, sin duda, varias ventajas. Permite que quienes por diversos motivos no estuvieron presentes puedan enterarse de lo que ocurrió en ella. Permite revisar una vez más aquellos puntos que no hayan quedado del todo claros. Permite rastrear al detalle las discusiones que hayan quedado abiertas y llenar los vacíos que haya dejado la pérdida momentánea de la atención. En algunas universidades se realizan incluso sesiones asincrónicas y sincrónicas. En las asincrónicas el profesor explica cierto contenido en un video artesanal y lo envía a sus estudiantes para que lo vean. En las sincrónicas todos los asistentes se conectan simultáneamente y plantean sus preguntas e inquietudes al docente. El modelo sacrifica parte de la espontaneidad que brinda la sesión presencial, pero a cambio ofrece versatilidad y flexibilidad. Los estudiantes pueden ver la sesión asincrónica en el momento que les resulte más oportuno y pueden preparar mejor sus inquietudes. El profesor, por su parte, puede lograr explicaciones más acotadas y precisas, sin los rodeos y las irrelevancias que suelen presentarse en la clase en vivo.

A la clase virtual le es inherente -como hemos visto- la fragmentación espacial. Pero cabe pensar que en ella también puede darse una fragmentación temporal. La grabación de la sesión y su escucha a destiempo pueden llevar a que el tiempo mismo se deshilvane y se desintegre en una serie de puntos instantes. La clase puede perder así su duración. Han escribe:

El espacio de la red no está formado por fases continuadas y transiciones, sino por acontecimientos o circunstancias discontinuas. Allí no hay progreso ni desarrollo alguno. No tiene historia. El tiempo de la red es un tiempo-ahora discontinuo y puntual. Se va de un link al otro, de un ahora al otro. El ahora no tiene ninguna duración. No hay nada que incite mucho a detenerse mucho tiempo en un punto del ahora. (2015 63-65)

Quien quiera que haya perdido una tarde entera navegando en internet tendrá esta vivencia. Saltamos cautivos de un video a otro, de un link a otro, en un torbellino interminable. La atención se dispersa en las múltiples direcciones que dicta la red y pronto dejamos de atender para simplemente seguir los estímulos digitales. La vivencia de la duración se pierde y con ella desaparece la posibilidad de alcanzar una atención profunda. El tiempo se encoge en un presente de instantes fugaces donde no cabe la experiencia de una inmersión temporal. A veces ni siquiera recordamos el último video que hemos visto tan pronto este ha terminado.

La grabación de la clase corre el riesgo de quedar insertada en el tiempo de puntos de la red. El estudiante la tiene a su disposición cuando quiera, pero ahora ella debe competir contra las demás opciones -muchas de ellas más cautivadoras- que brinda el algoritmo. Al ser un estímulo más en la red, la clase ahora debe imponerse sobre otras posibilidades y atrapar al estudiante. E incluso si tiene suerte en eso, el estímulo de la clase debe tener la fuerza suficiente para capturar su atención por un largo intervalo de tiempo, y debe hacerlo en un medio que, justamente, no invita a la atención profunda. Si el estudiante empieza a aburrirse, siempre está la tentación de pasar a otra cosa. Ahí está ese video que desde hace rato ha despertado su curiosidad. Mejor saltar a él y calmar por fin la ansiedad. El estudiante puede entonces optar por abandonarse a los estímulos digitales. Más bien verá la grabación de la clase por pedazos. Volverá a ella en diversos momentos y solo cuando tenga la disposición de hacerlo. La temporalidad de la clase habrá quedado entonces fragmentada. No será un tiempo de duración y, por ende, tampoco habrá inmersión temporal en ella. Con la fragmentación temporal difícilmente cabe la experiencia del esfuerzo sostenido por mantener la concentración. Tampoco hay lugar a la experiencia de luchar contra el aburrimiento ni a esa vivencia tan reconfortante de algo que es árido y aburrido al comienzo, pero que luego va desplegando progresivamente una fuerza seductora que al final nos atrapa por completo. Todas estas experiencias demandan un tiempo de duración. Ellas acontecen en la clase presencial y son parte importante del proceso educativo. Con la sesión grabada, en cambio, el estudiante tendrá dificultades incluso para encontrar el mood apropiado para empezar a verla. Quizá no sea ironía entonces que las sesiones asincrónicas reciban ese nombre. Tienen una tendencia a carecer de tiempo.

