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Teología y vida

Print version ISSN 0049-3449On-line version ISSN 0717-6295

Teol. vida vol.49 no.1-2 Santiago  2008

http://dx.doi.org/10.4067/S0049-34492008000100012 

 

Teología y Vida, Vol. XLIX (2008), 235 - 238

RECENSIONES

FERNÁNDEZ EYZAGUIRRE, SAMUEL. Jesús. Los orígenes históricos del cristianismo desde el año 28 al 48 d. C, Santiago 2007, Ediciones Universidad Católica de Chile, 272 pp.


 

Esta tarde tengo el placer de presentar ante ustedes, en el Salón de Honor de nuestra Universidad, el libro de Samuel Fernández Eyzaguirre, profesor de la Facultad de Teología. Si escribir un libro implica una cierta osadía, mayor es esta, en cuanto lo sucedido entre esas fechas hay que reconstruirlo en base a documentos posteriores. Nuestro autor es un hombre que quiso especializarse en Jesucristo, siguiendo el consejo del P. Hurtado, a cuyos escritos ha dedicado tantas energías. Escribe para creyentes y no creyentes que deseen conocer más de cerca la apasionante persona de Jesús (1). Trata de responder, con una buena apologética, a las objeciones que ha recibido la fe en Jesús de Nazaret y su historia, desde el siglo XVIII con Reimarus hasta nuestros días en que muchas afirmaciones absurdas son amplificadas por los medios de comunicación masivos. ¿Fue la resurrección un engaño de los discípulos fracasados? ¿Son los evangelios relatos míticos que responden a la fe de los discípulos en que Jesús era el Mesías? ¿Fue un malentendido griego del mesianismo judío? El tema es apasionante. Samuel Fernández quiere responder con la seriedad científica del método histórico crítico, basado en muy buenos autores. Porque el Nuevo Testamento es, a mucha distancia, el libro más estudiado de la humanidad. Y de él tenemos muchísimos más manuscritos y más cercanos a su composición, que de cualquier otra obra de la Antigüedad. Así, en los apéndices, nos presenta un facsímil del papiro 52 de John Ryland Library con un trocito del diálogo de los judíos con Pilato en torno a la muerte de Jesús. Pertenece al evangelio de Juan, que fue terminado de escribir hacia fines del s. I. Y el papiro está datado en el año 125.

Jesús realmente existió, como atestiguan historiadores paganos, el judío Flavio Josefo, y la literatura cristiana. Dentro de los testimonios se destaca el del Nuevo Testamento, cuyo primer escrito es la primera carta a los Tesalonicenses, del año 50. Samuel Fernández nos describe brevemente la génesis de los escritos del Nuevo Testamento en el capítulo segundo de su libro. Pero ¿qué pasó entre el año 30, en que Jesús fue crucificado y el 50 en que Pablo comienza a escribir? ¿Cómo recuperar la fe de esa comunidad cristiana de la que no conservamos ningún escrito de esas fechas? Será a partir de la cristología implícita en la vida de la Iglesia de esos dos decenios. En los documentos posteriores reconocerá el material perteneciente a esa época por el testimonio múltiple de diversas tradiciones; por las fórmulas fijas y constantes que se transmiten; por recurso explícito a una tradición recibida; porque se dan por conocido por los lectores términos cristianos, etc., que no son explicados (2); por arameísmos o hebraísmos usados en el lenguaje griego de escritos o comunidades, como ser amén, abbá, maranathá; por cambios de estilo en el documento; por tensiones en el contenido; porque se va más allá de lo exigido por el contexto; por ser material litúrgico, o himnos y cánticos; por contener datos que incomodan en la época en que esos documentos se escriben.

