Abstract
El estado y su ejército, el partido y su guerrilla, han perdido la capacidad de concentrar y orientar las pasiones populares. La pretensión moderna de desconocer y criminalizar las discordias incendiarias ha pasado de propósito a fracaso. La ira se está liberando de las riendas racionales e institucionales y se va haciendo, a la vez, dispersa, volátil y más violenta. Parece apremiante abordar la comprensión de los impulsos destructivos de las multitudes furibundas. El artículo pretende ilustrar esta encrucijada.