La temporalidad de la filosofía -y con ella la temporalidad de su enseñanza- es distinta al tiempo de la red. La filosofía exige un tiempo rico en duración. Es importante poder dar vueltas sobre un tema en un continuo ir y venir que avanza y vuelve atrás. Es importante poder demorarse en las tesis y poder rastrear los argumentos. Es importante tener que luchar por no perder el hilo ni enredarse en él. La filosofía también exige que podamos recorrer un camino que se despliega en un horizonte temporal y que podamos extraviarnos o deambular sin saber bien si vamos por alguna senda. Incluso la vacilación y la duda -esas compañeras inseparables de la filosofía- suponen una estructura temporal que nos permita sentir la parálisis y hacer una pausa. Todo esto requiere inmersión temporal. También la clase presencial suele ser un acontecimiento rico en duración. Y lo es no sólo por las actividades que allí se realizan, sino por el lugar mismo donde ocurre. El campus universitario no es un mero espacio físico donde se encuentran diversas personas. También es, ante todo, un espacio simbólico que invita a ciertas actividades de búsqueda y transmisión de la verdad. En este sentido, pisar el campus nos induce a cierta disposición de ánimo que se dirige precisamente a esas actividades. De hecho, algunas personas sólo pueden estudiar en una biblioteca universitaria, pues sólo allí logran la disposición adecuada para hacerlo. Entrar a un campus no es entonces simplemente cruzar un umbral espacial. Al pasar por él, también cruzamos un umbral temporal hacia un tiempo de duración que es propicio para el desarrollo de diversas actividades orientadas al conocimiento.

El tiempo deshilvanado puede afectar así la hondura y la lentitud del despliegue filosófico. Puede segmentar la exploración y atomizar con ello la enseñanza. La grabación de la sesión está expuesta a este riesgo, pero también lo está a su manera la sesión misma. Incluso cuando se conecta a ella en el propio momento en que transcurre, el estudiante tiene a su disposición las otras opciones que le brinda la red. Ese video tentador sigue ahí y el algoritmo infatigable no deja de ofrecer nuevas alternativas. Saber además que la sesión está siendo grabada y luego puede escucharla le da un pretexto adicional para la distracción. El estudiante puede optar también por una actitud multi-tasking. Dejará que la clase transcurra en su pantalla y, al mismo tiempo, explorará otras cosas en la red. Quien ve una película interrumpidamente y a pedazos es claro que no logra la inmersión cinematográfica. Pero tampoco la logra quien la ve de continuo, dedicándose al mismo tiempo a otras actividades. Algo similar sucede con las clases virtuales cuando se deshilvana el tiempo. Sin embargo, difícilmente puede reprocharse al estudiante que esto le suceda. También el profesor tiene enormes dificultades para hallar el ritmo apropiado para la sesión. Dentro de la clase virtual, las voces sin cuerpo, los ojos sin mirada y el espacio fragmentado contribuyen todos ellos a la fragmentación del tiempo. Y desde fuera, conspiran los algoritmos y las múltiples opciones de la red. Es verdad que en la clase presencial también cabe la dispersión. Pero su escala es distinta, pues el campus y la red tienen un tiempo y una disposición anímica distintas.