Con estos criterios y después de bosquejar la configuración cultural de la Iglesia naciente, Samuel Fernández reconstruye y examina la fe cristológica de esos dos decenios en el capítulo tercero. Reflexiona sobre la persecución de los ju-deocritianos helenistas en la que es martirizado Esteban en el año 32/33 según su esquema cronológico y en la que Pablo participaba. La persecución revela un serio conflicto entre esos cristianos y el judaismo del s. I, donde convivían muchas tendencias. Y era, como puede deducirse del libro de Los Hechos, porque Esteban afirmó la superioridad de Jesús sobre el templo y la ley, cuyo fundamento venía de la propia actitud de Jesús frente a ambos. La salvación estaba, pues, en el Mesías crucificado. Por esto moría Esteban y eran apresados los cristianos. Los cristianos unlversalizan la misión: ya no se requiere la observancia de la ley, porque estaban convencidos de que la salvación de toda la humanidad dependía de Jesús.

En el primer anuncio cristiano, llamado kerig-ma (3), se proclama la resurrección de Jesús, quien había muerto por nuestros pecados según las Escrituras. Los apóstoles son los testigos. Están convencidos de haber recibido el Espíritu, con lo que llegan los últimos tiempos. También en la liturgia hay una cristología implícita. Así en la fórmulas de fe como: Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos; Cristo murió por nosotros; hay un solo Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo. En aclamaciones como: 'Jesús es Señor'; Maranathá. Los cristianos invocan el nombre de Jesús. Cuando se reflexiona más la exaltación (Salmo 101), esta se expresa como el paso de Jesús de la carne al espíritu en la resurrección. La cena también es una tradición que viene del Señor. Según el himno prepaulino de Flp 2, 6-11, Cristo siendo de condición divina se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo. Aunque tiene una alusión a Adán, interpretamos que el que se anonada es el Verbo, que preexistía como Dios. Ante el muerto y exaltado se dobla toda rodilla en el cosmos y se lo confiesa 'Señor' (cf. Is 45, 23). Asimismo habría un antiguo relato de la pasión, anterior al de Me, donde Jesús padece como el justo sufriente de las Escrituras y que es garantizado porque Dios lo resucita. El relato presentaba a Jesús también como el Mesías-rey, sobre todo ante Pilato. Igualmente hay tradiciones prepaulinas y preevangélicas sobre la madre de Jesús. Un relato sobre la concepción virginal debió pertenecer a ellas.

Concluye nuestro autor sobre estos 20 años de cristianismo: "De este modo, desde la primera década del cristianismo, y todavía en ambiente pa-lestinense, la comunidad impulsada por el Espíritu Santo reconoció el significado salvífico y universal de la muerte de Jesús, acontecida según las Escrituras, celebró la resurrección y aclamó a Jesús como el Señor (Kyrios) preexistente, humillado, exaltado y que vendrá con gloria" (p. 126). "Ciertamente, hay elementos centrales de la religiosidad de Israel que la Iglesia primitiva hereda y considera como propios: el monoteísmo, la teología de la creación y la bondad de las criaturas, la providencia divina, la libertad y responsabilidad humanas, el juicio que implica retribución, la centralidad de la caridad, etc. Pero otros elementos constituyen la novedad cristiana, y están en discontinuidad con la religiosidad judía del siglo I. Las afirmaciones cristianas más novedosas y que despertaron mayor oposición por parte del judaismo son: una apertura mucho más decidida de la salvación a todas las naciones, la superioridad de Jesús por sobre la Ley y el Templo, la no necesidad de la observancia ritual de la Ley de Moisés, y finalmente, el culto a Jesús. Cada una de estas afirmaciones se opone a algunos de los elementos centrales del judaismo en tiempos de Jesús" (p. 127). ¿Qué llevó a un grupo de judíos piadosos a este cambio radical? Visto lo que se creía entre el año 30 y el 48, nuestro autor pasa a explicar, en el capítulo cuarto, el fundamento de esta convicción que se desarrolló en un tiempo asombrosamente breve.