Asimetrías

El call center nos dio un ejemplo de comunicación impersonal. La amistad nos brinda uno de comunicación genuinamente personal. En la comunicación de call center la pantalla es un estorbo. En la amistad, un amigo puramente virtual es, a lo sumo, un amigo recortado -un amigo con el que quisiéramos tener un encuentro presencial en algún momento-. El medio digital permite ciertas formas de comunicación y obstruye otras. A unas las potencia y a otras las encoje. Cabe preguntarse entonces por la versatilidad del formato digital en ciertos tipos de comunicación pedagógica. Han anota:

El poder es una relación asimétrica. Funda una relación jerárquica. La comunicación del poder no es dialogística. El respeto, en contraposición al poder, no es por definición una relación asimétrica. Es cierto que el respeto se otorga con frecuencia a modelos o superiores, pero en principio es posible un respeto recíproco, que se basa en una relación simétrica de reconocimiento. (2014 18)

Un ejemplo de la comunicación del poder es la alocución presidencial. El gobernante habla desde la verticalidad que da la Majestad del Estado. No necesita ver a los ciudadanos por la pantalla digital ni por ningún otro medio. Para él son sólo una abstracción y, en su alocución, no es interpelado por ellos. La comunicación va únicamente en una vía y al gobernante le bastan la estrechez de la parte verbal y toda la parafernalia simbólica que indica que habla el Jefe de Estado. El gobernante puede hacer pedagogía ciudadana. Pero ciertamente no es un educador, al menos no uno que enseñe a través del diálogo y el encuentro. Su propósito es más bien informar las decisiones del gobierno y, en ocasiones, hacer demagogia.

La conferencia ofrece un modelo diferente. No tiene la verticalidad del poder. Preserva una asimetría entre el conferencista y el público, pero permite el respeto mutuo. El conferencista no tiene que ver a la audiencia. Ella puede estar compuesta de sombras y siluetas cuyos rostros están en la penumbra del auditorio. Al final, el público puede intervenir, pero es difícil entablar una conversación que vaya de ida y vuelta. Puede pensarse que, en sentido estricto, la presencia del público en la penumbra no es necesaria para el conferencista, y que le basta saber que es escuchado por alguien en alguna parte. Pero no es así. El actor de teatro tampoco ve al público, pero necesita sentir su presencia latente para el buen despliegue de la obra. Sin la presencia del público se desvanece la tensión. Algo similar le sucede al conferencista. La conferencia puede entonces migrar al formato digital, pero tendrá una pérdida. Se acercará a la alocución del gobernante, aunque sin la verticalidad del poder.

El curso magistral es distinto a la conferencia. Aquí la asimetría gana en horizontalidad. Cuanto más participen los estudiantes, más dinamismo logra el curso. Disminuye la rigidez y se abre el espacio para lo imprevisto. El docente prepara de antemano un cierto guion, pero no sabe a ciencia cierta el rumbo que tomará en la clase. Cabe la sorpresa. Algunas cosas quedarán sin decir, pero emergerán otras que no se tenía previsto decir. La audiencia del curso no está en la penumbra y es posible el diálogo de ida y vuelta. Puede construirse una secuencia en las intervenciones. Puede vivirse la experiencia de una exploración filosófica conjunta. El curso es un buen lugar para la relación simétrica de reconocimiento. Todo esto requiere del entorno de la presencia. Es importante que las voces y las miradas preserven su carácter táctil, que fluyan los gestos y se constituya el ritmo. Al migrar al formato digital, el curso entonces se trastoca y la comunicación gana en estrechez. Lo que antes era una oportunidad para lo imprevisto, ahora puede convertirse en un espacio programado para la simple difusión de información. Un curso en línea se acerca acaso a una conferencia con el público en la penumbra.

En el seminario crece lo que germina en el curso. Es el lugar donde la enseñanza de la filosofía es una plena invitación a pensar. Su símbolo no es el auditorio de la conferencia ni el salón del curso, sino la mesa compartida. La mesa es horizontalidad. Es el lugar del respeto recíproco y la simetría del reconocimiento. La única asimetría que allí persiste es la que brinda la autoridad epistémica, sin la cual la educación no es posible. El seminario nos invita a explorar las ideas desde distintos ángulos. Allí la comunicación puede ir en múltiples direcciones y hacerse diálogo. En el seminario cabe la posibilidad de extraviarse y desandar el camino. Es posible la improvisación y el polirritmo. Puede darse un hallazgo repentino, con la emoción y el vértigo que suscita el no saber si es correcto. El seminario es un lugar donde puede vivirse a fondo la perplejidad de la filosofía. También la perplejidad tiene un carácter táctil. Tensa el cuerpo y lo hunde en el asombro. Hace brillar la mirada y provoca un gesto de angustia o de alivio. En el seminario virtual, la mesa compartida cede su lugar al link de la hiperconexión. La voz sin cuerpo y los ojos sin mirada ahora pueden tornarse agobiantes. Y la fragmentación del tiempo y del espacio puede obstruir también la inmersión filosófica que se requiere para alcanzar una vivencia compartida de la perplejidad.

En todo caso, en manos de empresarios capaces el medio digital ofrece un fino modelo mixto: videos bien editados de grandes conferencistas, respaldados por un equipo de expertos que atienden en línea las inquietudes estudiantiles. No es un call center. Se brinda atención personalizada y la pantalla digital da impresión de cercanía. Pero algo impersonal persiste. Para el estudiante no es relevante cuál de todos los expertos disponibles atiende su inquietud, y para el experto el estudiante es uno más en la lista del día. La conferencia virtual es excelente. Pero es un producto hecho de antemano que, por eso mismo, no transmite la experiencia tortuosa de adquirir el conocimiento. Y es que el conocimiento, como la perplejidad, también tiene carácter táctil. La conferencia puede convertirse entonces en una mera anécdota agradable. Puede quedarnos de ella un recuerdo borroso y grato, junto al frustrante reconocimiento de no poder reconstruirla más allá de unas pocas frases vagas. Para evitar esto, se tiene el remache que brindan los expertos. El estudiante puede plantearles sus preguntas y obtener las respuestas del caso. Se siente bien tratado y queda satisfecho. Pero es un ejercicio que carece de comunidad. Es difícil que allí germine la perplejidad y el asombro compartidos. En el modelo mixto del formato digital la educación es literalmente remota, y corre el riesgo de generar en el estudiante una ilusión efímera de aprendizaje. Pero es un buen negocio.

Los ejemplos anteriores ilustran distintos tipos de comunicación pedagógica. Cuanto más nos alejamos de la cúspide presidencial y más nos sumergimos en el entorno de la presencia, más rica se hace la comunicación y más compleja se torna la enseñanza. Avanzamos hacia una horizontalidad mayor y la mera transmisión de información cede su lugar a una experiencia más profunda de comprensión. Han traza una distinción interesante entre información y saber:

La información, en virtud de su positividad, se distingue también del saber. El saber no está patente ante nosotros sin más. No lo hallamos de antemano, a diferencia de la información. Al saber lo precede con frecuencia una larga experiencia. Su temporalidad es completamente distinta de la que corresponde a la información, que es breve y tiene muy corta duración. (65-66)

La filosofía es un tipo de saber que nunca está patente ante nosotros, sino que sólo se gana tras una larga experiencia. Enseñar filosofía no es entonces la simple transmisión de lo que han dicho diversos filósofos a lo largo de la historia. Para ello basta internet o una buena enciclopedia. A pesar del carácter teórico de la disciplina y de su distancia del taller y el laboratorio, enseñar filosofía es ante todo enseñar un conjunto de prácticas de pensamiento. Se trata de enseñar un modo de aproximarse a las cosas y un estilo de pensar abierto a la reflexión, la argumentación, la duda y el deleite ante la complejidad. Se busca, en última instancia, forjar un temperamento filosófico. A su vez, aprender filosofía es aprender un tipo de saber cómo, una forma de obrar en el pensar que se convierta en una segunda naturaleza. El medio digital puede ser un buen medio cuando se trata de transmitir información. Pero cuando se trata de enseñar una práctica, el entorno de la presencia parece fundamental. Al trasplantar la enseñanza de la filosofía al medio digital corremos entonces el riesgo de recortar su dimensión más profunda -la que se dirige precisamente a la obtención de ese saber al que le precede una larga experiencia-.