"¿Cómo se explica esta radical transformación, animada de tanta vitalidad, precisamente después de la crucifixión?", se pregunta Samuel Fernández. ¿Qué pasó entre la muerte en cruz como un maldito según Dt 21, 23, y el nacimiento de la Iglesia? La resurrección y la efusión del Espíritu (que la acompaña) responden los cristianos. Ciertamente los discípulos creyeron en la resurrección y rápidamente. ¿Por qué creyeron? Solo la experiencia del encuentro con el resucitado puede explicar la transformación de los discípulos. Pero no solo nació una comunidad, sino que esta tiene rasgos particulares. ¿De dónde estos rasgos, p. e. que pusieran a Jesús por encima de la Ley? Eso hay que buscarlo y rastrearlo en la profunda impresión que la actividad de Jesús antes de su pascua produjo en los discípulos. Nuestro autor presenta primero la experiencia de la resurrección como fundamento de la cristología. Por cierto, la resurrección no puede ser observada directamente, pero deja huellas históricas verifica-bles. Se conoce por el testimonio de los testigos que lo vieron resucitado y se acepta por la fe. Es la opción más razonable para explicar el hecho histórico del nacimiento del cristianismo. Los fracasados discípulos no esperaban la resurrección. Los fariseos y muchos del pueblo ciertamente esperaban un juicio y una resurrección final. Pero aquí, en la exaltación gloriosa del Mesías, se adelanta el final escatológico. Y era el mismo Jesús con sus llagas. "El que vosotros matasteis, Dios lo ha resucitado". Los relatos de los sinópticos, obviamente deficientes para expresar la resurrección, nos hablan de la tumba vacía y de las apariciones. Se presenta una lista de testigos, muchos de los cuales dieron su vida por el testimonio. Y las mismas diferencias entre los relatos, confirman la verdad del testimonio. Dios, al resucitarlo autentifica la pretensión de Jesús, su vida terrestre. ¿Cuál fue esta? Samuel Fernández pasa a investigarla en el último capítulo de su libro. Estas, junto con la resurrección son los dos fundamentos de la cristología de los años 30 al 48.

Para investigar esta historia no es un inconveniente el ser creyente, sino al revés, porque pensamos que se puede entender mejor una tradición desde dentro que desde fuera. Tampoco la fe de los transmisores es un obstáculo en sí para acceder al Jesús de Galilea. El problema clave es por qué los discípulos llegaron a tener la fe que transmitieron. Fue el impacto del Jesús terreno el que originó una primeriza fe en él, que los llevó a dejarlo todo por seguirlo. Ellos son los que volvieron a contar sus dichos para perpetuar el encuentro con Jesús, y los fueron coleccionando en la llamada fuente Q, en que se apoyarán de diversa forma Mt y Le, como en una fuente común a ellos. En busca, pues, del fundamento de la fe posterior con sus respectivas características, ya descritas, nuestro autor pasa, pues, al Jesús terreno en el capítulo quinto.

Avanza de los datos más seguros a los más hipotéticos en busca de una comprensión global. Después de enumerar los datos irrefutables, en lo que hay consenso, hace una breve historia de la investigación sobre la vida de Jesús hasta lo que se llama la actual tercera ola investigativa. Ciertamente los evangelios no son biografías históricas en el sentido moderno, sino un anuncio que en la fe postpascual va actualizando los datos y adaptándolos a las diversas necesidades de las comunidades. ¿Cómo reconstruir a partir de ellos la figura histórica de Jesús? Los estudiosos señalan una serie de criterios para discernir esto, como el de la dificultad (los datos incómodos), el de la discontinuidad (lo propio de Jesús que contrasta con su ambiente), el de la coherencia (la armonía entre los diversos datos que se van entresacando), el testimonio múltiple, lo que es necesario para poder explicar lo acontecido, p. e. su crucifixión (4). Para expresarlo los discípulos van a utilizar el A. T., pero estas expresiones, al aplicarse a Jesús, van a ir modificando su sentido. Así el Profeta que ha de venir, que los judíos esperaban; el Mesías o Cristo (5); el Hijo de Dios o simplemente el Hijo; el Hijo del Hombre, etc. Nuestro autor agrega la Sabiduría de Dios, que servirá para relacionar posteriormente a Cristo con la creación, donde ella estuvo presente.