Lamento de alfareros

La filosofía -al menos en una de sus expresiones- nos invita a preguntarnos sobre lo que damos por sentado. Nos llama a pensar sobre el suelo inabarcable de lo que simplemente suponemos. La pandemia también nos ha obligado a interrogarnos sobre todo lo que antes asumíamos sin más. Esto no convierte, por supuesto, a la pandemia en filosofía, pero sí hace de ella un acontecimiento filosófico. La pandemia también nos brinda la rara oportunidad de intentar filosofar sobre algunos de los aspectos que involucra sin tener que consumir previamente una buena dosis de artículos especializados, y nutriéndonos hasta cierto punto de nuestras propias vivencias. En este preciso sentido, quizá la pandemia también nos permita acercarnos a una vivencia más pura del pensar filosófico, antes de que este quede atrapado en la tendencia a la especialización propia del mundo académico actual.

Una de las cosas que algunos de nosotros dábamos por sentado antes en la enseñanza universitaria era el entorno de la presencia. La pandemia nos hace preguntarnos sobre todo aquello que configura este entorno y sobre lo que implica su ausencia. Las preguntas sobre los modos de vida universitarios, sobre la naturaleza física y simbólica del campus, sobre los encuentros entre los diversos integrantes de la comunidad universitaria dentro y fuera de las aulas, o sobre el papel de la corporalidad y el entorno compartido en la enseñanza se hacen así ineludibles. Y en el fondo de todas estas cuestiones está la pregunta de si una universidad virtual es en sí misma un contrasentido o una ventana de oportunidad, si con ella nos acercamos a una utopía educativa o a una distopía donde queda poco que merezca llamarse educación. Quizá una de las conclusiones que puede entresacarse de estas notas es entonces que nuestra actitud ante la educación virtual revela en cierto modo la manera en que concebimos -tal vez tácitamente- la enseñanza y el aprendizaje. Y, si se trata de la enseñanza de la filosofía, es posible que dicha actitud ante la educación virtual exprese también el modo en que vivimos el quehacer filosófico, o al menos el modo en que aspiramos a vivirlo. La pandemia, en este sentido, nos invita a preguntarnos sobre nuestra propia vivencia de la filosofía y sobre nuestra comprensión de lo que significa querer enseñarla y aprenderla.

En estas páginas he querido llamar la atención sobre la necesidad del entorno de la presencia en la enseñanza de la filosofía. También he querido poner de manifiesto parte de lo que se pierde cuando migramos al medio digital. Pero quizá todo esto sean sólo lamentos de alfarero. Quizá al quejarme del confinamiento a la pantalla que impone el medio digital, tan sólo revele mi propia estrechez de miras. Puede ser que -como martillea por estos días el siempre creativo marketing empresarial- deba reinventarme. Después de todo, es innegable que han sido precisamente las tecnologías digitales las que en este año académico nos han permitido llevar a cabo las clases, con todas las ventajas e inconvenientes que esto supone. La cuestión no es entonces si las herramientas digitales son de utilidad para una universidad en cuarentena. El punto de fondo es más bien si ellas ofrecen un modelo educativo que pueda reemplazar al entorno de la presencia. Tampoco se trata de negar por principio que la innovación tecnológica quizá pueda saldar de algún modo las carencias del medio digital. He oído decir, con tono visionario e iluminado, que podríamos tener sensores conectados a nuestro cuerpo que transmitan su presencia al entorno virtual. Inspirados en películas intergalácticas, también podríamos pensar en hologramas de todos los participantes en las sesiones distribuidos convenientemente en cada uno de los lugares inconexos que habitamos. Pero quizá ni siquiera necesitemos acudir tan pronto a los vuelos de la imaginación. En Fenomenología de la percepción, un libro maravilloso de los tiempos de la presencia, Merleau-Ponty escribe:

Nuestro cuerpo y nuestra percepción nos solicitan constantemente a tomar como centro del mundo el paisaje que nos ofrecen. Pero este pasaje no es necesariamente el de nuestra vida. Puedo "estar en otra parte" aun quedándome aquí, y si se me retiene lejos de cuanto amo, me siento excéntrico a la verdadera vida. (300-301)2

Es posible que el medio digital -incluso sin las innovaciones tecnológicas que dicta la fantasía- termine siendo el paisaje de nuestra vida. De hecho, pasamos muchas horas diarias en él. Es posible también que aprendamos a "estar en otra parte" aun quedándonos aquí. Esa otra parte puede ser el medio digital. Quizá algún día logremos habitarlo, y quizá fuera de él lleguemos a sentirnos excéntricos a la verdadera vida, lejos de cuanto amamos. Algunos, sin embargo, guardamos una profunda simpatía por el alfarero de Saramago.

***

A pesar de que por momentos pueda parecer sombrío, este texto está animado por una profunda gratitud. Estoy agradecido, ante todo, con mis amigas y amigos más cercanos por haber leído una versión previa de este ensayo y por compartir conmigo sus impresiones y dificultades con el medio digital. Estas personas no necesitan ser mencionadas aquí por su nombre: saben quiénes son, saben lo importantes que son en mi vida, y saben que han logrado hacer de estos tiempos un entorno de presencia y compañía para mí a pesar de la distancia. Estoy agradecido con todos mis estudiantes -hombres y mujeres- por persistir en medio de las dificultades actuales y por brindarme su fuerza y apoyo cuando las clases desfallecían. Conservo también un grato recuerdo de un diálogo virtual con Maria Paula Hoyos y Julián Arango sobre las limitaciones del medio digital en una de las sesiones del Ágora virtual del año pasado. Tanto la sesión como la charla informal que siguió con ellos y otros colegas fueron un espacio lleno de reflexión, afecto, y vocación filosófica. También estoy agradecido con María del Rosario Acosta por la generosa lectura que realizó de la versión final de este ensayo y por sus comentarios. María me hace ver que el texto -tanto en aspectos de forma como en su contenido- pasa por alto cuestiones importantes sobre el impacto de la virtualidad en los asuntos de género. En un momento pensé en subsanar esta carencia, pero después me di cuenta de que allí hay un buen espacio de reflexión que quisiera dejar abierto para que las personas que lean este ensayo lo exploren por sí mismas.

Bibliografía

Agamben, G. Réquiem por los estudiantes. 2020. Web. [https://artilleriainmanente.no-blogs.org/?p=1514] [ Links ]

Han, B.-Ch. En el enjambre. Trad. Raúl Gabás. Barcelona: Herder, 2014. [ Links ]

Han, B.-Ch. El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse. Trad. Paula Kuffer. Barcelona: Herder , 2015. [ Links ]

Merleau-Ponty, M. Fenomenología de la percepción. Trad. Jem Cabanes. Barcelona: Península, 2000. [ Links ]

1 El texto fue publicado como una entrada de blog en la página web del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici (iisf.it) el 23 de mayo de 2020. La traducción al español se encuentra fácilmente en varios portales de internet.

2Agradezco a Juan Manuel Quecan por brindarme esta cita e inspirar la idea que le sigue.

Cómo citar este artículo:

MLA: Ávila Cañamares, I. "La clase virtual. Notas para una fenomenología de la presencia." Ideas y Valores 70. 176 (2021): 157-175.

APA: Ávila Cañamares, I. (2021). La clase virtual. Notas para una fenomenología de la presencia. Ideas y Valores, 70 (176), 157-175.

CHICAGO: Ignacio Ávila Cañamares. "La clase virtual. Notas para una fenomenología de la presencia." Ideas y Valores 70, n.° 176 (2021): 157-175.

Recibido: 10 de Octubre de 2020; Aprobado: 10 de Enero de 2021

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