Pero ¿cuál era la cristología del mismo Jesús, su autoconciencia diríamos nosotros? Jesús mostró su pretensión al comer con los pecadores sin distinción alguna, al perdonar los pecados, al no observar la ley o volverla a veces más exigente, al dar vuelta la mesa de los cambistas en el templo, al llamar a un seguimiento incondicional, aun odiando al padre o a la madre, al expulsar los espíritus con el poder del Espíritu de Dios, al presentarse como el ungido por el Espíritu para evangelizar a los pobres, etc. Porque, como dice un autor, se tenía a sí mismo por el Hijo de Dios que nos hablaba de su Padre en forma definitiva. "Jesús se consideró a sí mismo como Hijo de Dios y como ungido por el Espíritu escatológico, porque él experimentó en su ministerio un poder para curar que él pudo entender solo como el poder de la plenitud de los tiempos, y una inspiración para proclamar un mensaje que él pudo comprender solo como el evangelio de la plenitud de los tiempos" (p. 195).

En una confrontación creciente, Jesús obviamente previo su muerte y la interpretó, a la luz del siervo de Is, como una muerte por los demás, por los pecadores. Y creyó que a través de su muerte venía el reino, confiando que de alguna manera Dios lo restablecería. Pero si esta es la autoconciencia de Jesús y su correspondiente actuación, ¿cuál fue su mensaje? Anuncia que está viniendo el reinado de su Padre. En el mismo se realiza plenamente esto. El Padre Nuestro se resume en: 'Abbá, venga tu reino'. Las bienaventuranzas serían una alabanza a Dios que gratuitamente vuelve felices a los que sufren. Su núcleo primitivo comprendería: "Dichosos los pobres, porque de ellos es el reino de Dios; dichosos los afligidos, porque serán consolados; dichosos los hambrientos, porque serán saciados" (p. 208). Anuncia el reino en parábolas. Analizando Samuel Fernández algunas de ellas, destaca los siguientes elementos: hay una oferta incondicional y gratuita de parte de Dios; la nueva relación con Dios conduce a una nueva relación con los demás; Jesús contrasta el viejo orden con el nuevo proclamado y realizado por él. Existe un abundante material de curaciones y expulsiones del demonio, dentro de una oferta global de salvación y misericordia, sin venganzas. Jesús, como decía la gente, todo lo hizo bien.

Al final de la conclusión de esta parte sobre el Jesús terreno, fundamento, junto con su resurrección, de la futura fe en él, afirma nuestro autor: "En síntesis, Jesús habló y actuó, antes de la Pascua, como el Hijo único de Dios ungido por el Espíritu, como el Revelador definitivo (escatológico), y, por ello, poseedor de autoridad para perdonar pecado, con soberanía sobre la Ley y el Templo, y con autoridad para exigir un seguimiento incondicional, ante el cual se juega la suerte definitiva. Jesús concibió su vida como una entrega a favor de los demás, de carácter salvífi-co, y su estrecha relación con Dios, su Papá, lo sostuvo para entregar su vida con una esperanza que iba más allá de la muerte. Esto fue captado tanto por los discípulos, que dejándolo todo lo siguieron (cf. Me 1, 18), como por sus adversarios, que buscaban matarlo porque Jesús se hacía igual a Dios (cf. Jn 5, 18)" (p. 218).

Finalmente en el capítulo VI concluye el libro. Hay continuidad entre el contenido de la fe en Cristo que tuvo la Iglesia de los veinte primeros años y la realidad histórica de Jesús de Naza-ret. Es decir, hay una base en el Jesús histórico para su superioridad respecto a la Ley y el Templo, para que él sea lo definitivo respeto a la salvación, para creer que su muerte fue por nosotros y según las Escrituras, para ser tenido por el Hijo de Dios. Más difícil de fundamentar en su actividad terrena es la universalidad de su obra. Creeríamos nosotros que la acción y revelación de Dios, por ser histórica, tenía que esperar el rechazo masivo del judaismo para que se abrieran las puertas a los gentiles bajo la acción poderosísima del Espíritu. La proclamación como kyrios (Señor), en el sentido divino, estaría en la lógica volteante de la resurrección y recepción del Espíritu. Prosigue nuestro autor: "El carácter definitivo de la revelación de Jesús, expresado en su vida terrena y confirmada por Dios mediante la resurrección que lo muestra como el Kyrios que comparte los atributos del Dios del Antiguo Testamento, impulsa a los discípulos a vincular a Jesús con la Sabiduría del Antiguo Testamento, mediadora de la creación y de la salvación... Si Jesús es el Salvador único y universal, es porque debió haber participado en la creación de todo. La mediación en la creación y salvación, y el universalismo misionero se corresponde" (p. 224s). Así se llega a la preexitencia. El exaltado, al compartir el trono de Dios, debía 'ser igual a Dios'. Y Dios pasó a ser 'el que resucitó a Jesús'. "De este modo, la reflexión conceptual de la Iglesia es clarificación, profundización y explicitación de lo que, de un modo velado, germinal e implícito, ya está presente en la experiencia viva de la comunidad cristiana" (p. 226).

Pero no solo hay continuidad entre el Jesús terreno y los veinte primeros años, como el autor ha mostrado a través del libro, sino que ahora, en apretada síntesis, Samuel Fernández indica la continuidad con la cristología de Pablo, de los sinópticos y de Juan. También con la de los primeros siglos. "Podemos afirmar que aquella fe que en ambiente semita se expresó por medio de la oración y la narración, en ambiente helenístico alcanzó una formulación de acuerdo con los modelos de pensamiento propios del ambiente en que se desarrolló la cristología, es decir, la metafísica del ser" (p. 239). Y como insinúa Martín Hengel, en un libro muy citado por nuestro autor, "durante aquel lapso de ni siquiera dos decenios ocurrió más, desde el punto de vista cristo-lógico, que durante todos esos siete siglos que hubieron de transcurrir hasta que quedó ultimado el dogma de la antigua Iglesia" (6). Pero el desarrollo debe continuar en la adaptación a las diversas culturas que se irán sucediendo. Después de hacer el recorrido neotestamentario, concluye nuestro autor que es imposible acceder a Jesús sin recurrir a la comunidad eclesial que fue impactada por él y nos lo transmite. En ese sentido no existe un camino neutro e independiente para conocerlo. Esta transmisión sufre dificultades de lenguaje, porque los acontecimientos, p. e. la resurrección, exceden el lenguaje. Igualmente la imagen de Dios reflejada en Jesús supera todos sus moldes anteriores y nos supera a nosotros. Debemos dejarnos transformar por él para poder acogerlo de modo menos inadecuado. Aceptar esta revelación cambia nuestra visión de la historia, del hombre y de Dios. "En definitiva, confiar es más genuinamente humano que desconfiar, y no se puede conocer sin confiar... Solo podemos conocer el verdadero rostro de Dios Padre en el rostro humano de Jesús, instruidos por el Espíritu Santo; y solo podemos ver el rostro de Jesús, el hijo de María, reflejado en los ojos de Pedro" (p. 242).

Es de alabar este vasto, concatenado y pedagógico esfuerzo por fundamentar la historicidad de la fe. La fe de la primerísima generación, fe que se continúa actualmente, tiene, pues, sus raíces en el Jesús histórico y en su Pascua. Samuel Fernández ha hecho una buena y necesaria apologética. Evitando el racionalismo y el fideísmo nos ha acercado a Jesús en perspectiva histórica, siguiendo un itinerario retrospectivo. Su libro va acompañado de un esquema cronológico, bibliografía selecta, diversos índices, y de algunas ilustraciones. No queda más que felicitar calurosamente al autor por su trabajo acucioso y científico.

Sergio Zañartu

NOTAS

(1) Presenta la crítica de Friedrich Schlegel (t 1829) a los que no se abren a aceptar una verdadera novedad en la historia.

(2) O Pablo pregunta retóricamente: ¿Acaso ignoráis? (p. e. Rm 6,3).

(3) El kerigma lo podemos detectar en los discursos de Pedro en los Hch o en algunos pasajes paulinos como ICo 15, 3-7.

(4) También los arameísmos como el abba, o detalles innecesarios como que Simón de Cirene fuera padre de Alejandro y Rufo.

(5) Mateo destacará el Hijo de David.

(6) El Hijo de Dios. El origen de la cristología y la historia de la religión judeo-cristiana, Salamanca 1978, p. 12s.

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